Los hijos de Isadora Arnem le enseñan los restos de un misterio letal que solo ella puede llegar a comprender o incluso utilizar…
Con un vistazo tranquilo por una de las altas ventanas abiertas de la sala de estar que dan al original jardín de su casa, Isadora Arnem parece ocuparse al mismo tiempo de vigilar a sus hijos, que se han reunido junto al arroyo de su selva amurallada, y de prepararse para las diversas trivialidades que implica la existencia de una madre: coser, arreglar, pasar cuentas de la casa y escribir cartas. Y si su marido tan solo estuviera cumpliendo con sus funciones en el Distrito Cuarto, o si Sixt hubiera abandonado la ciudad para cualquier asunto militar sin importancia, esas serían sin duda las actividades en que Lady Arnem ocuparía, de hecho, la mente y las manos. Pero estamos a última hora de la tarde siguiente a la partida de los Garras y el inicio de su campaña contra los Bane en el Bosque de Davon ha complicado las cosas de manera alarmante para la familia de Sixt: Isadora ya ha recibido una requisitoria escrita por Lord Baster-kin, en la que expresa el deseo del Gran Layzin de saber cuándo pueden esperar los sacerdotes de Kafra que Dalin Arnem se incorpore como acólito…
Isadora no había cometido la estupidez de creer que la marcha de su marido pondría fin al asunto del servicio religioso de su hijo. Tampoco le sorprende del todo que Lord Baster-kin presione con este asunto: pese a la admiración que el sentek ha manifestado a menudo sentir hacia el Lord Mercader, Isadora tiene razones personales para sospechar que puede ser… problemático. Sin embargo, sí se había atrevido a esperar que la creencia de su marido en que su ascenso implicaría una cierta protección para su mujer y sus hijos fuera acertada; ahora, en cambio, ve que es precisamente ese ascenso, junto con la conveniente casualidad de que el gran soldado haya partido en campaña, el factor que ha terminado de decidir a los gobernantes de Broken. La importancia que el clero kafránico concede a la posibilidad de evitar que los Arnem se conviertan en un precedente peligroso para otras familias poderosas que pudiesen albergar también alguna duda a la hora de entregar a sus hijos al Dios-Rey (sobre todo, por los conocidos antecedentes de Isadora como aprendiza de Gisa, la curandera pagana) debe de haberse impuesto a cualquier atenuante: Isadora se maldice cada vez más por no haberse dado cuenta antes de la partida de Sixt de que ese cálculo podía incluso condicionar, de entrada, las órdenes que lo alejaban de la ciudad, sobre todo porque no suponía un atenuante, sino todo lo contrario, el hecho de que el séquito real prestara atención a los consejos del hombre a quien Isadora había conocido antaño, cuando era un joven rabioso y enfermizo: Rendulic Baster-kin.
Esos pensamientos y otros parecidos llevan todo el día y todo el atardecer dando vueltas por la mente de Isadora; no debería sorprendernos entonces que incluso esta mujer de fuerte voluntad se vea incapaz de encontrar la mínima compostura para permanecer sentada y ocuparse de las pequeñas tareas de la casa. Al contrario, ha decidido quedarse junto a la ventana de la sala que ofrece la mejor vista del jardín y de sus hijos y concentrar la mente en los sonidos que estos emiten mientras juegan: su bullicio cotidiano, libres ya de la restricción de los deberes y amparados por la libertad de su maravilloso jardín, siempre ha representado para ella tanto consuelo y entretenimiento como para sus hijos.
En cambio hoy se le niega incluso el consuelo comparativamente menor, y ya conocido, de los juegos entusiastas y las discusiones interminables de sus hijos: las voces que se cuelan hasta la sala, como la luz de la primavera a medida que el crepúsculo empieza a barnizar la ciudad con un profundo matiz dorado, transmiten un control artificial y una clara incomodidad. Lady Arnem se fija mejor y ve que sus hijos están reunidos en un círculo cerrado y hablan entre ellos en voz baja. Están concentrados en algo que Dagobert sostiene en una mano y la pequeña Gelie acaba de romper a llorar: no con gran agitación, como suele hacer en respuesta a las tribulaciones típicas como los insultos condescendientes, sino de pura tristeza, una tristeza tal que despierta grandes sospechas en Isadora al respecto del desconocido objeto que sostiene la mano de su hijo. Isadora conoce demasiado bien las criaturas que habitan el breck de sus hijos y además entiende mucho mejor que cualquier kafrano la importancia de esas criaturas: de hecho, la posibilidad de tenerlas a mano para su familia, cerca de casa, fue una razón importante, aunque tácita, para decir a Sixt que la idea de rehacer el jardín, planteada por los niños, era bien sana. Y ahora, en clara muestra de su preocupación, echa a andar deprisa hacia el recibidor delantero y luego cruza el umbral pétreo de la casa para salir a la terraza.
La primera que la ve salir es Gelie, con los ojos llenos de lágrimas. Pese a las advertencias de sus hermanos, echa a correr hacia su madre, que ya se encuentra en el sendero que acompaña al arroyo a lo largo del jardín.
—¡Madre! —exclama Gelie, echándole los brazos a la cintura y pisándole los pies con los suyos de tal modo que las fuertes piernas de Lady Arnem alzan a la niña y cargan con ella en su caminar por el sendero—. ¡Madre, tienes que ayudarnos!
—¡Gelie…! —le advierte Golo en tono enérgico.
Al contrario que Dalin (el hermano de edad más cercana a la de Gelie), siempre pensativo y taciturno, Golo tiene en todo momento la misma energía frenética[103] que su hermana menor.
—¿No has oído lo que acaba de decir Dagobert?
—Lo he oído, Golo —responde Gelie, desafiante—. Pero madre sabe más de estas pobres criaturas. ¡Por eso tenemos que decírselo!
