Agua
{i}:
—¿Y cómo te sientes hoy, sentek? —pregunta Visimar mientras detiene su yegua cerca de Sixt Arnem, que permanece sentado en su gran semental gris, conocido como Ox, mientras revisa el estado de forma de los Garras al pasar por el Camino de Daurawah, que desde la base de la montaña de Broken se dirige hacia el este para llegar al gran puerto.
Como no ha tenido tiempo de acostumbrarse al mando de todo el ejército del reino antes de recibir la orden de destruir a los Bane, Arnem está encantado de encontrarse en esta situación tan familiar, como comandante de la legión de élite. Solo las preguntas interminables que le ha planteado Visimar desde que salieron de Broken han interrumpido sus pensamientos; son de tal naturaleza que al sentek le resulta difícil —o, a veces, incluso imposible— dar una respuesta clara. Ha intentado distraer a Visimar por todos los medios que conoce: hasta le ha contado los detalles del intento de envenenar al Dios-Rey. Pero ha sido en vano, pues parece que también de ese asunto sabe más Visimar que él.
—¿Hoy? —concede al fin el sentek, mirando el luminoso cielo azul, dominado todavía por un sol particularmente caluroso. Es un cielo que apenas despertaría el menor interés en pleno verano. En cambio, en este principio de primavera, resulta inquietante—. Hoy no cambia nada, viejo. Este extraño calor no le conviene nada a nuestra empresa. Si el invierno pasado hubiera sido suave, no tendría nada que decir. Pero no habíamos tenido un frío tan duro en Broken desde el invierno de la guerra contra los varisios. La verdad es que la escarcha asesina se ha alargado hasta el principio de la primavera. Pero todo eso ya lo sabes, Visimar. Dime, entonces, ¿cómo puede ser que este calor llegue tan a principios de año?
La respuesta del sentek es evasiva, pero relevante para el asunto de que se está hablando; y es que en la segunda mañana de la marcha regular de la expedición hacia el puerto de Daurawah, ni la insinuación de una nube obstruye el martilleo continuo del sol sobre los valles cultivados del centro de Broken. El sentek (dando ejemplo, como siempre) lleva su armadura de cuero más ligera bajo la capa granate de algodón, no de lana, y prescinde de la cuirass[155] de acero o de la cota de cadena que suelen conformar el precavido uniforme de los Garras en el campo de batalla. La mañana de primavera es demasiado cálida para semejantes precauciones y dos días de marcha sin peligro separan todavía a los Garras del Zarpa de Gato; dos días destinados a encontrar forraje para los caballos y provisiones para los hombres en los pueblos del rico corazón del reino. Arnem no cree que su comando se exponga de momento a ningún peligro mayor que las posibles escaramuzas con los Ultrajadores Bane; sin embargo, está perplejo por este tiempo extraño y por la rara melancolía perceptible de los pueblos por los que han ido pasando hasta ahora los Garras.
En ellos no han recibido a los soldados con la gratitud que los pueblos prósperos deben a sus defensores, sino con el amargo antagonismo (o incluso la franca hostilidad) que deparan los pueblos mal tratados a las tropas que exigen más comida y forraje de los que los aldeanos están en condiciones de proporcionar. Arnem, con la ayuda de Visimar, ha empezado a ver que la causa de estos enfrentamientos desgraciados no es la mala voluntad contra los soldados por sí mismos, sino el resentimiento contra los jefes de Arnem en Broken. La ansiedad que ha reptado hasta el corazón de los súbditos que conformaban desde siempre las comunidades más seguras del reino ha provocado que esos mismos súbditos se nieguen ahora con rabia a comerciar con los valiosos frutos de sus distintos trabajos en los ajetreados mercados de Broken: como consideran que últimamente los precios de sus artículos en la gran ciudad son imposiblemente bajos, se dedican a acaparar provisiones, no solo de grano y otros bienes comestibles, sino también de telas y otros productos artesanales para su uso exclusivo, pese a la pérdida de beneficios, considerable y a veces incluso peligrosa, que sufrirán en consecuencia.
Y sin embargo no ha habido problemas comunes en los cultivos, ni escaseces de cualquier tipo que expliquen esta amargura entre los prósperos tejedores, molineros, pescadores y granjeros, tanto si son propietarios de la tierra como si se trata de los arrendatarios, que labran el rico suelo de Broken para las grandes familias terratenientes del lujoso Distrito Primero de la ciudad montañesa. Tampoco ha habido, según los sacerdotes que mantienen los pequeños templos de cada ciudad, ninguna vacilación en la observación del dogma básico entre los kafranos, según el cual la vida devota, combinada con el trabajo duro, produce cosechas generosas, grandes beneficios y esa salud robusta que procura la belleza física; todas las señas principales de quien goza del favor del dios dorado. En cambio, la ira popular parece concentrarse, en primer lugar, en esos extranjeros del norte que saquean para vender luego su botín y mandan sus barcos cargados de artículos a Daurawah; en segundo lugar, en esos agentes de empleo incierto que compran y transportan esos bienes montaña arriba hasta Broken, para que allí se puedan vender de nuevo a un precio menor que el que los propios granjeros, tejedores y artesanos pueden permitirse cobrar por los suyos. Esa es la razón de que la gente de los pueblos retenga el fruto de su trabajo y sobreviva gracias al trueque a escala local; y la preocupación que eso le provoca es, a su vez, la causa de que Arnem suspire ante el deseo de Visimar de hablar de lo que el sentek llama «sucesos irrelevantes del pasado».
—Tú eres consciente de la intención que se esconde tras mi pregunta, creo, sentek —afirma Visimar—. Ciertamente, lo que me interesa no es tu opinión sobre el tiempo.
Con la esperanza de que una concesión por su parte les ayude a avanzar hacia asuntos más urgentes, Arnem extiende una mano con gesto de resignación y dice:
—Si me estás preguntando si esta mañana he encontrado las palabras que llevaban ocho años eludiéndome, solo puedo decirte, igual que estos últimos dos días, Anselm, que no.
Arnem se dirige a su acompañante por su supuesto nombre, no vaya ser que algún soldado de paso reconozca el legendario, mejor dicho, el infame nombre de Visimar que, durante casi veinte años, solo ha sido superado por el de Caliphestros en cuanto a su capacidad de asustar a los niños de Broken: niños que al crecer se han convertido, en muchos casos, en los pallines más jóvenes del sentek, como el que acompañaba a Arnem en las murallas hace unas cuantas noches, Ban-chindo. Esos jóvenes son poco más que muchachos, en el fondo, por mucha fuerza que hayan adquirido sus cuerpos durante muchos meses de impacable entrenamiento. Y las caras de los más jóvenes parecen todavía más infantiles, a decir de Arnem, a medida que la columna los va alejando cada vez más de sus hogares.
—Empiezo a pensar si no tendría razón mi ayudante, anciano —dice Arnem, medio en serio—. A lo mejor, traer tus viejos huesos blasfemos con nosotros sí que ha sido un error.
—No soy tan viejo como aparento por culpa del sufrimiento que me infligieron los sacerdotes de Kafra, sentek —replica Visimar—. Y, si puedo decir lo que parece obvio, no es que tú seas un miembro devoto de esa fe, como para hablar de blasfemias como si de verdad te lo creyeras. ¿Acaso no fueron tus dudas sobre la absurda fe del dios dorado lo que te inspiró a invitarme a esta marcha? Yo lo creo así… Y creo que, en el fondo, tú también lo sabes.
El semblante de Arnem se oscurece.
—Te lo advierto, Visimar —anuncia en voz baja, tras asegurarse de que ningún otro hombre ha oído las palabras del anciano—: puedes poner a prueba mi paciencia tanto como quieras, pero si inquietas a mis hombres, si siembras la duda en sus mentes, te mando con los mercaderes y los sacerdotes de Broken para que terminen la faena.
El sentek se vuelve para ver cómo pasa la última unidad de caballería en fila de dos, y luego observa la primera de infantería, que va en fila de cuatro; una formación prieta para mantener a los dos khotores listos para formar a toda prisa los quadrates[156] en que se mezclan ambos cuerpos para adoptar su formación más común de defensa en combate en el supuesto de que los Bane fueran tan estúpidos como para atacarles tan lejos del Bosque de Davon. Se trata de una formación cautelosa, pero también vuelve más audibles las palabras que intercambia con sus oficiales, y especialmente sus conversaciones con «Anselm»; por eso el sentek acaba de avisar a su invitado en voz bien queda, pero con toda severidad.
Por su parte, Visimar mira pasar a los soldados un momento y, tras tomarles la medida, asiente con gesto obediente.
—Tienes razón, sentek —dice, sorprendiendo a Arnem—. Me esforzaré por tener más cuidado. —Da la sensación de lamentar genuinamente haber sido provocativo por un instante—. Me temo que tantos años de hacerme el loco en callejones traseros y tabernas me han convertido en un insensato. Es el gran peligro de los disfraces… Si representamos el papel asignado durante demasiado tiempo, corremos el riesgo de perdernos en el camino de vuelta. ¿No te lo parece, sentek?
Dos días antes ese comentario habría alarmado a Arnem, que al salir de Broken no sabía exactamente qué papel representaría durante la campaña aquel compañero escogido de un modo tan impetuoso, aparte (como le había dicho a Niksar) del tipo de idiota que a los soldados les encanta tener por el campamento. Los hombres enfrentados cada día con la realidad de la muerte (ya sea por una herida o por las pestilencias) son supersticiosos como las viejitas; y una de las supersticiones más populares entre las tropas de Broken es que la mente iluminada de un loco le permite interpretar aquello que se escapa a los soldados cuerdos: el caos del conflicto.[157] Es una virtud que transforma a esas almas particulares en agentes de la buena fortuna, capaces de aumentar para cualquier hombre, o incluso para un ejército, las oportunidades de sobrevivir al informe tumulto de la guerra.
Esa fue la justificación de Arnem, de puertas afuera, para alistar a «Anselm»; y el anciano ha interpretado bien su papel. También, y más importante, ha dado no solo a Arnem, sino a toda la tropa del sentek, alguna explicación del humor negro que muestran los granjeros, los pescadores y los seksents[158] a lo largo del Camino de Daurawah; ellos manifestaban sus quejas no solo a Arnem y a sus oficiales (particularmente a los linnetes de la línea, que suelen ser los primeros oficiales que entran en cada comunidad), sino a sus perplejos legionarios. Toda la columna de Arnem es ahora consciente de que los asuntos del reino de Broken están gravemente descoyuntados; nunca se siente muy seguro un soldado con esas ideas aguijoneándole la mente. Las estratagemas relacionadas con el comercio podrían contarse como un simple nuevo ardid de la implacable clase gobernante de Broken para aumentar sus beneficios; pero ese debilitamiento de la industria del reino por bienes importados ilegalmente está prohibido por la ley kafránica. Además, los supuestos «comerciantes» tienen pinta de invasores, con los que los mercaderes de Broken tienen prohibido establecer tratos. Y lo más inquietante de todo es que abundantes informes según los cuales las autoridades encargadas de proteger el comercio de Broken de esa clase de artículos extranjeros (desde el Gran Layzin y el poderoso Lord Mercader hacia abajo en una larga cadena que lleva hasta los magistrados locales) conocen el verdadero origen de muchos de estos cargamentos con los que algunos hombres nada escrupulosos se llenan los bolsillos a expensas de otros súbditos más humildes. Hay incluso rumores de que esos nobles sirvientes reales hacen algo peor que ignorar los negocios de estos comerciantes: obtener provecho de ellos…
Como reacción a las quejas de los aldeanos, Arnem ha explicado a sus oficiales (a instancias de Visimar, o de «Anselm», sustentadas en las «visiones» del loco) que las protestas son un brebaje fantástico creado para darle alguna explicación a la mala suerte de esos súbditos que carecen del temperamento suficiente para sobrevivir en la acerada competición de los mercados de Broken; y cada oficial se ha encargado de pasar ese dato a sus hombres. Al mismo tiempo, el sentek ha explicado también con toda seriedad a los ancianos que se iba encontrando en los pueblos que ni él ni sus oficiales tienen conocimiento de esos cambios traicioneros en las prácticas del comercio, y que los líderes del ejército carecen de autoridad para encargarse de asuntos puramente comerciales, pues en última instancia el comercio, según la fe kafránica, no es una actividad secular, sino sagrada. Aun así, Arnem ha prometido en repetidas ocasiones que cuando llegue a Daurawah buscará a los comerciantes malignos y no solo averiguará los nombres de sus socios en Broken, sino también si poseen dispensa escrita para dedicarse a una forma de comercio tan sacrílega. Eso ha bastado para aplacar a la gente de los pueblos durante los primeros días del mes de marzo y él ha podido salir de cada comunidad con el pequeño acopio de provisiones y forraje que pudieran permitirse los ancianos.
Y sin embargo… esa frialdad por parte de unos súbditos que siempre se habían alegrado de dar la bienvenida a los soldados de Broken como depositarios del amor del Dios-Rey por la gente más humilde ha provocado que la confusión se extendiera entre las filas de los Garras. Aunque todavía no es grave, el asunto ocupa una porción creciente de sus pensamientos, y también de los de su comandante.
—Verán cosas bastante más inquietantes cuando se encuentren de verdad en el campo de batalla —sigue cavilando Visimar—. Y si siguen recibiendo esta ingratitud de los mismos súbditos por cuya vida van a pelear, y en muchos casos morir, tal vez pierdan la voluntad de pelear, y sobre todo de morir.
Ahora que la distancia entre los dos hombres y las tropas les ofrece mayor seguridad, Arnem agradece poder manifestar y escuchar las ansiedades que lo angustian desde la noche del castigo de Korsar. No se ha atrevido a expresar esas dudas a nadie, ni siquiera al leal Niksar, ni tampoco a su mujer de manera completa, pero se siente seguro al compartirlas con alguien que obviamente (aunque pueda parecer sorprendente) las comprende: incluso si ese alguien, según se rumorea, ha sido casi tan malvado como el temido Caliphestros. De hecho, en Broken hay quien considera que Visimar era el más malvado de los dos, porque mientras Caliphestros descuartizaba los cuerpos de ciudadanos recién muertos por violencia, ejecución o mala salud, Visimar era el que supervisaba la adquisición de los cuerpos. Y cuanto más hermoso era el cadáver, ya fuera de hombre o de mujer, mayor era el ansia de la criatura del brujo por comprarlo o robarlo.
El sentek coge el dobladillo de su capa y lo humedece con una gran bota de agua que lleva colgada de la silla de montar; luego se inclina hacia delante para limpiar el sudor de los hombros brillantes de Ox.
—No era consciente —dice mientras desmonta para limpiar el cuello y la cara de Ox con un poco más de agua— de que los exploradores de las artes oscuras se interesaran también por los asuntos militares.
—Te burlas de mí, sentek —dice Visimar, todavía de buen humor—. Pero yo tuve una perspectiva única desde la que estudiar tu mente y tu corazón, igual que mi maestro. Conozco tus estados de ánimo; y comprendo tu devoción por los ritos de Kafra o, mejor dicho, sé que dicha devoción está en peligro.
El dolor recorre el cuerpo de Arnem: es una incomodidad física que no nace de la enfermedad, sino de la vergüenza. Visimar ha llevado la conversación —y no por primera vez— al borde de la terrible verdad que ambos comparten: que Arnem no solo estuvo entre los soldados que escoltaron al grupo ritual del Halap-stahla en que mutilaron a Caliphestros, hace tantos años, y luego unos meses después al Denep-stahla que dejó a Visimar en su condición actual; no, la verdad es que Arnem comandaba esos destacamentos. Él y sus tropas no tuvieron parte activa en los rituales repugnantes, por supuesto; pero protegían a los sacerdotes contra cualquier interferencia por parte de los acólitos del brujo y su principal ayudante, o de los siempre atentos Bane.
Visimar observa lo que pasa por los rasgos de Arnem, incluso mientras el sentek sigue acicalando a su caballo.
—Si persisto en abordar ese asunto, sentek —dice el hombre mayor con amabilidad—, es solo para que te des cuenta de que, si hablas de ello una vez, ya no hará falta que nos encallemos en eso. En aquel momento me di cuenta de que desdeñabas los rituales; y supe que, después de mi castigo, te negaste a hacer la guardia en ninguno más, y que tu negativa tuvo un papel no menor en la decisión del Dios-Rey de suspender del todo las prácticas. Te digo de verdad que en aquel momento sentí alegría por ti. No aversión.
Arnem alza la mirada con oscuridad en sus ojos.
—Esa comprensión sería extraordinaria, Visimar. Y dudo que te haya facilitado las cosas.
Visimar inclina la cabeza con aspecto pensativo.
—No me las ha facilitado, pero por otra parte sí. El odio perpetuo a hombres como tú, Sixt Arnem, habría empeorado el sufrimiento de mi cuerpo. Erais, y lo seguís siendo, lo sepáis o no, tan cierta y desesperadamente prisioneros de los sacerdotes y de los mercaderes como mi maestro y yo. O eso hemos creído siempre él y yo, y creo que tú mismo has empezado a sospecharlo.
Gran parte de la oscuridad del semblante de Arnem se disipa de repente.
—Has dicho «hemos creído siempre». O sea que esas historias eran ciertas. ¡Y Caliphestros vive! —Visimar desvía la mirada, inseguro; pero no lo niega—. Siempre lo he sospechado —continúa el sentek, con aparente alivio.
Visimar sonríe ante el ansia de Arnem, pues sabe que viene de su fuerte deseo de absolución por la vergüenza de haber escoltado los rituales kafránicos de mutilación, por mucho que se tratara de una tarea obligatoria. Porque el viejo acólito también sabe que, cuando se trata de asuntos tan violentos, la obligatoriedad no es absolutoria de la participación en la mente de un militar superior; al contrario, se preguntará —si al fin se niega a cumplir una orden repugnante y entonces descubre que su negativa, en vez de granjearle un castigo, lleva a un replanteamiento de las órdenes— cuántos otros desgraciados podrían haberse salvado si hubiese objetado antes.
—Bueno, sentek, tan solo puedo decir que supe que estaba vivo, al menos hasta hace bastante poco —responde Visimar—. Mas acerca de la cuestión de cómo lo supe, y de si todavía lo está o no, tengo poco que decir, salvo que es evidente que yo no he estado en condiciones de buscarlo. De todos modos, sí te diré esto: si hay alguien capaz de sobrevivir tanto tiempo sin piernas y en las zonas más peligrosas de ese territorio salvaje, es mi maestro. Así que… no temas, Sixt Arnem. Si Caliphestros sigue entre los vivos, volveremos a verlo, y es probable que sea pronto.
Justo entonces los dos oyen un caballo que se acerca al galope. El jinete de la esforzada montura blanca es Niksar, que regresa desde la cabeza de la columna.
—¡Sentek! —grita Niksar. Visimar se da cuenta de que, incluso en un momento de urgencia, el joven ayudante de Arnem sigue confundido por el modo en que su comandante se empeña en pasar momentos privados pidiendo consejo a un anciano descreído—. Tienes que acudir a la vanguardia. Los exploradores han llegado al siguiente pueblo y uno de ellos está ya de regreso.
Arnem percibe los problemas en los nobles rasgos de Niksar y le concede su atención.
—Pero el próximo será Esleben. Los mercaderes y granjeros de un pueblo tan rico como ese no pueden tener las mismas quejas que hemos oído en otros sitios. —Arnem observa con atención a Niksar—. Aunque tu cara me dice que sí pueden.
—A juzgar por los primeros signos, sus objeciones son mucho peores —responde Niksar, con la esperanza de que su comandante se aleje del loco que lo acompaña.
Y así es.
—Quédate atrás, Anselm —ordena Arnem al arrancar—. No sabemos cuándo la insatisfacción puede convertirse en algo claramente más desagradable.
Visimar dirige a su caballo con los muslos para que vuelva hacia atrás, hasta las tropas que siguen marchando.
—Así es, sentek Arnem —cavila mientras su murmullo queda ahogado por la marcha rítmica de la infantería—. Ni aquí ni en ningún otro lugar del reino. En este viaje no…
Sabedor de que tiene un papel que interpretar en el viaje, Visimar se vuelve todo él feliz cordialidad mientras avanza junto a los infantes de los Garras; ellos manifiestan a pleno pulmón su satisfacción al ver que ha decidido marchar un rato en su compañía.
{ii}:
En la cabeza de la columna de Garras en marcha, Arnem y Niksar avanzan al galope a unas unidades de caballería que de pronto se han vuelto claramente temerosas. Están entrando en una extensión llana y exuberante de granjas de cultivo, más allá de las cuales, casi un kilómetro y medio por delante de la columna, se encuentra Esleben: un lugar considerablemente mayor y más próspero que cualquiera de las comunidades por las que ha pasado la expedición hasta ahora. Ello se debe no solo a la riqueza de sus tierras de cultivo, sino a su ubicación en el cruce entre el camino de Daurawah y una vía también muy transitada que recorre el reino de norte a sur. También es el destino final de un impresionante acueducto de piedra que lleva el agua del Zarpa de Gato hacia el sur; un acueducto que dota de energía a los enormes molinos de piedra que representan los principales proveedores de empleo del pueblo, así como la fuente de su riqueza. Los molinos y los cultivos necesarios para alimentarlos han mantenido durante mucho tiempo a Esleben como una ciudad enérgica; pero hoy en día esa energía parece concentrada en un torbellino. Arnem y Niksar alcanzan a oír, por encima de la percusión de los cascos de los caballos, la inconfundible voz de la masa airada, cuyo eco rebota en los molinos de piedra con techo de paja,[159] en los graneros, en las forjas y herrerías, así como en las múltiples tabernas.
