Fuego
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Heldo-Bah está plantado delante de un viejo fresno cuya corteza tiene unas arrugas tan profundas y una superficie tan rugosa que le recuerda a la piel seca y gris de una bruja vidente con la que en una ocasión trocó el cuchillo de un seksent a cambio de la garantía, totalmente infundada, de que la prostituta con la que había pasado una noche poco antes cerca de Daurawah —perteneciente, al menos en parte, a la raza de los saqueadores— estaba libre de enfermedades.
Deja que su cuerpo rígido caiga contra la corteza del tronco de fresno de tal modo que la cabeza golpea primero: ese es el efecto que tiene en su mente y en su alma la discusión airada que mantienen Keera y Veloc desde que él mismo regresara la noche anterior al campamento para contarles la noticia de que había descubierto el retiro de Caliphestros. Keera está convencida de que debe ir a presentarse sola ante este personaje tan importante, preocupada por la posibilidad de que Veloc y Heldo-Bah estropeen el asunto si la acompañan. Por su parte, Veloc no solo está preocupado por la seguridad de su hermana, sino también por su salud mental. Y a estas alturas Heldo-Bah ya solo tiene la esperanza de que alguien —un árbol noble y compasivo, si hace falta— lo deje sin conciencia de un golpe y ponga fin a la desgracia de tener que oír a sus amigos discutir una y otra vez los mismos puntos.
—Nunca en toda tu vida has mostrado respeto alguno por los principios de la Luna, Veloc —dice con brusquedad Keera a su hermano, con una ronquera en la voz—. ¿Por qué has de mostrar ahora una deferencia tan repentina?
—¡Ya te lo he dicho veinte veces, hermana! —protesta Veloc.
—… más bien cincuenta —murmura Heldo-Bah en voz baja y sin propósito alguno mientras su cabeza golpea una vez más el tronco del fresno.
—Una cosa es plantearse nuestra fe entre hombres y mujeres —declara Veloc, haciendo caso omiso de Heldo-Bah—. Te reconoceré que yo mismo lo he hecho a veces, a menudo por pura e idiota diversión. Pero por el podrido agujero del culo de Kafra, Keera, si metemos a la pantera blanca en persona en esta discusión…
—Estúpido… ¡me estás dando la razón! —grita Keera, con su cara redonda de un rojo iluminado—. Si, efectivamente, nos enfrentamos al animal que posee el espíritu más noble y poderoso de todo el Bosque, no se va a dejar engañar por tus repentinos aires de devoción y solemnidad. De hecho, cuando los adoptes nos matará más rápido todavía a todos. Puedes mentir tanto como quieras a las mujeres de las ciudades y pueblos que visitas, Veloc; puedes incluso, de vez en cuando, persuadir al Groba para que se crea tus cuentos; pero si crees por un instante que esa pantera no va a notar la falsedad de tu voz y tus palabras… Ya te digo, ni lo intentes siquiera.
—Y entonces… ¿qué? —quiere saber Veloc, con la voz exhausta.
—… el suicidio… —murmura Heldo-Bah.
Y a continuación resuena una vez más el golpe ahogado[188] de su cabeza contra el árbol.
—Pero ¿en serio propones que te dejemos ir sola a un lugar así, Keera? —insiste una vez más Veloc—. ¡Es una locura! Nos enfrentamos al mayor brujo que jamás hayan conocido los Altos, tan grande que ha creado en la peor parte de este Bosque una huerta que según Heldo-Bah llega a rivalizar, tanto en belleza como en riqueza, con cualquiera de los valles cercanos a Okot, o incluso con el del Meloderna…
—Muy superior, de hecho… —concede Heldo-Bah, esforzándose ahora por permanecer consciente, al tiempo que se agarra al tronco del fresno con las manos peladas, pero sin preocuparse demasiado por su situación.
—… y en ese lugar milagroso —continúa Veloc—, en ese lugar claramente gobernado por artes de brujería de una clase que ni siquiera podemos adivinar, vive este maestro de las artes negras con esa… ¡con esa criatura salvaje! Y todo eso, si puedo añadir algo, solo después de sobrevivir a un Halap-stahla, cosa que ningún hombre, ni ningún diablo, había logrado jamás. Me gustaría saber cómo te vas a enfrentar a un ser semejante.
—Es que no pienso hacerlo, idiota. —Keera acerca la cara con amargura a la de su hermano—. No me hará falta. Tanto la pantera como el brujo percibirán mi sinceridad y me tratarán con justicia: esos grandes espíritus no se rebajan a esa clase de maldad mezquina que has descrito, Veloc. Y luego, cuando ya les haya contado las… las peculiaridades que os adornan a ti y al pirado de nuestro amigo, ese de allí, ese que… —Keera mira al último miembro del grupo y para de gritar un momento—. Heldo-Bah, en el nombre de la Luna, ¿se puede saber qué te estás haciendo?
—Si la muerte me salvara de esta disputa… —dice Heldo-Bah, con los labios apretados contra las profundas arrugas de la corteza del fresno—. Entonces, os lo juro, casi le daría la bienvenida…
—¡Por la sangre de la Luna, Veloc! ¿Cuándo, dime, cuándo has interpretado tú una situación con más sabiduría que Keera?
Tras ver que no obtiene respuesta de Veloc, Heldo-Bah se aparta del árbol al fin y brama:
—Y además, en nombre de todo lo impuro, ¿por qué seguimos hablando de esto?
—¡Calla, loco! —murmura Veloc—. Podrían oírte… Si de verdad están solo a dos cuestas de aquí, el sonido sin duda…
—¿Que me van a oír, putero? —lo interrumpe Heldo-Bah—. Ahora sí que tu falsedad y tu estupidez han llegado a una nueva profundidad. Lleváis toda la noche los dos discutiendo a gritos. ¡No hay ni una criatura en todo el Bosque de Davon que no os haya oído! ¡Que me van a oír a mí! Espero de verdad que el brujo me oiga para que pueda venir y poner fin a toda esta estupidez… Y eso si no está ahora mismo por aquí. Es probable que sí. De hecho, puede que haya estado aquí todo este rato. —Sin volverse, Heldo-Bah señala con un dedo acusatorio hacia el árbol bajo el cual acamparon la noche anterior: un roble amplio que ofrece buen refugio al amparo de dos crestas del terreno, pequeñas pero de brusca elevación, que se juntan en la ladera de la montaña—. Sí, es probable que justo en ese maldito árbol, echándose unas buenas risas al ver lo ridículos e imbéciles que pueden llegar a ser los Bane…
Heldo-Bah se detiene de pronto, con el brazo todavía alzado.
—Aaah —suelta, como si fuera el último aliento de un hombre—. Tu maldita charla infinita, Veloc… Ficskel…
Esta vez la palabra no sirve tanto de maldición como de sumisa afirmación, casi una plegaria obscena; además, aunque Heldo-Bah tiene la parte superior de la cara moteada de sangre, pierde enseguida todo el color por dentro, al tiempo que la mandíbula inferior queda aún más abierta.
—Heldo-Bah —dice Keera—, ¿qué pasa? ¿No te habrás hecho daño de verdad, tontaina? —Se acerca a él y saca un pañuelito limpio, dispuesta a secarle la sangre de la frente y de toda la cara—. Parece que hayas visto algún demonio a punto de matarnos a todos…
—Y tal vez lo haya visto —dice Heldo-Bah—. Pero me equivocaba en un detalle. No están en el roble.
Con el brazo todavía en alto, señala —ahora con mucha más urgencia— justo a la izquierda del roble, donde, unos dos metros más allá, se levanta un bello olmo. Sus ramas delicadamente entrelazadas, como las del roble, llaman la atención por su entereza pese a alzarse tan arriba en esta montaña siempre barrida por el viento.
—La muerte y su doncella… ¿O era al revés? Da lo mismo. El caso es que están… En ese olmo.
Keera y Veloc se vuelven para seguir la dirección que señala su amigo y, al ver la causa de su boquiabierta alarma, también ellos dejan caer las mandíbulas.
En la intersección de dos largas ramas bajas del olmo descansa una forma pálida y reluciente, recogida como quedaría una lujuriosa tela blanca dejada sobre una mesa por alguien que esperase la llegada de unos honorables invitados, o acaso alguien que quisiera adornar un altar. Sin embargo, los pliegues de esa tela tienen un movimiento oscilante: porque, aparentemente, debajo hay algo que respira y las abundantes líneas que surcan la superficie no son, de hecho, arrugas en la tela sino pliegues de una musculatura poderosa. Hacia el extremo izquierdo destaca el brillo de dos globos verdes, como si los iluminara el sol, pese a que este está momentáneamente tapado por una nube. Por último, a cada lado dos patas largas y haraganas dan longitud y estabilidad a la aparición, mientras que hacia el final se agita con mucha, mucha suavidad una cola cuyos lánguidos movimientos no hacen pensar en la desidia, sino en la velocidad casi desprovista de esfuerzo con la que esa criatura podría causar la muerte ajena si así se le antojara.
Por encima de esa visión los tres expedicionarios apenas si consiguen distinguir otra forma: cuando la nube que tapaba el sol por un breve momento termina de pasar, se aclara la figura. Dos brazos humanos descansan relajados en las ramas del olmo como si fueran los reposabrazos de una silla, mientras que las piernas demediadas se apoyan en las corvas de la criatura que holgazanea por debajo. Un gorro de color negro desleído apenas consigue contener el cabello gris, veteado por mechones de un blanco níveo, mientras que la barba larga parece recién lavada y peinada, o incluso, dado su espesor, repasada con un cepillo de cerdas de jabalí. Sin embargo sus ojos, como los de la fiera, atrapan la luz del día de tal modo que casi parece lo contrario, como si en realidad irradiasen un fuego interno: el efecto se acrecienta por las francas sonrisas que muestran los rasgos de ambas figuras, al desconcertante estilo de los cazadores hambrientos cuando se ponen a jugar con lo que pronto será su próxima comida.
—Baja el brazo, Bane —dice el hombre en voz baja, señalando a Heldo-Bah con un movimiento de mandíbula. Luego se detiene, pensativo, y repasa sus propias palabras—. Vaya, esto sí que es extraño. Las primeras palabras que dirijo a otro ser humano en… —Agiliza enseguida la mente y se concentra de nuevo en los expedicionarios—. Deja que la sabia joven que os acompaña te cuide la cabeza. Cabe que te hayas hecho alguna herida pequeña, aunque no te culpo por ello. Es verdad que se trataba de una conversación indescifrable. Entretenida, sin embargo.
Keera es la primera en recuperarse. Encaja el pañuelo en las manos de Veloc y dice:
—Haz que se limpie.
Luego echa a andar hacia el olmo, de manera lenta y deliberada, con la intención de examinar a los visitantes, aunque se obliga a bajar la mirada hacia el suelo, en actitud respetuosa.
—Salud y larga vida para ti —murmura en voz baja, enojada por su incapacidad para evitar que le tiemble la voz—. Lord Caliphestros…
—Te lo agradezco, joven Keera —responde Caliphestros, en tono sincero y con un agradecido vaivén de cabeza—. Aunque el primero de tus deseos, lamentablemente, ya no es posible, y por el segundo apenas tengo un interés limitado. Pero… ¿por qué desvías la mirada?
—¿Acaso no es lo que debe hacerse? —pregunta Keera con cierta preocupación—. ¿Cuando alguien se encuentra con criaturas superiores como vosotros?
—Tetch—ataja Caliphestros—. Yo no soy eso. Aunque no estoy tan seguro por lo que respecta a mi compañera. Lo que sí sé es que no le gustan demasiado los humanos. En cuanto a su pertenencia total a este mundo… Bueno, aunque soy hombre de ciencias a menudo lo he puesto en duda. Mas ¿por qué os soprendéis todos tanto? Sin duda fuisteis vosotros los que, hace algunos años, vinisteis a nuestra casa después de recibir el paquete con los documentos que os entregó mi amiga.
Keera se estremece al entenderlo de repente y se vuelve deprisa hacia Veloc y Heldo-Bah.
—Las cartas…
—Así que, efectivamente, era él —responde Veloc en voz baja—. Tal como tú sospechabas, Keera.
Heldo-Bah cierra los ojos.
—Gracias a las pelotas doradas de Kafra y a la mismísima Luna que nos preocupamos de entregar esas malditas cartas…
—No lo entiendo —dice Caliphestros—. Está claro que al ver quién era mi mensajera y luego seguirla hasta nuestra casa…
—Pero es que nunca la llegamos a ver, mi señor —responde Keera—. Encontramos la bolsa de cuero en el centro de nuestro campamento al despertarnos una mañana. Y, si bien es cierto que seguimos las huellas de una pantera que nos pareció que podía ser la blanca de la leyenda, y nos llevó hasta lo que creímos que sería tu campamento, nunca os vimos a ninguno de los dos. Ciertamente Heldo-Bah, que está allí…
Heldo-Bah mira a Keera como si al señalarlo con el dedo casi hubiera firmado su sentencia de muerte, pero llega a levantar la mano con gesto débil e inclina la cabeza.
—Mi señor —farfulla, sin saber qué más decir.
—… pensó que era probable que la pantera cuyo rastro habíamos seguido te hubiera matado y comido, y eso explicaba que, pese a estar el campamento perfectamente atendido, no se viera ninguna señal de vida.
Caliphestros se echa a reír, claramente complacido por todos los aspectos de esta historia. Baja la mirada hacia la pantera, que vuelve la cabeza hacia él y abre y cierra lentamente varias veces los ojos con profundo afecto, sabedora, según parece, de que ella es al menos una de las causas de la alegría de su compañero. El anciano alarga una mano para rascar la coronilla de la cabeza, que, rematando el poderoso cuello, se inclina al encuentro de sus dedos.
—Esta tiene una inteligencia verdaderamente infinita.
Caliphestros levanta de nuevo la mano y señala una vez más a los expedicionarios.
—Al ver que volvía tan pronto supe que vosotros, u otros Bane tan capaces como vosotros, andabais por ahí cerca y que, como sois miembros de una raza curiosa e intrépida, no podríais evitar al menos un intento de encontrar la guarida de la que, muy probablemente, pensaríais que era la legendaria pantera blanca del Bosque de Davon, cuyas huellas podríais reconocer cerca de la bolsa de cuero al encontrarla. Por eso nos retiramos a nuestra cueva y os dejamos con todas las dudas por las circunstancias misteriosas que habíais encontrado. Dejadme tan solo que diga que os debo una enorme gratitud, pues si no hubierais llevado esa bolsa tan decentemente a mis acólitos yo no habría sobrevivido tantos años.
Heldo-Bah clava un codazo en el costado de Veloc.
—Hala, ¿lo ves? Te lo dije, ¿no? ¿Te dije que entregar esas cosas sin avisar a los Groba sería beneficioso y decente, tal como acaba de decir él?
Veloc devuelve como puede el brusco golpe de su amigo y susurra:
—Solo que la palabra «decente» nunca pasó por tu boca mentirosa.
Caliphestros ve que Keera alza la cabeza un instante para hurtar una mirada a la pantera y luego baja de nuevo los ojos en actitud deferente; el anciano mueve la cabeza en señal de reconocimiento verdadero, que aumenta al oír que Stasi empieza a ronronear.
—Se diría que mi compañera también reconoce su deuda con vosotros. Ha recordado vuestro olor y en particular desea que tú, Keera, te sientas a gusto. Deberías tomarlo como un honor, pues no solo tiene por norma desconfiar de los humanos, sino que casi siempre está dispuesta a asesinar a cualquiera que se cruce en su camino.
—Por supuesto que lo tomo como un honor, señor —dice Keera, aún con gran humildad—. Porque ella es célebre entre nuestra tribu por ser el más recto y poderoso entre los espíritus del bosque, un alma noble con un corazón inmenso. Uno de nuestros expedicionarios sigue diciendo que hace mucho tiempo vio cómo mataba a prácticamente todos los miembros de una partida de caza de Broken.
Caliphestros sigue estudiando a la joven Bane.
—Tu homenaje está bien expresado, joven. Hace tiempo que conozco el respeto que los tuyos sienten por los grandes felinos del Bosque. Pero en ti hay algo más, algo más que mero temor o respeto.
—Sí, mi señor —responde Keera con un rápido asentimiento—. Si no os parece inaceptablemente vanidoso por mi parte que esté de acuerdo.
—No me lo parece. Eres una mujer que exhibe una fuerza elegante, integridad, profundo conocimiento y compasión. Nunca pidas perdón por esas cualidades, Keera, porque en el perverso y mendaz mundo de los hombres son las virtudes más refinadas y poderosas cuya posesión se puede desear. —Caliphestros se inclina hacia delante y se acaricia la barba gris como si de pronto se diera cuenta de lo larga que la lleva y de la medida en que buena parte de esa extensión ya no es gris, sino blanca—. Así que, por favor, levanta la mirada si es que puedes soportar la visión de un hombre mutilado y en pleno deterioro, para que podamos conversar mejor. En cuanto a Stasi, si tus amigos no le sostienen la mirada demasiado tiempo hasta que empiece a tolerar sus olores como le complace hacer con los tuyos, no los atacará. No mientras tú estés presente, en cualquier caso.
Con afán y, sin embargo, lentamente, Keera alza la cabeza y permite que sus ojos recorran toda la longitud de la pantera y se posen luego en las joyas verdes que lleva incrustadas en el altivo rostro; por un instante siente un profundo escalofrío de lúgrubre reconocimiento.
—Se… Se dice en nuestro pueblo que es tan aterradora porque saltó directamente de las entrañas de la Luna, que le dio su color, su brillo y su inmenso poder…
—Ya he oído ese cuento. —Caliphestros levanta la cabeza, cada vez más intrigado por esta pequeña mujer de gran sabiduría—. Pero tú crees que no fue así…
—Yo… con todos mis respetos, mi señor, yo creo que sé que no fue así.
—¿De verdad? Y me puedes llamar Caliphestros, Keera. Ese fue mi nombre cuando había otros humanos para usarlo, así que supongo que ha de serlo de nuevo. —Se le ocurre una idea—. ¿Por casualidad sabes lo que significa tu nombre?
Keera menea enseguida la cabeza.
—No, Caliphestros.
Heldo-Bah, que no deja de contemplar esa escena extraordinaria, empieza a gimotear mientras inclina el tronco superior adelante y atrás sin parar.
—Acaba de llamarlo por su nombre, sin título de señor. Somos hombres muertos, muertos, muertos…
—Basta —sisea Veloc, al tiempo que atiza un coscorrón a su compañero.
—Vosotros dos, guardad silencio —dice Caliphestros, más enérgico que enfadado.
Sin embargo, su tono implica la severidad suficiente para que la pantera subraye el comentario mirando a los dos hombrecillos y suelte el gruñido grave y corto que esas criaturas suelen usar para advertir a quienes están junto a ellas. El anciano alarga un brazo para acariciarle la grupa y vuelve a mirar a Heldo-Bah y Veloc.
—No deis por hecho que mi gratitud es infinita —les dice—, porque sé que las expediciones para conseguir avituallamiento, aun siendo vitales para la supervivencia de vuestro pueblo, también se usan en ocasiones como castigo. Y a primera vista vosotros dos tenéis la típica expresión contrita que señala a los Bane que han emprendido una expedición precisamente bajo esas circunstancias desgraciadas. —Con toda deliberación, Caliphestros suaviza de nuevo la expresión y el tono cuando vuelve a mirar a Keera—. Tu nombre viene muy del sur —sigue explicando—. Del imperio sasánida, al que algunos llaman Persia. ¿Sabes algo de él?
Keera, modesta, niega con la cabeza.
—No, Cali… —Se le quiebra la voz—. Pido perdón, pero… ¿no puedo llamarte «mi señor» de momento? De lo contrario, me siento impertinente. Quizá con el tiempo eso cambie…
—Cada vez más sabia… —replica Caliphestros, con un par de inclinaciones de cabeza—. Muy bien, Keera. Es un nombre bonito, precioso de hecho, aplicable a quienes tienen el don de la visión; el don de ver lejos y de verdad, en todos los sentidos. Y sospecho que tú lo tienes.
—Sí que lo tiene, mi señor —dice Veloc, llevándose una mano al pecho, al tiempo que extiende el otro brazo por delante para adoptar su mejor pose de historiador. Luego sigue declamando en tono de farsa—: No hay mejor rastreadora en nuestra tribu, ni una cabeza más sabia…
—Hablando de cabezas, muchacho —lo interrumpe Caliphestros—, si quieres conservar la tuya y el cuello que la sostiene, cierra la boca mientras no se te pregunte tu opinión. —Dedica a Keera una mirada bastante conspiratoria—. Tu hermano, ¿eh? Te he oído mencionarlo en la discusión. Y sirve para explicar con facilidad por qué alguien como tú mantiene un acompañante tan cuestionable como este.