—No te lo queríamos esconder, madre —explica Golo—. Pero sabemos que estas preocupada por padre y hemos pensado…
Incapaz de decidir cómo continuar, Golo mira a Dagobert (como tienen por costumbre los cuatro hermanos en los momentos de dificultad) y este —dueño de la piel clara de su madre y de los bellos rasgos de su padre— habla con la confianza propia del joven admirable y decidido en quien se ha convertido en estos últimos años.
—Creíamos que resolveríamos el problema solos y no queríamos que te preocuparas más todavía.
—No tendríamos que preocuparnos en absoluto —murmura Dalin, que se mantiene apartado de los demás y mira a su madre con el ceño fruncido—. Prestar tanta atención a esas criaturas es pecado. ¡Os estáis portando como paganos!
—Ay, no te des esos aires, Dalin —interviene Anje, siempre pragmática, al tiempo que se echa a la espalda su larga trenza de cabello dorado—. Estás enfadado porque no te dejan ir a la Ciudad Interior y la rabia te hace decir cosas que no crees. Deberías librarte de ella y ayudarnos, en vez de dar por hecho que un extraño deseo de cometer sacrilegios ha invadido a tu familia…
Aunque la consume la curiosidad, Isadora se toma el tiempo necesario para asentir y apreciar en gran medida, como tiene por costumbre, lo que dice su hija mayor.
—Cierto, Anje —contesta. Luego mira los rostros de los niños reunidos ante ella y pregunta—: Porque… ¿qué os he dicho siempre de dar por hechas las cosas?
Dagobert sonríe porque conoce la respuesta pero está ya demasiado cerca de hacerse hombre para seguir esos juegos infantiles claramente dedicados a los demás.
Es el dedo de la impulsiva Gelie el que se alza decidido desde el vestido de su madre al tiempo que ella grita:
—¡Eh! ¡Yo lo sé! —Tras apartar el cuerpo del escondrijo materno, la niña adopta una postura declamatoria y recita las palabras que su madre aprendió a los pies de Gisa, su maestra y guardiana—: «Dar las cosas por hechas es la variedad más perezosa del pensamiento y solo nos lleva a la debilidad y a las malas costumbres». —Luego, con el mismo tono de quien solo habla de memoria, y todavía con el dedito alzado, añade—: Pero, por favor, no me preguntes qué significa.
Isadora, algo menos angustiada después de esta exhibición, consigue reírse por un fugaz momento.
—Lo que significa —dice mientras alza a Gelie y gruñe al darse cuenta de lo rápido que está creciendo— es que dar algo por hecho sin haber reunido todas las pruebas disponibles y haber comprobado la fiabilidad de las mismas no solo es estúpido, sino también perjudicial.
—Pero no entiendo por qué, madre —responde Gelie, con los brazos cruzados—. Total, cuando visitamos los templos, o cuando estudiamos religión, parece que todo lo que aprendemos son maneras de dar las cosas por hechas sin tener pruebas.
—Gelie… —La voz de Isadora se vuelve severa un instante, aunque en el fondo se alegra de ver que hasta su hija menor es capaz de detectar la esencia supersticiosa de la religión kafránica. Sin embargo, por la propia seguridad de la niña, se ve obligada a advertirle—: Eso son cuestiones de fe, no de la razón. Y ahora… decidme qué estabais haciendo, aparte de pelearos y ensuciaros.
Sin dejar de mirar fijamente hacia la charca que se extiende en la base de la cascada del bosque, Dagobert dice:
—Es extraño, madre… Queríamos determinar si los tritones se han apareado ya, porque no veíamos ningún huevo. Y entonces hemos encontrado… —Sus palabras quedan suspendidas mientras observa el agua con auténtica preocupación—. Bueno, no estamos seguros, madre. Han salido, pero…
—¡Los pobrecitos se están muriendo, madre! —estalla Gelie.
—¡Gelie! —la regaña Golo—. Deja que se lo cuente Dagobert, tú no entiendes.
—Dejaos de discusiones ahora mismo —interviene Isadora, con una gravedad repentina e inexplicable—. Y enseñadme eso que os preocupa tanto.
Dagobert extiende una mano y su madre vuelve a pensar en la auténtica crudeza del dilema a que se enfrenta su familia al ver…
Dos tritones muertos, tendidos en la mano del muchacho. Tienen la piel oscura, casi negra, como cabe esperar; sin embargo, en diversos puntos de sus cuerpos, así como en las crestas que recorren sus espaldas,[104] se ven unas llagas enrojecidas, brillantes y abiertas. Son heridas pequeñas, como corresponde a los cuerpos delicados de los tritones, pero parecen dolorosas y el tamaño no las hace menos sorprendentes.
El horror de Isadora es tan evidente que por fin sus hijos guardan silencio.
—¿Cuándo las has encontrado, Dagobert?
El joven está perplejo.
—No son las primeras. Y no son los únicos animales que han muerto. Algunos peces, dos o tres ranas…
—Dagobert —insiste Isadora—, ¿cuándo empezaste a encontrártelas?
—Las primeras fueron… creo que hace una semana. ¿Qué es, madre?
—Sí, madre —dice Gelie, con el tono dominado por el miedo—. Dinos… ¿qué pasa?
Isadora se limita a presionarlos.
—¿Qué habéis hecho con todas las criaturas muertas?
Ahora es Anje la que responde:
—Las quemamos y enterramos las cenizas.
La muchacha señala hacia una extensión de tierra en la que aún no ha crecido la hierba.
—Anje —pregunta Isadora, dándose media vuelta—, ¿habéis cavado muy hondo?
—Sí, madre —responde Anje. Isadora agradece en silencio haber enseñado tan bien a su hija mayor—. Tenían una pinta muy enfermiza y tú siempre has dicho que estas criaturas, si mueren de enfermedad, hay que quemarlas primero y luego enterrar sus cenizas, sobre todo los animales como los tritones. Esos que tú llamas salamandras, madre.