Con la intención de defenderse de las incursiones de los Bane contra este rico centro de comercio, su guarnición de doce veteranos del ejército regular de Broken, siempre comandada por un linnet de la línea experto, se mantiene en una fuerte empalizada en los límites orientales de Esleben. La impenetrabilidad de las fronteras de Broken explica que esta fortificación no haya visto nunca una «batalla» real; hoy, de todos modos, la ira de los aldeanos es tan grande que podría llevar a un cruce de armas muy desordenado. Y sin embargo esta violencia parece dirigirse contra cualquier hombre que lleve la armadura distintiva o alguno de los símbolos que identifican a las legiones de Broken; además de ver a dos de sus exploradores montados entre un gentío de aldeanos amenazantes, Arnem se da cuenta de que el tercero, que cabalga de regreso hacia la columna, espolea al caballo como si le fuera la vida en ello, y no un simple informe. Arnem y Niksar aceleran el paso y se reúnen con el explorador, que se acerca a medio camino entre el pueblo y los demás hombres. A Armem le basta una mirada al joven soldado de cabello dorado, y a la espuma que asoma por las comisuras de su montura, para entender que tal vez los dos exploradores de Esleben no se basten solos para superar los problemas que los rodean.
—¡Eh, soldado! —exclama Arnem, al tiempo que tira de las riendas de Ox.
El caballo del explorador suelta un relincho y luego el soldado se lleva un puño al pecho en señal de saludo y se esfuerza por recuperar el aliento.
—¡Akillus![160] —lo saluda Arnem.
Conoce a todos los exploradores de los Garras por su nombre de pila, porque son los más valientes en unas tropas de Broken que se destacan precisamente por su valentía; y ninguno lo es tanto como el jefe de exploradores que ahora está delante del sentek. Además, por su buen humor, aparentemente inagotable, Akillus es un favorito de Arnem.
—Los habitantes de Esleben están aún menos contentos de vernos que sus vecinos, por lo que parece —dice el comandante.
El explorador se detiene un momento para controlar la voz, seca el sudor de las paletillas de su caballo y sitúa a este en paralelo a Ox.
—Sí, sentek —contesta. La preocupación por sus dos camaradas, que siguen en el pueblo, se hace evidente en su rostro, aunque no en sus disciplinadas palabras—. Pensábamos en contactar con la guarnición, pero los aldeanos los tienen encerrados dentro de su propia empalizada y parece ser que ya llevan un tiempo así. Y cuando les pedimos una explicación a los ancianos del pueblo… Bueno, sentek, la respuesta que encontramos fue una muchedumbre enloquecida. Y que el dios dorado me seque las pelotas si hay manera de entender a qué se debe todo esto.
—¡Akillus! —lo reprende Niksar, aunque su rango es apenas marginalmente superior al del jefe de exploradores—. Unos aldeanos quejicas no son razón para blasfemar delante de tu comandante.
Akillus empieza a disculparse, pero Arnem levanta una mano:
—Sí, sí, perdón concedido, compañero.[161] Las muchedumbres son una cosa muy complicada. Sospecho que hasta Kafra te perdonaría el estallido. —Arnem saca de un bolsillo que tiene bajo la armadura un trozo de pergamino y un fragmento de carboncillo y garabatea deprisa una nota breve que luego entrega al explorador—. Ahora, vuelve a la columna, Akillus. Dale esto al primer Lenzinnet[162] que encuentres y dile que te acompañe de vuelta con su unidad. Nosotros seguimos adelante.
—¿Sentek? —dice el explorador, incómodo—. ¿No deberías esperar…?
Pero Arnem ya ha clavado las espuelas de punta redonda[163] en los flancos de Ox y galopa veloz hacia la aldea. Niksar, con un suspiro de quejosa familiaridad ante la impetuosidad de Arnem, se prepara para seguir y se limita a decir:
—Y asegúrate de que todo vaya bien, Akillus… No me gustan los ánimos que veo en esa aldea.
Mientras empieza a dar media vuelta al caballo para poder cumplir la orden, Akillus lanza una mirada a Arnem, que se desplaza directamente a ayudar a los dos exploradores de Esleben. Al contemplar a su comandante, Akillus sonríe: una sonrisa plena y sincera que revela a las claras por qué los hombres de Arnem lo quieren tanto: su comandante puede perdonar una blasfemia que muchos oficiales castigarían con una paliza y al instante correr un riesgo antes incluso de que las tropas de apoyo acudan al lugar.
—Está loco perdido —murmura el explorador, con gran respeto. Mientras observa por última vez cómo Arnem maneja con mano experta a su montura, con un cabalgar tan bajo que su cuerpo parece apenas un músculo más en la espalda de Ox, Akillus, añade en voz muy baja—: Pero es una locura que a todos nos encantaría compartir. ¿Eh, Niksar?
Antes de que Niksar pueda regañarlo de nuevo, Akillus desaparece con un galope casi tan veloz como el que se ha llevado a Ox en la dirección opuesta.
A medida que Arnem se va acercando lo suficiente para discernir las expresiones de ira de los aldeanos, alcanza a ver también los molinos y graneros grandes del centro del pueblo, rodeados por un camino de carros circular alimentado por las cuatro pistas que llegan al pueblo desde los cuatro puntos cardinales. Dentro del círculo polvoriento hay una plataforma grande con una horca y una picota, un templo de buen tamaño dedicado a Kafra y el remate del largo acueducto de piedra que trae sus aguas turbulentas por medio de un canal de piedra suavemente inclinado y de varios kilómetros de longitud. El fluido concentrado de este canal se dirige hacia las ruedas externas de las ruedas del interior de los molinos, cuyas maquinarias implacables machacan unas cantidades de grano prodigiosas de los campos de los alrededores de Esleben, así como de granjas más lejanas.
Y sin embargo, en este cálido día de primavera, no fluye el agua desde la acequia y las grandes ruedas de los molinos no giran…
Nada más entrar en la plaza, Arnem no muestra a ese grupo que parece formado por unas ochenta personas ningún signo de tener la intención de frenar la carga que lo lleva justo contra ellos. Al contrario, cuando está seguro de que la muchedumbre puede distinguir a la vez su cara y las zarpas de plata que lleva en los hombros, desenvaina la espada de caballería.[164] Sosteniendo junto a la pierna con gesto calmo pero decidido esta arma engañosamente elegante, con la que podría cortar fácilmente unos cuantos cuellos, el sentek carga hacia los aldeanos que parecen más dispuestos a repeler su salvaje acercamiento; pero, en cuanto se acerca el momento de la colisión, la voluntad de la muchedumbre se quiebra, salen disparados en todas las direcciones y dejan a los dos exploradores solos junto a la picota.
Al dispersarse los aldeanos, Arnem ve algo que Akillus ha descrito en varias de sus caras. «En verdad, es algo que supera a la rabia —decide—, algo que mantiene una inquietante similitud con la demencia».
Como Arnem, los dos exploradores han desenvainado sus espadas, pero todavía no han hecho ningún movimiento verdaderamente amenazador; y aunque sus caballos estaban tan asustados que iban girando sobre sí mismos en medio de la multitud, una vez libres de la masa humana los animales recuperan enseguida la compostura. Arnem cabalga directamente hacia los soldados, sin prestar atención a la gente que se retira. Los dos hombres le saludan a la brava y, mientras tanto, Arnem oye a Niksar por detrás de él, interponiendo su montura para asegurarse de que la muchedumbre se mantiene alejada.
—Brekt, Ehrn —saluda Arnem, llamando a los exploradores de nuevo por su nombre de pila—. Parece que os habéis encontrado con un buen lío. —El sentek mantiene un tono de voz casi alegre, como si esa escena tan amenazante no hubiera sido más que un espectáculo levemente entretenido—. ¿Hay algún detalle del que deba preocuparme?
Los dos exploradores se echan a reír, con más alivio que diversión, y el mayor de los dos, Brekt, responde:
—No lo sabemos todavía, sentek. No hemos conseguido hablar con nadie de la guarnición. Lo único que sí sabemos es que esta gente —señala hacia la muchedumbre, que ya se disgrega— dice que ha tenido a once de los hombres que la forman acorralados contra su propia empalizada durante días, por no decir semanas.
—¿Once? —pregunta Arnem, esforzándose por no traicionar el miedo que siente—. ¿Y dónde está el duodécimo?
Que falte un hombre en una guarnición de aldea es un mal presagio: normalmente debería notificarse la pérdida a Broken de inmediato para facilitar el envío urgente de un reemplazo. Pero si los aldeanos han mantenido tanto tiempo a la guarnición asediada, la desaparición de ese hombre implica que los ancianos de Esleben han escondido la situación deliberadamente a sus gobernantes. «Mala señal», piensa Arnem, con un pálpito de mal agüero.
—No hemos conseguido una respuesta razonable —responde el segundo explorador, Ehrn, con un leve temblor en la voz—. Solo se ponen a gritar acerca de un «crimen»…
Con mayor seguridad, Brekt lo interrumpe:
—Afirman que uno de los soldados de la guarnición cometió una ofensa terrible, pero no quieren decirnos qué.
—¿Y dónde lo tienen?
Los exploradores se encogen de hombros.[165]
—Eso tampoco nos lo quieren decir, sentek —declara Ehrn.
—Simplemente se niegan —añade Brekt—. Quieren que nos larguemos, ni más ni menos. En cambio, la guarnición no; dicen que los dejemos aquí, que aún tienen cosas que tratar con ellos, o al menos con su comandante.
Niksar, que ha llegado por detrás de Arnem, observa en voz baja:
—Eso nos indica de qué clase de delito estamos hablando, sentek.
Arnem asiente con gravedad.
—Eso me temo, Niksar. Puede tratarse de una niña o de una muerte; y quizá las dos cosas, maldita sea. —Se vuelve hacia los exploradores—. De acuerdo, chicos. Tomad posiciones en el camino del oeste, esperad que llegue el relevo y luego destacad a tres hombres para que vigilen las rutas principales de entrada y salida del pueblo.
—Pero…, sentek —protesta Brekt—, ¿no deberíamos quedarnos contigo? Esa gente no ha demostrado tener ni el menor respeto a los soldados de Broken.
—Tal vez no hayan tenido muchas razones para hacerlo —responde Arnem—. Marchaos… No sacaremos nada de ellos si pretendemos impresionarlos solo con nuestra fuerza. Controlad los caminos y, sobre todo, estad bien atentos a la presencia de cualquier Bane, incluso si van de retirada. O sobre todo si van de retirada.
Mientras avanzan lentamente con sus caballos hacia la entrada del pueblo por el oeste, los dos exploradores van lanzando miradas cargadas de significado a los aldeanos que más se les habían acercado en la disputa reciente, asegurándoles en silencio que solo la influencia de su comandante ha frenado los brazos que ya blandían espadas.
Arnem se encamina hacia el grupo de gente, en particular hacia tres hombres que parecen ser los mayores del pueblo. Son personajes ancianos, dignos, que han abandonado la protección de la multitud al dar un paso adelante. En sus rostros marchitos hay tan poco miedo como en el de Arnem; pero cuando el sentek envaina la espada y pasa la pierna derecha por encima del cuello de Ox para poder deslizarse a continuación con un único movimiento ágil que lo deja encarado con los ancianos, sí muestran por fin un leve temor, provocando de nuevo un meneo de cabeza de Niksar ante la temeridad habitual de Arnem.
—Honorables Padres —dice el sentek, con una respetuosa inclinación de cabeza—, ¿habláis en nombre de la gente de Esleben?
—Así es, sentek Arnem —dice el anciano del centro, evidentemente mayor que los otros—. Y, al contrario que nuestros nietos en este pueblo, no nos asustamos por vuestro rango. Los tres entregamos años de nuestra juventud a las campañas contra los saqueadores del este durante el reinado del Dios-Rey Izairn, cuando éramos más fuertes que ahora. No merecemos la quiebra de confianza que hemos recibido por parte de su hijo, o de quienes apoyan los edictos de su hijo.
Aunque es demasiado astuto para permitir que se le note en la cara, el sentek queda sorprendido y asustado por semejante afirmación.
—¿Quiebra de confianza? —repite—. Eso son palabras mayores, Anciano.
—Así es, sentek —responde con franqueza el canoso anciano—, y con toda la intención. Nosotros siempre hemos mantenido la confianza en quienes mandan en Broken, pero ahora resulta que el Dios-Rey aprueba el expolio de la fuerza interna de nuestro reino al dejar que los piratas extranjeros ocupen el lugar de los granjeros y artesanos de Broken, mientras permite que sus soldados deshonren a nuestras hijas y planten en ellas sus enfermedades devastadoras con tan poco cuidado como plantan su semilla. Ha llegado la hora de decir estas cosas en voz alta.
Son, desde luego, acusaciones atrevidas; sin embargo, al venir de un veterano obviamente orgulloso de sus campañas —el tipo de hombre a cuyas órdenes, en su juventud, Arnem hubiera agradecido servir—, el sentek no las discute en público, ni las descarta mentalmente. Y ciertamente, tras esa afirmación del anciano, la naturaleza de esta muchedumbre empieza a cambiar a ojos de Arnem, pues ahora se enfrenta a las quejas sinceras del tipo de héroe anónimo que siempre le ha merecido más respeto: un veterano del ejército, probo y leal. Arnem se siente obligado a sopesar de nuevo el rencor que los aldeanos sienten contra la guarnición del pueblo y contra sus propias tropas.
—Cualquiera que sea el tratamiento que habéis recibido hasta ahora, honorable Padre —dice Arnem con seriedad—, veo que tenéis el conocimiento suficiente para saber quién soy y cuál es mi cargo; espero que sepáis que trataré vuestras quejas con toda la seriedad que merecen por vuestros servicios en defensa del reino.
El anciano principal asiente, acaso no con calidez, pero sí con un principio de agradecimiento. Se vuelve hacia ambos lados, como si quisiera confirmar que él y sus compañeros hacían bien en creer que el renombrado sentek Arnem les depararía mejor trato que el obtenido últimamente.
—Vuestras palabras son amables, sentek —continúa el hombre.
Pero de nuevo se siente incómodo al ver que un rumor de pánico recorre a los aldeanos. Se oyen más cascos de caballos que vienen del oeste: el relevo de la columna principal de los Garras.
Arnem se vuelve asustado hacia Niksar.
—Ve para allá, Reyne. Diles que mantengan sus posiciones en los límites del pueblo. No quiero más quejas de esta gente.
Inquieto una vez más ante lo que él interpreta como una temeridad por parte de Arnem, Niksar obedece sin embargo, sabedor de que si objeta a dejar solo a su comandante dentro del pueblo tan solo conseguirá irritar a Arnem. Mientras Niksar hace dar media vuelta a su caballo, el sentek señala una plataforma cercana a los ancianos.
—¿Podemos hablar en privado, Padres?
Los hombres disfrutan de la deferencia del sentek con callada satisfacción, asienten, piden por gestos al resto de los aldeanos que permanezcan donde están y cruzan hacia el centro del pueblo para sentarse a entablar una seria conversación con un hombre del que han oído contar muchas historias, pero cuya sabiduría y nobleza deben ahora juzgar por sí mismos. En cuanto a Arnem, solo al llevar a Ox hacia la plataforma consigue al fin posar su mirada, siempre atenta, en la empalizada, pequeña y robusta, que queda justo al norte del Camino de Daurawah.
Está rodeada por un grupo aún más numeroso de gente que blande armas tan humildes (aunque letales) como las de sus amigos en la plaza del pueblo. Por fortuna, de todos modos, parece que este segundo grupo también se va calmando al enterarse de lo que acaba de ocurrir. Así las cosas, Arnem entabla conversación con los ancianos, con ese toque común que tanto le ha hecho destacar en el ejército de Broken; y apenas han pasado unos instantes cuando las miradas de agradecimiento, y hasta de un ligero regocijo, cruzan los rostros de los viejos aldeanos. Niksar, que sigue mirando desde lejos, da la espalda a la conversación. Sin embargo, poco dura su alivio, pues entre los hombres acumulados en el lado oeste de Esleben pronto atisba la figura montada del viejo hereje en charla amistosa con los distintos jinetes que lo rodean.
Niksar espolea a su montura para ponerse al trote, cabalga hasta el antiguo marginado y permite que su caballo clave la frente en el cuello de la tranquila yegua del viejo con cierta agresividad.
—¿Qué haces aquí, Anselm? —exige saber. Luego vuelve la cabeza hacia los otros hombres—. ¿A quién de vosotros le ha dado por traer a este hombre?
—Paz, Niksar —dice el linnet Akillus, al tiempo que da una palmada amistosa a Visimar en la espalda—. Lo he traído yo.
—Ah, ¿y no has sospechado el posible peligro…?
Pero Akillus ya está urgiendo a Niksar a hacer un aparte con sus pequeñas inclinaciones de cabeza. En cuanto ambos quedan a escasa distancia de los demás, Niksar insiste en voz baja:
—¿Y entonces, Akillus? ¿Con qué autoridad…?
—La del sentek en persona —lo interrumpe Akillus, mientras saca un pequeño trozo de pergamino del cinturón—. Al parecer, creía que lo encontrarías divertido…
Niksar toma la nota que Arnem dio a Akillus justo antes de galopar hacia el pueblo; luego, el ayudante del sentek lee deprisa sus pocas palabras garabateadas:
TRÁETE AL TULLIDO, Y NO LE ENSEÑES ESTA NOTA A NADIE, SALVO A NIKSAR, QUE SIN DUDA SE LO PASARÁ BIEN.
{III:}
El rostro de Niksar se convierte en una mezcla de irritación familiar y algo nuevo, algo que Akillus no consigue definir del todo, pero que sin duda no responde a un sentimiento que deba tomarse a la ligera.
—Siempre se cree tan divertido —murmura el ayudante—. Pero esta vez…
Niksar sabe que su comandante puede descuidar de manera preocupante su propia seguridad, que al fin y al cabo es cosa suya; pero también sabe que nunca se ha dejado llevar por un antojo, ni por el vuelo de un capricho, cuando estaba en juego el bienestar de sus hombres. Aun así, el linnet tiene ahora en sus manos la prueba de que su comandante ha convocado al extraño viejo hereje a participar en estos sucesos tan ominosos. «¿Será que ha perdido el sentido?», se pregunta Niksar en silencio mientras mira fijamente la nota y los demás jinetes siguen hablando con Visimar. «¿O será que él y los demás hombres tienen razón y ese viejo lunático es, en verdad, un agente de la buena fortuna?».
—Yo tampoco lo he entendido, Niksar —concede Akillus, mientras se dirige a su compañero en tono confidencial pero cordial, tras interpretar la mirada de Niksar y tratar de calmarlo—. Pero efectivamente me ha dado esa nota y tendría sus razones para ello. ¿Acaso crees lo contrario?
Niksar hace caso omiso de la pregunta, mira al hereje y acerca aún más su caballo.
—Bueno, Anselm, ¿qué servicio puedes ofrecernos en un momento tan delicado como este?
—No puedo decirlo con toda seguridad, linnet, pero… Mira por allí. —Visimar señala hacia el centro del pueblo—. Diría que estamos a punto de averiguarlo.
Desde la plataforma de madera que queda rodeada por la pista circular del centro de Esleben, Arnem agita los brazos con un movimiento amplio para ordenar que los soldados entren finalmente en el pueblo. Luego, desciende al suelo de un salto y se despide con una inclinación de cabeza de los ancianos, que se alejan hacia una serie de parihuelas transportadas, cada una de ellas, por dos hombres. Solo cuando ya no lo están mirando, Arnem se vuelve de nuevo en dirección a sus hombres y, con un gesto inconfundible, se pasa una mano plana, como si fuera un arma blanca, por la rodilla izquierda.
—Hak… —exclama Visimar, con una risilla—. No es muy sutil, ni halagador, pero al parecer quiere que os acompañe al pueblo.
—Así es, viejo —responde Akillus—. Y, si tenemos en cuenta que Brekt, Ehrn y yo mismo hemos visto ya lo desagradables que pueden llegar a ponerse esos aldeanos supuestamente pacíficos, yo diría que tu talento para la buena suerte y la risa puede resultar muy útil.
Niksar se esfuerza al fin por dejar a un lado sus recelos, impulsado por la nota de Arnem y por el genuino buen humor que Visimar ha conseguido inspirar a los jinetes en medio de lo que, a todas luces, es una situación de peligro.
—Bueno, Garras —dice Niksar—. Ya tenemos nuestras órdenes. Fila de dos y al galope corto.[166] Y tú, Anselm, ¿quieres cabalgar conmigo?
Visimar inclina la cabeza en lo que los demás podrían interpretar como mera aceptación de la propuesta de Niksar; pero el antiguo acólito se da cuenta de que el ayudante de Arnem, además de hacerle los honores, le está mandando una señal de su predisposición a atemperar su enemistad y su desconfianza.
—Será ciertamente un honor y un placer, linnet —contesta Visimar con gratitud verdadera mientras se sitúa a la cabeza de la pequeña columna junto al hijo de Broken, con su cabello dorado.
En la formación y al ritmo ordenados por el linnet, los jinetes cabalgan hasta la plaza central de Esleben. En el centro del pueblo, donde Arnem sigue montado en Ox, los soldados descubren que la muchedumbre se está dispersando, aunque sea con reticencias. Una de las parihuelas de los tres ancianos —la de mejor factura de las tres, con almohadones blandos en el asiento y la estructura forrada con coloridas telas de algodón— está avanzando ya hacia una de las estructuras pétreas para almacenar grano cerca de los molinos de Esleben. Arnem dirige a Ox para que siga a la parihuela e indica por señas a Niksar y Visimar que se unan a él. Cuando llegan, el sentek dedica una sonrisa apenas perceptible a su ayudante.
—¿Puede ser que note un vago aire de armonía entre vosotros dos? —pregunta—. Ya te dije, Niksar, que podría sernos útil.
Niksar casi reprime una sonrisa antes de preguntar al comandante:
—Sentek… ¿adónde vamos exactamente? Para llegar a la empalizada de la guarnición, por no hablar de Daurawah, hay que ir por la vía que va hacia el este.
—Tenemos un misterio que resolver en Esleben, Niksar —responde Arnem—, para que nuestro avance sea más seguro y para que los ancianos cedan algo de grano y otras provisiones de sus silos.
—¿Un misterio, sentek? —responde Visimar—. Creo que no. Hay más bien dos y ambos se alojan, al parecer, en algún lugar de los graneros de este pueblo.