—Sí, mi señor —responde Keera—. Pero no es tan tonto como a veces parece. De hecho, es un buen hombre, pero siempre ha tenido la ambición de ser el historiador de nuestra tribu, cosa que a menudo le lleva a darse demasiados aires.
—Historiador, ¿eh? —repite Caliphestros—. ¿De verdad? ¿Y a qué escuela de historiadores perteneces, Veloc?
Veloc adopta de nuevo pose de orador y pregunta:
—¿Mi señor? Me temo que no os entiendo. ¿Escuela de historiadores?
—Sí —contesta Caliphestros, claramente entretenido—. La historia es, entre otras muchas cosas, una larga guerra, Veloc. Una guerra entre facciones, cada una de ellas tan fanática como cualquier ejército. Entonces, ¿eres un analista, por ejemplo, como el gran Tácito? O tal vez busques lecciones morales en la vida de los grandes hombres, como hacía Plutarco. —Al ver la consternación total que adorna los bellos rasgos del Bane, el anciano intenta no reírse en voz alta y sigue preguntando—: ¿No? Quizás admires los libros del estimable Bede, del otro lado de los Estrechos de Seksent. Fue mi amigo en otros tiempos, aunque ignoro si vive todavía.[189]
—No conozco ninguno de esos nombres, señor. —La máscara de orgullo de Veloc, ahora socavada por la confusión, se vuelve aún más absurda—. Y debo preguntar: ¿qué tendrá que ver la historia con los libros?
—Ah —responde Caliphestros—. Entonces tú eres de los que declaman los cuentos de la historia, ¿verdad, Veloc?
El bello Bane se encoge de hombros.
—¿Qué otra cosa puede hacer un verdadero historiador, mi señor? Si la historia se registrara en los libros, vaya… ¿Cómo sabríamos quién la ha puesto allí? O dónde se originó, y cuál de sus partes es un hecho, cuál es leyenda y cuál puro mito. Solo el conocimiento oral, transmitido de una generación a la siguiente, de un hombre sabio a su pupilo, una y otra vez, puede ofrecernos la integridad: si uno de nosotros mintiera, sus colegas probablemente lo pillarían, mientras que las mentiras de un hombre que escribe libros lo sobreviven largo tiempo, hasta cuando no queda nadie ya que desvele sus engaños.
Caliphestros se acaricia la barba lentamente y estudia a Veloc unos instantes en silencio.
—O es más inteligente de lo que suena y parece —musita el hombre en voz baja— o no se ha dado ni cuenta de que acaba de vislumbrar una verdad profunda. Y no estoy seguro de cuál de las dos posibilidades me desconcierta más. —Caliphestros abandona sus ensoñaciones y fija la mirada gris de nuevo en Keera—. Entonces, mi muchacha de vista aguda, has visto algo en la cara de Stasi antes de que nos interrumpieran. O, al menos, eso creo.
—Tal vez me equivoque, señor —murmura cuidadosamente Keera—, pero… me he fijado en una cosa, algo que algunos animales, incluso cuando son tan distintos como un hombre y una pantera, pueden percibir mutuamente. La pérdida, la muerte de un ser querido. De algunos seres queridos.
La frente de Caliphestros se frunce de pronto con un profundo pesar.
—¿Has perdido a tus hijos?
—Todavía no —responde Keera con voz suave—. Pero… mi marido. El único hombre al que he amado. —Asiente enseguida, sin volverse, en dirección a sus compañeros—. Amado, quiero decir, como debe amar una esposa: con afecto, admiración y…
Se detiene en una pausa que Calpihestros se presta a llenar para la púdica Keera.
—Y deseo, mi niña. ¿Eh? —Tras una rápida inclinación de cabeza por parte de ella, el anciano añade—: No hay nada malo en ello, Keera, nada que deba avergonzarnos, salvo a quienes nunca hayan conocido un amor así. ¿Fue por la enfermedad que ha golpeado a los tuyos?
A Keera le tiemblan los labios igual que le ha ocurrido al anciano apenas un instante antes; en su desesperación por conservar la dignidad, pasa por alto el hecho de que Caliphestros parece conocer ya la existencia de la plaga de Okot.
—Él… cayó hace unos pocos días. La peste ha llegado a distintas partes de la ciudad que llamamos Okot. Dos de mis hijos también están…
Keera lucha contra la oleada del llanto que le asciende por el pecho y el cuello; sin embargo, al fin se le escapa una lágrima solitaria que cae gruesa en el pecho y resbala por él.
La pantera inclina hacia delante sus puntiagudas y copetudas orejas y levanta la altiva cabeza. Sin embargo, sus ojos verdes no se concentran en el bosque que rodea al campamento, sino, al parecer, en el rostro de Keera. ¿O será en su cuello? Veloc y Heldo-Bah se lo preguntan con un intercambio de miradas rápidas y preocupadas. Luego, dejando a Caliphestros en su atalaya y con un movimiento casi imposiblemente ágil, la pantera prácticamente se derrama desde el olmo hacia el suelo, por el que echa a caminar suavemente hacia la mujer Bane.
Mientras Heldo-Bah se tapa la cara en un gesto de pánico y horror, Veloc levanta el arco corto a toda prisa por encima del hombro, carga una flecha, y toda su pose pomposa y estúpida desaparece mientras ejecuta ese gesto con experiencia. Luego tensa la cuerda y apunta al pecho de la pantera.
—¡Keera! —exclama—. ¡Apártate, corre! ¡No puedo disparar!
—¡Baja el arco, historiador! —ordena Caliphestros, al tiempo que alza un brazo y extiende la mano en clara amenaza—. En vez de hacernos daño, esa agresión temeraria solo puede enojarnos, tanto a mi compañera como a mí.
Keera, que no ha dejado de mirar a los ojos de la fiera, se limita a asentir y muestra los dedos abiertos a su espalda.
—No pasa nada, Veloc. Aparta el arco…
{ii:}
—No lo pienso apartar —responde Veloc mientras alza el arco tenso para apuntar, ahora, a Caliphestros—. Si no puedo apuntar al animal, anciano, entonces tú sufrirás por él, salvo que de verdad tengas algún hechizo capaz de detener una flecha.
Caliphestros suelta un suspiro.
—Mal «brujo» sería si no lo tuviera, historiador. —Ahora que los brazos de Veloc se han movido, el anciano ya no parece preocupado pese a que la flecha amenaza su vida. Al notarlo, la tensión de Veloc en el arco empieza a aflojarse—. Entonces tienes un poquito de la sabiduría de tu hermana —sigue el anciano—. Bien. Porque en esto no hay nada que temer.
Mantiene la mano extendida, pero vuelve la palma hacia arriba al señalar a Keera y la pantera.
Mientras permite que la cuerda de su fuerte arco se afloje un poco más, Veloc contempla con asombro a la poderosa cazadora que se acerca a Keera: llama la atención que no haya malicia ni hambre alguna en la expresión del animal, ni revela su cuerpo ningún indicio de andar al acecho. Aunque confusa y algo incómoda, Keera aguanta con firmeza; y cuando su rostro está al mismo nivel que el de la pantera, separados apenas por unos palmos, ve que el felino no pretende hacerle ningún daño.
—Se te dan bien las criaturas, por lo que veo, Keera. Y tú les gustas —afirma Caliphestros con voz tranquila—. Sí… es un gran don. Solo conozco a otra como tú…
Al parecer, el anciano no puede seguir hablando de eso; aprieta las mandíbulas, cuyo temblor basta para delatar la batalla que se está produciendo en su interior.
El hocico de la pantera, de un denso color rojo y, en apariencia, duro como el cuero, es sin embargo de una delicadeza absoluta cuando se mueve hacia un punto a escasos centímetros del rostro de Keera, tan cerca que la rastreadora alcanza a oír el olfateo y los silbidos que suenan en él, así como sus breves, brevísimas exhalaciones.
Tras encontrar el punto exacto del rostro de Keera en que ha caído la única lágrima, la pantera blanca olisquea con mayor delicadeza aún el pequeño rastro de sal y humedad que queda todavía; y luego muestra su lengua áspera y rosa. Mientras su aliento habla de las piezas que ha cazado recientemente, la mera punta de ese largo órgano lame la lágrima y su rastro para borrarlos del rostro de Keera.
Todo el cuerpo de Keera tiembla; sin embargo, el estremecimiento se calma a medida que crece la confianza y se forma el principio de un vínculo. Cuando la rastreadora empieza a levantar una mano mira a Caliphestros como si le pidiera permiso para tocar a la criatura.
—Creo que ahora estás a salvo —responde el hombre, con la tranquilidad que Stasi le transmite, por medio de sus actos, acerca de su acierto al confiar en estos tres Bane, especialmente en la mujer joven.
Keera, mientras tanto, pasa su mano por el culo arqueado y de sólida musculatura de la pantera y luego sube los dedos para rascarle detrás de la oreja. Al notarlo, la pantera empieza a ronronear de nuevo y a lamerle la cara de un modo ya no tan delicado pero más gozoso.
—Parece —apunta Caliphestros— que Stasi te ha entendido con exactitud, Keera.
—Stasi —murmura la mujer Bane con una sonrisa amistosa y sin dejar de acariciar y rascar la cabeza y el cuello de la pantera—. ¿Qué significa?
—Significa que es una criatura del renacimiento —responde Caliphestros—. De la resurrección, como pronto descubrirás.
El anciano se ríe con afecto al ver que la pantera apoya una zarpa en el hombro izquierdo de Keera y otra en el derecho, manteniendo casi todo el peso apoyado en las patas traseras, y sigue limpiando delicadamente la cara de la mujer Bane, y luego el cuello y el pelo: exactamente lo que haría si Keera fuera su cachorro. En medio de este momento de apariencia imposible, solo Veloc sigue pareciendo momentáneamente asustado, pero Caliphestros descarta la fraternal preocupación del Bane con un vaivén de la mano.
—No te preocupes, Veloc —le avisa—. Solo está reconociendo a su nueva amiga, una amiga que sin duda le ofrece mucho más entretenimiento que el único compañero que ha tenido en estos diez años.
—¿Diez años? —repite Heldo-Bah—. ¿Has estado en esa cueva con esta fiera diez años? No me extraña que estés loco, viejo.
—¡Heldo-Bah! —lo regaña Veloc.
—Bah, cálmate, Veloc —responde Heldo-Bah—. Si pudiera transformarnos en sapos lo habría hecho cuando has amenazado con matarlo.
—Te crees tan listo como repulsivo eres, ¿verdad, expedicionario? —se dirige Caliphestros a Heldo-Bah—. Bueno, te advierto: deshazte de la creencia de que simplemente por no ser todo eso que los hombres temerosos e ignorantes dicen que soy, carezco por completo de… «artes». —La expresión de Heldo-Bah cambia, con su velocidad característica, para recuperar su temor juvenil; sin embargo, las siguientes palabras de Caliphestros están calculadas para que tanto él como los otros dos Bane se sientan más cómodos—. Aunque no hay ninguna razón para que esos que a partir de ahora serán nuestros enemigos comunes en Broken se enteren nunca de nada que os haya dicho, u os pueda decir en el futuro, acerca de mis «artes» o de sus limitaciones.
Keera alza la mirada hacia el anciano.
—Hablas de aunar esfuerzos contra Broken, mi señor. Si has escuchado nuestra discusión el rato suficiente ya sabes que hemos venido a pedirte ayuda contra los Altos, que, según parece, han decidido al fin destruir nuestra tribu con métodos tan horribles como cobardes. ¿Tus palabras significan que pretendes prestarnos esa ayuda?
—¿Prestar? —Caliphestros le da vueltas un momento a la palabra—. Ciertamente, haremos causa común, Keera. Pero, por favor, sigamos con la conversación en el hogar que comparto con Stasi o, mejor dicho, en el hogar que ella ha tenido la amabilidad de compartir conmigo durante muchos años. —Con distintos chasquidos y silbidos, Caliphestros intenta convocar a la pantera, que a estas alturas está tumbada boca arriba en el suelo del bosque para que Keera pueda acariciarle la barriga—. ¡Vamos, Stasi! —llama el anciano—. Tenemos mucho que hacer y antes me has de sacar de este árbol…
Caliphestros recoge sus muletas, que estaban escondidas entre las ramas del olmo, y espera a que la pantera salte de nuevo y ascienda por el tronco. El animal adopta una posición que permite al hombre recuperar con facilidad su postura habitual, a horcajadas en su grupa, y luego baja al suelo con cuidado.
—Felicidades, señor Caliphestros —dice Veloc—. Habéis adiestrado bien al animal.
—Y tú —contesta el anciano mientras se acomoda mejor a lomos de Stasi ahora que la asombrosa pareja está ya en tierra firme— eres un idiota ignorante, Veloc, si crees que un ser tan altivo y de tan fuerte voluntad como una pantera de Davon, y especialmente esta pantera de Davon, puede ser «adiestrada» por una criatura tan débil como un hombre. Ella decide cada paso que da, cada opción que elige. No hay amos y sirvientes aquí, Veloc. Recuérdalo si quieres sobrevivir en la gran empresa en que nos vamos a embarcar.
Heldo-Bah suelta un gruñido de mofa en dirección a su amigo.
—Qué tonto lamebotas… —Luego alza la mandíbula hacia las muletas de Caliphestros—. ¿Qué son esos mecanismos que llevas ahí, viejo? —pregunta con un punto de arrogancia—. No reflejan precisamente una gran brujería.
Mientras se ata la plataforma que le sirve de única «pierna» y luego se sirve de las muletas para ponerse en pie y renunciar al apoyo de Stasi, Caliphestros mira a Heldo-Bah con la amenaza justa en los ojos para reforzar su siguiente comentario.
—Puede que sea un viejo, expedicionario, o incluso la mitad del hombre que fui; pero no apesto hasta el cielo ni adopto aires pomposos con los recién conocidos cuyos verdaderos poderes aún no puedo imaginar y cuya ayuda necesito desesperadamente. Así que, como se te ocurra dirigirte a mí con cualquier forma menos respuestuosa que «mi señor» a partir de ahora, descubrirás las cosas menos amistosas que pueden hacer un «brujo» y una pantera.
Con cara de momentánea preocupación, Caliphestros renquea hasta el punto en que permanece Keera, suelta una muleta para levantar la mano y señala rápido a Veloc y Heldo-Bah.
—Tengo mucha equipación y algunas provisiones, Keera, que han de viajar a Okot con nosotros… Pero supongo que entre tú y tu hermano podréis cargar con lo que Stasi y yo no podamos. —El anciano hace una pausa y luego habla con más certeza—. ¿De verdad es necesario que dejemos con vida a ese tontaina? Y, si ha de seguir vivo, ¿no podemos decirle que vaya por delante de nosotros hasta Okot?
—Se quejará, mi señor —responde Keera—. Pero es útil para cargar tanto con los objetos de mucho peso como con los delicados. Y si nos encontramos con alguna expedición que haya salido de Broken o con nuestros propios Ultrajadores…
Caliphestros asiente, no tanto porque esté impresionado, como para mostrar su conformidad.
—Ya veo… Un hombre con talento para la violencia, ¿verdad? Y lo parece. Muy bien, entonces. Echémonos al menos una buena comida al vientre mientras preparo las provisiones necesarias y luego dormiremos unas cuantas horas sobre plumas de ganso antes de empezar. Los expedicionarios Bane, si no me equivoco, preferís viajar de noche, como Stasi. Entonces, saldremos cuando ya esté la Luna en lo alto. Tenemos una tarea muy importante que atender antes de partir hacia Okot.
—¿Plumas de ganso y buena comida? —dice Heldo-Bah—. Ya me empiezas a caer mejor, oh, Caliphestros, señor todopoderoso.
Está a punto de darle una palmada de buen humor a Caliphestros en un hombro, pero el anciano se vuelve y con una sola mirada deja de piedra al alocado expedicionario.
—Tocar mi persona, así como el sarcasmo, son actividades a incluir en la lista de aquellas que puedes emprender a costa de tu vida, Heldo-Bah. —El anciano desvía de nuevo la mirada y murmura—: Qué nombre tan absurdo. He de dar por hecho que quien te lo puso te estaba gastando una broma de mal gusto.
—Y como tal ha funcionado durante gran parte de mi vida —concede Heldo-Bah.
Caliphestros no consigue reprimir una risilla. Nunca ha soportado a los tontos graciosos; pero con aquellos que en algún profundo rincón de su alma saben hasta qué punto es cierta y grande su tontería a veces puede ser algo distinto; y empieza a sospechar que Heldo-Bah pertenece a esa categoría.
Keera habla con muestras de respeto constantes, pero no sin atrevimiento.
—Pero, mi señor, ¿qué tarea puede ser tan importante como para impedir que marchemos directamente hacia Okot?
El anciano rebusca en la túnica que lleva bajo el abrigo y saca algo que parece un ramo de flores envueltas en torno a un palo brillante. Insta a la confundida Keera a acercarse, pero ella duda: igual que sus compañeros está viendo el brillo misterioso del oro entre las flores y hojas, y Keera sabe que se pueden plantar encantos brujeriles y hechizos con elementos mucho más humildes que el oro y unas flores silvestres como estas. Sin embargo, tras una nueva presión, aún más insistente, la rastreadora se acerca al fin a Caliphestros… Y se asombra al descubrir que sostiene una flecha dorada, exactamente igual que las que los tres expedicionarios vieron en el cuerpo del soldado muerto en el Puente Caído, y que en torno a la flecha hay unos flecos enredados de musgo, así como tallos y pétalos de diversas flores particularmente famosas y llamativas. Lo primero que se ve son unos fajos bien prietos de color amarillo verdoso cuya forma recuerda en general a las de las piñas de abeto, aunque tanto la textura como el color son más frescos y llenos de vida; lo segundo es una flor pequeña con forma de estrella, del más leve tono amarillo, que crece en amplios ramilletes; por último, hay un grupo de flores grandes y carnosas, pero delicadas, con tallos gruesos, pétalos morados que parecen conchas y unas anteras amarillas apretujadas en el centro.
Keera señala primero la flecha.
—Pero… esto es…
—Sí —dice el viejo, que acompaña el asentimiento con un vaivén de cabeza—, viene de un cuerpo que, a juzgar por la expresión de tu cara, vosotros tres habéis visto recientemente. El musgo que mi… mi mensajera arrancó con la flecha crece en las rocas y en los árboles que se alzan sobre el Zarpa de Gato, sobre todo en aquellos lugares donde se levantan los puentes naturales, pues allí las formaciones rocosas se intercalan con el suelo fértil para que los árboles tengan vida suficiente para crecer. En este caso, sospecho que la flecha ha de proceder del lugar que tu gente llama Puente Caído.
Keera asiente y murmura:
—Sí.
La rastreadora mira hacia atrás, a su hermano, y ve que él y Heldo-Bah están intercambiando expresiones de preocupación.
—No ha de darte miedo —dice Caliphestros a Keera, refiriéndose a la flecha—. La enfermedad de la víctima no sobrevive en la flecha, y mucho menos después de que yo la lavara con una solución de lejía y cal. Cógela, pues, y cuéntame qué te dicen las flores.
Keera agarra el ástil de la flecha con un estremecimiento; sin embargo, al estudiar las flores se le pasa la sensación y pone cara de asombro.
—Esas dos no tienen ningún misterio. —Señala las más pequeñas: las de amarillo verdoso arracimadas y las estrellas amarillentas—. Las primeras son de lúpulo silvestre, como el que cultivamos en el Bosque para comerciar con los Altos. Ellos las usan para destilar una cerveza especial,[190] una bebida que enloquece a los jóvenes. Se la beben en el estadio de Broken, tanto si participan en los juegos como si se limitan a verlos, y la desean con tal ansia que hemos llegado a intercambiar sacos de lúpulo por instrumentos que requerían nuestros sanadores. Estos ramilletes más bonitos —sigue la rastreadora, con apenas un ligero temblor en el dedo que señala las que tienen forma de estrella— son de glasto, que se puede usar para hacer tinte añil, pero también como medicina para excrecencias, sobre todo internas. Aunque solo si el sanador es sabio y conoce la cantidad que debe usar. —El placer que produce en Caliphestros el conocimiento de Keera se hace evidente. Sin embargo, algo en su expresión indica que no esperaba menos de ella; por eso intenta hablar con más seguridad—. En cambio estas flores moradas son campanillas de la pradera[191] y no se encuentran en el Bosque de Davon, ni a lo largo del Zarpa de Gato ni, de hecho, en ningún otro lugar que no sean los Valles y las llanuras más fértiles. En Broken solo crecen en el Valle del Meloderna, que yo sepa.
