III:

Tormentos separados, consuelo común

Solo había una manera: aunque los estudiantes más fiables del anciano no habían llegado al límite del Bosque de Davon la noche del Halap-stahla antes de que aquella intervención totalmente inesperada le brindara la salvación, tenía muchas razones de peso —enraizadas en años de leal servicio— para creer que en algún momento sí se habían presentado; al fin y al cabo, durante aquella afrenta a la justicia que los kafranos habían llamado «juicio», el anciano se había cuidado mucho de insinuar siquiera que ellos fueran cómplices de sus actividades. Incluso había insistido en que practicaba sus experimentos «de brujería» sin la ayuda del primero de sus seguidores, el hombre conocido en Broken bajo el nombre de Visimar. (Y aunque esto último había sido bastante más difícil sostener, el anciano se había mantenido firme).

Y sin embargo, llegado el momento, parecía que los acólitos no habían podido devolverle su protección acercándose al Bosque en cuanto los hombres del grupo ritual partieran de regreso a las puertas de Broken. Si tan solo los había rezagado la precaución, como creía el anciano, al llegar debían de haber conjeturado con la posibilidad de que su maestro hubiera frustrado de algún modo los deseos del Gran Layzin, de los sacerdotes del templo y del propio Kafra, sobreviviendo al Halap-stahla sin contar siquiera con la ayuda de sus pupilos. Y si efectivamente se habían planteado esas conjeturas, el anciano podía ahora permitirse la esperanza de que, si de algún modo lograba entrar en contacto con ellos, estarían deseosos de sacar muchas de las cosas que necesitaba de la Ciudad Interior y de la metrópolis y bajarlo por la montaña hasta el límite del Bosque de Davon. Pero… ¿cómo conseguiría hacérselo saber?

En prueba de la decencia esencial del alma del anciano, al fin decidió recurrir a la confianza donde en otro tiempo se hubiera servido del engaño; no a la confianza en el poder de su mente, sino, al contrario, en la lealtad, primero, de su compañera y, luego, de aquellos jóvenes que le habían jurado lealtad. En cualquier caso, el riesgo im­plicado por esa apuesta palidecía en comparación con la última demostración de confianza que debería emprender: se vería obligado a confiar la recuperación de aquellos instrumentos, medicamentos y plantas que había dejado en Broken, así como la segura invisibilidad de la mucho más valiosa vida conquistada con su reina guerrera a la integridad de la tribu de desterrados que, según sabía bien, vivían en la lejanía, al nordeste de la cueva que ahora tenía por hogar.

El papel de esa gente extraña sería crucial para su plan, hecho que inquietaba al anciano más de lo que hubiese querido reconocer; y sin embargo, llegado el momento, encontrar el modo de alcanzar esa confianza había resultado mucho menos difícil de lo esperado. Para empezar, había compuesto un mensaje cifrado con un código inventado por él y usado con frecuencia para comunicarse con sus acólitos durante sus años como Viceministro de Broken sin que lo pudieran espiar los sacerdotes de Kafra o la Guardia del Lord Mercader. La existencia de ese código se había mencionado, en la asamblea de corruptos que había presidido el juicio del anciano, como prueba de su capacidad, compartida con sus seguidores, de hablar en lenguas demoníacas; para defenderse, el anciano había preparado una demostración que predentía probar que ninguno de sus ayudantes era capaz de entender siquiera su propio nombre cuando los transcribía al código cifrado. La artimaña solo había servido para granjear al acusado la condena como brujo solitario; pero ese era un final ya previsto, mientras que el engaño había servido para proteger las vidas de los leales, así como el secreto de su serie de letras y símbolos escondidos.