Arnem detiene a su caballo mientras la parihuela del anciano sigue avanzando. Aunque está claramenbte impresionado e intrigado, el sentek se toma un momento para dar media vuelta y exclamar en dirección al pueblo:
—¡Akillus! Ve con los otros dos ancianos a la guarnición. Ahora ya no tendrás problemas. Di a los hombres de la empalizada que, a mi regreso, quiero encontrar las puertas abiertas y al comandante listo para darme su versión de lo que ha pasado allí.
—¡Sí, sentek! —responde Akillus.
Mientras los otros dos ancianos dan las órdenes correspondientes a los hombres que acarrean sus parihuelas, el explorador dirige a los demás jinetes hacia la vía del este, que en breve ha de llevarlos hasta la guarnición protegida por la empalizada.
—Sentek —dice Niksar, que lo contempla todo con asombro—, ¿por qué hablas de un misterio en Esleben, mientras que este lunático dice que son dos? —El linnet vuelve sus rasgos hermosos y preocupados hacia Visimar—. Espero que entiendas que uso la palabra «lunático» solo en su sentido literal. Concedo que tal vez haya malinterpretado tus intenciones, pero no me cabe duda de que estaba en lo cierto al respecto de tu salud mental.
—Ah —dice Arnem con una sonrisa—. Veo que en mi consejo de guerra se ha abierto un poco de sitio a una cierta paz. ¡Bien dicho, Niksar! En cuanto a los misterios de Esleben… —El sentek reemprende la marcha hacia el sur—. Déjame que te pregunte, Reyne… ¿Qué hay en el corazón de todo buen misterio? —Al ver que su ayudante se está hartando de los juegos, Arnem prosigue—: La muerte, viejo amigo. El asesinato, o al menos eso es lo que creen los honorables súbditos de este lugar.
Tras la mención de esa palabra, los tres ven que la parihuela que los precede se detiene, como si su ocupante hubiera oído esta parte de la conversación.
—¿Asesinato? —repite Niksar.
Ante esa noción, no le sorprende del todo que el Anciano líder de Esleben asome la cabeza entre las telas traseras de su parihuela y responda:
—Ciertamente, Linnet, o casi lo mismo. Una joven, la hija de uno de nuestros más respetados y exitosos molineros, una doncella, poco más que una niña, sufrió una muerte horrible hace media Luna. El único dato que se ha podido determinar con certeza a propósito de su muerte es que, sin saberlo su familia, mantenía una relación carnal con un soldado de la guarnición, un joven que, por rango y situación, es inferior a la familia de la muchacha y no tenía más interés que la satisfacción de sus apetitos animales.
—Todavía he de confirmar —interviene Arnem— la veracidad de esos datos, Niksar. —Alza de nuevo la voz para no despertar sospechas—. Pero dejadme añadir solo a cuanto afirma el honorable anciano que la doncella no se quitó la vida al descubrirse el asunto, ni terminó con ella un miembro furioso de la familia.
—Y entonces, ¿por qué creéis que el soldado tuvo algo que ver, honorable Padre? —pregunta Niksar—. ¿Tenía ella alguna señal de padecer el chancro o alguna enfermedad de esa misma naturaleza?
—Ciertamente —responde el anciano, dando muestras de una pena enfurecida y aterrada.
—Muy bien, entonces —dice Niksar con solemnidad—. Si se lo contagió el soldado, las leyes son claras. No debería haber ninguna confusión, ningún «misterio».
—No debería —repite Arnem, valorando el tono respetuoso de su ayudante e imitándolo—. Pero hay otros dos datos adicionales y desafortunados a tener en cuenta, pues se esconden tras los actos de los camaradas del joven pallin y, más importante, también de su comandante. Tanto el soldado como la doncella insistieron, incluso cuando llegó la hora de que la enfermedad los matara, en que no habían practicado… —El comandante se esfuerza por encontrar una palabra más amable, pero no lo consigue—: Fornicación. Solo contactos inocentes.
Pero Niksar se ha quedado con un detalle de las revelaciones de Arnem.
—¿«Los» matara?
—Así es —contesta Arnem—. Porque el pallin también murió, poco después de la chica.
Con el rabillo del ojo Arnem ve que la mirada errante de Visimar se centra en la gran estructura de piedra a la que se están acercando: es la clase de reacción que el sentek esperaba provocar.
—Ignis Sacer —murmura el tullido—. El Fuego Sagrado…
—Anciano —llama Arnem cuando los caballos se acercan a la parihuela—, ¿puedo dar por hecho que las dos muertes, aunque no ocurriesen al mismo tiempo, fueron de la misma… variedad?
Inseguro, en apariencia, acerca del significado que pueda esconderse tras esa pregunta, el anciano duda. En ese momento Visimar, aterrado en su fascinación, interviene de un modo que acaso no resulte muy sabio:
—Claro que lo eran, sentek. En ambos casos la muerte llegó precedida de una fiebre que parecía ir y volver, pero cada vez se presentaba con más fuerza. Al final llegó acompañada de unas llaguitas rojas en la espalda y en la barriga, así como en el pecho y en el cuello.
—Nuestro sanador —explica el anciano— pensó en ese momento que sería la fiebre del heno, lo cual suponía por sí mismo razón de alarma suficiente.
—Claro, Padre —concede Visimar, al tiempo que asiente y lanza una mirada a Arnem tras el respingo de este ante la mención de la fiebre del heno—. Pero bien pronto empezó a degenerar y se convirtió en una locura que les destruyó la mente, así como una podredumbre inefable que se les comió el cuerpo.
El rostro del anciano se oscurece.
—Nunca había visto nada parecido. La ira de Kafra es terribe, sobre todo cuando destruye cuerpos tan jóvenes y sanos.
Aunque ya ha conseguido poner nervioso a Arnem por su aparente incapacidad de escoger las palabras con cuidado (o de callarse por completo), Visimar prosigue con su descripción:
—Sí, una enfermedad devastadora, tan terrible que acaso no pueda describirse con palabras, que consumió primero sus mentes y luego su belleza: convirtió el color de sus pieles admirablemente pálidas, sobre todo la de las manos y los pies de la chica, tan delicados, en un amarillo enfermizo, luego un color de ciruela y al fin negro, tras lo cual los dedos de las manos y de los pies, y a continuación quizás extremidades enteras, empezaron a desprenderse. Y el hedor…
Ignorando la mirada de advertencia que Arnem mantiene clavada en él, Visimar parece desconcertado por sus propios comentarios.
—Y sin embargo… hay algo incorrecto en todo esto, anciano…
—¿Incorrecto? —pregunta el anciano, con el tono afilado por la desconfianza.
Arnem intenta tapar la grieta momentánea.
—Estoy seguro de que mi camarada solo quería decir que falla algo, anciano.
Pero el hombre no parece aplacarse.
—Claro que «falla» algo, sentek Arnem. Todo este asunto es…
—Claro, sin duda, Honorable Padre —lo interrumpe Visimar, aún perdido en sus pensamientos—. Pero si la enfermedad fuera un chancro de cualquier variedad terrible, como decís, lo que habéis descrito sería la fase final. Y sin embargo nos habéis manifestado que hacía muy poco tiempo que la pareja se conocía y que el interés del soldado era carnal y pasajero, por mucho que él o la chica dijesen lo contrario. Lo difícil de entender es que, aun si sus contactos fueron tan viles, cualquiera de las virulencias que conocemos hubiera tardado meses en provocar unos síntomas tan monstruosos.
La expresión del anciano experimenta un repentino y considerable oscurecimiento: apenas un instante antes sentía la inesperada satisfacción al aparecer el famoso sentek Arnem y sus oficiales y al empezar a sentir que traían consigo algo de justicia; ahora se le empieza a calentar la sangre con un rencor familiar, aunque no por ello menos decepcionante.
—Tendría que haberlo sabido… —murmura.
Pero Arnem acaba de levantar una mano con gesto conciliatorio, aunque algo amenazante.
—Esperad, Padre, os lo ruego. Este viejo ha sido mi cirujano en el campo de batalla durante ya ni sé cuántos años y reconozco que, de todo lo que ha visto, se le nubla un poco el pensamiento y se le escapan las palabras. —Arnem lanza una rápida mirada a Niksar y ve en el rostro de su ayudante una cierta comprensión de que esta argucia era necesaria; una vez más, su mirada intenta advertir a Visimar de que debe guardar silencio—. Y si hoy se equivoca en cuanto dice —prosigue Arnem—, o si simplemente ha planteado el asunto en términos más burdos de lo debido, os ruego que aceptéis mis disculpas. Nuestro único deseo consiste en establecer la verdad, no insultaros a vos o a vuestra leal comunidad.
—Son buenas palabras y buenos sentimientos, sentek —concede el anciano, con la voz algo más controlada, aunque no con menos suspicacia—. Y si, efectivamente, ese es vuestro deseo, entonces tenéis que bajar conmigo a la cámara más honda de nuestro granero más grande. Allí la temperatura es siempre fría, hasta un punto desagradable, y allí hemos conservado los cuerpos de la pareja muerta por si alguien ponía en duda nuestras exigencias al comandante de la guarnición.
—¿Que habéis conservado los cuerpos? —exclama Visimar, espantado de repente—. ¿No los habéis enterrado ni quemado? Pero…
—Anselm —la rudeza con que Arnem pronuncia su nombre silencia a Visimar y el sentek aprovecha para dirigirse al anciano con una expresión más amable—, claro que teníais que conservarlos, Honorable Padre.
—Por supuesto —replica el anciano—. Porque en estos casos, como sin duda sabéis, sentek, el comandante de la guarnición del pueblo, si intenta proteger al soldado ofensor, pasa a compartir la misma culpa de su conducta. Y, sin embargo, cuando murió la chica y supimos que el joven estaba enfermo, el comandante se negó a entregarnos al muchacho antes de que muriera, o a ponerse él en nuestras manos para someterlo a juicio.
Visimar está ya mirando fijamente el enorme granero de piedra, como si su mera visión ofreciera respuestas.
—Pero si todo se reduce a eso, Padre —murmura el viejo—, ¿por qué, os ruego, habéis experimentado más casos de la misma infección sin identficar? Porque así ha sido, ¿verdad? ¿Y por qué no nos habéis hablado de ellos? ¿Seguro que no estáis sugiriendo que ese pallin está detrás de todas las muertes de Esleben?
Al oír esas palabras, diferentes formas del miedo se apoderan de todos los presentes: Arnem se da cuenta de que Visimar no se dedica a especular, sino que está seguro de sus acusaciones, mientras que a Niksar lo consume una nueva confusión que le lleva a aferrar la empuñadura de la espada, listo para la lucha; los portadores de la parihuela del anciano, por su parte, sueltan de pronto su carga, que golpea el suelo con un agudo resonar de la madera contra la tierra dura, mientras un temeroso asombro se asoma a sus rostros. Pero Visimar ni se mueve cuando el anciano salta con agilidad de su transporte y lo acusa con voz de trueno:
—¿Quién es este hombre? ¡Os exijo que me lo digáis, sentek!
Las cosas no hacen más que empeorar cuando los portadores empiezan a murmurar la palabra temida: «Brujería… Ha de ser brujería…».
El anciano silencia a los hombres agitando una mano y luego grita:
—¿Y entonces, sentek Arnem? ¿Cómo es que este hombre sabe tanto de nuestras cosas? No solo de la muerte de la chica, sino también de nuestras desgracias subsiguientes. ¿Mantiene comunicaciones secretas con alguien de Esleben? —Pero tanto Arnem como Niksar permanecen, de momento, demasiado aturdidos para hablar—. ¡Os he dicho que exijo saberlo! —sigue tronando el anciano—. Podéis llamarlo cirujano, pero no lleva el uniforme de vuestra legión. Entonces, por todo lo sagrado, ¿quién es?
Aunque por dentro siente una cierta satisfacción por haber confirmado su sospecha de que Visimar resultaría útil en esta campaña, la imprudencia de las afirmaciones del tullido le obliga a fingir que solo está sorprendido.
—¿Queréis decir… —pregunta el sentek al anciano— que cuanto ha dicho de este asunto es verdad?
—Bastante —contesta el anciano, sorprendido por la pregunta de Arnem—. Pero seguro que ya lo sabíais, sentek.
—Yo no sé nada, anciano —responde Arnem, consciente de que ha entrado en una mecánica peligrosa—. Si vos decís que es así, no os llevaré la contraria, pero no os confundáis con este tipo. Todavía es un sanador competente, inspira confianza a mis hombres y por su bien lo he mantenido en esta marcha. Pero sus sermones no son verdaderas visiones, anciano; solo son ruidos creados por su mente quebrada, por mucho que puedan parecer conformes a la verdad. —De pronto, el anciano se muestra inseguro—. Y, por mucho que ahora haya acertado algunos detalles de lo que sucedió —prosigue Arnem—, no dudéis que permanece ajeno a la razón la mayor parte del tiempo. —Mientras va desenvainando lentamente la espada, Arnem se encara a Visimar, pero no deja de mirar al anciano—. Por último, os prometo una cosa: si hay algo de cierto en cuanto dice, descubriré cómo lo ha sabido… —El sentek se acerca más a Visimar—. Pero esa averiguación, así como la inspección de los cuerpos del granero, no requiere vuestra presencia, padre. He visto muertos de todas las variedades en mis campañas y no necesito ninguna guía, al tiempo que no deseo obligaros a ver cosas que podría verme obligado a hacer durante mi interrogatorio a este hombre. Niksar… —El ayudante de Arnem saluda a su comandante—. Escolta a este anciano de vuelta a su casa. No permitas que nadie lo acose ni lo amenace de ninguna manera. —Mientras Niksar saluda por última vez, Arnem se dirige al anciano—. Y contad con la certeza, padre, de que podéis dejar esto en mis manos porque mis Garras determinarán la verdad del asunto para vosotros.
Enfrentado a la expresión más dura de Arnem, Visimar entiende que ha hablado demasiado y debería haber esperado hasta quedarse a solas con el sentek para dar a conocer sus acertados temores acerca de los destinos de los amantes, y sin duda de todo el pueblo de Esleben. Enseguida se da cuenta de que sus palabras eran peligrosas precisamente por la verdad que contenían: es evidente que los aldeanos interpretan la misteriosa enfermedad como una especie de castigo impuesto por el dios dorado por los temerarios actos del malvado soldado y la desobediencia del comandante de la guarnición. No saben, y en cambio Visimar sí cree saber, que por Esleben se está extendiendo una enfermedad terrible, que no solo se caracteriza por la imposibilidad de curarla o someterla a control, sino también por ser de una naturaleza completamente distinta que el supuesto «veneno» con el que dicen (según Arnem) que los Bane han intentado matar al Dios-Rey Saylal.
En pocas palabras, con toda probabilidad hay dos enfermedades mortales ahora mismo en Broken: una en la ciudad y otra en provincias. La primera podría tener cura si la tratan como tal, y no como un envenenamiento; pero la segunda, si se extiende, se volverá tan voraz como el fuego que le presta su nombre.
Visimar solo necesita un instante, una vez comprendido lo anterior, para darse cuenta al fin de que debe cooperar con el engaño de Arnem y convencer al anciano y a sus portadores de que sus conclusiones sobre la muerte de los amantes y el destino del pueblo proceden de una imaginación estropeada. Así granjeará a Arnem la libertad para encontrarse con el comandante de la guarnición y luego determinar si, de hecho, los soldados de dicha unidad están tan condenados como parecen estarlo la mayoría de los aldeanos.
Con ese fin, Visimar se pone enseguida a fingir toda una serie de absurdos propósitos declamatorios, con voz deliberadamente alta para que llegue a oídos del anciano, ya en retirada, acerca de la «verdadera» (y «mágica») fuente de sus visiones. El tullido monta un gran espectáculo para explicar que los pájaros de los cielos de Esleben le han susurrado todo lo que han visto y oído. La estratagema —inspirada en el viejo maestro de Visimar, Caliphestros, que a menudo parecía ciertamente capaz de obtener esa clase de informaciones de todas las criaturas, ya fueran salvajes o domésticas— resulta eficaz: al poco el anciano, sin dejar de curiosear por la parte trasera de su parihuela, ordena a sus hombres que se apresuren a llevarlo de vuelta a Esleben, contento de ver que el sentek Arnem está dispuesto a determinar con sinceridad hasta dónde llega la locura del viejo sanador y, si se demostrara que tiene alguna conexión maléfica con los sucesos de Esleben, castigar a Visimar como corresponde.
—Pero recordad, sentek —advierte el anciano mientras regresa hacia la muchedumbre aún reunida—, que al comandante de la guarnición también le espera la justicia del Dios-Rey, aunque no me alegro por ello. Porque esperábamos, cuando nombraron al nuevo comandante, que…
Arnem enarca las cejas.
—¿Un comandante nuevo? —pregunta a voces.
—Claro —responde el anciano, al tiempo que asiente—. Lo enviaron de Daurawah, hace casi medio año. Daba por hecho que lo sabías. —Arnem finge que simplemente había olvidado un hecho del que, en realidad, nunca fue informado—. Y esperábamos que fuera merecedor de nuestra confianza. Pero un hombre capaz de esconder de sus acusadores a su deshonroso subordinado y luego esconderse él mismo inspira algo bien distinto de la confianza.
—Por supuesto, anciano —responde Arnem—. Pero os digo de nuevo que no estamos aquí para poner en duda nuestras costumbres y nuestras leyes. Si cuanto decís es cierto, tenéis mi palabra de que el comandante de la guarnición será colgado por ello.
Es la primera vez que la mención franca de una ejecución sale de la boca de Arnem; y parece que eso anima efusivamente al líder. Las cortinas de la parihuela se cierran al fin y Niksar responde con una inclinación de cabeza a una mirada de Arnem para transmitirle que ha entendido del todo cuál es su tarea: respaldar, de palabra y obra, todo lo que ha dicho el sentek.
Arnem contesta con un saludo relajado en señal de agradecimiento al joven ayudante por estar dispuesto a aceptar una tarea menos gallarda, pero aun así valerosa y necesaria; cuando la parihuela está ya tan lejos que no hay riesgo alguno en hablar con normalidad, el sentek fulmina con la mirada a Visimar, con la espada aún desenvainada.
—Te lo digo por última vez, viejo. A mí me puedes decir lo que quieras, pero no pongas en peligro las vidas ni los objetivos de mis hombres o te haré colgar al ladito del comandante de la guarnición.
—Admito mi error, Sixt Arnem, pero lo que he dicho era verdad y has de sacar a tus hombres de Esleben tan rápido como puedas. Aquí hay una enfermedad mortal: de hecho, una enfermedad mucho más aterradora que la que, según tu descripción, se extiende por Broken. Ya no se puede detener el contagio en el pueblo y empezará a matar más gente como hizo con los desgraciados amantes: sin aviso y sin explicación aparente. Y solo puedes proteger a los tuyos con una retirada.
Arnem, profundamente desconcertado, observa a Visimar.
—¿Y cómo puedes saberlo, viejo, si ni siquiera hemos visto los cadáveres todavía?
—Ver los cadáveres no sirve de nada. De hecho, sería mejor que ni siquiera entrásemos en el granero si no queremos exponernos a un grave peligro.
—Peligro… ¿por los muertos?
—Por los muertos y por… eso.
Visimar señala hacia las aperturas superiores de las altas paredes del granero, necesarias para la ventilación. Por esas aperturas se ve el grano; grandes provisiones.
Arnem sigue el gesto de Visimar y, mientras se acercan los dos al edificio, pregunta:
—¿Y qué hay ahí, aparte de grano?
—Pruebas, sentek —responde Visimar—. Bajo la forma de cebada de invierno, por lo que parece: un cultivo de temporada que debería haberse enviado a Broken hace mucho. En cambio, como esta gente cree que los mercaderes de Broken los engañan comprando grano extranjero que les sale más barato, los aldeanos lo han conservado aquí y han permitido que se eche a perder… Que se estropee de la manera más sutil. —Al llegar a las paredes del granero, Visimar rebusca en el suelo—. Mantén las riendas tensas, sentek —murmura—. No le dejes mordisquear ningún… ¡Ah! ¡Ahí! —El viejo señala un punto en el que han caído unos cuantos granos escapados por los huecos de ventilación—. ¿Ves eso, sentek? ¿Allí, donde a los granos les sale un brote de color de ciruela? —Arnem estudia los granos desde lo más cerca posible y luego empieza a descabalgar para poder agacharse y verlos desde abajo—. ¡No, sentek! —advierte Visimar, todavía en voz baja, pero con mucha urgencia—. No puedes tener ni el menor contacto.
—Pero… ¿por qué? —pregunta Arnem, instalándose de nuevo sobre su silla.
—Porque —Visimar respira aliviado— bastaría con que lo tocaras, Sixt Arnem, y luego te llevaras los dedos a la boca, o a los ojos, para que tuvieras una muerte tan horrible como la de la joven chiquilla y su pretendiente.
—Visimar —dice Arnem—, explícate con claridad.
—Ahí está el criminal. —Señala de nuevo al suelo—. El pallin de la guarnición era una víctima, no un asesino.
—Te pregunto de nuevo —insiste Arnem con impaciencia—. ¿Cómo puedes decir eso, si todavía no has visto su cuerpo?
—No necesito verlo, sentek, y tú tampoco. La reacción del anciano ya ha confirmado mi descripción de ambos cadáveres; y no haríamos más que correr un peligro si nos metiéramos en ese sótano de muerte y podredumbre. Cualquier contacto casual con la carne pudenda del pallin y de la doncella implicaría el mismo peligro que consumir ese grano podrido.
—Pero ¿qué es? ¿Cómo es posible que un simple grano sea tan peligroso?
—Dándote una enfermedad mortal que conoces bien, Sixt Arnem. Quiero decir, en circunstancias distintas —replica Visimar—. Ven, desplacémonos al lado contrario del edificio, y al menos aparentemos hacer lo que has dicho que haríamos. En realidad, nuestra tarea más urgente es llegar a la guarnición e impedir que tus hombres entren en contacto con esta sustancia.
