Los expedicionarios Bane se enteran de la tremenda esperanza de su gente. Y del papel que les toca representar para convertirla en realidad…
Dos fogatas pequeñas arden en hoyos de un metro cincelados hace mucho tiempo en el suelo frío, de suave granito, de la antecámara de la Guarida de Piedra y ofrecen algo de calor, pero, sumadas a las antorchas prendidas de las paredes, mucha más luz. Heldo-Bah y Veloc caminan detrás del anciano del Groba por un corto pasillo de piedra que lleva a esta área relativamente pequeña, y no lo hacen con demasiadas ganas: los dos son conscientes de que su relato, aun siendo importante, a la hora de la verdad será puesto en duda por quienes lo esperan. Efectivamente, antes incluso de entrar, el anciano se vuelve de pronto hacia ellos y dice:
—Os advierto una cosa: esta noche la Alta Sacerdotisa participa en el Groba, acompañada por dos de sus Hermanas Lunares. —Mesándose la barba mientras avanza de nuevo, el anciano añade, con una sensación de gravedad aumentada por la presente crisis—: A ver lo bien que mentís delante de tan reputados personajes…
Luego se detiene, ordena a los expedicionarios que permanezcan en la antecámara mientras él anuncia su llegada y desaparece por un segundo pasillo, aún más largo y oscuro que el primero, que lleva hasta la Guarida.
Heldo-Bah se pone a caminar de inmediato arriba y abajo, lleno de miedo.
—Ah, sublime —protesta el expedicionario de dientes separados—. ¡Perfecto! ¿Has oído, Veloc?
El bello Veloc deambula por la antecámara, admirando una serie de antiguos relieves tallados directamente en la piedra de las paredes: escenas de destierro y sufrimiento que al final llevan a unas imágenes más felices en las que se construyen casas y se forma una tribu. Al fondo de cada una de estas representaciones se alza la imagen de una montaña coronada por una fortaleza, un recordatorio constante de la insistencia con que la gente de Broken se ha esforzado por frustar las ambiciones de los Bane, sin éxito. El agua que se filtra lentamente de los manantiales interiores de los muros de piedra y del techo ha recubierto los relieves con un cultivo mínimo, de color verde oscuro; por otro lado, el movimiento del agua, junto con la luz oscilante de las fogatas, hace que los relieves cobren vida.
—¿Que si he oído qué, Heldo-Bah? —pregunta Veloc, transparentemente despreocupado.
—Ni… ni lo intentes —ladra Heldo-Bah—. Ya lo has oído. Está la maldita Alta Sacerdotisa. ¡Somos hombres muertos!
—Estás exagerando el asunto —dice Veloc, manteniendo su falso aire de calma—. Ella y yo lo dejamos con un acuerdo cordial…
—Ah, seguro. Ella rechazó de entrada tu petición de convertirte en el maldito historiador de los Bane y nos mandó al Bosque de inmediato. ¡Muy cordial! —Heldo-Bah camina ansioso—. Nunca tuvo el menor sentido, Veloc. Intentas seducir a todas las mujeres de Okot, de Broken, hasta de los pueblos que las separan. Y cuando pregunta por ti una mujer que sí podría hacer algo por nosotros, ¿qué haces tú? ¡Rechazarla!
—No soy un macho de lujo dispuesto a hacer de semental con una mujer dominante cada vez que se ponga caliente.
—Absolutamente absurdo —murmura Heldo-Bah, meneando al cabeza—. Total y completamente…
Lo interrumpe la llamada repentina de la voz del Anciano.
—¡Eh, vosotros! ¡Expedicionarios! ¡Ya podéis entrar!