Con su nuevo mensaje codificado por el mismo método, el anciano procedió a enrollar en un prieto cilindro la nota y luego le añadió la dirección en el lenguaje llano de Broken: al mismo tiempo, sin embargo, selló el documento con un lacre compuesto por cera de un panal derretido, teñida por el jugo reducido de docenas de bayas de belladona, mezclada a continuación con el veneno de la rana arbórea de Davon. Si alguien ajeno a los antiguos ayudantes del anciano (que conocían ese truco de su maestro) intentaba echarle un vistazo a la carta y luego se tocaba la boca o los ojos, sufriría una muerte rápida y dolorosa. Después imprimió en la cera la marca del anillo que había escondido en la ropa interior durante todo el Halap-stahla; y por último, pidió a la reina, con los fragmentos de lenguaje simplificado que, a esas alturas, apenas empezaban a compartir, que llevara aquel paquete hasta la raza de hombres pequeños de cuya existencia, según había adivinado, ella era consciente desde hacía tiempo. De todos modos, también sabía que, aparentemente, los Bane habían mostrado siempre una deferencia casi religiosa con ella y sus hijos (cuando estos estaban todavía vivos en el Bosque), y eso le había dado razones para esperar que ella no temiera llevarse el mensaje y entregárselo a los desterrados y que estos, a su vez, cumplieran con el encargo de entregarlo. Con ese objetivo en mente, guardó la epístola en una bolsa de piel de ciervo cuidadosamente cosida y se la colgó del cuello. Solo quedaba mandar a la reina en su misión, tras insistir en la importancia de aquella petición y esperar su regreso, que tardaría al menos unos cuantos días en producirse.

En consecuencia, se llevó una gran sorpresa al ver que ella volvía la noche siguiente: solo había pasado una noche fuera. «Se habrá encontrado con algunos expedicionarios especialmente atrevidos y les habrá dado la nota —había conjeturado de inmediato al verla llegar sin nada prendido del cuello—. Es más rápida y lista de lo que imaginaba…».

Lo que le llevó a detenerse de repente no fue el miedo a ser descubierto por esos expedicionarios: sabía bien (o al menos eso creía) que los Bane —salvo por la excepción de los infames Ultrajadores— eran un pueblo adherido a un código de honor rudimentario, pero estricto. Sin embargo, había pasado en el Bosque el tiempo suficiente para comprender que aquellos dos rasgos —la curiosidad y la integridad— no siempre eran fáciles de combinar. El anciano sabía que incluso los expedicionarios Bane podían (por mucho que respetasen la integridad de la nota) quedarse fascinados y desconcertados por el hecho de que aquel mensaje tuviera que ser transmitido por una mensajera como la reina guerrera. Bien cabía la posibilidad de que su curiosidad hubiera sido demasiado grande para impedirles seguir a la reina, a una distancia prudente, en su regreso a la cueva, antes de volver a sus casas para cumplir con el encargo de entregar el contenido de la bolsa.

«Pero… incluso si te han seguido… —murmuró el anciano a la reina mientras la oscuridad se cernía sobre su hogar y los dos seguían vigilando con atención el bosque que los rodeaba—, ¿responderán a nuestra súplica y llevarán el mensaje a la ciudad para confirmar mis suposiciones acerca de su integridad?».

Con esa confrontación de esperanza y miedo en la mente, el anciano mantuvo la vigilancia durante horas aquella noche. Aunque tanto él como su compañera percibieron una presencia humana que deambulaba por el bosque en torno a las tierras en permanente expansión de su pujante huerto, no vieron ni descubrieron señal alguna de la presencia de visitantes; sin embargo, él sabía que nadie, ni siquiera un extranjero experto en el dominio de las artes científicas como él, estaba capacitado para descubrir un rastro dejado por expedicionarios Bane. Al final, no había tenido ninguna importancia verlos (o encontrar, al menos, pruebas de que habían estado por allí), pues la naturaleza de buenos principios que el anciano les había atribuido desde el principio quedó demostrada: un grupo de expedicionarios había rendido una visita inesperada en plena noche a los acólitos del anciano a quienes iba dirigida la carta, dentro de las murallas de Broken. A cambio, los expedicionarios habían recibido una recompensa que deseaban, pero no se atrevían del todo a esperar. Un grupo de acólitos empezó de inmediato a planificar su encuentro con el antiguo maestro en el lugar de la parte alta del Zarpa de Gato cuyo nombre acababa de desvelarles.

La compañera del anciano lo llevó hasta allí. Después de aquel primer encuentro habían celebrado unos cuantos más y en cada uno de ellos los acólitos llevaban más y más libros, pergaminos, recortes de plantas e instrumentos del maestro hasta el límite del Bosque, hasta que ya casi toda su colección había recorrido aquel trayecto. Luego, cada vez, él volvía a montarse en la espalda de su compañera, para infinito asombro de sus acólitos, y los dos, cargados con todas las provisiones que fueran capaces de sostener, empezaban el primero de muchos viajes arriba y abajo de la montaña para llevar el botín a casa.

