IV:

El espectro de la salvación

Lo que está entrando en la cueva es el animal más temido de todo el Bosque, una pantera de Davon; no una pantera cualquiera, sino la que, desde hace muchos años, es legendaria en todo Broken, y no solo por la inusual avidez que le provoca la sangre de ciertos hombres, sino también por la extraordinaria belleza de su piel; esa piel, que en el mejor de los casos suele ser de un dorado similar al trigo maduro, luce en este caso un blanco casi fantasmal, mientras que el espacio que debería estar ocupado por rayas y manchas más oscuras contiene apenas unos levísimos trazos[149] de un tono que casi copia las bellas pero misteriosas joyas que el anciano disfrutaba creando para la hija del Dios-Rey Izairn: una mezcla de oro puro, plata y níquel, todos disponibles en las montañas de las fronteras de Broken. Hembra madura, llena de cicatrices que demuestran su edad y su experiencia, la pantera no tiene miedo, como se hace evidente por la velocidad de sus pasos y por la nula preocupación que demuestra ante el olor de la carne y los restos de los humanos, un aroma que sin duda ha detectado mucho antes de llegar a la cueva. De todos modos, sus zarpas enormes (pues tiene al menos diez años y pesará más de doscientos cincuenta kilos, con una medida de casi tres metros de longitud y la mitad de altura si se toma esta última medida en el punto más bajo de su larga y curvada espina dorsal)[150] suenan demasiado descuidadas para andar de cacería: camina majestuosamente almohadillada por el suelo del bosque, delante de la entrada de la cueva, sin volver su grande y noble cabeza en ningún momento para reparar en el extraordinario huerto del anciano, o en su forja, o en ningún otro detalle de la milagrosa residencia. Sus grandes orejas, rematadas por mechones inusualmente puntiagudos, parecen apuntar hacia delante con toda determinación; sin embargo, pese a que el animal jadea con la lengua fuera, no hay sed de sangre en el brillo extraordinario del verde claro de sus ojos, un reflejo del tono de las hojas nuevas de los pimpollos que rodean la cueva.

El anciano contiene el aliento y sus ojos se llenan de lágrimas: mas no son las de un hombre que se despide del mundo, sino las de aquel que encuentra la salvación cuando ya estaba convencido que no la había.

—¡Stasi! —consigue pronunciar, entre estertores y sollozos—. Pero si estabas…

Pero la verdad es que ella no estaba tan lejos. Y ahora que está cerca, la pantera blanca no presta atención a la voz del anciano; al contrario, entra en la cueva con la misma prisa que la ha llevado hasta allí y, plantada con su cabeza encima del cuerpo postrado, mira alrededor y se fija en la mesa desordenada y en las piezas diseminadas de su aparato de caminar como si entendiera lo que significan. Y, ciertamente, cuando baja los ojos para posarlos en él cabría interpretar su mirada —por parte de quien, igual que el anciano, tuviera el talento de interpretarla— como una personificación de la inquietud y la admonición.

—Ya lo sé, Stasi, ya lo sé —gruñe contrito el anciano, estremecido aún por las oleadas de dolor—. Pero ahora…

No necesita terminar la frase. Con un amor compasivo, la pantera baja la cabeza para frotar su nariz y todo el hocico contra la nariz y la cara[151] del anciano y luego apoya el cuello en sus brazos y extiende las patas delanteras para que también los hombros y el pecho desciendan. Eso permite al anciano alzar los brazos y rodear con ellos su cuello elegante, y al mismo tiempo dotado de una enorme potencia, y luego ella se vuelve, con la misma facilidad y agilidad, de tal modo que él puede, casi sin esfuerzo pese a la tirantez de las cicatrices, montarse encima de sus hombros con un muslo a cada lado de las costillas. Entonces la pantera levanta los cincuenta kilos de carne mortal que más o menos pesa el anciano desde la intervención de los sacerdotes de Kafra tanto tiempo atrás, con el mismo esfuerzo que le costaría levantarse sin nada a cuestas; y, aunque sus movimientos puedan causar al anciano dolores adicionales, el alivio que este siente los convierte en un asunto menor.