—¿Una enfermedad que conozco bien, aunque en circunstancias distintas? —repite Arnem, que sigue a la yegua de Visimar pero no entiende su explicación—. ¿Y cuál es? Basta de perder tiempo, Visimar, dime de una vez…
—Muy bien: la he llamado Ignis Sacer, que significa «Fuego Sagrado» en la lengua de los Lumun-jani —explica Visimar—. Tú la conoces como «herida de fuego»[167].
—¿Herida de fuego? —repite Arnem, con mucho escepticismo en la voz—. Pero las heridas de fuego se obtienen en el campo de batalla porque se infectan las heridas.
—No siempre, sentek —dice Visimar, con el pensamiento ocupado a la vez por la necesidad de dar con una explicación paciente de la enfermedad y por encontrar una ruta hacia la guarnición que les permita llegar sin que los vea nadie en Esleben; pero pronto entiende que es imposible cumplir ambos objetivos a la vez—. Ahora mismo, de todos modos, vuelvo a decir que la tarea más imperativa que nos espera consiste en sacar a tu ayudante y al resto de tus hombres del pueblo y alejarlos de sus habitantes, porque esta gente que no sospecha nada está a punto de sufrir una calamidad que se llevará por delante buena parte de sus vidas, si no todas, así como las de los desgraciados que se hayan detenido por aquí.
—Los soldados de Broken no tienen por costumbre abandonar a los súbditos del Dios-Rey en momentos de necesidad, anciano —dice Arnem en tono severo.
—Pero ahora no están en un momento de necesidad, Sixt Arnem —responde Visimar en un tono similar—. Te digo que están todos, hasta el último hombre, mujer o niño, condenados.
Arnem seguiría discutiendo, pero, justo entonces, con una brusquedad inquietante, un pensamiento —una mera imagen— se le cruza por la mente: la figura de Lord Baster-kin, plantado en los llamativos túneles subterráneos de la ciudad de Broken, con la atención extrañamente concentrada en las grandes provisiones de grano que allí se almacenan. El sentek recuerda ahora con bastante claridad que esos pequeños brotes morados en cada grano no se percibían en los de la ciudad: un dato que por sí mismo podría carecer de interés si no fuera porque ahora Arnem se da cuenta de que la reacción de Baster-kin al comprobarlo era de puro alivio. Y ese alivio, entiende Arnem al concentrarse en aquel momento, implica una ansiedad previa del lord ante la posibilidad de haberse encontrado el grano en un estado diferente, mucho más peligroso…
{iv:}
Para cuando Arnem y Visimar consiguen recorrer el tramo más bien largo de camino furtivo para llegar a la guarnición de Esleben eliminando la posibilidad de que los vea alguien desde el pueblo, no solo la tarde empieza ya a ceder el paso a la noche, sino que el comandante de los Garras ha aprendido muchas cosas sobre las dos enfermedades que, a decir de su huésped, se están extendiendo por el reino, así como sobre sus respectivos modos de propagación entre hombres y mujeres. Primero está el supuesto intento de envenenamiento que ocurrió en la ciudad de Broken y que, según Visimar, se trataría, de hecho, del primer caso reconocido (aunque pudiera ser erróneamente) de la terrible pestilencia que el sanador de Esleben supo descartar entre los suyos: la fiebre del heno, una enfermedad que se esconde en las aguas contaminadas. La segunda es una podredumbre mucho más escalofriante que para atacar se apodera de cualquier carne o alimento, una enfermedad que el sentek, de hecho, conoce con el nombre de «herida de fuego», pero que se identifica mejor por «Fuego Sagrado» (pues quién, si no una deidad, podría ser responsable de sus monstruosos síntomas) y, con mayor precisión todavía entre los sanadores de verdadera experiencia, como gangraena. Esa enfermedad, como bien ha dicho Arnem, aparece a menudo al infectarse las heridas de los soldados; pero también puede abrirse camino reptando por medios tan insidiosos como los que acaban de observar el comandante y el acólito. ¿Cuál de las dos es más peligrosa? Es una pregunta que ni siquiera Visimar se atreverá a contestar; solo puede seguir urgiendo a Arnem y subrayar la importancia de sacar a los Garras del condenado Esleben y alejarlos del pueblo y de sus habitantes. Antes de aceptar esa retirada, sin embargo, el muy cumplidor Arnem necesita una explicación más exacta de lo que ha ocurrido entre los hombres de la guarnición y los aldeanos.
Cuando el sentek y su bufón, ahora convertido en consejero, llegan por fin a la vista de la pequeña, aunque formidable, empalizada del pueblo, descubren que, aparentemente, ha bastado con mencionar el nombre de Arnem para que las puertas estén abiertas y los miembros del pequeño destacamento permanezcan fuera, donde el azul oscuro de sus capas del ejército regular contrasta con el rojo vino de la misma prenda de los Garras. Pero antes de llegar a la empalizada, los dos hombres se encuentran entre diez y quince grupos de Garras, cada uno de ellos formado por entre tres y cinco soldados de infantería de primera línea que, cumpliendo con los hábitos del ejército de Broken, han formado un perímetro de vigilancia en torno a la fortificación. Se trata de guerreros particularmente hábiles y veteranos, pues son los que en el campo de batalla se encargan de formar a toda prisa las caras externas de los quadrates de Broken, los que absorben los primeros y más brutales golpes del enemigo, así como los que encabezan el ataque sin vacilaciones cuando esos quadrates se convierten en formaciones de ataque o de persecución. Esas dos funciones, igualmente valientes y peligrosas, son las que han otorgado su nombre informal a estos soldados: Wildfehngen[168], porque se cree que su disciplinada ferocidad en la batalla no tiene parangón, y así es, ciertamente, entre los guerreros a los que alguna vez se ha enfrentado el ejército de Broken.
Gracias a los Wildfehngen, Arnem se entera enseguida de cómo están en verdad las cosas dentro de la empalizada: aunque las puertas estén abiertas, los hombres de dentro no pueden dar ninguna explicación sobre lo que ha ocurrido en Esleben, más allá de la que ya han ofrecido los ancianos. En cuanto se refiere al comandante de la guarnición (la única persona, a juicio de Arnem, que quizá sea capaz de arrojar algo de luz sobre las misteriosas vicisitudes que se han producido en el pueblo y sus alrededores), permanece encerrado en sus cuarteles y no por deslealtad o desobediencia, al parecer, sino por culpa de una enfermedad. Esta información no hace más que aumentar la determinación de Arnem de espolear de inmediato a Ox para entrar en la empalizada y obtener un mejor conocimiento; pero antes de que pueda arrancar, Visimar lo agarra por un brazo y, aunque mantiene la voz bien baja, le habla con toda la seriedad posible.
—Si el comandante de la guarnición está enfermo —le dice el mutilado—, debes determinar la naturaleza de su enfermedad antes de acercarte. Recuerda, Sixt Arnem, que ahora solo tenemos dos objetivos: irnos de aquí sin mayores incidentes y asegurarnos de que tus hombres no se lleven nada de comida ni de forraje. No hay nada en Esleben que merezca confianza.
—Intentaré recordar todos esos puntos —responde Arnem, con sus diversas frustraciones más aparentes ahora en el enojo de sus palabras—. Pero voy a conseguir entender con más claridad qué está pasando aquí, sea cual fuere el estado del comandante. —El sentek se prepara una vez más para alejarse a toda velocidad, pero detecta de pronto algo por delante, una visión que a fin de cuentas provoca que se le asome un cierto alivio a la cara—. Bueno. Una preocupación menos. Parece que Niksar ha salido sano y salvo del pueblo…
Niksar cabalga a buen ritmo hacia Arnem y Visimar, y el sentek espolea a Ox para avanzar un poco e interceptarlo.
—Bien hallado, Reyne —dice, respondiendo al saludo de su ayudante—. Pero antes de que des rienda suelta a la comprensible indignación que ya detecto en tu cara, dime una cosa: no te habrán ofrecido, por casualidad, su hospitalidad, o por ejemplo algún sustento, mientras estabas en el pueblo, ¿verdad?
Niksar se lo toma a burla.
—No sería muy probable, sentek. Bastante felices estaban de librarse de mí cuando les he dicho que debía informarte. Dudo que me hubiesen dejado comer ni la hierba del suelo que al menos mi caballo sí ha probado.
Arnem estudia la montura de su ayudante.
—¿Estás seguro de que solo ha comido eso? ¿Ningún grano suelto que pudiera estar desparramado por ahí, por ejemplo?
Desde luego, Niksar parece perplejo.
—Ninguno, sentek. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Te lo explicaremos mientras entramos en la empalizada —dice Arnem, al tiempo que reanuda su avance hacia las puertas del pequeño baluarte—. Es posible que para creerte esta historia te veas obligado a recurrir a toda tu imaginación, así como a la recién descubierta confianza en nuestro amigo. —Arnem señala a Visimar—. Pero créetela, Reyne, y asegúrate de que los hombres entiendan que no deben consumir ni llevarse de Esleben nada de forraje, ni granos de ninguna clase. Y para acabar de comprender mejor lo que está pasando me temo que necesitaremos al comandante de la guarnición, que está evidentemente enfermo y atrincherado en sus cuarteles. Escúchame bien, Niksar —Arnem se acerca más al joven soldado—, sé que no te gustará este encargo, pero al llegar a la empalizada quiero que ayudes al viejo a subir las escaleras del patio interior, por favor, mientras yo entro. Como mínimo debo empezar a interrogar a ese hombre lo más rápido posible.
—Sentek… —dice Niksar, preocupado. Se ha dado cuenta de que el tono de su comandante implica algo más que una mera inquietud. También se le nota una profunda ansiedad de espíritu—. Por supuesto, pero yo…
—Las preguntas luego, Reyne —dice Arnem—. Ahora quiero algunas respuestas.
Sin embargo, con una maldita tozudez, más preguntas inquietantes esperan al sentek cuando él, Niksar y Visimar llegan a la empalizada de la guarnición y entran en ella. Para entonces, los primeros expedicionarios de larga distancia acaban de regresar del este y las noticias que traen de poblaciones como Daurawah, así como de los rumores que corren entre las granjas desde las que se ven ya los muros de esa expansiva ciudad fluvial, son vagos y desalentadores. Los trabajadores, mercaderes y ancianos de otras comunidades en el camino hasta el principal puerto de Broken han demostrado padecer distintos grados de inquietud; y, acaso lo más preocupante, los exploradores han oído que dentro de la misma Daurawah se ha producido algún problema de peor categoría. Si eso es cierto, se trata de un hecho inusualmente alarmante para Arnem, tanto en el sentido profesional como en el personal: el gobierno del puerto, desde hace varios años, es responsabilidad de uno de los más antiguos amigos del sentek en el ejército de Broken, Gerolf Gledgesa[169], con quien Arnem se enfrentó a los torganios en el Paso de Atta y a quien el ahora nuevo jefe del ejército esperaba poder traspasar el mando de los Garras cuando él mismo se vio tan trágicamente ascendido al puesto del yantek Korsar. Pero si Gledgesa ha permitido que las cosas se deterioren hasta ese punto en Daurawah, el nombramiento de su viejo camarada —figura controvertida siempre dentro del ejército, como el propio Arnem— quedará fuera de lugar. Las posibles consecuencias de los informes que los exploradores traen del este están claras, entonces: pero ninguna es de tan mal agüero como la noción de que, incluso si los Garras logran evitar encontronazos violentos con los súbditos del este del reino, esos mismos súbditos seguirán mostrando reticencias para entregar la comida y el forraje que los soldados necesitan para marchar contra los Bane, suponiendo que lo entreguen, y los hombres solo podrán aceptar esas provisiones si confirman que están impolutas. Así, Arnem podría verse obligado a planificar de nuevo su campaña y tener en cuenta que ahora el tiempo es un poderoso aliado de los Bane, y no de los suyos: la peor ventaja que un comandante puede conceder a su enemigo.
A medida que van aumentando esas especulaciones, el estado de ánimo del sentek empeora.
—¡Akillus! —llama enfadado al llegar al centro del patio interior y ver al jefe de exploradores riéndose cerca de allí entre sus propios hombres y unos cuantos miembros de la guarnición.
Cuando el sentek desmonta, su joven skutaar, Ernakh[170] (hijo único de Nuen, la niñera y ama de llaves de los Arnem), aparece para tomar las riendas de Ox con la intención de preguntar cuánto tiempo tiene previsto su comandante permanecer en Esleben, para decidir cuánto debe alimentarse el corcel, y también si Arnem necesitará retirarse a descansar o no. Pero el joven moreno e intuitivo apenas necesita un breve estudio del tono de Arnem para adivinar que los Garras no se van a quedar mucho rato en este lugar, pese a las respuestas deliberadamente vagas del sentek cuando le preguntan al respecto; y Ernakh se lleva a Ox a beber en un abrevadero que queda junto al pozo de la guarnición para que esté listo (aunque no del todo descansado) para la partida de la tropa, que según cree acertadamente el joven skutaar puede producirse en cualquier momento. Akillus, mientras tanto, se acerca deprisa a Arnem con la sonrisa congelada.
—Tengo entendido, Akillus —afirma el sentek—, que el comandante de la guarnición no puede presentarse debido a su enfermedad. ¿Has averiguado si eso es cierto?
—Sí, sentek —contesta Akillus, con un saludo tan firme que el impacto del puño resuena en el pecho—. Está muy encerrrado en sus cuarteles, en la parte de arriba.
Akillus señala hacia la puerta que queda más al nordoeste de las doce que hay en el piso superior de la fortificación, por encima del cual toda la estructura queda rodeada por el parapeto. Otro camino recorre todo el perímetro del nivel superior por fuera de las puertas de las habitaciones, protegido por una baranda de leños cortados: toda la manufactura es típica de los zapadores e ingenieros de Broken.
—Dice que no piensa salir y que únicamente hablará contigo a solas.
—¿En serio? —pregunta Arnem, al tiempo que suelta un profundo suspiro—. Bueno, entonces más vale que sus secretos sean tan especiales como su comportamiento, porque si no le arranco la piel de la espalda. Y los ancianos se quedarán su cuello. Por ahora… que corra la voz, Akillus: todos los hombres listos para reemprender la marcha en cualquier momento.
—¡Sí, sentek! —contesta Akillus, que nunca cuestiona una orden sorprendente.
Al contrario, se limita a correr hasta su caballo y montar en él con su estilo habitual, aparentemente sin esfuerzo.
Arnem observa con cuidado para valorar las reacciones que va provocando Akillus entre los hombres cuando distribuye las órdenes a los grupos de soldados, y de repente se lleva un susto cuando un caballo resopla cerca, por detrás de su cabeza. Al volverse, se encuentra una vez más a Visimar montado en su yegua y acompañado por Niksar. Aparecen dos skutaars para ocuparse de las monturas de los hombres y ayudar al viejo acólito a desmontar. Cuando ya le han pasado el cayado que suele usar para caminar, Visimar descubre que también tiene a su disposición un apoyo en el hombro de Niksar, que cumple la orden previa de Arnem con una mezcla de obediencia y compasión emergente. El sentek puede así permitirse subir las escaleras de la empalizada a una velocidad que, si no merece ser llamada entusiasta, al menos resulta útil. Y en cuanto planta el pie en el camino de la parte superior acelera más todavía. Solo al llegar a un brazo de distancia de la puerta del oficial, una aprehensión repentina le recorre los huesos y le hormiguea en la piel, despojándolo en un instante de casi toda su determinación. Es una sensación que no puede definir, pero debe obedecerla; y cuando al fin llama a la puerta, lo hace con ligereza, sin saber siquiera de dónde le vienen esas dudas.
—¿Linnet? —llama en un tono apenas audible.
Entonces, de pronto se da cuenta de la razón de su debilidad: un olor, o mejor dicho un hedor, la brusca peste del sudor humano, de los desechos y la podredumbre, de la ropa y las sábanas sucias… En suma, el hedor de la «enfemedad mortal…».
—¡Linnet! —exclama Arnem con más autoridad—. Te ordeno que abras la puerta.
El hombre de dentro intenta contestar, pero un ataque de tos húmeda ahoga enseguida sus palabras. Cuando se pasa el ataque, Arnem oye una voz débil, una voz que sin duda antaño fue fuerte y contuvo las infalibles inflexiones de un oficial que, aunque joven, está ya acostumbrado al mando.
—Lo lamento, sentek, no te puedo obedecer —apunta la voz—. Pero no es por impertinencia, pues te he conocido casi toda mi vida y no hay ningún soldado, ningún hombre, de hecho, a quien respete más. Pero no me puedo arriesgar a que…
La voz se desvance; por un instante, no le queda más fuerza. Durante la pausa, el sentek Arnem se da cuenta de que, por debajo de la distorsión que impone la enfermedad, conoce bien esa voz. Pertenece al hermano menor de su propio ayudante, alguien que es —o fue en otro tiempo— un vivo ejemplo de las virtudes de Broken tan vibrante e ideal como el de Reyne.
—¿Donner? —murmura Arnem, en voz tan baja como puede—. ¿Donner Niksar?[171]
Un ruido afirmativo en la cámara del ocupante se disuelve de nuevo entre un terrible ataque de tos.
—Perdonad que no abra la puerta, señor —dice el joven hermano de Niksar, una vez ha pasado el ataque—. Pero no debéis entrar aquí. Ahora, no. No he dejado entrar a los demás desde que murió el pallin. La primera vez que detecté los síntomas en mi cuerpo hacía pocas horas que él había muerto; y, aunque es posible que mis hombres ya estén afectados por la enfermedad, también cabe que se hayan librado, y no voy a permitir que el desorden que sale de mi cuerpo, el desorden en que me he convertido, ponga en peligro sus vidas.
Justo entonces, Arnem oye los esfuerzos de Niksar para subir la escalera con Visimar y el sentek se pone aún más ansioso.
—Donner, tu hermano está conmigo. Supongo que querrás hablar con él.
—¡No, sentek, por favor! —Es su respuesta desesperada—. Me temo que solo me queda tiempo para decir lo que debo decir: sobre esos malditos mercaderes del pueblo, con sus ancianos y sus conspiraciones y sus venenos…
A Arnem se le abren los ojos.
—¿Crees que los aldeanos intentaron envenenarte, Donner?
—Ya sé que suena a locura, sentek. Y tal vez lo sea. Pero tengo buenas razones para creerlo. Teníamos la intención de interferir con algunas de sus estratagemas para remediar sus dificultades mercantiles, y al mismo tiempo uno de nuestros hombres tuvo lo que ellos consideraban que era la jeta suficiente de cortejar a una de sus hijas. Su ira se estaba volviendo letal… De hecho, como tal vez hayas visto, algunos de verdad parecen locos…
Todas esas afirmaciones impresionan a Arnem, pero ninguna tanto como la última, pues recuerda bien las miradas en las caras de algunos aldeanos cuando entró en Esleben.
—Pero, Donner —dice—, ¿qué haces en Esleben? ¿Y cuáles son esos planes en los que querías interferir?
—Antes había prestado servicio a tu viejo camarada, el sentek Gledgesa, en Daurawah —responde el joven Donner Niksar, con una voz tan ronca que sugiere la presencia de cuchillos que laceran la parte interna de la garganta—. Hasta que él me envió aquí. Habían pillado al último comandante de la guarnición cerrando unos acuerdos con los incursores del río que han subido su grano desde el meloderna y luego por los ríos que lo alimentan, incluido el Zarpa de Gato. Esto pasó hace Lunas, sentek Arnem, en mitad del invierno. Cuando todavía no había ningún informe sobre la enfermedad. Sin informar a nadie, el sentek Gledgesa convocó al comandante de la guarnición a Daurawah, lo ejecutó bajo su autoridad y me mandó a mí a ocupar su lugar. Parecía saber que ibas a venir, y que Reyne vendría contigo; y que los dos estaríais más dispuestos a creerme que los demás oficiales.
—Pero ¿qué relación tiene esto con el asunto de ese pallin y la chica del pueblo?
—Esa historia empezó a desplegarse poco después de mi llegada aquí —sigue el Niksar joven. Y parece que ha encontrado la manera de hablar durante períodos más largos si mantiene la voz baja, lo cual obliga a Arnem a pegar la oreja directamente a la puerta de madera—. El sentek Gledgesa sabía que el comandante de la guarnición era culpable de los delitos que tanto se le habían achacado; lo que no lograba averiguar era qué parte de los ancianos de Esleben estaban jugando también en la estratagema del grano. Y, pese a que yo tomé el mando, el grano extranjero siguió viajando río arriba en los barcos de los saqueadores, mientras que mis hombres y yo no pudimos demostrar que los ancianos de Esleben estaban involucrados; aunque eso no significa que fueran inocentes. Luego se descubrió ese asunto del pallin y la doncella a principios de la primavera, justo cuando se empezaba a hablar de las heridas de fuego en Daurawah. Estaban quemando ya a docenas, tal vez centenares de cuerpos cada semana, todos muertos por lo que, según afirmaba con seguridad el comandante entonces, representaba un nuevo y fétido invento de nuestros enemigos para debilitar nuestro poder, aunque a esas alturas yo ya sabía que no era así. Porque la doncella le había mencionado al pallin que los ancianos del pueblo pensaban tomarse la justicia por su mano en el asunto de los invasores y él me lo había dicho. Escribí al sentek Gledgesa para contarle la conspiración…
Como estaba hablando demasiado rápido, Donner sufre un nuevo y terrible ataque de tos.
—Despacio, hijo —dice Arnem con la esperanza de que su tono sea calmante—. ¿Intentas decirme que los ancianos de Esleben pretendían oponerse a los mercaderes extranjeros?
