Dentro y fuera de la cueva
Ese afán de superación llenó la vida en común de aquella pareja a medida que pasaron los años; en su transcurso, el anciano decidió incorporar cada vez más a menudo las virtudes de valiente supervivencia e insolente mérito que había visto poner en práctica a la mujer. Para ella, aquel régimen no era un simple testimonio de la profundidad de sus heridas y de su pérdida, sino una manera de conservar vivo en su mente el espíritu de los tesoros perdidos —aquellas cuatro criaturas enérgicas y preciosas, asesinadas o raptadas cuando vivían ese florecer que lleva de la infancia a los primeros estallidos plenos y audaces de la juventud—: sin la chispa de aquellos recuerdos exquisitamente dolorosos, terminó por entender el anciano, no solo hubiera sido bastante probable que ella lo dejara morir aquella tarde del Halap-stahla, sino que ella misma se habría tumbado en el suelo del Bosque para esperar la muerte en silencio.
Como consecuencia de todo ese estudio paciente, el anciano terminó por saber qué soñaba la reina guerrera cuando entraba en duermevela: estaba seguro de que su mente recreaba la batalla de su familia contra el grupo mortal de poderosos jinetes de Broken. Y no lo hacía por atormentarse más, sino con la quejumbrosa esperanza de ofrecer a aquel suceso un resultado distinto; y sin embargo, como se hacía evidente por los espasmos que agitaban sus piernas, siempre fracasaba en el intento de llegar a un final más feliz. Al darse cuenta de ello, el anciano empezó a consolarla con sus cuidados, como había hecho ella con él: con sonidos calmantes y caricias inocentes, con un contacto balsámico, destinado a recordarle la alegría perdida, pero también el hecho de que no cabía darla por perdida del todo mientras los dos conservaran la vida suficiente para soñar y recordar.
Entre las diversas consecuencias que implicó para el anciano aquel desafío mutuo (por no decir grandioso) y aquella manera de asumir la tragedia, hubo una preeminente: se concentró en cuerpo y alma en reconstruir cuanto pudiera de su vida y de su obra, tanto para demostrar que era merecedor de la grandeza de corazón que ella le había deparado, como para contribuir a que la vida de aquella reina fuera, si no más feliz, al menos un poco más fácil: comenzó, en cuanto sus piernas se curaron lo suficiente para permitirle algunos movimientos simples, por mejorar su primitivo habitáculo. Mientras ella salía al Bosque a conseguir provisiones de comida, él arrastraba su cuerpo mutilado con un esfuerzo supremo por el santuario rocoso y apenas iluminado: primero encendía un fuego y luego, en él, creaba herramientas forjando el hierro que hinchaba las gruesas venas de la cueva y que podía desprenderse con más facilidad de las piedras sueltas que caían de los saledizos elevados de la montaña. Con aquellas herramientas pudo proveerse de un modo nuevo de caminar, así como cavar en las repisas de piedra unos huecos más cómodos en los que podrían dormir con mayor comodidad tras cubrirlos con tierra y ablandar la superficie con plumas de ganso que el anciano embutía en amplios sacos hechos con pieles de animales. Llegó incluso a construir una puerta burda para tapar la boca de la cueva, manteniendo fuera a quien mostrara curiosidad o representara una amenaza, al tiempo que conservaba en el interior el calor de aquel primer fuego: un fuego que se volvió perpetuo, alimentado por las pilas de ramas secas que el infame viento de la cumbre de la montaña arrancaba cada noche de los árboles más altos.