—¿Y sus propiedades? —añade Caliphestros.
—Tienen muchas —responde Keera—. Alivian los dolores de las mujeres y garantizan partos saludables; por supuesto, eliminan todos los dolores de estómago y abdomen, así como los de huesos, sobre todo la columna; y sirven para tratar las fiebres más serias.
—Todo cierto —concede Caliphestros—. Una flor medicinal formidable, sobre todo si tenemos en cuenta su delicadeza y su belleza. Ahora, observa los tallos de cada planta. ¿Qué te dicen?
Keera estudia cuidadosamente los tallos.
—Alguien los cortó con un cuchillo, sin duda —contesta—. El lúpulo y el glasto los puedes haber cortado tú mismo, mi señor, aquí en la montaña. Pero… ¿cómo has conseguido campanas de pradera? ¿Y la flecha?
Caliphestros empieza a contestar con voz entrecortada.
—He… convencido a un viejo conocido de que me traiga una nueva reserva de campanas de pradera a principios de cada primavera, que es su estación. Estas, junto con la flecha, las he recibido hoy mismo antes de venir hacia aquí.
—Quienquiera que sea ese conocido, mi señor —observa Heldo-Bah, impresionado por esta historia—, se trata de alguien muy leal y con un par de pelotas. Desde aquí hasta el Zarpa de Gato y luego más allá hacia el Meloderna es un viaje mortal para recoger apenas una colección de flores y tan poquito oro que casi no tiene valor.
Caliphestros alza la mirada hacia las copas de los árboles con gesto irritado y luego murmura a Keera:
—¿Se acostumbra uno a las interrupciones? ¿De verdad que no deberíamos deshacernos de él ahora mismo?
—Es útil para algunas cosas, como te decía. Pero no puedo prometer que te vayas a acostumbrar a sus comentarios estúpidos.
Caliphestros da su conformidad con una inclinación de cabeza.
—Muy bien, entonces… Examina los tallos de las flores. ¿Qué te dicen las marcas del cuchillo?
—Las flores son demasiado valiosas y frágiles para arrancarlas como mera decoración, o para cortarlas a guadaña, o con una hoz —responde Keera, desconcertada al principio. Sin embargo, su consternación dura poco—. Pero su principal propósito es curativo. Todas, cada una a su manera, pueden participar en una lucha contra las fiebres más serias.
—¿Y entonces?
—Entonces… hay fiebres por todo el Meloderna. Si están recogiendo estas plantas en grandes cantidades, son fiebres mortales. —Se detiene y respira con rapidez—. Entonces, ¿la plaga también se ha extendido por Broken, además de Okot?
—Suponiendo que sea una plaga —responde Caliphestros—. Efectivamente, en algún lugar del reino del Dios-Rey hay una fiebre terrible. Es probable que sea en muchos sitios si, como tú misma dices, están recogiendo estas flores en tales cantidades que mi mensajera lo tuvo fácil para encontrarlas apiladas.
—¿Y la flecha? —pregunta Keera—. Nos dice que el hombre murió asesinado por los sacerdotes de Broken, pero no nos explica por qué. Y su muerte ocurrió lejos del Meloderna.
—Cierto. No nos explica las razones por las que lo mataron, o al menos no del todo. Pero dejémoslo de momento. Ya hablaremos de esto más adelante, dentro de la cueva de Stasi. Ayuda a tus compañeros y reúnete con nosotros en cuanto puedas.
El anciano empieza a renquear de nuevo y la gran pantera adopta su posición vigilante, por delante de él y a la distancia justa para poder ver sin intromisiones a los expedicionarios, que observan la partida de la pareja con tres rostros perplejos.
{iii:}
—Desde luego, su mente no parece afectada por todo lo que ha soportado —opina Veloc mientras contempla la desaparición de Caliphestros y la pantera blanca, tan mágica en apariencia, más allá de la siguiente loma—. Aunque apostaría a que ese rollo de que no es un brujo es puro cuento.
—¿Y lo culpas? —pregunta Keera—. Mira el castigo que recibió del Dios-Rey y de los sacerdotes de Kafra por detentar ese título.
Un aleteo repentino detiene la conversación; son las alas pequeñas y activas de un pájaro moteado que desciende hasta una rama justo por encima de los expedicionarios mientras chasquea el pico y suelta un leve cloqueo.
—Pa-mento! —estalla el pájaro sin dejar de aletear con energía ante los Bane—. Pa-mento! Kau-ee-fess-tross!
Keera mira a sus incrédulos amigos.
—Creo que ahí tienes una pequeña insinuación de sus poderes como brujo, Veloc —dice. Luego se dirige al pájaro—. Dile a tu amo que no se preocupe. ¡No tardaremos!
Pero el pájaro no se mueve.
—Oh, espléndido —gruñe Heldo-Bah mientras los tres expedicionarios se disponen a recoger el campamento—. ¿Ahora resulta que he te tener cuidado con lo que digo delante de cualquier animal del Bosque de Davon para que no se vaya a informar al viejo tullido?
—De momento —responde Veloc—, yo te lo recomendaría. Y también que te aprendas dos o tres expresiones nuevas para dirigirte a él, Heldo-Bah. Está claro que no sabemos qué es en realidad, ni qué poder tiene sobre cuántas criaturas.
—Cierto, hermano —concede Keera mientras da unas patadas para cubrir de polvo los rescoldos llameantes, pero sin dejar de estudiar con admiración al estornino, pues ha empezado a sospechar con razón que el habla del pájaro se debe a un antiguo conocimiento, no a la brujería—. ¿Y te has fijado en una cosa particular? El estilo sin esfuerzo con que persuade a la pantera para que cumpla sus órdenes… ¿No te recuerda a nadie?
Veloc se golpea la frente con una mano.
—La bruja sacerdotisa… ¡Ella demostró precisamente tener las mismas artes!
—Bueno… —interviene Heldo-Bah en tono dubitativo—. No precisamente las mismas. No creo que el anciano se dedique a seducir a… O sea… Oh, no. —Como suele ocurrirle a menudo, esa sonrisa de confiado escepticismo que muestra los huecos entre sus dientes se convierte al instante en expresión de asombrado terror—. ¿O sí?
—No, no creo que sea nada parecido —dice Keera—. La única similitud está en la manera experta y silenciosa de comunicarse; y apuesto a que no es casualidad.
—Exactamente, Keera —dice Veloc—. Encontrar un ser así ya es muy improbable, pero dos… ¿Y los dos dentro del círculo real, en el que tienen que haber coincidido al menos durante unos cuantos años? Bueno, hermana, él mismo lo ha dicho: «Solo conozco a otra como tú». Sí, a nuestro nuevo amigo le gusta mirar. Le faltarán las piernas, pero es listo como un armiño.
Keera alza una mano y pondera el asunto un momento, hasta que al final susurra:
—Tienes razón, Veloc. No ha dicho que conoció a otra con el mismo talento. «Solo conozco a otra…». Esas han sido sus palabras exactas.
—¿Sospechas que sigue comunicándose con la sacerdotisa de Kafra? —pregunta Veloc.
Keera alza la cabeza en su perplejidad.
—Sin duda, no tal como nosotros lo entendemos. Pero… ¿dos mortales capaces de dar órdenes al espíritu más poderoso del Bosque? Uno viejo, la otra joven… ¿No puede ser que uno fuera el maestro de la otra? Y si la otra, efectivamente, no es solo una sacerdotisa sino una Esposa de Kafra… No me gusta pensarlo, porque creo que él es un buen hombre que de verdad quiere ayudarnos. Pero tiene tantas cicatrices en el alma como en las piernas y su pensamiento se ha vuelto oscuro por los engaños y las traiciones de los gobernantes de Broken. Mientras no estemos seguros de qué significan todas estas sorpresas, creo que no debemos informarle de nuestro encuentro con la sacerdotisa.
Keera se queda tan preocupada con todos esos pensamientos que no solo se rezaga con respecto a su hermano y Heldo-Bah de camino al campamento de Caliphestros, sino que incluso está a punto de tropezar y caer de cabeza al enorme huerto del anciano, con su fuerte, casi abrumadora mezcla de aromas, antes de darse cuenta de que han llegado a su destino. Solo cuando cuando su cabeza ya flota por el efecto de esos aromas, Keera oye las llamadas de Veloc y Heldo-Bah, que han llegado junto a la boca de la cueva en cuyo interior han vivido tanto tiempo Caliphestros y Stasi; tras dedicar unos instantes a valorar las otras utilidades, aparentemente imposibles, de la extensión de tierra en las afueras de la cueva (en particular la forja, con su chimenea de piedra y mortero, de maravillosa ingeniería, a cuyo calor el anfitrión de los expedicionarios ha creado, por lo que se ve en la zona, muchos utensilios esenciales, así como una serie de fascinantes implementos científicos, a lo largo de los años), Keera se suma por fin a los demás y se llena nuevamente de felicidad al ver que la pantera salta hacia ella en cuanto se asoma a la entrada de la cueva.
Y, sin embargo, ninguna especulación previa a partir de lo que han visto fuera de la cueva podía preparar a los expedicionarios para lo que Caliphestros y Stasi han logrado en su interior; los logros de la madriguera son para quedarse estupefactos.
—Podrías dar una lección oportuna a los miembros del Groba acerca de cómo amueblar una cueva con comodidad, anciano —dice Heldo-Bah mientras se lanza sobre uno de los grandes sacos de Caliphestros rellenos de plumas de ganso, aunque se vuelve a poner en pie en cuanto la pantera suelta un gruñido grave y se vuelve hacia él—. Pero ¿cómo lo has conseguido? —sigue hablando el desdentado expedicionario, tras unirse a Veloc y sin pretender, durante unos instantes, disolver su asombro en el sarcasmo.
—Sí —insiste Veloc—. Sería un logro para cualquier hombre, pero tú, herido… Qué va, ¡mutilado! Tal como estabas cuando llegaste aquí, ¿cómo fue? ¿Cómo has podido hacerlo?
Caliphestros señala a la pantera y luego empieza a renquear hacia ella, en un estado de confusión de corazón y mente causado por esta situación sin precedentes que le lleva a ver y oír a otros humanos moviéndose en un entorno que siempre había sido de uso exclusivo para ellos.
—Nunca lo hubiera conseguido sin la ayuda de Stasi, que la prestó cada vez que se la pedía. Sin ella, jamás habría sobrevivido.
Al llegar a la altura de la pantera, Caliphestros le rasca detrás de las grandes orejas, que reclaman, y sin duda reciben, mucho afecto; pero Stasi se mantiene también al lado de Keera.
—Has hecho una amiga de verdad —murmura Caliphestros a la rastreadora, permitiendo que el tono de sus palabras revele a las claras unos celos ligeros y, lo sabe bien, en cierta medida absurdos.
—Ella me honra, señor —dice Keera—. Pero las adversidades que habéis superado juntos sin duda te convierten en su mejor amigo para siempre.
—Y he aquí tus tan pregonados libros, mi señor —comenta Veloc, que acaba de acercarse a uno de los estantes de burda talla que Caliphestros instaló en las paredes de la cueva, en los que descansan muchos de los volúmenes del antiguo Viceministro de Broken—. Incluso en una cueva, tantos libros… Pero ¿de verdad han contribuido a la creación de este hogar maravilloso?
—Más de lo que podrías entender, Veloc —contesta el anciano—. Esto solo es una parte pequeña de la colección que me traje de Broken y que he ido aumentando en los años que he pasado aquí. Y, con escasas excepciones, los escogí porque tenían alguna relevancia para mi supervivencia en este lugar y para el ajuste de cuentas final con Broken que al principio pedía en mis oraciones, luego me atreví a esperar y al fin llegué a creer que vendría; desde entonces, como puedes ver, me he enfrascado una y otra vez en el estudio de la historia y la medicina, de la ciencia y la guerra y de los territorios en que ciencia y guerra se funden: los de la metalurgia y la química.
Tras detectar aromas atractivos que prodecen de un gran caldero de hierro colocado al borde de la cocina de leña, Heldo-Bah ha empezado a levantar la tapa; sin embargo, al oír estas últimas palabras la suelta con gran estruendo.
—¡Alquimia! —exclama, con una rápida mirada a Veloc y Keera—. Entonces… ¡por eso te desterraron de Broken!
Caliphestros se limita a inclinar la cabeza, juicioso.
—Si con ese ridículo estallido quieres decir que los gobernantes de la gran ciudad y de su reino eran, al fin, tan supersticiosos, ignorantes y enemigos de la razón y del conocimiento como tú mismo, Heldo-Bah, entonces estás en lo cierto.
—Ajá —se burla el expedicionario impertinente—. Llamás razón a la alquimia, ¿verdad? Y tratar de transformar metales básicos en oro es una prueba de alta sabiduría científica, supongo. Dime, entonces, ¿también abusas de tu cuerpo en el gran Bosque y derramas tu semilla en agujeros del suelo con la intención de cultivar hombrecitos minúsculos como si fueran verduras?[192]
Caliphestros suspira hondo.
—Imagínate solo el bendito silencio, Keera, si él no estuviera… Apenas sentiría dolor, te lo prometo. Solo la breve cuchillada de los colmillos de Stasi en la gran arteria de su cuello y la sangre de su vida fluiría rápida y silenciosa…[193]
Keera ríe en voz baja (porque ya ha dejado de creer, con razón, que el anciano pretenda hacer daño de verdad a Heldo-Bah) y se limita a decir:
—Parece que tenemos demasiadas cosas que empaquetar y transportar, mi señor, para permitirnos la pérdida de un solo porteador. Y, como ya he dicho, él es capaz de cargar mucho peso.
—Muy bien. Confiaré en tu palabra y dejaré el asunto. —Caliphestros levanta la cabeza para dirigirse al Bane de los dientes afilados y le dice—: Heldo-Bah, permíteme proponerte una prueba más práctica de eso que tú, como buen ignorante, llamas «alquimia»: las armas que lleváis tú y Veloc… Creo haber visto entre ellas dos espadas cortas bastante bien manufacturadas al estilo de Broken. ¿Es así?
—Así es —se pavonea Heldo-Bah—. La de Veloc fue confiscada, hace apenas unos días, a uno de nuestros Ultrajadores, que la había robado, sospecho, mientras ejecutaba una de sus misiones de asesinato y supuesta justicia para la sacerdotisa de la Luna. La mía, en cambio, procede directamente de un miembro de la Guardia de Lord Baster-kin, al que yo mismo sometí.
A continuación, Heldo-Bah desenvaina la espada, la saca por debajo de la capa y sostiene el metal, indiscutiblemente fino, hacia su anfitrión.
Caliphestros asiente en silencio y da uno o dos pasos hacia Heldo-Bah, aparentemente impresionado tanto por el arma como por su origen. Pero luego se hace evidente que no caminaba tanto en dirección al expedicionario como hacia su camastro, donde con un rápido movimiento para nada entorpecido por las muletas mete una mano por debajo del saco de plumas de ganso y saca su propia espada. Aunque no es tan elegante como la de Heldo-Bah o la de Veloc, sobre todo en la manufactura de la empuñadura, el pomo y la guarnición, la espada produce un efecto impresionante en los tres Bane, provocado en primera instancia por las ondas de frío azul grisáceo que parecen recorrer su hoja de moderado tamaño con un solo filo cuidadosamente afilado.
—Y supongamos que te dijera —propone en tono amistoso el anciano, sosteniendo todavía su arma hacia Heldo-Bah, que con gesto incómodo, pero rápido, pone la suya en posición de defensa— que te puedo ofrecer algo mejor. De hecho, mucho mejor. ¿Seguirías aferrándote a tu trofeo?
Más nervioso todavía por la actitud de Caliphestros —que no es tanto de amenaza como de confianza— Heldo-Bah se limita a decir:
—Si crees que me vas a engañar para meterme en una especie de trueque con ese pedazo de acero sin adornar, viejo, te advierto que sería como si me convencieras para meter la cabeza en el buche de tu compañera.
De nuevo, Caliphestros asiente con aparente indiferencia; luego sube y baja su arma con desinterés, agarrando con ligereza la empuñadura, envuelta con piel de ciervo.
Y de repente, con un par de movimientos que los expedicionarios consideran demasiado rápidos para un viejo tullido, Caliphestros elimina la presión de la axila derecha en la correspondiente muleta para permitir que caiga y resuene sobre el suelo de la cueva mientras él pasa todo el peso hacia la izquierda, sobre la pierna de madera y la otra muleta. Al mismo tiempo, alza el brazo derecho con la espada en un gesto ágil y luego baja esa hoja de acero de extraña tintura con gran fuerza contra el arma de Heldo-Bah. Cuando se hace de nuevo el silencio, Heldo-Bah permanece exactamente en la misma postura, salvo que sus ojos están ahora más abiertos para comprobar que el trofeo que obtuvo del desgraciado joven de la Guardia de Lord Baster-kin ha quedado partido por el golpe de la hoja de Caliphestros, tan humilde en apariencia. La punta del trofeo que tanto orgullo producía al Bane, junto con más de un palmo del mejor acero de Broken, descansa ahora en el suelo de la cueva.
{iv:}
Caliphestros examina el filo de su espada y frunce un poco el ceño.
—Hum, no ha sido tan limpio como me hubiera gustado —dice con calma—. Me parece que ha quedado una pequeña muesca en el filo de mi espada…
—¿De verdad? —dice Veloc en tono de mofa pasmada—. ¿Una pequeña muesca? Es inaceptable.
Heldo-Bah menea la cabeza lentamente, incrédulo, antes de empezar a asentir de pura envidia; al fin, cuando recupera la compostura por completo, lanza su reducida espada al suelo de la cueva con tanta ligereza como cuando la ha desenvainado. Luego se planta de un salto junto a Caliphestros y señala con ansias el arma que también Keera se ha acercado a examinar.
—¿Puedo? Señor Caliphestros, ¿puedo quedarme con esta? Al fin y al cabo, sería justo, como acabas de inutilizar la mía…
Caliphestros se encoge de hombros.
—Si la quieres —le dice—, tengo unas cuantas iguales.
Heldo-Bah coge la espada del anciano y la sopesa.
—¡Qué ligera! —exclama—. Por la Luna, Veloc. Si tuviéramos armas como esta podríamos segar a los Altos como si fueran tallos de trigo.
—Sí, Heldo-Bah —responde Veloc—. Ya me imagino las epopeyas históricas que compondré y declamaré a propósito de las espadas de los Bane que asestaban golpes mortales a los Altos en su reino.
Caliphestros se vuelve momentáneamente brusco.
—Tendréis la tentación de creer que podéis alcanzar esos logros, como le pasaría prácticamente a cualquier que haya sido maltratado y sometido durante tanto tiempo y de pronto se encuentra ante la oportunidad de obtener una reparación contundente; sin embargo, las armas son inútiles si uno no aprende a usarlas de la manera adecuada. Repítete esa frase, Heldo-Bah, hasta que llegemos a Okot. Qué va, hasta que nos encontremos, algún día, ante las puertas de la mismísima Broken. Y si consigues creértela, a la larga, y logras que tu gente se la crea, entonces podríamos, apenas podríamos triunfar…
Caliphestros se vuelve hacia la cocina, levanta la tapa del caldero para comprobar que su contenido ha empezado a burbujear suavemente y luego coge varios cuencos y cucharas de arcilla, así como un cucharón (todos los utensilios tallados en una madera muy fibrosa), y deja toda la colección de objetos en su mesa burda.
—Pero antes de que ese proceso pueda iniciarse, y mucho menos dominarse, hemos de trabajar, comer y luego dormir. Mi exhibición, algo teatral, ya lo sé, solo tenía la intención de animaros el espíritu a propósito de la lucha que se avecina, no de frenar nuestro avance.
—Y has conseguido lo que te proponías, viejo amigo —declara Heldo-Bah—. Ahora, pongamos fin a la tarea de empaquetar tus posesiones para que podamos consumir este manjar, porque si se te da tan bien el guiso como el acero, señor de las plumas y de los colmillos, sin duda será satisfactorio.
Así —gracias a la portentosa ruptura de una sola espada— se forma una extraña aunque rápida amistad entre la persona más infame de la historia de Broken y los tres expedicionarios Bane que con más precariedad soportan la etiqueta de «salvadores de la tribu».
