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El ocaso en el Alto Templo trae consigo a unos Visitantes extraños y asombrosos…

Al convertir el kafranismo en la religión confesional de Broken —y convertirse a sí mismo en deidad—, Thedric, el hijo parricida del Rey Loco Oxmontrot, hablando por boca del primer Gran Lay­zin, prometió crear grandes obras en el nombre de su «verdadero padre»: el dios dorado. En poco tiempo completó el Alto Templo de Kafra (por el cual Oxmontrot jamás había mostrado más que un interés pasajero) y aumentó sobremanera la belleza de su diseño. Por medio de los rituales que allí se celebraron a partir de entonces, los destierros que Oxmontrot había instituido como método pragmático para forjar un pueblo unido, capaz no solo de crear una ciudad impenetrable, sino de defenderse en el campo de batalla contra las hordas conquistadoras a las que se había enfrentado el Rey Loco durante sus años al servicio del Lumun-jan, se convirtieron en columnas inalterables de la nueva fe del reino. Al poco tiempo estaba ya construida la Sacristía sobre la tierra que separaba las paredes orientales del Templo de la cara interna de la muralla de la ciudad, que miraba al oeste; otro tanto ocurrió con el estadio, que se alzó donde antes había un segundo cuartel, más pequeño, destinado a la vigía del norte del ejército de Broken. Y por último, junto a la Sacristía se levantó la Casa de las Esposas de Kafra, cuyo segundo piso se convirtió en residencia oficial del Gran Layzin. La amplia terraza que se abría desde la espléndida alcoba del Layzin ofrecía una vista excelente del Lago de la Luna Moribunda, dentro de la Ciudad Interior, así como de los pisos superiores del palacio real, mientras que un pasillo nuevo discurría por debajo de la Casa de las Esposas de Kafra para conectar el Templo, al Layzin y las Sacerdotisas directamente con el palacio y la familia real. Pero esos añadidos eran de orden meramente práctico, diseñados para facilitar los secretos propios de la vida de los gobernantes de Broken y los asuntos de los clérigos; solo la terraza y el balcón de la alcoba se construyeron por pura indulgencia, con la intención de que el sacerdote principal de Broken tuviera una vista de la Ciudad Interior, de modo que pudiera mirar mientras las aguas negras del Lago reflejaban el sol del ocaso.

Para la larga sucesión de grandes layzines, que nunca reclamaron ni pretendieron tener condición divina, la vida en la Casa de las Esposas supuso un alivio de las responsabilidades, a veces abrumadoras, que implicaba la tarea de dar voz (y, con más frecuencia que lo contrario, también inventarse) a los edictos de los distintos dioses-reyes, cuyas opiniones acerca de asuntos mundanos y seculares, por estar ellos algo apartados del mundo, más bien parecían de utilidad limitada. Las cargas de los layzines, a principios de la nueva vida de Broken, se veían aliviadas por el ascenso del líder del Consejo de Mercaderes de la ciudad a la condición de Primer Asesor del reino. Al fin los layzines podían trasladar la más onerosa de sus cargas a un hombre de mundo, más preparado que ellos para tratar esos asuntos, y ya iba siendo hora: el aumento de tribus salvajes por todos los flancos de Broken, durante las primeras generaciones de la existencia del reino, exigía algunas respuestas muy «seculares».

Los sucesivos lords del Consejo de Mercaderes demostraron ser, afortunadamente, hombres de gran dedicación. De hecho, fueron tan eficaces (sobre todo cuando contaban con el apoyo, como solía ocurrir, de aquellos hombres de una lealtad sin parangón que alcanzaban el cargo de yantek del ejército de Broken), que los lay­zines tuvieron tiempo para concentrar la mayor parte de sus energías en elaborar con precisión el modo en que la búsqueda sublime de la perfección física y la obtención de riquezas debía gobernar la vida cotidiana de la población del reino. Y esos hombres han creído siempre que no hay ningún lugar sobre la tierra de Kafra más apropiado para esas cavilaciones, entonces como hoy, que la terraza superior de la Casa de las Esposas de Kafra, donde sus elevados pensamientos se han visto en todo momento envueltos en el poderoso aroma de las rosas silvestres que trepan los muros de los jardines colindantes.