—Sí, madre —interviene Gelie—. ¿Por qué las llamas así?
Todo el cuerpo de Isadora se echa a temblar, aunque el vestido esconde el estremecimiento momentáneo incluso para Gelie, que ya acude a su escondrijo habitual entre la ropa de su madre.
—Bien —dice Isadora—. Bien pensado, Anje, siempre puedo confiar en tu sensatez. Ahora, escuchadme todos: quiero que llevéis un registro, empezando por las primeras muertes que recordéis, y que llevéis cuidadosamente la cuenta, en los próximos días, de cuántas criaturas encontráis de cada tipo muriéndose con estos mismos síntomas. No toquéis el agua del arroyo, ni os la bebáis. Mandaré a los sirvientes a buscar agua a los pozos de los distritos Tercero y Cuarto, de momento, y usaremos también los depósitos de lluvia. Mientras tanto, atad a las puntas de unos palos largos las redecillas que vuestro padre os trajo de Daurawah y usadlas para sacar esas criaturas. ¿Me has oído, Gelie?
—Sí, madre —dice la niña, con un gemido protestón—. Pero yo no he tocado el agua. El que ha encontrado los tritones muertos ha sido Golo.
—Golo, si encuentras más y no hay una red a mano, sácalos con una pala. Hay que quemarlos y enterrar las cenizas bien hondas. Hacedlo bien: mostrad el debido respeto, no juguéis con los cadáveres, ni los cortéis.
—De acuerdo, madre —responde Golo en un tono que implica la confesión de que ha estado toqueteando ya dos o tres criaturas muertas.
—Pero… ¿son peligrosos? —pregunta Dagobert, con una preocupación bien masculina.
—En otros tiempos, mucha gente creía que eran criaturas de enorme poder —responde Isadora, sin dejar de estudiar los tritones muertos—. Hay quien todavía lo cree. Si esa gente tiene razón, parecería que la enfermedad que los mata tiene un poder propio y considerable. De todos modos, es posible que se trate de una enfermedad que solo los afecta a ellos. En cualquier caso, fijaos bien en vuestros cuerpos: si alguno de vosotros se siente enfermo o febril, o si descubrís en vuestra piel llagas como estas y da la casualidad de que yo no estoy presente, Anje, tenéis que acudir a alguna sanadora del Distrito Tercero. Cualquiera de ellas vendrá porque todas están en deuda conmigo. Es vital reaccionar deprisa. ¿Lo has entendido?
Anje parece cada vez más preocupada, pero asiente.
—Sí, madre.
—Ahora hemos de quemar estos. —Isadora ve que los niños han preparado una pequeña fogata rodeada por un muro de piedras apiladas—. Así que habéis preparado una pira… Bien. Hay que mantenerla encendida y cada vez que encontréis algo muerto, sea en el suelo o dentro del agua, quemadlo por completo y con todo respeto. Luego señalad el punto en que enterráis las cenizas para que más adelante no molestéis a los que ya están enterrados.
Golo, ese hijo a cuya boca acuden las palabras con tanta presteza como los rugidos del estómago a la hora de comer, retuerce la cara hasta formar una máscara de la incomprensión.
—¿Molestar? Pero si para entonces ya estarán muertos y quemados, cómo vamos a molestarlos…
Unos golpes en el portal del muro del jardín interrumpen al franco muchacho; es evidente de antemano que fuera, en el Camino de la Vergüenza, alguien está sufriendo un problema.
—¡Yo abro! —grita Dalin.
El muchacho da dos pasos rápidos pero enseguida una mano fuerte lo levanta del suelo tirando del cuello de su túnica. Dalin se da media vuelta y no es poca la vergüenza que siente al ver que quien lo ha detenido con tanta determinación es su hermana Anje.
—No tan deprisa, pequeñajo —dice Anje, para mayor mortificación de Dalin—. Iré yo a mirar quién es, no sea que te dé por contar a algún extraño que tus parientes se comportan como «paganos».
Después de tirar de él, Anje completa la humillación lanzándolo hacia Dagobert para que quede atrapado entre sus fuertes brazos.
—Estate quieto, hermano —ordena Dagobert, sin crueldad, pero con una autoridad contra la que Dalin no puede rebelarse.
Anje descorre el pestillo de la puerta del jardín, pero solo después de pedir a voz en grito entre las planchas de madera que se identifique quien ha llamado, pues la única respuesta que recibe es una voz débil de mujer. Tras abrir lo justo para permitir un intercambio breve y en voz baja, Anje levanta una mano para pedir a la mujer que espere y luego vuelve a cerrar la puerta.
—Madre —dice, tras dar media vuelta, incómoda—, fuera hay una mujer. Está encinta y afirma que vive al final del Camino, junto…
—Junto al muro del sudoeste de la ciudad —termina Isadora, mientras asiente; ha reconocido la voz que entraba por las grietas de la puerta—. Se llama Berthe. Me vino a ver por el parto, el niño estaba mal colocado, pero creía que eso ya estaba arreglado. ¿Viene por eso…?
—No, madre —la interrumpe Anje—. Ha venido por su marido.
Isadora suelta un suspiro y la exasperación se mezcla con la impaciencia para formular un sonido.
—Hak. Otro borracho inútil. Se llama Emalrec[105]. ¿Dagobert? —Se vuelve hacia su hijo mayor y por señas le indica que la acompañe—. En cuanto a los demás… —Isadora los abarca con una mirada y luego propone—: Anje, ¿te llevas a los demás con Nuen y le pides que los prepare para la cena? —Anje asiente con gesto obediente y lleva a sus hermanos menores hacia la casa mientras su madre camina en dirección a la puerta del jardín—. A ver a qué malvada estupidez han sometido ahora a esta pobre chiquilla…
Al salir del jardín, madre e hijo se reúnen con la mujer, que los espera unos pasos más allá del portal de los Arnem. Lleva un vestido muy ajado, más incluso de lo normal en el Distrito Quinto, y también padece una necesidad grave de limpieza. Sin embargo, tiene la belleza suficiente como para que quepa suponer que está verdaderamente desesperada para atreverse a cruzar el Camino en una noche como esta; porque son pocos los borrachos de la avenida que, decididos a violar a una joven bonita, tendrían escrúpulos por tratarse de una mujer casada o embarazada.