Adelanta una mano y la baja desde lo alto de su impresionante cabeza hasta el hocico húmedo, rojo como el ladrillo, el único punto de color denso de todo el cuerpo: aparte, claro está, de las líneas negras que enmarcan unos ojos de extraordinario tinte y profundizan su efecto de tal manera que podrían haber sido aplicadas con pintura cosmética por las mujeres de la patria del anciano, en el mar del nordeste[152]. Entonces la pantera, en un gesto de consuelo, mueve la cara para dar la bienvenida a su mano y permitir que la rasque suavemente con las uñas, primero en la larga cresta de la nariz y luego por la frente que se extiende sobre esos ojos tan extrañamente exóticos, para terminar en la coronilla de su cabeza altiva. Mientras ruedan en silencio por su cara unas lágrimas que ya no son de angustia, sino de la más profunda alegría y de alivio, el anciano acerca la boca a una de sus gigantescas orejas.

—El arroyo, Stasi —murmura.

Mas no era necesario; desde que ha entrado en la cueva, ella sabía ya que ese sería su destino. Cuando se da media vuelta para partir, convierte de inmediato el paso rápido que la ha traído aquí en un andar rítmico que para el hombre, como ella sabe bien, tiene un efecto calmante; los hombros se mecen, la espina se ondula apenas perceptiblemente y el pecho sube y baja por los jadeos. Y sobre todo, emite sin parar un ronroneo gutural que, según decidió hace tiempo, sume al anciano en un trance consolador, sobre todo cuando cabalga afligido sobre su espalda y puede apoyar un oído en el cogote de la fiera y escuchar su vibración constante.

De este modo el gran brujo Caliphestros regresa una vez más del límite de la desesperación y la muerte, traído por la legendaria pantera blanca del Bosque de Davon. Se trata de los dos seres más infames de su generación para la gente de Broken y con ellos se construye algo más que las meras admoniciones de los padres a los niños traviesos, o las pesadillas de esos mismos niños; su existencia, o sobre todo su coexistencia, despierta el miedo de la camarilla sagrada y real del propio reino de Kafra. Y sin embargo resultaría difícil encontrar en todo el reino del dios dorado o, ciertamente, en cualquier otro lugar de la Tierra, más ternura y compasión que la que se da entre estas dos criaturas tan distintas en apariencia —y sin embargo, nada diferentes en sus corazones—, ambas enemigas del reino de los Altos…

La caza implacable de la pantera por parte de los hombres de Broken se había iniciado antes incluso de que ella viera cómo aquel hombre sufría un mal inexplicable por parte de los de su propia especie y lo rescatara. La caza de la pantera en general se había usado, desde hacía generaciones, como rito de paso definitivo a la edad adulta para los hijos mayores de las familias de Broken que poseían la riqueza y la posición suficientes (por no hablar de la disponibilidad de más descendientes varones) para permitirse el tiempo, los caballos y los criados necesarios para dedicarse a un deporte de sangre tan perverso, peligroso e insensato como ese. Y como tanto los cazadores de Broken como los Bane creían que la pureza excepcional y la uniformidad del color de las panteras implicaban grandes poderes místicos (pese a las enseñanzas de los sacerdotes kafránicos, para los que eso era una rémora maligna de las creencias paganas), a esta hembra, única por su halo, se le atribuyó desde el principio un gran valor. Y cuando quedó claro que no era probable que algún ser humano mostrara el valor y la inteligencia suficientes para seguir su rastro y matarla, atribuyeron un valor solo ligeramente menor a las cabezas y los pellejos de los cuatro cachorros dorados que pronto crió.

Nunca consiguieron rastrear a la familia; la verdad nunca dicha por quienes sobrevivieron al encuentro aquel día terrible fue que una partida de caza de Broken, dirigida por el mismísimo hijo del Lord Mercader de entonces, se había tropezado con los cachorros, que jugaban ante la mirada atenta de su madre en un valle abierto, demasiado cerca del Zarpa de Gato. Los cazadores se vieron en­seguida enfrentados a una lucha mucho más desesperada de lo que habrían esperado de una pantera de hembra y sus cuatro criaturas: la blanca madre había logrado matar a varios humanos antes de que una lanza hendiera su muslo y rebotara en el hueso. Así frenada, se había visto limitada a mirar y apartarse de un salto a la desesperada mientras mataban a tres de sus cachorros, uno tras otro. Se habían llevado el cuerpo del mayor a la ciudad de la cumbre de la montaña, junto con la única hija que había sobrevivido, dolorosamente obligada a entrar, aterrada, en una jaula de hierro; luego, todos los intrusos y sus cautivos desaparecieron en dirección a aquella montaña cuyas murallas y luces contempla tan a menudo la pantera blanca, por las noches, en un intento aparente de comprender qué significan esos movimientos distantes y relucientes.