El guiso, incluso Heldo-Bah se ve obligado a admitirlo, es un mejunje excelente, entre otras cosas porque está condimentado con hierbas y alentado con verduras y tubérculos, todos ellos procedentes del huerto del propio Caliphestros. Por supuesto, el hecho de que los tres expedicionarios hayan pasado la mayor parte de los tres últimos días y noches corriendo a toda prisa y empeñados en una búsqueda enloquecida hace que, en este momento, cualquier comida pueda parecerles aceptable. Pero el guiso de Caliphestros es tan genuinamente satisfactorio y sus invitados lo consumen en tales cantidades que, cuando ya todos los sacos con el material empaquetado están listos junto a la entrada de la cueva, los tres Bane están más que a punto para buscarse un lugar entre las abundantes bolsas grandes rellenas de plumas de diversas aves que acolchan el duro suelo de la cueva. Exhaustos y saciados, los expedicionarios se desploman en esos gratos rincones para pasar durmiendo las pocas horas que les quedan antes de que la caída de la noche marque su hora de salida.
Por su parte, Caliphestros intenta dormir, igual que Stasi, ella tumbada de lado al pie del camastro de su compañero y alzando la cabeza con espíritu alerta cada vez que sus excepcionales oídos captan algún sonido para asegurarse de que los hombres Bane están, efectivamente, sumidos en un sueño tan profundo que los vuelve inofensivos. Al rato, sin embargo, esa tarea se vuelve claramente innecesaria y la gran pantera blanca se levanta, pasea una vez más la mirada por la cueva y luego camina lentamente hasta la entrada, donde tres sacos pesados de piel de ciervo, junto con dos bolsas más ligeras, esperan que sus portadores se despierten. Stasi se va a sentar para vigilar desde allí y, en principio, piensa encargarse sola de esa tarea; pero su vigilia ha sacado a su compañero del sueño comparativamente ligero en que estaba sumido, pues cada uno de ellos responde a la inquietud del otro igual que dos humanos que llevaran muchos años viviendo juntos. Caliphestros se arrastra por la cueva gracias a unos brazos que, en ausencia de piernas, han adquirido la fuerza suficiente para impulsar su medio cuerpo hacia delante y llegar hasta el punto en que Stasi lo espera sentada, con las patas traseras plegadas bajo el cuerpo y las delanteras estiradas por delante, a ambos lados, mientras el fuerte cuello sujeta la cabeza en posición cómoda pero vigilante.
Caliphestros emite un pequeño pero cariñoso ruidito de saludo, encantado de que los tres Bane no puedan oírlo, pues no desea que lo tomen por exageradamente sentimental. De todos modos, su vigilia, en este momento, no se debe tan solo a razones sentimentales: a menudo, en agradables atardeceres les ha sorprendido la caída de la noche en las lejanías del Bosque de Davon y Caliphestros ha sido testigo de un hábito de Stasi que consiste en escalar algún tronco, o una roca grande, y fijar la mirada en la lejana visión de las lucecillas que flamean en lo alto de la gran montaña del nordeste. El anciano siempre ha podido ver —en los ojos de la pantera, impresionantemente expresivos, en sus graves y continuos gruñidos de amenaza y en una particular tensión de los músculos que todos los felinos, ya sean mayores o menores, usan en su más mortal maniobra, el salto— que Stasi identifica desde hace mucho tiempo esas luces con la madriguera de sus enemigos. Caliphestros ha aprovechado por lo general esos momentos para dirigirse a ella y hablarle del día en que deberán escalar esa montaña sombría y distante y luchar contra los humanos en la ciudad que la corona. Por eso, esta noche cree sinceramente que la pantera ha entendido que el momento de emprender esa tarea grande y compartida ha llegado ya.
El viejo sabio apoya el costado izquierdo en el hombro de Stasi que le queda más cerca y permanecen los dos sentados observando por lo que podría ser la última vez los huertos que hay delante de la cueva y el bosque que se cierra tras ellos, iluminados ahora por un crepúsculo que parece dispuesto a partir de un tajo la montaña más alta, lejos por el oeste. Desde allí, la luz se fractura por las incontables hojas nuevas que cubren las ramas de los árboles, tanto lejos como cerca, y al fin llega a bruñir tanto los colores de los huertos del anciano y sus alrededores como el irrepetible abrigo de Stasi. La piel casi blanca de la pantera absorbe y redifunde luego la luz del sol del ocaso hasta tal punto que, más que nunca, semeja una aparición. Pero no hay nada extramundano en sus movimientos. La cabeza de Stasi permanece alzada y se mueve constantemente, al igual que la cola se agita de continuo de un lado a otro mientras ella mira con recelo hacia la dirección de la que parecen proceder todos los sonidos del Bosque que los rodea. Caliphestros decide que sus palabras continúan en todo momento acrecentando su estado de alerta y su deseo de partir de una vez por todas, de modo que prosigue con su monólogo suave, pero apasionado.
Los expedicionarios, en cualquier caso, no se despiertan en ningún momento y eso obliga a la pareja que permanece en la boca de la cueva a seguir esperando, aunque ya solo sea un poco más. Pero mientras tanto, mientras el anciano susurra aún más palabras al oído de la pantera blanca acerca de su inminente y compartida venganza, Caliphestros nota de pronto un aspecto nuevo en la expresión de Stasi. Es una expresión de anhelo, eso está claro, pero… ¿anhelo de qué? En esos ojos deslumbrantes que comprenden todo cuanto tienen delante y muchas cosas que quedan más allá se revelan emociones potentes que arden en las profundidades del corazón de la pantera, emociones que Caliphestros le ha visto mostrar durante la vida que han compartido, pero nunca con esta sugerencia de que lo que anhela está lejos de esta cueva, de este compañero, de esta vida y de que le va a granjear una recompensa mayor de la que obtendría sencillamente por ver sufrir a sus enemigos; de hecho, es algo destinado a restablecer al menos uno de los fragmentos que le faltan a su espíritu.
—¿Qué pasa, mi niña? —susurra Caliphestros con la voz llena de urgente curiosidad. Consigue darse media vuelta para encararse a ella y apoya las manos a ambos lados de su noble cabeza—. Quieres algo más que sangre, eso ya lo veo. Más que una matanza, por muy merecida que esta sea, pero ¿qué quieres?
La mirada fija de Stasi, sin embargo, no se quiebra en ningún momento; y no ofrece a su compañero pista alguna de la posible causa de ese anhelo sin precedentes que él ha detectado.
Pero esta exposición no ha pasado inadvertida a otra mente también presente: porque, sin que el anciano se diera cuenta, Keera se ha despertado de repente y en silencio y ha dedicado los últimos instantes a escuchar con sus extraordinarios oídos y con su mente y tratar de comprender el momento de preocupada confusión de Caliphestros. Y lentamente la rastreadora se da cuenta de que también ella ha visto algo similar antes, durante el día, algo del gran felino que el anciano evidentemente no ha percibido; aún más esencial, algo que no puede ver. Y no puede, según entiende Keera, por la sencilla razón de su género y porque él nunca ha tenido hijos.
Los dos hombres Bane se incorporan al fin en sus lechos al oír el primer grito de lo que parece un perro-búho de Davon[194]. «Si de verdad es un perro-búho, ese pájaro ha de ser inusualmente grande», opina Keera en silencio. La rastreadora Bane no sabría decir qué ha provocado esta alarma, pues la zona del exterior de la cueva queda fuera de su vista; mas se pregunta si esa criatura aún desconocida estará fuera, montando guardia; así que se levanta también ella para asomarse con cuidado a la boca de la cueva con el fin de mirar hacia la penumbra e intentar descubrir la causa…
—Siempre es así, Keera, a estas horas de la noche —dice Caliphestros en voz alta y la rastreadora se da un buen susto porque él no se había movido ni un ápice en su dirección—. Es la estación del cambio de plumaje y los perro-búhos están en guardia por si algún halcón o algún cuervo intenta robarles a sus pequeños, o por si algún búho más joven pretende usurparles el territorio. Hay una pareja que, desde que yo vivo en el Bosque, cada año vuelve al hueco de un arce grande, justo encima de esta cueva, y con el paso del tiempo el macho no hace más que aumentar su rechazo a todos los enemigos. —Por ahora, Keera ha de conformarse con esa explicación, aunque no sin sus propias estrategias en la conversación.
—Es inusual que un macho de perro-búho, y aún más una pareja, sobreviva y procree en el mismo nido durante tantos años, mi señor —dice Keera, sin esconder la suspicacia que tiñe sus palabras.
—Malditas criaturas —gruñe Heldo-Bah, mientras se rasca la entrepierna y el culo con una mano y la cabeza con la otra con un aspecto que resultaría simplemente cómico si no fuera tan inmundo—. ¡Perro-búhos! La peor manera de despertarse que puede haber en el mundo… —Enseguida alza una mano en dirección a Keera—. Y sin embargo, ya sé que hemos de respetar a todos los búhos, Keera, porque son heraldos místicos de la Luna.
—Sí lo son —responde Keera con seriedad—, y es muy sabio por tu parte retirar al menos una de tus maldiciones blasfemas. Porque la Luna desprecia a quienes se burlan de sus voladoras nocturnas, o a quienes las maltratan, y exige que esos tontos sean severa y prontamente torturados.
—Cualquiera diría que hace ya muchos años que la Luna se cansó de torturarme —farfulla Heldo-Bah.
Al cabo de una hora, los expedicionarios han ayudado a Caliphestros a limpiar, sellar y disimular la entrada de lo que él insiste en llamar «la cueva de Stasi». Heldo-Bah mira mientras la rastreadora y Veloc ayudan a Caliphestros a ocupar su lugar a lomos de Stasi, con sus bolsas pequeñas cargadas al hombro. El hombre y la pantera se despiden brevemente del habitáculo y de unas tierras que durante mucho tiempo han merecido a la vez la condición de míticas y místicas no solo entre los Bane, sino también entre aquellos Altos que en alguna ocasión han oído rumores sobre su existencia. Luego, la pequeña tropa que carga con las esperanzas de la tribu Bane en forma de libros e instrumentos que los expedicionarios no podrían ni empezar a leer o comprender arranca por fin.
De todos modos, no lo hacen a la velocidad que Caliphestros ha insitido en considerar necesaria, o al menos no al principio. Al contrario, el hombre les explica que todavía hace falta recoger unas hojas más. Y lo afirma con tal seriedad, o incluso gravedad, que ni siquiera Heldo-Bah se atreve a ofrecer opinión ni discusión alguna; al contrario, cuando Caliphestros pide fuego para una pequeña antorcha que muestra después de montar encima de Stasi, el Bane desdentado saca enseguida un pedernal y su cuchillo de destripar y usa el lado romo de la gruesa hoja para golpear la piedra hasta que, tras varios intentos, consigue dar satisfacción al anciano. Luego, con un paso apenas regular, aunque enérgico, los viajeros avanzan hacia el oeste, de camino a un gélido arroyo que, según cuenta Caliphestros a sus nuevos aliados, a menudo ha sido su más rápida fuente de alivio del persistente dolor de las heridas; sin embargo, el anciano pide silencio de nuevo por gestos cuando el grupo empieza a descender hacia el norte por un hollado sendero cercano al arroyo, por donde caminan unos minutos para llegar a un pequeño claro en el que la ladera de la montaña traza una breve llanura. Al parecer, ese era su destino: Stasi lleva a Caliphestros a un árbol caído en el margen oriental del llano despejado y dobla con suavidad las piernas delanteras y tuerce el cuello para que él pueda sentarse encima y no se vea obligado a atarse de nuevo a sus cacharros de caminar. Los tres Bane, mientras tanto, echan un vistazo alrededor, a la luz de la oscilante antorcha de Caliphestros, aturdidos por completo.
Mientras tanto, Stasi camina lentamente hacia lo que parecen ser dos túmulos funerarios en el centro del claro y Caliphestros insta a los expedicionarios a mantenerse bien apartados. Y cuando Keera pregunta qué está pasando, el anciano empieza a contarle la historia que ha ido reuniendo, pedazo a pedazo, sobre los hijos asesinados de Stasi, y le explica que esos montículos son el lugar de descanso definitivo de dos de sus cachorros: los que terminaron alanceados y aplastados hasta la muerte por los cazadores de Broken y sus sirvientes, ante los ojos de su madre, y luego abandonados para que se pudrieran solos. Caliphestros habla con tanta pasión por primera vez desde su encuentro con los tres Bane que enseguida resulta evidente para los expedicionarios que si en esta amistad aparentemente imposible entre un hombre mutilado y una fiera poderosa hay alguien hechizado se trata del supuesto brujo y no de la pantera como habían creído en un inicio.
La horrenda historia del asesinato brutal acrecienta la profunda compasión que Keera siente por la pantera; y cuando ve que Stasi escala un saledizo rocoso cercano y empieza a soltar un largo y grave lamento con el que parece llamar no solo a sus hijos secuestrados, sino también a los espíritus de aquellos cuyos huesos descansan bajo las pilas de tierra y piedras que ahora tiene delante, Keera se conmueve de tal modo que se acerca a la criatura (algo que Caliphestros, por puro respeto por el dolor de Stasi, nunca se ha atrevido a hacer en esos momentos). Y entonces, ante los ojos de los tres hombres, una vía protegida de comunicación entre las dos hembras, una vía que ya se había ido insinuando durante el día, se abre ahora por completo y de un modo tan evidente que hasta Heldo-Bah se da cuenta. Keera asciende la roca, apoya la cabeza en el cuello de la pantera y ambas alzan la mirada hacia el nordeste para ver.
—Broken —anuncia la rastreadora a los demás—. Ella ve la maldita ciudad desde este punto, igual que yo.
Durante un largo rato en el pequeño claro del Bosque de Davon solo se oyen las criaturas nocturnas. Pese a la impaciencia de Heldo-Bah, Caliphestros se asegura de que ninguno de los tres hombres diga o haga nada que pueda interrumpir la profundización del extraordinario vínculo que se establece entre quienes ya se han convertido en líderes del grupo del Bosque, ahora reformado: Keera y Stasi. Solo cuando la pareja desciende de la roca por su propia voluntad y cada uno coge su carga, el grupo arranca de nuevo.
{v:}
El grupo llega a los desfiladeros rocosos de la parte alta del Zarpa de Gato antes de que el añil haya trepado para transformar el cielo, un cielo que de nuevo solo puede verse por completo por las franjas que la Luna ilumina entre las ramas colgadas de unos árboles que se aferran desesperadamente a las rocas a ambos lados de un río siempre furioso. Cuando ya han alcanzado las rocas, tanto Keera como Stasi aminoran el paso por primera vez por respeto al peligro de los resbaladizos salientes de piedra lisa y gigantesca que, cuando están cubiertos de hojas y musgo, representan quizá la serie más mortal de trampas naturales que se pueda encontrar en un bosque ya de por sí letal.
La reducción del paso trae consigo una nueva oportunidad para conversar; Veloc, con la intención de impresionar a Caliphestros con sus conocimientos como historiador, pide cortésmente al anciano que explique los hechos esenciales de su larga e interesante vida para que el bello y ambicioso Bane pueda empezar a componer un heldenspele[195], relato heroico que pasa de generación en generación entre los historiadores Bane para asegurar que la tribu nunca pierda la unidad, así como su exclusivo sentido de la identidad. Los niños Bane aprenden mejor cuál es su sitio en el mundo, explica Veloc, al oír canciones e historias no solo de los héroes de la tribu, sino también de los seres ajenos que en alguna ocasión se han aliado con la misma. Caliphestros queda claramente halagado: ha pasado mucho tiempo desde la última vez que el anciano experimentó la sensación de ser apreciado por un conjunto de seres humanos de cualquier clase. Así que acepta la petición de Veloc pese a ser consciente de que dicha aceptación abrirá la puerta a una nueva avalancha de observaciones discutibles por parte de Heldo-Bah.
Y Heldo-Bah no lo decepciona. Mientras sigue el recitado prudentemente limitado, pero sincero, del principio de la larga vida del anciano, el Bane escéptico se atribuye la tarea de disipar al menos parte del aura que rodea al hombre legendario que los acompaña en el viaje.
—A ver, un momento, por favor, oh, noble señor —dice Heldo-Bah desde la retaguardia de la pequeña columna—. Nos has dicho que vienes de las grandes tierras de los mercaderes del nordeste, hogar de esas tribus para las que comprar, vender y practicar el trueque no son meras artimañas para facilitar las incursiones y las violaciones, como suele ocurrir con sus primos de más al norte, sino un modo de vida distinto por completo y más inteligente.
Caliphestros se limita a sonreír y suelta una risa en voz baja, porque ha terminado por entender que muchos de los insultos aparentes de Heldo-Bah, sean o no payasiles, enmascaran una voluntad extrañamente fascinante de encargarse del trabajo desagradable de la seguridad de la tribu, y en especial de sus camaradas, determinando la fiabilidad de los recién llegados.
—Sí, mi pequeño amigo —responde Caliphestros, tras repetir la impertinencia de Heldo-Bah con un discreto regocijo—. Eso es lo que he dicho.
—¿Pequeño? —replica Heldo-Bah—. Si me faltaran los pies y la mitad de ambas piernas y para moverme por ahí necesitara recurrir a aparatos mecánicos y a la ayuda de una fiera legendaria, no me tomaría tantas libertades con el lenguaje, oh, señor despiernado.
—Tal vez no —concede Calpihestros—. Pero, claro, como nunca has contado con la confianza de una fiera legendaria, dudo que estés en condiciones de apreciar precisamente la sensación de seguridad que proporciona un vínculo de ese tipo.
En ese instante, en una nueva demostración de su extraordinaria intuición del lenguaje humano, Stasi vuelve la cabeza por completo hacia ellos y mira por encima del hombro a Heldo-Bah mientras un hilillo de saliva, largo y grande, gotea desde su lengua hasta el suelo.
—Muy bien —contesta el maloliente expedicionario—. Dejemos esas cuestiones aparte. Lo que me interesa saber en particular es lo siguiente: dices que cursaste tus estudios, en su mayor parte, en esa ciudad llamada Alejandría, del reino de Egipto, donde se permitía descuartizar cadáveres para especial alegría de tu corazón; y que no era ese el caso en Broken, donde te veías obligado a mandar a tus acólitos a robar cadáveres antes de que los lanzaran sobre las piras funerarias. Y te entró la fascinación, dices, por el asunto de las enfermedades, las plagas y, muy especialmente, la Muerte en sí.
—Me asombra tu memoria, Heldo-Bah —se mofa el anciano.
—Y cuando los mahometanos, con la sabiduría propia de esos hombres que adoran a un dios totalmente improbable, conquistaron ese reino de Egipto y decidieron, tras un breve período de incertidumbre, que todos vosotros, los asaltadores de tumbas y ladrones de cuerpos, os teníais que largar a otro sitio o contar con que los cuerpos descuartizados fueran los vuestros, tú te mudaste a la capital de otra gente que también cree en un solo dios, pero sostiene que ese uno en realidad es la suma de tres deidades, noción apenas levemente menos estúpida que la de un dios todopoderoso capaz de crear a la vez todo lo bueno y todo lo malo del mundo.
—Los que adoran a Cristo, efectivamente, pueden sostener creencias que parecen volverse en su contra, Heldo-Bah —concede Caliphestros—, pero no estoy tan seguro de que podamos despreciarlas como «estúpidas».
—¿No? —inquiere el Bane—. Entonces, oye esto: he estudiado su fe y hasta he conversado con ese monje loco que lleva tanto tiempo deambulando de tribu en tribu, de un reino a otro. Seguro que, como buen viajero, has oído hablar de él, ese lunático que cortó el fresno del dios del trueno de los francos…[196]
—¿Winfred? —pregunta Caliphestros, tan asombrado que casi se cae de la grupa de Stasi—. ¿Tú, Heldo-Bah, has hablado sobre la religión de los que adoran a Cristo con ese hombre que recibió de su líder supremo el nombre de Boniface después de cruzar los Estrechos de Seksent para cumplir con su tarea?
—¡Ese mismo! —se ríe Heldo-Bah—. ¡Cuba de los Zurullos![197] Nunca olvidaré su cara cuando le expliqué por qué se reía la gente de su nombre «sagrado» en Broken… Porque suena igual, ¿verdad? Entonces sí que sabes quién es, ¿verdad, hombre sabio?
Caliphestros mueve lentamente la cabeza para asentir, todavía profundamente asombrado.