Mientras se regodeaba por la noche al calor de aquella primera hoguera le pareció que su compañera permitía que a sus rasgos se asomara una sonrisa; una relajación de la boca que, si bien no era forzosamente una expresión de alegría, representaba en cualquier caso una contentura tal vez momentánea, o incluso superficial, pero dotada de un enorme valor para unos cuerpos y almas tan heridos como los suyos, en un lugar tan salvaje y despiadado como el Bosque de Davon. Mas al llegar el sueño la sonrisa se desvanecía y regresaba el tormento. Consciente de sus avances irregulares, el anciano desarrolló una concepción cada vez más acertada de la actividad que se producía en aquella mente, siempre reflejada en el espejo de los movimientos físicos que acompañaban los distintos estados por los que pasaba en sus sueños: mientras tanto, se preguntó si lograría encontrar el modo de curar el tormento esencial de la vida de la reina.
Empezó a observarla en cada ocasión que se le ofrecía y a menudo pasaba largos ratos abocetando, en pergaminos hechos con las pieles de las piezas que ella cazaba, las expresiones que mostraban sus rasgos dormidos cuando aquellas visiones terribles de batallas y asesinatos cruzaban el sueño ligero de su mente. Y lo hacía con destreza, pues en otro tiempo había sido un meritorio ilustrador de tratados anatómicos. Gracias a aquellos intentos de entender el estado en que la sumían los sueños, consiguió inesperadamente reconocer un aspecto totalmente distinto que llenaba en silencio su cara cuando se despertaba y, sin mover todavía el cuerpo, abría los párpados: aquellos ojos vivos y atentos, de un verde parecido al que cubre el brillo de las primeras flores de la primavera. Pronto entendió que aquella expresión no obedecía tan solo al chasco de comprobar que su dolorosa realidad seguía vigente; además, su rostro transmitía en aquellos momentos una sensación de culpabilidad.
El hombre estaba razonablemente seguro de cuál era el origen del que emanaba aquella culpa, pues el estudio de los estados de ánimo y pensamiento de la realeza, así como de sus sueños, lo había culpado durante mucho tiempo. Y podía afirmar con certeza que lo que reconocía en su rostro en aquellos momentos era la conciencia —tanto más poderosa cuanto más tácita— de que, al instruirlos cuidadosamente en el hábito de la repentina valentía que caracteriza a los campeones en despiadados campos de batalla (hábito que ella misma había aprendido de su madre en la juventud y que siempre había sabido que debería transmitir a sus criaturas), había contribuido en buena medida a su muerte. ¿Qué madre —o padre, a esos efectos— podría soportar esa conciencia sin un sentido de culpa mortal? Tras dedicar unos breves momentos a esa contrición, ella, que había sobrevivido para reinar sola en aquella región del gran bosque, se incorporaba a medias para localizar al anciano, que enseguida fingía estar ocupado en cualquier otra actividad. Apaciguada por su presencia, de nuevo se ponía en marcha con su espíritu incansable: de vuelta al Bosque de Davon, a recorrer las fronteras de sus dominios, a cazar, a proteger y proveer, únicas actividades que parecían proporcionarle cierta calma en la vigilia, o al menos atemperar su pena y su dolor.
