Piedra
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Podría esperarse que la brisa cálida y agradable que recorre la ciudad de Broken desde el oeste en esta noche de primavera ofreciera algún consuelo al muy admirado y aún más temido jefe del clan de mercaderes más poderoso del reino, Rendulic Baster-kin. Esas suaves y sensuales rachas de aire, sobre todo cuando se dan por la noche, reciben el nombre de «Aliento de Kafra» por el bendito efecto que tienen sobre los ciudadanos, recién liberados del duro pisotón de la bota del invierno. Tal vez nadie encarne tan bien la sensación generalizada de gozoso alivio como las parejas de jóvenes amantes repartidas por la ciudad que el Lord del Consejo de Mercaderes ve ahora mismo en los tejados de sus casas del Distrito Primero desde su atalaya en uno de los puntos más altos de la ciudad: la terraza que rodea la torre central del esplendoroso kastelgerd de Baster-kin. Tanto la terraza (antiguo parapeto) como la torre cumplían originalmente la función de puestos de defensa militar desde los que podía controlarse lo que amenazara a la familia, o a la propia ciudad, antes de que se volviera demasiado peligroso; sin embargo, dicha función no había sido necesaria desde hacía ya varias generaciones y la torre, igual que la terraza, se había convertido en santuario privado del Lord Mercader, un lugar al que el oficial secular supremo de Broken podía convocar a cualquier súbdito, aunque a la práctica totalidad de estos les diera terror una invitación así.
Bastante más abajo quedan los sótanos del kastelgerd, completamente invisibles al público y compuestos por una sección más de la extraordinaria serie de cámaras de almacenamiento abovedadas de la ciudad, que, como todas las demás, está llena a rebosar de armas y provisiones. Por encima de los sótanos, las alas visibles de la gran residencia tienen una escala, según se dice a menudo (no siempre con respeto o admiración), igual que la del palacio del Dios-Rey. Sin embargo, como el kastelgerd queda recostado en la muralla oriental de la ciudad y al principio tenía la misma función militar que la torre, es más robusto en su apariencia general que el paraíso en que reside el sagrado gobernante; un exterior intimidatorio que termina de acobardar a quienes acuden a su interior, convocados para una audiencia.
Y sin embargo, a lo largo de la historia de Broken la parte más perturbadora del kastelgerd ha sido siempre la torre. Si la Sacristía del Alto Templo es la mayor maravilla de Broken y el palacio real es el más bello enigma del reino, la torre es la afirmación más clara y simple de puro poder que se encuentra intramuros de la ciudad. Puede que el Lord Mercader no tenga un título religioso como tal, pero su poder no disminuye ni un ápice por la sugerencia de que no le corresponden códigos sagrados: todo lo contrario. Así, si bien muchos ciudadanos desearían no recibir nunca una orden de presentarse en la Sacristía del Templo o en la torre de Baster-kin, obligados a escoger preferirían ser convocados a la más sagrada de esas dos cámaras, hecho del que Rendulic Baster-kin solo puede concluir una profunda satisfacción personal. Un lugar que inspira tanto terror en los demás es el único tipo de lugar en que este hombre, cuya alma en lo más hondo es una extraña mezcla de severidad mundana y entusiasmo casi infantil, puede sentirse a salvo de verdad.
Con su propia seguridad, y la de su familia, casi tan bien protegidas como la del Dios-Rey, entonces, parece ciertamente extraño que Baster-kin —incluso ahora, o quizá precisamente esta noche, parapetado en su torre— no se pueda permitir el solaz de la caricia voluptuosa del Aliento de Kafra. Efectivamente, el aire cálido solo parece resaltar más todavía la incomodidad que evidencian sus rasgos.
Su preocupación se debe, en primer lugar, al último de una serie de informes que empezaron a llegar en invierno, en los que se aportaban los detalles acerca de los invasores nórdicos que llevaban grano barato por el Meloderna y el Zarpa de Gato para comerciar ilegalmente con socios no identificados. En condiciones normales una historia como esa no debería provocar ninguna ansiedad a Rendulic Baster-kin: la existencia de granjeros y comerciantes contrariados en un rincón u otro del reino es una constante, dadas las leyes sagradas y los códigos seculares que rigen esas actividades en Broken. Pero los mensajeros enviados a lo largo de los últimos días por el sentek Arnem informan de que más de una aldea de comerciantes ha pasado de la infelicidad a la rebelión declarada; y su violencia ha sido secretamente alimentada, según los informes de Arnem, por echarse a perder el grano, como demuestran las diversas muestras que le ha hecho llegar para su escrutinio, junto con la advertencia de que se lave cuidadosamente las manos después de inspeccionarlas. Sin embargo, ni siquiera esa combinación de informes de provincias con los que manda el nuevo comandante del ejército de Broken bastaría en cualquier otro momento para alarmar a Baster-kin. Pero hay un hilo final que hilvana esos problemas aparentemente manejables dentro de lo que podría convertirse en un tapiz de preocupaciones serias: las muestras del grano peligroso que Arnem ha enviado al Lord Mercader se parecen demasiado a los granos que el siempre vigilante dueño del más imponente kastelgerd de Broken ha encontrado, a lo largo del último día y su correspondiente noche, en uno de los almacenes escondidos bajo la ciudad.
El compromiso y los sacrificios de Rendulic Baster-kin con el reino y su gobierno siempre han sido grandes: más incluso, según él mismo defendería con razón, no solo que los de otros miembros del Consejo de Mercaderes, o de los anteriores lords, sino mayores que los de su padre, el más célebremente despiadado entre todos los Baster-kin. Efectivamente, Rendulic cree que tiene poco en común con el primero de los miembros de su familia que obtuvo el puesto de Lord Mercader, el más astuto de los mercenarios aventureros que acompañaron a Oxmontrot en sus viajes por el mundo al servicio de las mitades oriental y occidental del Lumun-jan, ese imperio gigantesco y, sin embargo, extrañamente frágil, y que al regresar a Broken llevaron consigo el credo de Kafra. Y sin embargo, pese a esas aventuras compartidas, según rumores tan bien fundamentados que no pueden morir, no fue la lealtad a Oxmontrot, sino la traición, lo que granjeó al primer Lord Baster-kin un puesto prominente en la política y la sociedad de Broken. Porque su ascenso de rango, así como el regalo de los recursos suficientes para construir las primeras alas del kastelgerd en torno a la torre original de la familia, no habían dependido del Rey Loco, sino del hijo de Oxmontrot, Thedric; entonces se dijo, y se ha dicho siempre, que los orígenes del renombre y la riqueza de Baster-kin se podían rastrear hasta la complicidad en el asesinato del Rey Loco. No muchos de los que habían conocido a Thedric, al fin y al cabo, le otorgaban la inteligencia suficiente, ni a su madre, Justanza, la cordura necesaria, para planear y desarrollar el plan ellos solos; y la construcción del kastelgerd de los Baster-kin empezó, efectivamente, el mismo día en que Thedric fue coronado y declarado semi-divino. Desde entonces, los añadidos al kastelgerd y los sofisticados jardines en terraza que lo rodean han sido casi constantes… Hasta el ascenso, claro, de Rendulic Baster-kin, tan decidido a limpiar cualquier mancha del honor de su familia por medio de su devoción, fe y trabajo duro.
Además, aunque haya habido más que unos cuantos hombres indignos entre sus antepasados, y Rendulic lo sabe, también son unos cuantos los que tuvieron la sabiduría suficiente para merecer respeto. Los primeros fueron los lores que —indignados por los frecuentes abusos de poder del Consejo de Mercaderes, que periódicamente intentaba sacar provecho del aislamiento de la familia real con respecto a los asuntos seculares— crearon y reforzaron un instrumento con el que servir a los herederos de Thedric: la Guardia Personal del Lord del Consejo de Mercaderes (o, en su nombre más común, la Guardia de Lord Baster-kin, pues ningún otro jefe de clan, tras un par de desastrosos desafíos en el pasado, ha alcanzado jamás ese puesto). Durante muchas generaciones, el estricto mandato de estas unidades que no llegaban a ser militares consistía simplemente en mantener el desarrollo tranquilo, seguro y legal del comercio dentro de la ciudad. Pero finalmente, como instrumento del poder secular, la Guardia también ha sido objeto de corrupción no solo por parte de los rivales de Baster-kin, sino incluso (o eso dicen algunas voces) de ciertos representantes reales que deseaban que sus actividades, peculiares, aunque sagradas, quedasen en un plano discreto. La Guardia también aumentó sus atribuciones para incluir la de conservar la paz, tarea que resultó todavía más violenta, o hasta letal, cuando la prevención de robos y conspiraciones dentro de la ciudad pasó a implicar la autoridad necesaria para arrestar, pegar, torturar y aun ejecutar a cualquier persona que los linnetes, ya fuese dentro o fuera de las murallas, considerasen objetable. Cierto que el cabeza del clan de los Baster-kin retenía siempre el mando de la cada vez más impopular Guardia; pero el mando y el control siempre han sido dos cualidades bien distintas. De todos modos, también, aunque el clan de los Baster-kin estuviera perdiendo parte del control efectivo de la Guardia, el hecho de que sus «soldados» siguieran vigilando con atención el gran kastelgerd confería a la residencia y a sus lores algo parecido a un aire real, el suficiente para permitir que todos los lores negasen unos cargos de degeneración, corrupción y tiranía: abusos que el padre de Rendulic había conseguido practicar juntos en una sola vida.
Así que corresponde a este hombre que ahora camina arriba y abajo por la terraza de su torre reafirmar su devoción a los ideales de Kafra, tarea que Rendulic no ha emprendido solo por medio de sus pronunciamientos públicos y sus reglamentos, sino también con el uso de métodos privados más extremados de lo que cualquier ciudadano haya podido saber o apreciar. Y sin embargo esos pasos no le han traído la paz mental: no, para alguien tan atento como Rendulic Baster-kin, incluso los peligros que se presentan bajo una forma tan aparentemente inocua como unos pocos granos deformes y descoloridos han de expulsar de la mente el placer de un suave atardecer… Sobre todo, ahora. Ahora, a las puertas de lo que será el período más funesto de la historia de Broken: un tiempo en el que la persecución continua por parte del reino de las metas sagradas de Kafra para conseguir el perfeccionamiento de todos los aspectos de la fuerza, ya sea individual o colectiva, ha de recuperar su primacía por pura necesidad. Cualquier duda o vacilación entre los líderes de Broken acerca de la anexión de la sobrecogedora tierra salvaje del Bosque de Davon, o de la destrucción de la tribu de los desterrados que habitan ese Bosque maldito pero cargado de tesoros tendría que haber cesado, cree Baster-kin, primero tras el atentado contra la vida del Dios-Rey y luego por la mutilación y muerte de Herwald Korsar. Y sin embargo, pese a la gozosa y orgullosa despedida que la ciudad brindó a los Garras en su doble misión de conquista, solo tres personas sabían de verdad, con algún grado de certeza, qué había provocado en realidad la decisión histórica de proceder en este momento contra el Bosque y los Bane. Los dos primeros —el Dios-rey y el Gran Layzin— están, precisamente esta noche, inaccesibles a la gente de la ciudad y del reino, libres para disfrutar de sus placeres particulares. El tercero, el propio Baster-kin, es el único que, además de conocer todas las consideraciones que han formado parte de la decisión de mandar a los soldados de la más elevada élite del reino contra los Bane, está consumido por ellas; así que el Lord Mercader está solo esta noche en su parapeto, sin iguales, sin amigos, dándole vueltas a una semilla de grano estropeada que conserva escondida en una mano.
«Maldito Arnem —cavila Baster-kin—; un soldado solo debería preocuparse de las movilizaciones en el reino, y no de confirmar mis miedos acerca de este extraño grano». Y sin embargo el Lord Mercader sabe que el problema que representa eso que guarda en su mano no es tan fácil de pasar por alto como le gustaría; el sentek Arnem, en realidad, no ha hecho más que cumplir con su obligación al enviar su informe. «Lástima que tengamos que pagar un precio tan alto por él». Y, sin embargo, ¿no dice acaso la doctrina kafránica que lo que pierde un hombre lo gana otro? Y pensando en esa posibilidad —que la pérdida de Arnem pueda representar su propia ganancia— Baster-kin se percata por primera vez de la suave caricia del Aliento de Kafra. Sin embargo, no puede regodearse en el instante de placer, pues ha de estar seguro de sus siguientes movimientos, tanto como lo ha estado de todos los arreglos que se han llevado a cabo esta semana. Esa manera de prestar atención al detalle enseguida lo saca del consuelo que ofrece la cálida brisa de la noche de primavera para meterlo de nuevo en su torre, donde atenderá a los detalles de sus planes: planes que, para una mente no preparada, podrían parecerse demasiado a una estratagema…
Baster-kin vuelve a entrar en la torre octogonal sin darse cuenta siquiera de que en la boca abierta de la chimenea —instalada en la pared que da al sur, con una repisa inmensa apoyada en dos esculturas de granito que representan a dos osos pardos rampantes de Broken, congelados en eterna sumisión y servicio— no hay llamas a causa del calor de la noche. Su atención se concentra por completo en una mesa grande y gruesa que hay en el centro de la habitación, con la misma forma que la propia torre y el tamaño suficiente para albergar reuniones de los miembros más importantes del Consejo de Mercaderes. Esta noche, en cambio, está cubierta por mapas del reino, en cuya superficie descansan los informes del sentek Arnem, que detallan la situación de los pueblos y ciudades entre Broken y Daurawah, así como el estado de sus provisiones de grano.
Pero lo más importante es que encima de todas esas láminas de pergamino hay una nota de Isadora Arnem, entregada por ella misma al segundo hombre más poderoso del kastelgerd: Radelfer[210], el senescal de la familia Baster-kin, ya mayor pero llamativamente vigoroso. Veterano de los Garras, y en posesión de todos los elevados rasgos de lealtad, coraje y honor que se asocian a ese khotor, Radelfer fue en otro tiempo el guardián del joven Rendulic Baster-kin: sacado de las filas de la más exquisita legión del reino por el padre de Rendulic, se había pasado casi veinte años interpretando un papel que el anciano Baster-kin debería haberse reservado para sí. Ahora, el veterano pero todavía poderoso Radelfer supervisa los asuntos de la casa de su antiguo empleador; y cuando apareció por primera vez Lady Arnem en la entrada del kastelgerd tan solo dos noches después de que su marido partiera de la ciudad y se encontró con que Lord Baster-kin no estaba en casa, pidió ver a Radelfer, a quien al parecer conocía de antaño. Contenta de ver al senescal, e insinuando que tenía algún asunto urgente que tratar con el Lord Mercader, Isadora le anunció su intención de regresar a la noche siguiente, cosa que había dejado escrita en una nota. Esa es la nota a la que, a juzgar por su posición sobre la gran mesa del retiro más privado de Rendulic Baster-kin, el Lord Mercader concede más importancia que a todos los mapas de las travesías del Zarpa de Gato y a los despachos sobre la agitación en el reino. Al inclinarse sobre la mesa, estudia la nota; no tanto por sus pocas e intrascendentes palabras como por la mano que las ha escrito, esa mano que sigue siendo tan parecida a lo que fue hace muchos años…
Su divagación se interrumpe cuando de repente suena un aullido, el grito humano que más temor le produce: un sonido desesperado de dolor que podría haber emitido tiempo ha una mujer, pero ahora sin duda no puede proceder de la garganta de ningún ser mortal. Viene de uno de los dormitorios del rincón del norte del kastelgerd, al otro lado de la torre nordoriental de la torre octogonal del Lord Mercader. Baster-kin lo escucha con una reacción apenas pasiva, o incluso abatida, y llega a una conclusión: «Los heraldos de la muerte y del renacimiento deberían tener voz —se dice—, y nadie puede negar que un grito como ese encajaría con su propósito…».
Su comportamiento, desde luego, no da muestras de ese cambio histórico: cuando la voz sigue aullando, solo se mueven los dedos de su mano derecha, que aplastan lenta y enérgicamente la frágil semilla de grano que sostenían contra la palma hasta que no quedan de ella más que unos fragmentos polvorientos.
Hay poco en esta situación que merezca ser tenido por nuevo, pero eso no impide que la paciencia y el temple de Baster-kin se vayan desgastando, como si esa voz fuera de hecho una especie de látigo demoníaco que le azotara el alma: porque en verdad se trata del sonido de su propia esposa, que sigue y sigue emitiendo ese aullido que se repite como un eco por las salas del kastelgerd como una furia suelta. Con tono acusatorio, chirría la misma palabra una y otra vez. Y esa palabra es su nombre:
—¡Rendulic!
Pero Baster-kin se limita a acercarse a una jofaina que tiene en un rincón de la habitación de la torre, recordando el aviso urgente del Sentek Arnem de que se lave las manos después de tocar el grano contaminado.
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Con la esperanza de que alguna de las damas de compañía o la sanadora de su mujer controlen pronto sus gritos, el lord camina de un lado a otro por su elevado retiro y estudia el único adorno de la habitación: cuatro tapices enormes que cubren las paredes entre las puertas del este y el oeste, en los que se describe una época anterior de la vida de Rendulic, el celebrado momento en que completó su transformación del joven flaco y enfermizo al hombre fuerte y masculino que sigue siendo hoy: la época en que, pese a tener solo dieciocho años, se sumó a una expedición para cazar panteras. Era la clase de expedición con la que soñaban los vástagos de las familias de los mercaderes de Broken antes de que el estadio de la ciudad los hechizara; es decir, antes de que un deporte menos peligroso reemplazara los riesgos de luchar contra fieras salvajes y perseguir a los criminales Bane y a los Ultrajadores hasta el Bosque de Davon.
Durante esa partida de caza —liderada por el mismo guardián incansable, Radelfer, que siempre había hecho de consejero y único amigo verdadero del muchacho—, Rendulic, galopando por delante de sus hombres, se había topado con un grupo de cuatro panteras adolescentes, hijas ni más ni menos que de la legendaria pantera blanca del Bosque de Davon. Aunque parecía condenado a una muerte salvaje, Rendulic había exigido, cuando ya habían muerto dos de los animales y su madre estaba incapacitada por una profunda herida en un muslo, que le permitieran involucrarse en la captura final de las bestias.
El joven que aquel día se atrevía a enfrentarse a la muerte en lo que parecía un acto temerario había sido tratado como una decepción durante mucho tiempo por parte de su estricto padre, lord del kastelgerd en esos tiempos. Rendulic se había atrevido a creer —con una pasión que lo volvía tan temerario como para no preocuparse siquiera por su seguridad— que el resultado de la caza cambiaría la pobre opinión que su padre tenía de él; y, estimulados por esos pensamientos, el joven atrevido y el siempre leal Radelfer consiguieron engañar y enjaular a la joven pantera y luego Rendulic insistió rudamente en que se le permitiera luchar a solas contra el último cachorro macho. Solo, con flechas, pica y, al final, una daga larga y elegante, el joven Baster-kin se enfrentó efectivamente al animal en el mismo claro en que había tenido lugar toda la batalla, más allá del Zarpa de Gato. Tras infligir una herida mortal a la joven pantera con su pica, Rendulic agarró con fuerza la daga y la usó para administrar el dauthu-bleith a la fiera, que seguía desafiándolo, y todo ello a la vista de la madre, viva todavía pero incapaz de intervenir.
De ese modo Rendulic había convertido aquella partida, que sería la última, en una leyenda entre la gente de Broken. Pese a ello su padre no se había persuadido del valor de Rendulic tan fácilmente como este esperaba: el joven quiso creer que la culpa era de un brote sifilítico que volvía a atormentar al ya anciano lord cada vez con más frecuencia. Además, en esa época las competiciones atléticas del estadio empezaron a eclipsar rápidamente a los deportes de sangre celebrados en el Bosque, y los jóvenes de ambos sexos a partir de entonces empezaron a recurrir a ese tipo de actividades tanto en busca de estímulos como para ponerse a prueba delante de la ciudadanía. Cierto que aquellos pasatiempos agotadores incluían todavía la competición contra las grandes fieras del bosque: pero ahora se trataba de animales capturados y encadenados en la arena del estadio, de modo que la muerte no representaba un verdadero peligro para los jóvenes atletas de Broken que se sumaban a las listas.
Sin embargo, no debe creerse que la historia de la caza de la pantera por parte de Rendulic Baster-kin pasó al olvido: sin duda, el recuerdo de la misma terminaría por formar la base de buena parte de su incuestionable autoridad personal en la ciudad. Y sobre todo —cavila mientras contempla los tapices— eliminó virtualmente las habladurías sobre un incidente previo en su vida, un incidente que, según los rumores, implicaba la persecución romántica de una joven belleza del Distrito Quinto, dos o tres años menor que él, ayudante de una sanadora famosa a la que habían convocado para que prestara su ayuda cuando, al madurar en su joven cuerpo los primeros signos de virilidad, había empeorado cruelmente una terrible enfermedad que Redulic había sufrido siempre, llamada megrem[211]. Aquella incapacitante suma de dolor de cabeza y malestar de vientre había resultado inasequible a las habilidades de los doctores kafránicos, del mismo modo que, desde tiempos antiguos, ridiculizaba a tantos sanadores inútiles de todo el mundo, que la conocían por nombres distintos. Cualquier hombre o mujer capacitado para cobrarle, en cualquier caso, reconocía los síntomas al instante: la sanadora Gisa, por ejemplo, había conseguido no solo diagnosticarla sino aliviarla con tratamientos que se practicaban en secreto en una de las cabañas de la familia Baster-kin en la falda de la montaña de Broken, donde uno de los hermanos menores del Lord Mercader padre, un tío que era casi el único que conservaba alguna simpatía por el muchacho, se ocupaba de los rebaños de la Llanura que llevaban grabado el nombre de la familia. Radelfer sabía que no era muy probable que el lord se aventurara hasta allí; en aquel lugar, seguro y protegido, la anciana sanadora, que ya se había convertido en leyenda para casi todo Broken y en una bendición para tantos otros en su Distrito Quinto natal, orientó a Rendulic Baster-kin hacia una madurez sana[212]. Pero, aunque Gisa preparaba las tinturas e infusiones personalmente para conservar con celo el secreto de sus ingredientes, las dosis eran administradas por las relajantes manos de la adorable aprendiz de la vieja bruja, una huérfana llamada Isadora. Alta y con el cabello dorado, Isadora tenía un tacto reconfortante que se abrió paso hasta lo más hondo del corazón de Rendulic y se convirtió en la fuente de los esfuerzos de este, escandalosamente desesperados, por encontrarla durante las semanas siguientes al momento en que ella abandonó el pie de su lecho. El padre del muchacho, mientras tanto, hizo caso omiso de aquellas lenguas locuaces, o amenazó con arrancarlas; y cuando pasó su último ataque de sífilis, al ver que su hijo crecía sano Lord Baster-kin montó en su caballo y dio inicio a la búsqueda de una esposa políticamente conveniente para su heredero…
De pronto, Rendulic Baster-kin se percata de que ha aparecido otra figura en la habitación, sin anunciarse con una llamada previa a la puerta ni pedir permiso para entrar en la cámara, algo extraordinario. Con un estilo silencioso y fantasmagórico, la figura entra por una puerta opuesta a la de la terraza. Lleva una capa con capucha negra del más fino algodón; sin embargo, las partes del cuerpo que deberían quedar expuestas —las manos, los pies, la cara— están envueltas en vendas de algodón blanco que apenas dejan algún resquicio por el que se revelan los ojos, las fosas nasales y la boca. El breve instante en que se abre y cierra la puerta de la alta habitación de la torre permite que el aullido de abajo llegue con más claridad al santuario de Baster-kin, que incluso oye con claridad el grito del cruel sufrimiento de esa mujer.
—¿Qué es? ¡No! No lo voy a hacer, ya os lo he dicho. ¡Si no viene mi marido y me pone la copa en los labios él mismo, no lo tomaré!
Luego, cuando la figura envuelta en negro cierra la puerta de roble reforzado con hierro, el sonido se apaga en parte y Baster-kin suspira de alivio antes de volverse hacia la mesa para tapar la nota de Lady Arnem con las manos e inclinarse sobre los mapas y la correspondencia como si los estudiara con atención.
—¿Bueno? —pregunta en voz baja el Lord Mercader, con una extraña inseguridad en el tono.
Hay algo de desdén, y también brusquedad, pero algo más atempera esos sentimientos más duros y abre un resquicio a la tolerancia y al… ¿Qué es? ¿Afecto? Seguro que no.
La voz que le contesta, pese al esfuerzo por sonar discreta, es desesperadamente desagradable: palabras mal pronunciadas, acompañadas por estallidos de saliva que se escapan por las cornisas de la boca y un sonido ronco, rasposo y molesto.
—Mi señor —anuncia—, están administrando la infusión. La crisis debería pasar pronto, según el sanador Raban,[213] aunque me ha suplicado que te informe de que pasaría más rápido si tú mismo administraras la medicación y esperases a su lado hasta que surtiera efecto.
Baster-kin se limita a ridiculizar la propuesta con un gruñido, pero es un ridículo provocado por la mera mención de ese sanador tradicional kafránico llamado Raban, no por el mensajero que la trae, como queda claro. Sigue mirando fijamente el mapa que tiene delante.
—Confío en que hayas dicho a ese carnicero idiota que estoy demasiado ocupado con los asuntos de estado para encargarme del trabajo de una enfermera.
La cabeza de Baster-kin permanece decididamente quieta, pero no deja de captar con el rabillo del ojo, a la luz de las antorchas colgadas de la pared en arbotantes de hierro, un breve atisbo de la túnica y la capucha negras, así como de las vendas blancas que envuelven cuidadosamente unas manos casi inutilizadas porque todos los dedos quedan envueltos en torno a los pulgares. Los pies de la criatura, más visibles para el lord sin necesidad de mover la cabeza, van vendados del mismo modo y calzados solo con sandalias de suave piel, forradas de densa lana de oveja; pero Baster-kin no va a mirar más, porque ya ha contemplado esta extraña visión claramente en ocasiones anteriores, con todo detalle. Necesita sobre todo evitar el rostro envuelto, donde la boca y el azul celeste de los ojos quedan perceptiblemente rodeados de carne putrefacta, subrayada por unas llagas húmedas y llenas de pus y por las curtidas arrugas que surcan la piel visible. Y, sin embargo, la voz que emerge de ese penoso desecho humano no habla con aires de crítica, ni siquiera con el tono obsequioso propio de los sirvientes, sino en un tono muy parecido al de Baster-kin: con cierta familiaridad, o incluso intimidad.
—Ya se lo he dicho a Raban —explica la voz—. Pero me ha pedido que te advierta que, si no encuentras un momento para visitarla, no responde de cómo se vaya a comportar cuando pase el efecto de la medicación.
Baster-kin traga una bocanada de aire, profunda y cansada.
—De acuerdo. Si conseguimos encontrarle el sentido a todo este asunto de Arnem, haré lo que pide Raban. Pero en caso contrario tendrás que pedir al charlatán de mi señora que le administre una dosis mayor de sus malditas drogas.
—Raban dice que le está dando la dosis máxima que considera segura. Si la aumenta, dice, el corazón irá tan lento que la muerte se acercará y tal vez se apodere de ella.
Una parte de Baster-kin quisiera dar voz a la respuesta apasionada, aunque silenciosa, que muestra con claridad su rostro: que sería mejor para todos los implicados (en particular, para él) si una muerte así escribiera efectivamente el fin de la desgraciada mujer. Sin embargo, el deber y, quizás, un rastro de auténtica preocupación, anulan esos pensamientos y tensan de nuevo su mandíbula.
—Muy bien —se limita a responder en voz baja.
—Hay más —dice la figura envuelta en negro—. Ha vuelto Lady Arnem. Tal como anunció.
—¿Qué? —Al fin Baster-kin mira al peculiar hombre que tiene delante—. Pero no iba a venir hasta dentro de una hora. ¿Sabe Radelfer que está aquí? ¿La ha instalado en algún lugar…?
—Me he tomado la libertad de consultar a Radelfer —contesta la voz, que no deja de farfullar y escupir— y hemos decidido que llevara a Lady Arnem a la biblioteca y dejara todas las puertas firmemente cerradas. También le he sugerido que puede entretenerla, puesto que se conocen y parecen mostrarse un afecto genuino. Al parecer, su servicio en los Garras coincidió al menos con una parte de los años del sentek en esas filas; puede que se conocieran entonces. Y si hay alguna sala que pueda librarse de los gritos que vienen del ala norte es la biblioteca, sobre todo si en ella se produce algo de conversación. Por último, se ha informado a Lady Arnem de que no debía esperar que la anticipación de su llegada tuviera más que una leve influencia en la programación de los asuntos urgentes de tu agenda.
Baster-kin parece incómodo ante esa afirmación; otra reacción nada común por su parte.
—¿Y cómo ha recibido toda esa información? —pregunta.
—No diré que le haya complacido —responde la figura espectral—. Pero, como ya he dicho, confía en Radelfer y esa confianza la invita a hacer cuanto sea necesario por manifestar su comprensión y su respeto. Puede que todo vaya bien, o eso me atrevería a suponer.
Una sombra de gratitud cruza a toda prisa el rostro de Baster-kin
—Muy inteligente, Klauqvest[214] —dice, en tono urgente e imperioso—. Algunos momentos me recuerdan por qué te salvé del destino del Bosque. Y sin embargo, teniendo tan poco contacto con personas de formación idónea, me pregunto cómo te las arreglas para ser tan diestro en su trato.
Es una pregunta retórica y el sentimiento que la genera no es tan cruel como parece; y el tal Klauqvest no da señales de haberla percibido como una pregunta malintencionada. De todos modos, con tantas vendas además de la túnica negra flotante, sería casi imposible distinguir una respuesta de otra.
Baster-kin cambia la posición de varios mapas en la mesa, fingiendo controlar unas pasiones que, para cualquiera que lo conozca tan bien como parece conocerlo este tal Klauqvest, son transparentes: la llegada de Isadora le ha arruinado la seguridad en sí mismo.
—¿Y tiene alguna explicación para haberse tomado la libertad de venir tan pronto? —pregunta el Lord Mercader.
—No, pero sospecho que tú conoces la razón —responde la voz húmeda y rasposa—. O, al menos, en gran parte.
Relativamente molesto por el tono de familiaridad de ese comentario, Baster-kin evita la reprimenda o la discusión y procede directamente a la fuente del problema.
—El envío de mis mensajes a su casa —murmura con un lento movimiento de cabeza.