Los dos hombres se adentran en el pasillo que tienen delante, cuya oscuridad absoluta responde a un plan diseñado por los Groba para que, al entrar en la cámara, los convocados se sientan aún más abrumados por sus dimensiones: un techo a casi cinco metros de altura con unas formaciones enormes de aguja, de piedra y mineral, que parecen gotear deasde lo alto, como si la cueva se estuviera derritiendo lentamente. Las paredes de la cámara están decoradas con recargadas armaduras de Broken rellenas de trapos y paja para que parezca que están vivas, incluso con piedras lisas del lecho del río, de color blanco y negro, metidas dentro de las cuencas oculares de unos cráneos humanos (que descansan, a su vez, dentro de los correspondientes yelmos) para que parezcan ojos de muertos, clavando su mirada enloquecida a quienes hayan logrado recorrer todo el pasillo. Las paredes también están ordenadas con armas de los Altos: grandes colecciones de lanzas, espadas, hachas y mazas, repartidas en grupos que asoman desde escudos de Broken, todos de la altura de los Bane. La cámara se ilumina y calienta gracias a una enorme hoguera encendida en un hueco de la pared opuesta a la mesa del Groba; y la «chimenea» de esta ardiente alcoba es un tiro de origen natural que desemboca en la mismísima cumbre de la formación rocosa, junto a la pronunciada cuesta de la ladera de la montaña que se alza por encima. En su conjunto es una visión que provoca una profunda impresión a prácticamente cualquier Bane, sobre todo porque muchos de ellos tan solo consiguen verla una vez en toda su vida, cuando presentan la petición de permiso para casarse.
Para los invitados habituales de la Guarida, en cambio, la cámara interior solo es digna de mención porque nunca cambia, salvo por la adición ocasional de algún trofeo confiscado a los Altos. Sin embargo, a menudo incluso esos cambios pasan inadvertidos, pues si uno visita con frecuencia la cámara quiere decir que es una molestia permanente para la tribu, o algo peor. Y esos tienden a concentrar la mirada en los miembros del Groba para determinar cuál es el estado de ánimo de los Ancianos y qué posibilidad tiene de obtener su clemencia.
Esa es la técnica que sigue Heldo-Bah al concentrarse en los rostros familiares de los cinco Ancianos del Groba. Son oficiales electos[97] y cada uno de ellos tiene un llamativo parecido con el siguiente en su apariencia. Todos llevan unas túnicas grises idénticas, se cortan la barba a la misma medida y permanecen sentados en bancos de talla rústica y respaldo alto. Las únicas diferencias entre los cinco estriban en la cantidad de cabello presente en cada cabeza, la longitud de las narices y, por último, el hecho de que el asiento que pertenece al Anciano de mayor edad (al que se refieren formalmente como «Padre») tiene el respaldo más alto que el resto; además, la parte alta de dicho respaldo tiene tallada una Luna creciente con las puntas mirando al cielo.
Esta noche, sin embargo, todo es distinto entre los Bane, tanto dentro como fuera de la Guarida. Al extremo derecho de la mesa se sienta la Sacerdotisa de la Luna, que lleva una túnica dorada por encima de un vestido amplio de color blanco. Envuelto en torno a los hombros y la cabeza lleva un etéreo chal azul oscuro con unas estrellas bordadas en oro que se vuelven más numerosas a medida que se acercan a una diadema dorada que sostiene el chal en su lugar y en la que destaca el adorno de otra Luna creciente. Es joven esta Alta Sacerdotisa, y juró sus votos hace apenas un año, cuando tenía dieciséis. Hasta entonces había sido simplemente la más prometedora de la Hermandad Lunar y en consecuencia tenía derecho a decidir con qué hombres de la tribu debía aparearse, con la esperanza de producir más niñas semidivinas. Así, todas las Hermanas Lunares, y en consecuencia también la Alta Sacerdotisa, descienden de esas mujeres que detentaron las mismas posiciones originalmente y la pureza de su linaje les otorga un enorme poder: porque, si bien están lejos de formar una orden religiosa de mujeres castas, están tan cerca como cualquier miembro de la tribu de los Bane (cuya noción del comportamiento inmoral suele definirse con bastante amplitud) podría anhelar o desear.
En consecuencia, hace falta un raro talento para empujar los límites de un sistema teológico y moral tan relajado como ese más allá de los límites de lo aceptable; pero es que ese es precisamente el talento que tienen Veloc y Heldo-Bah, son precisamente esa clase de hombres.
Los dos expedicionarios alcanzan a ver que detrás de la Alta Sacerdotisa no solo están sus dos hermanas Lunares, sino también un par de Ultrajadores. Es evidente que la Alta Sacerdotisa tiene algunas opiniones que expresar acerca de la catástrofe que ha afectado a la tribu de los Bane, y quiere expresarlas con la convicción suficiente para exigir la conformidad de los Ancianos del Groba, que, si se sigue la letra de la ley de Bane (y, efectivamente, ellos han conservado sus leyes por escrito), tienen la voz principal acerca de los asuntos seculares en Okot, del mismo modo que la Hermandad Lunar manda en cuestiones de importancia espiritual. Sin embargo, de nuevo, la laxitud de costumbres permite que estas funciones se intercambien ocasionalmente; muy de vez en cuando, el control de la reacción de la tribu ante una amenaza secular puede recibir la influencia de la Alta Sacerdotisa, que en estos momentos es una mujer joven cuya única cualificación para el poder en asuntos de importancia es que dicen que posee la capacidad excepcional de conversar con la sagrada Luna.
