El anciano y la reina guerrera
Poco importa que, de una noche a otra, cambien tanto los paisajes de los sueños del anciano, pues sus aspectos más importantes permanecen: está siempre entre amigos —o, por decirlo con más exactitud, entre personas con cuya amistad por alguna razón cuenta, aunque sus rostros le resultan desconocidos— y, ya se trate de un encuentro en una aldea remota o en el palacio de un príncipe, ese grupo jovial enseguida se encuentra atrapado en algún asunto importante y entretenido. Esa actividad provoca invariables halagos para el anciano, que en esos sueños no suele ser viejo, sino joven y hermoso, con el cabello dorado, ojos de un gris pizarroso, huesos pronunciados y esa boca fina que antaño señalaba con claridad su procedencia originaria de alguna tierra lejana, al nordeste de Broken y del Bosque de Davon. Y, en medio de ese público indistinto pero encantado, aparece siempre la imagen de una mujer joven. Quizá sea una chica a la que efectivamente conoció, o quizás una desconocida; en cualquier caso, la fascinación ilumina siempre sus ojos cuando el anciano la descubre entre el ajetreo y los parloteos del grupo. Se sonroja y mira al suelo, pero pronto alza de nuevo la mirada para recoger su silenciosa invitación. Entonces él se acerca, ya sea para presentarse o para reconocerse mutuamente, y para entablar esa clase de conversación que lleva inevitablemente a un contacto, o incluso a un beso: suave y breve, pero lo suficientemente excitante como para que un temblor calmante recorra la red de neura[121] de su cuerpo y, en última instancia, cree esa sensación que los antepasados del anciano en las estepas llamaban thirl[122]: una excitación tan profunda y potente que algunos experimentan por ella los mismos anhelos que el borracho por el vino, o quienes fuman y comen opio por su ansiada droga.
Por último, y más importante, están las piernas del anciano: todavía sueña, sin excepción, que sigue teniendo piernas y puede hacer todo aquello para lo que en otro tiempo estuvo capacitado. Puede correr por los salones y jardines de los palacios, subir y bajar escaleras de castillos y deambular por los bosques más formidables del mundo; puede retozar y bailar en los festivales y en las recepciones reales, puede disponer de su cuerpo para hacer el amor a una mujer y puede cabalgar sin precaución, ya sea por las calles de los grandes puertos que construyeron sus abuelos y su padre después de que los saqueadores, en una oleada tras otra, los echaran de las estepas infinitas[123] y los obligaran a desplazarse hacia el mar del norte, o sea, a lo largo de las rutas para caravanas que su propia generación —y él mismo— tanto contribuyeron a extender hasta las tierras extrañas y peligrosas del lejano sur, del este distante. Él había recorrido esas rutas montado en caballos, camellos, elefantes y bueyes; es decir, a horcajadas de casi cualquier bestia capaz de soportar su peso. Y así, desde la infancia, había desarrollado un profundo afecto y una habilidad para comunicarse con formas de vida distintas de la suya. Así, también, al llegar a la edad adulta había entrado en contacto con una cantidad de pueblos de la Tierra de la que muchos hombres, en toda su vida, ni siquiera llegaban a saber en cuentos. La suya había sido una vida embriagadora, llena de aventuras, riquezas y, desde bien pronto, mujeres. Mas, a pesar de esas diversiones, lo que más le había fascinado eran los grandes centros de aprendizaje que había visto en sus viajes. Así, al convertirse en adulto, había contrariado los deseos de su padre al abandonar la vida de mercader y escoger el combate por la sabiduría a propósito de la pregunta más grandiosa de todas: ¿qué secreto anima los cuerpos y las mentes de los hombres y de las criaturas que habitan este mundo?
Fue en su condición de hombre de ciencia y medicina, entonces, más que de comerciante, como dejó su huella en todas las tierras que visitó, particularmente en aquellas en las que todavía se entendía y respetaba la vida dedicada al estudio[124] y las grandes ventajas que de ella se derivaban. Y esos son los días de gloria a los que regresa su mente ahora, en las largas noches de sueño plagadas a menudo por un amargo padecimiento físico. A veces, si la necesidad es suficientemente grande, la mente lo lleva más lejos aún y elabora caprichosamente los recuerdos de la fama que le brindó la sabiduría (recuerdos no menos placenteros, a su manera, que esas visiones de jóvenes mujeres adorables), permitiéndole soñar que debate con los grandes estudiosos que ennoblecieron los pueblos y las ciudades a los que viajó, ya sean maestros muy anteriores a su tiempo —los médicos Herófilo de Alejandría y Galeno de Pérgamo, por ejemplo— o aquellos que, como el historiador Bede, de Wearmouth,[125] al otro lado de los Estrechos de Seksent, a quien tuvo la fortuna de considerar su colega.