El hombre a quien hoy llaman Gran Layzin ha obtenido un placer singular de los placeres sencillos que ofrece la retirada terraza desde que ocupó el cargo por primera vez; esta noche —mientras se reclina en un sofá de piel, trabajada por manos expertas, sobre el que se desparraman los cojines enfundados en seda y en la más suave lana que pueda encontrarse, orientado de tal modo que disfruta de la asombrosa vista que ofrecen el Camino Celestial al sur y la Ciudad Interior al oeste— sus pensamientos vuelven hacia los gloriosos y serenos primeros años de su servicio. Años llenos de oportunidades aparentemente ilimitadas para garantizar la juventud sostenida y la vitalidad —en definitiva, la inmortalidad— de su amado y joven Dios-Rey, Saylal; llenos, de hecho, de la promesa de que no solo la belleza sagrada y la fuerza del ser divino podrían salvarse para siempre de la corrupción y la muerte, sino que otro tanto ocurriría con esas mismas cualidades entre sus sacerdotes y sacerdotisas, siempre y cuando pudieran entenderse mejor para ofrecer mayor oposición a los procesos. Todo eso le había parecido alcanzable… antaño.

En cambio ahora, mientras su mente regresa inevitablemente a la partida, hoy mismo, de quinientos hombres escogidos entre los mejores jóvenes de la ciudad para enfrentarse a un problema que, como el propio Layzin sabe, va más allá de los Bane, el hombre se descubre a sí mismo levantándose para cerrar un lado del juego de cortinas de fina gasa que cuelgan en la terraza; descubre que le apetece, cosa extraña, ocultar la vista de la Ciudad Interior y del Lago de la Luna Moribunda y luego sentarse de nuevo para mirar fijamente la larga avenida por la que han desfilado en su salida de la ciudad esos quinientos hombres casi perfectos, comandados por un hombre que, pese a la imperfección de sus orígenes, ofrece al menos una perfecta lealtad.

Y mientras piensa en esas cosas el Layzin suspira…

Sigue vestido aún con las túnicas ceremoniales, del más suave algodón blanco que puede conseguirse entre los mercaderes de Broken; bebe el vino blanco dulce elaborado con las uvas originales del Valle del Meloderna. Desde abajo le llegan las risas frecuentes de las Esposas y de otras sacerdotisas, que representarían un perfecto acompañamiento para este hermoso anochecer primaveral. Sin embargo, al mirar hacia la derecha del Camino Celestial y hacia las puertas de la Ciudad Interior (cuyos muros encierran no menos de cuarenta ackars[100]), observa algunos destacamentos de la Guardia de Lord Baster-kin en pleno cambio de guardia; se desvanece el placer de las rosas y las risas. «Pero se está haciendo todo lo posible, eso seguro…», se dice. Y luego acude la duda persistente: «¿Será suficiente?».

A su derecha, las cortinas de gasa recogen la luz dorada del ocaso primaveral, que todo lo afila; la misma luz que ha hechizado a tantos layzines antes. Las cortinas aplacan el brillo, de modo muy parecido a como el vino empieza a calmar el alma del Layzin; y una brisa ligera sacude levemente la tela, para hacer luego lo mismo con otras cortinas parecidas que cubren el arqueado umbral de su dormitorio. De repente, entre esas últimas cortinas el Layzin ve la silueta de un grácil sirviente que se acerca. Reza en silencio por que el sirviente no traiga nuevos informes, ningún rumor de nuevos problemas en los rincones más lejanos del reino y, sobre todo, ninguna noticia de nuevos envenenamientos: de hecho, al Layzin le gustaría no recibir ningún mensaje.

