Un secreto se desvela, otro se vuelve más complejo…
Puede parecer improbable, o incluso imposible, que un hombre o una mujer, por mucha habilidad que tenga, sea capaz de moverse por las copas de los árboles con tanto sigilo como los animales expertos en desplazarse de ese modo sin ser vistos: pájaros, ardillas y gatos monteses.[236] Sin embargo, Keera, con el viento de costado —un viento que, como ocurre a menudo, sopla desde el oeste y empuja tanto su escaso olor como cualquier exceso sonoro hacia el ruidoso grupo de soldados de Ashkatar—, es capaz de lograr ese reto pese al peligro añadido de que Ashkatar no deja de escrutar las ramas en lo alto, evidentemente en busca de algo o alguien con quien pretende encontrarse.
El descubrimiento de quién es ese alguien casi acaba con el inteligente y silencioso rastreo de Keera por los árboles. Oye el apagado cotorreo y el rápido aleteo de un estornino que vuela en la noche y, tras aventurar con acierto quién se acerca, se vuelve y sonríe al mismo pájaro jaspeado, teñido de arcoíris, que los tres expedicionarios se encontraron en lo que ya parece un largo tiempo atrás, cuando siguieron por primera vez a Stasi y Caliphestros hasta su cueva. El pájaro revolotea por encima del punto ocupado por Keera en el centro de una rama de roble y luego aterriza en la rama contigua y se queda mirando fijamente los rasgos humanos de la rastreadora. Keera disfruta al oír de nuevo la aproximación del nombre de Caliphestros que el estornino pronuncia con orgullo: sin embargo, también le pone muy nerviosa la posibilidad de que el propio Caliphestros descubra al pájaro y a continuación la vea a ella. Por eso Keera insta al estornino.
—¡Guarda silencio! —le susurra tan suave como puede.
Junta las dos manos en un cuenco para intentar empujar al estornino a bajar por la rama, pero el bicho emplumado, como si se indignara por momentos, se limita a agitar las alas ruidosamente para alzarse unos palmos en el aire y aterrizar directamente encima de la cabeza de Keera. Totalmente incapaz de decidir qué hacer —porque el pájaro ya no emite sonido alguno y más bien se está acomodando, como si fuera a quedarse un rato allí—, Keera se queda tan quieta como le permite su nerviosismo: Caliphestros ha oído ya al estornino y va buscando de un lado a otro, más rápido ya, imitando los sonidos del pájaro con la intención de convencerlo para que baje. Cuando el mensajero jaspeado se anima al fin a descender, de todos modos, no lo hace porque alguno de los humanos allí presentes lo haya provocado; al contrario, se debe al paso repentino, absolutamente silencioso, pero rápido y en cierto modo amenazante de un enorme par de alas oscuras y deslizantes que se han acercado lo suficiente al estornino como para obligarle a chillar asustado y luego bajar hasta Caliphestros con un aleteo nervioso y aterrizar en su hombro.
—¡Ah! —dice el anciano, al tiempo que se vuelve para contemplar los ojos grandes del estornino—. ¿Qué era todo eso? ¿Y dónde está tu socio, si puedo preguntar?
Pero el «socio» del estornino tiene otros planes, de momento, pues ha descendido en picado para ocupar la posición de su pequeño amigo en la rama del árbol de Keera: la gran diferencia estriba en que esta criatura —la misma lechuza grande que, solo de manera ocasional y en breves atisbos, alguien ha podido ver tras la estela de Caliphestros, o en sus visitas a Visimar— ocupa el mismo espacio que Keera, sentada en la rama que comparten. Los penachos de plumas[237] que parecen dibujar a la vez sus orejas y sus severas cejas, y que normalmente ocupan una posición más crítica y baja que en los machos de la misma especie, más pequeños, se alzan por encima de sus ojos enormes, severos y dorados, de momento, en presencia de esta extraña humana que se ha atrevido a adentrarse en el reino del pájaro.
Al oír a Caliphestros conversar con el estornino allá abajo, de todos modos, la lechuza decide que ya ha dejado clara la impresión que quería causar a Keera y abre de pronto a medias sus alas para dejarse caer y planear en amplios círculos con una simplicidad y un silencio asombrosos, hacia un fragmento de un viejo tronco en el que el gran maestro de la Naturaleza y de la Ciencia alecciona a su joven y frenético estudiante de lengua y diplomacia.