Durante los primeros años en que esas imágenes llegaron a dominar el sueño intermitente desterrado en el rincón más remoto del Bosque de Davon, aquella visión nocturna de sus piernas desconcertaba profundamente al hombre. Al fin y al cabo, había dedicado una porción no menor de su vida de estudiante y médico a sopesar el valor de los sueños como instrumento para medir la salud de sus pacientes, habilidad que, en un principio, había aprendido por medio del estudio atento de la breve, aunque vital, Sobre el diagnóstico de los sueños, obra escrita casi quinientos años antes de la vida de este anciano por el mismo maestro de la medicina con quien a menudo soñaba debatir, el griego Galeno[126]. Sin embargo, nuestro hombre desarrolló el trabajo preliminar de Galeno hasta tal punto que había llegado incluso a alcanzar la habilidad de adivinar la verdadera naturaleza de las enfermedades de sus pacientes, así como muchos detalles de sus vidas, y de sus vicios privados, a partir de los sueños.[127] Esos diagnósticos resultaban invariablemente sorprendentes para los pacientes, y no siempre eran bienvenidos. Sin embargo, el anciano se lanzó con sus experimentos en esa área y al fin logró determinar —para su satisfacción, pero también para la más profunda sorpresa e incredulidad no solo de sus pacientes, sino incluso de diversos santones con los que había tenido ocasión de debatir sobre estos asuntos— que los humanos no son los únicos animales que sueñan. Y con esa determinación llegó un conocimiento aun más profundo acerca de lo extensivas que eran las sensibilidades no solo de los caballos, camellos, bueyes y elefantes que en algún tiempo habían cargado con su cuerpo y las provisiones de su clan, sino también de un espectro mucho mayor de criaturas.
El hombre creía que el descubrimiento de la universalidad de los sueños entre todo tipo de razas de hombres y animales, así como de los propósitos para los que servían esos sueños, debía tener un uso práctico, sobre todo durante su destierro. Cuando el dolor constante de las heridas infligidas por los sacerdotes de Kafra durante el Halap-stahla, y luego mal curadas, provocó que él mismo tuviera vívidos sueños de manera recurrente, tenían que ser sueños de caída (dada la pérdida de las piernas); breves tropezones, como de quien está de pie y cae al suelo, cuando el dolor de las heridas era leve; más largos —aterradores desplomes desde lo alto de muros y acantilados— si el dolor era severo. Por supuesto, su sufrimiento siempre fue severo mientras dormía; quizá no en las primeras horas, pero ciertamente sí cuando la dosis de opio mezclado con una cantidad razonable de mandrágora que tenía por costumbre fumar antes de retirarse perdía la batalla con su neura y la sensación de recibir cuchilladas regresaba para despertarlo. Esas drogas no suponían cura alguna, y podían incluso llevarlo a una enfermedad que él mismo había observado y tratado a menudo. Pero sus sueños, lejos de ofrecerle pista alguna para un tratamiento más fundamental, solo se volvían más placenteros y le ofrecían más consuelo cuando volvía el dolor. Era como si su mente, en vez de aplicarse racionalmente al problema de encontrar un tratamiento fundamental, se convirtiera en un agente de evasión de la realidad que implicaba su condición; de hecho, se convertía en un agente de ayuda que determinaba sus propios remedios sin parar mientes en que él pudiera pedirlos o dejar de hacerlo.