Isadora se acerca a la mujer, cuyo rostro muestra la expresión de miedo común a todas las mujeres honestas (o, cuando menos, sobrias) del Quinto; mujeres que nunca pueden estar seguras de si corren más peligro en la calle o en las casas que comparten con maridos borrachos y crueles. Berthe va cubierta con una sencilla prenda de saco recogida en la cintura que cumple las veces de túnica y falda, con costuras pobres y sin un blusón debajo que alivie la rozadura permanente de ese material tan burdo[106].
—¿Berthe? —pregunta Isadora, al tiempo que toca el hombro de la mujer—. ¿Es el bebé? ¿O acaso tu marido ha vuelto a…?
—No, señora de Arnem —ataja Berthe deprisa—. El bebé se ha calmado, al fin, gracias a tu ayuda. No, se trata de Emalrec, mi señora, como tu misma dices, pero no por lo que supones.
—¿Es la bebida? ¿No ha traído nada de comer para ti y los niños? Has de comer bien, eso ya lo hemos hablado…
Bertha menea la cabeza.
—No, Lady Arnem. Está enfermo, muy enfermo. Al principio creía que era la bebida: le daban esas fiebres tan altas, y le estallaba la cabeza. Pero no podía soportar el vino, lo escupía directamente y seguía vomitando toda la noche. Luego, esta mañana se le ha empezado a inflar el vientre y… —Berthe mira alrededor, como si le diera miedo terminar su historia.
Tras indicar por señas a Dagobert que vigile la calle, Isadora insta a Berthe a acompañarla al amparo de las sombras del portal del jardín.
—Dime —le pregunta, ahora en tono más amable—. ¿Qué es eso que te preocupa tanto que no puedes hablar de ello en la calle?
Berthe traga saliva.
—Esta tarde, todavía con fiebre, le han empezado a salir… Llagas, mi señora. En el pecho, y luego enseguida en la espalda.
El rostro de Isadora traiciona su alarma.
—¿Crees que puede ser la plaga[107], Berthe?
—¡No, mi señora! —susurra desesperadamente la joven—. Sí que lo creía posible, hasta esta noche. Pero las manchas no se han extendido y siguen rojas. Son dolorosas y da terror mirarlas, pero… no tienen nada negro.
Isadora cavila y recuerda las llagas de las salamandras.
—Entonces, crees que se trata de la fiebre del heno.[108] —Berthe asiente y no dice nada, pues la fiebre del heno puede expandirse por una ciudad con tanta rapidez como la plaga (aunque no sea tan mortal) y generar un pánico que se convierte a toda prisa en violencia contra los afectados—. En ese caso, habrá que ir a echarle un vistazo a ese marido tuyo. —Isadora toma la mano de Berthe—. Porque si es la fiebre del heno o cualquiera de las decenas de enfermedades parecidas… —Hace una señal a Dagobert con un mínimo movimiento de cabeza y él se acerca—. Dagobert —dice Isadora. Se lo lleva unos pasos más allá y le habla con urgencia—. Di a Nuen que saque algunos de mis vestidos viejos: un par de cosas de lana ligera, suave y cálida, y un blusón. Luego coge algunas de las prendas que todos llevabais cuando erais más pequeños. Está todo guardado debajo de mi arcón nupcial. También mantas, un jabón fuerte… Y dile a la cocinera que aparte una olla del estofado de venado que le vi preparar ayer para cenar y que la envuelva con la tapa bien apretada para que me la pueda llevar hasta casa de Berthe.
—¿Madre? —contesta Dagobert—. ¿Qué planeas hacer?
Pero la atención de Isadora ya se ha desviado.
—Si lo que sospecho acerca de este asunto es correcto, podría ofrecernos la oportunidad de regatear desde una posición de mayor fuerza, o al menos de cierta fuerza… —Se obliga a regresar a las preocupaciones inmediatas—. Iré a ver qué está pasando en casa de Berthe y en su barrio, e intentaré decidir qué es lo que aflige a su marido. No está tan lejos de aquí, aunque será a todas luces un viaje peligroso. Aun así, debo asegurarme de la Naturaleza de esta enfermedad antes de intentar emprender la aventura que vendrá después, más incierta. O sea… dile a Bohemer y Jerej[109] que traigan la litera.
Isadora se refiere a los dos criados varones de la familia, que son guardias, pero cumplen otras muchas funciones. Guerreros bulger[110] enormes y barbudos originarios de las tribus lejanas del sudeste de Broken, estos hombres cumplen las tareas duras de la casa y sus alrededores. Sin embargo, con más frecuencia acompañan a la ciudad a Sixt e Isadora Arnem, y a menudo a sus hijos, con un pequeño arsenal repartido entre las distintas cintas que ciñen sus cuerpos.
—Que cuiden a Berthe y esperen mientras preparo mi material de curaciones y me cambio de ropa. Diles que voy a ir a la ciudad y que se vayan preparando.
Esta orden termina con la paciencia que le queda a Dagobert.
—¡Madre! —dice, con una voz aguda que obliga a Isadora a clavar en él su mirada—. ¿Adónde pretendes ir? Ya se ha puesto el sol y en pocos minutos será de noche. ¿Qué locura se te está ocurriendo?
—Como te decía, iré primero a casa de Berthe —responde Isadora, como si esa idea no implicara entrar en el barrio más peligroso de la ciudad—. Y luego, suponiendo que todo esté como debe ser… O, mejor dicho, como no debe ser, seguiré.