—Lo conocía muy bien. Antes de ir a Broken. De hecho, la primera vez que fui a esa ciudad lo hice en su compañía. Entonces yo vivía en la abadía de Wearmouth, al otro lado de los Estrechos de Seksent, en Bretaña. Mi amigo, el historiador Bede, al que antes me refería, Veloc, para ser adorador de Cristo tenía una inusual curiosidad científica. Me dio una habitación y un empleo en su botica, en la que durante el día trabajaba para la abadía y por la noche desarrollaba mis propias faenas. —Caliphestros se calla de repente y mira a Veloc y a Keera como si, de hecho, no pudiera verlos—. No había hablado de esto desde hace… Por todos los cielos, cuántos años hace. —Su cuerpo sufre un estremecimiento repentino y luego retoma su historia—. Allí conocí a Winfred. Era monje y sacerdote, buscaba fondos, compañeros y seguidores para la gran empresa de convertir a la causa de Cristo a las tribus y reinos de estos lares, así como a las de más al norte. Así que recogí mis utensilios y mis libros, crucé los Estrechos de Seksent acompañado por Winfred y seguí hasta la ciudad de la cumbre de la montaña. Uno de los primeros objetivos de Winfred, aunque a estas alturas los de su fe ya lo llamaban Boniface, era convencer al Dios-Rey para que aceptara a Cristo. Había oído que Broken era un estado muy poderoso en el que se mantenía la ley y florecía el comercio, y que Izairn era un hombre justo, como efectivamente era…
—Hak! —exclama Heldo-Bah con una risotada—. No sabía que hubiera intentado hacerle sus truquitos sagrados al Dios-Rey de Broken, aunque parecía tan loco como para intentarlo. Lo último que supe de él, hace ya unos años, fue que planeaba convertir a los varisios. Imagínatelo: esos violadores ávidos de sangre intentando vivir según todo ese barboteo de Cristo sobre la obligación de amar a tu enemigo. Me encantaría saber si llegó a emprender ese loco esfuerzo y, en ese caso, qué se hizo de él.[198] —Al ver que Caliphestros no puede, o no quiere, proseguir con su relato, Heldo-Bah sigue cargando—: En cualquier caso, a ese tipo, a ese tal Boniface, como supongo que ya sabes, lo habían echado a patadas de Broken al poco tiempo de entrar en el reino y en la ciudad. Cuando yo lo conocí, hacía cuanto podía por volver a entrar. De hecho, yo tenía que conseguirle caballos para sus seguidores, suponiendo que les dejaran regresar en algún momento, aunque estaba claro que eso no era probable.
—Y no me cabe duda de que su grupo hubiera viajado bien seguro bajo tu guía y protección, Heldo-Bah —se burla Caliphestros en tono suave.
—Claro que sí, porque tenían tan poco oro que no… —Heldo-Bah se reprime antes de caer en la indiscreción y luego declara—: Lo que pretendo decir, mi señor, es que él y yo hablamos en diversas ocasiones sobre esa idea de que tres entidades divinas pueden hacer un solo dios, y que la figura resultante deba ser admirada como si tuviera autoridad al mismo tiempo sobre todo lo bueno y todo lo malo de este mundo. «¿Y eso cómo puede ser?», le pregunté. «Si tu dios de verdad es la suma de tres deidades en una y es el amo de todo, entonces sus actos han de ser caprichosos, o bien nos hablan a las claras de una mente que permanece gravemente desgajada en partes enfrentadas». Y la pregunta que le hice a continuación te la haré ahora a ti, señor de la Sabiduría del Bosque: ¿cómo, dime, cómo puede una criatura todopoderosa ser tan despiadadamente cruel como para crear y expandir pestilencias como la Muerte, por un lado, y sin embargo pretender, por otro, que se le atribuyan todos los placeres y disfrutes que esta vida nos ofrece? ¡Es una locura de sugerencia!
Caliphestros vuelve a reírse en voz baja y se sirve de un pequeño pedazo de tela para secarse el sudor de la frente antes de echar en la boca de Stasi una pequeña cantidad de agua de su odre y luego beber también él.
—Los Bane tenéis una manera peculiarmente perversa de llegar a la verdad de las cosas o, mejor dicho, a una especie de verdad.
—¡Ah! Pero es verdad, ¿eh, señor Mago? —declara Heldo-Bah, triunfante.
—Digamos que sí —responde el viejo— y di lo que tengas que decir.
—Suponiendo que tengas algo que decir —lo amonesta Veloc.
—Ya lo he dicho —se mofa Heldo-Bah—. ¡Fíjate en cómo mi genio confunde al hombre sabio! Lo que quería decir es meramente que cuanto más sabes de esa gente que adora a un solo dios, más absurda te parece… —El expedicionario menea la cabeza antes de continuar—: Y tú, viejo: ¿a qué dios has adorado tú, que al parecer te mantuvo con vida durante tu estúpida (aunque sin duda noble) persecución de la Muerte, para pagarte luego tus piadosos esfuerzos dejándote sin piernas?
—¡Heldo-Bah! —grita al fin Keera, incapaz de soportar la burla y la falta de respeto infinitas de su amigo.
—Lo lamento profundamente, Keera —responde Heldo-Bah—, pero, sea o no sea un brujo, y tenga o no las más nobles intenciones, ¿qué clase de loco se dedica a seguir a la Muerte de un lado a otro?
Keera tiene la cara roja de ira y Veloc, al darse cuenta, interviene:
—¿No puedes limitarte a hablar del asunto, Heldo-Bah, sin recurrir a insultos y disputas?
—No te preocupes, Veloc —dice Caliphestros—. Y me honra tu indignación, Keera, pero entre la procesión infinita de asaltos de ignorantes a que me he enfrentado a lo largo de toda mi vida, tu amigo es, de hecho, una de las variedades más divertidas e incluso interesantes. —Tras instar a Stasi a acercarse a Keera, Caliphestros sigue dirigiéndose a ella, pero ahora en tono confidencial—. Y tanto mi distracción como mi indulgencia con respecto a Heldo-Bah y tu hermano tienen un propósito, Keera. Si lo que sospecho sobre la plaga que afecta tanto a Broken como al Bosque es cierto, cabe la posibilidad de que detectemos o, mejor dicho, de que tú detectes el aroma de más cadáveres entre las rocas que flanquean el Zarpa de Gato, así como entre las lomas que se alzan por encima. Aromas animales, además de los humanos. Cualquier muerte que se produzca cerca de este río debe ser examinada con atención si queremos resolver este terrible acertijo.
Keera camina con la espalda más recta y alza la nariz hacia la brisa del oeste.
—Entiendo, mi señor; aunque no puedo asegurar que la tarea me impida tirarle una piedra a la boca ruda e ignorante de Heldo-Bah.
—Tú déjamelo a mí —se ríe por lo bajo Caliphestros.
Keera suelta un suspiro y dice:
—Muy bien, mi señor. —Luego pasea la mirada, y la nariz, en todas las direcciones—. Ya hemos pasado las rocas más peligrosas y la salida del sol hará que el trecho que nos queda por recorrer sea más seguro —opina al fin.
—En el nombre de la horrenda cara de Kafra, ¿qué estáis tramando vosotros dos? —grita Heldo-Bah.
—Cálmate, Heldo-Bah —responde Caliphestros—. Y empieza a moderar el volumen de tu voz, porque se está estrechando el río y no hace falta que te diga quién hay al otro lado. Puede que los hombres de Baster-kin estén dedicando el tiempo que les sobra antes de avanzar para buscar a esos Bane que pasaron a cuchillo a uno de los suyos y se lo dieron de comer a los lobos.
—El que se ha de calmar eres tú, viejo —dice Heldo-Bah, si bien echa una mirada incómoda hacia el lado más lejano del río—. Aunque los hombres del Lord Mercader estén ahí, no es probable que me hayan oído. Estos desfiladeros hacen cosas extrañas con el sonido.
—¿Pondrías en juego tu vida, y todas las nuestras, por lo que acabas de decir? —prosigue Caliphestros—. Al fin y al cabo, Stasi y yo oímos los alaridos de ese hombre y en consecuencia investigamos la causa; y es perfectamente posible que los vigías de las murallas de Broken también los oyeran. La prudencia, mi desafiante amigo, podría ayudarte a conservar unos pocos dientes más, aparte de la vida.
—Sí, sí —responde Heldo-Bah gesticulando para rechazar ese comentario—. Pero no creas que puedes seguir evitando mi principal pregunta con tus distracciones. Quiero saber eso, al final: con tantas tierras que has visitado y tantos grandes filósofos y reyes que has conocido y a los que has asesorado, ¿por qué? ¿Por qué escogerías instalarte precisamente en Broken? Seguro que conocías la esencia maligna de su fe…
—De hecho, así es —contesta Caliphestros, con calma y buen humor todavía—. Porque primero pude observar lo que allí llaman «culto» a Kafra en Alejandría. Lo habían llevado allí las tribus que viven en las partes altas del río Nilus[199], al que llaman «madre de Egipto». Luego me volví a encontrar con esa fe en varias ciudades de las fronteras de Broken, pequeñas pero ricas, cuando viajé con Boniface…
Heldo-Bah no puede evitar un abrupto:
—¡Ja! ¡Cuba de zurullos! —Y luego adopta un aire de total satisfacción mientras Caliphestros continúa.
—La fe y sus adeptos habían viajado repetidas veces, o eso me contaron, en los barcos de grano que surcan los mares entre Lumun-jan y Egipto. Y eso fue lo que me interesó, en particular, del dios dorado: su camino sobre las aguas, entre los imperios del sur y luego entre los reinos del norte, seguía exactamente la ruta que habían mantenido todos los estallidos de la Muerte. —El hombre se detiene, y luego baja la mirada hacia lo que le queda de pierna—. Igual que las ratas que infestan esos barcos de grano…[200] Y, sin embargo, nunca se me había ocurrido que esa fe tan peculiar pudiera convertirse en fundamento de un estado y cuando empecé a oír que había ocurrido eso me quedé fascinado. Ya había intentado visitar Broken en compañía del hermano Winfred para determinar si la Muerte había llegado hasta allí; la extraordinaria noticia de que el lugar se convertía en reino kafránico capaz no solo de subsistir, sino incluso de volverse poderoso, se convirtió entonces en razón adicional para hacer el viaje.
—Tengo la sensación de que debería señalar, mi señor —interviene Veloc, no sin cierta indignación—, que cualquier colegial Bane sabe que Kafra entró a formar parte de nuestro mundo cuando Oxmontrot y sus camaradas, que habían viajado al sur en busca de fortuna en las guerra de los Lumun-jani, regresaban a casa.
Una fascinación repentina y bastante peculiar se asoma a los rasgos de Caliphestros.
—Entonces, ¿los Bane sabéis quién era Oxmontrot?
—¿Y por qué no íbamos a saberlo? —pregunta Veloc, representando todavía el papel del estudioso ofendido—. Él inició los destierros de todos los que no podían, o querían, ser esclavos de su plan para construir esa gran ciudad, al fin y al cabo. Y por eso fue, en cierta manera, el padre de nuestra tribu, igual que el hombre que viola a una mujer y la deja encinta se convierte en el detestable pero indudable padre de la criatura.
Caliphestros queda todavía más impresionado.
—Eso está muy bien argumentado, Veloc, y con buena economía de palabras. Empiezo a preguntarme cómo puede ser que los miembros del Groba se negaran a nombrarte historiador de la tribu.
—Si quieres una aclaración, mi señor —lo interrumpe Heldo-Bah—, solo tienes que preguntarle con cuántas mujeres de los Altos se ha acostado. Y esa solo es una razón de la desconfianza de los Groba. También está el pequeño asunto de que pase mucho tiempo en mi compañía, cosa que, según creo, estarían dispuestos a perdonar si no fuera por el detalle adicional de que se negó a copular con la Sacerdotisa de la Luna…
—¿Es cierto todo eso, Veloc? —pregunta Caliphestros, sin encono ni censura por su parte—. Pero yo tenía entendido que la Sacerdotisa puede escoger a cualquier macho de la tribu que desee, emulando las costumbres de los sacerdotes kafránicos, según opinión de estos, y que nadie se atreve a rechazarla.
—Bueno, señor brujo —declara Heldo-Bah, señalando ahora con orgullo burlón a Veloc—, ¡permitidme que os presente al único que sí se atrevió!
Veloc intenta hacer caso omiso del cáustico comentario de Heldo-Bah y dirigir la conversación hacia otros derroteros.
—¿Y desde cuándo sabes tanto de nuestra tribu, mi señor?
—¿Yo? —pregunta el anciano—. Desde hace mucho tiempo. Podría decirse, sin exagerar, que de toda la vida. Serví al Dios-Rey Izairn durante mucho tiempo y con la lealtad suficiente para ganarme su confianza, y él me encargó el estudio de vuestra tribu. Con la ayuda de mis acólitos, reuní una enorme cantidad de información. Una información que más adelante me resultaría muy útil en mis años de destierro.
—Ah, ¿sí? —inquiere Heldo-Bah con determinación—. ¿Y qué se ha hecho de toda esa información? Porque no son pocos en nuestra tribu los que defienden que para avanzar en ese «estudio» te dedicabas a diseccionar vivos a los prisioneros Bane.
—¿Nunca vas a cortar el cacareo infantil, Heldo-Bah? —interviene Keera, enojada—. Eran fábulas inventadas por unos pocos Ultrajadores.
—Yo solo pregunto, Keera —se defiende Heldo-Bah—. Ya sabes que desprecio a los Ultrajadores incluso más que tú o, por supuesto, que cualquier otro Bane. Solo quiero saber cuánto tiene de cierta esa historia, si es que algo tiene.
Caliphestros resopla para rechazar esa afirmación.
—Si te crees esas historias, Heldo-Bah, no tiene demasiado sentido que sigamos hablando, ni que hagamos nada juntos. —Los rasgos del anciano muestran un momentáneo desconcierto—. Pero… ¿es cierto que desprecias a los Ultrajadores? ¿Y que otros de tu tribu albergan sentimientos similares?
Keera y Veloc mueven la cabeza para asentir y dejan que sea Heldo-Bah quien diga:
—¿Despreciarlos? Vaya, no hace ni una semana que dejamos a uno casi muerto. Y encima era uno importante…
—¡Heldo-Bah! —ordena Keera—. No hay ninguna razón para revelar lo que hayamos hecho o dejado de…
—Oh, claro que la hay, Keera —dice Caliphestros—. Perdona que te haya interrumpido. Esta hostilidad de los Bane hacia los Ultrajadores es un hecho que mis estudios de vuestra tribu no contemplaban. Durante los años que pasé en Broken de hecho intenté provocar sentimientos parecidos contra otro grupo de asesinos convertidos en soldados sagrados, la Guardia Personal del Lord Mercader, de los que hablábamos hace un momento. Esos villanos amanerados que, tras mi destierro, torturaron y asesinaron a mis acólitos.
La desconfianza junta las cejas enmarañadas de Heldo-Bah y sus dientes afilados vuelven a asomar al curvarse los labios en un muestra de escepticismo.
—¿De verdad, viejo?
Caliphestros respira hondo con entusiasmo, pero duda: sabe que la veracidad de sus siguientes palabras, y el aumento de la confianza que (con suerte) traerán consigo, será inevitablemente crucial para el futuro del presente empeño de esta pequeña banda; sin embargo, como siempre, le incomoda compartir secretos.
—Os diré algo, pero es confidencial. Ya que el destino nos ha reunido para un empeño vital, he de confiar en la sinceridad de cada uno de vosotros y también debo dar por hecho que comprenderéis la necesidad de discreción permanente, porque el empeño nos va a exigir los mejores esfuerzos y la mayor confianza que seamos capaces de mostrar en cada uno de nosotros. Por eso… ¿podéis prometerme los tres esa confianza y esa seguridad? ¿Me vais a creer si las prometo yo?
Entre los expedicionarios, Veloc es el primero que transmite su conformidad con un golpe de cabeza rápido e impaciente; Heldo-Bah, como era de esperar, sigue pareciendo incómodo, pero acepta también el compromiso tras pensárselo un poco más; en cambio Keera, de manera en parte sorprendente, es la que se muestra más cautelosa.
—Si eso es así, mi señor —dice—, entonces, en el espíritu de la sincera alianza que se establecería entre nosotros, hay una cosa que debemos contaros.
Tanto Veloc como Heldo-Bah parecen alarmarse de pronto, como si supieran exactamente a qué se refiere Keera y el mero anuncio les asustara. Y sin embargo Caliphestros, para sorpresa de todos los expedicionarios, sonríe con amabilidad; de hecho, casi con indulgencia.
—Sí. Ya me lo parecía.
Heldo-Bah alza las manos hacia las ramas de la bóveda del bosque.
—¡Ya está! ¿Lo veis? Nos lee el pensamiento. Está claro que es un brujo, como siempre he mantenido.
—Calla, Heldo-Bah —ordena Veloc. Y luego murmura a su hermana—: Siempre que estés segura, hermana…
Keera mantiene la mirada clavada en la amable sonrisa del rostro de Caliphestros.
—¿Cómo lo has sabido, mi señor?
—¿Cómo no iba a saberlo? —contesta el anciano—. No sé si te das cuenta, Keera, pero los Bane, por mucho que vuestras actividades puedan serlo a veces, no sois tan oscuros cuando habláis entre vosotros. Y anoche, mientras recogíamos mis utensilios y materias, había un asunto que los tres parecíais ansiosos por mencionar, pero cada vez que alguien estaba a punto de hacerlo uno de los otros propinaba al hablante una patada en el trasero o una bofetada con la palma de la mano en la cabeza.
Caliphestros dirige a Stasi para que se separe unos pasos de los demás y se encara al nordeste, hacia Broken; la lejana montaña y las murallas de la ciudad que la corona quedan ahora reveladas por entero gracias al alba, al otro lado del río y a través de los huecos que se abren entre las filas de árboles, mucho menos espesas en las orillas.
—Entonces —dice, con una voz apenas audible—, ella ha vuelto a pasar por el Bosque…
Los expedicionarios se acercan más al punto en que permanecen la pantera blanca y su jinete.
—Así es —dice Veloc—. Y, tal como suponíamos, tú sabes más de esta Esposa de Kafra, mi señor, que su mero rango y situación. Y aparte de que, aparentemente, de vez en cuando se aventura por el Bosque de Davon. Pero hemos de estar seguros… ¿Estás seguro de que estamos hablando de la misma bruja?
Caliphestros inclina la cabeza en señal de afirmación, pero mantiene la mirada en el horizonte.
—¿Una mujer alta con una melena negra como el carbón que cae en láminas lisas y brillantes, y unos ojos de un verde más oscuro que los de Stasi, pero igual de brillantes?
—Esa misma —responde Heldo-Bah, llevándose ambas manos a los lados de la cabeza en señal de resignación—. Déjame que lo adivine: ¿es tu hija? ¿O acaso tú mismo eres un demonio mestizo que se lo montó con una hembra mortal, y tiene que haber sido una hembra bien hermosa, cuando tenías piernas todavía?
Caliphestros apenas ofrece una risilla al comentario relativamente acusatorio del expedicionario.
—Te equivocas de cabo a rabo, Heldo-Bah. La mujer a la que viste no es pariente mía, o quizá debería decir que no tenemos lazos de sangre. Era, es, una princesa: hija del Dios-Rey a quien yo serví, Izairn, y hermana de Saylal, el heredero de ese buen hombre.
—Eso no… —Veloc se detiene antes de terminar el comentario y se permite algo de tiempo para formularlo de manera más cuidadosa—. No se me había ocurrido que algo así fuera posible, mi señor. Porque las Esposas de Kafra, como saben desde hace tiempo los historiadores Bane, son también amantes del Dios-Rey.
—Qué tonto, Veloc —lo riñe Heldo-Bah en voz baja—. ¿De verdad creías que una mujer tan demente como para seducir a una pantera de Davon tendría algún reparo en acostarse con su hermano?[201]
Solo Keera se da cuenta de que Caliphestros ha hecho una mueca y se ha puesto a temblar de manera abrupta al oír esa pregunta.
—¿Mi señor? —pregunta—. ¿Te encuentras mal? ¿Descansamos un poco y preparamos alguna de tus medicinas?
El anciano contesta con una débil sonrisa.
—No, Keera… Aunque te lo agradezco. Pero ni siquiera yo tengo medicinas que curen esa estupidez y esa tragedia… —De nuevo alza la mirada y la pasea entre los árboles hacia el horizonte que se extiende por el norte, como si pudiera ver dentro de las mismísimas habitaciones del Dios-Rey; y mientras se regocija en esa visión aparente, murmura tan solo un nombre—: Alandra[202]…
Keera se acerca con cautela a Caliphestros y Stasi; al llegar a su lado, reúne el valor suficiente para preguntar:
—¿Es así como se llamaba…? ¿O se llama?
Caliphestros asiente de nuevo.
—Se llamaba y se llama, Keera. Un nombre derivado de las leyendas de aquellos a quienes la gente de Broken conocen como Kreikish, mientras que los de Roma, o del Lumun-jan, los llaman Graeci.[203] En particular, el nombre viene de una antigua historia de otra gran ciudad que fue sitiada, igual que nosotros mismos podríamos vernos abocados, si las próximas etapas de nuestro plan salen mal, a sitiar la ciudad de Broken.