Al mantener esa extraña réplica a los principios establecidos por Galeno y por él mismo, cosa que ocurría incluso en las peores mañanas —si, por ejemplo, a lo largo de la noche se había golpeado contra la pared rocosa de la cueva en que vivía desde la primera noche del destierro, provocando despiadados latidos de dolor en sus piernas mutiladas—, el anciano se despertaba a menudo sonriendo, o incluso en plena carcajada, con sus rasgos pálidos y demacrados humedecidos por lágrimas de pura alegría. El dolor se apoderaba enseguida de su pensamiento consciente, por supuesto, sobre todo en los primeros meses de destiero, cuando apenas tenía unas pocas drogas con que mitigarlo; sus sonrisas y carcajadas se disolvían entonces rápidamente en gritos de rabia y agonía, provocados no solo por el dolor en sí, sino por el implacable recordatorio de la medida en que las circunstancias de su vida, antaño tan asombrosa, habían experimentado un cambio; de hecho, un robo.
Con el paso del tiempo, las maldiciones de amarga frustración y el ansia consciente de venganza que al principio habían caracterizado sus mañanas se vieron atemperadas por la aceptación de aquello en lo que su vida se había reconvertido: y ese cambio de mirada se debía en parte, como el anciano estaba dispuesto a reconocer, al cultivo de una farmacopea que hubiera despertado la envidia del mismísimo Galeno, o incluso del supremo experto de la antigua Roma[128], Dioscórides de Cilicia[129] (quien, igual que nuestro anciano, había estudiado en la biblioteca, en el museo[130] y en las academias de Alejandría cuando la ciudad era todavía, pese a las conquistas y reconquistas de los fanáticos guerreros enemigos del verdadero conocimiento, el mayor centro de aprendizaje del mundo entero). Con esa aceptación, el anciano empezó a pensar gradualmente menos en mutilar a sus torturadores de algún modo tan brutal como el que estos habían empleado con él, y consideró que su vida en el bosque suponía una oportunidad única para obtener una forma mayor de justicia. Mas no se trataba de una actitud nacida de su sabiduría: él sabía bien que muy pocos hombres, por no decir ninguno, podían adoptar una actitud tan valiente en apariencia —sobre todo entre las montañas del sudeste del Bosque de Davon, la región más remota e intimidatoria, con mucho, de todo el territorio salvaje— sin la ayuda aportada por un ejemplo. Por ello, pese a darse cuenta de que la obra que iba desarrollando durante su destierro era la más impresionante de su vida, y en muchos sentidos también la más importante, a duras penas se congratulaba por ello; reconocía que había una causa aún más importante para explicar aquella actitud y aquellos logros extraordinarios.
Ella lo había hecho posible. Ella le había dado una lección filosófica fundamental que —en toda una vida de viajes, estudios académicos y peligrosas intrigas entre reyes, santones y guerreros— nunca antes había penetrado en su alma: le había enseñado en qué consistía el verdadero coraje. Y, con eficacia aún mayor, le había mostrado el significado de esa cualidad en la práctica y había dejado claro al anciano que revelamos nuestra mayor valentía cuando no hay una corte de admiradores dispuestos a aplaudirnos. Le había administrado esa sabiduría de la manera que todos los grandes filósofos han considerado siempre superior a las demás: por medio del ejemplo. Porque ella misma había vivido mucho tiempo con un sufrimiento —a la vez del cuerpo y del corazón— tan grande como él no había visto soportar jamás a ningún miembro gregario de una sociedad humana, y mucho menos a una solitaria habitante del bosque como ella, aun a pesar de su linaje real. Eso le quedó claro al anciano la misma noche en que se conocieron: la noche del Halap-stahla.
Estando apenas consciente, la vio salir del Bosque en cuanto se marchó el grupo ritual de sacerdotes y soldados. A él le habían cortado las piernas desde las rodillas, pero sangraba despacio: formaba parte de la perversidad del Halap-stahla que los sacerdotes cortaran primero los ligamentos principales del interior de la rodilla y luego desencajaran la patella[131] con la intención de permitir un corte limpio de sus hachas en la articulación, dispuesta para semejante tajo gracias a la dolorosa suspensión de la víctima entre dos árboles. Esa postura, como la crucifixión con que los soldados de la antigua Roma castigaban a los prisioneros, estiraba prácticamente todas las articulaciones del cuerpo hasta el límite de la dislocación, provocando a la larga la gangraena, aparte de una serie de desgracias de casi todas las variedades imaginables. Pero los kafranos habían superado a sus predecesores romanos, a quienes a veces se tiene por maestros de la tortura inventiva, aunque al menos demostraban un rastro de piedad al poner fin a las penurias de la crucifixión con la dura gracia del crurifragium.[132] Los sacerdotes kafranos, en un contraste enfermizo, cauterizaban y ataban los restos de carne y venas a media pierna (pero solo en determinadas partes de la herida) después de asestar sus cortes a hachazos, para evitar que el prisionero se desangrase demasiado rápido y muriese, negando así a sus víctimas la muerte repentina que se les garantizaba incluso a los desgraciados que morían en las cruces del Lumun-jan.