La señora de Arnem explica entonces a Berthe que debe esperarla en el portal y no asustarse por esos hombres ciertamente inquietantes que pronto aparecerán con la litera de la familia. Sin embargo, Dagobert no queda satisfecho con su explicación y, mientras abre la puerta del jardín, pregunta:
—¿Y hacia dónde «seguirás»?
—Vaya, Dagobert —contesta Isadora en tono despreocupado mientras camina ágil hacia el jardín—, te creía suficientemente listo para decidir tú eso. Seguiré hasta la casa del Lord Mercader en persona.
Dagobert se queda boquiabierto, cierra de golpe la puerta desde dentro y, en pleno asombro, le pasa el pestillo.
—¿Al kastelgerd Baster-kin? —dice—. Pero…
Pero Isadora se da media vuelta y se lleva un dedo a la boca con urgencia para ordenar silencio.
—Delante de los demás, no, Dagobert. Ya te lo explicaré después. De momento, haz lo que te he dicho.
Dagobert entra en la casa pegado a su madre y buscando a otro miembro de la familia: Anje, que permanece al pie de la escalera central, esperándolos. La joven se acerca a su madre y su hermano y les explica que ha cumplido ya con sus diversos encargos y que Nuen está ya dando la cena a los demás, pero apenas ha terminado de pronunciar sus palabras antes de que Isadora la tome del brazo y empiece a pedirle ayuda para otras cosas.
—Ven y ayúdame a cambiarme el vestido, Anje —dice Lady Arnem, mientras sube a toda prisa la escalera—. Y necesitaré agua de rosas, además de galena para los ojos y pintalabios rojo amapola.[111]
Pese a su viril juventud, Dagobert reconoce todas esas órdenes como parte de un esfuerzo de su madre para prepararse, no tanto para la fealdad del barrio que, según ha anunciado, piensa visitar inicialmente, sino para el esplendor de su último destino, el Distrito Primero y, en particular, el Camino de los Leales, la mejor calle de la ciudad, en cuyo extremo se alza la residencia más asombrosa de Broken: el kastergeld Baster-kin, esa antigua casa de la que a menudo se afirma que, por la complejidad de su diseño, rivaliza con el palacio real, o incluso lo supera.
Dagobert intenta hacer llegar de algún modo lo que ha entendido a su hermana y para ello llama a Anje e Isadora mientras siguen subiendo las escaleras.
—Yo también he de cambiarme, madre, si vamos a visitar el kastelgerd del Lord Mercader.
La expresión con que Anje mira hacia atrás implica que ha entendido el significado de lo dicho por su hermano e intentará averiguar más de lo que se avecina mientras ayude a su madre a vestirse. Isadora, mientras tanto, no ve nada de eso y se limita a aclarar a Dagobert que piensa hacer sola la segunda parte del trayecto; luego le recuerda que se asegure de que esté lista la litera de la familia, así como los hombres que han de acarrearla, y después desaparece en su habitación con Anje.
Cuando la madre y la hija han terminado ya de transformar el vestido y la apariencia de Lady Arnem en un poderoso eco de la considerable belleza con que Isadora fue agraciada en su primera juventud y regresan a la escalera, descubren la verdadera intención de Dagobert: hay un hombre de aspecto extraño plantado en la base de la escalera, con armadura de cuero por encima de una camisa de malla de bronce, una espada de saqueador de curvatura gentil enfundada en una vaina de madera y piel y colgada de un cinturón amplio que rodea su cintura y con una mano apoyada en actitud imperiosa sobre el pomo de la espada. Se produce un silencio de asombro, interrumpido solo por los ruidos de las risas y discusiones de los tres hijos menores de los Arnem mientras consumen la cena en algún rincón lejano de la casa. Tras lo que parece un largo momento, es Isadora quien habla.
—¡Dagobert! ¿Y qué te crees que vas a hacer?
Pero Dagobert estaba preparado para esa reacción y la rabia sorprendida de su madre no lo pone nervioso. Da un deliberado paso adelante y le muestra un fragmento de un pergamino.
—Nada más que lo que me enseñaron a hacer, madre —afirma.
El pergamino que sostiene su hijo provoca un incómodo temblor en las entrañas de Isadora: sabe que recoger fragmentos de material escrito valioso para poderlos usar a la hora de emitir breves órdenes durante sus campañas es un hábito de su marido. Sin embargo, tanto Isadora como Anje, que sigue detrás de ella, solo cuando apartan la mirada de la pequeña misiva se dan cuenta de que Dagobert no se ha puesto una armadura cualquiera, como las que podría haber comprado por escaso dinero en el Distrito Cuarto, o intercambiado en los tenderetes del Tercero, sino un viejo uniforme de su padre, completado con una cota[112] de algodón desleído, adornada con el blasón del oso rampante de Broken: madre e hija saben que Dagobert jamás se atrevería a ponerse esas prendas, y mucho menos a tocar siquiera la espada que lleva al costado (una de las muchas que conforman la colección de Sixt), sin permiso de su padre.
Cuando Isadora baja la escalera y coge el trozo de pergamino que le muestra su hijo, se percata aún más —de golpe, como cuando antes apreció la plenitud de la madurez femenina de Anje— de lo alto y fuerte que se ha vuelto Dagobert: los brazos y el pecho llenan la camisa de malla que se ha puesto bajo la armadura de cuero, mientras que sus amplios hombros sostienen con hermosura los fragmentos de capas superpuestas de cuero que los cubren. Como no le queda otra opción, Isadora despliega el pergamino lentamente y lee el mensaje que contiene, escrito con la caligrafía sencilla de Sixt:
DAGOBERT: SI EN MI AUSENCIA TU MADRE SE ATREVE A SALIR DE NOCHE POR LA CIUDAD, AUNQUE SEA CON LOS SIRVIENTES, ÁRMATE CON MI MEJOR ESPADA DE SAQUEADOR[113] Y ACOMPÁÑALA. CONFÍO EN TI, HIJO MÍO. TU PADRE.