—Sí, mi señor —responde Klauqvest—. Aunque hay otras cuestiones a tener en cuenta. —El dueño del kastelgerd alza la mirada con una leve sensación de sorpresa—. Al parecer, ha recibido nueva información de su marido. Y aunque no ha dicho nada concreto al respecto a Radelfer, me he quedado con la impresión, mientras escuchaba desde detrás de la puerta de la biblioteca, de que estos últimos mensajes trataban de los mismos asuntos que los que el sentek te ha estado enviando últimamente, mi señor. —Klauqvest levanta una mano, más parecida a la extremidad de una criatura marina provista de conchas que a la mano de un hombre, tal como sugiere su nombre sin ninguna amabilidad, para señalar una serie de líneas prietas dibujadas en el mapa más detallado de la ciudad y del reino—. ¿Debo dar por hecho, entonces, mi señor, que piensas acceder a la petición del sentek Arnem para que enviemos provisiones urgentes para sus tropas al campamento que pretende levantar cerca del río?
Sea por la dirección que está tomando el interrogatorio emprendido por Klauqvest o sea por su voz, que lleva demasiado tiempo lijando la paciencia del Lord Mercader, de pronto este da un palmetazo en la mesa.
—¡No tienes que dar nada por hecho! —Y sin embargo, en cuanto pierde el temperamento, Baster-kin hace un esfuerzo evidente por recuperarlo; de nuevo algo extraño en un hombre que suele preocuparse bien poco o nada por los sentimientos de sus subalternos—. Ya me has informado de su presencia, Klauqvest —afirma el amo del kastelgerd, rechinando los dientes—. Y has hecho bien. Ahora, se ha hecho de noche ya y te sugiero que te ocupes de tu tarea original en los pasillos subterráneos de la ciudad y que termines el inventario y sigas prestando una atención especial tanto a la cantidad como al estado de las provisiones de grano, así como a la pureza de las alcantarillas. Dado que tu apariencia te impide representar un papel más visible, o más constructivo, en la vida de esta ciudad y del reino en este momento crucial, imagino que estarás ansioso por hacerlo.
Entre los dos hombres pasa lo que parece un largo silencio: la mirada de Klauqvest, sea cual fuere el estado de la carne que rodea sus ojos, permanece clara y fija en la de Baster-kin, con la expresión más parecida a un desafío que nadie podría atreverse a mostrar en presencia del Lord Mercader. Y sin embargo, pese a toda la ira evidente en el temblor de su mandíbula, Baster-kin opta por no seguir con su estallido ni pedir ayuda. Al contrario, y de manera extraordinaria, son sus ojos los que rompen primero el lazo mientras toquetea algunos fragmentos de pergamino de la mesa, evidentemente intrascendentes, y luego se permite suspirar con algo extrañamente parecido a la contrición. En cambio la mirada de Klauqvest no cambia mientras espera que vuelva el silencio antes de declarar:
—Muy bien, entonces, Padre…
Es el primer paso en falso de la desgraciada criatura; sus ojos reflejan una vívida consciencia del error que ha cometido. Baster-kin vuelve a alzar la mirada como si se acabara de quemar; luego, con una expresión en los ojos que no responde tanto al triunfo como a una profunda mezcla de tristeza, decepción y rabia, rodea la mesa a grandes zancadas y clava una dura mirada en los ojos de este extraño hombre. Klauqvest es tan alto como el Lord Mercader, pero tarda poco en apartarse, apocado, de este hombre mayor que él y, como si esperase recibir un golpe, se agacha y se empequeñece unos pocos centímetros.
—Ya me encargaré de mi esposa —dice Baster-kin en tono calmo—. Y también de recibir a Lady Arnem. Tú te quedarás aquí un rato, antes de bajar al único hogar que te corresponde, en los pasadizos subterráneos de la ciudad. Quiero respuestas a todas mis preguntas… —Agita una mano hacia los mapas y planos que hay encima de la mesa y luego se acerca uno o dos pasos más a Klauqvest, que recula de nuevo—. Y nunca olvides que te dejé vivir solo para que pensaras esas respuestas cuando quedó claro que la única parte de tu cuerpo que Kafra salvó de tus impíos orígenes era el cerebro. Y sin embargo, al hacerlo puede que empeorase la locura que quedó implantada en mi señora con tu llegada a este mundo y ella vio no solo tu verdadero linaje, sino también la prueba de que Kafra ha maldecido su alma. Así que nunca dejes que esa palabra se escape de la maraña perversa que tienes por boca.
Al fin, Klauqvest deja caer la cabeza en señal de derrota.
—Por supuesto. Permíteme tan solo que presente mis disculpas, mi señor.
—Quédate las disculpas para ti.
Baster-kin se vuelve hacia la puerta, pero luego se refrena, como un depredador que acaba de encontrar una última manera de atormentar a su presa herida.
—Aunque, ahora que ya has mencionado la palabra, supongo que no hará falta que pregunte dónde está mi verdadero hijo, ¿no?
—Como tú mismo dices, es una pregunta innecesaria —se limita a responder Klauqvest—. Igual que casi no necesito contestar que está en el estadio, con sus compañeros, dechados de virtudes kafránicas.
Baster-kin asiente con la cabeza y suelta un suspiro largo de insatisfacción. Luego, sin reducir la severidad, dice:
—Ya me ocuparé yo de él y de todos los tontos con los que se asocia. Y tendré que hacerlo pronto, porque en su destino descansa la única esperanza que Kafra ha tenido la piedad de conceder para la preservación de esta casa, este clan y este reino. Y tú debes recordar que el Bosque siempre estará listo para recibirte igual que recibió a tu hermana, esa criatura deforme si te excedes, si tu mente deja de serme útil o, por último, si decides comunicarte con el mundo más allá de esta torre o por encima de los pasadizos que discurren por debajo del kastelgerd y de la ciudad.
Tras eso, el Lord Mercader abandona la habitación a grandes zancadas, arrastra la pesada puerta de roble para cerrarla y da con ella un portazo.
Solo en la habitación de la torre, Klauqvest se permite pasar las manos vendadas por encima de los documentos un momento, aunque apenas puede cogerlos entre los pulgares y el resto de los dedos arracimados. Luego se inclina hacia delante y estudia los mapas de cerca. Sus movimientos siguen siendo lentos y cuidadosos cuando se toma la libertad de recorrer cuatro de los ocho lados de la mesa para luego plantarse de pie en el punto que pertenece al lord del kastelgerd y sentarse en la sencilla silla militar de campo que Baster-kin acostumbra usar. Klauqvest intenta adaptarse al tacto de los duros brazos de madera y del cuero tensado en torno al perfil del asiento y del respaldo, pero enseguida comprueba que su piel, tierna y adolorida, no lo permite. Se levanta y sigue estudiando los mapas…
Y al inclinarse sobre ellos cae entre las láminas de pergamino una gota de algún fluido corporal salado, procedente de la parte expuesta de la cara; una gota que Klauqvest retira sin dar tiempo a que deje el menor rastro de su existencia.
Satisfecho por lo que ha visto en los detallados mapas, Klauqvest se desplaza desde la mesa hacia uno de los tapices y estudia la escena descrita en él: el momento dramático antes de que el joven y bello Rendulic Baster-kin —lanza en una mano, daga en la otra— matara la que sería conocida para siempre en todo Broken como «su» pantera. La composición y el bordado son admirables y otorgan al joven vástago de los mercaderes unos rasgos de exagerado coraje, al tiempo que dan al cachorro de pantera, cuyo cuerpo en realidad ya estaba a esas alturas asaeteado y mutilado por las flechas, un aspecto de ferocidad y poderío también agudizados. Luego Klauqvest baja la mirada del tapiz a la piel y la cabeza que, a lo largo de toda su vida, ha visto siempre yacer en el suelo de esta cámara; con un dolor tan fuerte que casi se pone a gritar, se agacha para acariciar la cabeza sin vida de la fiera con su mano vendada, en un gesto que parece transmitir una enorme ternura.
Tras levantarse, y con el alivio de haberlo podido hacer sin mayores percances, Klauqvest se aparta de los restos de la pantera y se dirige a la puerta del este de la cámara, que da al viejo parapeto. Abre la puerta, alza la mirada al cielo y ve que la Luna ha empezado a salir. Se queda mirando la brizna de blanco en el denso azul del crepúsculo hacia el sudeste y luego se da media vuelta y su mirada regresa al interior de la cámara para posarse en un relieve de bronce allí colgado.
Representa el rostro sonriente y omnipresente de Kafra, colocado —como no suele ser habitual en este tipo de piezas— sobre un cuerpo joven, musculoso pero flexible, apenas cubierto por un taparrabos: un cuerpo, como bien sabe Klauqvest, moldeado a partir del de Rendulic Baster-kin durante los días siguientes a la misma caza de la pantera que domina toda la decoración de la cámara. Es el tipo de imagen inusual, pero imponente, que provocaría suspiros de admiración y reverencia entre la mayor parte de los ciudadanos de Broken si se les permitiera verla; pero de la boca de este marginado vestido de negro solo salen unos sonidos rasposos e informes que podrían pasar por una especie de risa. El rostro de Klauqvest, cubierto por la capucha y tapado con vendas, va de la Luna a la imagen de Kafra varias veces y al final permite que los ojos descansen en el relieve mientras se desvanece la risa.
—Sonríe tanto como quieras, dios dorado —dice Klauqvest, aunque los fluidos ascienden de nuevo por su garganta para oscurecerle las palabras—. Pero esa deidad —prosigue mientras alza una mano para señalar hacia la Luna naciente— te está derrotando más allá de estas paredes. Y apenas ha empezado a crecer…
{iii:}
Rendulic emerge a toda prisa de la escalera que conecta su torre privada con el vestíbulo del piso superior del kastelgerd y se dirige hacia lo alto de la amplia escalinata central de la residencia, uno de los muchos aspectos deliberadamente abrumadores del edificio que ven los visitantes al entrar por las puertas altas y gruesas que se abren en la estructura. Desde arriba, el lord ve a una mujer baja y fuerte, ataviada con un vestido sencillo de color azul oscuro y cargada con una toalla[215] empapada en agua, así como con una jarra de arcilla llena del mismo líquido. Baster-Kin sospecha que la sirvienta del sanador ha subido y bajado repetidamente las escaleras, entre las cocinas que quedan detrás del gran salón y el dormitorio del ala norte del segundo piso, donde yace enferma la señora de la casa. Plantado junto a la barandilla que recorre todo el borde de la galería y permite una visión imponente del recibidor que se abre en el piso inferior con su suelo de mármol, Baster-kin observa mientras la sirvienta se detiene, vuelve a las escaleras corriendo para coger una pava grande llena de agua ardiente y humeante, y retoma su misión a toda prisa. Al llegar una vez más a la parte alta de la escalera esta atisba al señor del kastelgerd e intenta dedicarle una marcada reverencia, pero la abundancia de cargas le dificulta la tarea. Baster-kin agita la mano para despedirla tras detectar que el agua caliente contiene una nueva infusión. Eso le basta para saber que las primeras dosis medicinales del sanador Raban no alcanzan para calmar a la señora de Baster-kin; un dato que, pese a no pillarle por sorpresa, provoca la ira del señor de la casa. Se dispone a seguir a la sirvienta y regañar severamente a Raban por sus medias tintas: «No debe permitirse que nada —ha advertido a todo el servicio de la casa durante los dos días previos—, ni un solo detalle, afecte o perturbe mi encuentro con Lady Arnem en la noche señalada para el mismo». Si la orden requería un aumento de las medicinas del sanador Raban para calmar a la esposa del lord, bienvenido fuera; en cambio, Raban se ha pasado de prudente y las consecuencias de su cautela se vuelven más evidentes todavía cuando la doncella abre la puerta del cuarto de su señora.
A Lady Baster-kin la mudaron a esta habitación lujosa pero remota cuando sus griteríos se volvieron tan incontrolables e impredecibles que a su marido empezó a preocuparle la posibilidad —o de hecho, la certeza— de que la oyeran todos los paseantes del Camino de los Leales; mientras que, al quedar de cara al patio interior del kastelgerd y de la solitaria torre de su marido, no podría atormentar más que al lord, castigo que Baster-kin se ha preguntado en más de una ocasión si tal vez sería merecido.
—¡No! ¡No pienso tragar ni una gota más si no es la mano de mi marido la que me la lleva a los labios! ¡Rendulic! Dile…
Pero entonces se cierra de nuevo la puerta y los gritos se vuelven más apagados, aunque no menos frenéticos. Ese sonido despierta un miedo profundo en el corazón de Baster-kin, sobre todo cuando oye unos pasos que llegan desde abajo: a gran velocidad se sitúa detrás de una de las columnas de mármol que bordean la galería y echa un vistazo para ver quién se acerca. Respira con gran alivio al ver que no es Lady Arnem, sino su más fiable consejero y sirviente, Radelfer, quien sube a solas por la escalinata, procedente de la biblioteca que se abre por el lado sur del enorme recibidor del edificio. Baster-kin avanza todavía unos pasos y se detiene a y esperar a su fiel senescal, un hombre alto que sigue rezumando poder pese a que su melena hasta los hombros, la barba bien recortada y el color de la piel han adquirido una tonalidad gris a lo largo de sus muchos años de servicios prestados a la familia.
—Le dije al tonto de Raban que esta noche le diera las dosis suficientemente altas —explica Baster-kin cuando el anciano llega a su altura y echan a andar ambos hacia el vestíbulo del ala norte—. ¿Se oían sus gritos desde la biblioteca?
—Por momentos, sí, mi señor, aunque solo si uno sabía qué debía escuchar —responde Radelfer—. Como lo sé yo. Pero Lady Arnem no se ha enterado.
Baster-kin se ríe sin ningún humor.
—O por lo menos no te ha dicho nada —se mofa—. Es demasiado lista para sacar un asunto así, cuando lo que la trae aquí es la preocupación por su hijo y su marido. Supongo que esas son las razones de su visita, ¿no?
—Sí —responde Radelfer con cautela—. Aunque tiene otra información que pasar… Algo que no me ha querido contar. Algún asunto de gran importancia, relacionado con el Distrito Quinto.
—Ah, sí —contesta Baster-kin con ambigüedad—. Venga, venga, Radelfer, ¿cuándo ha habido un asunto en el Distrito Quinto que tuviera importancia de verdad?
—Yo me limito a transmitir el mensaje que me ha dado ella, mi señor —aclara Radelfer, mirando todavía con cautela a quien antaño tuvo a su cargo mientras llegan los dos a la gruesa puerta del dormitorio del que proceden todas las molestias de la tarde.
—¿Te parece que es un ardid, Radelfer? —pregunta Baster-kin—. Para reforzar sus súplicas al respecto de su hijo…
—Yo no diría eso —contesta Radelfer con calma, una calma digna de mención porque está mintiendo—. Ha cambiado un poco: ya no domina el arte de la astucia tanto como hace años y su preocupación tiene algo de incuestionablemente genuino. —Finge una mayor confusión al ver que su señor no contesta de inmediato—. ¿Mi señor? ¿Sabes de algún asunto del Distrito Quinto que ella pueda haber descubierto?
Baster-kin mira fijamente al hombre.
—¿Yo, Radelfer? Nada de nada. Pero cuéntame… ¿Dices que ha cambiado un poco?
—Eso me parece a simple vista, señor —responde Radelfer—. Pero recuerda que nunca se me ha dado bien juzgar a las mujeres.
Baster-kin se echa a reír.
—Bastante juicio tuviste cuando decidiste que ella y su jefa podían ayudarme en mi juventud, cuando todos los demás sanadores de Broken habían fracasado.
—Quizá —responde Radelfer—. Pero en mi propia vida mi juicio no ha discernido tan bien.
—Hay muchos grandes filósofos que conocen bien el mundo, y en cambio apenas se conocen a sí mismos —dice el amo del kastelgerd. Luego se plantea el asunto en silencio—. Muy bien, vuelve con ella, Radelfer. Ofrécele más conversación, no vaya a ser que detecte nuestro verdadero propósito. Cuando estés seguro de que se ha acallado todo el ruido proveniente de la habitación de Lady Baster-kin, la traes al pie de la escalinata.
—¿Y por qué no la mantenemos en la biblioteca, sin riesgo de…? —pregunta Radelfer.
—Ahora no tengo tiempo para explicártelo con detalle, Radelfer —responde Baster-kin—. Llévala allí cuando todo esté en silencio. Eso es lo que deseo.
Radelfer ve desaparecer al lord en dirección a su dormitorio y arquea las cejas mientras piensa: «Sí… allí estará para que cuando bajes se te vea aún más impresionante. Estás igual que entonces, Rendulic, ante la mera idea de encontrarte con ella: un chiquillo enfermo de amor que busca admiración…».
El comportamiento del senescal solo cambia cuando ya ha vuelto a bajar por la gran escalinata de nuevo y está solo; o, mejor dicho, cree estarlo. Una voz lo llama en un susurro desde las sombras que se ciernen más allá de la escalera y le da un susto.
—¿Radelfer?
El senescal se da media vuelta y ve salir de las sombras del gran vestíbulo a un hombre con túnica negra.
—¡Klauqvest! —murmura Radelfer, sorprendido—. No deberías estar aquí. Te arriesgas a que te descubran. Hay mucha actividad esta noche en el kastelgerd.
—Y bien que lo sé —responde Klauqvest—, pero Lord Baster-kin me ha encargado que transmitiera ciertas órdenes privadas al sanador Raban, y eso acabo de hacer.
—¿De verdad?
Radelfer dedica un momento a pensar en el siempre inquietante asunto de las relaciones entre Rendulic Baster-kin y Klauqvest: «Si mi señor desea tan apasionadamente que este patético joven permanezca escondido —se pregunta el senescal—, entonces, ¿por qué insiste también en emplearlo para usos que podrían poner en evidencia su existencia?».
Radelfer se desprende de esos interrogantes sin respuesta y pregunta en voz alta:
—Entonces, ¿vas de vuelta hacia los sótanos?
—No del todo —responde Klauqvest.
—Yo de ti me lo pensaría bien, muchacho, y me largaría allí abajo. Es mejor estar a salvo, por mucho que… —Radelfer se detiene a escoger las palabras con cuidado— por mucho que tu amo y señor se empeñe en ignorar el riesgo.
—Ya iré —responde deprisa Klauqvest—. Pero como Raban ya está aquí se me ha ocurrido que quizá tú podrías… «convencerlo» para que te dé algunas medicinas, porque yo he fracasado en el intento. No las quiero para mí, sino para Loreleh[216].
—¿Tu hermana? —Radelfer se acerca más todavía a la cara vendada—. ¿Está enferma?
—Más que enferma, adolorida —explica Klauqvest—. Pero se lo puedes preguntar tú mismo.
Una tímida tercera voz, la de una joven doncella, se suma ahora a la conversación desde un punto todavía más hundido en las sombras de más allá de la escalinata.
—Hola, Radelfer.
—¿Loreleh?
Radelfer se adentra más en las sombras y, cuando sus ojos empiezan a acostumbrarse a la oscuridad, distingue al fin la forma de una chica de la que sabe que tiene quince años. Su rostro y la mayor parte de su figura son adorables: piel clara, ojos grandes y oscuros y unos lujuriosos mechones de cabello oscuro con un leve toque rojizo, todo ello sobre un cuerpo elegante. La única sugerencia de imperfección en esa bella imagen procede de un bastón de burda hechura que Loreleh sostiene en la mano izquierda, lo cual dirige el ojo del observador hacia el ángulo forzado en que se articula el pie de ese lado del cuerpo al final de la pierna y hacia la bota, pesada y con una forma especial, que cubre esa extremidad: la niña tiene el pie como un caballo.[217]
—¿Os habéis vuelto locos los dos, entonces? —sigue Radelfer—. ¿Salís del sótano con la casa entregada a tanta actividad?
—Lo lamento, Radelfer —responde Loreleh—. Y, por favor, no culpes a mi hermano. Le he obligado a traerme.
Radelfer sonríe pese al susto y el escepticismo.
—Perdóname que diga que dudo que esa coerción fuera necesaria, o que se haya llegado a usar.
—Ah, sí que ha sido necesario —contesta Loreleh con ingenuidad, mientras Radelfer y Klauqvest intercambian una mirada cómplice. Entonces la joven sonríe a los dos y luego da un par de pasos hacia el senescal, arrastrando el pie deforme—. Pero no des por hecho que he pedido la medicación solo para mí. Klauqvest también está sufriendo por las muchas tareas que nuestro… que su señor le ha exigido estos últimos días.
—Loreleh, ya te he dicho que estoy bastante bien —protesta Klauqvest, con una voz débil y agotada que desmiente sus palabras—. Primero nos tenemos que encargar de tus dolores.
—Como siempre —interviene Radelfer, mientras se arrodilla para examinar el pie izquierdo de Loreleh, todavía cubierto por la única bota. Como no ve nada especial, empieza a soltar hebillas y lazos con delicadeza—. Loreleh, ¿te has caído o te has torcido el pie?
—No —responde ella enseguida.
Sin embargo, su hermano le apoya una de sus manos vendadas como pinzas encima de la cabeza.
—Loreleh —la riñe en tono amable—, si insistes en cambiar los hechos tan solo por salvar tu orgullo absurdo, no conseguiremos nuestro propósito.
Loreleh cede.
—Muy bien, hermano —murmura—, sí, tropecé y me caí —continúa, dirigiéndose a Radelfer—. Hace dos días. Por eso, cuando supimos que vendría Raban con otras tareas…
—Sí, ya veo —responde Radelfer mientras estudia el pie, ahora descalzo. Está horriblemente deformado y vuelto hacia dentro y algunas partes han crecido demasiado en comparación con la brevedad de la espinilla; además, se ve el encarnado oscuro y las sombras amoratadas de algunas heridas recientes—. Ha de dolerte mucho. Como tiene más huesos que el pie derecho, es más fácil que se rompa o reciba algún rasguño…
La consideración con que Radelfer pronuncia esta última afirmación casi convierte la fea parodia de un delicado pie de mujer que tiene en sus manos en objeto de compasión, en vez de fuente de vergüenza, actitud que Klauqvest y Loreleh agradecen claramente, como han hecho a lo largo de sus vidas, durante las cuales Radelfer ha cumplido más la función de benefactor que de sirviente.
—Os voy a proponer un trato —dice Radelfer mientras se pone en pie—. Si volvéis al sótano lo más rápido posible los dos, apartaré una cantidad generosa de las medicinas del sanador Raban antes de que se vaya y os las llevaré en cuanto pueda. ¿Os parece justo?
Incapaz de ponerse de puntillas para alcanzar la mejilla de Radelfer, Loreleh se contenta con tomarle una mano entre las suyas y besarla, gesto que claramente avergüenza al senescal.
—Bueno, bueno, ya basta —dice enseguida.
—Pero quedamos en deuda contigo una vez más —susurra Klauqvest—. Superas los límites del servicio, como has hecho siempre con nosotros. Así que solo te pedimos que tengas cuidado, Radelfer, en una noche tan peligrosa como esta.
Con la intención de deshacerse de esa clase de sentimientos, Radelfer se desplaza hacia una puerta oculta bajo la gran escalinata.
—Marchaos, os lo suplico. Antes de que nos destierren a todos al Bosque de Davon.
Y mientras dice estas últimas palabras oye, aunque no llegue a verlo del todo, cómo se abre el portal de la escalinata, que queda sumido en las sombras y luego se vuelve a cerrar. Tras asegurarse de que todo esté controlado, se da media vuelta y dirige sus pasos hacia la gruesa puerta de la biblioteca del kastelgerd, al otro lado del gran vestíbulo. Mientras camina con pasos firmes por el suelo de mármol va negando con la cabeza y recuerda en un susurro las palabras de Klauqvest: «Una noche tan peligrosa…». Y luego musita en voz baja: «Desde luego, sí que es peligrosa. Y quieran los dioses que pase rápido, porque esta noche la Luna traza sombras de un pasado también peligroso, más grandes que nunca al pasar por encima de esta gran casa…».
{iv:}
Mientras tanto, Rendulic Baster-kin ha entrado en el dormitorio del ala norte del kastelgerd. Cierra la puerta en silencio, pero se queda junto a ella, intentando absorber la escena que tiene delante como si la viera por primer vez; sin embargo, todos los elementos que contiene estaban presentes ya estos días, igual que durante las crisis de intensidad y duración similares que se han presentado cada pocas Lunas a lo largo de los últimos años: el cuerpo arqueado de su mujer a medida que los ataques empeoran; los esfuerzos desesperados de la doncella de Lady Baster-kin, una muchacha que procede de la tribu de los saqueadores, por contenerla; la incomodidad de la propia doncella cuando tiene que tocar con sus manos a la señora, por necesario que sea; los vapores que emanan de las infusiones y tinturas de los tratamientos del sanador Raban, que al mezclarse y hervir llenan la habitación de aromas extraños; y, por último, los diversos olores, cada vez más agudos, del cuerpo de Lady Baster-kin, que llevan a la nariz de cualquier visitante el mordisco del dolor amargo, así como una nota de miedo y profunda confusión.
Lord Baster-kin no puede evitar que sus pensamientos viajen a los felices primeros tiempos del matrimonio con la princesa de los saqueadores, llamada Chen-lun[218], episodio que había esperado con terror hasta que su padre regresó del este con la princesa cabalgando a su lado y un pequeño séquito detrás. Chen-lun podía montar tan bien como cualquier jinete de la caballería de Broken y los tratados que el padre de Rendulic llevaba en sus cofres personales beneficiarían no solo a Broken, sino a la propia familia Baster-kin. Y aunque Chen-lun no podía parecerse menos a la única doncella que había robado el corazón de Rendulic (la aprendiza de sanadora del Distrito Quinto, llamada Isadora, de baja cuna y melena dorada), el vástago de los Baster-kin —recién vuelto de su cacería de panteras en el Bosque de Davon— tardó poco en descubrir que eso no cambiaba nada. La princesa del este era tan versada en las artes del amor que a cualquier joven le habría flotado la cabeza. Y —aunque el padre de Rendulic había sucumbido al chancro poco después de regresar a Broken, sin dirigir siquiera la palabra a su hijo— el nuevo Lord Baster-kin se había enamorado más todavía de su joven novia. El moribundo no había emprendido aún su viaje al paraíso de Kafra cuando el joven dejó encinta a la esposa que su padre le había escogido.
Sin apartarse todavía de la puerta de la habitación, Baster-kin llama a Raban —con su cara regordeta y sus ricas vestiduras— y le informa de que solo piensa acercarse a la cama cuando la paciente haya empezado a calmarse. El sanador asiente con gesto servil y luego retorna sobre sus pasos hasta una mesa que hay junto a la cama. Prepara y administra deprisa a la atormentada mujer una potente mezcla de varias de sus drogas: opio, Cannabis indica y, por último, lúpulo silvestre de la montaña,[219] machacado y debidamente destilado. El efecto de esa combinación es rápido: al poco, el dolor de Lady Baster-kin y su aparente locura empiezan a remitir, aunque su rostro no muestra mayor comprensión que hace unos momentos de cuanto sucede a su alrededor.
Lo que Rendulic Baster-kin le ha pedido en más de una ocasión esta misma tarde a Raban es que hubiera silencio en la habitación y en toda la casa. Solo cuando está seguro de que el efecto no es pasajero, el Lord Mercader se acerca lentamente al lecho de su esposa. Manda salir de la habitación al sanador y a su aprendiz, pero libra de la orden a la sirvienta personal de Chen-lun: a lo largo de años de matrimonio, y especialmente durante la enfermedad de su mujer, ha aprendido que ni siquiera la mera intención de apartarla de su siempre silenciosa ayudante sirve de nada, y mucho menos en una crisis como la presente, y encima puede provocar enfrentamientos silenciosos pero cargados de peligro. La mujer, que responde al simple nombre de Ju[220], ha sido la sombra de Lady Baster-kin[221] desde mucho antes de que la impresionante princesa de ojos negros llegara a Broken. Con su figura oscura y silenciosa, ágil de cuerpo y movimiento (igual que su señora antes de que la enfermedad la asaltara y declarase el asedio de su cuerpo), Ju parece mantener siempre una mano en la empuñadura de una larga daga cuya vaina pende de la correa que ciñe su cintura.
Solo los saqueadores más pendencieros de las regiones del este y el nordeste de Broken llevan dagas como esa; y no se trata de un arma meramente ornamental, sobre todo en manos de alguien como Ju. En las pocas ocasiones en que Baster-kin le ha visto blandirla ha demostrado una habilidad admirable para el uso que se le supone en el cuerpo a cuerpo. En consecuencia, trata a la mujer con mucho más respeto del que le merecería cualquier criada de una noble de Broken, del mismo modo que Ju es capaz de apreciar el hecho de que, por difícil que se le haya hecho a Baster-kin soportar la larga enfermedad de su señora, el lord nunca ha dejado de hacer caso a su mujer, ni se ha negado a permitir que la tratase cualquier sanador que ella deseara, por mucho que no creyera en sus habilidades. Además, el Lord Mercader más fuerte de toda la historia de la familia Baster-kin nunca ha perdido el temperamento cuando Chen-lun, arrebatada por la fiebre y el dolor, asaltaba a su marido con fantasías enloquecidas y pronunciaba acusaciones que a menudo, como bien sabía Ju, eran más que injustas.
Por último, y más importante todavía, Baster-kin y Ju comparten un terrible secreto: la razón de que la señora yazga tan gravemente enferma en su lecho entre ellos dos. Ju sabe que, en verdad, su señora ha tenido una gran fortuna al comprometerse con un marido tan inesperadamente decente, pese a sus manifestaciones ocasionales de dolorosa repugnancia ante la enfermedad que, hace ya mucho tiempo, destruyó el mundo íntimo que antaño diera a la pareja no solo placer sino un inesperado consuelo, y que ahora los separa, físicamente y en tanto que hombre y mujer, para siempre…
También Chen-lun sabe cuánto se esfuerza su marido para aliviarle el dolor y curar su enfermedad sin revelar el secreto que la causó y destruir su buen nombre en el reino que adoptó como hogar por matrimonio. Ciertamente, si se conocieran los hechos, su nombre se vería arruinado incluso entre su propia gente; y el conocimiento de la fe del lord inspira la actitud, feliz en su inicio (aunque febril), que ella le depara cuando al fin está segura de que su percepción de la alta figura que emerge de las sombras del umbral no es un mero efecto de la enfermedad o de las drogas.
—Rendulic —susurra, esforzándose por sonreír y mantener la compostura; sin embargo, su rostro y todo su cuerpo ofrecen vivo testimonio del tormento que ha sufrido durante las horas anteriores a este encuentro.