Keera hace caso omiso de un gruñido burlón de Heldo-Bah y dice:
—No quiero sacar ninguna conclusión sin haber reunido razones suficientes, mi señor, pero…
Keera guarda silencio de repente y se vuelve hacia el nordoeste con una expresión que Veloc y Heldo-Bah conocen demasiado bien, porque revela que ha detectado algún peligro nuevo. Una ráfaga de viento ha recorrido la serie de desfiladeros altos y largos que conforman esta porción del valle del Zarpa de Gato para llegar finalmente a la roca en que la rastreadora permanece con Caliphestros y Stasi; casi al instante de alejarse hacia la izquierda, Keera se da media vuelta de nuevo para bajar la mirada y comprobar que también la pantera ha detectado algo en la brisa y tiene las fosas nasales, rojas como la arcilla, bien abiertas.
Las orejas de la pantera se mueven lentamente hacia abajo y hacia atrás, abajo y atrás, hasta que quedan enterradas detrás de la coronilla; y ya empieza a emitir un gruñido de alarma y advertencia al tiempo que abre la boca y toma aliento en una serie de respiraciones rápidas y regulares al estilo silenciosamente particular de los felinos en momentos como este. Caliphestros, en un susurro, explica a Keera que, al usar unos órganos excepcionalmente sensibles que tienen dentro de la boca, los felinos pueden de hecho saborear los aromas[204] y, en consecuencia, el peligro: una capacidad muy impresionante que, para los legos, parece una especie de magia.
Pero en estos momentos Keera no está muy interesada en los asuntos académicos.
—¡La Muerte! —exclama de repente—. Quizá no sea la Muerte, pero muerte es en cualquier caso y en grandes cantidades. Yo la situaría… —olfatea el aire de nuevo mientras el felino sigue gruñendo— por encima del punto en que hemos salido del bosque profundo y hemos llegado al río. Y viene… —sale disparada hacia el borde del Bosque y trepa por un cerezo retorcido para juzgar si desde allí el olor aumenta o decrece. Después regresa al punto en que Stasi permanece junto a su jinete y el anciano entiende que debe permitir que la rastreadora prosiga con su trabajo sin interferencias— de muy cerca del río, si no del mismo valle. De hecho, yo apostaría que se origina en las cenagosas orillas de una de las grandes charcas que se forman en los primeros descensos del río. O sea, en esos fragmentos más tranquilos a los que acuden a beber y bañarse toda clase de criaturas. —Los dientes muerden el labio inferior mientras crecen su inquietud y su preocupación—. Porque dentro de este hedor hay muchas variedades de muerte y deterioro…
Stasi se desplaza enseguida a la izquierda para situarse en un terreno más sólido, al límite del Bosque de Davon. Allí camina inquieta de un lado a otro, escrutando con la mirada el bosque hacia el nordoeste y el cielo, ambos absorbidos aún por la suficiente oscuridad como para disparar su imaginación. Caliphestros le acaricia el cuello y le insta a conservar la calma, pero con escaso éxito.
—Fue en un sitio como este —explica el anciano a los demás— donde el grupo de cazadores de Broken vio por primera vez a Stasi y sus cachorros, antes de perseguirlos hasta las profundidades del Bosque.
Keera estudia un rato más los movimientos de la pantera y las expresiones de su rostro y de su voz y al fin dice:
—Parece que Stasi está regresando a ese momento terribe ahora mismo, como si percibiera que quienes atacaron a su familia son también responsables de las muertes que ahora detecta; y desea otra oportunidad para…
De repente, Stasi suelta su grito de alarma, resonante y angustiosamente agudo. Luego se adentra deprisa un poco más en el bosque propiamente dicho, para llegar a unos espesos matorrales de bayas rosas[205] que crecen en un pedazo de tierra particularmente blanda y cubierta por una gruesa capa de musgo. Allí, con delicadeza, pero muy decidida, hunde la pata izquierda y dobla el costado para provocar que Caliphestros pierda el equilibrio encima de ella y, agarrado a sus bolsas y al paquete que forman sus muletas, ruede hacia el matorral de maleza casi inofensiva y pronto termine en el musgo de la base. Después, tras una breve mirada atrás para comprobar que el anciano ha sobrevivido sin daño alguno, Stasi sale disparada y se mantiene justo dentro de la línea del límite del Bosque, donde el agarre al suelo se hace más fácil, y al fin desaparece en el paisaje silvestre que se abre al nordoeste.
—¡Stasi! —exclama Caliphestros, antes incluso de conseguir sentarse. Mientras los expedicionarios se abalanzan a ayudarlo sigue gritando, presa del miedo—: ¡Stasi! No te precipites, has de esperarnos para que te ayudemos.
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—¡Lord! —exclama Keera.
Se lanza hacia el matorral que la rodea, encuentra un sendero entre las ramas más espaciadas en la base del zarzal y así consigue llegar junto al anciano con la velocidad que ya hemos aprendido a esperar de estos Bane.
—¿Estás herido? —pregunta al llegar a su lado.
Caliphestros aprieta con fuerza los dientes y empieza a agarrar una pequeña bolsa de piel de ciervo que lleva colgada del cuello.
—No, herido no, Keera —dice en un gemido—. No es más que el viejo dolor… —La frase se disuelve en otro gemido y más rechinar de dientes—. Pero tampoco es nada menos. Que las verdaderas deidades que cuidan de este mundo condenen al dios dorado y a sus sacerdotes a un fuego tan eterno como el mío.
—Hak! Ten cuidado —lo regaña con una sonrisa Heldo-Bah mientras se abre paso entre las ramas del zarzal—. Ya has pasado demasiado tiempo en nuestra compañía, Señor de la Sabiduría. Blasfemas como una puta barata de Daurawah. ¡Me dejas sorprendido!
—Pero ¿qué ha pasado, mi señor? —pregunta Veloc.
Su mente, como la de Heldo-Bah, es capaz de mantener una conversación al tiempo que aparta a cuchilladas las zarzas con gesto experto para evitar los dolorosos cortes que pueden causar las espinas más grandes.
—Como ya te dicho, Veloc, Stasi tiene sus propios propósitos y actúa libremente —contesta con brusquedad el sufriente Caliphestros, al tiempo que saca de la bolsa tres bolitas bien prietas de algo que Keera, tan solo por el olor, alcanza a reconocer como poderosas combinaciones de medicinas herbáceas, y se las mete deprisa en la boca y las mastica, sin prestar atención al gusto, que, según da por hecho la rastreadora, ha de ser terriblemente amargo.
—Aunque no puedo fingir que mi orgullo y otros sentimientos menores de mi corazón no sufren cuando ocurre algo así… —Como ya ha revelado bastante más de lo que quisiera acerca de este momento, incluso en compañía de amigos, Caliphestros cambia de tema bruscamente y llama a gritos—: ¡Heldo-Bah! ¿Doy por hecho que llevas alguna cantidad de bebida poderosa encima?
Gran parte del humor con que Heldo-Bah contemplaba este último suceso ha desaparecido de su mente, y de su manera de comportarse, tras el repentino y detallado escrutinio de las terribles heridas de los muslos del anciano. Responde a esa investigación metiendo una mano por dentro de la túnica para sacar lo que parece ser una bota de vino bastante pequeña, hecha de cuero de alguna cría y forrada con la tripa del mismo animal.
—Haces bien en darlo por hecho, mi señor, y quedas invitado a beber todo lo que necesites…
Caliphestros asiente, bebe un largo trago de la bota y se apresura a tomar aire.
—Por Dios, sea quien sea el Dios Verdadero —jadea enseguida y se queda mirando fijamente a Heldo-Bah con expresión aturdida—. ¿Qué es esto?
Heldo-Bah sonríe y deja que el anciano beba otro trago de la bota; luego se concede uno para sí mismo y hasta a él le cuesta tragarlo.
—Es lo único civilizado que han traído al norte los bárbaros oscuros del sudeste de las Tumbas —dice mientras traga una bocanada de aire para refrescarse—. Brandy de ciruela, o eso dicen que es. Slivevetz[206], lo llaman.
—¿Brandy? —repite Caliphestros, incrédulo—. No puede ser. Un combustible de su ejército, quizá. Casi creería que es naphtes[207], salvo que sé por mis propios estudios que esas tribus son demasiado ignorantes para destilarlo.
Heldo-Bah se ríe una sola vez, y con entusiasmo, como si acabara de ver y, por primera vez, ser capaz de comprender una prueba de que Caliphestros es, efectivamente, un hombre en el sentido que él otorga a esa palabra: alguien que, por mucho que se halle ahora en un estado disminuido, en algún momento ha saboreado las alegrías de la vida.
—Sí, yo pensé lo mismo, mi señor, la primera vez que lo probé —contesta encantado el Bane—. Solo que no te quita la vida. ¡Más bien al contrario!
Keera ha retirado las bolsas pequeñas pero pesadas de los hombros de Caliphestros y las ha dejado a un lado, tras lo cual ayuda al anciano a sentarse con la espalda bien incorporada. Caliphestros aparta la mirada en dirección a la maleza del bosque por la que ha desaparecido Stasi.
—¿No deberíamos darnos prisa, mi señor, para ayudar a Stasi? —pregunta Keera—. Si puedes, claro.
—Ahora vamos —contesta el anciano mientras coge las muletas—. Pero no debemos movernos demasiado deprisa. Stasi solo atacará si encuentra seres humanos vivos en el lugar en que han ocurrido esas muertes, río arriba. Y las probabilidades de que haya alguien vivo, ya sea humano o animal, son escasas, si mi idea de lo que está ocurriendo no anda equivocada. Y será una suerte, porque los que tienen las respuestas más claras para nuestras preguntas son los muertos. —El anciano, con fuerzas recuperadas, mira alrededor—. Pero ahora hemos de plantearnos que nuestros propósitos parecen llevarnos en dos direcciones opuestas.
—Esas extrañas muertes río arriba —dice Keera, asintiendo con un movimiento de cabeza— y el soldado del Puente Caído.
—Así es, Keera —responde Caliphestros—. O sea que, de momento, hemos de partir el grupo en piezas sensatas. Propongo que tú y yo sigamos a Stasi; Veloc, tú ve con Heldo-Bah y vigilad el cadáver río abajo, asegurándoos de que no os vea nadie hasta nuestro regreso, momento en que emprenderemos una investigación más rigurosa.
—Se hará como dices, mi señor —contesta Veloc, ansioso de nuevo por complacer al anciano—. Puedes contar con ello… Y con nosotros.
—Y —añade con ansia Heldo-Bah—, como tu viaje será el más largo —sin que se lo mande nadie, recoge las dos bolsas de Caliphestros que estaban en el centro del zarzal—, déjame que cargue con esto por ti, Lord Caliphestros. —Con un gemido que acompaña el gesto de levantar las bolsas hasta los hombros, coge una y se la da a Veloc—. Y quién nos iba a decir que llegaría un día en que arrastraríamos libros por el Bosque como si fueran lingotes de oro o una veta de hierro…
—Dudo mucho que nadie lo hubiera adivinado —dice Caliphestros con rapidez, ansioso por reemprender el camino—. Venid aquí vosotros, los dos.
Heldo-Bah y Veloc obedecen y se quedan quietos mientras Caliphestros saca unos cuantos objetos pequeños de sus bolsas y luego se los pasa a Keera como si fueran objetos preciosos y ella los guarda en el saco que lleva al hombro.
—Recordad esto —prosigue el anciano, señalando sus bolsas a Veloc y Heldo-Bah—: estos libros, así como los utensilios que acarreáis, son más importantes para descubrir la fuente de la enfermedad y averiguar si se trata de un plan puesto en marcha por quienes gobiernan Broken que cualquiera de las vituallas que soléis llevar. Tratadlos con cuidado, sobre todo en esos momentos tan frecuentes en que demostráis tener bien poco aprecio por vuestros propios cuellos. Y ahora… ¡en marcha!
—Si no me fallan los sentidos —añade Keera—, no podemos estar a más de una o dos horas de los muertos que Stasi ha detectado. Recorred rápido el camino, Veloc, porque nosotros no tardaremos.
Veloc y Heldo-Bah se echan los sacos grandes de vituallas al hombro que les queda libre.
—Nos volveremos a ver antes del mediodía —exclama Heldo-Bah al partir—. ¡En el Puente Caído!
Tras contemplar la partida de los dos Bane, Keera y Caliphestros emprenden también su viaje, algo más incierto; Keera camina junto al renqueante anciano y sigue con atención el rastro que, evidentemente, Stasi no se ha esforzado en disimular. De hecho, puede que haya intentado resaltarlo de manera deliberada porque ha renunciado en su trayecto al gran sigilo que suelen mostrar las panteras de Davon. Tras combinar ese dato con la constatación de que Caliphestros no se ha sorprendido ni ha reaccionado de modo especial ante la fuga de Stasi pese a haber sido abandonado a merced del musgo del bosque y de un zarzal, Keera interpreta que puede preguntar sin temor:
—Mi señor Caliphestros, siento curiosidad: ¿qué provoca estas partidas repentinas de la gran pantera?
Caliphestros sonríe.
—Sí, ya me parecía que te lo estabas preguntando. —Suelta un suspiro, con el dolor que le queda en las piernas ya eficazmente enmascarado por la medicación que ha consumido—. Stasi tiene algo que yo denominaría instinto para la muerte por causas no naturales. Pero admito que se trata de una explicación demasiado fácil y a veces, cuando no parecía apropiada, la he seguido hasta los diversos arroyos de nuestra parte del Bosque, donde nos encontramos con criaturas heridas que se han acercado al agua para beber y una y otra vez me pregunto: ¿por qué habrá venido hasta aquí? En prácticamente todos los casos, a lo largo de esas investigaciones, Stasi se ha acercado a los muertos, y a los moribundos, sin miedo ni intención de matar, más bien como si quisiera determinar por qué han llegado, o están a punto de llegar, a su fin. Empecé a ver que lo que la fascinaba era la muerte infligida por el hombre. Si Stasi, tanto en mi presencia como, sospecho, cuando está a solas, se topa con un águila, un halcón o incluso un cuervo que siguen vivos tras haber sido heridos por una flecha, nunca termina con ellos, ni se los come; al menos, no de inmediato. Y en la mayoría de los casos no llega a hacerlo nunca. Lo mismo puede decirse aún con mayor certeza si se encuentra con alguna criatura que comparte con ella el mundo del Bosque a ras de suelo: en vez de estrangularla y consumir su carne, se dedica a olfatear la flecha que la ha herido en busca del aroma del humano que la lanzó; al menos, siempre me ha parecido así. —Caliphestros alza también la nariz y se detiene—. Hak! El hedor de la muerte cobra fuerza a cada paso. Para alguien con unos sentidos tan potentes como los tuyos ha de resultar particularmente opresivo.
Keera asiente.
—Sí, señor. No quería interrumpir, pero… Ya no podemos estar lejos.
El resto de su breve incursión en el Bosque transcurre en silencio porque la magnitud del hedor pronto les obliga a usar la boca solo para respirar, ya con la nariz tapada. Para podérsela tapar, Keera ha recogido la savia aromática de un pino cercano y la ha comprimido hasta formar una bolas del tamaño idóneo para poderlas encajar en las fosas nasales.
—Tanta muerte… —murmura Keera mientras avanza ansiosa por delante de Caliphestros cuando el camino que Stasi ha seguido antes que ellos se acerca ya a las orillas del Zarpa de Gato.
—Claro, Keera —comenta Caliphestros, detrás de ella—. Pero el porqué y el cómo… se convierten en las preguntas más importantes.
Mientras avanza hacia el sonido del río, con los ojos siempre fijos en un suelo cada vez más peligroso, el anciano llega a la cenagosa orilla de una poza relativamente calma en el transcurso del río, alimentada en el extremo más lejano por una sola caída de agua desde lo alto. Una bruma espesa oscurece la superficie de la poza en diversos puntos y una formación rocosa enorme señala la orilla del lado este, en la que las incontables crecidas primaverales han tallado un profundo canal de salida. Keera está plantada encima de esa formación y contempla lo que la rodea con aparente horror.
—¿Keera? —llama Caliphestros mientras avanza hacia la base de la masa rocosa que le impide ver más allá de la orilla cercana de la poza—. ¿Qué pasa?
La voz de Keera suena con una calma fantasmagórica; de hecho, letal.
—Stasi tenía razón al interpretar que era un olor de hombres… Pero su preocupación de que pudieran hacernos daño era errónea.
Caliphestros se acerca más y pronto ve que la rastreadora no está sola en lo alto de la roca.
—¡Stasi! —llama, y el gran felino se llega a su lado de un salto.
Para compensarle por su partida repentina, dedica un instante a frotar su frente, hocico y nariz con el rostro que le presenta el anciano, y luego con su costado, en un gesto que ella sin duda considera lleno de amable afecto, pero que casi le hace perder el apoyo de las muletas. Tras asegurarse de que él está listo y en buena disposición, baja el cuello y los hombros a la manera habitual para que Caliphestros pueda librarse de los aparatos que le permitían caminar e instalarse a horcajadas sobre su lomo. Aunque se alegra de verlo, la pantera se halla en un claro estado de agitación y su ansia por llevar a su compañero a ver la causa de su inquietud lo antes posible es evidente.
—De acuerdo —concede Caliphestros cuando Stasi vuelve a escalar la elevación rocosa sobre la que permanece Keera—. Ya hablaremos luego de cómo me has abandonado. Y ahora, ¿qué es lo que te ha…?
Pero a esas alturas tanto el jinete como el animal están ya en lo más alto de la roca de Keera y Caliphestros puede ver la escena que se produce en la poza que se extiende ante sus ojos, y también en sus alrededores. Aunque es la distancia y el último resto de bruma matinal lo que apaga el sonido del salto de agua que cae en el otro extremo, por un momento parece que el agua haya acallado su rugido por el respeto solemne que le producen las escenas terribles que flanquean las orillas del norte y el este de la poza: respeto por los muertos y por los que están irremediablemente a punto de morir.
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Caliphestros ha presenciado casi todas las variedades de la brutalidad que tanto el Hombre como la Naturaleza son capaces de mostrar, pero se ve obligado a admitir con gran congoja que prácticamente nunca ha sido testigo de una matanza tan antinatural como la que ahora se exhibe ante sus ojos. Las fases de la muerte y el deterioro que pueden afectar a prácticamente todas las formas de vida del bosque y los bajíos están representadas aquí. Aunque se observa algún movimiento tembloroso entre distingos grupos de rumiantes silvestres, el número de muertos es muy superior. Se trata de una visión supremamente lamentable y desgraciada, empeorada cada vez que alguno de los miembros de esa multitud que sigue vivo —prácticamente todos tumbados de costado, con el costillar a la vista de un modo tan claro y doloroso que parece a punto de estallar a través del cuero— se retuerce e intenta ponerse en pie, aunque inevitablemente termina por caer de nuevo. Los muertos, mientras tanto, solo provocan menos terror porque, afortunadamente, han terminado ya con la vida: algunos yacen con el abdomen reventado, otros con apenas un poco de carne podrida pegada al esqueleto y unos con los huesos ya descolorados hasta un blanco casi puro, pero todos en la misma posición, con el cuello y la cabeza vueltos hacia la orilla de la poza, como si hubieran mantenido la esperanza de encontrar en sus frías aguas la salvación, o acaso algún consuelo, pero se hubieran llevado una cruel decepción. Aunque en este mismo lugar también hay otras variedades de fieras muertas, aún más sorprendentes: depredadores de los bosques y las llanuras, lobos incluidos, y hasta una joven pantera, que también han venido por el frescor de las aguas, en busca de algo que los aliviara de eso que los ha enfermado primero para luego asesinarlos. Y también estos dan mucha pena, pues las lobas han acudido con sus cachorros con la intención de salvar al menos a los miembros futuros de su raza indomable; pero esos cazadores jóvenes yacen también muertos o moribundos y su quejido provoca el sonido más penoso y extraño del pequeño mundo que la Muerte ha construido aquí a lo largo de lo que, por fuerza, tienen que haber sido muchos días o semanas.
—Mira, mi señor —dice Keera al fin, apenas capaz de contener la pena, pero intrigada de pronto por una colección de carcasas y fieras casi muertas que rodean un brazo de agua pequeño y sombreado, una especie de ensenada que queda en el extremo norte de la larga orilla de la poza—. ¿Puede ser…?
—Sí, Keera —susurra Caliphestros al tiempo que insta a Stasi a avanzar por la gran masa de roca que les brinda su atalaya—. Ganado de granja, piezas sueltas que, casi con certeza, pertenecían al propio Baster-kin.
—Es como si…
Keera habla muy bajo y las lágrimas humedecen ya su cara; o sea que cierra la boca y no dice nada más.
Pero Caliphestros la conoce suficientemente bien, a estas alturas, para terminar su pensamiento.