Solo una cosa preocupaba al anciano mientras transportaban todo aquel equipamiento y las provisiones de la ciudad: en cada viaje se presentaban menos acólitos, lo cual revelaba que sus filas se iban diezmando y no por cobardía, sino por el encarcelamiento y las ejecuciones discretas (en vez de los rituales con previo anuncio público). El Dios-Rey Saylal (otrora joven príncipe cuyo tránsito de la infancia a la juventud había tutelado el anciano) había ascendido a un Gran Layzin y un Lord Mercader nuevos; y aquel par de jóvenes poderosos, como bien sabía el anciano por su propio suplicio, eran más que capaces de sospechar las intenciones de los acólitos y luego confirmarlas. Por medio de la tortura, llevada a cabo en las mazmorras secretas del Salón de los Mercaderes, la verdad —horrible para el Layzin y para el nuevo Lord Baster-kin— acerca de la supervivencia del anciano y, mucho peor aún, de la sociedad que formaba con la reina guerrera, había trascendido. Cada vez que un acólito se quebraba revelaba algún detalle nuevo de la historia. Sin embargo, por fortuna, cuando ya solo quedaba un detalle —el más importante de todos— fue Visimar quien acudió a las mazmorras. Y ni siquiera Visimar podía revelar lo que no sabía; es decir, dónde estaba la cueva del anciano y la reina guerrera. Tal fue la ira del Lord Mercader, de todos modos, que exigió para Visimar (con el apoyo de un Layzin menos malvado que él) un castigo mayor que la muerte discreta… Cuando el último y más leal de los acólitos del anciano no apareció en el lugar y a la hora acordados junto al Zarpa de Gato, su antiguo profesor sospechó que se había celebrado alguno de los característicos rituales kafránicos; sin embargo, se atrevió a alimentar la esperanza —porque la sabiduría de Visimar, pese a no ser tan grande como la suya, era considerable— de que su más brillante acólito hubiera encontrado el modo de sobrevivir a lo que, con razón, sospechaba que sería el Denep-stahla; y como él y su compañera, en sus diversos desplazamientos peligrosos hasta el río, nunca descubrieron restos de aquel ultraje, la fe del anciano se redobló.

El sacrificio de sus acólitos no había hecho más que aumentar su convicción de que debía dejar de lado la profunda tristeza que le causaba la pérdida de sus alumnos, de sus amigos y de aquella amante definitivamente desdeñosa que había dejado atrás en Broken y asegurarse de que su nueva obra en el Bosque fuera extraordinaria: suficientemente meritoria, al menos, como para vengar la pérdida que la había hecho posible, por no hablar de los peligros que había corrido su nueva compañera a diario para ofrecer su protección al anciano y a la propia obra. Con tantos utensilios modernos a su disposición —piezas de equipamiento delicado, libros de los maestros más admirados y semillas de aquellas plantas exóticas que él mismo había sido el primero en traer de las montañas de Bactria, en el remoto este, y de la aún más lejana India[139]— su obra avanzó a un paso tan veloz que resultaba asombroso.

Tras construir dentro de la cueva un hogar de piedra y mortero capaz de cumplir, en los meses de invierno, una triple función (como cocina, forja y estufa, de la que se obtenía el calor suficiente para alimentar un horno de cocción adyacente), el desterrado más ilustre del Bosque de Davon procedió, con toda la energía que le granjeaban los medicamentos paliativos más potentes que fue capaz de preparar, a fabricar aún más implementos para la comodidad. Al principio, un sistema simple de huso, rueca de mano y telar, con el que tejía la lana que obtenían de las ovejas salvajes de Davon[140] (que a menudo pastaban cerca de la cueva, de camino a la dulce hierba que crecía en los valles inferiores) y producía telas sencillas de lana que podían usarse luego para hacer ropa nueva, prendas más calientes y, al poco, unos sacos de dormir que llenó con plumas de las capas inferiores de las aves capturadas por la reina guerrera en sus cacerías. Después del telar se puso a construir una forja que mereciera tal nombre junto a la entrada de la cueva, no solo para forjar en ella herramientas e instrumentos, sino también para crear un cristal rudimentario y soplar para darle las formas que encontrara necesarias, tanto para los experimentos científicos como para su uso doméstico.