Por su parte, Baster-kin hace cuanto puede por disimular las diversas formas de desespero, mezclado con desencanto, que la progresión de su enfermedad le produce en lo más profundo del alma. Intenta concentrar su atención en esos ojos negros que antaño brillaban en una armonía cautivadora con las láminas de una melena estrictamente negra y lisa que caía sobre la piel de ambos durante los breves momentos en que encontraban un gozoso placer en el abrazo mutuo. Aquel tiempo siempre demasiado breve…
La boda de Rendulic, recién nombrado Lord Baster-kin, con la exótica Chen-lun había resultado brillante por completo. Apenas unas semanas después de la ceremonia —durante las cuales, en los pisos superiores del kastelgerd se oía a menudo el eco de los duelos de esgrima, sumados a la vajilla destrozada por las flechas, cuando Chen-lun (criada como la más capacitada guerrera, conviene recordar, en su tribu) y Rendulic intercalaban entre sus largos episodios amorosos algunos ejercicios atléticos de orden totalmente distinto—, los sanadores de la familia declararon que la nueva señora del kastelgerd estaba indudablemente encinta; apenas siete Lunas después nació el primer hijo de la pareja, un bebé de pelo dorado al que acordaron llamar Adelwülf[222]. El vástago parecía ser nada más que una confirmación de que Kafra aprobaba la unión de una princesa oriental con el leal nuevo líder del reino escogido desde antaño por el dios dorado para esparcir su irradiación…
Y entonces, casi con la misma rapidez, vino otro niño…
Más adelante, cuando los sanadores de la familia le presionaron para que recordara en qué condición física se encontraba su esposa cuando concibieron al segundo hijo, Rendulic Baster-kin contestó que si ya entonces se había presentado alguna señal de enfermedad, o de desaire divino, él no la había detectado. Era cierto que la concepción había ocurrido muy pronto tras el nacimiento de Adelwülf, acaso imprudentemente pronto; pero Chen-lun no había experimentado señales de enfermedad hasta las últimas etapas del embarazo, y tampoco le habían parecido suficientes para explicar la condición absolutamente deforme del niño; la masa de pústulas y huesos mal formados parecían arruinar cada parte de su piel y de su cuerpo y, peor todavía, se volvieron más numerosas y ofensivas durante las primeras semanas y los primeros meses de vida.
El sanador Raban, entonces desconocido, había dado un paso adelante para sugerir al joven Lord Baster-kin —que cada día estaba más desesperado por obtener una explicación que eliminara no solo parte de la repulsión generada por la mera visión de la criatura, sino también el terrible sentimiento de culpa que le invadía cuando recordaba su propia juventud enfermiza y luego veía aquel fruto de sus entrañas— que tal vez el crío no fuera un Baster-kin; que, pese a que el señor y la señora hubiesen pasado todas las noches juntos, durante el período en que se suponía que habían concebido a la monstruosa criatura, había algunos alps[223] viviendo en los bosques de las faldas de Broken, capaces de volverse indetectables para los hombres de auténtica virtud. Peor todavía: las criaturas del Bosque de Davon eran aún más fuertes y astutas; enemigos de Broken que bien podrían haber viajado por el Zarpa de Gato y luego montaña arriba, si estaban seguros de que un miembro de una casa noble de Broken había tomado por esposa a una mujer que, por sangre y por naturaleza, era menos virtuosa en el sentido innato que cualquier hija del reino kafránico.
Al principio esa idea enfureció a Rendulic Baster-kin y le empujó a agarrar a Raban por el cuello y luego echarlo del kastelgerd a golpes de sable, con la hoja plana. Por muy misterioso que fuera el origen de la abominable enfermedad del infante, Baster-kin estaba a esas alturas decicido a descubrirlo; al fin y al cabo, era un hombre que había tenido cierta experiencia en los extraños y dolorosos caminos que a veces era necesario transitar para encontrar curas verdaderas para los males aparentemente mágicos o divinos. Y tenía un asesor con buena práctica en recorrer esos caminos con él, tanto en aquel momento como en etapas anteriores de su vida: el hombre al que había nombrado senescal de su hogar poco después de alcanzar el rango de Lord Mercader, Radelfer. Durante todos los años pasados desde el supuesto fin de sus preocupaciones con la joven aprendiza de Gisa del Distrito Quinto, Rendulic Baster-kin no había pedido a su viejo amigo y guardián que buscara ni a la doncella, ni a la bruja; en cambio ahora el joven lord sí suplicó a Radelfer que emprendiera ese viaje, no solo en interés de aquella primera obsesión, sino de su esposa y su segundo hijo. Al fin y al cabo, casi tenía la seguridad de que en el futuro querría tener más hijos; y si Chen-lun, por razones de este mundo o de otro, resultaba inapropiada para cumplir con éxito esa función, Baster-kin tenía que saberlo.
Quedó claro que a Radelfer le desagradaba la idea, pero entendió la importancia que tenía el asunto tanto para su antiguo protegido como para el clan a cuyo servicio se debía. Para una casa tan importante no era sensato poner todas sus esperanzas en un solo heredero; de modo que al día siguiente, en cuanto cayó la noche, Radelfer se aventuró hacia el Distrito Quinto. Resultó que al poco de avanzar por el Camino de la Vergüenza, Radelfer se encontró con un veterano de los Garras, antiguo compañero, y supo que, de hecho, Gisa ya no vivía en aquella pequeña casa cercana a la muralla del sudoeste de la ciudad en la que había apadrinado y criado a la huérfana Isadora. Esta, al parecer, había abandonado la soltería pocos años antes al casarse con uno de los jóvenes oficales más prometedores de los Garras, un hombre al que Radelfer solo había visto una o dos veces durante sus años de servicio: Sixt Arnem.
Tras averiguar que Arnem estaba de guardia esa noche en las murallas de la ciudad, mientras que Gisa e Isadora estaban en casa y dispuestas a recibirlo, Radelfer supo a continuación que su suerte no llegaría mucho más allá: las dos se negaban tajantemente a involucrarse de nuevo en los asuntos de la ilustre familia Baster-kin. De todos modos, Gisa propuso una solución que Radelfer, mientras recorría el camino de vuelta al kastelgerd, consideró más adecuada que ninguna otra al dilema de Rendulic.
Gisa solo sabía de un sanador de Broken cuyos conocimientos competían con los suyos, o incluso los superaban; y ahora que su antiguo paciente, Rendulic, se había convertido en nada menos que Lord Baster-kin, tenía todo el derecho de reclamar los talentos y recursos de esa ilustre figura. Se refería, por supuesto, al Viceministro del reino, extranjero por nacimiento, un sabio llamado Caliphestros. Si el Dios-Rey Izairn daba su permiso, difícilmente podría Caliphestros rechazar la petición de ayuda; efectivamente, todo lo que Gisa sabía de aquel hombre sugería que una petición como aquella apelaría a su vanidad de estudioso. Con la formulación de aquel plan, aparentemente sensato (y verdaderamente aliviado por la desaparición del riesgo de que el camino de Rendulic se cruzara de nuevo con el de la antigua aprendiz de bruja después de ver que la doncella Isadora se había convertido en una mujer verdaderamente hermosa y había dado a luz a nada menos que tres niños irreparablemente sanos), Radelfer regresó al kastelgerd con buen ánimo y transmitió lo sustancial de la propuesta de Gisa a un joven lord consumido por la curiosidad.
{v:}
Al informar esa noche a su señor, Radelfer decidió negar que hubiera visto a algún miembro de la familia Arnem; pronto tuvo razones para felicitarse por haber tomado esa decisión porque Rendulic Baster-kin dejó claro, por medio de una serie de preguntas mal disimuladas, que había usado a una serie de espías poco respetables de la que ahora era su Guardia Personal para descubrir con quién y cuándo se había casado Isadora, e incluso que Gisa formaba parte de aquel hogar: detalles que, si el alma del joven lord hubiera estado curada de verdad, podría haber contado a Radelfer antes de la partida de este.
Dichas consideraciones, en cualquier caso, quedaron enseguida aparte para que pudiera emprenderse la delicada preparación de una visita del Viceministro de Broken al kastelgerd del Lord Mercader. Desde el principio, y pese al consejo de su leal y experto asesor y amigo, Rendulic Baster-kin tuvo un comportamiento rencoroso, e incluso combativo, a propósito de todo aquel asunto: daba lo mismo que en realidad fuera él quien pedía un servicio al Segundo Lord, en condiciones de secretismo tan estrictas que habían logrado que la mayor parte del personal de la casa, así como los sanadores de Chen-lun, fueran ajenos a todo el proceso. Fue quedando paulatinamente claro que el éxito o el fracaso del encuentro dependerían de las reacciones que cada uno de esos dos hombres —entonces los dos oficiales seculares de más alto rango en el reino— tuviera al respecto del otro. Los dos presentaban personalidades muy pronunciadas y la misma negativa total a aguantar discusiones de nadie a quien considerasen falto de inteligencia. A medida que reconsideraba la idea, Radelfer fue perdiendo poco a poco todo el entusiasmo que en principio le había provocado aquel encuentro y se dio cuenta de que, si bien cabía la posibilidad de que la visita de Caliphestros al kastelgerd Baster-kin ofreciese al joven Lord y a su esposa una salida de su presente dilema, era por lo menos igual de probable que el encuentro terminara en un fracaso calamitoso.
Al final resultó que la inquietud de Radelfer estaba bien fundada. Pronto quedó fijada una visita del Viceministro con la máxima discreción, bien entrada la noche; y llegado el día, a la hora acordada apareció en la entrada más recóndita del kastelgerd una parihuela sencilla. Mofándose de la protección de la Guardia de Lord Baster-kin, Lord Caliphestros llegaba sin más escolta significativa que la de los portadores de su litera, hombres que a juicio de Radelfer no eran tanto sirvientes como acólitos. Tras presentarse humildemente al Viceministro —cuya larga barba, solideo negro de erudito y vestimenta negra y plateada de hombre de estado no bastaban para disimular que, pese a igualar en edad a Radelfer, el tal Caliphestros también se le aproximaba en el vigor de su salud—, Radelfer subrayó que, aunque veía que los portadores tenían buenos brazos y llevaban finas armas, le parecían una protección limitada para salir de noche por la ciudad. A eso, Caliphestros respondió que, tras suponer por la petición del Lord Mercader que cuanta menos gente —y en particular sirvientes— se enterase del encuentro, mejor sería para todos, había acudido solo con dos de sus más fuertes asistentes. Radelfer no pudo encontrar fallo alguno en aquel razonamiento y, tras hacer pasar a los portadores hacia los jardines que llevaban a la abrumadora entrada principal del kastelgerd Baster-kin, el senescal les pidió que esperasen allí, entre frutales dispuestos con buen gusto, flores y algunas estatuas, y les prometió que les llevarían carne y vino. Los dos hombres dieron las gracias y a continuación Radelfer acompañó a Caliphestros no arriba, a las tierras que llevaban en terraza hasta la entrada principal del kastelgerd, sino abajo, a través de un largo túnel que terminaba en uno de los más remotos sótanos del edificio.
Como los constructores del kastelgerd no habían escatimado esfuerzos ni gastos en el diseño y la ejecución del edificio, los sótanos que habían socavado bajo la residencia palaciega eran, por sí mismos, creaciones asombrosas y extensas. Había muchos cuartos y pasadizos olvidados desde tiempo atrás bajo la residencia del clan de mercaderes más poderoso de Broken, lugares que ni siquiera los sirvientes conocían, según explicó Radelfer: algunos ni siquiera los conocía el actual amo de la casa, ya que muchas generaciones de lores ocultistas (como el propio padre de Rendulic Baster-kin) habían necesitado lugares discretos en los que llevar sus no exactamente nobles asuntos y habían destruido todo registro de su ubicación.
Caliphestros siguió a Radelfer, que había encendido una pequeña antorcha y se abría paso por los estrechos y sinuosos escalones hasta un rincón sombrío bajo lo que resultó ser la escalinata principal del recibidor. Radelfer sostuvo su pequeña antorcha cerca del ilustre visitante para poder interpretar la reacción del Viceministro cuando viera el gran salón por primera vez, iluminado por la Luna que se colaba por las altas ventanas del muro occidental, por encima de los jardines del Camino de los Leales. En aquellos rasgos maduros no vio tanto asombro como un tipo de fascinación que el senescal encontró agradable. Caliphestros deambuló hasta el centro del salón y miró alrededor como si quisiera asegurarse de que no había ningún testigo; Radelfer, tras evaluar la expresión del anciano, anunció sin levantar la voz:
—He dado instrucciones a todos los sirvientes para que permanezcan en sus cuartos esta noche mientras no los llamemos, Ministro, aprovechando la excusa del malestar de Lady Baster-kin. Mientras tanto, hay miembros de la guardia de la casa situados en diversas posiciones a lo largo del kastelgerd para asegurarme de que se obedecen mis órdenes y se garantiza la discreción, de manera que ningún malhechor pueda aprovecharse de la inactividad general para intentar cometer ningún delito o generar un caos.
Caliphestros sonrió, con expresión amistosa y cómplice.
—Sí, Radelfer, ya he oído hablar de tu «guardia de la casa», igual que el Dios-Rey y el Gran Layzin. Soldados veteranos enrolados discretamente desde el momento en que te convertiste en senescal del kastelgerd, ¿verdad? Casi parece que te opongas o que incluso desconfíes de las actividades de la Guardia Personal del Lord Mercader… Pero no temas. Todos nosotros, Izairn, el Layzin y yo mismo, compartimos tu desdén por el comportamiento de ese cuerpo, cada vez más problemático. Ciertamente, no he conocido todavía a un solo soldado o veterano del ejército regular que dé su aprobación a esos patanes violentos y afeminados… Y con razón.
Tras comprobar para su satisfacción que, efectivamente, no se movía ningún sirviente ordinario en la gran residencia, Caliphestros descansó las manos en las caderas y asintió con la cabeza: de nuevo, estaba más interesado que impresionado.
—Había oído historias sobre el interior de este kastelgerde, que es el mayor de todos, pero solo estando aquí se puede entender el rumoreo infinito. —Paseó de nuevo la mirada por el salón—. Verdaderamente, es una estructura digna de reyes.
—Me alegro de oírte decir eso, Ministro —llegó la respuesta de la inesperada voz de Rendulic Baster-kin. Radelfer se percató con cierta incomodidad de que su señor tenía que haber oído todo desde la galería superior, porque estaba ya a medio camino por la gran escalinata—. Y de que ese excelente mensaje ponga fin al parloteo —siguió Lord Baster-kin mientras descendía lentamente por la escalera hasta el recibidor del piso inferior, en una exhibición teatral cuidadosamente preparada, según observó en silencio Radelfer, que con el paso de los años se volvería habitual—. Me proporciona todavía más placer darte la bienvenida a mi casa y agradecerte que hayas venido en circunstancias tan… inusuales.
—Inusuales, pero comprensibles —respondió Caliphestros, con una leve reverencia, aunque Radelfer se dio cuenta de que no había sido tan marcada como Rendulic Baster-kin hubiera deseado, ni mucho menos—. Si la situación de tu esposa y tu hijo es, efectivamente, tan crítica como se me ha hecho creer, se me antojan muchas dudas al respecto de la capacidad de los sanadores de Broken para estar a la altura en la tarea de diagnosticar la enfermedad y determinar alguna cura verdadera que pueda existir. Salvo, claro, la ciertamente capaz Gisa, que recomendó mis servicios, según tengo entendido, a consecuencia de haber tratado algún asunto en el pasado con su señoría…
—Qué sabio eres, Ministro Caliphestros —respondió el Lord Mercader—. Nos va a hacer falta, porque la situación parece empeorar cada día. Por eso, confío en que no te ofenda si me dejo de sutilezas y te pido que eches cuanto antes un vistazo con tus ojos expertos a los atribulados miembros de mi familia.
Alargó una mano hacia la escalera en un gesto que parecía una invitación. Sin embargo, en realidad no era tanto un ademán de bienvenida como portador de su intención de demostrar la altura de su estatus y su poder supremo tanto en aquella casa como en el reino. De todos modos, parecía imposible que Caliphestros se acobardase, y menos ante alguien tan joven, así que se limitó a sonreír y se unió a Rendulic Baster-kin en la escalera para subir con él hacia el dormitorio que, en aquella época, todavía compartían el señor del kastelgerd y su esposa. Radelfer los seguía unos pasos más atrás, donde, lo sabía bien, el joven cada vez más seguro de sí mismo y atrevido había esperado que caminase también Caliphestros. Con la sensación de que se acercaba una crisis difícil de identificar, igual que antaño había sido capaz de olfatear la aproximación de una batalla en sus tiempos de Talón, el senescal se preparó llevando una mano instintivamente a la empuñadura de la elegante espada de asalto que había llevado al costado durante toda su carrera como soldado, pero ya no la tenía: en su lugar había ahora una daga pequeña y adornada con joyas que se había convertido en su única arma defensiva desde que pertenecía al glorioso servicio doméstico.
Como lo llevaron en primer lugar a la habitación en que yacía Lady Chen-lun, Caliphestros necesitó menos tiempo todavía del que hubiera requerido Gisa, a juicio de Radelfer, para llegar a una conclusión en silencio a propósito de su estado, conclusión que había encontrado sorprendente pese a toda su experiencia como sanador y estudioso. Después de completar el examen, pidió ver de inmediato al hijo enfermo y lo llevaron al lejano y abarrotado cuarto del bebé.
Si la expresión del gran estudioso al examinar a Lady Chen-lun había sido de sorpresa, su semblante al estudiar a la criatura era de abrumadora tristeza. El hijo ni siquiera tenía nombre; sin embargo, Lord Baster-kin se había acostumbrado amargamente a llamarlo Klauqvest (con una crueldad que Radelfer encontraba demasiado parecida a la del padre de Rendulic) por culpa de los dedos de pies y manos del bebé, cuyos huesos parecían deformes desde el nacimiento y crecían rápidamente, cada vez más unidos, como una criatura marina reptante y cubierta por un caparazón. Tras hacer apenas unas pocas preguntas mientras examinaba al muchacho —cuyo dolor era la verdadera causa de sus lamentos, explicó Caliphestros, más que una falta de carácter o el deseo de irritar a sus padres—, el Viceministro quiso saber a continuación cómo recibía su sustento el niño, pues ciertamente la madre no estaba en condiciones, ni tenía el menor deseo, de alimentarlo. Rendulic Baster-kin explicó que había intentado encontrar a un ama decente, pero que todas se habían aterrado de tal modo que no habían podido. Al final, habían descubierto a una vieja bruja del Quinto Distrito que podía encargarse de esa tarea, suponiendo que recibiera una paga liberal y una provisión constante de vino. Cuando Rendulic Baster-kin preguntó a Caliphestros si había sido un error fatal, y por alguna razón era la causa del empeoramiento de la situación del niño, el Viceministro le contestó que, aunque nunca era una solución particularmente sensata, tampoco parecía que el uso de una bruja borracha como ama de leche, en este caso particular, implicara una gran diferencia. Si aportaba leche, era mejor que una lenta muerte de hambre. Aunque esta última podría haber sido, en definitiva, la opción más piadosa.
Esas palabras provocaron que el Lord Mercader se tensara considerablemente.
—¿Y qué quiere decir el Ministro con esa afirmación? ¿Son ciertos, entonces, los cuentos que he oído, y esto, esta criatura, es el resultado de una relación antinatural entre mi esposa y algún espíritu, algún alp del Bosque de Davon?
Caliphestros solo pudo soltar una risilla débil y lúgubre.
—Sí, los sanadores kafránicos habrían llegado antes o después a un cuento como ese. Por absurdo que resulte, les parecería mejor que la verdad, porque les pondría demasiado nerviosos decírtela.
Rendulic Baster-kin se había situado junto a la ventanita de aquella habitación pequeña en la que había bien pocas comodidades, tan lejos como podía de la cuna de su hijo; pero cuando esa afirmación del gran sabio Caliphestros le impulsó a darse media vuelta, a Radelfer le bastó la escasa luz para notar que en su cara se asomaban ya el dolor, la ira y la malevolencia en una medida nunca hasta entonces mostradas por el joven.
—¿La verdad? —murmuró en voz baja Lord Baster-kin—. ¿Pretendes saber la verdad, Ministro? ¿No es la misma pretensión por la que tanto te burlabas de los sanadores de Broken?
—Mi señor —respondió Caliphestros. Y ahora había una emoción genuina, una compasión verdadera en el rostro y la voz que hasta entonces parecían de un impasible hombre de ciencias—. Nadie de nosotros puede pretender, con certeza absoluta, conocer «la verdad». Pero debo decirte esto: nunca, en todos los millares de almas afligidas que he visto, he oído un solo argumento plausible que defendiera la interferencia de fuerzas mágicas o divinas tan infantiles e insignificantes como los elfos y los alps, los demonios y las marehs,[224] salvo cuando los sanadores del sufriente estaban tan aterrados o eran tan ignorantes, o ambas cosas a la vez en muchos casos, que no podían admitir su desconocimiento de la verdadera causa de la enfermedad y necesitaban inventarse la persecución inexplicable de ese tipo de criaturas, tras las cuales escondían su ignorancia. —Caliphestros se daba cuenta de que sus palabras no hacían más que acrecentar la rabia del Lord Mercader—. No me da ningún placer decir esto, pero…
Rendulic Baster-kin alzó la mirada, con unos ojos que parecían hundidos, convertidos en armas malignas. Caliphestros respiró hondo en busca de equilibrio.
—Mi señor… tu padre, según tengo entendido por algunos sanadores, fue víctima del chancro. ¿Es cierto?
Rendulic asintió con una rápida inclinación de cabeza. Caliphestros acababa de dar voz a la pesadilla que últimamente, y casi cada noche, despertaba al Lord Mercader con una mezcla de sudores fríos y calientes.
—Lo es.
—Entonces —continuó el Viceministro—, es necesario que te diga que tanto tu esposa como este hijo podrían estar sufriendo síntomas del chancro también; en el caso de tu mujer serían solo intermintentes, pero tu hijo… Sospecho que la enfermedad, ha afectado a la propia forma de su ser. Y a medida que pasen los años no hará más que empeorar, pero con cuidados podrá conservar la vida, aunque tanto él como tú os preguntaréis de vez en cuando si eso es en verdad una bendición.
Rendulic Baster-kin caminó hacia atrás como si hubiera recibido un golpe duro.
—Pero… —empezó a aferrarse a cualquier conclusión distinta que su mente pudiera formular—. Nuestro primer hijo, Adelwülf… ¡Es un modelo de salud y de virtud!
—Concebido cuando la enfermedad apenas había echado raíces en Lady Chen-lun —contestó Caliphestros con seriedad— y nació en un período en que, solo por un tiempo, se había retirado. Muchos de los que hemos estudiado esa enfermedad, mi señor, hemos acabado por llamar al chancro con otro nombre: la Gran Imitadora,[225] por su capacidad para enmascararse en otras afecciones hasta que la terrible verdad se vuelve innegable. Y aquí podría darse ese caso. Cabe que lo que hemos llamado «chancro» en el caso de tu padre, tu esposa y tu hijo, sea otra enfermedad. Pero para estar seguros, mi señor, no debes intentar concebir otro hijo con tu esposa hasta que vuelva a estar sana durante un extenso período de tiempo. Parece que tú te has librado, igual que tu hijo mayor; eso podría implicar que no se trate del chancro, pero sí de alguna enfermedad por el estilo. Sin embargo, no debes poner en riesgo de nuevo tu seguridad o la de algún hijo futuro. Eres simplemente demasiado importante para este reino.
Sin embargo, ya había quedado claro que Rendulic Baster-kin solo veía lo peor de la situación: Radelfer vio a su joven amo y amigo volverse hacia la ventana mientras decía en voz baja y amarga:
—Incluso desde más allá de la pira, me sigue atacando…
Radelfer acudió deprisa al lado del joven señor.
—¿No has oído al Ministro, mi señor? Puede ser alguna otra enfermedad, puede que al fin no haya existido ese intento de maldecir tu vida.
—Yo lo conocía, Radelfer —continuó Rendulic sin alzar la voz y negando con la cabeza para frenar las protestas de su senescal—. Esta sería exactamente su idea de la inmortalidad: envenenar a sus descencientes, una generación tras otra. Por eso, tanto si él lo sabía como si no, yo me apostaría la vida a que creía que nos estaba plantando a todos la semilla de la plaga. —Sin volverse del todo, el Lord Mercader intentó hablar con toda la compostura pudo acopiar—. Mis… gracias, Lord Caliphestros. Al menos hemos resuelto un misterio, creo: la enfermedad de… —señaló hacia la cuna con un movimiento de cabeza— de esa cosa que iba a ser mi hijo. Y ahora debo pedirte que me dejes a solas un rato. Radelfer te acompañará hasta la salida y se encargará del pago.
Caliphestros asintió con la cabeza.
—No hay que pagar nada, mi señor. Recemos por que me haya equivocado, como les ocurre a veces a los sanadores. Me retiro, entonces, y te ofrezco mi más profunda compasión y el más enfático consejo de que hagas caso de mis palabras, que no son solo mías, sino la suma del conocimiento obtenido por muchos estudiosos de más allá de las fronteras de este país.
Sin esperar respuesta, Caliphestros se movió con rapidez hasta la puerta del cuarto, donde Radelfer lo interceptó con más prisa todavía.
—¿Puedes salir tú solo, Ministro? —susurró el senescal—. Te confieso que temo dejar a mi señor solo con su hijo o su esposa, después de lo que le acabas de decir.
Caliphestros asintió.
—Haces bien, Radelfer, en tomar esas precauciones. Por supuesto, yo puedo salir solo. Pero has de seguir intentando que él vea que, incluso si su hijo y su mujer son objeto de la abominable maldición de su perverso padre, ha de cuidarlos y no pensar en los castigos que, lo sé bien, acuden de entrada a la mente de todos los nobles de Broken cuando se enfrentan a esta clase de imperfecciones y perfidias.
Radelfer asintió y urgió al Ministro a avanzar por el vestíbulo.
—¿Estás hablando del mang-bana[226]? —preguntó—. Te confieso que eso es lo que temo, pues mi señor, como has podido ver, es un joven de enormes pasiones, capaz de ser razonable un instante y luego…
El anciano soldado parecía incapaz de completar su pensamiento y Caliphestros se llevó una mano al hombro.
—Eres un hombre sabio, senescal —murmuró— y tu señor es un afortunado por haber contado con tu influencia estabilizadora. Quédate, aunque solo sea para tranquilizar mi consciencia. Porque el mang-bana podría ser lo menos grave que ocurra cuando el lord haya cavilado a fondo el asunto. Y ahora, me temo que he de despedirme…
Mientras Caliphestros se desplazaba a una velocidad que Radelfer hubiera creído imposible por culpa de sus ropajes de negro y plata para descender por la gran escalinata en dirección a la entrada principal del kastelgerd —pues ahora ya no importaba si algún sirviente oía abrirse y cerrarse las puertas—, el senescal oyó que el niño empezaba a gimotear en su cuarto una vez más, de nuevo en pleno tormento, y cuando entró a ver qué pasaba encontró a su señor acercándose a la cuna.
—¿Mi señor? —preguntó atentamente el senescal—. ¿Estás bien?
El joven lord negó con un vaivén de cabeza.
—Se ha hecho un mal, y tiene que haber culpas. Tiene que haber castigo… —Rendulic, sin dejar de mirar fijamente al bebé, que lloraba, alargó una mano desesperada—. ¿Sabes cómo…? Si tuviera idea de cómo hacerlo, lo consolaría. El mero contacto, según el gran sabio de la Ciudad Interior, el mero hecho de que lo cojan en brazos para mecerlo, para acunarlo con suavidad y que suelte el aire y el vómito que tenga en el estómago, todo eso que los demás niños exigen, es una tortura para este. Y entonces, no puedo… no puedo obligarme a ofrecerle esa clase de consuelos ordinarios si el precio a pagar es un dolor tan grande. Hemos de buscar a una zorra borracha para que le haga de ama y se encargue de eso, porque a ella no le dolerá el llanto en los oídos y en el corazón, o en lo que tenga por corazón, hasta que llegue el día inevitable… —Entonces a Rendulic Baster-kin se le ocurrió algo distinto por completo y se quedó mirando a Radelfer—. Pero… ¿y si el gran sabio que se acaba de irse se ha equivocado? ¿Y si la enfermedad se cura sola antes de que nos veamos obligados a abandonar al niño en el Bosque? O, peor todavía, antes de que lo desterremos. Sopesa con cautela el asunto, Radelfer: ¿por qué razón deberíamos hacer más caso a Caliphestros que a nuestros sanadores? Él mismo ha dicho que todas estas cosas son objeto de debate y de distintas opiniones. ¿Acaso ha conseguido detener el deterioro del Dios-Rey Izairn? No. Y entonces, ¿por qué, Radelfer? ¿Por qué hacerle caso?
El senescal quería pronunciar una simple razón: que el propio Rendulic Baster-kin sabía por su amarga experiencia que los sanadores kafránicos de Broken eran tontos y que Caliphestros, pese a no poder detener el progreso inevitable del declive del Dios-Rey, al menos había conseguido frenar su marcha hacia la muerte. Sin embargo, al fin el senescal decidió que era mucho más importante calmar a su señor que demostrarle su error: así, en cuanto apareció el ama borracha, limpiándose la grasa de la boca con la misma manga asquerosa que al poco rato usaría para limpiar la cara del desgraciado bebé de la cuna, Radelfer se llevó de la habitación al Lord Mercader, todavía aturdido en parte.
Mientras salían, Rendulic Baster-kin hizo solo un comentario sensato:
—Puedo demostrarlo, Radelfer. Creerás que estoy casi loco en este momento, pero puedo demostrar lo que digo.
—¿Señor? —respondió Radelfer, que ya solo quería que el señor de la casa fuese a acostarse.
—Otro hijo —respondió Baster-kin.
Al oírlo, Radelfer se vio obligado a detenerse en el vestíbulo.
—Pero, mi señor, acabamos de oír…
—Una opinión —respondió el joven señor, con el fuego de la inspiración en la mirada—. El mismo gran señor Caliphestros lo ha dicho. Bueno, pues yo ya he formado mi opinión: si mi esposa y yo podemos concebir otra criatura que se parezca a Adelwülf, en vez de ese horror que acabamos de dejar atrás, entonces… entonces sabré la verdad. Y habrá tales castigos que hasta mi ira se saciará. —Caminando con paso inestable, Lord Baster-kin avanzó hacia el dormitorio en que ahora Lady Chen-lun yacía sola, atendida en todo momento por Ju, la hija de saqueadores—. Haz que vuelva Raban —dijo Rendulic Baster-kin, al tiempo que se detenía junto a la puerta de la habitación—. Que alguien vaya a buscarlo. Necesito que mi mujer se recupere, al menos, lo suficiente para concebir. Y si él quiere conservar la vida tendrá que conseguirlo. Dile que he decidido que su historia sobre el alp del Bosque de Davon que invadió esta casa y violó a mi esposa es correcta. Haremos que un sacerdote purifique este kastelgerd y la proteja de esa clase de seres para el futuro. Y luego…
{vi:}
La salud de Lady Chen-lun mejoró lo suficiente para concebir, en gran medida gracias al sanador Raban, o eso creyeron los señores de la casa; en realidad, fue gracias a la confianza en diversas instrucciones que Lord Caliphestros, según supo Radelfer más adelante, había transmitido a Ju, la única persona de toda la casa que sabía lo que en verdad había sucedido entre su señora y el padre de Rendulic Baster-kin y, en consecuencia, también la única que tenía constancia de que las opiniones de Caliphestros acerca de la enfermedad de Chen-lun eran ciertas.