—Es como si todas las clases de criaturas posibles se hubieran reunido para morir en este lugar; al fin, en esa muerte, han dejado de ser cazadores o cazados para convertirse en compañeros de sufrimiento, compañeros que pronto viajarán para residir eternamente en su nueva existencia…
Keera asiente en silencio.
—Sí, mi señor. Y… ¿te has fijado en otra cosa? —Como Caliphestros no responde, ella continúa—: Aquí están todas las clases de criatura que habitan esta parte de la Tierra. —Keera alza una mano para señalar hacia el grupo de fresnos que se levantan en el rincón nordoriental de la poza—. Incluso la nuestra…
A Caliphestros le cuesta un momento interpretar la turbia escena matinal hacia la que Keera ha dirigido su mirada; sin embargo, pronto ve que hay un cuerpo humano colgado entre los troncos de fresno, atado por las manos a dos de ellos y desprovisto de la parte baja de las piernas: una víctima, está claro, del Halap-stahla.
—Armadura —dice Keera, como si no fuera capaz de creérselo del todo—. Lleva la armadura de Broken. Bien elegante, por cierto.
—Y, en consecuencia, requiere una inspección más detallada por nuestra parte —responde Caliphestros con una inclinación de cabeza, inquieto de repente—. Pero ten cuidado, Keera. No debes tocar el cadáver, ni ninguna de las otras víctimas de esta matanza, por mucho que te mueva a ello la pena o la compasión. Bastante tenemos ya con caminar por aquí, porque el aire ha de estar lleno de pestilencia, hasta donde sabemos… —Se queda mirando el agua que fluye por el canal pétreo que se abre a sus pies, de casi tres metros de anchura y otros tantos de profundidad, y luego opina—: Stasi puede saltar hasta el otro lado cargada con mi escaso peso. Y luego puedo enviarla en tu busca.
—No hace falta, mi señor.
Keera ha escrutado los árboles colindantes para dar con lo que deseaba: una liana gruesa que pende de una rama especialmente robusta de un roble alto de la otra orilla. Sirviéndose de una rama larga y nudosa que encuentra entre las pilas de madera seca que cubren la superficie rocosa, Keera alcanza la liana y cruza el canal, antes incluso de que las grandes zarpas de Stasi emprendan el salto que ha de llevarlas del lado sur a la orilla norte. Sin embargo, la parte más dura de su trayecto hasta la fresneda de más allá está todavía por llegar. Keera ha de recurrir a toda su fuerza de voluntad para no mirar a los ojos de toda esa colección de animales moribundos, ya más cercanos, porque allí, en los ojos abiertos y oscuros de cada ser que sobrevive, no solo hay un miedo terrible y perplejo, sino también una penosa súplica de alivio a cualquiera que pase por ahí. Al poco, Keera se ve obligada a desviar del todo la mirada y apresurarse para seguir el ritmo de Stasi y Caliphestros. La pantera tiene su mente concentrada con gran determinación en el hombre que pende entre los árboles, que despide el hedor propio de los letales y despreciables hombres de Broken…
Cuando Keera alcanza a sus camaradas, los encuentra sumidos en la profunda contemplación de la escena de mutilación ritual: la nariz de Stasi pasa de un punto a otro por encima del suelo, aparentemente capaz de seguir el rastro de algún olor. Caliphestros, mientras tanto, retuerce el cuello y mueve la cabeza de un lado a otro mientras Stasi hurga entre la maleza del suelo del bosque y mantiene los ojos —que han pasado de expresar preocupación al reconocimiento y la alarma— clavados en el muerto colgado entre los árboles. Una piel de profundas arrugas quiebra la barba blanca y gris de la víctima y rodea las cuencas de los ojos (vaciadas por aves carroñeras, acaso los mismos cuervos que ahora yacen muertos alrededor de la poza), delatando que se trata de un hombre de edad avanzada.
—Korsar… —pronuncia Caliphestros, alzando una mano temblorosa para señalar la figura mutilada y desprovista de vida—. Pero yo conocía a este hombre…
Se queda mirando fijamente las cuencas de los ojos del legendario soldado, como si buscara la luz del mutuo reconocimiento y solo encontrase el brillo de los despojos podridos.
—¿El yantek Korsar? —pregunta Keera, también sorprendida.
—Sí, Keera —responde Caliphestros—. Antes célebre y honorable comandante de todas las legiones de Broken. Y en cambio ahora…
Keera lo mira para tomar la medida de sus sentimientos, pero se encuentra con una expresión imposible de interpretar y devuelve la mirada al cuerpo tristemente mutilado.
—¿Fue uno de los que te denunciaron? —pregunta al fin.
—¿Denunciarme? —responde Caliphestros, con el rostro y la voz cargados de ambigüedad—. No. Tampoco salió en mi defensa, pero… Herwald Korsar era un buen hombre. Un hombre trágico en muchos sentidos. Pero no…
En ese momento, mientras su voz, caracterizada siempre por la seguridad, vuelve a desvanecerse, asoma a sus rasgos un matiz que sorprende a Keera tal vez más que la visión del cuerpo mutilado. Por primera vez desde que se inició su alianza con los expedicionarios Bane, este maestro de la brujería, de la ciencia, o de cualquiera que sea el arte que normalmente le permite hablar con gran autoridad acerca de tantos asuntos extraños y asombrosos, parece inseguro.
—Me esperaba horrores como este desde que me llegó la noticia de que Broken planeaba invadir el Bosque y atacar a tu tribu —dice—. Pero verlo así…
Keera piensa en cómo habrá podido llegarle esa «noticia» a alguien que vive solo en el Bosque, pero el momento, tan extrañamente turbador, queda quebrado por un grito repentino de dolor y terror, procedente de uno de los bueyes peludos moribundos que yacen en el pequeño brazo de río de la orilla norte de la poza. Como por arte de magia, la bestia, otrora un imponente macho, se alza de repente sobre los esqueletos que lo rodean, se mantiene incómoda sobre sus pezuñas extrañamente deformadas y se pone a dar unas sacudidas salvajes. Caliphestros y Keera miran con recelo mientras los ojos del animal —por los que rezuman hilillos de sangre— captan el brillo verde de las esferas de Stasi, que deben de parecerle señales de fuego entre la bruma matinal; una intención claramente maliciosa mancha entonces abruptamente todos los movimientos del novillo, incluida su respiración. Stasi le contesta con un gruñido y prepara la imponente musculatura de sus hombros y ancas para el combate. Sin embargo, justo cuando Keera se dispone a retirar el escaso peso de Caliphestros de la espalda de la pantera para que Stasi puede pelear con libertad, el anciano retiene el brazo de la rastreadora.
—¡No, Keera! —exclama, agarrándose con un brazo tan fuerte como puede al cuello de la pantera, grueso y tenso, al tiempo que usa la otra mano para taparle los ojos—. No debe rasgar la carne de la bestia enferma, ni permitir que sea ella quien le haga un solo rasguño. Saca el arco, deprisa, y tumba al animal cuando cargue.
Keera no hace ninguna pregunta y se limita a coger el arco que lleva al hombro, sacar una flecha de la aljaba, cada cosa con una mano distinta y en una serie de movimientos expertos, al tiempo que se planta delante de sus amigos. Carga el astil de inmediato y luego —mientras el buey arranca hacia ellos impulsado por una locura enfebrecida y se abalanza por la orilla, el lodo, el agua y al fin la piedra— apunta con cuidado y dispara. La flecha se abre paso hacia el pecho del animal, a través de su magra carne y entre los huesos, para llegar finalmente al corazón. El buey se desploma y se desliza por la superficie de la roca en que permanecen Keera, Stasi y Caliphestros, con el cuerpo resbaloso por la mezcla de sudor, sangre y babas, hasta que llega a detenerse demasiado cerca de la valiente rastreadora Bane. Cuando al fin se queda quieto, Keera toma aliento por fin de nuevo y, por primera vez, se toma el tiempo necesario para darse cuenta de lo que ha ocurrido.
—Imposible —murmura mientras el último estertor de la muerte agita la lamentable bestia que tiene a sus pies—. ¿Puede ser que la pestilencia lo haya enloquecido de esta manera?
—No la pestilencia que, según tu descripción, estaba afectando a tu gente —responde Caliphestros, al tiempo que se acerca con Stasi junto a la rastreadora. Agradece la destreza de su disparo con una inclinación de cabeza y luego le dice—: Era otra la peste que se veía con claridad en cuanto la bestia se ha puesto en pie. Fíjate en las orejas, Keera, y en las pezuñas…
Keera da unos pocos pasos hacia el animal y ve que sus orejas están magulladas por alguna clase de combate; pero entonces se percata de la realidad y murmura:
—Qué va… ¡Están podridas! —También, ahora lo ve, lo están los cascos, a los que les faltan trozos enteros bajo los que se observa una carne enfermiza—. ¡Ay, gran Luna! —susurra Keera mientras hinca una rodilla en el suelo, delante del buey, pero con cuidado de no tocarlo—. ¿Qué puede haber hecho este animal inofensivo para granjearse tu fuego?
Caliphestros alza la cabeza al oír esas palabras, al tiempo que Stasi empieza a caminar de aquí para allá, pues ahora sí sabe que el buey es una amalgama de enfermedad y está ansiosa por alejarse de él. Pero Caliphestros le acaricia el hocico y el cuello para calmarla y pregunta a la rastreadora:
—¿Qué dices, Keera? ¿Fuego? ¿Qué sabes tú de eso?
Keera menea lentamente la cabeza.
—Fuego de Luna —dice—. La fiebre que enloquece y pudre.
—Sí —afirma Caliphestros—. Es normal que tú lo llames así. Fuego de Luna, el fuego de San Antonio, Ignis Sacer, el Fuego Sagrado…
Keera se pone en pie y se acerca al hombre, que de nuevo se ha retirado al mundo de sus inquietantes pensamientos.
—¿Mi señor? ¿De qué estás hablando?
—Todos esos nombres son uno solo, en esencia. —Caliphestros suspira profundamente y desvía la mirada hacia atrás, al cuerpo putrefacto del yantek Korsar—. Así que tenemos una doble maldición, una plaga doble…
Y entonces ocurre lo más extraño: el anciano descansa la cabeza en una mano y se echa a llorar en silencio. Apenas dura un momento, pero es suficiente.
—Lord Caliphestros —dice Keera, a quien ese llanto, por silencioso que sea, no transmite ninguna seguridad—, ¿acaso no te ves capaz de enfrentarte a la presencia de dos pestilencias en este lugar, y quizás en Okot?
Pero Caliphestros, ya sin lágrimas, solo responde en una lengua que resulta extraña para Keera y que la pone más nerviosa todavía.
—Ther is moore broke in Brokynne…
—Mi señor —insiste la rastreadora, reclamando con severidad su regreso al momento presente y sus peligros—, entonces, ¿el fuego ha consumido también tu razón?
El anciano levanta una mano delicada, llena de arrugas, recupera una postura más estable y dice:
—Perdóname, Keera. Era un dicho, una broma que el monje con quien viajé por primera vez a la gran ciudad, Winfred, o Boniface, del que hablábamos antes, solía usar en su idioma para aliviar las preocupaciones que despertó en nosotros el descubrimiento de la verdadera naturaleza del lugar: Ther is moore broke in Brokynne, thanne ever was knouen so.[208] Solo quería decir que, bajo la superficie de su afamado poder, Broken era un lugar bastante más horrendo de lo que cualquiera de nosotros podía expresar con rigor. Pero ahora… —Con la vista de nuevo fija en el viejo soldado atado entre los fresnos, Calipheros murmura—: Bueno, ya conozco la amarga verdad que escondía aquella «broma». Y creo que ya podemos empezar a ver y conocer la verdadera extensión de la maldad y la corrupción de Broken. Ciertamente es, cuando menos, doble: un peligro doble, dos pestilencias, como dices tú, Keera, y acaso un peligro mayor todavía. Porque también tenemos su testimonio —dice mientras señala hacia los mutilados restos del otrora altivo yantek Korsar— de otro tipo de enfermedad, otro tipo de peligro completamente…
Keera no puede más que menear la cabeza en señal de frustración, hastra que exclama:
—¡Mi señor, tenéis que explicar todo eso! Necesito saber si mis hijos…
—Pues lo explicaré —responde Caliphestros, con una preocupación profunda pero controlada, mientras da la espalda al fresno y trata de recuperar una pose de confianza con una mano apoyada en los hombros de Keera—. Sobre todo por tus hijos, Keera. Y en reparación de cualquier confusión que pueda provocarte alguna vez, déjame decir que ningún niño Bane corre un peligro mayor por esta segunda enfermedad que hemos descubierto; porque, si bien no podemos estar seguros, la plaga que has descrito en Okot comparte bien pocos síntomas con esa segunda peste que tú llamas Fuego de Luna, o tal vez ninguno. Al menos nos queda ese consuelo. Y con esa certeza será mejor que nos pongamos en marcha. A toda prisa. Tengo muchas cosas que contar a tus líderes y en nuestro camino a su encuentro quizás intentemos demostrar por qué Okot solo ha recibido el ataque de la fiebre del heno.
Caliphestros insta enseguida a Stasi a regresar a la profunda hendidura de la formación rocosa y al ruidoso curso de agua que circula por su base; al llegar allí Stasi salta, con esa fuerza fantástica de que tan fácilmente disponen los animales de su clase, por encima del brazo de río.
Y sin embargo, Keera, agarrada con fuerza a su liana al llegar a la orilla sur, justo detrás de Stasi, alcanza a oír lo que el anciano murmulla para sí, una y otra vez, como si se hubiese convertido ahora en una oración desesperada:
—Ther is moore broke in Brokynne…
De todos modos, mientras Stasi mantenga un paso rápido al bajar la roca y emprender de vuelta el sendero que los ha traído hasta aquí, Keera no cuestiona las extrañas palabras del anciano, ni ningún otro aspecto de su comportamiento. Tampoco se preocupa más de la cuenta por un breve atisbo que han captado sus ojos al saltar por encima del brazo de agua, un destello blanco: la visión fugaz de un hueso humano arrastrado por la corriente apresurada. No tiene por qué preocuparse, se asegura mientras corre: al fin y al cabo, allá donde se ha encontrado un hombre muerto, podrido y con las piernas cortadas, es probable que abunden los huesos desde hace mucho tiempo. Y si este en particular parecía demasiado pequeño para haber pertenecido al cuerpo de un humano adulto, ya fuera Bane o Alto, bueno… Ciertamente, eso no afecta para nada a los asuntos importantes del momento; así, aunque sabe que esa explicación de una visión tan peculiar no es apropiada, hunde ese recuerdo en las honduras de su mente despistada y concentra el pensamiento en llegar a Okot…
{viii:}
Antes de Okot, de todos modos, ha de llegar la cita fijada con Veloc y Heldo-Bah en el Puente Caído. Mientras se esfuerza por seguir el ritmo de Stasi en la carrera que les ocupa hasta el mediodía, Keera va descubriendo que el recuerdo del terrible hallazgo cimenta el vínculo particular que los tres —rastreadora, sabio y pantera— se han sentido inclinados a formar desde el principio, aunque también confirma la absoluta y terrible importancia del viaje en que se han embarcado y el propósito que ahora mismo tienen; y esa sensación de importancia, como bien sabe la rastreadora, supera cualquier entusiasmo que pueda haber impulsado incluso unos pasos tan ágiles como los de Heldo-Bah y Veloc. Keera no se sorprende del todo, en consecuencia, al comprobar que —a medida que el hedor del cuerpo podrido del soldado empieza a provocarle un aleteo de desagrado renovado en las fosas nasales cuando ya tienen a la vista la figura del Puente Caído, cubierto de musgo, a cierta distancia por el rocoso y profundo curso del río— todavía no se ve ni rastro de ninguno de los expedicionarios. Transmite en voz alta a Caliphestros la conjetura de que tal vez su velocidad les haya permitido avanzarse a su hermano y a Heldo-Bah, con quienes no siempre se puede contar para que concedan un esfuerzo máximo o sigan las instrucciones de manera precisa si ella no está cerca para escucharlos y transmitirles personalmente sus órdenes y sermones. Por su parte, Caliphestros se pregunta si habrá ocurrido alguna desgracia a los dos Bane; pero Keera le asegura que su corazón no está alterado por esa posibilidad, pues Veloc y Heldo-Bah conocen ese tramo del Zarpa de Gato demasiado bien. Y como ni ella ni Stasi han percibido el olor a sangre fresca que emanaría de cualquier suceso violento, sospecha que su hermano habrá cedido a las vagas exhortaciones de Heldo-Bah, cuando ya llevaban buena parte del trayecto corriendo y la jefa de la misión no estaba a la vista, y habrá aminorado el paso para acomodar el peso añadido de los libros de Caliphestros. Keera sugiere, en consecuencia, que Caliphestros y ella inspeccionen el cuerpo ya disminuido del soldado mientras esperan que aparezcan esos dos, actividad que resulta llevarles poco rato: el anciano de apariencia brujeril consigue concluir, pese a que el cadáver del soldado se ha convertido en una masa infestada de gusanos, que la única causa de su muerte fue la fiebre del heno; que no lo mataron los sacerdotes de Kafra (como parecían indicar las flechas doradas que hendían su cuerpo), sino que alguien quiso que pareciera precisamente eso, y que los restos ya no representan ningún peligro para las demás criaturas vivas, suponiendo que en algún momento, efectivamente, lo hayan representado.
—Pero ¿cómo puedes sacar esas conclusiones, mi señor —pregunta Keera, alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido eterno de las aguas del Zarpa de Gato—, con un cuerpo tan descompuesto?
—La mayor parte de mis conclusiones son el resultado de una mera observación —responde Caliphestros—. Keera, ¿has intentado alguna vez lanzar una de esas flechas doradas de los Altos con tu arco?
—Nunca he tenido ocasión de hacerlo, ni razón para intentarlo —responde la rastreadora—. Siempre que descubrimos algo tan valioso está en el cuerpo de los parias de Broken, ejecutados de forma similar, y el Groba insiste en que las llevemos con nosotros para decorar la Guarida de Piedra del consejo, con la intención de aumentar el poder mágico del lugar.
—Bueno, entonces —continúa el anciano—, ¿quizás ahora puedas examinar al menos el astil de una de ellas desde un punto de vista práctico?
Desconcertada, Keera avanza hacia la masa de putrefacción que queda en el suelo: pero luego se detiene y busca confirmación.
—¿Hay… algún riesgo en tocarlas?
Caliphestros le dedica una amable sonrisa de admiración.
—Aunque no me sorprendería que vuestros sanadores y otros hombres y mujeres sabios fueran capaces de adivinar de inmediato la causa de muerte, ahora que tú, Keera, ya sabes que ha sido la fiebre del heno, me apuesto lo que me queda de piernas a que conoces sus principales propiedades.
—Creo que sí, Lord Caliphestros —responde Keera—. Tal como has dicho, la amenaza de la fiebre del heno, al contrario que otras enfermedades parecidas, parece desaparecer cuando el anfitrión ha muerto ya.
—Efectivamente —confirma Caliphestros—. Aunque cuando me trajo la flecha mi ayudante —saca deprisa de su morral más pequeño y ligero el modelo envuelto en flores que enseñó la tarde anterior a los expedicionarios— me vi obligado a tomar precauciones extraordinarias. Solo cuando me contasteis vuestra historia comprendí que no eran necesarias porque tanto yo como mi… mensajera…
Mientras calcula por primera vez de manera informal el peso de la flecha sacada del cuerpo del soldado, Keera afirma con fingido desinterés:
—Sí, tu mensajera. O mensajeras. Me pregunto si no valdría la pena que habláramos de todas esas criaturas que cumplen tus órdenes antes de reunirnos con los demás, mi señor… —Luego se aparta enseguida del cuerpo y dedica el momento siguiente a estudiar los trozos limpios de carne putrefacta que quedan en la flecha—. Porque es lo único que te falta por…
—Qué lista, mi niña —dice el anciano, con una leve risotada—. Pero déjame conservar un pequeño secreto de momento, ¿eh? Vale, vamos a lo que nos ocupa. ¿Qué te llama la atención de la flecha?
La decepción se asoma al rostro de Keera mientras deja que la flecha descanse sobre un dedo.
—Está desequilibrada. Solo podrías dispararla con algo de puntería desde muy cerca. Y las plumas… No cabe la posibilidad de que sirvan para estabilizar su vuelo, ni en el caso de que se pudiera lanzar desde más lejos.
—Eso es —juzga Caliphestros en tono aprobador—. Y entonces, ¿cuál sería la probabilidad de que los mejores arqueros de Broken mataran a un hombre con estas flechas, por muy cerca que estuviera?
—Bien poca, mi señor —responde Keera—. Suponiendo que hubiera alguna.