Por un instante, Isadora no aparta los ojos del mensaje; sin embargo, justo entonces sus hijos más pequeños, perseguidos por Nuen, irrumpen desde la habitación contigua a la cocina, donde estaban comiendo. Nuen, pese a moverse con rapidez, lleva un pequeño cazo cubierto con una tapa de madera y envuelto en una gruesa tela blanca; en una demostración de la agilidad extraordinaria propia de esta mujer pequeña y redonda, evita que se le derrame el guiso caliente incluso al detenerse abruptamente detrás de Golo, Gelie y Dalin. Ellos, como Isadora y Anje, se quedan atónitos al ver a Dagobert vestido como un experto veterano, tanto que se ven obligados a abandonar sus juegos por un momento.
—¡Dagobert! —grita Golo, feliz—. ¿Te vas con padre a luchar contra los Bane?
—No seas ridículo —interviene Gelie, con una breve carcajada que provoca una mirada amarga de Dagobert. Gelie se da cuenta de que no era muy sabio burlarse abiertamente de su hermano y añade—: Aunque estás impresionante con esa armadura vieja de padre, Dagobert. Si no vas al Bosque… ¿adónde vas?
—Eso es una cosa entre padre y yo —responde él, moviendo la mano hacia abajo para agarrar la empuñadura de su espada de saqueo con lo que espera que parezca un estilo significativo—. Mete la nariz en tus asuntos, Gelie. Aunque la tengas pequeñaja, alguien podría cortártela.
La mano de Gelie se apresura a tapar la cara como si, efectivamente, alguien pudiera rebanársela en cualquier momento y Dalin se echa a reír.
—¿De verdad lo crees? —se burla—. ¿Esa es tu idea de cómo se reafirma un pallin de las legiones del Dios-Rey, Dagobert? ¿Amenazando a una chiquilla? Ya descubrirás que no es así.
—Ya basta, señorito Dalin.
El tono de Nuen no es impertinente, y además dedica un pequeño gesto deferente hacia Isadora, un movimiento que podría parecer insignificante según los hábitos de Broken, pero la señora de la casa sabe que en la tribu de saqueadores de Nuen sería interpretado como señal de extremo respeto. La sirvienta subraya el significado al dejar el cazo con el guiso en una mesa y desplazarse con más velocidad que un animal del bosque para coger a Dalin por los hombros con verdadera fuerza. Se agacha, entrecierra tanto los ojos, ya de por sí estrechos, que apenas son distinguibles en la amplia cara, y murmura:
—¿Te vas a comportar como un mocoso irrespetuoso delante de tu madre?
No es ni mucho menos la primera vez que Isadora siente un profundo agradecimiento hacia Nuen (cuyo hijo, tan solo un año mayor que Golo, se fue ayer mismno con el khotor de Sixt Arnem, como skutaar del propio sentek), pero la costumbre no vuelve menos apreciable su intervención.
—Gracias, Nuen —dice Isadora, intentando mantener la calma con toda la compostura posible; luego mira a cada uno de sus tres hijos menores con el ceño fruncido y declara—: Y ahora, vosotros tres… arriba. Si me hacéis caso, puede que me deje convencer para permitir que Nuen os cuente historias de saqueadores.
Hasta la cara de Dalin se ilumina un poco, pues ni siquiera en la biblioteca de la ciudad hay leyendas o historias que puedan rivalizar con la emoción de los cuentos aterradores de Nuen, sobre complejas batallas y ríos de sangre, sobre hombres que cabalgan a lomos de sus pequeños caballos tan rápido y con tanta dureza que, según se dice, pueden cocinar carne entre sus muslos desnudos y la grupa del animal; son famosos sus cuentos sobre los cráneos de los enemigos caídos y ejecutados, amontonados en pilas altas como montañas…[114] Y el hecho de que los relate una narradora tan engañosamente dócil solo sirve para acrecentar su capacidad de emocionar, por mucho que se repitan.
Consciente de que los niños van a estar muy agitados durante la noche después de esas historias, pero también de que su señora tiene, en este momento, problemas mayores que resolver como para que sus hijos estén todo el rato haciéndole preguntas, Nuen se vuelve hacia Isadora, arquea una de sus cejas largas y finas y hace una sola pregunta:
—¿La señora está segura?
Isadora asiente y suspira ante la inevitable perspectiva de pasar la noche en vela.
—Sí, Nuen —dice—. Agradecería mucho tu ayuda, ahora mismo…
Los tres hijos más jóvenes se dirigen con afán hacia la escalera y Golo y Dalin desaparecen enseguida, escalones arriba. Solo Gelie, al pasar junto a Isadora, se detiene a comentar el misterio de que su madre se haya puesto su mejor vestido verde y ese collar de oro tan pequeño como precioso, además de ponerse ese barniz con tinte de amapola que tanto le embellece los labios y las líneas de galena negra gracias a las cuales sus ojos parecen más grandes y misteriosos todavía. Pero Anje se apresura a intervenir y toma a su hermana de la mano.
—Tú y tus preguntitas, venid conmigo, pequeña emperatriz —dice a su hermana—. Ya te enterarás de todo cuando vuelva madre. Y si no te das prisa te perderás la ocasión de oír horrores nuevos de los saqueadores…
Isadora vuelve a inflarse de orgullo por su hija mayor y se da cuenta de que bien pronto habrá que buscar a la doncella un pretendiente adecuado; es decir, uno que le permita establecer un hogar y supervisarlo, Isadora está segura, con más sensatez que este en el que se ha criado. Esos pensamientos se confirman cuando Anje dedica una última mirada a su madre, sabedora de que Isadora no le ha revelado todos sus planes, pero dispuesta a aceptar que tendrá buenas razones para ocultarlos. La muchacha apenas llega a susurrar las palabras:
—Ten cuidado, madre.