El nacimiento de una niña trajo una alegría inmediata al hogar de la familia seglar más importante entre las que gobernaban Broken, una alegría que duró media docena de años. El niño-bestia Klauqvest quedó desterrado a los laberínticos sótanos del kastelgerd, acompañado por una nueva y amable niñera. Según los ritos kafránicos había que desterrar a Klauqvest al Bosque de Davon, destino del que se libró tan solo gracias a la personalidad de su hermano Adelwülf, cada vez más molesta. Aunque todavía era un muchacho, el vástago públicamente reconocido del clan Baster-kin se había convertido en objeto de mimo de las mujeres de la casa y había aprendido a aprovecharse de esa adoración para conseguir todos sus juveniles deseos en tal medida que se comportaba como un niño malcriado e intelectualmente vago, hecho que a menudo irritaba a su padre; en cambio, Klauqvest prestaba una atención absoluta al aprendizaje y al desarrollo de la mente, con logros que Radelfer se encargaba de transmitir a Rendulic Baster-kin. Su voluntad de aprender y el talento que tenía para ello no podían, de todos modos, anular la absoluta repugnancia que el lord sentía nada más mirar al muchacho; así fue que la niña más joven del grupo (quien creía que Adelwülf era su único hermano) se convirtió en la alegría de la familia, en quien se encarnaban las dos cualidades —el encanto y la calidad intelectual—, para constante orgullo del padre.
En sus primeros años de vida esta criatura demostraba un talento alegre, casi etéreo, para bailar por los salones y las habitaciones del kastelgerd; sin embargo, esa inclinación no la llevaba a ignorar los estudios que desde bien pronto se le impusieron y que, si algún día terminaba liderando el clan de los Baster-kin, sin duda iba a necesitar. Además, era innegablemente atractiva, con una melena hermosa, densa y amplia, unos ojos oscuros que hacían que los visitantes —sobre todo los varones— la colmaran de inocentes regalos; aunque a su padre le encantaba que a veces la niña informara a aquellos conocidos, bastante en serio, de que aquel día no había reunido méritos suficientes para merecer aquel premio y se negara a aceptar el regalo. Así, Baster-kin se fue convenciendo de que, aunque su hijo mayor se convirtiera en un haragán inútil, su hija nunca correría ese riesgo y el clan estaría a salvo. Con todo eso en mente, y sintiéndose todavía muy afortunado al ver que el legado de enfermedad y desespero que su padre había intentado infligir a los hijos de Rendulic no se había materializado en dos de los tres casos, el lord del kastelgerd había decido llamar Loreleh a su hija. Cuando explicó a su esposa el bien conocido mito del espíritu hermoso a quien su hija debería el nombre, una sirena de la que se contaba que permanecía en una prominencia rocosa del célebre río Rhein[227] y condenaba a los pilotos del río a embarrancar con su irresistible belleza y su voz sin parangón, Chen-lun, todavía muy supersticiosa, creyó que la historia era real. Le pareció que era temerariamente impertinente dar ese nombre a una niña que, solo por la gracia divina, se había salvado del terrible destino reservado a aquella criatura ya innombrable que había salido de su vientre y a la que, según creía Chen-lun, Radelfer y su marido habían abandonado tiempo atrás en el territorio salvaje del Bosque de Davon. Fuera cual fuese el dios adorado, o los dioses, imploraba a Rendulic, ¿qué sentido tenía tentarlos burlándose de ese mito?
A Rendulic Baster-kin apenas le producía una leve irritación que su esposa siguiera aferrándose a la ignorancia propia de las tribus de saqueadores. ¿Acaso se habían visto recompensadas todas sus oraciones a Kafra con el nacimiento de aquella niña adorable? El dios dorado había perdonado y premiado a la familia Baster-kin después de castigarla por pecados que Rendulic no quería mencionar, según dijo a Chen-lun. Al final, el sentimiento de culpa de Chen-lun por ese pecado al que se refería su marido la obligó a someterse a sus razonamientos. Además, la belleza de su hija, así como su inclinación por el canto y aquella habilidad para la danza que casi la convertía en un espíritu —dos virtudes que mostró desde muy temprana edad y que enseguida se desarrollaron con la ayuda de tutores especializados en dichas artes—, terminó por convencer a la madre, al cabo de un tiempo, de que su marido podía tener razón: podía ser que Kafra, su dios dorado, fuera más poderoso que todas las demás deidades. Así, la niña se llamó Loreleh; y si Adelwülf representaba las esperanzas públicas del clan Baster-kin, Loreleh representaba su orgullo privado, su alegría… y su seguridad.
En todo esto Rendulic recibió el respaldo y el consuelo de un excepcional sacerdote de Kafra (cuyo nombre se perdió para la historia cuando al fin ascendió a Gran Layzin); entre los muchos asuntos en los que los dos jóvenes descubrieron estar completamente de acuerdo destacaba un desprecio fundamental por el Viceministro del reino, cuyo consejo a Lord Baster-kin había sido tan absolutamente equivocado. Además, el sacerdote, aunque tan solo podía hablar de ciertas partes de aquel asunto, insinuaba que el Dios-Príncipe Saylal tenía buenas razones no solo para rebelarse contra Calpihestros, sino incluso para acusarlo de faltas morales, sobre todo en cuanto concernía a su hermana real, la Princesa Divina Alandra.
Era evidente que esta doncella había caído bajo la influencia del Viceministro y se había convertido en su discípula no solo en materia de sanaciones, sino en el estudio de todas las maravillas de la Naturaleza. Y en aquel aprendizaje no parecían tener cabida la perfección y el regocijo en la figura humana que los dogmas kafránicos tendían a idealizar. Rendulic Baster-kin instó al sacerdote a decir al joven Dios-Príncipe que, si llegaba un día en que él o su hermana necesitaran ayuda «práctica» (pues quedaba claro que su padre, el Dios-Rey Izairn, había sucumbido por completo al hechizo del innegable refinamiento intelectual y el poder de Caliphestros), podía contar con que todo el peso del clan Baster-kin acudiría en defensa de su causa.
Ahí está, entonces, el retrato de una familia que parecía haber corregido tiempo atrás el rumbo del barco de su destino; y, sin embargo, esta noche el Lord Mercader se arrodilla junto al lecho de su esposa para confirmar que los males de su cuerpo y alma no han hecho más que empeorar y, a juicio suyo, volverse más repugnantes todavía.
«¿Cómo podemos haber llegado a este punto? —se pregunta Lord Baster-kin, y por un momento duda si habrá pronunciado esas palabras en voz alta—. ¿Cuál fue nuestro pecado? Llevábamos vidas devotas y cuando al fin murió el Dios-Rey cumplimos los deseos de su hijo Saylal no solo al asegurar la investidura de un Gran Layzin nuevo, sino al preparar y provocar la caída, el destierro y la mutilación del Ministro blasfemo, Caliphestros, así como de sus acólitos. ¿Dónde estaba, entonces, el error? ¿Por qué nos vemos reducidos a esto?».
Pero Baster-kin sabe bien qué pasos concretos llevaron a la familia hasta esta crisis y siente, en algún rincón de su corazón, la pena suficiente para estar dispuesto a sentarse —al menos un rato— junto a Chen-lun para consolarla y, sobre todo, calmarla. Al mismo tiempo, de todos modos, sabe de sobra en su fuero interno la verdadera razón práctica de esta visita a su esposa: en su corazón ha llegado a renunciar —tan solo hasta hace uno o dos días— a toda esperanza por el futuro del clan que todavía lidera; mejor dicho, del que él podría ser el último líder sin oposición. «Y si acabo sufriendo ese innoble destino, tal vez sea un acto de justicia», cavila. Sin embargo, las noticias recientes llegadas de provincias han aportado algo parecido a la esperanza —oscura, pero esperanza— al amo del kastelgerd. Así, al mirar cómo el pomposo pero bien sobornado sanador Raban prepara sus drogas calmantes y paliativas, se asegura de que ese codicioso y ambicioso «hombre de medicina» kafránico añada también a escondidas los ingredientes adicionales que él, Baster-kin, ha acordado con Raban administrar poco a poco a la señora, mezclados con la medicación. Luego el sanador abandona la habitación en silencio y deja al lord mirando a su esposa, que sigue retorciéndose en el lecho, y luego a la única sirvienta personal que le queda a Chen-lun, Ju, la de la estirpe de saqueadores, que permanece como siempre entre las sombras de un rincón del cuarto, como si fuera de piedra, y comprende apenas algunas de las palabras que dice la gente de Broken, pero casi todos sus comportamientos. Mientras regresa junto al lecho de su esposa y espera a que ella dé muestras de haber registrado su presencia antes de tomarle una mano, Baster-kin decide en silencio: «No, ya no puedo seguir mintiéndome a este respecto; si condenar a mi segundo hijo a la oscuridad casi perpetua que suelen sufrir tan solo los prisioneros en las mazmorras, como en efecto hice cuando Klauqvest llegó a la juventud con la inteligencia suficiente para usarlo como asesor, resultó más soportable porque lo mandaban los dogmas de Kafra, no puedo dejar de preguntarme si la orden dada al respecto de mi tercera hija no me ha situado más allá de cualquier paz o perdón verdadero. Y aun si fuera así, ¿qué decir de mis “piadosas” intenciones con respecto a mi esposa? ¿Tan seguro estoy de haber actuado bien?».
¿Y quién podría discutir las dudas de este hombre al respecto de esos asuntos? Porque Baster-kin está dando vueltas, en primera instancia, a la orden que dio a Radelfer hace ya mucho tiempo, aunque no ha dejado de recordarla constantemente, para que llevara a su hija Loreleh —la misma Loreleh que antaño había supuesto la mayor alegría en la vida de su padre, pero que había empezado, al final de su infancia, a dar trágicas señales del inicio de unas deformidades físicas demasiado parecidas a las de Klauqvest— al mortal territorio desolado del Bosque de Davon y la abandonase allí. Había impuesto el mang-bana a la niña que el propio Baster-kin veía como su mayor esperanza simplemente porque la gente de la ciudad, y de todo el reino, era consciente de su existencia y se daba cuenta de que la deformidad iba creciendo.
En cuanto a la segunda causa de su tormento, Baster-kin se devana acerca del rumbo letal que ha emprendido últimamente respecto a su esposa: una mujer para la que, según le han dicho, ya no queda ninguna esperanza. Pero, por mucho que él considere que sus planes letales son un acto de piedad, ¿los juzgará su dios con el mismo criterio?
—Rendulic —dice Lady Chen-lun al verlo a su lado y luego notar el contacto de su mano—, he oído a Raban —dice casi en un susurro— hablando en el vestíbulo. Alguien ha dicho que a lo mejor no vendrías, pero Raban ha contestado que tenías que venir; y yo sabía que lo harías. Aunque lo más extraño de todo, Rendulic… —Sus ojos se abren de pronto por la emoción y la espalda se arquea de puro tormento cuando añade, con tono urgente—: Yo sabía con quién estaba hablando. ¡He reconocido la otra voz! Parecía… Estoy segura de que la he reconocido. Y era él. Nuestro hijo, Rendulic. Pero no puede ser él. Ya lo sé, esposo, porque me consta que te encargaste de desterrarlo. Sé que ya no está aquí, que lo llevaron al Bosque. Entonces, tenía que ser… tenía que ser otra persona.
—Cálmate, señora mía —dice en tono suave Rendulic Baster-kin, apretándole más la mano derecha—. Era Radelfer, a quien antes he ordenado, como a todo el servicio de la casa, que hablara en susurros para no molestarte.
Ella menea la cabeza con nervios y, con la intención de alargar este momento de paz y afecto, responde:
—Sí, esposo. Seguro que es lo que tú dices. Ojalá pudieras calmar siempre así mi mente…
—Pero ahora tienes que calmarte de verdad —dice Rendulic, en el tono más tranquilizador de que es capaz—. Las medicinas de Raban sirven para eso. Tienes que dejar que hagan efecto.
—Pero yo quisiera lo contario, Rendulic. Quisiera seguir despierta, estar contigo, yacer contigo, ser la esposa que fui.
—Ninguno de los dos es ya lo que fue —responde Rendulic con una leve sonrisa.
Le aplica una mano en la frente, peina hacia atrás con los dedos los largos y húmedos mechones de pelo negro y finge por un instante que no llega a ver las úlceras de la piel del cuello ni se da cuenta de que los bultos que tiene bajo la superficie del pecho son cada día más grandes.
Chen-lun se retira las gotas de sudor que le van apareciendo en la frente sin darse cuenta siquiera de sus movimientos y contesta:
—Hace tanto calor esta noche… Todas las noches me parecen tan calurosas, este año; aunque no tanto como las que pasábamos en este cuarto cuando nos comprometimos.
—Claro, esposa —dice Baster-kin, preparándose para levantarse—. Y si te comportas como una paciente tranquila y obediente puede que algún día aquel calor vuelva a este cuarto…
Chen-lun parece asustarse de pronto al pensar en la posibilidad de que Rendulic se marche.
—¿Regresas a tus quehaceres, mi señor?
—Sí —responde Rendulic, al tiempo que se pone en pie y le suelta la mano—. Con la mayor reticencia… Pero necesitas paz, mi señora; y los enemigos del reino no dejan de tramar contra nosotros.
El semblante de Chen-lun refleja algo más de complacencia.
—Dicen que al fin habéis mandado al ejército contra los Bane, ¿no?
—Así es —responde Rendulic, sorprendido por la pregunta—. Y con la ayuda de Kafra —añade mientras se va alejando hacia la puerta— su derrota y tu recuperación llegarán al mismo tiempo. Y entonces conoceremos de nuevo la felicidad. Por eso, ten calma y duerme, mi señora, duerme…
Chen-lun inclina brevemente la cabeza para asentir, porque las drogas que le han administrado se han apoderado ya de sus sentidos.
—Pero… ¿nunca te lo preguntas, Rendulic? —dice en un murmullo débil mientras reaparece Ju para alisar las sábanas—. ¿Y si todo lo que hemos soportado desde entonces fuera consecuencia de eso? ¿De haber enviado a nuestra segunda hija al Bosque? Era tan joven y había sido tan guapa… Loreleh.
Plantado en el umbral, Rendulic Baster-kin mira a su esposa mientras ella cae en brazos del sueño: un sueño cuyos peligros ignoran ella y Ju y todos, salvo su marido y Raban, el sanador. Y nota cómo se le endurecen los rasgos al responder en silencio: «Sí, Loreleh era hermosa… Hasta que dejó de serlo».
Libre al fin de los asuntos del estado y de la familia, Rendulic Baster-kin abandona el dormitorio de su esposa, saca un par de guantes negros de piel que lleva en el cinturón y avanza con pasos fuertes y decididos hacia la gran escalinata del kastelgerd y se detiene un breve instante al pasar por delante de un espejo grande. Satisfecho con la imagen que tiene delante, avanza, se detiene una vez más detrás de la primera de las columnas que recorren el frente de la galería para soportar el techo que comparten con el gran vestíbulo, y luego mira hacia abajo.
«Ahí está —observa al ver dos figuras al pie de la gran escalinata—. Aquí está de verdad, entre estas paredes…».
Rendulic Baster-kin nota que la sangre le circula más veloz y caliente cuando inicia el descenso y la elegante y saludable mujer del vestido verde queda más a la vista. Sostiene una capa en la mano, del mismo color que solía llevar cuando acudía con Gisa a tratarlo; si se pusiera riguroso con el cumplimiento de la ley kafránica (Baster-kin no se daba cuenta entonces, pero ahora sí lo nota) podría insistir en que deshiciera de ella. Porque es la misma capa de un azul verdoso oscuro que antaño sirviera para identificar a los sanadores de la antigua fe de Broken y los reinos colindantes. Claro que podría ser pura casualidad que Lady Arnem haya escogido ese color; pero el desconocimiento de las severas restricciones contra cualquier referencia a las antiguas costumbres no es excusa suficiente para incumplirlas.
—Lady Arnem —saluda el lord, con la máxima cortesía de que es capaz dentro de un tono autoritario, mientras termina de ponerse los impresionantes guantes.
Teme haber demostrado demasiado entusiasmo al pronunciar su nombre y se esfuerza por calmar a un tiempo la voz y el corazón cuando ella vuelve el rostro —ese rostro por el que él lleva tantos años preguntándose— para que sus miradas se encuentren.
«Por Kafra —se dice en la penumbra—. Sigue siendo tan guapa…».
—Espero que perdones que te reciba con tanto retraso —dice, preocupado todavía por el tono de voz—. Asuntos inaplazables de estado y de familia…
Llega a su lado, le toma una mano y planta en ella un beso más suave de lo que quisiera.
En un instante se da cuenta de que su plan, sus grandes esperanzas y sus disposiciones secretas serán mucho más gloriosos de lo que él mismo se hubiera atrevido a soñar siquiera. Se ha hecho mayor, sin duda: la doncella que apenas llegaba a la cumbre de sus encantos cuando se conocieron hace tantos años se ha hecho mayor, como corresponde a una madre de cinco hijos, y lleva una pequeña cantidad de pintura en la cara para disimularlo.
—Mi señor —contesta Isadora, doblando las rodillas y agachando el cuerpo con la máxima elegancia, para alzarse luego de cara a él—. No puedo dejar de imaginar, sabiendo todo lo que ocurre, lo ocupado que estás y agradezco que hayas dedicado un tiempo a recibirme. —Entonces sonríe: es la misma sonrisa radiante que tenía de doncella, eso sí que no ha cambiado con el paso de los años. Además ríe con suavidad, casi en silencio, solo una vez, con algo parecido al cariño—. Perdóname —dice—. Es… la sorpresa, nada más. Pero una sorpresa feliz. Por ver tan de cerca que te has convertido…
—En el hombre que esperabas, confío —responde Rendulic, complacido por el control de su ánimo y de su voz, y por la sensación de ánimo descuidado que ha logrado mostrar mientras ofrece un brazo a Isadora—. Porque tú fuiste fundamental en esa formación. O sea que si no estás contenta… —dice con la cabeza ladeada en señal de falsa severidad—, tendrás que responder por ello tú misma, me temo.
—No, no —responde Lady Arnem, tomándole el brazo al tiempo que sacude levemente la cabeza, provocando que los mechones, dorados todavía, floten en torno a ella como si fueran centellas de un fuego mágico y celestial—. No me desagrada. Estoy impresionada, eso es todo, y el mérito te corresponde a ti. Y a Radelfer —añade, señalando al senescal, que camina unos pasos por detrás—, que siempre se cuidó de tu seguridad y de la mía. Y que, además de todos sus otros servicios —continúa, más insegura, aunque esperanzada—, ha aplacado todos mis miedos al respecto de cualquier «dificultad» que pudiera cernirse sobre nuestro encuentro.
—No se me había ocurrido que pudieras recurrir a Radelfer en busca de esa seguridad —responde Baster-kin—, pero es solo una de las muchas cosas que podemos, o de hecho debemos, discutir. —Más complacido que nunca por lo bien que avanza el encuentro, Rendulic se apresura a añadir—: Entre ellos, tu preocupación por tu familia, tengo entendido. Ven, volvamos a la biblioteca, donde podremos aclararlo todo.
Sin embargo, Lady Arnem se detiene ante la imponente entrada de la biblioteca silenciosa y su rostro se vuelve de pronto más grave cuando mira a Rendulic Baster-kin.
—Pese a que mientras te esperaba me han impresionado mucho esta sala y su contenido, mi señor, ¿puedo sugerir que vayamos hablando de todos esos asuntos mientras nos desplazamos hacia ese descubrimiento extraordinario y alarmante que he hallado junto al muro sudoccidental de la ciudad? Porque creo poder decir sin miedo a exagerar que no tiene ningún precedente: ni el hecho en sí ni el peligro que representa para la seguridad de Broken.
La sonrisa de Baster-kin se encoge, mas no es por desagrado: esperaba que la antigua enfermera y aprendiza de sanadora, que tan importante papel tuvo en su recuperación juvenil, se pusiera a hablar inmediatamente sobre el mensaje que él le había enviado recientemente a propósito de su hijo, o sobre lo mucho que le preocupaba que entrara al servicio real y sagrado; en cambio, ella ha hablado en primer lugar —y, al parecer, con la máxima urgencia— sobre la seguridad de la ciudad, como se espera que hagan los mejores patriotas. Le impresiona tanto este inesperado orden de prioridades que se inclina por acceder de inmediato a su petición, tal como pensaba Radelfer que haría su señor cuando Lady Arnem le ha contado su historia.
En cuanto a la propia Lady Arnem, de hecho lo que más le preocupa es el destino de su hijo Dalin. Pero al seguir a Berthe a su sórdida casa en las profundidades del Distrito Quinto para determinar la causa y la naturaleza de la enfermedad de su marido no solo ha descubierto un peligro para la ciudad: también una herramienta con la que ejercer una cierta influencia sobre el Lord Mercader e incluso, si es necesario, llegar a coaccionarlo para que retrase toda decisión al respecto de Dalin, al menos hasta que Sixt regrese de su campaña.
—Ya veo —responde al fin Baster-kin, tras valorar lentamente lo que cree que está ocurriendo—. Parece que la naturaleza de tu marido y la lealtad de sus servicios han sanado parte de la rabia que te producía el destino de tus padres y que recuerdo haberte oído expresar hace tantos años. Encomiable, Lady Arnem. ¿Radelfer? —El Lord Mercader se vuelve hacia su amigo y consejero y comprueba, para su asombro, que la expresión de incrédula diversión sigue presente en su rostro—. Que nos traigan una litera ahora mismo, senescal, para Lady Arnem y para mí. Hemos de comprobar qué es eso que ha creado tan respetable alarma en su espíritu. Y convoca también a cinco o seis de tus mejores hombres. Bastante difícil se ha vuelto ya conseguir que la Guardia del Lord Mercader entre siquiera en el Distrito Quinto, como para confiar en su protección.
—Me encantará acompañarte en tu parihuela, por supuesto, mi señor —concede Isadora Arnem—. Aunque tengo la mía ahí fuera, llevada por dos guardias de mi familia y por mi hijo mayor, cuyo padre insiste en que debe acompañarme en cuanta salida nocturna emprenda en su ausencia.
Una reveladora expresión de desencanto pasa por el rostro de Lord Baster-kin, pero enseguida la reemplaza por un entusiasmo más bien forzado.
—¡Espléndido! Me encantará conocer al vástago de lo que tengo entendido que es una familia numerosa y de buen carácter.
Rendulic lamenta haber dicho eso casi de inmediato, porque revela un duradero interés por el clan Arnem que hubiese preferido esconder a Isadora. Y para colmo de desgracias, no le hace falta darse media vuelta para notar que Radelfer ha percibido el mismo interés en su señor.
—Tu hijo puede seguirnos en tu litera, entonces, quizá con Radelfer caminando a su lado para mayor seguridad, y tú y yo aprovecharemos el tiempo en mi parihuela para investigar hasta dónde llegan tus preocupaciones, rodeados por un mayor número de guardias. —Mientras Lady Isadora inclina la cabeza en señal de agradecimiento, Baster-kin se vuelve hacia Radelfer—. ¿Bueno? Ya has oído tus órdenes, senescal…
{vii:}
Cuando Lord Baster-kin sale de su kastelgerd junto a Isadora Arnem, se detienen un momento en lo alto de las amplias escaleras de piedra que bajan desde el pórtico del edificio para mirar a Dagobert, que —ataviado con la cota y la armadura de su padre— está enfrascado en un juego de espadas inocuo pero instructivo y tranquilamente entretenido con los dos guardias bulger de la familia, que se turnan contra él y, con su enormidad, sus melenas negras y sus barbas, ofrecen una visión particulamente extraña en este extremo del Camino de los Leales.
—¿Ese es tu hijo mayor? —pregunta Lord Baster-kin, mirando a Dagobert con un respeto admirativo, casi ilusionado.
—Sí —responde Lady Arnem, sorprendida por la amabilidad que muestra el lord al contemplar la escena que tiene lugar abajo—. Y me temo que lleva la vieja armadura de su padre en función del pacto que hizo con mi marido a propósito de nuestra seguridad en la ciudad.
—¿Y por qué dices «me temo»? —pregunta Baster-kin—. Demuestra grandes virtudes para alguien de su edad. ¿Frecuenta el estadio?
—No, mi señor —contesta Isadora con cierta inseguridad—. De nuevo, por influencia de su padre, me temo… Dagobert prefiere pasar sus ratos libres en el Distrito Cuarto, entre soldados.
—Considérate afortunada —responde Baster-kin—. Entre los jóvenes de nuestra nobleza son demasiados ya los que rehúyen sus responsabilidades en el ejército por el falso atractivo de actuar en el estadio. ¿Me lo puedes presentar?
El lord comienza a bajar las escaleras y se detiene para ofrecer un brazo a Isadora.
—Yo… por supuesto, mi señor. —Luego, Isadora llama en voz alta—: ¡Dagobert! Si puedo interrumpir tus payasadas…
Cuando oyen su voz, los guardias toman posición junto a la parihuela y adoptan una respetuosa actitud de firmes al ver con quién va su señora. Dagobert, por su parte, envaina la espada de saqueador, hace cuanto puede por poner en orden la armadura, la cota y el cabello y luego sube las escaleras mientras su madre y el anfitrión las bajan, de tal manera que se encuentran a medio camino; Isadora observa que todos los movimientos de su hijo son una réplica de los del padre, como si, ahora más que nunca, fuera consciente de la responsabilidad que implica llevar su ropa de combate.
—Dagobert —dice Isadora sin alterar la voz—, este es Lord Baster-kin, que quería conocerte.
Dagobert pone el cuerpo absolutamente rígido y luego, para profunda sorpresa de su madre, se lleva el puño derecho al pecho en un brusco saludo.
—Mi señor —dice el joven, con un punto de exceso en el volumen que revela que no termina de sentirse del todo cómodo con el gesto ni con la situación.
—Agradezco tu respeto, Dagobert —dice Lord Baster-kin, que sigue escoltando a Isadora escaleras abajo—. Pero puedes descansar. No soy esa bestia terrible que algunos pretenden. Haces justicia a la armadura de tu padre, joven. ¿Falta mucho para que podamos verte de verdad en nuestras filas?
Dagobert desvía la mirada apenas por un instante hacia su madre y luego se encara de nuevo al Lord del Consejo de Mercaderes.
—En cuanto sea mayor de edad, mi señor. Mi padre quiere que me prepare y sirva durante un tiempo y luego ocupe un puesto de aprendiz en su grupo.
La rabia abre los ojos de Isadora como platos; he aquí otro hecho del que ni su marido ni su hijo se han preocupado de informarle.
—Excelente, excelente. —Baster-kin se da cuenta de que se está acercando su litera, mucho más grande y aparente, cargada por cuatro de los guardias más jóvenes de Radelfer—. Di a tus hombres que sigan a mi litera, Dagobert —propone Baster-kin—. Porque si hay algún problema en lo más profundo de la ciudad prefiero que se enfrenten a él primero mis hombres. Yo siempre puedo encontrar más guardias y, si no, los buscará el senescal. En cambio, me parece que tu familia está… —Baster-kin dedica a los guardias bulger una leve sonrisa— bastante apegada a estos hombres, tan dotados en apariencia.
A continuación, Dagobert ve que su madre y el Lord Mercader pasan al otro lado de la cortina de suntuosa tela de la bien acolchada parihuela.
Dentro de ese vehículo, más grande y cómodo, el lord se esfuerza por representar el papel del anfitrión agradable e inquieto, agradecido por la ayuda que recibió de Isadora en el pasado y preocupado por cuál pueda ser la amenaza que ha descubierto junto al muro del sudoeste de la ciudad. Ella se niega a ofrecer detalles y responde que la mera visión del misterioso suceso será mucho más elocuente que cualquier descripción que pueda dar. También se hace evidente que está ansiosa por hablar primero de qué planes están preparando el Gran Layzin y el Lord Mercader para llevar nuevas provisiones al cuerpo de Garras liderado por su marido, e insiste en que esos planes se lleven a cabo antes de que a Sixt le entre la obstinación de empezar el ataque contra los Bane sin todas las provisiones que necesita. Por su parte, Rendulic Baster-kin ofrece un comentario reconfortante tras otro y asegura a Lady Arnem que si los demás mercaderes del reino no apoyan el ataque él autorizará personalmente el uso de las provisiones centrales conservadas en la enorme variedad de almacenes secretos que se extienden por debajo de la ciudad.
Isadora queda genuinamente apaciguada por todas esas promesas y, de momento, cree que la inquietud romántica que Rendulic Baster-kin tuvo por ella cuando era un muchacho se ha transformado en un profundo sentido de gratitud en la madurez, algo con lo que no contaba; en cambio, Radelfer, que va caminando junto a la litera, está cada vez más nervioso, con una sensación que ha empezado nada más encontrarse su señor e Isadora en el kastelgerd; porque durante este encuentro la capacidad de engaño de Rendulic ya ha ido mucho más allá de la interpretación y huele a un hombre convencido de que puede servirse de las dificultades presentes para su propio beneficio. Pero aún ha de determinar cuál podría ser ese «beneficio».
El viaje del grupo hacia la peor parte de la ciudad empieza cuando pasan por la puerta del muro de piedra que separa el Distrito Quinto de las otras partes de Broken, más respetables; y la continuación del trayecto hacia lo que sin duda es el barrio más terrible en un distrito ya de por sí infame empieza tan bien como puede esperarse de una empresa como esta, sobre todo porque la mera visión de la litera de Lord Baster-kin —relativamente común en otros distritos de la ciudad, pero muy llamativa en este—, seguida por el muy conocido transporte de Isadora señala, incluso para las mentes más confundidas y los ciudadanos más depravados que jalonan el Camino de la Vergüenza, el principio de un momento histórico en el Quinto. La presencia de tantos guardias armados, mientras tanto, aporta una garantía aparentemente total contra cualquier inclinación al mal, que siempre abunda entre las almas más emprendedoras, y criminales, que acechan en los rincones más oscuros del distrito, particularmente a medida que uno se va alejando de su frontera pétrea y se acerca a las oscuras sombras que proyectan los muros de la ciudad. La inclinación al robo y al asesinato está tan enraizada en las mentes de esos tipos como lo está en las de sus vecinos el gusto por la disipación, la fornicación y la producción de porquería, todas ellas ampliamente reveladas por las cloacas y alcantarillas de todas las calles del Quinto. Esos riachuelos nauseabundos son el origen de un hedor que se vuelve más repugnante a cada minuto que pasa, mientras que los pedazos de desechos que los embozan y les impiden cumplir con su propósito se van volviendo más grandes y asquerosos. Entre esas vistas terribles uno puede encontrar objetos tan mareantes y absurdos como para fijarse en ellos: sacos de verduras y cereales, podridos y tan atiborrados de gusanos que ni los muertos de hambre los tocan; pilas enormes con toda clase de desechos humanos, corporales o no; y, lo más horrible de todo, algún que otro paquete envuelto en telas con la forma inconfundible y sangrienta de un bebé humano, ya sea por una pérdida sobrevenida poco antes del nacimiento o porque alguien se ha librado de ellos de la manera más sencilla posible, quién sabe si haciéndoles con ello un favor: porque se van a librar, en primer lugar, de las privaciones del Distrito Quinto y, en segundo, de entrar (no por su propia elección) a formar parte del cada vez más misterioso servicio del Dios-Rey en la Ciudad Interior, donde, incluso entre los residentes del Quinto, parece que la necesidad inagotable de chicos y chicas jóvenes es objeto de una especulación que crece progresivamente, así sea de manera silenciosa.