Pese a la intención de los sacerdotes de prolongar al máximo posible la angustia del Halap-stahla, el anciano estaba ya, de hecho, a punto de morir cuando se acercó la reina guerrera. Cuando detectó por primera vez su presencia, tras haber caído en un estado de delirio agonizante, pensó que el crujido en la maleza del límite del bosque era obra de alguno de sus acólitos, varios de los cuales se habían comprometido a acudir hasta la entrada del Bosque de Davon al caer el sol y, si lo encontraban con vida, salvarlo si era posible o, en caso contrario, poner fin a su miseria. (Si se daba esto último, habían seguido prometiendo los acólitos, enterrarían sus restos en algún lugar anónimo que ningún sacerdote kafrano pudiera encontrar y violar).
Sin embargo, cuando el anciano había conseguido al fin distinguir quién se le acercaba —al ver que se trataba de una hembra que pertenecía a una vil especie de guerreros de la que había oído cuentos fantásticos y aterradores—, había conjeturado que acaso pretendía acabar con él: su sufrimiento había llegado a tal punto que hubiera dado la bienvenida a la muerte.
«Quizás —había pensado el anciano mientras estudiaba sus ojos con toda la atención que le permitía su rugiente agonía—, quizá pretenda matarme por compasión; detrás del brusco desafío que veo en esos ojos, hay algo más suave, un conocimiento del dolor…».
Lo que el anciano no podía saber todavía era que la avidez de sangre inicial en los extraordinarios ojos de la reina guerrera no se debía al aroma sanguíneo que él emitía, ni a su condición desesperada, sino a la mera visión de sus torturadores: los sacerdotes de Kafra, y más aún los soldados que los acompañaban. Había adoptado el hábito, últimamente, de matar a cualquier hombre de Broken con quien entrase en contacto; porque esos eran los hombres que, menos de un año antes, habían matado a tres de sus cuatro hijos, esclavizado al más joven y convertido a la propia reina en la última de su clan real y, aún más importante, partido su espíritu en añicos de un modo tan radical que, durante casi una docena de ciclos Lunares a partir de entonces, apenas había sido capaz de reunir los trozos suficientes para seguir viviendo. En consecuencia, cuando se encontraba por casualidad con jinetes montados en lo alto de sus sillas ornamentadas sobre poderosos caballos, ya no le importaba demasiado si eran soldados, mercaderes o sacerdotes, como los que acababan de cometer aquel último acto, tan cercano al asesinato: todos esos hombres (tan fáciles de distinguir de los miembros de la otra tribu, más bajitos, que vivían en el bosque y que siempre habían mostrado respeto por ella y sus hijos, antes de que estos fueran asesinados y abducidos) eran representantes de la ciudad que tan a menudo había observado en lo alto de la montaña solitaria del nordeste, la ciudad que, por la noche, quedaba silueteada por unas luces temblorosas y a la que se llevaron en aquel día terrible a su último descendiente vivo, junto con el cuerpo de su hijo mayor, mientras ella, herida en el muslo por una lanza, defendía con tenacidad lo único que le quedaba por defender: los dos cuerpos inertes de sus otros hijos, ya fallecidos pero no menos queridos.
De este modo, todos los ciudadanos de Broken se habían convertido finalmente en enemigos de la reina guerrera, gente a la que atacar y matar; y ella, a su vez, en una de las leyendas más terribles del Bosque de Davon, usada por esos mismos ciudadanos para inquietar al prójimo y para tratar de reprimir cualquier comportamiento díscolo por parte de sus hijos.