Solo cuando la lechuza cornuda ha abandonado ya la rama del árbol Keera ve que la gran jefa de los aires lleva firmemente apresado entre sus garras el mismo grupo de plantas y flores acerca del que Caliphestros y ella estuvieron conversando al regresar de su cueva. Por decirlo una vez más, no hace tanto como la cantidad de sucesos invita a pensar. «Flor de lúpulo silvestre de montaña, campanillas de la pradera y glasto —piensa Keera en silencio—. Y, aunque ahora ya no puedo verlo, diría que estas también las ha cortado una hoja bien afilada… Entonces, ¿será que la fiebre se extiende también dentro de las fronteras de Broken?».
Como si fuera una respuesta a esa pregunta silenciosa, Keera oye que Caliphestros se pone a hablar con los dos pájaros, cuya llegada, según se percata de pronto la rastreadora, no ha provocado ni la mínima reacción de Stasi.
—… y entonces… —dice Caliphestros al par de aves, ahora posadas en dos ramas truncadas que apuntan hacia el cielo desde el tronco caído de un arce, tendido delante del asiento de su amo—. A vosotras dos os toca encontrarlos. —Sus expresiones se vuelven más simples y más decididas—. Soldados… A caballo —dice, y luego repite la frase unas cuantas veces hasta que el estornino se pone a chillar.
—¡Solaos! ¡Allos! —Luego la criaturilla se vuelve hacia la lechuza y añade—: ¡Ner-tus!
Si los dos pájaros fueran niños, se diría que el hermano mayor, pero menos hábil intelectualmente, ha recibido una paliza del menor y más rápido de los dos; el estornino va volando a toda prisa del hombro de Caliphestros a su solideo y luego desciende de nuevo y casi parece que se ría. La mirada fulminante de la lechuza, mientra tanto, se vuelve más severa, como si lanzara una advertencia: «No alardees, hombrecillo, de tu cháchara, si no quieres que te trague». Caliphestros se da cuenta y se interpone para rodear al estornino con una mano suave, llevárselo a la cara y decirle:
—Ya basta, Traviesillo. —Ese parece ser su cariñoso apelativo para el estornino—. Y ya te lo he dicho muchas veces. Burlándote solo conseguirás que te coman. Y entonces, ¿dónde quedaríamos Visimar y yo? ¿Eh?
—¡Viz-i-maaa! —consigue pronunciar en un chillido Traviesillo, desafiando el fuerte agarre de Caliphestros.
El anciano no puede evitar una carcajada ante la persistencia del ser diminuto.
Arriba, en el árbol, en cambio, a Keera se le ha puesto cara de perplejidad, porque el nombre de Visimar es tan conocido en Okot como en el reino de Broken. ¿Acaso el misterioso acólito del sabio forma parte, entonces, del plan que ha decidido no compartir con sus aliados Bane? Y en ese caso, ¿por qué ha decidido mantenerlo en secreto? ¿Por alguna razón siniestra?
—Y ahora acordaos —vuelve a empezar Caliphestros, allá abajo—: es necesario que trabajéis juntos los dos, así que ya basta de riñas. Visimar sabe que hay fiebre en el campo y en la ciudad, pero ha de saber que también la hay en el Bosque para que se lo diga al sentek Arnem. —Como todo ese discurso elaborado resulta de nuevo más bien inútil, Caliphestros mira fijamente a Traviesillo y le dice con firmeza—: Fiebre… Bosque.
—¡Fiebe Boque! ¡Boque fiebe! —repite el estornino.
El pájaro lucha por liberar un ala del agarre de su compañero humano, que al fin se da por satisfecho al ver que puede pronunciar las palabras correctas en el momento correcto y suelta a Traviesillo para que se pose en una rama cercana.
—Y ya solo nos queda una cosa más —dice Caliphestros mientras mete una mano en su bolsa…
Saca una flecha dorada, exactamente igual que la que Keera y él cogieron del soldado muerto de la Guardia de Lord Baster-kin. La enorme lechuza se echa a volar de inmediato hacia el hombro de Caliphestros, a quien sorprende con su velocidad, y luego flota unos pocos centímetros por encima de él para usar las garras que no cargan con las flores —y cuya extensión iguala a las de los dedos humanos— para arrancarle la flecha: de nuevo, parece que no hacen falta instrucciones, pero Caliphestros mira al estornino para estar seguro.