También podía ahora continuar sus investigaciones sobre el metallurgos[141], una ciencia que, en parte, había sido responsable de que obtuviera aquella reputación de «brujo» entre los sacerdotes kafránicos de Broken: ¿acaso alguien podía manipular los minerales y metales obtenidos del suelo para crear un acero de fuerza nunca vista sin ser un brujo alquimista[142]? Libre ahora de la intromisión constante de aquellos sacerdotes, podía de nuevo soñar con el día en que crearía la variedad particular de acero que siempre había buscado, así como otros metales; solo que ahora podría ponerlos al servicio de quienes buscaban no solo la mera venganza contra los gobernantes de Broken, sino una gran reparación de todo el daño que se había hecho en aquella extraordinaria ciudad-reino: no solo el suyo y el de su salvadora, sino el de otros miles, además de un daño infligido a la propia alma del estado…

Y sin embargo, mientras se despierta lentamente esta mañana concreta, mientras observa los rayos de luz primaveral, especialmente brillantes, que se cuelan por la puerta abierta de la cueva (hace mucho que ella ha partido en su cacería matinal), mientras descubre, además, que sus piernas demediadas duelen menos hoy de lo que suelen hacerlo cuando se despierta, el anciano se da cuenta de que es difícil mantener el pensamiento concentrado en esas preocupaciones gigantescas. Mira hacia el hogar, del que emanan pequeñas virutas de humo de las cenizas blancas que cubren los escasos fragmentos de leña que no han ardido todavía, y concentra su mente en la contemplación silenciosa, casi podría decirse que satisfecha, de todo lo que ha sido capaz de lograr; por un momento se pregunta si alguno de los maestros del pasado a quienes tanto admira habría sido capaz de lograr lo mismo en una situación como la suya, incluso contando con la ayuda de una aliada tan formidable (aunque carente de preparación académica). Ese pensamiento le hace mirar más allá del fuego, hacia el estante que tiempo atrás cinceló en una hendidura de la pared de piedra de la cueva para acomodar en él sus libros más preciados[143]: sus volúmenes no solo de los gigantes originales, Hipócrates, Aristóteles y Platón, sino también del egipcio Plotino, que llevó más allá la obra de Platón sobre el alma, contribuyendo así a ordenar las ideas instintivas del anciano acerca de la mente y el espíritu de las bestias; de Mauricio, el emperador bizantino, que reunió (y en gran medida escribió él mismo) el Strategicón, el mayor volumen de principios militares jamás publicado en cualquier época, usado por el anciano para congraciarse con muchos gobernantes en sus viajes (incluido el Dios-Rey Izairn de Broken); de Dioscórides y Galeno; de Procopio y Evagrio, los bizantinos que tanto bien habían hecho al relatar correctamente la crónica de los primeros años de la última aparición en aquel Imperio del Este de algo que había obsesionado en algún momento al anciano, la Muerte, y habían determinado que la enfermedad tenía su origen, como todas las pestilencias de la misma clase, en Etiopía; de Praxágoras y Herófilo, los anatomistas y descubridores del pneuma y la neura; de Erasistrato, colega de Herófilo que definió el trabajo de las cuatro válvulas del corazón humano y siguió la pista de la neura hasta el cerebro en la edad de oro de Alejandría, cuando las disecciones de cuerpos humanos no se consideraban ilegales ni inmorales; y, por último, de Vaghbata, el indio de la antigüedad que había reunido una impresionante farmacopea de poderosas plantas orientales.

Es cierto, cavila el anciano, que ahora hay vida, amor y aprendizaje en su existencia del Bosque de Davon, obtenida gracias a enormes esfuerzos y sacrificios; en especial de sus acólitos, claro, pero también de él mismo con su determinación para desafiar las dificultades y, por supuesto, de la extraordinaria asociación con su compañera. Sin embargo ahora, mientras se esfuerza por levantarse y se percata de que todo el coro de pájaros cantores ha regresado al Bosque de Davon, se pregunta si su vida no será algo más que meramente extraordinaria; si no será algo que él, como hombre de ciencias, en algún momento ha argumentado que es un término inútil para describir un conjunto de fenómenos inexistentes, un término nacido de la ignorancia del hombre, enorme todavía: se pregunta si su vida no será un milagro.