—Me resulta extraño —dice Lord Baster-kin mientras mira por la abertura de la cortina en su lado de la litera y se tapa la cara con el borde de la capa para impedir, en la medida de lo posible, el paso del hedor que se alza de las alcantarillas cercanas— que después de todo lo que pasamos en un lugar tan distinto a este…
—Si te refieres a la cabaña de mi señor bajo la montaña —comenta Isadora—, era ciertamente un lugar hermoso, particularmente en comparación con tantas partes de este distrito.
—¿Y sin embargo vives aquí por elección? —quiere saber Baster-kin.
—Mi marido nació aquí, como yo —explica Isadora—. Y tanto él como yo queríamos quedarnos. —Ahora le toca a ella mirar hacia fuera con un aire de leve desespero que Baster-kin encuentra extrañamente estimulante—. No supe que podría pasar toda la vida en esta parte del distrito, que era la mía, hasta que lo conocí.
—No puedo fingir que entiendo lo funesto que debe de haber sido un lugar así para una niña —dice lentamente Baster-kin—. Ni por qué tu marido y tú habéis escogido quedaros, sobre todo ahora que el sentek ha ascendido a la jefatura de todo el ejército de Broken y podríais vivir en cualquier parte de la ciudad, en cualquier residencia que decidierais pedir al Dios-Rey.
—Mira de nuevo a tu alrededor, mi señor —propone Isadora—. Muchas de esas personas son víctimas de su perfidia y perversión, pero otras muchas son solo víctimas desgraciadas de circunstancias que convirtieron este distrito en un hogar inevitable. Ciudadanos, por ejemplo, cuya mala suerte no se debe tanto a la desintegración, o a su falta de voluntad, como a la pérdida del cabeza de familia en la guerra, hace muchos años, o de una pierna en esos mismos conflictos. Es una verdad cruel e injusta, mi señor, que muchos soldados de Broken, tras dejar el ejército y regresar al distrito, no logran encontrar un trabajo que les permita irse de aquí, mientras que otros ni siquiera pueden encontrar refugio y por eso deambulan por estas calles día y noche, pidiendo y robando, en muchos casos, y formando una nueva especie de tropa: un ejército de fantasmales recordatorios de la cruel ingratitud que a veces tienen los reyes.
Baster-kin alza una mano en gesto levemente admonitorio.
—Ten cuidado, mi señora, con las palabras que escoges —le aconseja con severidad.
—De acuerdo. Pues «de la ingratitud de los gobiernos» —dice Isadora, con una impaciente inclinación de cabeza—. Luego están también los trabajadores, yeseros, albañiles que han sufrido heridas incapacitantes durante el proceso permanente de construcción de los edificios destinados al gobierno de la ciudad y del reino, a la adoración y a la residencia de los acomodados, y que se quedan también sin otra opción que traerse a sus familias aquí, al Quinto. Conocerás a algunos de esos hombres cuando lleguemos a nuestro destino, pero ahora te pregunto: ¿no te parece que esa gente merece al menos disponer de un sanador honesto y capaz? ¿Y no justifica eso que yo me quedara y quisiera ayudarlos?
—Merecen mucho más que eso, Lady Arnem —responde Baster-kin—. Y los peores residentes de este distrito también merecen ciertas cosas y no pasará demasiado tiempo antes de que las reciban, te doy mi palabra. —Pese a la caridad aparente y el tono condescenciente incorporados en esas afirmaciones, a Isadora se le ocurre que debería haber una brusca diferencia cualitativa entre el primer uso del verbo «merecer» y el segundo. No tiene tiempo para detenerse en ese asunto, de todos modos, porque Baster-kin abre de repente las cortinas de su litera de par en par—. Por Kafra, ¿dónde estamos? Ha de ser un lugar de rara maldad, si incluso las estrellas ofrecen poca luz.
—Nos estamos acercando al muro del sudoeste, cuya sombra se va alargando cada vez más —responde Isadora—. Nos hemos adentrado en el distrito hasta donde ni siquiera yo suelo llegar ya, aunque de pequeña sí lo hacía. Entonces tenía la alegre ocupación de investigar muchos de esos barrios, a veces a cambio de correr riesgos absurdos. Pero aprendí mucho…
—Sin duda. —Lord Baster-kin mira a Lady Arnem y estudia su rostro un instante.
«Y eso —cavila—, es lo que te convertirá en una juez soberbia de lo que esta ciudad y este reino van a requerir en los meses y años que vendrán…».
—Aprendí una cosa por encima de todo —dice Isadora, para completar su pensamiento—. Hay al menos algunos ciudadanos de este distrito que reconocen que los planificadores originales de la ciudad…
—¿Planificadores? —la interrumpe Baster-kin, algo menos entusiasmado de lo que sonaba hasta ese momento—. Quieres decir «el» planificador, ¿no? Porque solo hubo uno: Oxmontrot.
Isadora evita el tono crítico del hombre con una sonrisa encantadora.
—Perdon, mi señor —dice. Y Baster-kin, por supuesto, no puede dejar de concedérselo—. Mi marido me ha hablado de tu gran desprecio por el fundador del reino y no pretendía pisotear tu sensibilidad. Pero sí, Oxmontrot, fueran cuales fuesen sus otros defectos, predicaba hábitos de limpieza personal y pública. Recordarás que a mi maestra y tutora le gustaba hablar de ellos, en la época en que nos conocimos, con el nombre que el Rey Loco les daba originalmente: heigenkeit[228]. Y sin embargo, ¿cómo iba el Rey Loco…? —Aquí, Isadora se atreve a tocar la mano enguantada de Baster-kin y soltar una risa leve al ver que su historia atrae a quien la acompaña—. Particularmente porque, pese a toda su sabiduría, al parecer ya entonces se estaba volviendo loco, ¿cómo iba a saber que algunas políticas que en esa época eran necesarias y rigurosas, como la creación del Distrito Quinto para los soldados y los trabajadores mayores ya, o heridos, dejarían de importar algún día a sus herederos? ¿Herederos que, convertidos en divinos y alejados en la inviolable seguridad y santidad de la Ciudad Interior, se verían obligados a depender cada vez más de sus asesores, demasiados de los cuales, al contrario que tú, eran oficiales de distrito y ciudadanos con fines no precisamente sensatos ni honestos y que en consecuencia ayudaron a crear, de manera no intencionada, por supuesto, esta… esta desgracia que ahora vemos a nuestro alrededor?
—Admirablemente expresado, Lady Arnem —dice Baster-kin, mientras se vuelve para mirar de nuevo hacia la calle con el objeto de que el auténtico entusiasmo que le despiertan esos pensamientos y quien los pronuncia no sea demasiado obvio en su rostro—. Dudo que yo mismo hubiera podido explicar mejor el asunto. —Dicho esto, escudriña de nuevo cuanto lo rodea, como si le sorprendiera más que los pensamientos de Lady Arnem—. Por Kafra —murmura—, de verdad creo que este barrio está tomando un aspecto más funesto todavía.
Insatisfecha al comprobar que su breve estallido de opiniones y sentimientos parece tener tan poco efecto, Isadora mira también fuera: «¿Puede ser —se pregunta— que en verdad haya perdido aquel afecto profundo y apasionado que de joven sentía por mí, por infantil que fuese?». Y es que, paradójicamente, por mucho miedo que le diera antaño aquella forma infantil y enfermiza de la devoción —una enfermedad que Gisa llamaba obsese[229]—, Isadora cuenta con que siga viva en parte para que su plan de esta noche pueda triunfar. Sin embargo, conserva la calma, sabedora de que todavía tiene en mente otra estratagema para cumplir el mismo objetivo.
{viii:}
Las dos literas se detienen ante la casa que sin duda puede calificarse como la peor en una serie de edificios abominables en una manzana que queda casi pegada al muro del sudoeste. El porte imperioso de Baster-kin al salir y plantarse en medio del tráfico humano que domina el vecindario se ve inevitablemente aminorado en pequeña medida cuando los grupos de vecinos e indigentes, todos rebozados en tizne, empiezan a rodear su litera y la de Lady Arnem. Sin embargo, la rápida exhibición de nada menos que ocho armas blancas bien engrasadas, que van de la más corta (la espada de saqueador de Dagobert) hasta la imponente longitud de la espada de asalto de Radelfer, pronto convence a la multitud para que, si bien no llega a disolverse, al menos se aparte un poco. Con una cierta sensación de premura, Isadora, Dagobert, Lord Baster-kin y los guardias de Radelfer se dirigen al miserable tugurio que a duras penas merece llamarse casa, mientras que los guardias bulger se quedan a proteger las literas.
Ha sido tan extraño el modo fantasmal en que los vecinos los rodeaban para dispersarse luego de golpe que los miembros del grupo de visitantes que nunca habían estado en el barrio se quedan visiblemente impresionados cuando un perro famélico y colérico se les acerca de un salto desde detrás de un mueble imposible de identificar y medio quemado que alguien ha lanzado desde su casa al patio en algún momento del pasado. La fiera muestra sus enormes dientes, se lanza a toda prisa hacia uno de los hombres más bajos de Radelfer y sus amenazas bestiales e incesantes, junto con su musculatura maltratada pero pronunciada, transmiten la sensación momentánea de que la cadena que lo sujeta acabará cediendo; una sensación que impulsa a más de un guardia a alzar la espada.
—¡No! —resuena la brusca orden de Baster-kin, aunque no ha dado el alto hasta que ha quedado claro que la cadena no se iba a romper por fuerte que fuese el animal—. ¿Qué sois, niños? ¿Necesitáis una buena espada corta de Broken para alejar a un perro encadenado? —pregunta Baster-kin, enfadado, a los hombres de Radelfer.
A Isadora le complace darse cuenta de que no lo ha preguntado para causarle una buena impresión, sino en respuesta a un sentimiento genuino. La fiera herida se retira y empieza a calmarse cuando Isadora le tira un trozo de carne seca que ha traído con ese propósito; luego insta a los hombres que avanzan detrás de ella a entrar en la casa por la puerta delantera tras retirar la tabla que la bloquea.
—Aparta, mi señora —dice Radelfer, adelantándose con destreza. Su manera de levantar del suelo sin esfuerzo la tabla pesada y difícil de manejar para echarla rápidamente a un lado ofrece un atisbo de la considerable fuerza que debió de tener en su juventud—. No pretendía ofender —añade Radelfer con una sonrisa al recordar que a la joven Isadora siempre le molestaba que los hombres quisieran hacer por ella tareas que estaba capacitada para emprender por sí misma—. Pero como igualmente debo entrar antes que mi señor en esta vivienda se me ha ocurrido que podía juntar dos tareas en una.
Isadora se limita a inclinar la cabeza altiva ante ese razonamiento y a contemplar su acción con una luz distinta.
—Al menos has acelerado nuestra visita, Radelfer. En un barrio como este no debería llamar la atención que nuestra visita llame la atención: el silencio que ahora nos rodea demuestra que hay mucha gente esperando descubrir nuestro propósito. Si logramos cumplir con él y largarnos antes de que vuelvan a reunirse, mejor que mejor.
El grupo se divide en cuatro: Radelfer va delante con dos de sus guardias; tras ellos, Isadora, Lord Baster-kin y un orgulloso Dagobert; por último, los otros dos hombres de Radelfer con la mirada atenta a cuanto pueda ocurrir a sus espaldas.
La mugre que se acumula en el interior no impresiona demasiado a Isadora, que se acostumbró a verla hace ya mucho tiempo, en su infancia con sus padres y con Gisa. El suelo de granito del tugurio está cubierto de tierra y polvo; un saco relleno de heno cumple la evidente función de cama para cinco niños aterrados, esparcidos por la habitación, mientras que el otro saco, junto al fuego, está ocupado por su padre enfermo, en cuya frente aplica un trapo húmedo y mugriento el hijo mayor. La mujer de la casa, Berthe, se abalanza hacia Isadora, aterrada al ver a los hombres que la rodean y sobre todo por la mirada de Lord Baster-kin, que, ante la visión de este mísero entorno, en vez de ablandarse se ha vuelto más dura.
—Mis disculpas, señora —susurra Berthe—. Tenía la intención de ordenarlo todo por aquí para que al menos no fuera tan ofensivo…
—Lady Arnem, ¿qué es lo que me has traído a ver? —pregunta Baster-kin en tono imperioso—. Porque estoy familiarizado con el fracaso y la desgracia en prácticamente todas sus formas.
Isadora dedica una sonrisa compasiva y un apretón en un brazo a Berthe y le insta a regresar junto a su marido. Mientras la mujer se aleja, Isadora devuelve la mirada a Rendulic Baster-kin con su misma dureza.
—No hace ninguna falta ser tan rudo, mi señor, dadas las circunstancias, que, por otra parte, están claras.
Berthe ha regresado a la tarea de secar el sudor de la frente febril de Emalrec. De él emana un fuerte hedor de dientes careados, comida podrida, desechos humanos y sudor. Sin embargo, nada de eso detiene a Isadora, que insta al Lord Mercader a seguirla.
—Ven, entonces, aunque solo sea por el bien del reino —dice.
Baster-kin se tapa de nuevo la parte baja de la cara con el borde de la capa y ve cómo Isadora retira la camisa ligera y asquerosa que cubre el cuello y el tronco de un quejoso Emalrec, apenas lo justo para revelar el pecho.
—No pasa nada, Berthe —dice Isadora, al ver que el terror de la mujer no ha hecho más que crecer—. Estos hombres no le van a hacer ningún daño, te lo prometo.
Isadora coge el cabo de una vela apoyada en un trozo de cerámica y señala la piel expuesta a Lord Baster-kin.
No necesita ver más. Como no quiere expandir su preocupación por la casa y por el barrio, urge a Isadora a acompañarlo hacia el fondo de la habitación contigua y hasta consigue sonreír a los sucios niños acurrucados cuando pasa junto a ellos de camino a la salida trasera. Más adelante hay una pequeña plaza fuera, un pedazo de tierra compartido por tres casas en el que hace mucho que no hay nada de vida. En el centro de este patio hay un retrete cuyas paredes cayeron hace tiempo ya: un banco de granito con cuatro agujeros protegido ahora tan solo por unas cortinas prácticamente inútiles, suspendidas por cuerdas y palos igualmente deteriorados. Los agujeros del banco dan directamente al sistema de alcantarillado de la ciudad.
Por muy funesta que sea esa imagen, la mente de Lord Baster-kin sigue concentrada en lo que ha visto en la habitación.
—No pretendo ser tan experto como tú, Lady Arnem —dice en voz baja, pues ni siquiera desea que le oigan sus guardias—. Pero, si no me equivoco, ese hombre tiene la fiebre del heno.
—Estás extraordinariamente bien informado —responde Isadora—. Poca gente podría detectar las marcas con tanta exactitud… Y tan rápido.
—Gracias. Pero volviendo a la enfermedad… —El rostro de Baster-kin es ahora una máscara de pura responsabilidad—. Se contagia entre la gente, sobre todo en zonas tan superpobladas, a la misma velocidad que la Muerte, aunque deje más supervivientes que esta última.
—Así es —responde Isadora con un punto de coquetería.
Es un juego peligroso en este momento.
—¿Y hago bien en sospechar que en esta ocasión tienes alguna idea acerca de cómo se expande? —pregunta Baster-kin.
Isadora sigue interpretando un papel y reza para que su miedo no se transparente en la actuación.
—Los sanadores tienen algunas teorías, claro, pero siempre las tienen. Solo podemos estar seguros de que si ha afectado a este hombre pronto aparecerá en muchas casas de este barrio, quién sabe si en la mayoría. Y a partir de ahí…
—Pero… ¿cuál es tu teoría? —pregunta Baster-kin, en un tono considerablemente menos agradable y paciente que antes.
Isadora urge a Baster-kin a avanzar más por el patio pequeño y polvoriento.
—Mi señor —empieza a decir—, tú conociste a mi maestra, Gisa, y si no me equivoco, sabes que era, más allá de sus creencias privadas en asuntos de espíritu y religión, una sanadora sin par en esta ciudad.
—No te equivocas —responde Baster-kin—. Gisa conocía su lugar en este reino y nunca buscó ascender más allá ni traicionar sus leyes fundamentales.
—Entonces —continúa Isadora, tras respirar hondo—, ¿te inclinarías a creer sugerencias que procedieran de ella?
—Tú eras la sabia y amable administradora de sus curas —dice Rendulic Baster-kin—. Pero yo siempre fui consciente de que las curas eran de ella. O sea que, sí, me inclinaría a creerla. Y ahora también a ti, más que a cualquier otra aspirante al cargo de «sanadora». Pero ¿qué tiene esto que ver con los asuntos de esta casa, de este distrito?
—Primero —Isadora se esfuerza mucho por acallar el temblor de su voz—, déjame mostrarte una extraordinaria exhibición de patriotismo más allá de esta casa y de estos plumpskeles[230]…
—¡Lady Arnem! —exclama Rendulic Baster-kin mientras ella empieza a alejarse más todavía de la casa por un camino estrecho que, según alcanza a ver el lord ahora que sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, lleva a otro callejón apenas un poco más ancho—. Espero que recuperes la compostura, como estoy seguro que haría tu marido, en vez de contagiarte del comportamiento y el lenguaje propios de este… lugar.
—Caramba, Lord Baster-kin —dice Isadora sin volverse y con una pequeña sonrisa: ha conseguido que la suprema confianza de este hombre se tambalee—, no me digas que esta situación te pone nervioso. Pero ven… —Luego, en una soberbia interpretación teatral, Isadora alarga un brazo y espera que el lord le preste ese apoyo que ya se ha vuelto familiar—. El tiempo y la plaga se nos echan encima.
Baster-kin le hace caso sin contestar; en ese momento, Isadora acelera del paso.
El callejón por el que Isadora lleva a su «invitado» termina al fin ante la enorme construcción del muro del sudoeste de la ciudad, que se eleva por encima de todo. Frente a la masa oscura que se alza ante él, el Lord Mercader se detiene al principio del callejón y dice:
—Amontonas misterio sobre misterio, mi señora. ¿Y para qué? Ya he dicho que en este asunto estoy dispuesto a creerte.
—Creer no es lo mismo que ver —responde Isadora—. Ven, mi señor. No hace falta que esperes a tus hombres porque en este breve trayecto tendremos guardias de sobra.
Antes de llegar a la gran construcción, el callejón estrecho por el que avanza la pareja termina en el amplio camino militar que transcurre en paralelo a todas las murallas de Broken y que se mantiene en todo momento libre de congestiones para que los soldados de la ciudad puedan moverse con libertad por esa ruta tan crítica para sus posiciones. Por eso los callejones adyacentes han de mantenerse tan oscuros y despejados como el propio camino. Cuando usan estos puntos aislados en un vecindario tan cuestionable personas ajenas al ejército, se convierten en lugar de transacciones de naturaleza ilegal: compraventa de bienes robados, prostitución sin licencia o, como siempre y acaso con más frecuencia que los otros, robos y asesinatos.
Qué extraño resulta, entonces, que cada portal de este callejón particular que lleva a la imponente muralla del sudoeste de la ciudad —una muralla que alcanza fácilmente el doble o el triple de altura que la más alta de las casuchas sobre las que se alza y que conserva todavía con claridad las marcas de cinceles y cuñas— esté vigilado, en apariencia, por dos filas de hombres que parecen centinelas en ambas aceras. No son particularmente jóvenes ni saludables, pero son hombres, muchos de ellos ya en edad de decadencia, algunos apoyados en bastones o muletas, pero todos poseen un porte militar que no puede improvisarse; el más extraño de todos, al menos a ojos de Lord Baster-kin, es el más anciano y tullido de todos esos cuerpos, un hombre flaco y calvo apoyado en una muleta al final del callejón y que parece controlar a los demás. Sostiene una espada corta en la mano libre y mira al Lord Mercader con una sonrisa peculiar.
Parece perfectamente posible que se produzca un intercambio de golpes, aunque no está claro entre qué facciones. De todos modos, en vez de eso, el anciano de la muleta envaina la espada y se acerca renqueando a Isadora y Lord Baster-kin.
—Lady Arnem —murmura Baster-kin para mayor satisfacción de Isadora—, en nombre de todo lo sagrado, ¿dónde me has metido?
{ix:}
—Bueno, linnet Kriksex[231] —saluda Lady Arnem con alegría antes de responder a la pregunta de Baster-kin—, veo que has cumplido tu promesa.
—Así es, Lady Arnem —contesta el viejo soldado con una voz tan áspera como si alguien arrastrara una piedra grande sobre un suelo embaldosado—. No estábamos seguros de cuándo vendrías, pero he dicho a nuestros hombres que tu regreso era una promesa y como tal se cumpliría. He dicho que la esposa del sentek Arnem nunca ofrecería su ayuda para luego olvidar la promesa.
—Bien hecho, Kriksex —responde Isadora—. Y ahora déjame presentarte a Rendulic Baster-kin, Lord del Consejo de Mercaderes y primer ciudadano de la ciudad y el reino de Broken.
Kriksex da uno o dos pasos hacia Baster-kin, que en un raro momento de humildad se apresura a recorrer más de la mitad del espacio que los separa para poder saludarlo.
—Mi señor —dice Kriksex antes de dirigirle un brusco gesto de saludo—. ¡El linnet Kriksex, mi señor! Encantado de ayudar a mi reino una vez más.
—¿Kriksex?
La voz que se ha sumado a la conversación pertenece a Radelfer. Baster-kin e Isadora se dan media vuelta y ven al senescal, que da un paso adelante para separarse de su patrulla.
—¿Eres tú de verdad?
Kriksex mira más allá del gran Lord Baster-kin con rostro inexpresivo hasta que identifica a quien lo llama y se llena de alegría.
—Ah, Radelfer, has venido de verdad —exclama, moviendo la muleta para dirigirse deprisa hacia quien se le acerca con aparente camaradería—. Entonces eran ciertas todas esas historias y es verdad que sigues con el clan Baster-kin.
Los dos ancianos se dan un abrazo, aunque Radelfer tiene cuidado en el manejo del cuerpo de quien antaño fuera su linnet, que ahora parece un saco de huesos y cicatrices.
—Pero ¿cómo puede ser que sigas vivo, vieja cabra barbuda? —se ríe Radelfer—. Bastante hiciste ya con sobrevivir a las campañas que libramos de jóvenes, pero verte aquí, en este asunto tan extraño, con esto, que parece tu pequeño ejército particular… ¡Parece increíble!
—Radelfer —tercia Lord Baster-kin, no tanto con severidad como con el tono propio de alguien que, por una noche, ya se ha hartado de misterios—, quizá podrías tener conmigo la bondad de explicarme quién es este hombre, o quiénes son estos hombres y por qué se dedican, según parece, a vigilar un callejón decrépito sin ningún propósito.
—Perdón, mi señor —responde Radelfer—. Este es el linnet Kriksex, que comandaba mi fauste cuando me inicié en los Garras, hace muchos años. Te verías en grandes dificultades si hubieras de encontrar un sirviente más leal que él para el reino.
—¿De verdad? —pregunta Baster-kin, mirando a Kriksex, no del todo seguro acerca de esa explicación—. ¿He de suponer que en eso se basa tu autoridad, Kriksex, sobre los demás hombres reunidos aquí, que también parecen veteranos de unas cuantas campañas?
—Son todos hombres leales, mi señor —responde Kriksex—, y están aquí para proteger el nombre y las leyes del Dios-Rey en este distrito. Un grupo capacitado de veteranos mantiene a los residentes de este barrio libres de crímenes y maldades. Pero la premonitoria aparición que volvió a darse recientemente, esa… esa adivinanza que mostré a Lady Arnem hace unas pocas noches, era algo que, me temo, ningún hombre podría crear o controlar. Por eso decidimos que debíamos mantener la situación exactamente tal y como la encontramos de manera periódica, aunque más común en primavera, hasta que se viera si éramos capaces de persuadir a alguien más importante que nosotros para que lo inspeccionara. Mi señora vino de visita por casualidad; pero luego, Kafra sea loado, ¡tú accediste enseguida a acompañarla en su regreso!
Baster-kin mira arriba y abajo por el callejón con expresión insegura mientras escucha al experto veterano.
—Me temo que me estás liando, Kriksex —le dice.
—El olor habla por sí mismo, mi señor —contesta—. Pero si me sigues hasta el muro del sudoeste creo que la peculiaridad te resultará evidente enseguida. Con toda probabilidad, vendrá precedida por un empeoramiento de este hedor, tan notable que se impone a los siempre deliciosos aromas del Quinto.
Baster-kin respira hondo y ofrece una vez más su brazo a Lady Arnem.
—¿Mi señora? ¿Puedo ayudarte mientras seguimos a este buen hombre para que me enseñe cuál es esa dificultad?
—Muchas gracias por tus atenciones, mi señor —responde Isadora, apoyando una mano en el brazo del lord.
Lady Arnem hace una seña a Dagobert, que da un paso adelante y luego se acerca al lado libre de su madre y avanza junto a ella por el callejón, entre las líneas de soldados veteranos, que, de uno en uno, van saludando.
Kriksex abre paso a la patrulla de guardia que rodea a los tres visitantes importantes y a menudo se da media vuelta para mirar a la intrépida Lady Arnem, siempre con una sonrisa que no por desdentada resulta menos genuina. A medida que pasa el tiempo, de todos modos, parece que le cuesta contener la emoción y se atrasa unos cuantos pasos para murmurar al oído izquierdo de Lord Baster-kin:
—¿No es la mujer ideal para el sentek Arnem, mi señor? ¡No conoce el miedo!
Baster-kin asiente mientras sigue avanzando hacia la oscuridad.
—Así es, Kriksex —concede en voz igualmente baja para que Lady Arnem, cada vez más interrumpida por la gente pese a los esfuerzos del joven Dagobert por mantener el camino despejado, no pueda oírlo—. No podía encontrarse una mujer mejor en todo Broken. Mas concentrémonos, de momento, en el asunto que nos ocupa. Porque, si no he perdido a la vez la mente y el olfato —sigue el noble, con la nariz arrugada y una agria expresión en la cara—, por aquí hay algún muerto, o tal vez muchos.
—Sí, señor. A juzgar por el hedor han de ser muchos —dice Kriksex—. Y sin embargo no encontrarás vísceras ni podredumbres que lo expliquen. Solo un origen de apariencia ordinaria, o incluso inocente.
Los intrusos tardan tan solo unos minutos en llegar al muro sudoriental de la ciudad, pero antes incluso de eso el asco que siente Lord Baster-kin aumenta.
—Por la gran santidad de Kafra. ¿Dices que no hay cadáveres en esta zona?
—En los últimos días han muerto unos cuantos ciudadanos —admite Kriksex—. Pero ellos nos son el origen, pues el sacerdote del distrito quemó sus cuerpos siguiendo todos los ritos y métodos adecuados, lo cual elimina sus restos como posible causa. La mayoría eran jóvenes, como otros que han muerto últimamente en el distrito. —Lord Baster-kin lanza una rápida mirada a Isadora; sabe que la fiebre del heno ataca antes a los jóvenes—. Ha sido una pena terrible y todo un desperdicio —continúa Kriksex—. Pero no, mi señor, lo que hueles es algo más inexplicable y, sin embargo, la causa parece bien simple: nada más que un pequeño riachuelo de agua.
Sin embargo, basta esa afirmación aparentemente inocente para que Baster-kin se detenga un momento.
—Pero en toda la ciudad no hay agua que circule por la superficie. Incluso los canalones que desaguan en las alcantarillas recogen el agua de la lluvia. Oxomontrot se encargó de eso para proteger a su gente de los males que puede traer el agua de origen desconocido.
—Precisamente por eso, mi señor —dice Isadora, plantada ya en el camino que circula en paralelo a la gigantesca muralla.
Un grupo de antorchas aparece como por ensalmo en algún lugar detrás de Baster-kin, llevadas por hombres de Kriksex, para iluminar tanto la muralla llena de muescas como el camino que discurre junto a ella; al volverse, Lord Baster-kin ve que a estas alturas todos los callejones y rincones, todas las ventanas y tejados que ofrecen alguna vista a lo que ocurre en este punto, están llenos de caras, cabezas y cuerpos de gente que debe de haber oído quiénes son los visitantes y se disputa el espacio a empujones. La escalofriante escena supone un atisbo de otro mundo, casi de la boca de Hel, para un hombre como Baster-kin, que no tiene ningún deseo de prolongarla más de lo necesario.
—¿Lady Arnem? —llama, con voz nerviosa. Al volverse se ha dado cuenta de que, al parecer, ha desaparecido—. ¡La señora…! ¡Linnet Kriksex! —exige el Lord Mercader.
Kriksex se presta de inmediato a ayudarlo.
—Mi señora ha avanzado por el muro y el arroyo, mi señor —informa el renqueante soldado, que aparece como si se materializara en la oscuridad y señala—: Hacia la misma área que le interesó en su primera visita, allá donde aparece el agua por primera vez.
Baster-kin asiente con una inclinación de cabeza y se apresura a llegar al lugar donde Lady Arnem se ha arrodillado. Allí, efectivamente, parece que brota un delicado hilillo de agua apestosa de la misma base de la gigantesca muralla; un hilillo que pronto crece y que, según los planes de Oxmontrot para la ciudad, debería haber sido interceptado y desaguado hacia el sistema de alcantarillado subterráneo mucho antes de llegar a este punto. Parece que circula unos cien o ciento cincuenta metros bien pegado a la muralla hasta que al fin desaparece tan repentina e inexplicablemente como aparece ahora, burbujeando, junto a ellos.
—¿Cómo puede ser? —pregunta Baster-kin, incrédulo.
—Eso me pregunto desde que me lo enseñaron —contesta Lady Arnem, provocando la admiración momentánea del lord, pues ciertamente él creía que sus fines para este viaje solo tenían que ver con su marido y con el servicio de su segundo hijo en la Casa de las Esposas de Kafra. Ahora, en cambio, parece que el patriotismo se cuenta entre sus motivos—. Y, sin embargo, su aparición no es lo más inquietante de este asunto.
—¿No, mi señora? —pregunta él, desconcertado.