—Fue después de la cosecha de invierno de centeno. —Arnem oye que Donner Niksar se está echando agua a la atormentada boca—. Los mercaderes de Broken… seguían ofreciendo pagos que atraían a los piratas, mucho más bajos de los que los granjeros y molineros de Esleben estaban acostumbrados a recibir. Al poco, los ancianos de Esleben decidieron que, mientras se permitiera a aquellos barcos subir y bajar por los ríos, darían el grano a su gente y a los animales antes que aceptar unos precios tan bajos de comerciantes que, supuestamente, debían proteger el comercio de Broken, no traicionarlo. Entonces empezaron a hacer eso con la esperanza de obtener así alguna respuesta del Consejo de Mercaderes, o incluso del Gran Layzin y el Dios-Rey. No fue así, pero casi de inmediato la chica cayó enferma. Incluso a mí, la coincidencia me pareció… extraña. Y la rabia de los aldeanos fue implacable. Les ofrecí reunirme a solas con ellos para demostrar la buena voluntad del ejército y su nula involucración en el comercio ilegal que servía para dejarlos sin el pago que justamente merecían. Me invitaron a cenar con su consejo de ancianos, siempre que, efectivamente, fuera solo, y así lo hice.
El corazón de Arnem da un vuelco al oír eso, porque cae en la cuenta de que Donner Niksar es el único de la guarnición que ha compartido con la gente de Esleben lo que según el relato de Visimar debía de ser pan negro, condenándose sin saberlo a una muerte horrible…
De pronto, un pequeño sonido victorioso llega a los oídos de Arnem desde el otro lado de la pista y al darse media vuelta ve que Visimar y el agotado ayudante del sentek han alcanzado la cima de la escalera de madera. Les indica con gestos urgentes que frenen su avance. Los dos parecen confundidos, pero Arnem no puede preocuparse por eso; ha de escuchar lo que diga Donner antes de que lo oiga Reyne y, muy probablemente, se ponga violento al ver la situación de su hermano.
—Donner, no tenemos mucho tiempo. Se está acercando tu hermano.
—¿Reyne? —pregunta el menor de los Niksar en un jadeo—. Retrásalo, sentek, por favor. Aunque he de decirle algunas cosas para aliviar la carga de mi familia…
—Ya lo harás —dice Arnem, con una sensación aún mayor de horrible responsabilidad en el corazón—. Pero antes has de terminar tu relato. ¿Qué relación puede haber entre los jugueteos del pallin y una doncella del pueblo y todos estos otros asuntos?
Donner Niksar escupe; esta vez lo hace tanto por desdén como por causa de la enfermedad.
—Nada, sentek. —Al instante, Arnem recuerda las palabras de Visimar al respecto del soldado muerto: «una víctima, no un asesino»—. La idea de que todos nos dedicábamos a proteger a un miembro enamorado de nuestra compañía simplemente ofreció a los ancianos y a sus seguidores, cada vez menos razonables, una manera fácil de ilustrar sus quejas y una justificación sencilla para su deseo de venganza: los mercaderes de Broken estaban conchabados con los incursores y el ejército los protegía a todos a cambio de dinero y del derecho de deshonrar de vez en cuando a las vírgenes doncellas campestres. —Donner recupera el aliento, bebe un poco más de agua y añade—: Si pudiera, ahora me reiría. Kafra sabe que lo hice entonces. Pero intenté explicarles la verdad cuando nos reunimos, sentek, para que vieran que me estaban pidiendo que creyera algo absurdo. Aunque a esas alturas ellos estaban ya más allá de cualquier explicación; al menos, de cualquiera que tuviese sentido.
—Sí —concede Arnem—. Yo los he conocido también en ese estado.
—Entonces, ya sabes cómo puede dominarlos la ira enloquecida —murmura Donner justo antes de que le dé otro ataque de tos.
Mientras escucha con toda su impotencia, Arnem piensa en la última esperanza que puede ofrecerle.
—Escúchame, Donner. Tengo aquí conmigo a un extraño hombre de medicina que ha visto esta enfermedad antes. Tal vez pueda ayudarte.
—Me temo que ya no me sirve ninguna ayuda —es su respuesta lastimera y jadeante.
—De eso nada —declara Arnem, como si la disciplina pudiera superar las enfermedades—. Te prohíbo rendirte, Linnet.
Todavía luchando por respirar, Donner emprende un último intento de completar la tarea que se ha impuesto.
—Déjame terminar mi informe, sentek, para que pueda morir en paz. —Arnem no se ve con ánimos de prohibírselo y por eso guarda silencio mientras Donner intenta ordenar sus pensamientos y sus palabras—. Me advirtieron de que los ancianos pretendían hacer algo concreto contra el comercio ilegal por el río. Tenerlos vigilados no costaba gran cosa. Y la locura que planearon los aldeanos fue simplemente eso: una locura. Creían que podían dar una lección no solo a los agentes de los mercaderes de Broken, sino también a los comerciantes extranjeros. Pasaron dos noches trabajando en el recodo menos profundo del río para clavar unas estacas con puntas mortales, troncos afilados con las puntas reforzadas por láminas de hierro. Como última medida, las estacas iban unidas por gruesas cadenas. Las barcazas tienen tan poco calado que suelen llegar sin accidentes hasta la parte alta del río, ya sea a vela o a remo, pero no podían sobrevivir a algo tan malvado. Yo no tuve tiempo de hacer nada, aparte de mandar otro mensaje al sentek Gledgesa y concentrarme en desmontar el trabajo de aquellos locos. No porque aprobase lo que estaban haciendo los incursores y los mercaderes de Broken, por supuesto, sino por intentar evitar una guerra con los nórdicos, pues ese hubiera sido el resultado y los incursores se han vuelto muy poderosos gracias a toda su piratería y sus saqueos. Así que tomé a varios hombres, y algunos grupos de caballos, tarde en una noche sin Luna, y fui hasta el río. Atamos nuestras cadenas a sus estacas mortales y desmontamos la trampa. Fue en ese momento cuando la enorme muchedumbre de Esleben, y de no pocos pueblos de alrededor, nos obligó a refugiarnos en el interior de la empalizada…
La voz de Donner se detiene; Arnem alcanza a oír tan solo un resuello ahogado, muy parecido a los ruidos que tan a menudo preceden a la muerte.
—Donner —susurra Arnem con urgencia, probando de nuevo la puerta con tan poco éxito como antes—. Abre la puerta, hijo, y déjanos entrar para ayudarte.
Tras recuperar la fuerza necesaria para hablar —Arnem teme que sea por última vez—, el menor de los Niksar responde:
—No, sentek. Yo sé cómo son las cosas. Los aldeanos quieren mi muerte en pago por la del joven pallin. Y tengo dispuesto que todo ocurra como ellos quieren; pues, pese a tu amable oferta, sentek, no hay ningún arte, ya sea sagrado, negro o de cualquier clase, que pueda ayudarme. Ya no. Yo vi lo que le pasó a nuestro joven pallin… —Durante un instante, Arnem no oye nada y cae en el desánimo. Pero luego, con una seriedad letal, Donner murmura—: Has de sacar a tus hombres de aquí, sentek. Creo que he cumplido con mi última misión del modo que habrían deseado mi familia, el Dios-Rey y Kafra y que tú mismo y el sentek Gledgesa aprobaríais. En cualquier caso me estoy muriendo y quiero que mi muerte sirva de algo. No me quedarán fuerzas, entonces, para decirle a Reyne… para decirle lo que…
Arnem concede al fin.
—Descanse tu alma en paz, Donner —dice en voz baja—. Sé lo que quieres que él sepa, me lo han dicho tus acciones. Solo tardará un instante en llegar, si consigues esperarlo. En caso contrario, te hago saber que eres el mejor soldado que Broken ha conocido y que, ciertamente, estoy orgulloso de ti y sé que el sentek Gledgesa lo estará también. Y tu familia, lo mismo.
El joven oficial murmura un agradecimiento dolorido mientras el alivio se abre camino entre su sufrimiento; en ese momento, Arnem se vuelve, demacrado, y hace una seña a su ayudante, al otro lado de la pasarela.
Sospechando que ha ocurrido algo extraño, y tras asegurarse de que Visimar permanece estable apoyado en su bastón, el mayor de los Niksar echa a correr. El anciano tullido ve cómo palidece su cara mientras Arnem le cuenta alguna noticia que, evidentemente, tiene un efecto devastador para él. Niksar intenta forzar la puerta del cuarto del comandante de la guarnición, pero no lo consigue y luego cae de rodillas ante ella y se pone a hablar en tono suave con las tablas de madera.
Arnem, impotente, se desplaza para reunirse con Visimar en la pasarela y se limita a decirle:
—Su hermano, un joven al que conocí bien.
Y luego se da media vuelta para inclinarse sobre la barandilla de la pasarela, como si quisiera vomitar. Desde esa posición casi no se da cuenta de que el linnet Akillus entra a la carga en el patio interior de la empalizada y, tras desmontar de un salto, se encamina hacia la escalera.
—¡Sentek Arnem! —grita Akillus varias veces, con un timbre de alarma en la voz que Visimar no le había oído hasta ahora.
A Arnem le molesta la interrupción, más por Niksar que por sí mismo, y detiene a Akillus en lo alto de la escalera.
—¡Linnet! Espero que tengas una buena razón para irrumpir aquí como un perro loco. Por las pelotas de Kafra, ¿cómo se te ocurre…?
Sin embargo, incluso mientras habla Arnem se da cuenta de que abajo sus hombres están formando, como si hubiera aparecido algún peligro nuevo en Esleben; un peligro al que los Garras están preparados para enfrentarse sin necesidad de recibir ninguna orden específica.
—Los aldeanos, sentek —dice Akillus, sin prestar ninguna atención a la presencia de Visimar—. O tal vez debería decir que no son solo los hombres de este pueblo, sino también de otros, porque se trata de una gran cantidad. Y también hay mujeres, cientos de ellas, armadas con utensilios de las granjas, así como con armas de verdad: ¡cualquier cosa que sirva para matar! Vienen todos hacia la guarnición y… bueno…
—¿Bueno, qué, Akillus? —pregunta Arnem, preocupado al ver tanto temor en un soldado que ha mantenido la cabeza fría en situaciones mucho más arriesgadas.
—Bueno, señor —intenta explicar Akillus—, es la pinta que tienen, como de bestias enloquecidas y desesperadas. ¡Y avanzan hacia nosotros!
{v:}
Arnem se lanza de inmediato escaleras abajo, deja atrás a su ayudante para que cumpla con la dolorosa despedida de su hermano Donner (que sigue negándose a permitir que entre en su cámara nadie sano) y pide a Akillus —un hombre tan poco dotado de condescendencia en lo social como sobrado de fiabilidad en una pelea— que se eche a Visimar a la espalda para llevarlo hasta la yegua que lo espera, y así ahorrar tiempo. Una vez sobre el suelo de tierra del patio interior, Arnem comprueba que su caballo, Ox, está descansado y listo para marchar porque el skutaar Ernakh se ha adelantado una vez más a las órdenes del comandante. Enseguida Arnem se encuentra entre sus hombres junto a las puertas de la guarnición, mientras siguen agrupándose en formaciones defensivas para recibir a la muchedumbre que se acerca, y a la que el sentek contempla ahora por primera vez; y ese primer atisbo le basta para decir que la alarma extremada del jefe de exploradores no carecía de razones.
Un grupo que, efectivamente, debe de estar formado por cientos de aldeanos de Esleben y de los pueblos contiguos, avanza hacia la empalizada: mercaderes, trabajadores y granjeros, así como hombres de ocupaciones menos evidentes, la mayoría de los cuales se mezclan con sus propias mujeres e hijas mayores (cuyo género no disminuye su furia), todos armados y todos moviéndose como una gran oleada hacia el este. El sentek todavía no puede determinar con exactitud cuántos son, porque apenas le parecen hombres. Muchos llevan vendas que están ahora manchadas y goteando pus y sangre, tanto fresca como seca. En cuanto a las armas, lo que más importa es su manera de blandirlas: hasta una hoz, o una mera rama afilada, puede dar testimonio del compromiso de un hombre o una mujer con una causa si la blande de un modo que demuestra a las claras su sed de sangre.
Sixt Arnem no tiene formación como filósofo; pero incluso él ha de detenerse un instante ante semejante visión, para aprehender la paradoja aparente en el hecho de que la riqueza natural de Broken —transformada, a lo largo de muchas generaciones, en los formidables huesos, tendones y músculos que permiten a los miembros de los Garras convertirse en luchadores incomparables— se ha visto alterada (según Visimar) de modo que contiene un agente que ha imbuido a estos aldeanos de la convicción, igualmente excepcional, aunque absolutamente irracional, de que deben atacar a los mismos soldados en cuya protección tanto confiaban antes. Y Arnem se da cuenta además de que la batalla que se avecina, en cuyo transcurso sus hombres deberán tratar de ahuyentar a estos lunáticos mal organizados antes de retirarse, tiene sin duda ciertas reminiscencias (tal como intentaba expresar Akillus) de alguna de esas bestias enfermas y enloquecidas que se arrancan la carne a bocados, destrozándose en plena tortura y consumiéndose desde la cola y los pies, adelante y hacia arriba con la mente en llamas y dientes como cuchillos, por razones que la agonizante criatura ni siquiera alcanza a entender…
Aunque muchos de los airados ciudadanos se abalanzan hacia la puerta de la guarnición desde el sur, el grupo principal proviene de la propia Esleben. Un núcleo central de estos últimos (a duras penas se les puede llamar «formación») van montados en fuertes animales de granja: bueyes y caballos, por lo general, uncidos por el yugo a carromatos en los que viajan aún más hombres y mujeres, así como algunos utensilios violentos de mayor tamaño. En un carromato viejo hay una pila mezclada de troncos pequeños, ramas, heno y brea, y los distintos hombres que ayudan a los bueyes uncidos a ir avanzando están ansiosos por pegarle fuego con las antorchas que llevan encendidas. Pero no es este el aspecto más espantoso de la burda maquinaria de guerra.
Empalada en una estaca con la punta de hierro que todavía conserva restos del fondo del río en el que ha estado clavada últimamente se ve la sorprendente figura de un hombre; y no se trata de un soldado joven, sino de un hombre de Esleben, distinguido y maduro. Visimar se ha unido a Arnem y, como el sentek, observa el avance del carromato en un silencio pasmado, pues ambos se dan cuenta de que cuerpo empalado en la estaca no es cualquier golfo o vagabundo de edad avanzada, ni siquiera algún humilde artesano: es el mismo jefe anciano con el que se han reunido hace apenas unas horas con la intención encontrar una solución razonable, si no amistosa, para el conflicto entre la guarnición del pueblo y los ciudadanos de Esleben. Han clavado su cuerpo con tal fuerza en la estaca que las costillas han partido la piel desde dentro y ahora se ve el brillo de su blancura entre la oscuridad de las entrañas en la cavidad central de su cuerpo, así como algunos trozos de la columna, mientras que una maraña de órganos vitales estrangulados por los intestinos penden de los pedazos de huesos partidos. El ángulo de caída de la cabeza indica que el cuello se partió durante este proceso diabólico, mientras que los ojos permanecen abiertos por completo, invadidos por la impresión que llenó los últimos momentos.
Del cuello del anciano pende un pedazo de tabla, atado con una cuerda, en el que han pintado —con lo que, a juzgar por el color, podría ser su propia sangre— unas pocas palabras:
POR INTENTAR TRAICIONAR A SU GENTE, NEGOCIANDO CON LOS DEMONIOS VOMITADOS POR LOS TRAIDORES QUE MANDAN EN BROKEN
Mientras los soldados que lo rodean contemplan la visión en un silencio aterrado, Visimar dice con pasión controlada:
—Demasiado a fondo… El Fuego Sagrado ha quemado demasiado a fondo este lugar…
La respuesta le llega por medio de la voz menos esperada: la de Niksar.
—Hemos llegado tarde —murmura. Al volverse hacia él, Arnem ve que Reyne no ha hecho el menor intento de esconder las marcas de sus gruesas lágrimas—. Esas han sido las últimas palabras de Donner, sentek. Que ni la fiebre del heno ni ninguna otra pestilencia que haya visto bastaría para explicar lo que está pasando aquí. Lo que le ha pasado a él… Y todos nosotros, incluidos los miembros de la guarnición, nos dimos cuenta tan tarde que ni siquiera podemos mitigar el contagio…
Arnem se vuelve hacia Visimar, que alza una ceja, como si quisiera decir: «No me alegro de haber acertado, sentek, pero hemos de aceptar esto tal como es…».
El pensamiento del anciano pronto encuentra su reflejo en palabras distintas y más pragmáticas por parte de los oficiales de Arnem cuando los aldeanos de Esleben incendian de repente los carromatos que llevan la carga impregnada de brea, con la intención de lanzarlos de golpe contra los quadrates de los Garras, ahora ya formados por completo.
—Su plan no es tan desordenado como su razonamiento —dice Akillus—. Quizá no lo sepan, pero el fuego móvil es siempre la mejor manera de atacar los quadrates, sentek.
—Solo superado por las krebkellen[172], Akillus —responde Arnem, en referencia a la principal alternativa táctica de Broken para los quadrates.
Inventadas también por Oxmontrot, el Rey supuestamente Loco, las krebkellen son en principio una maniobra ofensiva, pero sirven admirablemente cuando los cuadrados defensivos se ven amenazados.
—Así, Linnet, ¿puedes meterte con, digamos, dos fausten de la caballería y dos de los wildfehngen de Taankret entre esos locos y destrozar su movimiento inicial con la gravedad suficiente para que podamos largarnos hacia el este por el Camino de Daurawah?
A Akillus le emociona el encargo, al tiempo que le plantea un desafío.
—Si no pudiera hacerlo, sentek, ni los hombres ni yo mereceríamos las garras[173] que llevamos.
Arnem entrega sus órdenes siguientes al comandante de las wildfehngen, un imponente linnet de infantería llamado Taankret. El sentek ordena a este compañero de tan apropiado nombre[174] (que, incluso en plena marcha polvorienta, lleva la cota y la malla de fino acero impecablemente limpias) que coja un centenar de wildfehngen, los haga formar en el centro de las krebkellen y coordine la dispersión de los aldeanos atacantes con el linnet Akillus, que aportará una cantidad similar de miembros de la caballería por los flancos.
—Es una dura orden, Taankret —dice Arnem, observando el efecto que sus instrucciones tienen en el linnet mientras este envía mensajeros a reunir a los hombres que necesita—. Pedir a los nuestros que entren en combate con sus compatriotas.
—No tanto como podría parecer, sentek —responde Taankret, con énfasis, pero sin pánico. Se pasa un dedo por debajo del bigote y se acaricia la barba, recortada con esmero, antes de ponerse un par de guanteletes. Por último, desenvaina la larga espada de saqueador que lo ha hecho famoso en su khotor y en todo el ejército, confiscada a un guerrero del este derrotado hace muchos años—. Los hombres han pasado el tiempo suficiente en este pueblo maldito para sentir un saludable desprecio por sus ingratas pasiones —sigue hablando—. Creo que no recibirían con alegría la orden de masacrar a los aldeanos, pero… ¿una oportunidad de dedicar una hora a darle una paliza a esta multitud con el lado romo de la espada mientras los demás arrancáis hacia Daurawah? —Una sonrisa se abre paso hacia las cornisas de la boca de Taankret—. Esa orden les deleitará.
—Cierto —asiente Akillus—. No te preocupes por eso, sentek.
Arnem sonríe, orgulloso y algo más que un poco apenado por no poder unirse a los comandantes de su retaguardia.
—Muy bien, entonces, Taankret. Akillus. Pero no olvidéis esto: siempre que se pueda, con la espada plana. Nos es más útil un cráneo partido que una cabeza cortada.
La creciente sensación de enfrentarse a un feliz desafío por parte de los dos linnetes, que demuestran a la perfección por qué han alcanzado su estatus en la legión de mayor renombre de Broken, se ve interrumpida de pronto por un estallido de madera y cristal. Procede justo de la vuelta de la esquina sudeste del pequeño fortín en que se alojaba la guarnición de Esleben, ahora en plena partida: en esa dirección está, entre otras cosas, la ventana del cuarto del comandante.
Además, se oye un grito breve (de una voz que tanto Arnem como Niksar saben que pertenece a Donner), que enseguida queda silenciado por alguna fuerza desconocida.
Arnem se dirige a sus ansiosos linnetes ahora en tono seco.
—Vosotros dos, terminad los preparativos. Niksar, Anselm, acompañadme. —El sentek mira a su ayudante—. Y recuerda esto, Reyne: nuestra única tarea ahora es largarnos de este lugar apestoso.
Niksar contesta con una inclinación de cabeza, temeroso de lo que puedan encontrar, pero no menos seguro de cuál es su deber, y los tres hombres avanzan con un trote lento para doblar la esquina que lleva a la empalizada; la sensación premonitoria de Niksar se ve de pronto confirmada por el más inesperado grupo de agentes: los aldeanos airados se han detenido, aunque solo sea por un momento, y su mirada, como si conformaran una sola criatura enorme y grotesca, se mantiene clavada en la ventana del cuarto de Donner Niksar. Al parecer, han visto ya lo que los soldados y su acompañante no han podido ver: que una de sus exigencias, al menos, se ha cumplido ya, aunque sea de un modo totalmente distinto del que pedían ellos antes. El sentek, su ayudante y Visimar, mientras avanzan, miran hacia la ventana del cuarto del comandante, hecha añicos.
El burdo cristal se ha roto desde dentro con la intención de que el ruido y la subsiguiente visión subyugaran a la masa furiosa y apresurada; y el objeto usado para lograr ese efecto era el cuerpo del propio Donner Niksar, que ahora pende lentamente de una cuerda que tiene un extremo atado con firmeza en algún lugar dentro del cuarto y el otro en torno a su cuello. Ni siquiera la caída de la noche permite oscurecer su estado: tiene la cabeza caída bruscamente hacia un lado y los ojos todavía abiertos. Extrañamente, esa imagen aterradora hace que Arnem recuerde a quienes en la sociedad de Broken creyeron siempre que Donner, pese a tener una estatura algo menor que su hermano, poseía unos rasgos más finos. No es así esta noche: incluso si no sacara la lengua de modo grotesco por una esquina de la boca, incluso si hubiese podido disimular los estragos brutales del Fuego Sagrado en la cara y el pecho, e incluso si, por medio de algún esfuerzo imposible, hubiese conseguido ponerse un camisón nuevo y limpio en vez de la prenda espantosamente manchada que ahora flamea en torno a su cuerpo pálido… incluso si hubiera logrado todo eso, nada habría podido compensar sus ojos hinchados y atormentados, que lanzan una mirada dolorida y acusatoria a todos los rostros vueltos hacia él y reflejan las antorchas de la masa a medida que el cuerpo va rotando al viento. El mensaje es inconfundible: los aldeanos han obtenido su venganza. Queda una pregunta y es Niksar quien la murmura:
—¿Será suficiente? ¿Para estas… criaturas?