No se lo pregunta mucho tiempo. Acaso estimulado por el ejemplo que le brinda ella al levantarse pronto para ocuparse de la parte que le corresponde de las tareas pragmáticas, él, tras alzarse gracias a la fuerza de sus brazos, acude hasta el tocón seco de árbol que cumple la función de mesita de noche, confirma que las diversas dosis moderadas del mismo opio y de Cannabis indica que le ayudan a dormir —anoche, como todas las noches— están en su lugar habitual, listas para facilitarle su parte de las tareas matinales en la cueva y en sus alrededores. Sin embargo, acaso por lo temprano de la hora, con el brillo del sol primaveral, o acaso inspirado por la naturaleza regeneradora de la propia estación, se detiene y decide enseguida que se va a atrever a aguantar el dolor de sus piernas demediadas mientras pueda, para disfrutar de la normalidad mental, en términos comparativos, que obtiene de dicho aguante. Se arrastra hasta el borde de su lecho acolchado de piedra y —consciente en todo momento de las dolorosas cicatrices que le ha dejado la curación imperfecta de sus rodillas y asegurándose de no arras­trarlas ni golpearlas contra el saco de lana y plumas de ganso o, peor aún, contra la piedra que hay debajo— se prepara para vestirse primero y luego atarse a los muslos con unas cintas el artilugio para caminar que fue el primer invento de su destierro.

Al hacerlo, su mente se asombra por sentir todavía un dolor que parecería extraño en las porciones cortadas de sus extremidades inferiores: se asombra porque durante todos estos años en el Bosque apenas ha sido capaz de aumentar su comprensión de estos dolores,[144] salvo por la certeza de que ha de evitar siempre los roces que los precipitan y ha de tener sus medicamentos siempre a mano; porque, sea cual fuere su causa, estos dolores son tan reales para él como lo eran para los soldados a los que trató en otro tiempo, que habrían sufrido algo parecido al perder algún miembro; tan reales, de hecho, que el anciano a veces a veces suelta unos gritos lastimosos que impulsan a su compañera a acariciar suavemente la zona de las heridas, con una intención que resulta ser otro fenómeno más poderoso de lo que la lógica invita a sospechar.[145]

Por todo ello, el hombre se mueve con particular precaución esta mañana, mientras alza el camisón de lana para quitárselo y luego alcanza una de sus prendas de trabajo, ya algo gastada: son otros cariñosos regalos de sus acólitos, traídos durante aquellas visitas arriesgadas que le hicieron tiempo atrás. Tras orinar en la jarra de cristal que él mismo hizo con sus manos, se pasa por la cabeza la prenda tupida, pero simple, y luego alarga un brazo sobre el suelo de la cueva, de donde saca con cuidado una pieza lisa de madera algo gastada, de algo menos de un metro por lado, que tiene una sección de un tronco robusto y maduro de un arce joven bien enganchada por el lado de abajo y unas correas de cuero fijadas en la superficie. Tras alzar los dos muslos, coloca la plataforma por debajo y luego se concentra en atar las correas con fuerza a lo que le queda de piernas. La incomodidad aumenta a medida que va avanzando en sus movimientos, pero su lentitud deliberada limita el dolor. Luego, una vez terminado el cuidadoso trabajo de atar las correas, cuando ya ha empezado a desplazar la vara de arce, la plataforma y lo que queda de sus piernas por encima de la cama, alza de pronto la cabeza en un gesto rápido y alarmado, totalmente desconectado de los gestos cuidadosos que lo precedían, y mira hacia fuera de la cueva al oír…

Ella. No está muy lejos y entona un lamento con una voz tan resonante, única y hermosa como trágica y desgarradora. Suele ser así, como bien sabe el anciano, en las bellas mañanas de primavera, cuando las incontables formas de vida se renuevan y regeneran en el Bosque y ella se ve obligada a recordar una vez más que su contribución a ese despliegue de la naturaleza —sus extraordinarios hijos— se perdió ya y no puede recuperarse por medio de algo tan sencillo como el paso de las estaciones. Varias veces cada año llora —mejor dicho, llama— de esta manera, como si quisiera decir que, ya que no puede convocar a sus hijos asesinados para que regresen a casa con ella, despertará a sus espíritus desde el mismo suelo del bosque en que, herida y sangrando, luchó con tanta furia y valor para salvarlos.