Aquella dedicación arrojaba frutos provechosos: venados, aves y jabalíes —algunos guisados, otros colgados para secarse al aire, otros ahumándose encima de la hoguera y otros conservándose gracias a la sal que el anciano había descubierto en las cavernas más profundas— pendían de las paredes de la cueva, sobre todo desde que la cazadora real observara que el anciano no se comía los animales más pequeños que le llevaba y, en consecuencia, dejara de cazarlos. En cuanto a las demás necesidades de la dieta, las plantas y árboles silvestres que crecían junto al risco en los aledaños de la cueva y en las hondonadas que se extendían por debajo, junto con las colmenas que parecían rellenar los huecos de todos los árboles, aportaban frutas, tubérculos, frutos secos, bayas y miel más que suficientes para una subsistencia prudente; pronto, tras dominar los soportes para caminar que él mismo se había fabricado, el anciano pudo acceder a aquellas provisiones sin necesitar ayuda, dejando así más tiempo a la reina para cazar y mantener alerta su eterna vigilancia en espera de nuevos jinetes de Broken…
Un afluente que se desplomaba montaña abajo para tributar su corriente al Zarpa de Gato aportaba agua, pero también el bálsamo frío y rápido que, en los primeros días de su convivencia había brindado el más veloz alivio del dolor para el anciano, aunque tras ese dato de apariencia trivial se esconde un detalle revelador del vínculo que lo unió a la reina. Ella era quien le había revelado la existencia de aquel arroyo piadoso, prácticamente sin cooperación alguna por parte del anciano. Alarmada por sus gritos y aullidos en la primera mañana en que compartieron refugio, ella había hecho todo lo posible para ayudarle; todo lo mismo que había sido capaz de hacer para calmar su propio dolor, o el de sus hijos cuando se lesionaban mientras aprendían a cazar o mientras se entregaban a sus juegos con excesiva rudeza. Ella se le acercó con la intención de acariciarle las heridas; como él no lo permitía, intentó alzarlo, tirando de la túnica con sorprendente ternura. Al fallar también ese intento, se agachó para mostrarle que solo quería que él le rodeara el cuello con los brazos, tal como había hecho la noche anterior después del Halap-stahla, para poder cargar con él hasta aquellas aguas tan beneficiosas. Sin embargo él, despojado de sus drogas y frenético en su agonía (e inseguro todavía al respecto de las verdaderas intenciones que ella albergaba en aquellos primeros instantes de su relación), se había dejado llevar por el pánico en primera instancia. Debilitado todavía por el primer ascenso de la montaña, al fin había terminado por perder la conciencia. Entonces, ella se lo había echado a la espalda con mucha ternura (pues, en aquella nueva forma insultada,[135] el hombre pesaba apenas un poco más que sus cachorros en plena infancia) y lo había bajado hasta el arroyo, donde la carne recosida de lo que en otro tiempo fueran sus rodillas había encontrado el primer alivio.
Ese ritual se repitió cada día durante las semanas siguientes, una vez que el anciano entendió cuál era su benevolente intención; y pronto se demostró tan eficaz que él pudo dedicar su atención a la tarea de localizar ingredientes silvestres que pudieran mezclarse para crear un remedio más poderoso que el agua fría. Su mirada experta detectó de inmediato unos cuantos: campanillas de montaña, jugos amargos de frutos silvestres, corteza de sauce, flores y raíces que a menudo, en manos menos conocedoras, resultaban venenosas, y el ya mencionado caudal infinito de miel; había juntado todo eso para producir medicamentos que, además de aliviar el dolor, prevenían la infección y controlaban la fiebre.[136] Al fin, aquel régimen humilde —en forma de cataplasmas e infusiones— devolvió a aquel hombre algo que, si no se parecía a su antigua identidad, al menos lo convertía en un compañero agradable e incluso un útil vigilante cuando ella caía vencida por el sueño en pleno día. El anciano sabía que esto último era especialmente peligroso si los gobernantes de Broken llegaban a descubrir no solo que él había sobrevivido al suplicio del Halap-stahla, sino que residía en la cueva de la reina y que ambos mantenían lo que los sacerdotes de Kafra habrían denunciado como una «alianza impura», una amenaza demoníaca formada por un conjunto mucho más peligroso que la suma de sus maltratadas partes.
Y sin embargo no parecía muy probable que lo descubrieran: ningún cartógrafo de Broken, y muy pocos de los Bane, había llegado jamás a las montañas remotas en las que tenían ahora su hogar el anciano y su protectora. Con la ansiedad algo aliviada por ese dato y las heridas ya en la última fase de cicatrización (pues habían cumplido ya su función las cataplasmas, las medicinas y los vendajes de algodón, hervidos en calderos de piedra primero, y luego de hierro), al poco tiempo el anciano desbrozó un terreno contiguo a la cueva y estableció en él su huerto. Allí cultivaba plantas silvestres y hierbas que iba recolectando en la cresta de la montaña; la colección de flores, raíces, cortezas y hojas medicinales que iba amontonando en la cueva, junto con el olor, agradable por lo general, de las diversas pócimas que creaba con ellas, transmitían a su compañera no solo que el anciano estaba recuperando la salud por completo, sino también que imaginaba una vida nueva para los dos, una vida cuyos detalles ella no podía adivinar, pero cuyos efectos empezó bien pronto a apreciar de manera absoluta.