Y persigue a Gelie, escaleras arriba. Por un momento, la admiración de Isadora se convierte en melancolía ante la idea de lo cerca que está de perder a esta hija en la que tanto ha llegado a confiar…
Al fin, ya solo tiene delante a Dagobert; los rasgos de Isadora se oscurecen de pronto, aunque quizá no tanto como a ella le gustaría, o como pretende.
—Dagobert, ¿te imaginas —empieza— qué diría y qué haría tu padre si te viera con esta ropa?
Sin embargo, Dagobert se defiende con una firmeza admirable:
—Me imagino que estaría encantado, madre, al ver que he seguido al pie de la letra sus instrucciones.
Tras una pausa para considerar todo el asunto, Isadora termina por preguntar:
—¿Y cuándo, dime, se os ocurrió este plan a los dos?
—Ayer, cuando él salió de casa. Fingió que se había olvidado el cetro del yantek Korsar, el cetro del comandante supremo del ejército, y fue a buscarlo. Al regresar con él, también me pasó la nota.
—Muy listo… —Isadora calla y se reprocha en silencio haberse dejado pillar con la guardia baja, pero luego asiente con gesto desafiante—. De acuerdo, entonces —dice sin entusiasmo—. Vendrás conmigo, si ha de ser así. Pero espérame en el jardín mientras saco del sótano mi equipo de sanación.
Isadora camina rápidamente hacia una puerta que queda detrás de la escalera y lleva a los gélidos confines de la cámara inferior de la casa, donde se almacenan las provisiones familiares de vino, aceite, hierbas, tubérculos y carne. Los niños tienen prohibida la entrada a este lugar porque también aquí es donde Isadora conserva sus provisiones de ingredientes para sus medicinas, y donde mezcla esas pócimas. El toqueteo de ingredientes tan peligrosos por manos ignorantes, según han oído los hijos de los Arnem desde su nacimiento, podría provocar la enfermedad y la muerte; por eso, pese a tratarse de una tropa que suele hacer caso omiso de las normas, todos obedecen esa restricción doméstica sin cuestionarla.
Eso no significa que ese lugar no les haya provocado una gran curiosidad; en estos últimos meses, los interrogatorios de los dos Arnem más mayores se han vuelto más insistentes. Hay muchas razones para ello, y la más importante serían los continuos comentarios de los niños ajenos al Distrito Quinto acerca de que Isadora se crió con una bruja. Aunque la estudiosa Anje ha determinado con rigor que la vieja Gisa no era uno de esos seres malignos, también se ha convencido de que sí era una adepta de la antigua religión de Broken. Esa hipótesis no ha sido confirmada por las investigaciones emprendidas por Dagobert con su fino oído, llegando en más de una ocasión a pegar la cabeza al suelo del recibidor, en la planta principal de la casa, para obtener alguna pista de cuanto ocurre allá abajo. Y es que, si bien las paredes del sótano están hechas de la misma piedra burda en la que se excavó la mayor parte de la ciudad, los techos no son más que la cara inferior del suelo de tarima del piso superior. Esas tarimas quedan suavizadas y selladas, en invierno, por pieles y alfombras; pero a la primera insinuación del tiempo cálido todas esas capas desaparecen y el suelo queda desnudo.
Esta misma tarde está el suelo despejado, lo cual concede un momento inusualmente propicio a Dagobert para arriesgarse a pegar el oído a las rendijas entre las tablas del suelo para ver si su madre se limita a recoger las botellas y las jarras de arcilla de esas mezclas secretas que han mantenido su fama como sanadora o si aprovecha para llevar a cabo alguna otra tarea; tareas que se revelan por una serie recitados misteriosos de los que, en más de una ocasión, Dagobert ha alcanzado a oír algún fragmento.
Hay una expresión común en todas las cosas que Isadora dice cuando está sola en el sótano, una expresión que, desde el principio, no parece muy relacionada con la medicina o, en cualquier caso, no de manera específica. Siempre ha parecido que se trataba, más bien, de una llamada a algún dios, un dios cuyo alto oficio era y, al parecer, sigue siendo el de Allsveter[115]: All-father, padre de todo, un título que, según han descubierto Dagobert y Anje en sus estudios, se otorgó a menudo al jefe de los viejos dioses de Broken, un ser llamado Wodenez, cuya imagen han visto los niños en un broche de plata que su madre lleva a menudo prendido en la capa. Isadora siempre ha explicado que ese broche era simplemente el regalo de la mujer que la crió y le enseñó todo, Gisa, la supuesta bruja, en el lecho de muerte.
De nuevo esta noche, con los pequeños en el piso superior, sumidos en el silencio gracias a la ferocidad de los saqueadores de los cuentos de Nuen, Dagobert oye esa expresión a través del suelo de la sala; esa y una más, una que, pese a pronunciarse en la lengua de Broken que él conoce y pese a que, con toda claridad, no incluye nombres de ninguna entidad, contiene algún secreto que la vuelve tan extraña como la anterior. “Dime, gran Allsveter” —parece suplicar Lady Arnem cuando el aire frío y húmedo transporta sus palabras entre las rendijas del suelo hasta los oídos de su hijo—. ¿Qué puede significar todo esto? ¿Por qué consume la fiebre a estos grandes espíritus, siendo precisamente el elemento que ellos dominan, incluso cuando habitan en el agua helada o cerca de ella? ¿Qué fuerzas supernaturales crean esta enfermedad tan terrible que, según las runas,[116] augura grandes peligros para esta ciudad? ¿Qué sentido puede tener una adivinanza tan extraña? “¿Cómo harán el agua y el fuego para conquistar la piedra?”