Aquel día atendió cuidadosamente los dos cuerpos que dejaron los atacantes: limpió sus heridas y todo su cuerpo como si estuvieran vivos; o, a decir verdad, como si con sus cuidados pudiera devolverles la vida. Cierta­mente se convirtieron en huesos sin darle tiempo siquiera a pensar en llevárselos de aquel claro donde habían caído, ni mucho menos permitir que los enterrase. Al final, el anciano reunió los huesos y se los llevó hasta lo alto de la montaña y los enterró tan cerca como pudo de la cueva, bajo túmulos de tierra y piedras, en un intento desesperado de brindarle consuelo; sin embargo, el consuelo llegaba tan lento que, por momentos, parecía imposible. La ira y la pena le quemaron por dentro tanto tiempo que los dos montones de piedras se convirtieron en rasgos asiduos de aquella parte del Bosque hasta el extremo de que, pasado un tiempo, no quedó ni una criatura en el bosque que no hubiera aprendido a dejarlos en paz. Eso no significa que ella no apreciara el gesto del anciano, dolorosamente esforzado; ni que no llegara a disfrutar de momentos de pena más tranquila en su compañía; pero todavía ahora se sube a veces a algún árbol gigantesco, arrancado del suelo por el más poderoso de los vientos furiosos que azotan las montañas en invierno, o a una de las muchas formaciones rocosas que brotan de la ladera, a estas alturas, y llama a los muertos como lo ha hecho ahora, invitándolos a volver a casa como si las tumbas y el rapto no significaran nada; como si los cuatro vástagos valientes se hubieran limitado a alejarse demasiado en un paseo, o se hubieran perdido en algún momento y solo necesitaran su voz para poder regresar.

El anciano permanece al borde de la cama de piedra y sigue escuchando la misma canción solitaria (¡y qué impropio de alguien de su especie el mero hecho de cantar!) que tantas veces ha oído ya. Y mientras se sienta apenas repara en las lágrimas que empiezan a rodar por su cara arrugada y por su larga barba gris: una reacción peculiar para el anciano, que antes de su destierro no era proclive a sentimientos de esta profundidad. Ha ido cambiando a lo largo de sus años de existencia en el Bosque: a un precio exorbitante, se ha transformado en un hombre cuyas pasiones, cuando se encienden, resultan evidentes y profundas; y no hay criatura que pueda agitar esas pasiones de manera tan inmediata y honda como ella.

Al cabo de un rato, la canción se detiene; pero solo cuando se reanuda del todo el parloteo del coro de pájaros anuda su rutina matinal el anciano. Busca su par de muletas de burda hechura —viejas y gastadas como esa única pierna que se extiende bajo el cuadrado de madera que sustituye las funciones de las dos que en otro tiempo tuvo— y se monta, con un gran esfuerzo sustentado por la práctica, en los tres puntos de apoyo que durante todos estos años le han permitido el movimiento independiente, por comprometido que fuera. Da unos cuantos pasos por la cueva, plantando cada vez las muletas a escasa distancia para luego descansar en ellas su peso y columpiar hacia delante el cuerpo y el tercer punto de apoyo. Con el tiempo se ha convertido en un movimiento rutinario, aunque procura no tomárselo nunca a la ligera porque cualquier fallo puede implicar dolores catastróficos incluso si, como suele ocurrir, no produce heridas nuevas.

Sin embargo, hoy le falla la precaución: al acercarse al estante de piedra en que descansan sus preciados libros, repara de pronto en las lágrimas que corren por su cara; mientras tanto, no se percata de la humedad que el rocío de la mañana ha formado en el suelo de la cueva, en una parte que queda a alejada de los rayos de sol y del calor del fuego y por eso no se ha evaporado todavía. Aún peor: planta allí una muleta con firmeza, o con lo que, al principio, parece firmeza; mas cuando la muleta empieza a deslizarse hacia delante sobre la piedra resbaladiza a una velocidad terrible, se da cuenta de su error; también entiende que su reacción inicial a la inestabilidad subsiguiente y repentina —el intento de agarrarse a la otra muleta y mantener el equilibrio sobre la única pierna de madera— va a fracasar. Todo está pasando demasiado rápido: de hecho, un instante después, ya ha pasado.