El Padre del Groba, un hombre cuyos rasgos —rudos, de ojos claros y tensas arrugas— parecen indicar que tolera menos las tonterías que el Anciano calvo que acaba de guiar a Heldo-Bah y a Veloc hasta la Guarida, aparta la mirada de la pila de documentos escritos en pergaminos[98] que cubren la mesa del Consejo. El gris del cabello y de la barba se distinguen del de sus compañeros solo por las vetas de color blanco: medallas al honor por haberse impuesto en la mayor parte de las sesiones del Groba, a menudo muy discutidas. Y nunca hay tanto desacuerdo en la cámara como cuando la Alta Sacerdotisa decide asistir, particularidad de la que tanto Heldo-Bah como Veloc son más que conscientes.
—Ah, Heldo-Bah… por fin —dice el Padre del Groba con voz ronca—. Se me podría haber ocurrido que seríais los últimos en volver. Pero da lo mismo. Tu grupo tendrá una tarea crucial y ahora mismo hemos terminado de reunir toda la información que han averiguado los demás expedicionarios en el Bosque.
—¿Padre? —dice un Heldo-Bah abrumadoramente obsequioso si tenemos en cuenta sus quejas constantes sobre el Groba, al que suele referirse como «esa gran colección de eunucos con el cerebro de piedra».
El Padre no le hace ni caso.
—Y también ha venido Veloc. Bien. Perderemos menos tiempo en explicaciones. —El Padre baja la mirada hacia la mesa del Consejo—. Seguro que recordáis a Veloc —dice—, el hombre que el año pasado fue propuesto para la plaza de historiador de la tribu.
Los otros cuatro asienten tan al unísono que a Veloc casi le da por soltar una carcajada, aunque recupera el semblante sombrío, y bien rápido, cuando suena la voz aguda de la Alta Sacerdotisa.
—Propuesta que fue rechazada —afirma, clavando en Veloc sus ojos, bellos y oscuros, que destacan en la cara redonda, como si pudiera destruirlo con una mirada— por la corrupción que descubrimos en su alma desobediente.
Heldo-Bah abre unos ojos como platos y casi llega a dar un respingo sobre las puntas de los pies mientras mira hacia el techo de la cueva y murmura en voz baja:
—Ah, sí, faltaría más… Saquemos eso a relucir en un momento como este…
—¿Has dicho algo, Heldo-Bah? —quiere saber la Sacerdotisa.
Heldo-Bah mantiene los ojos abiertos como un niño ingenuo y responde:
—¿Yo, Divina? Ni una palabra.
—Asegúrate de que así sea —interviene con severidad el Padre del Groba—, salvo que alguien se dirija a ti. Tenemos muchos asuntos que resolver. ¡Acercaos a la mesa!
Arrastrando los pies y expurgándose las túnicas, abarrotadas de señales de las noches que han pasado en el Bosque, los dos expedicionarios se desplazan hasta la mesa del Consejo. Los rostros reunidos en torno a esa pesada unión de troncos partidos se vuelven más claros a la luz de las pequeñas lámparas de sebo que se sostienen en su superficie irregular. Vistos desde cerca, los Ancianos Groba muestran una admirable serenidad, pese a la crisis, pero también precisamente por la misma. Las caras de la Alta Sacerdortisa y de las Hermanas Lunares, en cambio, parecen altaneras, descontentas y cargadas de acusaciones, mientras que, detrás de ellas, los Ultrajadores muestran algo más simple: un deseo de dejar sin sentido a los expedicionarios de una paliza.
—La expedición que teníais encargada —dice el Padre, mirando un mapa de pergamino— tenía que llevaros hacia el nordoeste. Cerca de las Cataratas Hafften y de la Llanura de Lord Baster-kin. —El Padre levanta la mirada, esperando que alguien lo contradiga—. ¿Así ha sido?
—Por supuesto, Padre —se limita a reponder Heldo-Bah.
—Qué refrescante me resulta la mera idea de que puedas haber obedecido una orden, Heldo-Bah —dice el Padre, con una familiaridad agotada.