—La flecha, Traviesillo —dice—. También para Visimar.
—¡Viz-i-ma! ¡Oua! —repite el estornino, con tanta gracia que Caliphestros se ve obligado a enterrar la cabeza en las manos para intentar ahogar un ataque de risa, no vaya a ser que el pájaro deje de pensar que sus instrucciones son resueltas y serias.
Como el grupo está a punto de echar en falta tanto a Keera como a Caliphestros, ella se alegra al ver que el anciano agita los brazos para despedir a los dos pájaros. Ambos rodean el pequeño claro junto al montículo en el que han recibido sus últimas instrucciones y por último dirigen el rumbo hacia el Puente Caído, en la zona de las Cataratas Hafften y, más allá, el lugar donde más probable resulta que se encuentren las fuerzas de Broken, dispuestas a acampar antes de encontrarse con el ejercito de Ashkatar. Después, Caliphestros se abre la túnica para aliviarse (su supuesto propósito para acercarse a este lugar apartado) sin apartarse del tronco, y luego insta a Stasi a acercarse y bajar el cuello para que él pueda pasar del tronco a su lomo con facilidad. Keera toma el primer indicio de acción privada del anciano como una señal para deshacer el camino que la ha llevado hasta su atalaya por las copas de los árboles. Al cabo de unos pocos segundos oye que su hermano y Heldo-Bah la están llamando, con un claro tono de preocupación en el caso de Veloc.
Incluso tratándose de alguien tan famoso como Keera, su maravillosa manera de conseguir moverse entre las copas es asombrosa; necesita bien poco rato para encontrarse de nuevo entre los hombres y mujeres que se han reunido para emprender el último tramo de la marcha y mentir fríamente a su hermano y Heldo-Bah al decirles que, como Caliphestros ha aprovechado la ocasión para ocuparse de sus asuntos privados, ella ha decidido hacer lo mismo.
—Podrías habérselo dicho a alguien, Keera —la regaña Veloc.
—Por la Gran Luna, Veloc —ruge Heldo-Bah—. Es mil veces más probable que cualquier fiera del bosque se te lleve a ti que a Keera. De verdad, no sé por qué persistes en ese juego idiota de hacerte pasar por el hermano responsable. Es casi tan imbécil como tu insistencia en que eres un historiador experto.
—Vosotros dos, ni se os ocurra siquiera plantearos la posibilidad de volver a hablar de eso —dice una nueva voz. Los tres expedicionarios se dan media vuelta y ven que Caliphestros y Stasi emergen de la oscuridad—. La hora del parloteo estúpido ya ha pasado —continúa.
Sus órdenes no pueden impedir que Veloc tiemble un poco al reparar en la aparición de la pantera blanca, verdaderamente fantasmagórica en esta especie de luz que con tanta rapidez se desvanece.
—Gran Luna —susurra Veloc a Heldo-Bah—, desde luego no me sorprende que los Altos le tengan tanto miedo. ¡Es como si apareciese en el aire de la noche!
—Ah, ficksel —responde con calma Heldo-Bah—. ¿Y luego te atreves a decir que yo soy el supersticioso?
En ese momento, Ashkatar da un paso adelante y exclama:
—De acuerdo, entonces. Para todos los que seguís adelante: tengo la intención de estar dentro de la Guarida de Piedra dentro de dos horas. Y si no lo conseguimos, Heldo-Bah, sabré muy bien qué espalda azotar con mi látigo.
—Muy valientes palabras cuando tienes todo un ejército detrás, Ashkatar —responde Heldo-Bah, pero se sitúa junto a la columna de tamaño regular en que avanzan los soldados para poder seguir su ritmo—. Pero ni los Bane ni los Altos han hecho todavía el látigo que pueda cortar mi piel, eso te lo prometo…
Caminando de nuevo junto a Stasi y Caliphestros mientras estos avanzan para ponerse a la altura de Ashkatar, Keera va negando con la cabeza.
—Te lo prometo, mi señor. De verdad que hay miembros de la tribu Bane que no son tan devotos de las peleas como esos dos. O tres, supongo, si contamos al yantek Ashkatar entre ellos.
—Ah, estoy seguro —la interrumpe Caliphestros con una enigmática sonrisa en la cara—. Efectivamente, he visto entre los tuyos a algunos capaces de ser casi silenciosos… Incluso mientras bailan por las copas de los árboles.