El único defecto de su sistema de apoyo ha sido siempre que, si bien evita a los muñones de los muslos el contacto con nada que no sea el aire, los expone también a golpearse en cualquier superficie cuando se cae. Casi siempre esas caídas se han producido en el suelo del Bosque, que, como en todo Davon, se mantiene húmedo y (en su mayor parte) blando gracias al gran pabellón de ramas que se alza en su bóveda. Justo después de perder el equilibrio se da cuenta de que, hasta ahora, nunca había caído en la piedra de la cueva; la primera sacudida de dolor le recuerda por qué tenía tanto cuidado.

Cuando la primera oleada de su agonía cede el paso a una sucesión de muchas más, el anciano entiende que no prestar atención a los peligros de su andadura por la cueva solo ha sido el primero de sus terribles errores de esta mañana; el segundo, no tomar los medicamentos habituales. Tal como están las cosas, incluso si consigue llegar hasta las dosis que tiene listas en su mesita de noche, solo podrá masticarlas y tragarse su sustancia amarga: es el modo más lento de dar inicio a los efectos de las drogas. Pero podría tratarse de un problema retórico, porque al llegar las primeras pulsaciones agónicas son tan terribles que llega a dudar de si podrá siquiera moverse durante un buen rato: moverse, respirar, cualquier otra cosa que no sea soltar un grito lúgubre y terrible.

No está gritando para pedir ayuda; al principio, no. No se trata de algo tan racional: sus golpes y gritos son pura locura y solo recupera la razón cuando pasan los momentos que su mente ha convertido en horas. La primera señal de que ha empezado a pasar el tiempo son sus manos, que se agarran a los muslos con la intención de eliminar el dolor cortando la circulación de la sangre por las venas y arterias de los muñones. «¡Arterias y venas!», sisea entre un grito y el siguiente como si concentrándose en los descubrimentos de los grandes alejandrinos que describieron por primera vez cómo se mueve la sangre por el cuerpo, bombeada por el corazón y cargada de pneuma que reparte por todos los órganos, pudiera apartar su mente de estas tribulaciones. Y eso es lo que empieza a suceder, aunque solo es el principio. Han de pasar muchos momentos todavía para que se dé cuenta de que ya no está soltando un grito indistinto. Está vociferando un nombre:

—¡Stasi![146]

Así se llama ella; o, mejor dicho, ese es el nombre cariñoso que él le puso hace mucho tiempo. Hizo cuanto pudo, al principio, por averiguar si aquella criatura salvaje del bosque tenía siquiera un nombre propio; sin embargo ella nunca había mostrado un particular interés por la comunicación verbal sofisticada y él se vio obligado a concluir que debía darle un nombre. Consideró el asunto atentamente y probó distintas posibilidades antes de dar con una a la que ella sí respondía: Stasi, la forma apocopada de un nombre antiguo —Anastasiya[147]— común para las niñas entre los suyos. Se le había ocurrido en primer lugar porque el nombre implicaba un regreso de entre los muertos; por eso le pareció apropiado, por no decir inquietante, que ella respondiera. Quizás había comprendido siempre sus palabras en mayor medida de lo que daba a entender su silencio en la cueva. En cualquier caso, ella aceptó el nombre y enseguida se convirtió para el anciano en el único medio infalible de llamar su atención.

Ahora piensa que ojalá esté cerca y pueda oírlo, porque su mente se aferra desesperadamente a la idea de que ella cargue con él, lo lleve hasta el arroyo y lo meta en sus aguas gélidas, tal como hacía cuando se conocieron y ha seguido haciendo tantas veces. Ciertamente, cada vez que él se ha lastimado y ella lo ha oído, han hecho esa peregrinación; sin embargo, ahora es probable que ella esté lejos. Eso lo obliga a intentar, sin más ayuda que la que puedan prestarle sus brazos, librarse del aparato que usa para caminar y luego arrastrarse por el suelo de la cueva hasta el tocón de árbol que, junto a su cama, sostiene su medicación.