Dagobert alza la cabeza, confundido en extremo; sin embargo, sin darle apenas tiempo a sumirse en el desconcierto de las últimas palabras de su madre, le llegan desde abajo los amables sonidos del fin de los preparativos: los tapones de viales y botellas que luego regresan a su sitio. En cuanto suena el primer paso de los pies de su madre sobre la escalera de piedra tallada en una pared del sótano, el joven se levanta, agarra el cazo de guiso que Nuen había dejado humeando en la mesa, sale por la puerta de la casa e intenta calmarse caminando arriba y abajo por la terraza con la ilusión de que su porte transmita una sensación de espera confiada.
Pronto se acerca su madre y, con su caja negra de provisiones médicas bien aferrada bajo el brazo, pasa junto al joven sin decir ni una palabra, como si sus preparativos en el sótano la hubieran reconciliado un poco al menos con el acuerdo secreto entre su hijo y el padre. Dagobert la sigue indeciso al ver que Isadora echa a andar deprisa hacia la puerta de la pared sur del jardín, que abre con un movimiento ágil, revelando así la fuerza que posee en los momentos de rabia y peligro. Ha anochecido del todo y, al no haber salido todavía la Luna, la única luz que ilumina el Camino de la Vergüenza es la que procede de las antorchas y fogatas que se alimentan del combustible que los borrachos residentes en esa calle hayan conseguido rapiñar o robar. El sonido de las carcajadas sin sentido se ha vuelto más potente y frecuente ahora, así como más insistente, y por ello obliga a quienes siguen enzarzados en absurdas discusiones a intercambiar a voz en grito sus acusaciones e insultos sin sentido.
Cerca de la puerta del jardín de los Arnem está lista ya la discreta litera de la familia.[117] El marco de madera ligera y el banco sencillo con sus asientos acolchados están envueltos en lana gruesa, pese a que el aire es más caliente de lo que correspondería a la estación y normalmente haría más conveniente el uso del algodón. Esas coberturas ofrecen una intimidad sencilla y eficaz a quienes viajan en el interior, mientras que el marco ofrece comodidad sin lujos y, al ser ligero, permite que dos hombres fuertes acarreen en él a uno o dos ocupantes sosteniendo unas varas de unos cuatro metros que se sujetan con asas a ambos lados del artilugio. En el caso de los Arnem, los encargados de transportarlos son dos hombres enormes, de negras barbas, uno de los cuales lleva una armadura ligera y gastada —de cuero, sobre todo, aunque reforzada en los puntos vitales con simples planchas de acero—; los dos transmiten una consistente impresión de suciedad, pese a que se bañan a menudo.
—Buenas noches, mi señora —saluda el gigante instalado al frente de la litera, Bohemer, en tono respetuosamente jovial. Luego saluda con una inclinación de cabeza al joven, que tiene más pinta que nunca de ser el jefe de su clan—. Señor Dagobert —añade, con una sonrisa apenas visible entre la espesa barba.
—Lady Arnem —saluda Jerej, el hombre que va detrás, un poquito menos musculoso y con la barba levemente más rala.
Luego, igual que su compañero de tribu, dedica una mueca cómplice a Dagobert y este se la devuelve con una sonrisa, pues no cabe de duda de que ser admitido como camarada por este par es todo un honor.
Eso no implica que esos saludos, en este momento, sean inteligentes: Isadora, que ya venía disgustada, sospecha de inmediato y con razón que su marido y su hijo avisaron por adelantado a estos hombres de la posibilidad de que el joven participara en esta clase de aventuras nocturnas, y se le agría el humor. Los fulmina con la mirada de uno en uno y luego los golpea con sus palabras:
—¡Silencio! ¡A callar todos!
Isadora sabe que Bohemer y Jerej son tan ferozmente leales a la familia Arnem como la buena de Nuen; pero también sabe que, sin ninguna duda, les produce la misma satisfacción que a su marido la idea de servirse de este plan para hacer del joven Dagobert todo un hombre. Y aunque agradece que estén presentes para apoyar a su hijo cuando el grupito descienda a las peligrosas calles que rodean la casa de Berthe, no tiene ninguna intención de que se le note. Al contrario, menea la cabeza con una determinación tensa, ayuda a Berthe a montar en la litera y luego se sienta con la mayor rapidez posible.
—De acuerdo, entonces —proclama desde dentro—. Ya sabéis adónde vamos. ¡Adelante!
—Sí, Lady Arnem —responde Jerej, mientras entre él y Bohemer alzan la parihuela con un movimiento tan bien practicado que apenas sacude a las mujeres.
—Señor Dagobert… —propone Bohemer en voz baja, aunque no tanto como para impedir que aumenten el orgullo y la confianza que provoca en el joven la creciente camaradería—. Quizá tengas a bien guiarnos, ¿hacia la izquierda y adelante?
Dagobert asiente con mayor entusiasmo todavía y mantiene la espada de saqueador apenas un poco desenvainada, lo justo para exponer la empuñadura, de modo que le permita blandirla con rapidez. Sus ojos escrutan con intensidad la multitud que se mueve ante ellos, como si fuera un soldado de gran experiencia, capaz de distinguir un peligro a la primera señal. Pronto el grupo empieza a avanzar hacia el sudeste por el Camino de la Vergüenza, donde no son percibidos como ricachones intrusos, sino como personas importantes que, en vez de estar de paso por el distrito, pertenecen al mismo: personas cuyos intereses, en suma, merecen respeto.
—He de decir, joven señor —anuncia Bohemer a Dagobert, todavía en tono confidencial—, que me complace que hayas prestado atención a las lecciones de tu padre, pues apostaría una Luna en sueldos a que necesitaremos de tu espada antes de poner fin a este asunto. Si no es en la parte más pobre de la ciudad… —Dagobert se vuelve y comprueba que Bohemer habla con intención genuina—, será en la más rica…