Mas sabe que no puede ser así: menos, en este momento de la vida del reino. Por eso no le sorprende que el joven —de unos diecisiete años, con un cuerpo poderoso y claramente visible a través de su propia túnica de puro blanco— salga con delicadeza a la terraza, apocado ante la idea de molestar a su señor.

—No pasa nada, Entenne —le dice el Layzin en tono suave—. No estaba durmiendo.

—Gracias, señor —contesta el joven Entenne—. La bendita Primera Esposa de Kafra ha regresado del Bosque de Davon.

—Ah. —El Layzin suelta su copa, convencido de que sus oraciones han obtenido como respuesta una buena noticia—. Excelente.

El joven se frota las manos, inquieto.

—Al parecer tuvo un… un encuentro, señor. Ella misma os lo podrá contar mejor, estoy seguro.

El Layzin parece dolorido.

—De acuerdo. Hazla pasar.

El muchacho abandona la terraza deslizándose con el mismo silencio que al entrar; al poco, llega una joven con una melena larga y llamativa de cabello negro y ojos verdes brillantes. Lleva un vestido negro ribeteado de plata y se acerca al Layzin con pasos seguros que provocan el asomo de sus piernas, de extraordinaria firmeza, entre los largos tajos laterales. Se arrodilla, toma la mano en que lleva su anillo el Layzin cuando este se la ofrece y besa la piedra azúl pálida, que parece más pálida todavía bajo el brillo de sus ojos verdes. Da un segundo beso a la piedra, luego un tercero, y después se lleva la mano al cuello y aprieta.

—Señor, lo he conseguido. En el nombre del Dios-Rey, y por su bien. El animal está dentro del palacio. Los niños están fuera.

El Layzin se inclina hacia ella.

—¿Y ese «encuentro», Alanda?[101]

La mujer alza la mirada hacia él, sonriendo, aunque momentáneamente preocupada.

—Un grupo de expedicionarios Bane, Eminencia. Antes de que sonara su Cuerno. No hubo daños. Creo que ellos sospechan que era brujería.

El Layzin toma en su mano el mentón de la mujer y admira la perfección de ángulo y talla.

—¿Quién iba a decir que se equivocarían tanto? A veces me pregunto… —Se pone en pie—. El animal es para esta noche. Saylal está muy ansioso. Y los niños… ¿Estaban de acuerdo sus padres?

—Sí, Eminencia, solo era cuestión de dinero.

—¿Y qué edades tienen?

—El chico tiene doce años; la chica, trece.

—Ideal. Los tenemos que preparar de inmediato. Los otros… —El Layzin mira una vez más hacia los guardias plantados ante las puertas de la Ciudad Interior—. Los otros mueren tan rápido que no nos da tiempo a deshacernos de sus cuerpos. Y cada vez cuesta más dar la bienvenida a quienes los sustituyen, sabiendo… —Se levanta—. Pero hay que hacerlo. Así que… tráemelos, Alandra.

La mujer parte y, durante unos momentos desconcertantes, el Layzin intenta, con todas sus fuerzas, seguir mirando hacia la ciudad; hacia cualquier lado, menos el oeste, donde…

La mujer reaparece, ahora acompañada por dos niños vestidos con ropas de tela burda. Tienen el cabello rubio, con ojos claros que miran desde sus caritas pálidas, llenos de asombro y miedo. Guiados por la mujer, se acercan al Layzin, que los recibe con una sonrisa amable.

—¿Sabéis por qué estáis aquí, niños? —pregunta. Tanto el niño como la niña sacuden la cabeza y el Layzin se ríe en silencio—. Vuestra familia os ha entregado al servicio del Dios-Rey Saylal. Eso significa algo muy sencillo…

El Layzin alza la mirada al oír el tintineo musical del vidrio y ve que Alandra, dentro del dormitorio, está preparando dos vasos de color azul oscuro con agua de limón, unos cristales granulados nuevos que se llaman sukkar[102] (por cuyo sabor casi todos los niños, y algún que otro adulto, darían cualquier cosa) y un tercer ingrediente contenido en un vial de cristal. El Layzin mira de nuevo a los niños.