Sin embargo, por mucho que se esfuerce, por mucho que grite y maldiga al dios o los dioses que lo han reducido a esta condición lamentable, de nada sirve; tras una infinita serie de incontables intentos, con el cuerpo ya más allá del agotamiento, acepta la derrota y permite que su frente sudada caiga, al fin, sobre la piedra fría que tiene debajo. Exhala un terrible gemido y su cuerpo truncado sigue a la cabeza en el colapso total: «Ante vosotros me rindo, malditos dioses…», empieza a musitar mientras intenta recuperar el aliento. Sin embargo, la respiración regular solo le trae un repentino regreso de las pulsaciones del dolor, un dolor que el esfuerzo había enmascarado por momentos. El regreso de la agonía hace que su situación se le antoje insoportable por un instante y se abandona a la desesperación: «Ante vosotros me rindo. ¿Qué hay de divino en esta manera de divertiros?».

Luego —y no por primera vez, cuando se encuentra sumido en tan desesperada aflicción— el anciano empieza a llorar en silencio, demasiado cansado al fin para gritar o seguir acusando a los Cielos.

¿Cuánto tiempo pasa allí tumbado hasta que el miedo sustituye al dolor? No tiene conocimiento, ni interés; el miedo, cuando llega, es pronunciado. Lo incita un crujido que suena a unos veinte metros de la cueva y un paso pesado sobre el suelo de piedra, cuya leve vibración llega hasta la neura de su rostro; y se acrecienta por la noción de su absoluta vulnera­bilidad en este momento, desprovisto de armas y de fuerzas. Y sin embargo, cuando confirma a toda prisa que esas vibraciones corresponden a los pasos apresurados de alguna criatura demasiado grande para no ser tenida en cuenta, el miedo del anciano queda mitigado por un pensamiento repentino: «Tal vez ha llegado la hora», medita en pleno dolor. Tal vez haya pasado ya demasiado tiempo desafiando al destino y debería permitir que el gran bosque que se extiende a las afueras de la cueva reclame su cuerpo. Por muchas veces que triunfe en el intento de aplazar ese momento, algún día se cumplirá: ¿por qué no hoy? ¿Esta misma mañana? En medio de la gran renovación del Bosque de Davon, ¿por qué no permitir que alguna criatura lo convierta en comida, ya sea para sí misma o para sus cachorros? Proba­blemente sería un fin más útil que el que siempre le ha halagado creer que merecería si algún día regresaba a la sociedad de los humanos. Le entristece la idea de dejar a su compañera, por supuesto, pero… ¿acaso no le irá también mejor a ella sin tener que ocuparse constantemente de él?

Los pasos se vuelven más cercanos y apresurados: es evidente que a la criatura —a medias entre el caminar y la carrera— no le produce temor alguno el olor a humanidad. El anciano aparta la mirada de la entrada de la puerta y piensa, en su agonizante resignación, que ni siquiera se volverá. Al contrario, ofrecerá el pescuezo, la parte más vulnerable de su columna, para que quede aplastada entre las mandíbulas de lo que muy probablemente —dada su falta de sigilo, pues ciertamente se comporta como si la cueva fuese suya— será un oso marrón de Broken, la misma fiera cuya imagen rampante tenía una figuración prominente en el emblema de Oxmontrot, fundador del reino, y ha seguido teniéndolo en todos sus descendientes reales. Seguro que el animal se ha despertado de su largo letargo invernal y sin duda está embravecido por el hambre, pues ha quemado todo el sostén que almacenaba su cuerpo. Una criatura así será más que capaz de aplastar los frágiles huesos del anciano…

Pero entonces lo oye: una vibración fuerte, pero ahogada, de la garganta. Y al oírlo reconoce la peculiaridad de los pasos: el movimiento independiente de cada pierna al trotar. Solo dos criaturas, como sabe el anciano, se mueven con semejante coordinación: los felinos, ya sean mayores o menores, y los caballos. Por un momento se atreve a esperar que sea su compañera,[148] que regresa inesperadamente…

Sin responder a un deseo consciente por su parte, la cabeza se alza y el rostro agónico se vuelve hacia la luz del sol; luego, al instante, su expresión cambia por completo cuando la recién llegada queda a la vista…