—No, mi señor —responde ella, con un vaivén de cabeza—. Está lo de que viene y va, especialmente durante las lluvias. Y además está esto…
Abre la mano y la acerca a una antorcha.
El Lord Mercader ve diversos objetos que le resultan demasiado familiares. Mira hacia atrás para comprobar que siguen apelotonándose los rostros y los cuerpos y luego se sitúa entre Lady Arnem y los ciudadanos, con los codos abiertos para que su capa oculte la revelación.
Isadora se fija en ese gesto con satisfacción: está realmente preocupado, desde luego.
—¿Son…?
Baster-kin empieza la pregunta, pero no es capaz de terminarla. Isadora no sabría decir si es porque le inquieta la multitud o porque le preocupa lo que ella sostiene en la mano.
—Huesos —responde, en un intencionado susurro—. Sacados del lecho de este… De lo que sea, arroyo, manantial o algo nuevo por completo.
—Pero son tan pequeños… —dice Baster-kin con una inclinación de cabeza—. ¿De qué variedad de huesos se trata entonces, mi señora? ¿Has podido determinarlo? Algunos ni siquiera parecen humanos.
—Y no lo son.
—En cambio, otros parecen…
—Casi de un Bane, algunos —termina ella—. Pero no lo son.
—¿No?
—No. Proceden de los hijos de nuestra propia gente; son muy distintos de los huesos de los hombres y mujeres adultos de los Bane. Y luego están estos de aquí —continúa—. Unos cuantos que no son humanos: primero los de gatos silvestres pequeños, pero fuertes. Otra vez, no son panteras jóvenes, sino sus primos adultos, los gatos monteses de Davon. Y estos otros, en cambio, son simplemente los huesos más pequeños de unas panteras grandes.
—Felinos letales de Davon, en todos los casos —asiente Baster-kin—. ¿Y crees que todos vienen de esta acequia?
—Me consta —responde Isadora—. Porque si quieres encontrar más solo tienes que cavar más hondo. Cuanto más caves, de hecho, más encontrarás. Sin embargo, estas cosas ciertamente no se «originan» aquí, y el agua tampoco. Tenemos algunas opiniones de los vecinos acerca de su posible procedencia, pero son visiones opuestas y quienes las plantean están dispuestos a jurar que la suya es la correcta, sin duda con la esperanza de obtener algún pequeño favor en forma de vino, plata, comida, cualquier cosa, porque en muchos hogares hay bocas pequeñas que alimentar, tal como hemos visto ya en casa de la joven Berthe. Y sin embargo esos niños no van a durar demasiado en esas casas, porque sus padres, como el enfermo Emalrec, están muy predispuestos a venderlos y tienen grandes esperanzas de lograrlo.
—¿Venderlos? —repite Baster-kin, incrédulo en parte, aunque no olvida quién le habla y sabe bien que es fiable.
—Efectivamente, mi señor. Un grave crimen que se comete con regularidad.
Isadora echa a andar lentamente junto al lecho del extraño arroyo que ha investigado y va soltando los huesos que sostenía para sacar a continuación de la capa una pequeña pastilla de jabón y una bota pequeña de piel, llena de lo que parece agua limpia. Se la ofrece primero a Baster-kin.
—¿Mi señor? Lo recomiendo.
Baster-kin la mira al tiempo con una sonrisa y una mirada penetrante.
—Pareces preparada para esta eventualidad, Lady Arnem. Y agradezco el gesto, aunque no lo entiendo.
—Baste con decir que si mi maestra viviera aún y estuviese aquí con nosotros, insistiría en que debes hacerlo.
—Era inescrutable a veces, eso desde luego… Aunque nunca se equivocó, que yo supiera —afirma Baster-kin, echándose agua en el cuenco de las manos para frotárselas luego con la burda pastilla de jabón—. Pero todas estas cosas distintas, la fiebre del heno, el agua, esos huesos, la posibilidad de un sacrilegio tan serio como comprar y vender niños… ¿Qué tienen que ver entre sí?
—No he tenido tanto tiempo como quisiera para pensarlo desde que apareció esta prueba concreta —responde Isadora, al tiempo que echa a andar de nuevo hacia el sur. Tras llegar a un pedazo de sombra que ofrece cierta seguridad, se vuelve hacia el lord, con el rostro lleno de decisión—. Sin embargo, ya que lo preguntas: de momento lo único que puedo decir con certeza es que he visto algunas cosas con mis propios ojos y he oído suficientes historias para permitirme decir que esos niños de cuya desaparición hablamos no se convierten en esclavos, ni salen de la ciudad.
Intenta clavar la mirada en los ojos de Baster-kin, recuerda que este hombre fue un niño en otro tiempo y que ella conoció bien sus debilidades, y alimenta la esperanza de que esas debilidades no hayan cambiado.
Gisa enseñó a Isadora a ser rigurosa en el ejercicio de la mente, a no dedicarse nunca a especular o apostar, pero… ¿cómo podía formarse una opinión pensada cuando uno tenía tan solo hechos incompletos? El método no existía: en algún momento, inevitablemente, toda alma viviente se veía obligada a apostar. Su marido se lo había enseñado con su ejemplo una y otra vez en sus éxitos en el campo de batalla. También había visto a Gisa correr ciertos riesgos, aunque la bruja lo hubiera negado, sobre todo en ocasiones en que la vida estaba en juego.
Con ese último pensamiento en mente, Isadora Arnem mira ahora hacia el norte y respira hondo.
—La dirección del arroyo parece indicar que se origina en algún lugar del norte. Eso es lo que más me preocupa.
Baster-kin se vuelve también hacia el norte; entonces, unos instantes después, su rostro empalidece.
—Lady Arnem, la mera sugerencia de algo así es una herejía… Es imposible que se te ocurra que esta enfermedad pueda originarse dentro de la Ciudad Interior. ¿Por qué no va a nacer en las alcantarillas?
—Circula por encima de las alcantarillas, mi señor. Además —pregunta en voz baja—, ¿hubo o no hubo hace poco un intento de acabar con la vida del Dios-Rey? ¿Uno que implicaba el envenenamiento de cierto pozo justo al límite de la Ciudad Interior? ¿Y no es acaso el Lago de la Luna Moribunda la única fuente de agua disponible en esa dirección?
Al principio, el rostro de Baster-kin no se llena de rabia, sino de sorpresa, reemplazada luego por la preocupación.
—Lady Arnem, debo advertirte: hay muy pocas personas que conozcan los detalles de ese asunto. Pero como parece que te cuentas entre ellas… te aseguro una cosa: la plaga puede deberse tanto a la brujería como a los caminos más ordinarios que suelen usar las enfermedades. Y los hombres de mi Guardia que murieron por ese envenenamiento brujeril tenían síntomas mucho más horribles que los clásicos de la fiebre del heno que mostraba el seksent de esa casa.
—Perdón, mi señor —dice Isadora—, pero, entre otras muchas incertezas, no sabemos todavía qué clase de síntomas acabará mostrando ese hombre.
—Tú crees… —Baster-kin está más sorprendido todavía—. ¿Crees que los dos pueden ser víctimas del mismo ataque?
—Tú capturaste a uno de los asesinos Bane —dice Isadora, sosteniendo la mirada a Baster-kin—. Y lo torturaste durante días y días. Deberías tener más idea de la medida del peligro que yo… Según qué medios tengan, puede que hayan soltado una verdadera plaga, en vez de un simple veneno. Y luego hay otros factores a tener en cuenta en función de esa explicación.
—¿Como por ejemplo?
Tal como Isadora esperaba, una dureza repentina se instala al fin en los rasgos del lord, pero ella sigue presionando:
—Como por ejemplo… —Isadora toma aire—, para empezar, el hecho de que muchas madres de este distrito con las que he hablado, incluida la joven Berthe de ahí dentro, han visto cómo uno o dos de sus hijos acababan vendidos a los sacerdotes y a las sacerdotisas del Distrito Primero, acompañados por esas criaturas que actúan en tu nombre y bajo tu patrocinio: la Guardia de Lord Baster-kin. Ciertamente, se trata de un comercio tan lucrativo que algunos hombres particularmente inútiles, como Emalrec, ese hombre al que acabas de ver en la cama dentro de su casa, han empezado a depender de los nacimientos y la venta de esos niños como sustituto de un trabajo honesto. Y ahora, quizá por sus pecados, los visita la fiebre del heno. Extraño, ¿no?
Isadora intenta mantener la compostura mientras los rasgos del lord se vuelven cada vez más duros y oscuros.
—Lady Arnem, suponiendo que eso fuera cierto, tú y yo no podemos pretender entender los mecanismos de la Ciudad Interior, de la familia real y sagrada, ni de sus sacerdotes y sacerdotisas. Sabes que eso es verdad. —Se acerca más a ella—. Y sin embargo finges que todo eso te desconcierta. Pero conoces las respuestas, ¿verdad?, el secreto de esa agua, del envenenamiento, la fiebre del heno y la plaga, de la relación que todo eso tiene con esas personas reales y sagradas.
—Sí, mi señor. Creo que he decidido todas esas respuestas. Puedes imaginar algunas, pero otras te sorprenderían. Y todas provocarían gran inquietud en este distrito, y tal vez en toda la ciudad, si llegaran a conocerse. Porque la Ciudad Interior no puede contener ni alimentar a todos los niños que se llevan, por no hablar de las fieras salvajes que se dice que han capturado. Y la enfermedad no aparece simplemente por acción de ningún dios. La plaga, ya sea su origen venenoso u ordinario, se ha desparramado por la ciudad y amenaza a todos los ciudadanos. Este distrito no es la causa; es la víctima.
Baster-kin se aleja ahora un paso de Isadora.
—Y sin embargo tú… tú, con todo lo que sabes, no lo has dado a conocer. Ni siquiera en este distrito, ¿verdad?
Isadora respira hondo.
—No. Todavía no.
—Y, de hecho, vas a guardar silencio —añade Baster-kin, con una sacudida de cabeza—. Por un precio.
—Sí —confirma finalmente Isadora—. Un precio. Puede que sea demasiado alto para los gobernantes de este reino y sin duda no bastará tu poder para garantizarlo. Pero sí puedes transmitir el mensaje: porque querré una confirmación, por escrito y con el sello real y sagrado, de que ni mis hijos ni ningún otro niño será requerido, en el futuro, para el servicio real y sagrado, salvo aquellos que quieran ir por su propia voluntad. Sin pagos a sus padres y sin ser escoltados por los Guardias que recorren las calles en tu nombre.
Baster-kin mueve la cabeza lentamente de un lado a otro. Es la pura imagen de un hombre cuyo más preciado sueño acaba de desmoronarse, aunque no de un modo que lo tome enteramente por sorpresa.
—¿Y la plaga? —pregunta en tono tranquilo.
—Si me traes lo que pido y los constructores de la ciudad hacen lo que les diga, puedo controlar la plaga aquí; y luego, con el tiempo, morirá en su origen, dondequiera que esté el mismo.
—Pero tú sabes muy bien dónde está —dice Baster-kin.
—Ah, ¿sí? Tal vez. —Al continuar, Isadora recupera el atrevimiento—. Hay una cosa clara: pese a la teatral tortura de ese Bane, tú no estás seguro. Pero yo no hablaré de ello: si los sacerdotes hacen lo que digo, no será necesario.
—¿Y si no lo hacen?
—Si no lo hacen, mi señor… —Isadora levanta un brazo y señala toda la ciudad—. Dentro de estos muros hay fuerzas que siempre han carecido de la dirección y el liderazgo necesarios para llevar sus apuros a oídos del poder. Y tienen esa capacidad. Entre los poderosos del reino, alguien puede haber pensado que por medio de esta plaga se libraba de esa capacidad; en realidad, lo único que han hecho es darle mayor fuerza…
{x:}
Lord Baster-kin se mantiene firme ante esta amenaza confiada: una amenaza, un modo de comportarse que nunca había visto en Isadora Arnem. Por supuesto, esa zona particular de su mente que siempre ha estado preparada para recibir amenazas de cualquier enemigo le había avisado de que esta noche podría ocurrir. Así que no se siente en peligro mientras admira por un instante la fuerza de Isadora, pues cree que no hay razón para temer sus exigencias y advertencias; ya ha calculado su respuesta y ahora la elabora con afirmaciones que quizá resulten todavía más sorprendentes que las de ella.
—¿Estás segura, Lady Arnem, de que estos hombres —pregunta, señalando las calles que los rodean— pueden tener la esperanza de defender este distrito contra mi Guardia, sean cuales fueren los defectos de esa organización?
—No he dicho eso —responde Isadora—. Pero he enviado algunos mensajeros a mi marido para advertirle del estado de las cosas en esta ciudad y cuando regrese junto a nosotros no solo los Garras, sino todo el ejército de Broken, a cuyo mando lo has puesto tú mismo, será más que suficiente para rescatar el destino del Distrito Quinto.
—Podría serlo —concede el Lord Mercader—. Será una mala suerte, entonces, que para cuando él regrese ya no exista el Distrito Quinto, al menos en su forma presente, y que sus habitantes hayan huido de la ciudad o estén muertos. —Baster-kin se quita los guantes a tirones, con engañosa despreocupación—. Eso, por supuesto, suponiendo que tu marido llegue a regresar de las montañas.
El rostro de Isadora se vuelve desesperadamente pálido, pues ha sabido toda la vida que este hombre no pronuncia ninguna amenaza en vano.
—¿Si llega a regresar…? —repite, sin darse tiempo a escoger con más cuidado sus palabras—. ¿Acaso mi señor se ha enterado de alguna desgracia que haya acontecido a los Garras en el campo de batalla?
—Tal vez sí —responde Baster-kin, acercándose más a ella al percibir que su estrategia está funcionando—. Pero, antes, ten esto en cuenta: sin tu marido, que hasta donde sabemos podría ya estar muerto, los Garras no actuarán contra el Dios-Rey y su ciudad; y sin los Garras, el ejército regular no hará nada por intervenir contra la destrucción de ninguna parte de su patria. Entonces, a falta de esa intervención, limpiaremos a fuego el Distrito Quinto y lo reharemos como corresponde al hogar de los ciudadanos de Broken verdaderamente leales, ciudadanos dispuestos a entregar su devoción al Dios-Rey de todo corazón.
Una incertidumbre repentina consume a Isadora durante un largo instante, pero luego casi consigue forzar el retorno de la confianza, tal como su antigua maestra, Gisa, le hubiera exhortado a hacer.
—Mi señor, ya conoces la naturaleza de la plaga. Tanto si procede de un dios como del veneno de un hombre, si viene de los Bane o de la propia montaña, pues nadie sabe si con el paso de los años pueden haber aparecido otras grietas en la cumbre de piedra, la pestilencia puede y debe extenderse si solo se la trata con ignorancia y superstición, como ocurrirá si de ello se encargan tan solo los curanderos de Kafra.
—Porque todos los demás sanadores, en particular los del Distrito Quinto, están comprometidos contigo de una u otra manera —responde Baster-kin—. No hay razón para negarlo, Lady Arnem; mis investigaciones lo han demostrado a lo largo de estas últimas semanas. Pero no tienes por qué preocuparte. —Ante la expresión de silenciosa consternación de Isadora, el Lord Mercader da unos pasos adelante, encantado, le toma una mano y la apoya sobre las suyas—. Ni tú ni tus hijos tenéis que temer peligro alguno. Os sacaré personalmente del distrito y os ofreceré refugio en el kastelgerd Baster-kin. A medida que pase el tiempo, el recuerdo de este lugar, como el de tu marido, o el recuerdo que tus hijos conserven de su padre, se irá desvaneciendo y podréis concebir un futuro nuevo, un futuro desprovisto de la mugre, la pobreza y todas las demás carencias de este lugar.
Isadora asiente con un lento movimiento de cabeza.
—Un futuro muy parecido al que tú imaginaste para nosotros hace mucho tiempo, cuando te cuidé de tu megrem en la cabaña de tu familia, en la falda de la montaña; pero ahora ya no vive tu padre para oponerse a esa estratagema, ni Radelfer tiene el poder necesario para impedirlo.
—No creas que soy tan completamente egoísta, mi señora —responde Baster-kin. Hay una nota de autenticidad en su voz que ni siquiera Isadora puede negar. Apoya su segunda mano sobre la que ella tiene descansando en la primera—. Ya sé cómo viaja la información entre las comunidades de sanadores en esta ciudad; sé que debes de ser consciente de los… de los defectos de mis hijos, y del origen de los mismos. No lo niegues, te lo ruego. Pero ni a ti ni a mí se nos ha pasado la edad de tener hijos. Hijos que podrían tomar el apellido Baster-kin y llevarlo a otra generación en la que podrían asegurar la continuación de la grandeza de mi clan asumiendo el liderazgo de esta ciudad y esta nación.
Isadora menea lentamente la cabeza y al fin susurra:
—Estás loco, mi señor.
Baster-kin se limita, extraordinariamente, a sonreír.
—Sí. Ya me esperaba esa respuesta por tu parte, al principio. Pero cuando los fuegos empiecen a resplandecer en el distrito, y cuando llegue a tus oídos que una enfermedad se extiende entre los Garras y los habitantes de estos barrios empiecen a morir o huir… ¿seguiré pareciéndote tan loco entonces? Cuando la seguridad de tus hijos corra un terrible peligro y solo tengas una manera de salvarlos… ¿tan lunático te parecerá entonces este plan?
Isadora retira instintivamente la mano de un tirón repentino y mira al hombre que, según acaba de percibir de pronto, conserva todavía mucho del niño al que en una ocasión trató de una enfermedad incapacitante y enloquecedora; se echa a temblar al darse cuenta no de que su mente podría estar afectada, sino de que su poder y su extraña lógica podrían otorgarle una razón aterradora.
—Toda tu hipótesis parte de dos premisas que das por hechas, mi señor —dice, aunque no con tanta arrogancia como quisiera—. Primero, que mi marido, efectivamente, morirá.
—O tal vez ya haya muerto —responde Baster-kin.
—Y segundo —continúa, con un estremecimiento tan profundo que se percibe en todo su cuerpo, para satisfacción del Lord Mercader—, que la enfermedad que se manifiesta en el arroyo de agua extrañamente recurrente de la base del muro sudoccidental desaparecerá simple y repentinamente.
—Y así será —responde con confianza Baster-kin—. Porque tú misma me has dicho que conoces el secreto para hacerlo desaparecer. Y harás que se desvanezca. Lo harás, quiero decir, si deseas que tus hijos y tú misma podáis escapar del infierno que pronto envolverá a este distrito.
Con un nuevo estremecimiento, Isadora se da cuenta de que, al menos de momento, su inteligencia ha sido vencida y Rendulic Baster-kin ha conseguido al fin obtener el dominio que tanto anhelaba en su juventud.
—No puedes intentar responder a ninguna de estas propuestas o ideas ahora mismo, mi señora —dice Baster-kin, al tiempo que se da media vuelta para hacer una señal a un Radelfer consumido por la curiosidad y ordenarle que haga llegar la litera en que se han trasladado hasta el lugar donde ahora se encuentran—. Por tanto, espera. Al parecer los dos hemos echado a rodar nuestros dados en jugadas de extraordinarios riesgos. Solo los resultados que se produzcan en los próximos días, o incluso semanas, van a permitirnos, a ti particularmente, tomar decisiones sinceras. Con eso en mente… —Mientras los portadores y su senescal se apresuran a llegar a su lado, Baster-kin percibe un nuevo y más fuerte elemento de duda que va reptando por los rasgos de Isadora—. Efectivamente, esperaremos. —Rendulic aparta las cortinas de su litera y sonríe de una manera que Isadora no le había visto desde la juventud—. Pero mientras esperas piensa en esto: tu marido es un gran soldado y quizás estuviera destinado a morir un día en el campo de batalla, en campaña contra los enemigos Bane. Si se hubiera producido ya esa muerte, o estuviera a punto de producirse, ¿de verdad habrías querido, o querrías ahora, que tus hijos perecieran también, sumidos en un cambio inevitable y necesario para esta ciudad? ¿Tu lealtad a la miseria en que pasaste tu infancia es realmente tan extrema como para permitirlo? Te dejo con esas preguntas, mi señora, y con una rápida demostración, que no tardará en llegar, del gran compromiso del Dios-Rey no solo con el cambio absoluto del Bosque de Davon, sino también con la reestructuración del Distrito Quinto. Te doy las gracias por guiarme y por tu explicación de lo que, no me cabe duda, es la causa de las muertes que se están produciendo dentro de los muros de la ciudad. —Se vuelve hacia su senescal, que esperaba que a estas alturas su señor estuviera superado por la frustración, y no dominado por esta extraña calma, o incluso sereno—. Nos vamos —declara Baster-kin—. Y Radelfer se mantendrá en contacto contigo, mi señora, por si necesitaras algo durante los días venideros… Aunque ese contacto se iniciará, claro está, por medio de las murallas de la ciudad.
—¿Las murallas de la ciudad? —pregunta Isadora, cada vez más confundida.
—Bien pronto quedará claro lo que quiero decir —responde el Lord Mercader—. Buenas noches, mi señora.
Entonces, Baster-kin desaparece en el interior de su parihuela y deja a Isadora sin nada de la desafiante —ahora parece que ingenuamente desafiante— satisfacción que ella pensaba recibir tras las afirmaciones con que se ha presentado a quien en otro tiempo fuera su paciente.
Radelfer se vuelve brevemente hacia Isadora, tan confundido como ella al no encontrar en su cara la expresión de tranquila victoria que esperaba. Aunque no puede decirlo en voz alta por estar demasiado cerca su señorial amo, Radelfer quisiera preguntarle a qué se debe eso; por qué sus rasgos no reflejan la misma expresión que él ha percibido en Kriksex, la promesa silenciosa de que «cuando volvamos a vernos estaremos ambos en el mismo lado de la tormenta que se alce…».
Dado el extraño aspecto de la cara de Lady Arnem, cuando Radelfer se da media vuelta y ve que Kriksex le dedica un último y distante saludo de camaradería, el senescal, sospechando que se está produciendo una de esas manipulaciones taimadas en las que, como bien sabe, Rendulic Baster-kin es un maestro, solo puede devolver el gesto a medias. Luego se pone de repente a ladrar bruscas órdenes a sus guardias privados, que avanzan a media carrera para llevar a su señor a salvo, lejos de la mugre del Distrito Quinto. Sin embargo, el senescal no corre tanto como para no darse cuenta de que los hombres de Kriksex mantienen las espadas a mano mientras pasa el grupo del Lord Mercader; reina ya la sospecha —de hecho, ha aumentado— entre los dos grupos de veteranos, aunque nadie puede decir por qué.
—Entonces, mi señor —murmura Radelfer en voz baja, ensayando una jugada propia—, ¿Lady Isadora ha cumplido con tus expectativas?
—Todavía no —le llega la respuesta de Baster-kin, sorprendentemente amistosa—. Pero le falta poco.
—Ah, ¿sí, mi señor? —contesta enseguida Radelfer—. ¿Poco para abandonar tanto el distrito en que nació como al padre de sus hijos?
—Ya entiendo que debe de parecerte imposible, Radelfer —dice el lord—. Pero hay un hecho que la vida nunca te ha enseñado: pon cualquier obstáculo entre una madre y la seguridad de sus hijos y siempre contarás con una ventaja, incluso si ese obstáculo es el destino del propio marido. —Mira brevemente hacia fuera, entre las cortinas de la litera—. ¿Estamos saliendo del muro del distrito por el principio del Camino de la Vergüenza como antes?
—Sí, señor —dice Radelfer, no tan perplejo, de pronto, como confundido.
—¿Y todos los elementos que he pedido están en sus lugares?
—Las patrullas y sus líderes están preparadas, junto con los destacamentos de tu Guardia para supervisar su labor; doy por hecho que esta tendrá lugar en el Quinto…
—Ya sé lo que das por hecho, Radelfer. Pero ahora sabrás tú mis órdenes: que cierren y sellen la puerta.
—¿Mi señor? No entiendo…
—Ni falta que hace, senescal. Por mi parte, he de ir al Alto Templo ahora mismo y asegurar al Gran Layzin que lo que habíamos planeado ya empieza a tomar forma.
Baster-kin suspira hondo: de cansancio, con toda seguridad, pero en mayor medida todavía de satisfacción.
Al pie del muro del sudoeste, mientras tanto, en cuanto desaparece la litera de Baster-kin, Isadora siente que le flaquean las piernas. Procedente de algún lugar del callejón, aparece su hijo mayor con toda rapidez para ayudarla.
—¡Madre! —exclama—. ¿Te encuentras mal?
En vez de responder, su madre se toma al principio unos momentos en silencio para controlar el ritmo de su respiración, sabedora de que si se le acelera tanto como el pulso es probable que se desmaye. En ese estado la encuentra Kriksex cuando se acerca a la madre y el hijo; también su rostro se llena de preocupación.
—¡Lady Arnem! —exclama, esforzándose por avanzar tan rápido como puede con la muleta—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Parecía que todo iba como habías planeado!
—Eso es, Kriksex, lo parecía. —Isadora jadea—. Pero he tenido ocasión de percibir el alma de ese hombre y la despedida ha sido demasiado abrupta y su partida demasiado rápida y decidida… No, no ha terminado con nosotros todavía esta noche…
La mujer llamada Berthe, tras observar la aflicción de la señora, se ha apresurado a traer una silla pequeña y gastada desde la casa cercana de una amiga.
—¡Mi señora! —exclama mientras sale trastabillando del portal de la casa con el mueble en las manos.
La joven demuestra también tener la compostura suficiente para mandar de inmediato a su hija mayor con una jarra a los pozos del principio del Camino de la Vergüenza, donde encontrará agua limpia para la valiente mujer que parece haber traído el principio de la dignidad al Distrito Quinto.
Mientras Lady Arnem espera la llegada de ese alivio, Kriksex permanece a su lado, pues ha supuesto que las negociaciones con Lord Baster-kin serían largas y ha sacado un burdo mapa en el que tiene señalado cómo piensa desplegar el cuerpo principal de sus veteranos durante el intervalo que se avecina. Dagobert, al otro lado de su madre, mira hacia el trozo de pergamino, mientras los demás hombres que cuidaban al grupo de Lady Arnem sostienen las antorchas en lo alto, en un semicírculo, para iluminar el estudio y la subsiguiente discusión que se produce…
Y entonces una voz de niña hace añicos el momento que parecía ofrecer algo de esperanza, para todos menos para Isadora: es la hija de Berthe, que grita asustada…
La niña se acerca por el callejón, seguida extrañamente por los guardias bulger, Bohemer y Jerej, en cuyas expresiones no falta el mismo horror que llena la cara de la muchacha; y cuando los tres se acercan al grupo que sigue al pie de la muralla, las palabras de la niña se distinguen ya con claridad, aunque parecen carecer de sentido:
—¡Madre! —grita—. ¡Hay hombres en la muralla! ¡La están cerrando! ¡Nos quedaremos encerrados!
Llorando y derramando el agua de la jarra que tan noblemente ha ido a llenar, la chica se lanza en brazos de su madre y pasa la poca agua que queda a Dagobert.
—Es verdad, mi señora —dice Jerej mientras recupera el aliento—. Los albañiles están tapiando a toda velocidad con las piedras que les van pasando, protegidos en todo momento por la Guardia del Lord Mercader.
—El buen Lord Baster-kin —añade Bohemer, con amargo sarcasmo en la voz—. Debía de tener a todos los albañiles de la ciudad reunidos incluso mientras nos distraíamos aquí con él.
Dagobert mira a su madre asustado.
—¿Madre…?
Pero su madre ya murmura una respuesta.
—Así que se refería a esto… «Por medio de las murallas de la ciudad». —Luego, como nunca permite que un momento de crisis la deje demasiado tiempo aturdida, Isadora alza la mirada con los rasgos llenos de ánimo—. Pero esto no cambia nada. Hay que tratarlo como una señal de que hemos conseguido golpear cerca del corazón de todos los que han cometido las distintas atrocidades que han afectado a este distrito.
Tras hacer todo lo posible por animar a quienes la rodean, Isadora da unos pocos pasos sola, respetada por sus camaradas, que se dan cuenta de que está exhausta. Mira una vez más hacia el muro de la ciudad y susurra.
—Perdóname, Sixt. Pero los que nos hemos quedado en casa hemos de llevar este asunto hasta el final. Del mismo modo que tú, amado esposo, has de sortear con seguridad los peligros que pueblan tu campaña.
Está a punto de emitir nuevas órdenes en voz alta a quienes permanecen a su lado, pero un sonido aún más alarmante que los gritos de la hija de Berthe resuena por las calles: es el pisoteo firme de las botas de suela de cuero contra el granito del camino que corona los muros, seguido por las voces de los soldados que gritan órdenes a sus hombres. Isadora y los demás se apartan del muro y miran hacia arriba, mientras que los que sostienen las antorchas se separan para que la luz trace un arco elevado y más amplio.
Allí están. Esta vez no son de la Guardia del Lord Mercader, sino soldados del ejército regular, con sus capas de azul intenso, y sus números forman una línea casi continua encima del muro. Además (y para mayor pánico de los vecinos de abajo) van cargados con los arcos regulares de Broken. Al poco empieza a alzarse un lamento casi ritual de muchos hombres y mujeres de las calles y casas de abajo, aunque no de los niños del barrio, que corren a refugiarse en brazos de los veteranos, ancianos y estoicos, más que de sus padres, casi consumidos por el pánico, y que se esfuerzan por adoptar, en la medida en que sus corazones se lo permiten, la misma actitud desapasionada que los ancianos.
—¡Eh! ¡Los de arriba! —llama Isadora a los soldados, con verdadera autoridad y eficacia—. Me atrevería a decir que sabéis quién soy.
—Sí, señora —dice un sentek particularmente gordo y barbudo, que no necesita gritar para hacerse oír. Tiene la cara bien iluminada por las antorchas que llevan los suyos e Isadora lo encuentra vagamente familiar—. Eres la esposa del sentek o, mejor, yantek Arnem, nuestro nuevo comandante.
—Y tú eres el sentek…
—Gerfrehd[232] —responde el hombre—. Aunque entiendo que no te resulte familiar porque, como indica mi capa, pertenezco al ejército regular. Pero no te preocupes: sé bien quién eres, mi señora.
—Bien —responde Isadora—. Aunque no espero que incumpláis órdenes que sin duda tendrán el sello del Gran Layzin, sí creo que me debéis, como esposa de vuestro comandante, una explicación de la tarea que os han encomendado.
—Ciertamente, Lady Arnem —responde el sentek Gerfrehd—. Nos han hablado de una insurrección en el Distrito Quinto, pero no hemos venido con la intención de involucrarnos en ninguna acción precipitada.
—Espero que no —responde Isadora—. Porque esa «insurrección», como verás por tus propios ojos, es sobre todo cosa de niños.