Como Arnem se ha quedado pasmado un instante, es Visimar quien responde en tono amable:
—Ya sé que me consideras un hereje loco, linnet. Y yo nunca me atrevería a entrometerme en el dolor que sientes después de que un hermano tan noble haya dado la vida con la intención de extinguir el fuego que consume a la gente de Esleben. —Niksar no dice nada, pero inclina la cabeza levemente y Visimar continúa—: Al menos, ha podido acogerse a una muerte sensata y valiosa. Si miras hacia el oeste verás que esta masa no va a tener la misma suerte.
Niksar solo necesita una breve mirada hacia la masa momentáneamente confundida para confirmar lo que dice el anciano.
—Sí, hereje —dice en un suspiro el joven oficial, sin resentimiento—. Pese a todo lo que ha perdido, Donner ha mantenido la cabeza y el honor hasta el final…
—Así es. Y nosotros hemos de hacer lo mismo. Honremos a tu hermano, linnet, con lo que él quería que asegurásemos: la supervivencia de nuestra tropa y de los suyos y la continuación de esta expedición cuyo fin ya no es tanto conquistar como investigar.
Arnem, asombrado de ver cómo el anciano consigue mantener el sentido común en un momento así, da una amable palmada a Niksar en el hombro.
—El viejo loco tiene razón, Reyne. Hay que honrar eso. —El sentek vuelve sus ojos entrecerrados hacia el este al ver que aumentan de nuevo los sonidos que emite la masa en su enojo—. ¡Ernakh! —exclama, y el skutaar aparece y espera en silencio mientras Arnem garabatea una nota con un carboncillo sobre un fragmento de pergamino—. Llévale esto al maestro de arqueros, Fleckmester[175], y vuelve con él. Rápido, ahora mismo.
Ernakh saluda y desaparece lanzado en la oscuridad.
Niksar mira a su comandante con cierta perplejidad.
—¿Sentek? Nos tendríamos que ir lo antes posible.
—Y eso haremos, Reyne —asegura Arnem a su ayudante, aunque no hace nada por partir de inmediato—. Pero no les voy a dejar el cuerpo de Donner a esos locos.
Visimar ha empezado ya a mover la cabeza de arriba abajo, sospechando lo que planea el sentek, mientras que Niksar ha de esperar el breve rato que tarda en aparecer el linnet Fleckmester, en ágil carrera con varios de sus oficiales. Es un hombre alto y de enorme fuerza que, por comparación, hace que el largo arco[176] de Broken parezca diminuto.
—¿Sí, sentek? —dice, mientras saluda con elegancia.
Arnem señala hacia las empalizadas de la estructura de la guarnición.
—¿Cuánto fuego podrían disparar tus hombres hacia esa estructura como apertura de lo que va a ocurrir a continuación, Fleckmester? Quiero una inmolación completa, rápida y directa.
El maestro de arqueros entiende a la perfección lo que le quiere decir.
—Más que suficiente para conseguir lo que te propones, sentek. —Fleckmester saluda a Niksar con una reverencia—. Con el mayor respeto y toda mis condolencias, linnet Niksar.
Niksar guarda silencio durante la partida del Fleckmester e, incluso cuando el maestro se ha ido ya, no puede más que decir:
—Gracias, sentek… Mi familia quedará profundamente en deuda contigo, y yo mismo…
Y con eso, tras alzar una última mirada hacia lo que ya solo es la sombra oscura de su hermano, libre ahora de las agonías de una enfermedad horrenda y del odio de una multitud de aldeanos a los que había decidido proteger, Niksar espolea a su blanca montura y se marcha, dejando atrás a Arnem, que observa a Visimar antes de seguirle.
—Soy consciente de la deuda que acabo de adquirir contigo, viejo —reconoce el comandante—, tanto como de otras que he contraído hoy. Puedes estar seguro de eso…
Antes de que Visimar pueda contestar, Arnem azuza a Ox para que siga a Niksar y el viejo tullido se dispone a marchar tras él. Sin embargo, de pronto lo consume la sensación de que alguien lo está mirando y al principio se reprende a sí mismo por creer que esa mirada procede del cadáver de Donner Niksar. Al alzar la mirada para descartar esa superstición se da cuenta de que la sensación no era errónea, pero sí la identificación de su origen. Contra el cielo oscuro, apenas iluminado por la Luna naciente, Visimar ve unas alas enormes que pasan sobre su cabeza en silencio absoluto y sobrevuelan los muros de la guarnición. Aunque muchos soldados se pondrían nerviosos ante esa visión —pues la envergadura de las alas de la criatura, de casi dos metros, supera la altura de gran parte de las tropas—, a Visimar le llena de entusiasmo.
—¡Nerthus![177] —exclama el tullido con una sonrisa.
La enorme lechuza (pues de esa criatura se trata) traza en silencio un círculo descendente para posar sus diez quilos de peso —tan pocos, para un animal de su tamaño y fuerza—, entre el hombro de Visimar y su brazo levantado, asustando a la yegua en que cabalga. Mientras calma al caballo y se aleja al trote del grueso de las tropas de Arnem (aunque avanza con ellos hacia el oeste), Visimar da explicaciones a su montura: «No, no, amigo, no tengas miedo a este pájaro, aunque un potrillo recién nacido sí podría tenérselo».
Se vuelve de nuevo hacia la lechuza, que estira el cuello hacia los lados y abajo como solo ellas pueden hacerlo, moviendo los penachos de plumas que coronan su cabeza —unos penachos que parecen orejas, o acaso ceños fruncidos—, y en todo momento parece a punto de arrancarle de la cara la nariz al viejo loco. Pero a Visimar no le da miedo ese movimiento y, por supuesto, la lechuza tan solo abre el pico para dar un mordisquito suave al puente de la nariz y las fosas nasales, entre los ojos maduros del anciano: señal de una profunda confianza que solo puede proceder de una relación duradera, afectuosa y extraordinaria. Visimar no puede evitar reírse y alzar una mano para pasar los dedos suavemente por las plumas moteadas del pecho del pájaro.
La lechuza, al parecer, busca algo más que puro afecto con sus movimientos y, para captar la mirada de Visimar, le muestra una garra enorme.
—¿Ah? —responde él—. ¿Y qué es eso tan urgente que me traes?
Entre las zarpas prietas y negras lleva atrapado un manojo de flores y plantas: algunas son de un azul intenso, otras amarillo brillante, otras nudosas y verdes, pero todas, según observa de inmediato Visimar por los cortes limpios de los tallos, cosechadas por mano humana como máximo medio día antes.
—Entonces… —Mientras intenta calcular qué significa todo esto, con parte de su atención concentrada aún en la masa que avanza, Visimar tarda poco en llegar a una conclusión—. Ya veo —dice con certeza—. Bueno, chica, vuelve con tu dueño e infórmale también, no vaya a ser que te hiera una flecha de estos locos provincianos o alguno de los más precisos misiles de los arqueros de Broken. He de partir detrás del sentek, pero pronto volveremos a vernos, sin que pasen tantos meses como desde la última vez…
Como si se diera por satisfecha con la respuesta del hombre, la lechuza le tira afectuosamente de un mechón de cabello gris, del que corta algunos pelos que se mezclan con las plantas. Luego abre sus extraordianarias alas a ambos lados de la cabeza de Visimar y vuelve a alzarse en el cielo de la noche. El viejo, con el estado de ánimo profundamente cambiado por las distintas implicaciones de este encuentro, usa su único pie para espolear a su montura en pos de Arnem y Niksar.
{vi:}
Cuando los dos oficiales y su compañero mutilado regresan con las tropas que participarán en el frente de la retaguardia, casi todos los restantes contingentes de los Garras han arrancado ya hacia el este para alejarse de Esleben y la cabeza de su columna ya avanza un largo trecho por el Camino de Daurawah. Los diez miembros que quedan de la guarnición de Esleben se han quedado con los cuerpos de retaguardia y miran al sentek Arnem en busca de instrucciones; y Arnem, a su vez, mira sutilmente a Visimar, inseguro acerca de si sus decisiones han de verse afectadas por la exposición que esos hombres han sufrido a la enfermedad de su líder o a cualquier alimento hecho con grano de Esleben. Un sutil movimiento de la cabeza de Visimar dice a Arnem con firmeza que los miembros de la guarnición no deben marchar con el cuerpo principal; y que el sentek ha de encontrarles alguna misión a su altura, que los mantenga alejados hasta que el tiempo determine el peligro que representan.
—Si nos aceptas, nos uniremos a la batalla, sentek Arnem —dice uno de los soldados de la guarnición, alto y bronco, después de dar un paso adelante.
Los demás proclaman su conformidad general. Momentáneamente sin palabra, Arnem escoge enseguida una solución y se vuelve hacia el hombre que acaba de hablarle.
—Eso me impresiona, linnet…
—Gotthert, sentek —responde el hombre, al tiempo que le dedica un saludo—, pero no tengo el honor de ser un linnet.
—A partir de ahora sí, Gotthert —dice Arnem—. Sé reconocer el aspecto de un hombre dispuesto a tomar el liderazgo. Entonces, salvo que alguien de tu compañía se oponga al nombramiento… —Solo se producen expresiones de asentimiento con la elección del sentek, lo cual invita a Arnem a sonreír—. Bueno, entonces, linnet Gotthert, tengo en mente otro plan, de la misma importancia, para vosotros: aprovechando la trifulca que está a punto de armarse, saldréis hacia las orillas del Zarpa de Gato en la zona de la Llanura de Lord Baster-kin y comprobaréis los preparativos tanto de los Bane como de las patrullas de la Guardia del Lord Mercader que mantienen la vigilancia regular en el área del Puente Caído. Una vez allí, tus hombres podrán tener el descanso que merecen, por no hablar de algo de comida decente, y luego me informaréis cuando llegue con la columna, no más de dos días después.
Arnem echa un vistazo a Visimar y ve que el tullido no pone objeciones a su plan.
—Muy bien, sentek —responde Gotthert.
El soldado está decepcionado (pues sus hombres desean claramente tener algún papel en la venganza de Donner Niksar) y al mismo tiempo aliviado al saber que el suplicio de su unidad dentro de la empalizada ha terminado ya. Tras intercambiar un último saludo con su superior, Gotthert empieza a desplazarse hacia el sudeste, seguido por los suyos; pero Arnem, tras ver la mirada en los rostros de Gotthert y sus hombres, los retiene un momento.
—Al menos veréis el castigo de Esleben, Gotthert —lo llama el sentek—, que servirá también como pira funeraria para vuestro antiguo comandante.
Arnem mira a la derecha y ve que Fleckmester ha preparado una doble línea con sus mejores arqueros. Delante de cada fila arde un surco fino de brea y aceite y los hombres han cargado ya sus flechas con puntas grandes y empapadas y todos esperan solo la palabra «fuego».
—¡Fleckmester! —exclama Arnem, blandiendo al aire su espada—. Derribad primero la pared del este y proceded desde allí en el orden necesario. Si algún aldeano interfiere, ¡disparadle!
Fleckmester da a voz en grito las órdenes de encender, apuntar y disparar las flechas incendiarias: los troncos de abeto secos que siempre se escogen para la construcción de esta clase de empalizadas resultan ser vulnerables a las llamas y en pocos momentos toda la pared del este arde con una furia que obliga incluso a los locos de Esleben a detenerse un poco.
—De acuerdo, Taankret. —Arnem llama a las krebkellen de la infantería y a los fausten de la caballería—. ¡No podías esperar una invitación más atenta que esta!
—Desde luego, sentek —responde Taankret, con su espada de saqueador tan elevada que todos ven en ella el reflejo del fuego embravecido—. Hombres de Broken… ¡avancemos!
Taankret pronuncia estas palabras cuando el muro del este del fuerte empieza a desplomarse con fuertes crujidos y algunos leños ardientes salen despedidos entre una tormenta de chispas, al tiempo que el fuego se extiende y empieza a destrozar las paredes del sur y del norte.
—Muy bien, entonces, linnet Gotthert —dice Arnem al nuevo comandante de la guarnición—. La atención de vuestros antagonistas está despistada por completo. Parte con tus hombres y que Kafra os acompañe. Nos veremos pronto en las orillas del Zarpa de Gato.
Todos los hombres de la guarnición de Esleben saludan tanto a Reyne Niksar como a Arnem al pasar ante ellos; de todos modos, las tropas de capa azul no se mueven con toda su diligencia hasta que ven el fuerte de Esleben transformarse en la más valiosa pira funeraria para el más valioso oficial. Cuando el muro del oeste de la estructura cae al fin, derribado por el colapso de los otros tres, todos los hombres del lado este tienen el privilegio de ver que la indigna cuerda que ha usado Donner para colgarse cumple ahora un propósito admirable: tironeada por el colapso de la pared a la que estaba atada, lanza el cuerpo del hermano menor de Reyne Niksar a lo alto, por encima de las llamas, provocando incluso que el cuerpo de Donner quede en posición horizontal mientras desciende sobre la ya muy grande pira de pinos que lo espera abajo, que brilla y llamea en tonos que van del rojo al naranja, del amarillo al blanco. Arnem no podía haber deseado una mejor ejecución del espectáculo funerario y no tarda en volverse hacia el maestro arquero y dedicarle un saludo con gratitud. Los hombres de la guarnición hacen lo mismo y arrancan a la carrera.
El sentek se maravilla, como tantas otras veces en su larga carrera, ante la variedad de habilidades del soldado medio de Broken. Ni el linnet Gotthert ni ninguno de sus camaradas de la guarnición podían sospechar siquiera cuál iba a ser su misión definitiva esta noche; y sin embargo, Arnem observa ahora su voluntariosa desaparición en la oscuridad, como si sus acciones fueran el resultado de un largo y detallado consejo de guerra. El sentek se toma un momento para reprocharse la duplicidad que se esconde tras las órdenes que les ha dado; sin embargo, no puede dedicar grandes cantidades de tiempo a esa clase de reproches: aunque los aldeanos de Esleben y la gente que ha llegado del campo se mueven como suelen hacerlo las multitudes —confiando en que unos pocos individuos darán inicio a cada intento de avance—, el dolor de la enfermedad que los impulsa va claramente en aumento, y solo hay una cosa que estimule los brotes de acción con más potencia que la locura: el dolor físico.
Aun así, Arnem se da cuenta de que la masa se mueve extrañamente más allá del dolor, casi como si la enfermedad les destruyera la capacidad de percibir la más poderosa de todas las influencias físicas. Y, al enfrentarse a este comportamiento degenerado por parte de quienes, al fin y al cabo, no dejan de ser súbditos de Broken que, hasta hace bien poco, no debían de estar más locos que él, Arnem se sorprende incitando a Ox a apartarse un poco de Visimar y Niksar: casi sin pensarlo, y a la luz de una Luna que ha ascendido ya sobre las colinas y los valles, busca el broche de plata que su mujer le puso en un bolsillo interior antes del espléndido desfile de los Garras para salir de Broken. Lo encuentra, lo saca y baja la mirada hacia el rostro severo y tuerto y los portentosos cuervos allí dibujados; luego, sin pararse siquiera a considerar lo que está haciendo, llega incluso a dirigirle la palabra: «Entonces, gran Allsveter —murmura, repitiendo el nombre que tantas veces ha oído pronunciar a su mujer cuando contempla ese objeto—, ¿eres tú quien ha inspirado a un joven valiente a poner fin de este modo a su desgracia?».
Después de recolocar el broche en el bolsillo más profundo, Arnem menea la cabeza para despejar las tonterías; pero entonces oye la discreta voz de Visimar.
—¿Tanto problema tienes que te diriges a los dioses de antaño, sentek? ¿Acaso temes que Kafra haya traicionado a su gente?
Tras una rápida mirada para comprobar que Niksar ha decidido enterrar su dolor ocupándose personalmente de las unidades de wildfehngen, Arnem fulmina al anciano con una mirada seca.
—Nada de eso. Ese objeto es un obsequio insignificante de mi esposa, en quien se posan mis pensamientos antes de cualquier batalla, y más aún en un enfrentamiento tan extraño como este. No quieras ver más que eso, viejo loco.
—Como te parezca, Sixt Arnem —responde Visimar; luego respira hondo, cargado de preocupación—. Pero me temo que debo decirte que tal vez las cosas se hayan complicado tanto en esa casa que anhelas como aquí mismo. Porque la fiebre del heno en Broken, según parece, se está extendiendo…
El rostro de Arnem revela su perplejidad.
—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunta el sentek mientras se dispone a reunirse con su ayudante.
—Casi me haría gracia decirte que he recurrido a la brujería —contesta el tullido—. Tendrás que confiar en que lo sé y tal vez te interese saber que al mismo tiempo he recibido nuevas pruebas de que mi maestro vive todavía.
—¿De verdad? —responde Arnem, sin esconder su interés—. Ojalá. Porque, tal como pintan las cosas, pronto necesitaremos la más agudas de las mentes.
Visimar lo contempla con atención.
—¿Y por qué iba a tener el «brujo», el «hereje» de Caliphestros, interés alguno en servir a las necesidades de Broken? ¿Y cómo podría hacerlo de manera que resultase aceptable para los gobernantes del gran reino?
Justo entonces, sin embargo, Arnem recibe de Niksar una urgente petición de liderazgo: la muchedumbre de Esleben resulta ser más problemática de lo que había creído posible el sentek en principio.
—Digamos, entonces, que espero… —dice a Visimar mientras desenvaina la espada y se prepara para cabalgar—, espero que Caliphestros, si se da cuenta de lo que está pasando en verdad en esta tierra, ofrezca toda la ayuda de que sea capaz. Tal como hiciste tú, Visimar, y como debería hacer cualquier criatura dotada de conciencia. —Entonces las espuelas se hunden en los costados de Ox y Arnem arranca—. ¡Reyne! —exclama—. ¡Galopa para encontrarte con Akillus en la zarpa izquierda y yo haré lo mismo por la derecha! Acabemos deprisa con nuestro trabajo y luego empujaremos a nuestros enemigos hacia los hombres de Taankret. ¡Vamos a completar las krebkellen!
Cuando Ox pasa altivo ante los wildfehngen de la infantería —sabedor, como suelen serlo las monturas de esta clase de guerreros, de la importancia del momento y del papel que están llamados a cumplir en el mismo—, los fuertes y experimentados hombres de a pie empiezan a superponer sus grandes y convexos skutem[178] en las caras externas de los tres quadrates, mientras Arnem sigue dando órdenes con tanta autoridad que a ni un solo hombre se le escapa palabra alguna:
—Recordad, Garras: aunque no le deseo la muerte a esta gente, es mucho mayor mi preocupación por nuestras vidas. Si os encontráis en peligro, no os afearé un golpe que pueda herir, o incluso matar a alguien, por muy enfermos que estén ya vuestros enemigos.
Un rugido se alza desde los wildfehngen, recién liberados; esa gran maquinaria que representa la parte más feroz de la legión de élite de Broken se pone a trabajar.
Por fuertes que sean sus emociones, nunca se saltan la disciplina. El fauste izquierdo de jinetes en el que se han insertado Akillus y Niksar se acerca deprisa a los aldeanos, que demuestran la ferocidad propia de las muchedumbres formadas por locos; estos no mantienen ningún orden en su violencia, solo cruda ira, y en cuestión de poco tiempo los jinetes de Broken los han rodeado ya y los impulsan hacia los soldados que se acercan a pie. Pese a este resultado previsible, de todos modos, una oleada de sorpresa recorre a los hombres que atacan al mando de Niksar: algunos de los aldeanos —aquellos que parecen más afectados por cualquiera que sea la enfermedad que se ha apoderado de su comunidad— se limitan a seguir marchando contra los soldados, incluso después de recibir heridas que harían huir de inmediato a soldados de mucha experiencia. Algunos parecen sentir tan poco los golpes que se vuelve necesario incumplir en múltiples ocasiones la orden del sentek Arnem que mandaba evitar las heridas dolorosas a fin de poder desarmar al menos a los aldeanos enloquecidos; desarmarlos, según se ve claro en todos esos casos, implica cortarles la mano o una extremidad. Y sin embargo esas terribles heridas no desaniman al enemigo.
Desde el tren de intendencia, donde goza de la juvenil protección de los skutaars, Visimar ve estos acontecimientos a la luz de la Luna; pero la visión no le ofrece entretenimiento ni consuelo.
—Demasiado —murmura, repitiendo la frase que él mismo ha dicho antes esta tarde—. El Fuego Sagrado les ha quemado demasiado. —Luego, en voz alta, llama—: ¡Ernakh! —Se vuelve y pregunta a los jóvenes—: ¿Dónde está el skutaar del sentek Arnem, que se llama Ernakh?
Al cabo de unos instantes llevan a empellones al moreno saqueador delante de Visimar, que lo agarra por los hombros como si se dispusiera a sacudirlo para contagiarle la sensación de urgencia.
—Busca tu montura, hijo —dice el anciano—. Ve a tu señor y dile esto: la enfermedad ha progresado demasiado y muchos ya no son sensibles al dolor. En cuanto haya algo de separación entre los aldeanos y sus soldados tiene que retirarse deprisa.
—¿Retirarse? —interviene otro skutaar—. Desde luego estás loco, viejo padre, si crees que los Garras se han de retirar delante de estos tontos inútiles.