Y sin embargo esa noche se había acercado con cautela al lugar en que mutilaban al anciano y, en consecuencia, había llegado tarde para arrebatar la vida a la última banda de sacerdotes, ayudantes y soldados que habían bajado de la montaña hasta el límite del Bosque de Davon. ¿Por qué? Al anciano no le parecía que la motivara el miedo, sino un propósito mayor. ¿Cuál, entonces? ¿Poner fin a su sufrimiento? ¿De verdad podía demostrar tanta compasión? Él no dudaba que fuera posible. Encajaba con sus estudios de todas las criaturas saber que incluso los habitantes del Bosque podían conmoverse con esa clase de sentimientos. Y su teoría se confirmó de nuevo cuando ella se acercó más y el viejo detectó con certeza toda la complejidad de su aspecto: mientras estudiaba sus piernas mutiladas, con un torpe oscilar en el hueco entre los dos árboles de los que seguía dolorosamente suspendido, su expresión perdió buena parte del afán de venganza que mostraba al contemplar la retirada del grupo del ritual, pues miró al anciano con algo parecido a una curiosidad compasiva. Al hombre le pareció claro que ella veía algo inusual en él; también oía algo digno de mención en los sonidos lúgubres y agónicos que seguían brotando de lo más profundo de su cuerpo.
En ese momento, el anciano no pudo forzar a su mente a seguir especulando a propósito de los motivos de aquella hembra; solo podía esperar que pusiera fin a su sufrimiento. El tormento aumentaba a toda prisa, en proporción al constante declinar del efecto de las poderosas drogas que sus acólitos habían conseguido colar hasta su celda en las mazmorras del Salón de los Mercaderes antes de que lo llevaran al límite del Bosque. Dentro de la única hogaza de burdo pan que se concedía al condenado según los dictados del Halap-stahla, aquellos adeptos bravos y leales habían escondido media docena de bolitas pequeñas y compactas de drogas de gran potencia, derivadas de un opio inusualmente puro y de resina de Cannabis indica;[133] sin embargo, el anciano solo había consumido dos dosis y había escondido las otras en su persona, junto con algunos objetos cruciales: dentro de unas tiras largas de algodón que más adelante podrían servirle de vendas, había envuelto bien apretadas unas agujas de inyectar y algunos hilos de algodón empapados en alcoholes y aceite, un anillo con su sello privado y, por último, las restantes dosis de medicación, todo ello ante la minúscula posibilidad de sobrevivir al destrozo con la ayuda de sus acólitos. En caso de que ellos no pudieran hacer acopio de más drogas antes de acudir en su ayuda, necesitaría las dosis restantes para tolerar que se lo llevaran de la sede del rito, así como para soportar la costura de las heridas con aguja e hilo, intervención necesaria para evitar una sangría mayor durante una huida que, sin duda, sería apresurada. (Más adelante, por supuesto, él mismo reabriría las heridas para permitir el drenaje de todo el pus mientras se curaba con la ayuda de una limpieza y un tratamiento con miel, alcoholes fuertes y los jugos de cualquier fruta silvestre que pudiera encontrar).
Aquel bultito inocente lo había plegado dentro de una lámina más grande de algodón que podía atarse a las ingles como si fuera ropa interior, manteniendo así sus dosis secretas a salvo, encajadas bajo el escroto allá donde ningún sacerdote tendría demasiadas ganas de mirar. Sin embargo, pese a esos preparativos, el rescate que esperaba no había aparecido; o, mejor dicho, no había adoptado la forma que él esperaba. Antes de que sus leales alumnos pudieran llevar a cabo la liberación del anciano, aquella reina silenciosa, salvaje por completo y sin embargo sabia y majestuosa, había emergido del Bosque; sin embargo, en vez de darle el dauthu-bleith[134] que el hombre creía inevitable, había extendido su cuerpo extrañamente largo y ágil, como una criatura feral, para poder cortar a mordiscos las correas de nudos prietos que ataban al prisionero. En sus siguientes acciones, todas llevadas a cabo con suavidad, el anciano había podido sin duda constatar su compasión; cuando se tomó el tiempo necesario para consumir una dosis de sus medicinas y luego, una vez estas habían hecho efecto, coserse las heridas meticulosamente, ella exhibió también una gran paciencia. Solo cuando lo vio preparado se lo echó a la espalda y cargó con él hasta la cueva de la montaña en la que residía desde hacía mucho tiempo.