—Efectivamente, Keera —dice Caliphestros—. Estas flechas solo pretenden engañar a los enemigos de Broken. Y la función de este cuerpo era diseminar una enfermedad que los sacerdotes de Kafra no podían saber que después de la muerte de su portador ya no iba a extenderse. Sin ninguna duda creían que era idéntica al Fuego Sagrado, los muy estúpidos creyentes…
—Fuera cual fuese su idea, clavaron esas puntas letales en las partes más blandas de la carne —concluye Keera— cuando ya estaba muerto.
—Excelente. —Caliphestros insta a Keera a acercarse más al cadáver y a seguirlo mirando mientras pueda soportar el olor—. Así podemos, ciertamente, concluir que la fiebre lo había matado antes de que estas armas rituales tan bellas rasgaran su carne.
—Entonces, cuando estábamos en esa poza terrible, río arriba —dice Keera—, has insistido tanto en que no tocásemos a ninguna criatura, ya fuera viva o muerta, porque no podíamos saber exactamente qué afligía a cada criatura, sobre todo desde lejos.
—Bien razonado, Keera —responde Caliphestros—. Ojalá hubiera sido capaz de enseñar esa lógica a los sacerdotes y sanadores kafránicos. El rápido aumento de mi sensación de alarma se debía a que he detectado la presencia de eso que tú llamas Fuego de Luna; porque cuando mueren las víctimas de esa enfermedad (tanto da si la quieres llamar Fuego Sagrado, Ignis Sacer como los Romani, o si quieres darle el nombre que usan otros adoradores de Cristo, Fuego de San Antonio) emana de sus cuerpos un tipo de vapores viles, o malos aires,[209] que al parecer son el medio que usa la enfermedad para transportarse hasta otros seres vivos.
—Pero, sin duda —contesta Keera—, si una enfermedad puede viajar sin ser detectada en el aire que emana de los cadáveres, otras como la fiebre del heno podrían hacer lo mismo.
Caliphestros se permite un profundo suspiro de frustración.
—Claro. Es una incoherencia que no he sido capaz de resolver, salvo con la idea de que esas pestilencias, igual que seres de otros órdenes, no tienen la misma inteligencia. ¿Por qué unas enfermedades siguen siendo peligrosas cuando su portador ha muerto, mientras que otras no? La mayoría de los que se hacen llamar sanadores, y no hay ninguno peor que los de Kafra, son incapaces de captar la idea de que es imprescindible dar respuesta a esa pregunta. Para casi todos ellos se trata de la voluntad de su dios, y con eso les basta.
Aunque está a punto de continuar, Caliphestros, igual que Keera y Stasi, se pone rígido de repente y alza la mirada cuando suena un estruendoso «Chissst» desde arriba. La pantera suelta un gruñido grave y busca un árbol para escalarlo, como debe de haber hecho el humano que ha emitido ese ruido; pero no encuentra ni árbol ni humano hasta que Heldo-Bah susurra:
—¿Podéis terminar esta discusión imbécil? ¿O todavía tenéis que sacar muchas cositas de las que felicitaros mutuamente para aseguraros de vuestra genialidad compartida?
Ni siquiera Stasi es capaz de localizar al desdentado Bane al principio, gracias a su fiable truco de mantener el cuerpo siempre impregnado de los olores de distintos animales cuando se enfrenta a un peligro; y por eso no deber sorprender que Caliphestros y Keera tampoco puedan dar con él. Sin embargo, pronto aparece la fea boca de Heldo-Bah con sus dientes —aún más repelente al hallarse boca abajo—, junto con el resto de la cara, cuando se deja caer lentamente, colgado por las rodillas de la rama más baja de un roble cercano atiborrado de hojas.
—¡Heldo-Bah! —exclama Keera—. Entonces, sí que habéis venido a buen paso.
—Y recordaré tus antipáticas palabras al respecto —responde el expedicionario—. La mera idea de que pudiéramos eludir nuestra responsabilidad en un momento así…
—Haz que suban a los árboles de una vez, Heldo-Bah, ¿quieres? —llega la voz de Veloc en un susurro desde más arriba; luego, dirigiéndose a su hermana, añade—: Corréis un peligro mayor de lo que te parece, Keera. Yo sugeriría cualquiera de estos grupos de árboles para ti y esa haya de allí, bastante servicial, para Lord Caliphestros y su compañera, que encontrarán fáciles de conquistar sus ramas inferiores.
Respondiendo a la sensación de urgencia que transmite Veloc sin más que susurros y gestos, el anciano consige dirigir a Stasi para que suba y se acerque a la haya cercana, que efectivamente tiene varias ramas bajas y robustas que crecen trazando extraños ángulos, lo cual ofrece caminos de ascenso para las afiladas zarpas de la pantera y sus piernas potentes. Tras apenas unos pocos y silenciosos momentos, el felino y su jinete se instalan en las ramas más altas de la haya, más o menos a la misma altura que los tres Bane, que están acurrucados en otros árboles más erguidos, de distintas variedades.
—Por fin —susurra Heldo-Bah—. Creía que ninguno de los dos nos ibais a permitir jamás meter baza para avisaros de que debíais abandonar el suelo por vuestra seguridad. Por todos los dioses, qué parloteo tan vanidoso…
Ahora que está alejada del soldado descompuesto, Keera reconoce el inconfundible aroma de los hombres, que provoca unos cuantos gruñidos graves de Stasi hasta que Caliphestros la tranquiliza. Sin embargo, no se trata del aroma simple de una tribu de hombres, sino de los aromas complejos de al menos dos, o tal vez más.
—Sí, ahora lo distingo —afirma Keera—. Son nuestros propios guerreros y están cerca. Pero hay algo más, también… No es el olor honesto de los verdaderos soldados de Broken, sino el perfumado y emperifollado aroma de… de…
—La Guardia de Baster-kin, hermana —dice Veloc, apuntando con la barbilla hacia la orilla opuesta del río—. Ellos creen estar bien escondidos, pero hasta yo puedo reconocer su olor y detectar sus movimientos. Imagino que esperan la llegada de contingentes más poderosos del ejército de Broken, lo cual resultaría reconfortante si no fuera porque nuestros hombres también están demostrando ser inexplicablemente ruidosos, por detrás…
—¿Por detrás? ¿Quieres decir que nosotros…?
—Sí, viejo sabio —responde Heldo-Bah en tono de burla—. Has acertado: hemos caído entre dos fuerzas que avanzan tranquilas y el descubrimiento repentino de nuestra presencia podría bastar para granjearnos la ejecución directa por parte de la Guardia o unas cuantas flechas mal apuntadas y con sus puntas envenenadas por parte de la avanzadilla de nuestros propios arqueros, que están, sin duda alguna, muy nerviosos en este momento. Una situación diabólica.
—Pero ¿qué estará pensando vuestro comandante? —pregunta Caliphestros, aturdido en parte—. Si el sigilo y el Bosque siempre han sido la mejor protección para los vuestros.
—Creo que anda en busca de algún gesto —responde Heldo-Bah— que obligue a los Altos a replantearse sus ideas habituales acerca de nuestra manera de pelear.
Veloc no queda satisfecho con esta explicación, ni mucho menos.
—Aun así es inexplicable que Ashkatar cometa un error tan terrible. Es un gran soldado… —Una idea lo asalta en ese momento y se da media vuelta para encararse al sur—. ¡Linnet! —dice de repente, no a pleno pulmón, sino con el volumen justo para que su susurro sea claramente detectado—. ¡Cualquier linnet de la tribu Bane!
—¡Veloc, imbécil, cierra la boca! —le ordena Heldo-Bah. Y hace bien, porque casi de inmediato una flecha que ambos reconocen como propia de algún arquero Bane de mirada aguda y arco corto golpea el árbol, cerca de la cabeza del bello expedicionario—. ¿Es que no escuchas lo que te digo? ¿Te crees que los hombres de Ashkatar conocen a fondo los métodos de camuflaje de un expedicionario cualquiera, y mucho menos los nuestros, y por eso pueden saber quién somos? ¡Estúpido!
Stasi reacciona a esa conmoción con un profundo gruñido y mira hacia el sur del Bosque, con su raza de gente pequeña, que de pronto parecen representar una amenaza: es una consideración inusual y desconcertante para ella, un animal que siempre ha respetado a los Bane lo suficiente como para no convertirlos en objeto de sus ataques vengativos, al tiempo que se sabía respetada por ellos. Caliphestros murmura palabras de explicación y confianza a su compañera mientras acaricia su espléndido pellejo blanco, pero ella no aparta sus ojos verdes brillantes del Bosque y la piel del imponente conjunto formado por el cuello y los hombros permanece erizada y tensa, al tiempo que la cola empieza a agitarse de un modo que, en condiciones normales, señalaría la muerte de alguna criatura. Keera, tras observar la confusión de sus compañeros expedicionarios y la incomodidad de sus nuevos aliados con el mismo espanto, decide que solo ella puede anular la amenaza de violencia que se cierne sobre las circunstancias actuales.
—¡Vosotros dos! —exclama a su hermano y Heldo-Bah, al tiempo que desciende como si se columpiara hasta una rama más baja—. No os mováis. Y si me concedes este favor, Caliphestros, déjame que traiga a algún miembro de nuestra fuerza hasta esta posición sin muertes inútiles. Si es que puedo…
Con unos pocos movimientos rápidos y ágiles, Keera llega al suelo del bosque y desaparece entre la maleza de la zona más espesa. Su hermano se apresura a protestar, pero Heldo-Bah le tapa la boca con una mano bien fuerte para que no continúe.
Por fortuna, la espera es breve. Hay pocos oficiales y soldados de Ashkatar que no conozcan a Keera, o al menos sepan de su reputación; se las arregla para encontrar a un joven pallin y regresar con él para que les cuente que las fuerzas del comandante de los Bane estaban a la espera del regreso del grupo de Heldo-Bah en compañía de unos «invitados inesperados», según la cuidadosa expresión del propio Ashkatar, que no ha explicado nada más a sus hombres con la esperanza de que no cumplieran sus turnos de guardia en estado de pánico. Ninguna advertencia de Ashkatar podría haber preparado verdaderamente a sus hombres para la llegada de Caliphestros: cuando el joven guerrero Bane ve que no solo el anciano, sino también la enorme pantera blanca descienden de su haya, se echa a temblar visiblemente.
Keera le apoya una mano en el hombro para tranquilizarlo.
—No temas, pallin —le dice—. Han demostrado ser auténticos amigos de nuestra tribu… resulta que desde hace muchos años.
—Sí —boquea el joven, con sus oscuros rasgos casi blanquecinos—, pero has de entenderlo, rastreadora Keera: cuando era un niño me dijeron que este animal solo era un mito. Y del brujo solo se hablaba cuando mi madre me quería aterrorizar para que cumpliera sus deseos…
—Bueno —se ríe con calma Heldo-Bah mientras salta al suelo desde una rama de segunda altura de su propia atalaya—, ahora tendrás con qué aterrorizarla tú, joven pallin. Como es justo y necesario, el mundo da la vuelta y todos los padres que se comportan de ese modo terminan recibiendo una dosis de su propia medicina si la Luna decide ser justa.
—No hagas caso a Heldo-Bah —dice Veloc en tono tranquilizador.
Pero enseguida cae en la cuenta de su error, porque toda la calma que haya podido ofrecer por medio del tono desaparece con la mención del nombre de su amigo, un nombre casi tan aterrador para el pallin como el de Caliphestros.
—¿Heldo-Bah? —pregunta el joven, volviéndose de nuevo hacia Keera—. Entonces, es verdad que viajas con el asesino… —El soldado se da cuenta de inmediato de su metedura de pata y echa una mirada al expedicionario, que ya se le está acercando—. Aunque me han contado, nos han contado a todos, la gran y terrible tarea que os asignaron los Groba hace algunos días y tengo un gran respeto por tu patriotismo, señor…
—No te preocupes, muchacho —murmura Heldo-Bah en tono animoso, mostrando al sonreír esos dientes afilados e irregulares que no contribuyen a ayudar al tembloroso joven—. Hago lo que hago por mis amigos, por puro deseo de venganza contra los Altos y porque debo. No implica ninguna gran nobleza, tal como tú mismo descubrirás en el caso de que tu yantek esté tan verdaderamente loco como para haceros cruzar el río y llevaros hasta la Llanura. —¿Dónde está, por cierto? Esperaba que fuese él quien nos recibiera, después de todo lo que hemos aguantado.
—Ponte cómodo, soldado —lo intenta Veloc, uniéndose al grupo y dejando a Stasi y Caliphestros unos pasos más atrás para que queden escondidos y protegidos en parte por su cuerpo y el de Heldo-Bah—. No tienes nada que temer de ninguno de nosotros, como sin duda te habrá dicho ya mi hermana.
—¿Hermana? —repite el muchacho—. Entonces, tú eres Veloc, el miembro que faltaba del grupo. Es un honor…
—Tienes que dejar de lado todo eso de los honores y contarnos qué está pasando, muchachito enfajado —dice Heldo-Bah, alegre todavía, pero ahora en una medida ya insultante que provoca la leve indignación del soldado, pese a su miedo.
—No hagas caso a mi amigo —interviene Keera, preguntándose cuántas veces habrá tenido que repetir esas palabras mientras palmea el hombro del pallin con la fuerza suficiente para que vuelta a concentrarse en lo suyo—. Para él ser rudo es como para la mayoría respirar. —Mira a sus compañeros expedicionarios con una irritación familiar—. El pallin formaba parte de un pequeño grupo de exploradores cuando lo he encontrado. Su linnet y otro pallin han regresado en busca de Ashkatar, pero es probable que les cueste un rato encontrarlo, porque el yantek se desplaza arriba y abajo por la columna. Al parecer, ese cierto que pretende llevar a cabo el ataque que imaginaba Caliphestros. Parece que hemos llegado justo a tiempo para impedir un error terrible.
Bien pronto aparece Ashkatar, todavía más armado que de costumbre, con el látigo firmemente sostenido en una mano, corriendo hasta el pequeño claro al que se han desplazado los expedicionarios y sus acompañantes con el pallin, otro soldado de infantería y un linnet, tan joven como aquel, que los sigue de cerca.
—Ah, entonces es verdad —dice, con su erizada barba negra, con una voz que atruena en lo profundo del pecho pese al volumen reducido—. Habéis vuelto los tres. —Al mirar por encima de los hombros de Veloc y Heldo-Bah, de todos modos, incluso el poderoso y airado Ashkatar palidece un poco—. Y habéis tenido éxito en vuestra misión, o eso parece —añade, aunque su voz ha perdido buena parte de la seguridad y confianza habituales.
Tanto Stasi como Caliphestros se arriman altivos al aparecer este hombre bajito pero imponente, para quien la autoridad es obviamente un hábito, y empiezan a acercarse lentamente. Los jóvenes soldados Bane contrarrestan el acercamiento caminando hacia atrás, pero Ashkatar se mantiene con una firmeza admirable e incluso da uno o dos pasos para saludar a los recién llegados.
—Sed bienvenidos entre nosotros, Lord Caliphestros. ¿Debo…? ¿Te parece que puedo dirigirme a tu gran compañera, la noble pantera blanca? —Ashkatar habla con tono dubitativo, pero también con gran respeto—. Keera nos ha informado de que entiende muy bien las comunicaciones humanas.
Esa afirmación impresiona clara y favorablemente a Caliphestros, aunque no llega a sonreír.
—Gracias, yantek Ashkatar. Tus modales te honran. No, no hace falta que te dirijas a mi amiga de manera particular, aunque ella sabrá distinguir tus intenciones y actitudes al instante, así como las de tus hombres. Harán bien en recordarlo y en correr la voz para que no haya ningún infeliz malentendido mientras nos encaminamos a vuestro lugar de acampada y luego hasta Okot.
—Bueno, ¿pandilla? —ladra Ashkatar a sus hombres—, ya habéis oído a Lord Caliphestros. Volved al campamento a toda prisa y decid a todas las tropas que encontréis que se encarguen de correr la voz de un lado a otro de la columna sobre quién ha llegado y cómo deben comportarse. —Se da media vuelta, ve que los soldados están demasiado aturdidos para obedecer y suelta un gruñido—: ¡Venga, vamos! Y que mis ayudantes preparen comida en mi tienda. Llegaremos poco después que vosotros. —En cuanto los jóvenes soldados desaparecen entre la maleza del bosque, la gran barba negra se vuelve de nuevo hacia Caliphestros—. Quizá debería haber dicho que regresaremos a la velocidad que a ti te convenga para el viaje, mi señor. Al llegar encontrarás a mis hombres nerviosos, como ya has visto, pero también encontrarás a nuestros líderes agradecidos por tu disponibilidad para venir a ayudarnos en este momento de crisis.
—La medida en que pueda ayudaros, yantek —responde Caliphestros, consciente aún de la necesidad de mantener las apariencias— habrá que verla. He de comprobar el valor y las intenciones de tu tribu, aunque nunca he tenido razones para ponerlos en duda.
Ashkatar asiente, claramente impresionado y agradecido por esa afirmación.
—Entonces, ¿procedemos, mi señor? —pregunta, apuntando con el látigo hacia la dirección tomada por los soldados para regresar a sus filas, en la que Caliphestros ahora alcanza a ver un burdo sendero marcado en el suelo.
Percibe que Ashkatar está esperando que se levante y eche a andar junto a él por tratarse de la máxima autoridad presente entre los Bane, de modo que indica a Stasi que se levante. Ella no da muestras de duda alguna al obedecer, pues ha decidido que ese hombre tosco pero altivo e imponente, le cae bien. Al pasar junto a Keera, de todos modos, Caliphestros hace parar a Stasi y se dirige a Ashkatar.
—Me gustaría que Keera, la rastreadora, caminara también con nosotros, yantek Ashkatar. Ya ha demostrado ser de un valor incalculable, tanto para mí, por el descubrimiento de información muy valiosa para nuestro objetivo compartido de descubrir quién y qué se esconde tras esta terrible enfermedad, suponiendo que sea solo una, que tanto aflige al Bosque y a vuestra tribu, como para la causa de mantener tranquila y confiada a la gran fiera en cuyos lomos tengo el privilegio de viajar.
—Por supuesto, mi señor —dice Ashkatar—. Aunque me temo que los otros dos tendrán que ir detrás. Veloc y Heldo-Bah no obtienen el mismo respeto que Keera en nuestra tribu y sería inapropiado ofrecerles tal honor, por muy alto servicio que hayan prestado en estos últimos días.
Caliphestros levanta la nariz al aire en gesto de falsa altanería al pasar ante los dos expedicionarios y murmura, dirigiéndose particularmente a Heldo-Bah:
—Qué afirmación tan estimulantemente acertada y sincera, yantek.
—Bueno, Heldo-Bah —dice Veloc, asegurándose de que los de delante no puedan oírlo—, nos ha tocado el sitio de los sirvientes. Como siempre.
—Habla por ti, Veloc —responde Heldo-Bah con amargura—. Ya nos llegará el momento de reclamar la posición y el respeto debidos cuando se conozca nuestra historia.
—Ah, seguro —contesta Veloc, con voz de puro sarcasmo—. Pero mientras tanto… procura no pisar los excrementos de pantera.
Son tantos, y tan mudos de asombro, los soldados Bane que aparecen a ambos lados por el camino que el llamativo grupo abre hacia el sur (un camino que deja atrás por completo el curso del río), que al principio a nadie se le ocurre hacer comentario alguno cuando Caliphestros plantea a Ashkatar la peculiar petición de que sus rudas y ágiles tropas empiecen a cavar agujeros en el suelo cada cien o doscientos pasos. El anciano se concentra enseguida en sus esfuerzos y solo parece satisfecho con el resultado cuando las palas de los soldados llegan al agua que circula por el subsuelo del bosque. Le fascina particularmente que el agua así descubierta emita un olor particular, reminiscente, según Keera (cuya memoria de cuanto percibe por medio de los sentidos es tan aguda como estos mismos), de la poza mortal que, hace apenas una hora, ha visitado en compañía de Stasi y el viejo sabio. La mayor parte de los involucrados en la tarea de cavar los agujeros no pueden evitar el asombro que les provoca la insistencia de Caliphestros en que todos los hombres y mujeres que hayan entrado en contacto con esos fluidos se laven las manos al instante con jabón de lejía y, sobre todo, eviten beber del agua descubierta. Su comportamiento inescrutable a este respecto no hace más que confirmar su reputación y su talante general, de todos modos, y queda claro que Caliphestros no es alguien dispuesto a malgastar esfuerzos de esa clase. Sin embargo, el significado de estas extrañas actividades investigatorias no se llega a entender en su alarmante claridad hasta que el grupo se presenta delante del Groba…