—Eso ya lo he observado —contesta el hombre, con una inclinación de cabeza—. Y así se lo haré saber a los demás comandantes de todas nuestras legiones regulares, que, igual que yo, sin duda, querrán saber más acerca de por qué nos han mandado aquí.
—¿Y cuáles son tus órdenes inmediatas? —insiste Isadora.
—Son bastante simples: los ciudadanos del distrito pueden abandonar la ciudad por la Puerta Sur, pero nadie podrá entrar por ella. Ni interferir con las obras de finalización del muro en el principio del llamado Camino de la Vergüenza.
—Date cuenta —replica Isadora— de que tus actos pueden ser entendidos como propios de un enemigo, Gerfrehd, no de un conciudadano.
El sentek tarda en contestar y al fin lo hace con una sonrisa más bien inescrutable.
—Soy consciente de ello, mi señora. Tanto como de que los vuestros pueden entenderse como actos propios de súbditos rebeldes, no de ciudadanos leales.
Pero para Isadora, tras toda una vida de vivir rodeada de soldados, no supone ninguna dificultad entender esa sonrisa: extiende una mano para señalar a los niños que rodean a sus ancianos veteranos, en lo más parecido posible a una posición de firmes.
—Bueno, sentek, te lo vuelvo a decir: aquí están tus «súbditos rebeldes». Someterlos no te deparará mucha gloria.
Entonces el sentek Gerfrehd casi parece soltar una risilla suave antes de responder:
—No, mi señora. No más que la gloria que se pueda obtener luchando junto a la Guardia Personal del Lord Mercader.
—¿Y entonces? —pregunta Isadora.
El atrevimiento de hablar así a un sentek del ejército regular ha provocado que muchos de los aterrados adultos que la rodean se avergüencen de tener miedo y empiecen a avanzar para rodearla y plantarse junto a los niños.
—Y entonces esperaremos, mi señora —dice el sentek Gerfrehd—. Porque nuestras órdenes, como sabemos, proceden del Dios-Rey, el gran Layzin y tu marido, en ese orden. Los mercaderes tienen autoridad sobre nosotros.
Isadora mueve una sola vez para asentir con gesto aprobatorio.
—Entonces también nosotros esperaremos, sentek —dice—. A ver qué nos obligan a hacer tus superiores.
—En ese caso, parece que esperamos la misma cosa, mi señora —responde Gerfrehd.
—Así es —confirma Isadora.
Luego se despide con una inclinación de cabeza y se aparta del muro, apoyándose sutilmente en Dagobert y ofreciendo a quienes la rodean tanto ánimo como puede.
Sin embargo, ese esfuerzo queda mitigado por una pregunta que se niega a abandonar su mente mientras camina de regreso a casa, pese a que no puede decírselo en voz alta a los ciudadanos que la rodean; sin embargo, al mirar por encima de ellos, incluso por encima de los soldados del muro, y más adelante, desde la seguridad de su dormitorio en el segundo piso hacia el límite del Bosque de Davon a medida que se vaya haciendo visible en la lejanía, murmura:
—¿Y qué ordenes o señales entenderás tú, mi esposo, como portadoras de la evidencia de que las cosas están lejos de andar bien en casa y tienes que regresar para arreglarlas?
{xi:}
Poco después de ordenar que los albañiles de la ciudad trabajen toda la noche para terminar el trabajo de sellar el Distrito Quinto y aislarlo del resto de Broken tapiando la entrada del principio del Camino de la Vergüenza, Lord Baster-kin manda que se lleven su parihuela al kastelgerd, mientras que él y Radelfer viajan humildemente a pie hasta el Alto Templo. Radelfer espera fuera cuando el lord entra en la Sacristía, pues es allí donde Baster-kin debe informar al Gran Layzin de los acontecimientos más recientes a propósito de lo que, de hecho, son planes compartidos por él y el Layzin para el condenado Distrito Quinto: planes que representan la segunda parte de una estrategia planificada hace tiempo para reafirmar y asegurar la fuerza del reino de Broken durante los años venideros. (El Layzin no tiene idea de las intenciones privadas de Baster-kin al respecto de Isadora Arnem, que el Lord Mercader considera tan importantes para la salud del estado como la destrucción de los Bane y del Distrito Quinto).
La información que el Lord Mercader lleva al Layzin es estimulante: la perspectiva de sitiar el Quinto ha provocado en su Guardia un entusiasmo inesperado, o incluso una disciplina, particularmente ahora que el ejército regular está desorganizado, con su comandante y sus tropas de élite fuera de la ciudad y sin órdenes de Sixt Arnem que puedan interferir con las estratagemas de Baster-kin. El entusiasmo de los guardias se ha reforzado cuando el Lord Mercader, antes de abandonar la puerta del Distrito Quinto hacia el Alto Templo, ha entregado un documento escrito que daba sanción real a la orden de sellar el muro y al consiguiente asedio del Distrito Quinto, encarnada en el sello personal del Dios-Rey. Y ahora que controla de modo eficaz toda la correspondencia oficial que entra y sale de la ciudad (incluida, y especialmente, la de Isadora Arnem), Baster-kin cree que los comandantes de los khotors del ejército regular que permanecen en la ciudad no recibirán ningúna orden futura que contradiga este raro y extraordinario edicto real; por lo tanto, no tendrán más opción que apoyar obedientemente (aunque en algunos casos pueda ser con escaso entusiasmo) los proyectos de la Guardia del Lord Mercader. En las provincias orientales, mientras tanto, los Garras se verán debilitados primero y destruidos después por la enfermedad que desciende por la montaña de Broken y se dirige hacia el Meloderna, sirviéndose primero del Arroyo de Killen y luego del Zarpa de Gato; Baster-kin cree haber coaccionado a Isadora Arnem, usando como arma la vida de sus hijos, para que trabaje con los ingenieros kafránicos para erradicar esa enfermedad del interior de la ciudad, eliminándola así de todo el reino (aunque dicha erradicación ocurrirá, trágicamente, demasiado tarde para cambiar el destino de los Garras y de su comandante).
Así, para quien oiga el relato de Baster-kin, la tarde ha transcurrido llena de sucesos que ofrecen esperanzas para el reino, su rector y su fe, así como para el clan de su familia, aunque el Lord Mercader debe mantener todavía en privado este fragmento de noticias triunfales. Sin embargo no hace falta expresar abiertamente ese triunfo: el Lord Mercader tiene tanto entusiasmo que dar al Gran Layzin cuando se planta ante su tarima en la Sacristía y le explica con detalle lo que significa la conmoción que se está produciendo en la ciudad para el séquito real, así como para sus más eminentes ciudadanos, que enseguida adopta un aspecto casi heroico, aunque siente que debe atemperarlo.
—Yo tenía la esperanza, Eminencia —dice en última instancia Baster-kin, con un falso lamento—, de que si transmitía a Lady Arnem un recuento honesto de cómo se había producido la pestilencia que tanto ella como nosotros habíamos descubierto en el Distrito Quinto, así como en emplazamientos tan lejos por el este como Daurawah, una enfermedad que sigue pareciendo, casi con toda certeza, obra de los Bane, ella urgiría a su marido a regresar a casa para organizar una fuerza defensiva que ocupara el lugar de la condenada Novena Legión del sentek Gledgesa, tanto como para supervisar la limpieza a fuego de la porción de ciudad de la familia Arnem. Y, sin embargo, es tan fuerte su extraño vínculo con ese distrito, así como su recargada obsesión con que los sacerdotes de Kafra se dedican a comprar niños, o simplemente a secuestrarlos, que Isadora pone la seguridad de sus residentes, pues en verdad no se los puede llamar «ciudadanos», por encima de cualquier preocupación por su marido. Para ser francos, creo que ella se ha acostumbrado a tener una situación de poder en el distrito y no lo va a entregar hasta que alguien le recuerde con toda brusquedad lo mucho que les debe al Dios-Rey y a Broken. En resumen, se la podrá recuperar para la vida útil, Eminencia, estoy seguro de ello, pero antes ha de recibir una lección de humildad.
—¿Y tú estás dispuesto a emprender la tarea de llevarla a la fuerza al camino de la obiencia y la fe, mi señor? —dice el Layzin, mientras se quita el broche que le sujeta el cabello dorado junto a la nuca—. El Dios-Rey no te lo exigiría, pues ya has hecho un esfuerzo inagotable para detener las olas de infortunio que caían sobre nuestro pueblo.
—Contaba con esa generosidad real y divina, Eminencia —responde Baster-kin, esforzándose mucho para que no resulten demasiado evidentes sus ganas de «dar una lección de humildad» a Isadora Arnem—. Sin embargo, esa mujer es demasiado importante en nuestro proyecto y posee demasiados talentos y fortalezas para permitirnos darle cualquier tratamiento que no sea suficientemente cuidadoso. Lo sé por la experiencia que yo mismo tuve con ella en la juventud. Por eso me encargaré personalmente. En el caso de los Garras, de todos modos… —Baster-kin abre los brazos en aparente desesperación mientras acumula un engaño tras otro— su loable esfuerzo por continuar la campaña de destrucción de los Bane pese a mis últimos mensajes al yantek Arnem para advertirle de los nuevos peligros que les esperan, mensajes a los que no ha respondido todavía, confirma la trágica paradoja de que esos hombres estén condenados por su propio celo. Morirán pronto, si no han muerto ya. Así, creo que hemos de buscar entre nuestros comandantes en la ciudad para preparar una nueva fuerza para el este y seguir adelante con nuestros planes para poderlos premiar, tanto a ellos como a cualquier oficial de mi Guardia que pueda distinguirse en las acciones por venir, con nuevos kastelgerde, o casas más pequeñas, dentro del Distrito Quinto una vez reconstruido.
El Layzin se pasa una mano por la melena suelta.
—Parece que no hay ningún problema al que no hayas dedicado tu considerable energía, mi señor.
Durante un momento, al darse cuenta de que podría conseguir todo aquello para lo que lleva tanto tiempo tramando, Baster-kin siente en el corazón una pasión que llevaba muchos años sin experimentar. Sin embargo, sabe que por el bien de esas mismas tramas debe controlar la alegría.
—Es lo mínimo, Eminencia —dice con voz tranquila—, teniendo en cuenta cómo nuestro Dios-Rey y sus antepasados han favorecido siempre al clan Baster-kin.
—Puede ser —responde el Gran Layzin.
Por la suavidad de su respuesta parece que tenga el pensamiento ocupado en algún asunto oscuro. Por un instante Baster-kin teme que esa distracción revele alguna duda, tal vez incluso la comprensión de sus planes ocultos respecto a Isadora Arnem. Pero la siguiente afirmación del Layzin termina con esos miedos.
—Por encima de todo debemos asegurarnos de interceptar cualquier intento de comunicación entre el buen yantek Arnem y su esposa, pues la suya es la única sociedad que podría obtener auténtico seguimiento popular en la ciudad y en todo el reino.
Baster-kin responde con una sonrisa apenas perceptible; lo que tomaba por escepticismo era de hecho una aprobación tácita por parte del Layzin, pues de ningún modo podría pedirle una orden más concurrente con sus propias estratagemas.
—No te preocupes por eso, Eminencia —le dice—. Mis agentes interrumpen toda la correspondencia que cruza las puertas de la ciudad; nuestro control de todos los aspectos de la vida dentro de Broken es tan completo como podríamos desear.
Tras estas palabras, Baster-kin percibe la aparición repentina de una Esposa de Kafra tras los cortinajes que se alzan detrás de la tarima. A juzgar por su atractivo cuerpo, la joven acaba de ascender de novicia al más alto orden de las sacerdotisas. Llega tan discretamente (como hacen todos los sacerdotes y las sacerdotisas jóvenes dentro de la Sacristía) que parece materializarse del mismo aire de la cámara. Sin embargo, su vestido, de la más transparente tela verde oro, destaca las muy reales perfecciones femeninas que cubre, lo cual confirma la impresión de Baster-kin no solo acerca de su juventud e inexperiencia, sino de su realidad física, casi intoxicadora. Mientras la chica entrega una copa de vino ligero al Layzin, que da muestras de necesitarla mucho, el Lord Mercader no puede evitar darle la espalda, como si la mera idea de sentir deseo por alguien que no sea el objeto de sus complejos planes implicara una traición.
—¿Tomarás un poco de vino, señor? —se permite preguntar el Layzin.
—Eres la bondad en persona, Eminencia —responde Baster-kin—. Pero esta noche he de emprender todavía algunas tareas cruciales; si, por ejemplo, vamos a enviar un khotor de mi guardia en sustitución de los Garras a destruir a los Bane, he de encontrar a un grupo nuevo de oficiales y enrolarlos con esa función, porque quienes ahora comandan las tropas no son nada adecuados para la tarea. Y el mejor lugar para reclutar a esos jóvenes, que han de ser a la vez versados en combate y procedentes de familias con la riqueza suficiente para que no nos produzca escrúpulo alguno pedirles que ofrezcan a sus vástagos en servicio, será el estadio, donde mi propio hijo pasa gran parte de su tiempo, igual que los hijos ya crecidos de tantas otras casas nobles.
El Layzin sopesa el asunto y luego señala su aprobación con una inclinación de cabeza.
—Otro plan sensato —opina—. Pero estoy seguro de que antes puedes concederte una hora o dos para entregarte a algún entretenimiento puramente egoísta. Por ejemplo, he visto la cara que has puesto cuando ha entrado en la Sacristía esa joven sirviente de Kafra. ¿Por qué no disfrutar de sus carnes un rato, antes de ir al estadio a recordar su deber a los jóvenes de las casas más ricas de Broken? No se me ocurre una tarea más ingrata que esa. Al fin y al cabo, el fracaso continuo de Kafra a la hora de conceder un heredero al Dios-Rey Saylal tiene un gran peso en mis pensamientos, pero te puedo asegurar que en el día de hoy, tras haber hecho cuanto podía por provocar un cambio en la fortuna real, sé que debo atender mis propias necesidades esta noche para no enloquecer de enojo.
Lord Baster-kin devuelve la sonrisa conspiratoria que se ha asomado a los rasgos del Layzin y se permite mirar de nuevo el cuerpo de la joven Sacerdotisa de Kafra, que apenas se esconde bajo la transparencia de la ropa.
—Y en tu caso se trata de una recompensa claramente merecida, Eminencia —responde Baster-kin.
Sigue representando el papel del criado servil, pues no desea que el Layzin y sus criaturas sospechen que sus deseos solo pueden ser satisfechos por la única mujer capaz de ofrecerle (como ya hizo cuando solo era un muchacho) verdadera paz; y que volverá a alcanzar esa paz de nuevo cuando haya dispuesto los asuntos de tal manera que tanto él como Isadora Arnem sean libres para unir sus vidas tal como le parece que deberían haber hecho tantos años atrás.
—Sin embargo, un sirviente mucho más humilde, como yo, no puede distraer ni el tiempo ni la energía, pues el primer khotor de la Guardia ha de estar listo para partir de la ciudad lo antes posible.
—¿Es porque se trata de una chica? —pregunta el Layzin, aparentemente incapaz de creer que Baster-kin no aproveche la oportunidad de disfrutar de los placeres físicos que solo se ofrecen a los habitantes del Alto Templo y de la Casa de las Esposas de Kafra—. Porque esta tiene un hermano ahí mismo, un joven igual a ella en su belleza inmaculada, si es que esta noche tus gustos…
Pero Baster-kin ya está negando con la cabeza y disimula con eficacia la repulsión que le produce esta última oferta.
—Ya habrá tiempo, como digo, para que los sirvientes como yo nos dediquemos a la calma y al placer, Eminencia —responde—. De momento, hemos de cumplir con el deber.
El Layzin suspira y sonríe y abandona la discusión al tiempo que muestra su anillo azul claro al Lord Mercader para que este lo bese. Baster-kin lo hace, esforzándose por no clavar la mirada en la joven Sacerdotisa. Luego se vuelve para salir al fin de la Sacristía y avanza con la rapidez e intensidad que parece tener por eterna costumbre.
El Layzin no vuelve a hablar hasta que un ayudante cierra con firmeza la puerta de la Sacristía tras la salida del Lord Mercader. Como ya no parece tener ningún invitado, despide a la joven Sacerdotisa, que desaparece tras las cortinas traseras de la tarima, y luego se recuesta en su sofá e inclina la cabeza hacia el cortinaje.
—¿Lo habéis oído todo, Majestad? —pregunta el Layzin.
La voz que le responde es tan lánguida que, por comparación, hasta la del Layzin parece enérgica. Y sin embargo hay orgullo también en esa voz, así como un tono que revela el hábito de la autoridad.
—Lo he oído todo —confirma la voz, sin dejar de comprender la lealtad y el desprendimiento de Baster-kin, pero sin demostrar tampoco una aparente admiración—. Y recuerdo un dicho de mi antepasado loco: «Bien descansa el amo cuyos perros de caza tienen la dentadura afilada y el estómago vacío».
—Saylal —dice el Layzin en tono de falsa riña—, no debéis llamar perro al lord, oh, hermano de Dios…
—¿No debo? —responde la voz.
—No —contesta el Layzin—. No debéis. Por mucho que su comportamiento, a veces, sugiera algo parecido. Pero sus ideas sobre cómo protegeros, Gracioso Saylal, son casi profundas…
—Me interpretas mal, oh, más leal entre los leales… He conocido algunos perros listos en mi vida. Perros muy listos. Igual que Alandra, claro…
—Alandra obliga a sus perros a ser listos, Señor —añade el Layzin—. Aunque no tanto como sus gatos. Pero la comparación con un mortal es injusta.
—Hummm —gruñe la voz tras la cortina—. Bueno, hay una cosa que sí tengo clara: ni siquiera el más listo de los perros rechazaría a unas jóvenes criaturas tan bellas como las dos que me has enviado. Y prefiero ocuparme de ellas ahora, antes de que mi real hermana regrese del Bosque e intente robármelas para convertirlas en sus juguetes.
—En ese caso es una suerte —responde el Layzin— que yo haya podido confiar en el eterno sentido del deber y del sacrificio de Baster-kin para estar seguro de que la chica siguiera intacta, con perdón. Pero al menos le debíamos el ofrecimiento de la carne. Y sin embargo, Saylal, ya que la chica está efectivamente intacta, os suplico, si no por el bien de la dinastía al menos como una bendición para tranquilizar mi mente, que concentréis primero vuestras energías en ella. —El rostro y la voz del Layzin se vuelven de pronto más solemnes—. Pero… ¿de verdad estáis listo, Sagrada Majestad, para un nuevo intento?
—Creo que estos regalos de Kafra, mi Divino Hermano, me dejan listo.
—Ya veo… —El Layzin da dos palmadas y un sirviente con túnica negra ribeteada de negro aparece por una de las puertas laterales de la cámara—. Convoca al Sacristán —ordena el líder la fe kafránica, asegurándose de que la cortina que hay a sus espaldas esté cerrada del todo—. Que abra la Sacristía y prepare mis túnicas de la fertilidad, y también las suyas.
—Por supuesto, Eminencia —responde la auxiliar.
—Y tú puedes encargarte de afilar y engrasar las armas sagradas más finas y pequeñas antes de que él las bendiga… ¡Rápido! Hay que cosechar los órganos cuando la sangre está caliente todavía y mientras el opio hace efecto. Yo mismo entonaré la plegaria de la sucesión cuando empecemos… —Inclinándose de nuevo hacia la cortina, el Layzin pregunta—: ¿Cuánto tiempo necesitáis, Majestad?
—No mucho —llega la esforzada respuesta—. Eso suponiendo, viejo amigo, que me ayudes…
—Sí, Divinidad —responde el Layzin. Luego se dirige con urgencia al auxiliar—. ¡Date prisa y trae al Sacristán!
—¡Eminencia! —exclama el auxiliar, obediente, y abandona la sala.
Solo entonces el propio Layzin desaparece tras la cortina.
Antes de que pase un nuevo día, el arroyo de agua, a menudo apestoso pero aparentemente místico, que discurre al pie del muro sudoriental del Distrito Quinto, circulará un poco más alto, un poco más rápido… Y su hedor llegará un poco más lejos que la noche anterior…
{xii:}
El propósito original del estadio de Broken, establecido por uno de los más razonables descendientes de Oxmontrot, era demostrar que quienes siguieran devotamente los dogmas de la fe kafránica se verían recompensados no solo con riquezas, sino también con salud y vigor. Sin embargo, con el paso de los años se ha producido un cambio en el extremo norte de la ciudad: los dos mundos, el Templo y el estadio, se han separado. Los leales a Kafra dicen que esta separación es el resultado de un renacimiento del devastador gusto por el juego, que tanta importancia tuvo entre las tribus que aportaron los primeros ciudadanos de Broken. Otros afirman en voz más baja que la captura de muchas de las fieras más feroces e impresionantes del Bosque de Davon —panteras, osos, lobos y gatos silvestres— y su repetida tortura por parte de los atletas del estadio han enojado a los viejos dioses de Broken, que están castigando a toda la ciudad y poniendo así en duda la supremacía de Kafra, confirmada tantos años. Sin duda el propio Oxmontrot, que adoraba a los dioses antiguos, nunca tuvo la intención de que esas nobles criaturas terminasen atrapadas, atadas con gruesas cadenas a postes de cemento que emergen de las arenas del estadio y convertidas en oponentes que apenas pueden causar daño alguno a los hijos de la nobleza mercantil de Broken; en este aspecto, Lord Baster-kin comparte la opinión del Rey Loco. Sin embargo, su desprecio no basta para detener la creciente popularidad de esas actividades entre los futuros cabecillas de los clanes dominantes del reino: cada vez acuden en mayor número, de día y de noche, no solo a demostrar su destreza en la arena, sino también a regocijarse en actividades que, a juicio del Lord Mercader, son aún más estúpidas y repugnantes y tienen lugar en las filas interminables de bancos y de palcos privados que rodean el escenario arenoso: apuestas, claro, pero también excesos en la bebida y fornicaciones que no contribuyen a arreglar matrimonios ni a reforzar y preservar clanes.
Todo eso sumado bastaría para causar el odio de Baster-kin al estadio. Pero, como siempre, tras sus objeciones puramente morales se esconde un sentimiento personal: porque entre los jóvenes más activos en los entretenimientos del estadio está Adelwülf, el hijo mayor del lord (y su único hijo reconocido). Efectivamente, si Adelwülf no hubiera mostrado interés en las diversiones que transcurren tras las gruesas y complejamente esculpidas paredes del estadio, lo más probable es que Baster-kin nunca hubiera puesto los pies en él; sin embargo, dada la persistencia de su hijo, el lord ha de visitar el lugar de vez en cuando, aunque solo sea para reprender a los atletas y a su público y recordarles a todos —especialmente a Adelwülf— el daño que causan al futuro de Broken al despilfarrar de este modo sus vidas.
Estas apariciones imprevistas de su padre suponen algo más que un mero bochorno para Adelwülf: especialmente durante los últimos años, el estadio se ha convertido en el lugar donde el insaciable apetito de este bello joven por superar a los demás en la lucha libre y en las batallas con espadas de madera o de acero con el filo romo, por enfrentarse a las muchas fieras encadenadas disponibles en las celdas bajo la arena, y finalmente por beber y fornicar en los palcos, ha llegado a igualar su repulsión ante la idea de regresar al kastelgerd del clan. En consecuencia, cuando ve a su padre entrar en el estadio lo considera como una especie de violación del único lugar de Broken que él tiene por hogar propio. Con la intención de acrecentar su estatura ante sus socios, Adelwülf suele despreciar con una risa las intromisiones y los sermones patrióticos de su padre, en tono confiado y cáustico. Conoce bien la historia de la famosa caza de la pantera protagonizada por Rendulic Baster-kin, emprendida cuando el lord tenía la misma edad que ahora tiene Adelwülf, y se le hace difícil no considerar hipócritas en buena medida las acusaciones de su padre. Ciertamente, Baster-kin nunca ha estado, en toda su célebre vida, más cerca de un campo batalla que en aquel único momento de sangrienta actividad deportiva; y, sin embargo, aquella única exposición estaba muy lejos de lo que ahora ve.
A decir verdad Adelwülf, este paradigma de la virtud kafránica, con su cabello dorado y su cuerpo finalmente esculpido, en realidad no arde tanto de sarcasmo al llegar su padre como de vergüenza: vergüenza y odio, este último nacido pasionalmente del duradero rencor que siente porque su padre volviera loca a su madre (o eso le parece al joven) y mandara al destierro a su hermana Loreleh. Adelwülf había tenido poco tiempo para conocer a Loreleh; sin embargo, durante ese tiempo había llegado a pensar en ella como en la única hermana que tenía y que jamás tendría, pues nunca se le había permitido saber siquiera de la existencia de Klauqvest; y una vida en solitario dentro del gran kastelgerd con una madre lunática y un padre tan malvado no era vida. Loreleh había sido su alivio pasajero; y las razones aportadas como causa de su destierro le habían parecido tan poco sensatas o justas a Adelwülf como a su madre.
Esta noche, sin embargo, no habrá sermones del mayor de los Baster-kin, ni las típicas quejas del joven: al llegar a la puerta del estadio y empezar a oír los sonidos de la muchedumbre en su interior, el lord se da cuenta de que tiene la verdadera necesidad de convencer a algunos de los jóvenes entre esa multitud que poseen un talento genuino para la violencia de que no tienen otra opción que marchar junto a sus Guardias hacia el Bosque de Davon y participar —en puestos de mando, a ser posible— en la destrucción final de los Bane. Y además cree que por fin ha concebido una acción que resultará sorprendente y suficientemente decisiva para impresionar a esos guerreros de teatro y convertirlos en auténticos soldados. Dicha acción, como cabría esperar, también jugará un papel crucial en llevar a su máxima eficacia los planes que conciernen a Isadora Arnem; y sin embargo, pese a las muy reales ventajas que atesora, el hecho de que incluso Baster-kin se pregunte si al llegar el momento tendrá la determinación suficiente para llevarlo a cabo da una medida de lo extremado que resulta el plan.
No se lo piensa mucho tiempo. Al pasar bajo las puertas del estadio y detenerse al borde de la arena, aturden sus ojos y sus oídos una serie de sonidos y visiones tan salvajemente intoxicantes como siempre para los jóvenes de ambos sexos que participan en ellos o los contemplan. El combate que se está celebrando en la arena es, para todos los presentes, una exhibición espléndida de los ideales de la juventud de Broken, su poder y su belleza, más atractivo todavía porque se sabe que nunca provocará la muerte de un ser humano y solo pone en riesgo la vida de esas poderosas fieras del bosque que llegan hasta aquí desde sus celdas y cargadas de cadenas. A esta hora tardía la actividad es tan extrema que, tanto en la arena como en las filas de asientos que se alzan hacia el cielo en torno a Baster-kin, que este siente cómo le surge de nuevo el odio y sus recelos momentáneos sucumben. Radelfer, que ha seguido a su señor hasta la arena, lo detecta: ha visto a este hombre, tanto en su juventud como ahora, en la edad mediana, con la muerte acechando en sus rasgos; y vuelve a verlo esta noche mientras Rendulic estudia a la muchedumbre.
—¿Mi señor? —dice Radelfer, que mantiene muy viva todavía la preocupación que sentía por la salud mental de su señor al salir del Distrito Quinto—. ¿Estás bien? Ha sido una noche larga y llena de tareas difíciles. ¿No deberíamos regresar al kastelgerd? Puedes dejar el castigo de tu hijo para mañana.
—En eso no podrías estar más equivocado, Radelfer —contesta el Lord—. Esta gente ha de aprender de una vez cuál es su deber y entender las consecuencias de no cumplir con él; y hay que enseñarles esa lección esta noche.
En cuanto la gente del estadio empieza a fijarse en él igual que él se concentra en ellos, Baster-kin se horroriza ante la habitual oleada de pedigüeños que se acercan a él, cada uno en busca de un favor que le permita prestar un servicio civil para el gobierno sin tener que cumplir precisamente el tipo de servicio militar que el Lord Mercader ha escogido para él. Al mismo tiempo, por pura buena suerte, Baster-kin ve que Radelfer ha tomado la precaución de ordenar que unos ocho o diez miembros de su guarida abandonen el kastelgerd para presentarse en el estadio, probablemente por medio de un mensajero mientras el lord estaba en su entrevista con el Layzin. Los hombres están llegando ya, pero el único agradecimiento que Baster-kin ofrece a su senescal consiste en decir:
—Que tus hombres mantengan a esta gente alejada de mí esta noche, Radelfer. Lo que tengo que hacer es demasiado importante. —Se detiene y escruta a los distintos combatientes que hay en la arena antes de añadir—: Desde todos los puntos de vista imaginables. —Tras mirar los supuestos actos de valentía que se celebran sobre la arena con más intensidad que nunca, Baster-kin ordena por fin—: No veo que mi hijo esté poniendo a prueba sus talentos ahí fuera, pero… búscalo, Radelfer. Tráemelo. Porque siempre se ha fiado más de ti que de su padre. Te esperaré… —sigue mirando la arena— allí.
Señala una columna de cemento hacia el centro del óvalo de arena, en la que está atada una cadena que restringe los movimientos de un gran oso pardo de Broken para impedir que el animal, confundido y enrabiado, lastime a cualquiera de los jóvenes que demuestran su «valor» torturándolo con lanzas y espadas, para la evidente satisfacción de la muchedumbre.
A medida que Baster-kin avanza hacia la columna de cemento que acaba de señalar y es reconocido por cada vez más gente, un extraño silencio se apodera de quienes participan en las diversas actividades sobre la arena, así como entre el público. No es un silencio inspirado por el afecto, claro, aunque contiene ciertamente una buena dosis de respeto. Cuando se acerca a la columna a la que está encadenado el oso pardo, Baster-kin se lleva aparte a un auxiliar del estadio enorme y lleno de cicatrices —uno de los que se encargan del vergonzoso trabajo de llevar a los animales y las armas desde la arena hasta las jaulas y almacenes del sótano, apenas iluminado— y le ordena que, junto con sus compañeros, se lleve a todos los animales a sus jaulas y desarme a todos los combatientes. Es una orden que, en boca de cualquier otro oficial, provocaría burlas; en cambio ahora no hay entre todos los atletas y espectadores allí reunidos una voz que tenga la valentía suficiente para expresar la disconformidad que todos sienten. Tal es el efecto de la dura mirada que el Lord Mercader pasea de un rostro a otro entre quienes lo rodean y se alzan en las gradas: un efecto que ha cultivado durante largo tiempo.
Solo cuando sus ojos se posan en Radelfer, que permanece ante un palco cerrado con cortinas situado en un grupo de carpas que se levantan aproximadamente a un tercio de altura de las gradas del estadio, Baster-kin deja de estudiar la multitud. Entonces, tras fijarse de manera más específica en la expresión del rostro de su senescal —de genuino lamento por el espectáculo familiar que cree a punto de producirse en público— el lord salta desde la base de la columna y, tras dar una última orden a uno de los cuidadores de los animales, avanza a paso rápido para unirse a Radelfer antes de que el senescal —más compasivo, aunque no del todo— tenga ocasión de advertir a Adelwülf de la aproximación de su padre.