—Tenéis que obedecer a cuanto se os diga, con placer cuando sea posible, pero sobre todo sin preguntar: si dudáis, pondréis en peligro vuestras almas y las de vuestros familiares. A Kafra le deleita la prosperidad del Dios-Rey y al Dios-Rey le deleita la obediencia de sus sirvientes. Venid, tomad esto…

El Layzin coge los dos vasos que sostiene Alandra y se los pasa a los niños. Al principio beben con precaución y luego, tras haber probado el dulzor del líquido, con más ganas.

—Bien —dictamina el Layzin—. Muy bien. Ahora… —el Lay­zin planta un beso tierno a cada niño en la frente— id con vuestra señora —murmura—. Y acordaos: siempre obedeced.

Más confusos que al entrar —aunque menos molestos por ese estado de confusión—, los niños salen de la habitación detrás de la Primera Esposa de Kafra.

—¿Entenne? —llama el Layzin con voz suave. El joven sirviente aparece—. Ve corriendo a la casa de Lord Baster-kin. Dile que no me encuentro bien después del cansancio de todo el día, y no podré acudir a su cena. Exprésale mis disculpas.

Entenne asiente e hinca una rodilla en el suelo.

—Por supuesto, Eminencia —dice.

Planta un beso en el anillo de su señor y parte enseguida.

Entonces el Layzin se tumba en uno de sus sofás, con la grave determinación de disfrutar de lo que queda de la puesta de sol. De pronto se ha dado cuenta de que gran parte de su inquietud, esta noche, se ha debido a la insistencia de Lord Baster-kin, con su característica crueldad, en que el asunto de la entrada del hijo del sentek Arnem en el servicio sagrado se le plantee con urgencia de inmediato a la esposa del gran soldado. «Si tanto te importa este asunto —le ha replicado al final el Layzin a Baster-kin esta misma noche, más pronto—, ¿por qué no te ocupas tú mismo?».

Tendría que haberse dado cuenta de que era justo el tipo de encargo que encantaría al Lord Mercader.

Algunos momentos más dedicados a otras cavilaciones similarmente irritantes siguen ofreciendo escaso alivio al Layzin; su estado de ánimo no mejora de verdad hasta que alcanza a ver que el joven Entenne abandona la Casa de las Esposas y avanza por el Camino Celestial, casi vacío. La agradable imagen de su sirviente favorito a la carrera hacia el sudeste para entrar en la sección residencial más rica del Primer Distrito hace que el Layzin se maraville, como tantas otras veces, de la potencia y elegancia de las piernas de Entenne, largas y musculosas. Luego se disipan todos los pensamientos sobre las preocupaciones de Lord Baster-kin, agresivamente piadosas (aunque no cabe duda de que son patrióticas y leales, termina decidiendo el Layzin), en cuanto el mensajero desaparece de su vista. Entonces, su Eminencia se permite tumbarse más y descansar del todo mientras la luz dorada y polvorienta que llena la ciudad a esta hora divina y pacífica empieza a ceder terreno lentamente ante la caída de una noche igualmente serena; también se permite esperar —o incluso creer— que todos los de Broken estén bien todavía, pese a las enfermedades ocultas que afectan a todo el reino, desde las profundidades del Lago de la Luna Moribunda, aparentemente sereno tras las murallas de la Ciudad Interior, hasta las aldeas y los pueblos más lejanos del valle del Meloderna, hacia el que se adentran ahora los leales soldados del Dios-Rey. «Todo irá bien, todo irá bien», cavila el Layzin; hasta que se da cuenta de que, presa del deseo desesperado de creerse lo que dice, lo está pronunciando en voz alta…