—¡Haz lo que te digo! —ordena Visimar, con la atención fija en Ernakh, interpretando acertadamente que el joven tiene un temperamento más serio que sus compañeros—. Tu señor te lo agradecerá cuando al final todo se aclare. —Cuando el muchacho monta de un salto en un caballo cercano, Visimar se vuelve hacia los otros jóvenes—. Y los demás, empezad a mover toda la equipación del khotor antes incluso de que regresen vuestros comandantes.
Visimar mantiene fijos sus ojos, agudos todavía, en las formas blancas y grises de las monturas de Niksar y Arnem en el campo lejano y en el veloz Ernakh, que galopa sin miedo hacia la violencia: y con qué experiencia, piensa el anciano, con qué naturalidad y seriedad se mueve el muchacho de los saqueadores sobre el caballo y entre hombres enfrascados en una pelea que cada vez se vuelve más mortal. El tullido ve que Ernakh llega hasta el caballo gris de Sixt Arnem, le transmite el mensaje y espera a que este lo dé por recibido. Casi de inmediato, los carromatos y las bestias de carga del tren de intendencia empiezan a desplazarse deprisa hacia el este, bajo la oscuridad por el Camino de Daurawah, mientras que Visimar se queda atrás, urgiendo en un silencio desesperado a Arnem y a sus hombres a darse prisa.
Al fin se trata de un ruego innecesario, pues con la misma eficacia que han mostrado para apalizar a esos hombres y empujarlos de vuelta hacia Esleben, los Garras consiguen romper la formación de las krebkellen, formar unas líneas de retirada bien ordenadas —en fila de dos, ya no de cuatro, para obtener mayor rapidez— y regresar más allá del punto en que Visimar espera sin que sus oponentes puedan seguirlos. Algunos Garras van sangrando por golpes de fortuna lanzados por los hombres de Esleben, pero la mayoría están simplemente sudados y perplejos; aun así, en ningún momento aminoran su marcha por el Camino de Daurawah a doble velocidad. Arnem, por su parte, se acerca a Visimar, con la respiración aún agitada, y concede a Ox un momento de regocijo en su reunión con la yegua del viejo.
—Bueno, tullido, Kafra sabrá cómo te has podido dar cuenta, pero ya empezaban a estar por encima (o, mejor dicho, por debajo) de lo humano: ¡se tomaban las heridas más dolorosas que te puedas imaginar como si fueran rasguños!
—Me sorprendería que tu dios dorado tuviera la menor idea de por qué ocurre eso, sentek. Tendré la infeliz tarea de explicártelo yo, pero esperemos a que nuestros hombres estén bien lejos del mal de Esleben…
Arnem se niega a tomar el Camino de Daurawah hasta que el último de sus hombres heridos —todos, afortunadamente en condiciones de cabalgar o de marchar— haya partido; y Visimar, por sus propias razones, se niega a arrancar sin el comandante. La aparición de la lechuza a la que ha llamado Nerthus ha demostrado al acólito, más allá de cualquier duda, que las pestilencias que arrasan Broken se han extendido por todo el reino del oeste (aunque cada una por partes distintas), probablemente por las mismas razones que causaron su aparición más al este, en Daurawah y sus alrededores; y ha de conseguir que el sentek acepte la necesidad de esquivar todos los pueblos de la ruta que están recorriendo, en los que hasta ahora esperaban encontrar un buen recibimiento, provisiones y forraje.
{vii:}
Pese a que los Garras han aplastado la amenaza de Esleben, las dudas acerca del futuro de la campaña en que se ha embarcado la legión se vuelven más acuciantes a medida que la tropa avanza hacia por el este hacia Daurawah. Al fin y al cabo, se trataba de un enemigo formado por aldeanos enfermos, granjeros, molineros y comerciantes de Broken, mujeres en muchos casos, que luchaban a instancias de alguna locura, o incluso de la propia muerte, que les obligaba a bailar su corro mortal.[179] En cualquier caso, ese trabajo no era el más indicado en verdad para unas tropas sin parangón como los Garras, y todos ellos se han dado cuenta ya cuando Akillus y su avanzadilla de exploradores informan que Daurawah está cerca; el ánimo de la tropa se ha vuelto, en el mejor de los casos, sombrío. ¿Será porque, tras disfrutar durante varios días de un tiempo inusualmente caluroso y brillante, la tercera mañana de marcha parece, a juzgar por la luz tenue y por un frío húmedo que recorre la niebla, extrañamente enmudecida? Quizá. Pero también han enmudecido los sonidos de la Naturaleza y esa ausencia se vuelve aún más llamativa cuando la columna se acerca al río Meloderna, en un fenómeno antinatural que ni siquiera Visimar puede (o quiere) explicar.
A medida que aumenta lentamente la grisura de la luz y se vuelven visibles los muros de Daurawah, se hace evidente que a los hombres de Arnem se les van a negar incluso el alivio y la comodidad que esperaban recibir en el puerto: las puertas del oeste, que nadie recuerda haber visto cerradas jamás, no solo lo están ahora, sino que parecen reforzadas por dentro con barras cruzadas y selladas desde fuera. La falta de actividad ante las puertas del norte y del sur, que dan al brusco recodo del Meloderna creado al vaciarse el Zarpa de Gato en su curso, más amplio y calmo, sugiere que también esos portales están sellados. Pronto, los ruidos que empiezan a emerger tras las murallas de la ciudad portuaria explican por qué: son los sonidos de unos seres humanos cuyos cuerpos tal vez caminen aún sobre la tierra, pero sus mentes están ya cruzando el Río Grande o han completado ese viaje para llegar al mismísimo Hel[180]. Son sonidos lúgubres, como si quienes los emiten tuvieran una leve noción de lo que les ha ocurrido y de lo irreparable que resulta la pérdida.
Lo que frena el avance de los Garras del sentek Arnem en su avance constante hacia las murallas del puerto no es, por lo tanto, el miedo a que los hombres del Noveno Khotor de Broken (la legión que durante más de un siglo ha escoltado Daurawah y la frontera oriental del reino), o incluso alguna muchedumbre más numerosa todavía formada por aldeanos ordinarios, salga a borbotones por las puertas de la ciudad, tan firmemente cerradas; más bien se trata del simple temor a las visiones que puedan acompañar a los terribles sonidos que de allí emergen y cuyo volumen crece a medida que se van acercando. Es como si Daurawah —que por el lado de tierra se asienta al final de un largo camino de monte flanqueado por tierras de cultivo inexplicablemente vacías que siguen el curso de las orillas llanas de ambos ríos— se hubiera convertido en un lugar encerrado en sí mismo, un lugar que ni siquiera se percata de la aproximación de quinientos soldados, suceso que de ordinario generaría un gran clamor, ya fuera de alarma o de bienvenida. En cambio, en esta mañana sombría, el eco de los lamentos de dolor, congoja y confusión sigue sin disminuir cuando los Garras se han adentrado ya por la vía que lleva hasta la puerta principal; y, sin embargo, cuando al fin se detienen, no lo hacen porque los frene un gran incremento de los rugidos del puerto, ni porque se produzca un silencio repentino. Al revés, el viento —que desde antes del amanecer les soplaba por la espalda, desde el este— rola de manera abrupta durante unos momentos, de tal modo que ahora procede del ancho Meloderna, más allá de Daurawah, e impide el avance de cada uno de los soldados antes incluso de que estos reciban la orden de detenerse. Porque este viento trae consigo el olor de la carne humana quemada: el hedor de cientos de cadáveres, tantos que sería imposible encender dentro de la ciudad una hoguera capaz de quemarlos con rapidez sin correr el riesgo de incendiar todos los distritos de la misma…
—Tantos cadáveres… —Visimar musita a través de la capa, que sostiene sobre la nariz y la boca—. Las cosas están incluso mucho peor de lo que yo creía.
Ha acercado su yegua a la montura de Arnem y al otro lado del sentek, como siempre, se encuentra Niksar.
—¿Qué podemos hacer, sentek? —pregunta el linnet—. Las puertas de Daurawah son prácticamente inexpugnables… Y no es probable que los hombres del Noveno nos dejen acercarnos lo suficiente para intentarlo.
—Y semejante intento, con toda probabilidad, no daría fruto alguno —responde Arnem—. Porque, como tú mismo dices, se parecen mucho a las puertas de Broken: todas están protegidas con planchas de hierro a lo largo de los cerca de dos metros de altura de la madera de roble. Así que esperaremos. Parece que no se han percatado de nuestra presencia: hemos de observar qué pasará cuando lo hagan. Mientras tanto… —Arnem se vuelve hacia los hombres que tiene detrás—, Akillus, envía una partida de hombres a cada orilla del río. Mira a ver si ha pasado algo allí, o quizás en el agua…
Sin decir palabra, Akillus señala a unos cuantos linnetes de exploradores, cada uno de los cuales escoge a tres o cuatro hombres y parte con su velocidad característica hacia el Meloderna y el Zarpa de Gato, en busca de los puntos más accesibles de sus orillas empinadas. Han de montar con mucha destreza y tardan en volver más de lo que creía el sentek; los que esperan apenas intercambian unas pocas palabras mientras tanto. Solo cuando oyen la conmoción que emana de un fragmento de orilla particularmente oscuro, y al mismo tiempo una llamada a las armas desde lo alto de las murallas de Daurawah, un murmullo general recorre a los oficiales y a la tropa de los Garras. Cuando reaparecen los otros exploradores, Arnem se percata, con un pavor doloroso, de que es el propio Akillus quien ha despertado la alarma; el comandante no consigue relajarse hasta que confirma que su más fiable par de «ojos» emerge al fin entre los grandes árboles y la espesa maleza.
Como tantas otras veces, Akillus aparece sin aliento y casi cubierto por entero de fango y barro cuando se planta delante de su comandante. Niksar le ofrece agua de su propio odre y Akillus la acepta, agradecido, antes de hablar.
—La puerta del agua de la base de la escalera principal que lleva al río, así como los embarcaderos, están abandonados… Abandonados y destruidos.
—¿Destruidos? —pregunta Arnem, desconcertado—. ¿Para qué?
—Para lo mismo que pretendían los de Esleben —declara Akillus, conmovido por lo que acaba de ver—. La misma enfermedad ha provocado el mismo objetivo… Solo que la gente de Daurawah lo ha alcanzado. Tendrías que ver el Meloderna, sentek, justo debajo de la ciudad. Un lugar de muerte segura, tanto para los hombres como para sus barcos.
—Pero, a juzgar por el olor, están quemando cadáveres —responde Arnem.
—Los de sus propios muertos, sí —concede Akillus—. Pero las tripulaciones de las naves, barcazas en su mayor parte, aunque también hay otras embarcaciones fluviales, así como otras que… Bueno, sentek, parece que son de los Bane, pero están destrozadas por la podredumbre. Y me atrevería a decir que les pasó mucho antes de llegar a Daurawah. Tampoco se ve a ningún hombre solo de los Bane: también hay mujeres y niños, comerciantes y mercaderes junto con los soldados. Y venían por el Zarpa de Gato o, al menos, sus cuerpos están en esa orilla, por lo que he podido ver, además de en la del Meloderna. —Akillus está visiblemente afectado y Arnem le concede un momento para que recupere la calma—. El desastre se extiende por todas partes.
—Pero… ¿cómo? —se asombra Niksar—. Ni siquiera montando sus ballistae[181] sobre los muros podrían haber acertado tanto los del Noveno…
Akillus niega con la cabeza.
—No, Niksar. Hay marcas que señalan las partes más peligrosas del recodo del Meloderna, por debajo de los muros de la ciudad. Solo han tenido que moverlas y dejar que la Naturaleza se encargara del trabajo que normalmente habrían hecho unas trampas. Y esa peste… hasta los trozos más bajos están atiborrados de cuerpos de incursores del norte. Al parecer el Noveno había reservado las ballistae para las caravanas del sur. Al regresar he visto docenas de animales de carga muertos, entre ellos muchos camellos, todos atravesados por las flechas enormes que lanzan esas máquinas: la locura no ha degradado la habilidad del Noveno con la artillería[182], eso seguro. En cuanto a la gente que iba en esas caravanas, a algunos les habrán permitido volver a sus casas para que cuenten el destino que los esperaba, aunque la mayoría están tirados en grande pilas por el suelo.
—¿Disparados por los arqueros? —pregunta Arnem.
—Esa es la parte más curiosa —responde Akillus, con perplejidad genuina—. Algunos sí han muerto por las flechas. Pero hay muchos con heridas de arma blanca, sobre todo entre los más jóvenes. Será que el Noveno salía en grupos de asalto por los pequeños portones de las salidas del norte y del sur, probablemente por la noche.
—Es el patrón de la enfermedad —dice Visimar en voz baja—. Primero ataca a los jóvenes. Aquí llegó algo más tarde, pero sin duda llegó, y entonces el comandante de la legión debió de encerrar a toda su gente, ciudadanos y soldados por igual, dentro de la ciudad; pero la locura del Fuego Sagrado se cobró su tributo en las caravanas. Sentek, ¿no dijiste que este comandante había sido compañero tuyo?
—Así es —responde Arnem, rápido y con firmeza—. Pero una traición como la que describes no puede haber sido obra suya. Gerolf Gledgesa no era capaz de algo así. Yo le he visto arriesgar la vida un centenar de veces por el honor y la seguridad de Broken y de su gente, pese a que procedía originalmente de una tierra muy lejana que queda junto al Mar del Norte, precisamente como… —Arnem ha estado a punto de decir «tu maestro» a Visimar al calor de su indignación, pero se ha refrenado, en parte por tacto y en parte por la inescrutable expresión que se veía en el rostro del anciano—. Precisamente como algunos de los ciudadanos más valiosos de Broken.
Visimar se detiene y sopesa con cuidado sus palabras.
—A lo mejor lo han matado, sentek. En cualquier caso, hemos de entrar en contacto con quien esté ahora al mando de la Novena Legión, porque es evidente que alguien la está usando con propósitos asesinos. Desde luego, Lord Baster-kin no te avisó de que fuéramos a encontrar estas condiciones aquí, ¿verdad, sentek?
Todas las miradas se vuelven hacia Arnem, que mira al tullido con asombro. Es precisamente la clase de afirmación que, durante tres días, le ha advertido que no haga delante de los demás hombres.
—¿Cómo dices, bufón? —contesta el sentek, con una amenaza controlada que se parece un poco a la cuidadosa presentación de la espada—. ¿Te has atrevido a mezclar el nombre del Lord Mercader con esto y a poner en duda su lealtad y su honestidad? ¿O me equivoco?
—Te aseguro que, efectivamente, te equivocas —responde Visimar con seriedad. En sus expresivos ojos Arnem cree leer un mensaje: «No pretendía lo que supones. Has de tranquilizar a estos hombres diciéndoles que esto es una aberración local, que sus hogares están a salvo»—. Era una pregunta sincera —continúa el tullido—. Si Lord Baster-kin no dijo nada de esto es que no lo sabe, lo cual significa que quienquiera que comande el Noveno, como los ancianos de Esleben, no ha enviado ningún aviso de sus violentas intenciones al Consejo de Mercaderes, ni al Gran Layzin…
Arnem mira de nuevo a sus hombres y ve que, en su confusión, desean y casi exigen que Visimar esté en lo cierto.
—Perdona mi temperamento abrupto, Anselm —dice el sentek, en un esfuerzo por mostrarse contrito—. Tienes razón, Lord Baster-kin ni siquiera insinuó este problema. Y por eso podemos tranquilizarnos pensando que el asunto se circunscribe a los extremos orientales de Broken.
Mas al fin han llegado: ya están tocando los muros de Daurawah. Taankret es el primero en apreciar un movimiento cerca de la puerta oeste y señala hacia ese punto con su espada.
—Sentek Arnem —exclama—, ¡un centinela en lo alto del muro!
Arnem encara a Ox hacia el puerto y alza la voz.
—¡Abrid el paso! ¡Abrid el paso! Allí. Parece que hace señas.
Efectivamente, el soldado que ha aparecido —sin yelmo ni lanza— parece desesperado por establecer contacto con los hombres de abajo a juzgar por el frenesí de sus aspavientos y por cómo abre y cierra la boca, dando la impresión de gritar, aunque no hay voz que acompañe el gesto.
—¡Hola! —brama Taankret—. En la torre del sudoeste… ¡Otro hombre!
Arnem ceja en su intento de adivinar qué quiere decir el primer soldado cuando se vuelve y ve que el segundo agita una especie de bandera manchada de sangre que parece haber sido, en su origen, una sábana blanca de seda;[183] y sin embargo, nada en su comportamiento sugiere una actitud de rendición. De hecho, los dos soldados parecen tener poco en común, sospecha que se confirma cuando el primero desaparece en cuanto ve al segundo. Tras plantar la bandera en algún soporte dentro de su almena, el segundo soldado desenvaina su espada corta, persigue a toda prisa al primero, lo atrapa y le hunde el arma en el costado. Luego lanza al desgraciado gritón por encima de las almenas; los gritos agudos de pánico y dolor del soldado malherido se alargan durante la totalidad de los casi diez metros de caída y solo los acalla el golpetazo contra la tierra pelada.
Todos los Garras se quedan atónitos, pero Arnem se fuerza a hablar, sabedor de que la confusión y el pánico se han convertido de repente en sus mayores enemigos.
—¡Niksar! ¡Anselm! —Se ve obligado a agitar el brazo del anciano para provocar que recuerde su nombre falso—. ¡Viejo tullido! —exclama, y consigue al fin llamar la atención de Visimar—. Tú también, Akillus… Ven conmigo. ¡Taankret! Quédate aquí y empieza a formar los quadrates. Solo el dios dorado sabe por qué nuestros hombres se están matando entre sí además de liquidar a los mercaderes, pero no añadirán a ningún miembro de los Garras a esa lista. —Sin embargo, los ojos de Taankret, de ordinario calmos y agudos, permanecen fijos en Daurawah con expresión de horror—. ¡Linnet! —repite Arnem, y el fiable oficial de infantería se vuelve al fin—. Mantén ocupados a los hombres, ¿eh?
Taankret saluda con un gesto rápido.
—¡Sí, sentek!
A continuación desaparece para entregar las órdenes a los comandantes de los demás quadrates, mientras Arnem y los tres jinetes que lo acompañan arrancan hacia el soldado que yace cerca de la puerta oeste de Daurawah, presumiblemente muerto. Cuando llevan recorrida apenas la mitad de la distancia que los separa, sin embargo, ven que el cuerpo sigue retorciéndose y se detienen, decisión que enseguida se revela como un error. Con un rugido, algo se les acerca desde los cielos y un crujido atronador levanta una masa de tierra y polvo delante de sus caballos, que se encabritan y sueltan un extraño chillido de miedo mientras los oficiales y su acompañante alcanzan a distinguir el astil de una flecha enorme: casi dos metros y medio de largo, por treinta centímetros de diámetro, con una punta de hierro que se ha hundido en el suelo. Es una de las armas más letales que lanzan las ballistae.
Arnem alza la mirada hacia las almenas, iracundo y perplejo, y ve que los operadores de la máquina de guerra están muy ajetreados en tirar piedras del tamaño de un cochinillo al hombre que acaba de sufrir el ataque de su supuesto compañero, lanzado luego desde lo alto del muro y ahora con sus ya de por sí escasas posibilidades de continuar con vida aplastadas, literalmente, por unos hombres en quienes en condiciones normales hubiera tenido muchas razones para confiar.
—Has llegado muy lejos, sentek —llama el soldado de la bandera blanca, mientras se suma a los que manejan la ballista—. No malinterpretes nuestras intenciones por el color de esta bandera. Es lo único que he podido conseguir y se me ha ocurrido que la sangre que la cubre al menos te haría detenerte, aunque no provocara una retirada total. Como no ha ocurrido ninguna de las dos cosas, nos hemos visto obligados a disparar. Entiendo que, efectivamente, eres el sentek Arnem, ¿no?
—Lo soy —responde Arnem, que no quiere mostrar toda la rabia que siente por la impertinencia del pallin, una insolencia que, probablemente, no se deberá tanto a la falta de respeto como a la locura—. No voy a preguntar tu nombre, aunque sí me gustaría saber por qué un soldado de Broken ha perdido por completo el respeto al rango, viendo que aún es capaz de reconocerlo.
—Ah, no te confundas —dice el hombre—. Siento por ti el mayor de los respetos, sentek. Como el que sentía por ese hombre. Pero nos ha costado muchísimo determinar quiénes han caído en manos de los demonios extranjeros que están robando las almas de Broken. Ese tipo, por ejemplo… Éramos viejos camaradas y antes de eso incluso viejos amigos. Últimamente, sin embargo, era víctima de la enfermedad que las fuerzas profanas están esparciendo por toda esta área. Por lo que respecta a ti y a tus hombres, era imposible saberlo con certeza. Si algunos de nuestra legión han caído en sus manos, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con los tuyos?
—¿En las manos de qué, pallin? —pregunta Niksar.
—Es una enfermedad devastadora, y sin embargo peculiar —contesta el pallin de la muralla, como si hablara de un ejercicio rutinario—. Al principio es muy dolorosa: es como si te sacaran la sangre del cuerpo y te la cambiaran por algún metal fundido.[184] El dolor es horroroso y quien lo sufre se vuelve esclavo de quienes puedan aliviarlo. Que, por lo que hemos visto, son los agentes de reinos extranjeros, los mercaderes endemoniados. Los afectados intentan continuamente abrir las puertas y permitir la entrada de esos enemigos. Han recurrido incluso a la ayuda de los Bane.
Abajo, en el camino, todo es silencio. Al fin, Akillus murmura:
—Este hombre es un lunático. Clara y completamente, un lunático.
—¿Sentek Arnem? —brama el hombre de la muralla—. Nuestro comandante, un antiguo camarada tuyo, creo, el sentek Gledgesa, ha aceptado salir de la ciudad para hablar contigo. Pero te lo advierto…
—¿Advertir? —Niksar se pone furioso—. ¿Advertir al comandante de los Garras? ¡Voy a hacer que le arranquen la lengua a este hombre!
Sin embargo, Arnem se limita a contestar:
—¿Qué es lo que nos adviertes?