Desde aquella funesta batalla, son pocos los cazadores que han avistado a la pantera blanca; y ella se ha asegurado de que fueran menos todavía los intrépidos perseguidores que regresaban a la montaña de las luces, y de que ninguno de ellos pudiera seguir su rastro hasta su madriguera en la cueva elevada. Así ha mantenido en secreto la ubicación del santuario al que llevó al anciano herido y en el que lo ha ayudado a recuperarse, igual que él ha calentado sus inviernos, conservado las piezas que cobraba y curado las heridas que sufría en la caza. De modo que el nombre que el anciano le ha otorgado —Stasi, Anastasiya, «la de la Resurrección»— es más que una simple descripción correcta; es un testimonio constante de su vida conjunta, de los retos que han conocido y superado y del gran desafío al que, ambos lo saben, habrán de enfrentarse un día…

Si esta historia de doble tragedia y redención provoca la incredulidad[153] de quien la lea, puede consolarse al saber que no está solo: ese mismo día, cuando la pantera blanca a la que llama Stasi lleva una vez más a Caliphestros hasta el frío arroyo de las cercanías de la cueva para calmarlo, dos ojos observadores —ojos duros y secos que lo ven todo encaramados a la protección de un fresno alto— también se abren, incrédulos, como platos. Son los ojos de un hombre al que la pantera blanca despacharía encantada si tuviera tiempo; porque ha detectado su hedor pese a los aromas del huerto del anciano (recién reforzados por la primavera), y pese a los intentos «secretos» del observador por disimular su olor antes de que ella llegase al claro que se abre ante la boca de la cueva. Aunque está claro que el intruso pertenece a la tribu de los pequeños del Bosque de Davon (que siempre la han respetado) a la pantera no le gusta nada la mezcla de hedores del miedo y la mugre que emanan de él, ni los aromas que ha robado a otras criaturas. Sí, se le echaría encima y acabaría con él si no tuviera que llevar a cabo otra misión de pura piedad para Caliphestros, que ya ha sufrido demasiado…

En lo alto del fresno, mientras tanto, el hombre del que emana ese hedor a miedo sabe muy bien que la pantera lo mataría si se presentara la ocasión; y espera un buen rato tras la desaparición de la fiera y su extraño jinete antes de pensar siquiera en volver a pisar el suelo del Bosque. Sigue esperando, en verdad, hasta que ese largo rato se prolonga mucho más, permitiendo que la mayor extensión de Bosque posible separe a la extraña pareja de su solitaria persona (que nunca se había sentido tan pequeña) antes de bajar en silencio por el tronco del fresno y dejarse caer al suelo con un salto ligero.

Heldo-Bah se queda plantado, mirando hacia los árboles y la maleza por donde han desaparecido la pantera y el brujo Caliphestros; cierto que ha de ser brujo, piensa el expedicionario, si encima de sobrevivir al Halap-stahla… ¡vive con el animal más peligroso del Bosque! Solo cuando han pasado ya unos cuantos momentos sin que sus ojos abiertos y asombrados capten ningún nuevo movimiento en el bosque, más allá del claro de la cueva, se atreve a murmurar en su tono más amargo:

—Perfección… —Pero su sarcasmo carece de su convicción habitual—. ¡La más suprema perfección! —vuelve a intentar.

Y luego (aunque sabe que no podría ofrecer a la pantera nada siquiera remotamente parecido a una batalla) blande su cuchillo de destripar mientras avanza hacia el este, hacia el campamento que ha preparado con Keera y su hermano unas horas atrás.

—¡Que venga el tonto de Veloc a explicármelo! —exclama ahora que ya le parece seguro expresarse en voz alta—. El brujo vive, pero con la pantera más temida del Bosque de Davon, una criatura que muchos creen fantasmal. Ah, ha merecido la pena esta carrera de tres días… ¡Ni siquiera podemos acercarnos a él mientras tenga a ese monstruo por esclavo!

Cuando Heldo-Bah echa a correr lo rodean expresiones de asombro, todavía más aturdidas y carentes de significado, acerca de la constante perversidad de su vida. Y, sin embargo, esa última frase era todo menos cierta.

Aunque todavía no lo sabe, la extraña visión que acaba de presenciar ha servido para mucho más que justificar la carrera desesperada que ha protagonizado con sus amigos a través del Bosque de Davon durante los últimos días y noches…