Mientras se acerca a la carpa, Baster-kin empieza a oír los sonidos de fornicación que se producen en su interior; al llegar, el lord arranca la cortina y se encuentra con su hijo involucrado por completo con una joven noble, con la que apenas se han preocupado de apartar sus escasas ropas lo justo para poder penetrarla, mientras una segunda mujer se ríe y vierte el contenido de una bota de vino en la boca de Adelwülf, fauces hambrientas en las que también introduce alternativamente sus amplios pechos. Al oír el tirón de las cortinas, las dos mujeres chillan, pues ambas pueden ver quién es el responsable; Adelwülf, en cambio, apenas empieza a volverse mientras se separa de las piernas abiertas de la chica que tiene debajo y grita:
—¡Ficksel! ¿Quién es el idiota que se atreve a interrumpir mis diversiones…? —Se calla al ver la figura que tiene detrás e intenta recomponerse rápidamente la túnica mientras exclama—: ¡Padre! ¿Qué haces aquí?
—Te aseguro, Adelwülf —responde el lord, con los puños apoyados en las caderas—, que no estoy aquí por placer ni por diversión. Nuestro reino está en pleno caos, nuestros hombres más valientes están desafiando a la muerte, en todas sus variedades, en las provincias y más allá, y tú estás aquí dedicándole a tu padre insultos más propios de la boca sucia de un Bane mientras te asocias con estas… —Baster-kin inclina la cabeza en dirección a las dos jóvenes—. Largaos —les dice—. No quiero saber cómo os llamáis ni de qué clanes sois, porque tendría que decirles cómo pasan las noches sus virtuosas hijas y, si les queda algo de patriotismo, deberían desterraros al Bosque de Davon, aunque solo fuera por vergüenza.
—Un momento, padre —dice Adelwülf, intentando recuperar algo de terreno.
Pero la furia de Baster-kin no tiene fin.
—No uses ese término cuando te dirijas a mí de momento, inútil saco de carne. Mientras no te dé permiso para llamarme de otra manera, soy tu señor.
Mientras se aprieta una simple correa en torno a la túnica, Adelwülf mantiene sus ojos azules fijos en su padre con una intensidad dolorida que provocaría la quemazón de la incomodidad, o tal vez incluso de la compasión, a casi cualquiera que lo viera. Como mínimo, la mayoría de los testigos repararía en la desgraciada naturaleza del momento; en cambio, ni el dolor y la rabia de la mirada de su joven hijo contribuyen a suavizar la severidad del semblante de Baster-kin y Adelwülf no tarda en murmurar con resignación, mientras se levanta:
—Muy bien, mi señor.
Sentado en el banco que queda por encima del hombre que lo ha atormentado de esta misma manera durante la mayor parte de su vida, Adelwülf queda más alto que su padre y parece que debería gozar de una venganza física; pero el aire de miedo que se cuela en su rabia anula cualquier superioridad posicional.
—Ahora que me has fastidiado otra de las diversiones de mi vida, ¿qué quieres que haga?
Baster-kin se planta en su banco para poder mirarlo a los ojos de más cerca.
—¿Que qué quiero…? —repite el padre, con una rabia más genuina que la que podría expresar en cualquier caso el joven—. No tienes ni idea de verdad, ninguna noción del deber, ¿eh, muchacho? Bueno, entonces… —con una aterradora brusquedad, el lord agarra la oreja izquierda de su hijo con una presa fuerte y dolorosa para sacarlo a tirones primero de la carpa y luego, a trompicones, grada abajo entre los bancos— ¡hagámoslo a tu manera un momento! Entreguémonos a las diversiones de este lugar asqueroso… ¡Despejad la arena!
A Adelwülf le gustaría discutir, pero la lucha por no echarse a llorar del dolor que siente en la oreja y la dificultad de mantenerse en pie delante de los amigos que miran desde abajo suponen un esfuerzo excesivo y se limita a decir:
—¡Padre! Mi señor, te lo suplico. ¿No podemos arreglar esto en casa?
—¿Casa? —grita Baster-kin—. ¡Estás en casa, muchacho! Disfrutemos, entonces, de las verdaderas diversiones que tu hospitalidad puede ofrecer.
Como Adelwülf ya no es, de hecho, un niño por mucho que su padre lo acuse de serlo, para mantener agarrada la oreja Baster-kin tiene que agarrar todo el apéndice con la fuerza de una abrazadera, casi con violencia, y pronto la piel y el cartílago empiezan a rasgarse y separarse del cráneo en un punto; como cualquier corte menor en la cabeza, la herida empieza a sangrar profusamente, de modo que cuando llegan a los bancos inferiores que rodean la arena un hilillo de precioso fluido cubre parcialmente la cara, el cuello y la parte alta del pecho de Adelwülf. Al darse cuenta de que tiene una herida que se le antoja gravísima, el joven pierde toda preocupación por mantener una actitud valiente delante de sus amigos…
—¡Mi señor! —Adelwülf suplica desesperado mientras Lord Baster-kin, de nuevo rodeado por los hombres de Radelfer, lo fuerza bruscamente a salir a la arena, donde todos los presentes en el estadio pueden verlo y oírlo—. ¡Por favor! Estoy sangrando, déjame salir del estadio al menos, y evítame esta humillación delante de mis camaradas.
—¿Camaradas? —replica Baster-kin. Parece que en el aspecto de Adelwülf y en su patético comportamiento hay algo que le provoca una profunda satisfacción—. ¿Llamas a estos guerreros de pega «camaradas»?
Sin dejar de arrastrar a su hijo por la arena, ahora vacía, y hacia la columna en la que estaba él mismo hace un momento, Baster-kin alza la voz y se dirige a la multitud que permanece fuera del óvalo de tierra. Son pocos los jóvenes que han abandonado el estadio, pues la escena que se está representado delante de ellos les resulta muy atractiva; eso provoca una profunda incomodidad a Radelfer, que se ha unido a las filas de espectadores, junto con sus hombres.
—¿Todos pensáis en los demás como «camaradas»? —exclama Lord Baster-kin hacia la muchedumbre del estadio—. Hacéis de soldados en un conflicto peculiar, en el que nunca arriesgáis la vida ni tomáis la del otro, ¿y sin embargo os parece importante merecer los mismos rangos de amistad y honor que los jóvenes que ocupan las filas de las legiones de Broken?
Durante un momento largo y muy extraño el estadio conoce algo que en los últimos años ha experimentado bien pocas veces, por no decir ninguna: el silencio. Ningún miembro de la muchedumbre que contempla lo que está ocurriendo entre los dos Baster-kin, padre e hijo, tiene el coraje de atreverse a contestar la pregunta del padre, por mucho que puedan discrepar de cuanto dice. Hasta Radelfer está inquieto, porque se sabe a punto de presenciar una escena de una violencia tal que su mente —nunca dotada de un ingenio tan extraño e incluso terrible— es incapaz de concebir. Sin embargo, aunque le impresiona la habilidad de concitar la atención de todos los borrachos de la muchedumbre que le rodea, cuando Radelfer contempla a los guardianes de su propio cuerpo, su inquietud se convierte en puro terror; porque ve que ellos también están atónitos por la capacidad de Lord Baster-kin para mantener a los falsos guerreros del estadio no solo en silencio, sino en estado de pánico. Y se trata de hombres que, al contrario que los jóvenes de las carpas, han visto mucha violencia de la de verdad y han desarrollado la habilidad de reconocer cuándo se está acercando el horror.
La admiración de Radelfer por Adelwülf es aún mayor, entonces, cuando, al ver que su padre ha provocado en sus amigos, en sus «camaradas» este silencio atemorizado, el joven se libera al fin del agarre de su padre, da unos pocos pasos hacia la columna de cemento, escupe en la arena y declara a voz en grito:
—¡Sí, padre! ¿Y por qué no habríamos de considerarnos iguales que esos hombres? ¿Qué sabes tú? ¿Cuándo te has enfrentado tú a los peligros de la arena, desprovisto de armadura y de todo ese armamento pesado que llevan consigo tus queridas legiones para ir al campo de batalla? Acosas a mis amigos y a mí con tu posición de poder, pero… ¿qué sabes tú del peligro mortal, si estás sentado en tu torre, contando el dinero del clan, tramando nuevas maneras de que sean otros quienes se encarguen de la seguridad de esta ciudad y este reino? He soportado esta humillación demasiado tiempo ya. Dame alguna prueba de que tú mismo puedes compararte con esos legionarios de los que hablas y tal vez te preste más atención; pero si no puedes hacerlo dale fin de una vez por todas a tu insatisfacción eterna con los que arriesgan la seguridad y el honor en esta arena, tal como nos enseñaron hace tiempo ya los sacerdotes de Kafra que es el modo correcto de demostrar la devoción a los principios del dios dorado.
Unos pocos y atrevidos miembros de la multitud que rodea la arena se lanzan a aplaudir ese estallido desafiante y sin precedentes; hasta, claro está, el momento en que el Lord Mercader recorre con su mirada letal todas las secciones de bancos y carpas. Por lo que respecta a Radelfer, su satisfacción por el atrevimiento de Adelwülf queda rápidamente extinguida al ver la cara de complacencia que se le pone al lord. No hay admiración en su mirada, ninguna sensación de que Rendulic Baster-kin haya provocado al fin una respuesta viril del hijo que hasta ahora tanto lo había decepcionado; al contrario, se trata de la expresión de un hombre que ve al fin silenciadas las dudas en que se debatía su mente acerca del camino a tomar.
—Bueno —dice Baster-kin en un tono mucho más tranquilo, pero no menos amenazante—, quizá me haya equivocado, entonces. Quizá seais todos más capaces de ocupar vuestro lugar entre las filas de hombres que, en este momento de necesidad, han de defender nuestro reino. Y sin embargo… —el Lord Mercader se aleja unos cuantos pasos de Adelwülf y luego levanta una mano como señal para el auxiliar con el que ha hablado antes—, me temo que voy a exigir alguna demostración de valor y coraje mayor que las palabras antes de aceptaros. —Mira a su hijo y luego alza la vista hacia la multitud—. Antes de que pueda aceptar a cualquiera de vosotros como auténticos guerreros.
Se oye una conmoción procedente de una de las puertas que llevan al laberinto de jaulas y salas de almacenaje que hay por debajo de la arena. Al poco, aparece el auxiliar con dos compañeros, cada uno de ellos con una cadena en una mano y una lanza en la otra. Las tres largas secciones de cadena se juntan en un fin común: un grueso collar de hierro que rodea, y (a juzgar por los pelos que faltan y por la irritación de la piel) parece que lo ha hecho durante mucho tiempo, el cuello de una gran pantera de Davon.
Se trata de una hembra que ha madurado a lo largo de muchos años de encarcelamiento en los interiores del estadio, aunque no parece derrotada. De vez en cuando intenta lanzar un zarpazo a alguno de los cuidadores si estos dejan la cadena demasiado suelta, pero ha aprendido lo suficiente para evitar el acoso de las lanzas que avanzan contra ella en respuesta a esos estallidos de ira. Resulta fácil determinar que su tamaño es excepcional; no tanto el auténtico color de su piel, dada la cantidad de mugre en que la han obligado a vivir durante tanto tiempo. Un ojo experto y capaz de interpretar esa descoloración podría determinar, gracias a las partes de su cuerpo que ella misma puede limpiar con cuidado, que la piel es inusualmente dorada, tal vez incluso con un tinte blanco o plateado que capta la luz de las antorchas y hogueras que la rodean de un modo extraordinario.
Una característica definitoria, en cualquier caso, queda a la vista de todos: el verde inusualmente claro, brillante incluso, de unos ojos que parecen mirar directamente al corazón de cualquier humano en el que clave la mirada.
—Vaya —dice Adelwülf en cuanto el animal se hace visible—. Tendría que haberlo sabido. La mayor de nuestras panteras. Es la hembra que trajiste del Bosque de Davon hace años. O eso nos cuentan.
—Sí —contesta Baster-kin al tiempo que da unos cuantos pasos hacia el animal mientras este se acerca al pilar de cemento—. ¿Y cómo habéis tratado a una fiera que, cuando era joven, tenía más corazón del que poseéis vosotros ahora? La habéis encerrado en una celda debajo de este ridículo teatro y habéis permitido que se ocuparan de ella hombres como estos, aunque probablemente son, pese a las carencias debidas a su condición de seksent, superiores a los inútiles niños ricos que ahora me rodean…
Adelwülf solo presta una atención parcial a esta última retahíla de su padre, pues se ha percatado de algo curioso: la pantera, conocida de siempre entre los atletas del estadio como una de las fieras más peligrosas y ávidas de sangre que allí se conservan, parece haber reconocido al Lord Mercader, incluso tantos años después, pese a que él no acude con frecuencia a este lugar; más llamativo todavía, se aleja de él como asustada cuando Baster-kin se le acerca. Y no es que le asuste ningún arma, porque el lord mantiene una mano en la empuñadura de su espada corta, pero no la desenvaina; no, la causa del miedo que le inspira está en la mirada y en la voz, que parecen crear en la mente de la pantera la idea de que la tragedia que este hombre infligió a su familia en el Bosque de Davon hace tantos años se va a repetir de algún modo en este lugar tan distinto y tanto tiempo después.
—¡Encadenad al animal! —ordena Baster-kin a los auxiliares, que empiezan a fijar las tres tiras de cadena a un aro grande del mismo metal, clavado al cemento de la columna. Luego los hombres desaparecen tan rápido como pueden, deteniéndose apenas lo suficiente para recoger cada una de las bolsas de monedas de plata que les tira Baster-kin—. Y tú, cachorro —dice el Lord Mercader, volviéndose hacia su hijo—, escoge tu arma preferida porque, si sé lo que digo, la vas a necesitar bien pronto.
Adelwülf sonríe al oír ese comentario, porque al parecer cree que lo van a poner a prueba según las leyes habituales en el estadio, contra una fiera de gran fuerza pero incapacitada por las cadenas para hacerle daño de verdad. Al verlo, algunos de sus «camaradas» se atreven a lanzarse a la arena, cada uno de ellos con un arma distinta —la lanza larga de las tribus sureñas, la espada corta habitual de Broken, un hacha de un solo filo, típica del norte— para proponer a su amigo que impresione con ella a su padre, no solo por su habilidad, sino por la destreza general de todos los atletas del estadio. Adelwülf, de todos modos, se limita a dedicar una sonrisa de agradecimiento a todos esos jóvenes y apenas se fija en sus armas; en cambio, espera a una joven mujer en particular, una singular belleza de Broken que lleva en las manos una brillante hoja del estilo tardío de los Lumun-jani: uno o dos palmos más larga que la espada corta y con la hoja ahusada. Cuando Adelwülf acepta el arma e intercambia unas palabras de afecto con la mujer, Lord Baster-kin camina decidido hasta el borde de la arena con una expresión de malsano disfrute en la cara. Busca a Radelfer y comprueba que su rostro conserva todavía una profunda mueca de miedo.
—¡Senescal! —exclama Baster-kin, con la misma especie de falsa alegría—. ¿Has reconocido a nuestra vieja enemiga del Bosque cuando esos cerdos la han traído de allá abajo?
—Sí, mi señor —responde Radelfer, con más preocupación todavía—. Aunque hace tiempo que daba por muerto a ese animal.
—¿Con su pedigrí? —responde Baster-kin con una risilla—. ¿De verdad creías que la hija de un animal tan poderoso como era su madre podía ser despachada con facilidad por…? —Baster-kin mueve una mano en dirección a los habituales del estadio con evidente repugnancia—. ¿Por gente como esa? ¿O por mi propio hijo, esa desgracia eterna? No, Radelfer. Puede, puede, que la escoria que se entretiene en este lugar valga para luchar contra los Bane. Pero… ¿contra la más grande de todas las panteras de Davon? Sabes muy bien que esa idea no tiene ningún sentido. —Baster-kin mira de nuevo hacia el pilar de cemento al que está encadenada la pantera y parece animarse—. Ah, veo que mi hijo está listo para ponerse a prueba; y, al hacerlo, representará a todos estos jóvenes guerreros. —Con un movimiento que iguala a su tono de voz en la calidad de la amenaza, el Lord Mercader desenvaina con rapidez su propia espada—. Veamos qué tal se le da…
Radelfer, viendo confirmadas sus sospechas, se atreve a acercarse a su señor y apoyarle una mano en el antebrazo con la intención de frenar la locura que está convencido de que se avecina.
—¡Mi señor! —dice con tono de urgencia—. Te conozco desde que eras un niño; a menudo he pensado que las grandes preocupaciones de tu mente quedaban a un lado en beneficio de otros objetivos más convenientes para tu clan. Pero… ¿crees que después de haberte conocido toda la vida no puedo encajar todas las piezas de la actividad de esta noche en un conjunto coherente? Sé lo que pretendes, mi señor, para ti mismo, para Lady Arnem, para el reino. Te lo suplico, abandona ese plan. Tal vez la vida no haya sido justa contigo en varias instancias, pero no puedes permitir que eso justifique un…
Baster-kin baja la mirada hasta el brazo, con la crueldad asentada de nuevo en la expresión, y agarra la espada con fuerza.
—Radelfer —dice con calma—, si quieres conservar esa mano, y el brazo que la sostiene, apártala de mi persona. Ahora mismo. —Mientras Radelfer cumple la orden con cara de resignación, Baster-kin sigue advirtiéndole—: ¿Has dicho «en varias instancias»? La vida, Radelfer, ha puesto en mi camino obstáculos suficientes para impedirme avanzar por él, salvo por algunas manos que han intervenido en mi ayuda. Siempre me ha complacido pensar que la tuya era una de ellas. Y si ahora entiendes lo que va a pasar tan bien como has dicho, comprenderás también por qué es necesario que ocurra; y sabrás, además, que es un acto de justicia. Todo ello. —Radelfer mira al suelo en señal de resignación y Baster-kin suaviza el tono, aunque apenas levemente—. Si no puedes soportar lo que está a punto de ocurrir, vuelve al kastelgerd. Pero déjame a tus hombres. No tardaré en seguirte.
—Yo… —Radelfer no sabe qué más decir. Solo se le ocurre—: Perdona, mi señor, pero voy a aceptar esa oferta. Ese chico no es la causa de las penurias de tu vida.
Baster-kin vuelve a dirigir su mirada hacia la arena.
—¿La causa? Tal vez no. Pero sí es un mero producto más de la deshonestidad y la enfermedad que han maldecido mi existencia. Y ahora tengo la oportunidad de cambiarlo todo con lo que me complace pensar que es un golpe magistral. Hasta el Layzin y el Dios-Rey han respaldado mi proyecto. ¿Quién eres tú, entonces, para cuestionarlo? —Como el senescal no encuentra fuerzas en su interior para seguir replicando, Baster-kin se limita a decir—: Vete. No usaré esta debilidad en tu contra, Radelfer, aunque hubiera preferido un apoyo más incondicional. Pero vete. Yo tengo cosas que hacer aquí…
Parten los dos y Radelfer ordena a sus hombres que se queden y protejan a su señor mientras él atiende algunos asuntos urgentes en el kastelgerd. A continuación el senescal busca el camino más rápido para alejarse de la fea tragedia que cree a punto de acaecer, mientras Baster-kin se dirige a su hijo, cuyo estado de ánimo ha experimentado una mejoría inmensa, paralela a la de toda la muchedumbre del estadio. El propio Baster-kin recupera un aire de falsa ligereza y soporta los vitoreos del público que resuenan cuando padre e hijo se quedan solos de nuevo sobre la arena, junto a la pantera; entonces Baster-kin levanta una mano para señalar que desea dirigirse a los jóvenes hombres y mujeres reunidos en torno a ellos.
—Tengo entendido —dice en voz alta— que la mayoría de vosotros disfrutáis apostando al resultado de estas competiciones heroicas. —Al oírlo, la multitud vitorea con más fuerza todavía, encantada de que Lord Baster-kin parezca haber adoptado de pronto una actitud mucho más favorable a sus actividades y a ellos mismos—. ¡Bien! —continúa Baster-kin, mientras Adelwülf se prepara para el inminente encuentro con una serie de movimientos de imitación del combate, impresionantes pero absurdos—. Porque tengo una apuesta para todos vosotros, o al menos para los hombres que hay entre vosotros, y me temo que sus términos no son negociables. Si mi hijo triunfa contra esta fiera encadenada, abandonaré este edificio para no volver jamás a él. —Ahora, los vítores que emite la muchedumbre se mezclan con algunas risas, como si Baster-kin acabara de decir algo divertido. Sin embargo, sus siguientes palabras borran toda la gracia de la reacción del público—: Pero si pierde, todo aquel que tenga alguna eficacia con las armas, ya sea porque así lo diga su reputación o porque lo comprueben mis hombres, accederá a marchar contra los Bane en compañía de mis Guardias en los próximos días, y quien se niegue a cumplir correrá el mismo destino que mi hijo.
Una confusión silenciosa reina ahora entre los bancos y las carpas del estadio, mientras en la arena Adelwülf mira a su padre con un asombro similar.
—¿Padre? —pregunta—. ¿Mi destino? ¿Y cuál será ese destino?
—El que tú mismo te ganes, Adelwülf —contesta el lord mientras camina hacia la columna de cemento y salta a su base. De nuevo, no siente miedo alguno porque la pantera encadenada se aleja de él; por eso es libre de seguir hablando, aunque ahora se dirige solo a su hijo—. Siempre me has decepcionado Adelwülf; ya lo sabes. Pero no conoces todas las razones. Soy consciente de que consideras que he tratado a tu madre de un modo injusto, o peor que eso; sin embargo, déjame que te informe tal vez ofreciéndote de paso alguna motivación adicional para la competición a la que estás a punto de enfrentarte de que yo no tuve nada que ver con la enfermedad de tu madre: fue el resultado de su propia degeneración, cosa que me mantuvo escondida durante mucho tiempo hasta que, al final, lo descubrí. No es más que una puta, chico.
La rabia se asoma al rostro de Adelwülf.
—No puedes decir eso… Por mucho que seas mi padre, por mucho que seas el lord del kastelgerd, ¡no puedes decir eso de mi madre!
—Sí, tu madre —responde Baster-kin—. Esa por quien afirmas sentir tanta devoción, aunque solo te ve la cara una vez cada Luna. Así que vamos a obviar esa supuesta razón para odiarme. En realidad, tu desprecio antinatural es el producto de una enfermedad extendida en el vientre de tu madre, donde fue plantada mucho antes de que tú nacieras. Sí, tu madre era y sigue siendo una puta, chico, y en consecuencia tú eres un disoluto mentiroso, indigno de llamarte hijo mío. Pero no temas. —Baster-kin baja todavía más la voz—. Tengo la intención de concebir pronto nuevos hijos… —Mientras Adelwülf se esfuerza por entender esas afirmaciones aparentemente enloquecidas, su padre vuelve a dirigirse a la multitud—. Me complace ver que aceptáis los términos de mi apuesta sin presentar ninguna objeción seria. Lo hacéis, casi con toda seguridad, porque creéis que esta lucha será una representación teatral tan injusta como esas con las que soléis divertiros. Pero dejadme que corrija ese error de apreciación. —Volviéndose por última vez hacia su hijo, Baster-kin exclama—: Prepárate, Adelwülf. Veamos si tú y tus «camaradas» estáis tan preparados para los peligros del Bosque como creéis.
El Lord Mercader —todavía ajeno a cualquier peligro que pueda correr— levanta mucho su espada. Con un sonido que hiere los oídos de todos los que lo rodean, baja su fina hoja de acero sobre las burdas cadenas de hierro, así como sobre el aro que las sujeta. Enseguida se sueltan de la columna de cemento; y luego, cuando las cadenas se deslizan por su cuello, la pantera descubre que allí, sobre la arena, es más libre que nunca. Muy confundida y temerosa todavía por las acciones inescrutables de Baster-kin, así como por el arma que este tiene en la mano, la pantera mira alrededor rápidamente en busca de un objeto más asequible para ventilar su rabia; allí, sobre la arena, está Adelwülf, tan congelado por el miedo que ni siquiera registra el grito de alarma repentina que se alza de la muchedumbre.
—¡Por fin te vas a enfrentar a este animal en condiciones de igualdad, hijo mío! —grita el lord.
A continuación, dando todavía muestras de un temerario desprecio por la pantera, abandona a Adelwülf a su suerte y vuelve junto a los hombres de Radelfer para transmitirles una última serie de órdenes, lo cual resulta más bien difícil, porque también ellos están aturdidos por lo que acaba de pasar y tan seguros de lo que ocurrirá a continuación que apenas lo oyen.
—¡Padre! —Como todos los presentes en el estadio, los hombres de Radelfer oyen el grito de Adelwülf, que sostiene la espada ante su cuerpo y cada vez es más consciente de que no le servirá de nada—. ¡El animal está suelto!
—Como los Bane, cachorro —contesta el lord—. Entonces, veamos cómo se comporta uno de los campeones de este gran escenario en una confrontación verdadera. No te da miedo, ¿verdad? ¿Y a tus compañeros? Al fin y al cabo, en cuestión de días… —Ahora queda claro que Baster-kin se dirige a los demás jóvenes del estadio e incluye a su hijo tan solo por pura formalidad—. Dentro de unos días, o tal vez incluso horas, ayudaréis a los hombres de mi Guardia a perseguir al ejército de los Bane por el Bosque hasta Okot, ese pueblo que hemos buscado tantas veces, siempre sin éxito alguno. Y allí destruiréis a esa tribu maldita y pondréis por fin las riquezas del Bosque al alcance de nuestro reino y podréis despejar sus tierras para que tengamos nuevos campos en los que cultivar el grano que tan desesperadamente necesita nuestra gente. Así que… demuéstrame, Adelwülf, que vuestras espaldas no son indignas de cargar con esas responsabilidades y que todos vosotros, atletas, sois capaces de asumirlas.
El resultado del enfrentamiento sobre la arena está tan claramente predeterminado que Adelwülf no puede evitar un grito.
—¡Padre! ¡No tienes derecho a hacer esto! —exclama mientras la pantera empieza a rodearlo lentamente, con una leve ondulación del lomo y el cuello. Cuando fija su mirada de ojos azules más atentamente todavía en Adelwülf, algo que ninguno de los presentes dudaría en jurar que es una sonrisa verdadera tuerce su boca cada vez más; mientras el joven Baster-kin, por su parte, se limita a mantener su temblorosa espada apuntada hacia el animal en todo momento, casi como si hubiera alguna posibilidad real de que le sirva para controlar los sentimientos que han crecido en su interior, tan cercanos al pánico.
—¿Y entonces, hijo mío? Veamos esa valentía para el ataque que necesitarás en los días por venir. ¡Y veámosla ahora mismo!
Pero ya no es necesario que Adelwülf demuestre nada en absoluto: con la aterradora agilidad común a todos los grandes felinos, la pantera ve que el joven empieza a echar el arma hacia atrás para preparar un ataque y se lanza de un salto adelante con toda la potencia de una flecha disparada por una ballesta. Sin guardián, cadena o cemento que la retenga, la pantera golpea con toda su fuerza en el pecho de Adelwülf, lo deja sin aire, le arranca la espada de las manos y lo deja tirado en el suelo. Todo el público de los bancos —que se ha puesto en pie, algunos buscando mutuo consuelo— grita y chilla de horror, convencidos en apariencia de la muerte lenta y agónica que está a punto de sufrir su amigo. Pero la pantera no es tan cruel como sus captores: una vez tiene a Adelwülf en el suelo, gira sin esfuerzo su cuerpo aturdido, de modo que quede con la cara enterrada en la arena, y luego, deprisa y sin emitir sonido alguno, hunde los caninos de ambas mandíbulas en el cuello y la espina dorsal, ahora expuesta, lo cual imposibilita todo movimiento, en especial los necesarios para respirar. El desgraciado Adelwülf, que se ha ensuciado de puro miedo antes incluso de llegar este momento, empieza a temblar involuntariamente, presa de los últimos estertores; en un instante, quizá por la falta de costumbre, aparecen los cuidadores seksent para impedir al menos que el animal lo descuartice.
—¡Estaos quietos, cerdos! —ordena Baster-kin.
Al oírlo, la pantera, que evidentemente tiene una sensación de libertad prolongada, aunque no de seguridad, empieza a roer y mordisquear distintas partes del cuerpo de Adelwülf, desprovisto ya de vida, lo cual provoca una serie de sonidos rápidos de desgarro, casi inaudibles, de tanta fuerza que tiene. Y lo hace, según entiende el público aterrado, no porque disfrute particularmente de la carne que así encuentra, sino para profanar a ese humano que, como es evidente, la ha torturado con frecuencia.
—Bueno, cachorro… —dice Baster-kin, con voz baja y tranquila. Luego se vuelve hacia la multitud que tiene detrás y levanta la voz—. ¡Vosotros, jóvenes del estadio! ¡Mirad! Este es el destino que os espera en el Bosque de Davon si no domináis vuestros nervios ahora. Aquí, mis hombres se van a quedar para decidir cuántos de vosotros merecéis verdaderamente la confianza de marchar junto a un khotor de mi Guardia hacia el Zarpa de Gato y, por orden del Dios-Rey y del Gran Layzin, si intentáis rehuir esa responsabilidad haciéndoos los incompetentes, igual que durante tanto tiempo os habéis hecho los valientes, seréis ejecutados aquí mismo y yaceréis junto a mi hijo.
A continuación, Baster-kin se acerca a la pantera.
—¡Cerdos seksent! —llama a los cuidadores—. Traed cadenas nuevas y encerrad a este animal.
—¿Ahora? Pero, mi señor, la fiera está libre y acaba de degustar…
—No temáis —responde Baster-kin, con la mirada firmemente clavada en los ojos de la pantera—. Mientras yo esté aquí no se atreverá a volverse contra quien camine conmigo.
La pantera se ha apartado al fin del cuerpo inerte de Adelwülf y, cumpliendo la promesa de Baster-kin, se somete a las cadenas nuevas mientras él mantiene fija su mirada. Cuando se la llevan, Baster-kin estudia por última vez a los jóvenes de ambos sexos que pueblan el estadio.
—En este momento todos me odiáis, ¿no? —les dice—. Por lo que os parece que he hecho a vuestro «camarada». Bien, fantástico. Usad ese odio, entonces, para fortaleceros contra lo que vendrá. Porque ahora mismo hablaba en serio: vais a necesitar todas las fuentes posibles de verdadera habilidad y valentía que seáis capaces de invocar durante la tarea que tenéis por delante. Porque lo que os espera en el Bosque está más allá de vuestra imaginación.
Sin preocuparse de echar una sola mirada a los últimos restos públicos de lo que él ya considera su antigua y fracasada familia, Baster-kin sale a grandes zancadas del estadio con la mente centrada en el nuevo futuro que cree haber construido, al fin, para sí mismo.