—Mis camaradas tienen, como habéis visto, una puntería particularmente buena con su arma. Te recomendaría que hables (tú y tu ayudante, por supuesto) a solas con nuestro sentek. Y también que ordenes a tus hombres no intentar ningún truco.
Arnem sabe cuál ha de ser su respuesta:
—Muy bien, entonces.
—Una última cosa —grita el soldado—. El sentek Gledgesa ha perdido la vista, pero al parecer nuestros sanadores consiguieron detener ahí la degeneración. Su propia hija lo acompañará y lo mismo se aplica para ella. La chica ha perdido la voz, pero nuestros sanadores la han mantenido con vida.
—¿Una hija? —murmura suavemente Arnem—. ¿Gerolf tiene una hija…? —Luego grita—. Di a tu comandante que tanto él como todos sus seres queridos están a salvo conmigo. Creo que lo entenderá. Me reuniré con él a medio camino entre aquí y la puerta.
—Eres tan sabio como afirma tu reputación, sentek Arnem —contesta el soldado, al tiempo que le dedica un saludo casual.
En ese momento, suena el retumbo de los gruesos cerrojos de hierro y las barras protectoras al descorrerse y los hombres de Arnem descubren una puerta más pequeña, del tamaño justo para que quepa un hombre a caballo, que se abre dentro de la estructura mayor.
Antes de avanzar, Arnem se vuelve hacia Niksar.
—Si por alguna razón no regreso, Reyne, necesitaré que lleves a los hombres de vuelta a Broken.
—Pero… —protesta Niksar con voz entrecortada—, nos ha dicho que has de ir con…
—En vez de eso me llevaré al anciano. Si Gledgesa está en una situación tan desesperada como la que nos ha descrito, él será más útil…
Arnem no revela su verdadera razón para llevarse a Visimar al encuentro con Gerolf Gledgesa, aunque sospecha que el anciano la puede adivinar: porque la verdad es que los dos oficiales, Arnem y Gledgesa, compartieron la tarea de escoltar a los sacerdotes kafránicos durante sus rituales de mutilación, hace ya tantos años; y ambos estuvieron presentes el día en que a Visimar le cortaron las piernas y luego lo abandonaron al borde del Bosque de Davon para que muriese solo…
{viii:}
Mientras Arnem y Visimar avanzan por el camino hacia las murallas de Daurawah y las figuras de Gerolf Gledgesa y su hija —montados, respectivamente, en un caballo y un poni— aparecen por la puerta pequeña inserta en el gran portón del lado oeste, Visimar guarda silencio y lentamente va tirando de las riendas para impedir, en contra de la voluntad del animal, que su yegua siga el ritmo de Ox, hasta quedar más o menos un par de metros por detrás del sentek. El tullido sabe lo que debe de estar pasando por la mente del comandante, pues ningún hombre íntegro puede presenciar el deterioro y la muerte de un amigo, en particular de un amigo a cuyo lado se ha enfrentado uno a la muerte en una veintena de ocasiones, sin un profundo sentido de desgraciada tristeza y de la propia mortalidad. Por eso Visimar no agobia al sentek con ninguna presión ni con detalles prácticos en este momento. Ya lo presionará el tiempo, y bien pronto; de hecho, ya lo está presionando, aunque no tanto como para abreviar o contaminar el último encuentro entre dos hombres buenos.
Los dos pares de monturas se detienen al fin cuando todavía los separan unos tres metros. La chica joven que acompaña a Gledgesa sería otrora una niña linda y delicada, supone Arnem, pero ahora lleva vendas y pañuelos alrededor del cuello y desde la coronilla hasta la mandíbula inferior, bajo la cual hay aún más vendas blancas y limpias, envueltas con firmeza para dejar a la vista tan solo la parte alta del rostro, en particular sus ojos claros y adorables. Ella alarga un brazo para tomar las riendas del semental gigantesco y oscuro de su padre y hacerlo parar con el toque más ligero posible; en cuanto se detiene el caballo, su jinete exhibe una sonrisa por debajo de sus ojos cubiertos con un suave vendaje de seda. A Arnem se le hunde aún más el corazón al ver en qué se ha convertido su viejo amigo: las mismas señales de deterioro que él y sus tropas han visto tan a menudo durante su actual marcha hacia el este cubren ahora el cuerpo de Gledgesa, antaño tan altivo y poderoso, por debajo de su armadura de cuero, decorada con elegancia.
Guerrero formidable, nacido de esa extraña raza de seksent que combina la belleza de rasgos con un cuerpo igualmente bien formado y enormemente potente, Gledgesa era en su origen un mercenario que llegó a Broken de las tierras del nordeste de los Estrechos de Seksent porque tenía la altura suficiente para pasar por respetable admirador de Kafra. Esta mañana hace ya veinte años que lo conoció Arnem, cuando los dos jóvenes fueron escogidos, como premio a su valentía, para pasar del ejército regular a los Garras. Sin embargo, aunque ascendieron juntos —Gledgesa, un intrépido guerrero de ojos fogosos que siempre se regocijaba en ser el primero en enfrentarse a la primera línea del enemigo, mientras que Arnem, aunque no menos feroz, era un soldado con la cabeza más equilibrada, capaz de comprender todo el espectro de amenazas a que se enfrentaban sus hombres—, siempre había quedado claro por la complementariedad de sus temperamentos que, si bien ambos recibían constantes invitaciones a la gloria, Gerolf Gledgesa había acudido a Broken en busca de dinero, no de laureles; al fin y al cabo, un reino cuyo dios se deleitaba amasando riquezas parecía idealmente apropiado para un mercenario. Gledgesa, como muchos aspirantes parecidos, había descubierto en última instancia que los rumores sobre la infinita riqueza de Broken no eran exactos; o, mejor dicho, que solo lo eran cuando el aspirante estaba dispuesto a someterse a los dogmas de la fe de Kafra y de su estado. Y así, Gledgesa había escogido abandonar los Garras y aceptar el mando de la exclusiva Novena Legión, compuesta en su totalidad por tropas freilic de movimiento rápido, caballería ligera en su mayor parte y encargada de estar disponible a lo largo de toda la frontera oriental del reino, donde resulta que abundaban las posibilidades de obtener botines, ya fuera en dinero o en bienes confiscados.
Durante el tiempo en que comandó la Novena, Gledgesa se fue alejando paulatinamente de un Arnem que ascendía a toda prisa y cada uno de los dos se explicó a sí mismo esa deriva en función de sus nuevas obligaciones y de la distancia física que los separaba; pero había otra causa de distanciamiento, más cierta todavía, que se remontaba a los principios de su camaradería, antes de la guerra torgania, y que implicaba una tarea común con la que, a medida que iba pasando el tiempo, ambos encontraban problemas para reconciliarse: escoltar a los sacerdotes kafránicos en los rituales de mutilación y destierro que se celebraban a orillas del Zarpa de Gato. En particular, fue la obligación de contemplar los ritos diabólicamente sangrientos impuestos a Caliphestros y Visimar lo que terminó provocando no solo su renuncia al muy envidiado puesto de guardianes de los sacerdotes, sino también el inicio de su distanciamiento.
Ninguno de los dos había sabido decir con precisión por qué sus mutuas protestas y objeciones debían separarlos. Había tenido que ocuparse la sabia Isadora, más adelante, de explicar a su marido en qué medida la culpa compartida devora a menudo las amistades de manera tan implacable que la gloria del triunfo apenas puede contribuir a conservar el vínculo. Así, al pasar el tiempo, la compañía del hombre con quien se ha alcanzado una gloria honrosa siempre será bienvenida, mientras que la mera visión de un camarada con quien se ha compartido un papel en cualquier acción malsana, por involuntaria que fuese, puede revivir la sensación de culpa con una fuerza igual de vívida y poderosa.
Y por esa razón estos dos hombres —de cuyo último encuentro hace tanto que Gledgesa ha tenido tiempo de engendrar y criar a una niña que tendrá ya, según calcula Arnem, ocho o nueve años— se enfrentan ahora en la llanura que se extiende al este de Daurawah sin que ninguno de los dos termine de saber, pese a todos los años de camaradería, qué debe esperar del otro.
De un modo característico en él, Gledgesa exhibe una sonrisa amplia, o tan amplia como permiten sus rasgos distorsionados.
—Perdona que no te salude, Sixt, viejo amigo, y también que no te invite a entrar en Daurawah. Pero mis huesos son como de tiza y podría partírmelos en el saludo; y tú no debes intentar entrar en el puerto. De momento, no. No he dejado que entrara ni saliera ninguna tropa desde que se hizo evidente que el Zarpa de Gato está envenenado.
Arnem se vuelve para encararse a Visimar, quien, por su parte, se ocupa de mirar fijamente a Gledgesa para transmitir así al sentek que, efectivamente, recuerda la presencia de este soldado, ahora destrozado, en su Denep-stahla.
—¿Habéis venido por el río? —pregunta Gledgesa—. ¿Y habéis visto los cadáveres?
—No, Gerolf. Nos hemos mantenido en el camino principal para conseguir forraje en Esleben y sus alrededores.
—¡Esleben! —Gledgesa intenta soltar una risa, que se disuelve en una tos horrenda; una tos reminiscente de los últimos momentos de Donner Niksar, a quien está a punto de mencionar—: Supongo que os enterasteis de la verdad acerca de esos aldeanos ignorantes y traicioneros por boca del hermano de Niksar, como yo esperaba.
Vuelve a toser y su hija intenta apoyarle una mano consoladora en el hombro, aunque apenas llega al antebrazo. Al mismo tiempo, empieza a entonar un canto llano[185] muy agradable y tranquilizador para su padre. Gledgesa le aprieta la mano con suavidad y luego la retira, aunque tanto el contacto como la canción han tenido un efecto inmediato en su comportamiento.
—No pasa nada, Weda[186]. Estaré bien, igual que tú. —La chica sigue con su canto llano—. Pero he de presentarte a mi más viejo amigo, el sentek… No, el yantek Sixt Arnem, comandante del Ejército de Broken, si he de dar crédito a los heraldos de la gran ciudad.
Arnem baja la mirada hacia el rostro de la niña, envuelto en prietas vendas, o mejor dicho hacia su única parte visible, la mitad superior; a juzgar por el cabello dorado y los vivaces ojos azules, que sin duda ha heredado de su padre, es una cría adorable e inspira una compasión inmediata por el sufrimiento que sobrelleva en silencio. Como sabe que ella no puede hablar, Arnem la saluda:
—Hola, Weda. —Y luego se apresura a añadir—: No intentes contestar. Sé que estás demasiado enferma. Tengo una hija de tu misma edad… Ha de ser duro guardar silencio, por muy enferma que estés.
—¿Te han dicho que está enferma? —pregunta Gledgesa.
Mueve su cabeza ciega de lado a lado, como si quisiera encontrar una escapatoria lateral para superar el vendaje de seda que le tapa los ojos podridos.
—Sí —responde cuidadosamente Arnem—. Me lo han contado esos extraordinarios centinelas que tienes en la muralla. —No puede evitar una risotada—. Siempre has tenido mucho talento con las ballistae y las catapultas, Gerolf. Y es evidente que has compartido tus secretos.
Como el intento de reír le ha llevado una flema a la boca, Gledgesa la escupe; Visimar se fija en su color, tan teñido de rubí que casi parece negro.
—Esos maníacos… —murmura, disgustado—. Bastantes enemigos hemos tenido ya sin necesidad de que ellos nos creen otros.
—¿Bastantes enemigos? —repite Arnem—. ¿Los nórdicos?
—Los nórdicos en sí mismos eran manejables —responde Gledgesa, con una voz cada vez más débil—. Ya hace tiempo que aprendimos cómo tratar con ellos, o cómo castigarlos, igual que a los del este. Pero los ejércitos que llegaban detrás de las caravanas del sur, tanto los bizantinos como los mahometanos… Han pasado años intentando destruirnos y hasta puede que hayan dado con la manera. Y esta especie nueva de piratas fluviales les enseña el camino. No sé quién está pagando a quién, ni por qué, pero si esto sigue así acabarán por cortarle el cuello al reino.
—Gerolf… ¿estás hablando del envenenamiento del río? —pregunta Arnem.
—Ya sé, Sixt, que te parecerá inconcebible —explica Gledgesa—, pero llevo semanas escribiendo al consejo; hasta les he enviado cadáveres para aportar pruebas. Y no solo cadáveres de los Bane. También el primero que cayó de los míos. Hasta he mandado informes a Baster-kin en persona. Y nadie ha hecho nada. ¿Y ahora, de repente, recibimos un mensaje de que toda esta devastación, en realidad, es obra de los Bane? ¿Y de que tú diriges la campaña para acabar con ellos?
—Pones en duda las dos cosas, Gerolf —contesta Arnem—. Y sin embargo, en ambos casos te pregunto: ¿quién, si no?
—Cualquier otro, Arnem —responde Gledgesa desesperado, con la voz tomada—. ¿Los Bane? ¿Una desvastación de este tamaño? Hay demasiadas contradicciones. Muchos de mis hombres, y de su gente, están muriendo pese a que no beben agua del río. Como cualquier otra guarnición, tenemos nuestro propio pozo. Supongamos que es cierto que los Bane han corrompido el Zarpa de Gato. ¿Cómo se las arreglaron para saquear también esa reserva? Y que intentes aplastarlos tú con los Garras… ¿Qué sabes tú de la guerra en el bosque, Sixt? ¿O cualquiera de nosotros? ¿Y qué ocurrirá mientras tú jugueteas con los desterrados? Y conseguirán entrar: están planificando el fin de Broken, Sixt, lo que yo te diga. Pero con la misma claridad se entiende que reciben ayuda desde dentro del reino. No estoy seguro de quién es, si el Consejo, Baster-kin, el Layzin o hasta el Dios-Rey, ni por qué, ni si esos socios internos se percatan siquiera del verdadero peligro que implica lo que están a punto…
De repente, la apasionada invocación de Gerolf Gledgesa le provoca un ataque de tos. El arranque se vuelve tan severo que se desploma hacia el costado del cuello de su semental y luego llega a deslizarse de la silla. Cae al suelo de golpe sobre el hombro y suelta un grito de dolor incontrolable. El terror se asoma al rostro de su hija, que desmonta deprisa, deslizándose por el costado del poni, lo cual provoca que se le aflojen las vendas por debajo de la barbilla. Al concentrar la atención desesperadamente en su padre, no se da cuenta de que se le están cayendo las vendas…
Y cuando al fin caen, toda la mandíbula inferior empieza a caer también con ellas. La podredumbre de su cuerpo ha destruido las articulaciones, así como una buena parte de la piel de la parte inferior del rostro; sin embargo, pese a todo ese horror, no es eso lo que más llama la atención. No, más asombroso todavía es el hecho de que ella no parezca darse ni cuenta de lo que está ocurriendo.
Arnem, que se ha apresurado a acudir junto a Gledgesa, alza la mirada hacia la hija de su amigo; pero Visimar cojea deprisa hacia ella y con mano diestra recoloca la mandíbula y ata con más fuerza las vendas. La propia Weda apenas parece avergonzada por el suceso y gesticula y emite unos gemidos quejumbrosos para instar a Visimar a ayudar a su padre. El tullido, en apariencia tan poco preocupado por la hija como lo está ella misma, le hace caso.
—¿Qué haces, viejo loco? —casi grita Arnem—. Gerolf solo se ha caído, pero la cara de la niña…
—No solo se ha caído, sentek —responde con calma Visimar, que nunca permite que se le nuble el pensamiento—. Se le han empezado a colapsar las costillas y si no lo llevamos a toda prisa a algún lugar donde pueda descansar morirá en muy poco tiempo.
Arnem mira a su viejo camarada, que apenas se mantiene consciente: respirar le cuesta tanto esfuerzo que parece como si algo lo estrangulara por dentro. Sin embargo, pese a esa obvia realidad, el instinto paternal de Arnem le impide hacer caso omiso de Weda y se acerca ella, obligando a Visimar a agarrarle por el brazo.
—¡Espera, Sixt Arnem, espera! —susurra el viejo—. ¡Mírala! ¡Mírala! ¡No le duele![187]
El sentek mira a los ojos plácidos de la niña y comprueba que el tullido tiene razón.
—No le duele… —murmura, aturdido y triste—. Pero entonces…
—Eso es —responde Visimar—. Las heridas de fuego han llegado a la última fase. —El viejo acerca la boca al oído de Arnem y susurra en tono urgente—. Los dos morirán antes de que caiga la noche… Y nos tenemos que ir, sentek. Mira a los soldados de ahí arriba. Creen que hemos atacado a su comandante, aunque me temo que es poco más que su prisionero, y están preparando de nuevo esa máquina y hasta suben otra…
La reacción de Arnem es predecible.
—¡No, Visimar! ¡No permitiré que una pandilla de renegados enloquecidos condene a uno de nuestros mejores soldados! —El sentek se lleva una mano a la boca, a modo de pantalla—. ¡Niksar! ¡Akillus! ¡Un fauste de caballería, rápido!
Los dos jóvenes oficiales estaban esperando esa orden: han reunido a un grupo de jinetes de aspecto rudo que se presentan como un trueno en la llanura que se extiende ante la ciudad. Gledgesa agarra al sentek por un hombro.
—¡Visimar! —rebulle, ahogándose en su sangre cada vez que respira o pronuncia una palabra—. ¿He oído ese nombre, Arnem? ¿O es que ya me he vuelto loco del todo?
—De eso nada, viejo amigo —contesta Arnem con amabilidad. Luego alza la mirada al oír los crujidos atronadores de la puerta oeste de Daurawah, que están abriendo desde dentro después de tanto tiempo cerrada—. Parece que tus hombres pretenden rescatarte, Gerolf —dice Arnem, al tiempo que suelta una risilla con la confianza de que resulte tranquilizadora, un recuerdo de sus viejas campañas, cuando era común echarse a reír en medio de un gran peligro—. Así que debo darme prisa. Encontré a Visimar o, mejor dicho, me encontró él a mí. Estaba vivo y en Broken… Y lo traje conmigo a esta campaña pensando, entre otras cosas, en ti.
—Visimar… Si fuera posible… Diría tantas cosas…
—Es posible, sentek Gledgesa —responde Visimar, arrodillándose como puede junto al moribundo—. Y ya has dicho cuanto necesitabas decir, igual que el sentek Arnem. Os perdono por el papel que interpretasteis en mi tortura y me alegro de que corrieseis tantos riesgos para oponeros a las mutilaciones.
—¿Y aceptas mis… disculpas? —se obliga a preguntar Gledgesa—. ¿Por muy inapropiadas que resulten?
—Sí. Y ahora, tanto tú como tu hija tenéis que descansar, sentek, y prepararos. Debes transmitirle coraje cuando crucéis el río…
—Entonces, ¿tal vez puedas ayudarnos a embarcar para ese viaje? —pregunta el ciego.
—No temas, Gerolf Gledgesa, ni por ti ni por tu hija. Superaréis el Arco de Todos los Colores que cubre las Aguas de la Vida y Geldzhen el Guardián os llevará al Salón de los Héroes. Hel no usará el crimen cometido contra mí en presencia tuya y del sentek Arnem, cuando erais meros sirvientes de los sacerdotes de Kafra, como justificación para arrastraros a su reino terrible. Yo te libero, en presencia de tus dioses y los míos, de esa carga.
—¿Río? —Arnem está aturdido—. Pero, Gerolf… tú mismo has dicho que los ríos están…
—Hablamos de un río distinto, Sixt —responde Gledgesa, con una suavidad impropia de él—. Totalmente distinto. Visimar lo conoce. Y te doy las gracias, anciano. Sixt, pon la mano de mi hija en la mía y ayúdame a levantarme. Y luego vete, viejo amigo.
—¡Maldita sea, Gerolf! Tal vez Visimar pueda hacer alto todavía. Yo he visto sus habilidades como sanador…
—No hay nada, Sixt. Quiero decir, ninguna ayuda de esa clase… —Arnem ayuda a Gledgesa a levantarse y Visimar guía a la niña a su lado, asegurándose una vez más de que el vendaje esté firme mientras Arnem les junta las manos—. Confío en que esos caballos que oigo sean los tuyos —sigue hablando—. Nosotros nos comimos casi todos los nuestros hace tiempo. Bueno, dejadme volver sin tener que cargar con vuestras vidas en mi conciencia. —El ciego gesticula en el aire sin esperar que Visimar lo toque, urgiendo al tullido a que se vaya también—. Y gracias de nuevo, viejo, por aliviar la carga de nuestra participación en tu tortura de unos hombros que han soportado su gran peso durante mucho tiempo.
A continuación todo ocurre tan deprisa que Arnem, devastado por el dolor, no alcanza a comprenderlo del todo. Incapaz de quedarse mirando a Gerolf Gledgesa mientras este intenta montar en su caballo, Arnem echa una mano al camarada, al tiempo que Visimar hace lo mismo con la casi etérea Weda. Padre e hija empiezan a cabalgar hacia lo que será su fin en Daurawah y el comandante de la ciudad alza la voz como buenamente puede hacia sus tropas para ordenar que se detengan. Akillus y Niksar llegan con sus decididos jinetes para escoltar al sentek, que monta en Ox, y ayudar a Visimar a instalarse sobre su yegua. Luego empieza la marcha de regreso; el rostro de Arnem es una máscara no ya de terrible dolor, sino de auténtica contrición.
—Estoy tan avergonzado como no recuerdo haberlo estado jamás, Visimar —dice—. Entiendo que tu juicio era correcto.
—En este momento lo era, sentek, aunque tu vergüenza es comprensible —responde Visimar—. Pero ahora debes fortalecerte, domar esa vergüenza para que te sea útil en otros empeños. Porque cuando entiendas de verdad las injusticias que se esconden tras estas feas circunstancias, entonces, sentek, encontrarás las respuestas y la justicia verdadera. —Se detiene, aparentemente asombrado por la magnitud de la tarea que él mismo acaba de describir—. Tan solo espero —murmura para concluir— sobrevivir para verlo.