«Pero… ¿por qué lo hizo?», se preguntó el anciano durante muchos años desde aquel día, pues al respecto de este asunto, como de tantos otros, ella había guardado silencio; ese silencio propio de aquellos cuyo corazón se ha rasgado hasta tal extremo que ya no es posible repararlo y sus almas se quedan, desde entonces, sin voz. Con el tiempo, el anciano se había formado algunas ideas acerca de sus razones, que a medida que pasaban tiempo juntos podía formular con más detalle y acierto. Fuera cual fuese el pasado de aquella mujer, el anciano nunca puso en duda que las agonías de cuerpo y alma que le habían infligido al desterrarlo de la ciudad de Broken lo hubieran consumido —lo hubieran empujado, en última instancia, a terminar él mismo el trabajo iniciado por los sacerdotes de Kafra al blandir sus hachas— si sus años de exilio no se hubieran visto agraciados por aquel ejemplo sublime.
Porque había sido una gracia: no solo lo había rescatado y cuidado, también le había enseñado: le había mostrado las maneras de sobrevivir en el Bosque, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Y quizás el mayor milagro de su largo idilio en el bosque fuera que ella siguiera incorporando todas sus lecciones en el ejemplo: un ejemplo valiente, silencioso, instructivo. Ningún miembro de ninguna de las academias o museos en que el anciano había estudiado y enseñado, ya fuera del mundo conocido o de más allá —todos ellos grandes habladores— lo hubiera creído posible; ciertamente, ellos lo hubieran llamado brujería, pues así habían etiquetado siempre las clases cultas y los santones de Broken una buena parte de la obra del anciano. Pero si era brujería, había concluido él tiempo atrás, entonces la adoctrinación de los sacerdotes y las investigaciones de los filósofos desde la noche de los tiempos eran incorrectas; ciertamente, todo el desarrollo de la ética humana había sido un error y eso que llamaban brujería era, de hecho, el bien más profundo que una criatura pudiese abrazar.
De todos modos, no deberíamos creer que el anciano no tuvo sus propias dudas, tanto al respecto de su cordura como de las circunstancias de su supervivencia, durante los primeros años de los diez que pasó con la reina guerrera; sin embargo, las pruebas, la pura realidad de sus cuidados, de su tutela, se volvieron tan constantes que aquellas dudas, aun en el caso de persistir, se hubieran vuelto discutibles enseguida. Al final, no persistieron; como en lo esencial seguía siendo una criatura de curiosidad aventurera, el anciano hizo suyas bien pronto todas sus lecciones, sus pruebas, aprendió el millar de detalles vitales con bastante rapidez (sobre todo si tenemos en cuenta la cantidad de factores considerables que invitaban razonablemente a esperar que, en un lugar como el Bosque de Davon, el progreso de un anciano sin piernas fuera lento), pero, sobre todo, prestó atención a aquella virtud inicial que había visto en ella: la valentía con que se había ocupado de sus propios asuntos, al tiempo que atendía a las necesidades de él, sin dejar de sobrellevar en todo momento un dolor que nunca llegaba a sanarse, una tragedia que, además de subrayar la imperfecta curación de la herida del muslo derecho (que provocaba una leve cojera disimulada en parte al caminar, aunque no al correr), mantenía la herida de su espíritu, más profunda, siempre abierta y visible. Incluso en los momentos más benignos, el anciano detectaba cómo aquel dolor interior tironeaba de las comisuras de sus ojos atentos y a veces la impulsaba a bajar los hombros. Los bajaba, pero no se rendía nunca. Ella había transitado con esfuerzo por el dolor para responder a las exigencias de su nueva vida, la nueva vida de ambos, consciente (y, como siempre, dispuesta a demostrárselo al anciano) de que, si bien una cierta cantidad de sufrimiento podría resultar instructiva, el exceso de abatimiento podía matar; de que semejante exceso no representaba, ni de lejos, la manera más profunda de rendir homenaje a las almas de los seres queridos, ni a la memoria de una vida de sabiduría destruida por la ignorancia y el desdén; y de que, incluso si le asignaba el lugar adecuado, ese dolor, ese repudio del mundo y de las criaturas que lo habitan, no era una actitud que cupiera tratar con superficial indulgencia, como la que el anciano había visto poner en juego a tantos poetas, sino con respeto y, en definitiva, afán de superación…