Ocurrió que una noche ella tuvo dificultades para rastrear un venado al que había herido; cuando al fin lo encontró, la altiva bestia consiguió rasgarle la piel del pecho con la punta de un cuerno antes de morir. Cuando ella apareció con la carcasa a cuestas, el anciano mostró más interés por la herida que por la carne y soltó unas cuantas exclamaciones de preocupación en alguno de los lenguajes que tendía a usar, ninguno de los cuales resultaba del todo comprensible para ella; había por lo menos uno que le parecía una pura jerigonza inventada, de tan gutural como sonaba.[137] De aquel jardín, para entonces ya floreciente, y de su provisión de remedios preparados, el hombre sacó ingredientes para crear nuevos medicamentos, bálsamos que ella encontró extraños e inquietantes hasta que pudo experimentar cómo atenuaban el dolor y aceleraban la sanación de la herida.
Para el anciano, claro, se trataba de unas curas rudimentarias, sobre todo si las comparaba con lo que hubiera podido conseguir de haber poseído los instrumentos adecuados, así como algunos ingredientes más potentes, cuyo cultivo y cosecha había tenido por costumbre en el complejo jardín de la Ciudad Interior de Broken, donde había dispuesto incluso de algunas plantas extrañas y valiosas, traídas por mercaderes extranjeros. Sin embargo, para superar aquellas preparaciones rudimentarias y aspirar a crear unos tratamientos que representaran con toda certeza una novedad drástica —medicamentos que mezclarían los remedios del bosque cuya existencia había descubierto durante el destierro con aquellos que había cultivado y mezclado en Broken—, necesitaría crear una especie nueva de laboratorium[138] en la cueva, totalmente distinto de cualquiera que jamás hubiese visto o imaginado estudiante alguno, ni siquiera en Alejandría.
Necesitaba sus instrumentos, fragmentos y semillas de sus plantas, claro, además de viales de tinturas y jarras de cristales, minerales y drogas: estaba seguro de que todo eso seguía en su antiguo santuario en lo alto de la torre del palacio real de Broken. El Dios-Rey, cuya vida había salvado y alargado el anciano en más de una ocasión, no solo había elevado a aquel sanador, nacido en tierras extranjeras, al rango de Viceministro, sino que le había concedido salvoconducto para transitar por donde quisiera dentro de la Ciudad Interior por medio de aquellos pasadizos secretos, otrora reservados a los Sacerdotes y las Sacerdotisas de Kafra, además de proporcionarle espacios en los que vivir y trabajar, tierras para cultivar sus huertos y permiso para convertirse en tutor de los dos hijos reales. Seguro que Saylal, el hijo de Izairn, pese a dejarse persuadir por el celoso Gran Layzin y por el recién nombrado Lord Mercader de que el Viceministro de su padre pretendía alcanzar un poder supremo y merecía el destierro ritual al Bosque, había tenido la inteligencia suficiente para darse cuenta de que debía conservar los materiales y los libros del «brujo», y había ordenado a los acólitos del traidor que obtuvieran el mayor dominio posible de aquellos incontables ingredientes y mejunjes, en vez de deshacerse de ellos. Y si los acólitos del Ministro habían cumplido, todas las cosas que el anciano necesitaba para crear su laboratorium en el Bosque estaban todavía en pleno cultivo, si eran plantas, o mantenidas en buen estado si se trataba de objetos. Pero… ¿cómo podría conseguirlos?