Entonces, por primera vez, se da cuenta de que hay alguien a quien no tiene delante.
—Pero… ¿dónde está Keera? —pregunta con gran preocupación—. Es la líder de vuestro grupo y la clave para lo que esperamos de vosotros.
—Ha ido a las Lenthess-steyn a buscar a su familia —responde Veloc, trasluciendo su propia preocupación—. O, al menos, a averiguar qué ha sido de ellos.
Por primera vez, todos los Ancianos Groba dan muestras de agotamiento. El Padre se frota los ojos con fuerza y luego suspira:
—Que la Luna esté con ella —dice. Y los demás Ancianos murmuran su conformidad.
De todos modos, los ojos de la Sacerdotisa arden con más fuego aún, por mucho que su cuerpo siga quieto.
—Últimamente, no ha hecho demasiado por obtener los favores de la Luna. —La Sacerdotisa concentra su mirada en Veloc, que la evita de modo persistente—. De hecho, ningún miembro de este grupo ha demostrado verdadera lealtad.
Está claro que los Ancianos Groba no están de acuerdo con esa afirmación, al menos en lo que concierne a Keera, pero prefieren evitar una discusión con la Sacerdotisa. En ese silencio momentáneo se cuela Heldo-Bah.
—No todos podemos contar con la bendición de vuestra abundancia de virtudes, Divinidad —dice con una sonrisa claramente falsa.
Capta la mirada de la Sacerdotisa, pero, al contrario que Veloc, se niega a apartar la suya.
—No hables —repite el Padre con tono de aburrimiento—, Heldo-Bah, si no es para contestar una pregunta. Entonces, ¿Keera está buscando a su familia y a vosotros ya os han informado de los detalles de la plaga?
—Bueno, no era muy probable que se nos escapara… —El comentario de Heldo-Bah se ve interrumpido por una bota de Veloc, que lo alcanza en plena espinilla.
—Pido perdón, Padre —dice Veloc—. Mi amigo es, a falta de una palabra mejor, un idiota. Por contestar a tu pregunta, hemos visto el fuego en el asentamiento del nordeste y hemos hablado con el yantek Ashkatar. Nos ha dicho que creéis que la peste es obra de los Altos…
Al notar la impaciencia en el rostro del Padre, Veloc guarda silencio y se da cuenta de que ha entrado en demasiados detalles.
—Nos importa —dice otro Anciano, apoyando un codo en la mesa y con sus huesudas manos juntas— lo que hayáis visto en el Bosque, no en Okot. Eso, suponiendo que, como habéis dicho, sea cierto que seguisteis la ruta que se os asignó. ¿Había alguna señal de la plaga por el norte? ¿Presencia inexplicable de algún esqueleto animal? ¿Hombres muertos? ¿Actividad de los Altos cerca del río?
—No hemos visto nada. —Veloc se detiene de pronto, al captar el odio en los ojos de la Alta Sacerdotisa; sin embargo, al pensar en su hermana y en todo lo que está en juego para la tribu en su conjunto, decide que debe abandonar toda precaución—. De hecho, Anciano, eso no es cierto. Hemos visto y oído cosas que no podíamos explicar y que tal vez tengan algo que ver con la plaga.
El Padre del Groba descruza los brazos y suelta un resoplido furioso.
—Lo siento, Padre —dice Veloc al hombre—. Pero habéis dicho que debíamos responder a las preguntas.
—De acuerdo —concede el Padre—. ¿Cuál es, entonces, esa historia tan extraordinaria?
Heldo-Bah lo mira asombrado.
—Sí, eso, ¿cuál es nuestra historia, Veloc? —repite, temeroso de que todas sus actividades de esta noche pasada queden reveladas.
—Lo siento, Heldo-Bah, pero puede ser importante…
—¿Importante para qué, Veloc? —murmura Heldo-Bah, ahora con mucha mayor urgencia en la voz.
—¡Es mi hermana, maldita sea! —se defiende Veloc, sin alzar la voz, pero con énfasis—. Esas criaturas son mis sobrinos y sobrinas. No esperarás que…
—No espero nada, Veloc —susurra ahora HeldoBah, acercando la nariz a la de su amigo, al tiempo que señala hacia los Ultrajadores—, aparte de que podamos abandonar esta sala sin necesidad de abrirnos paso entre esos paradigmas de la perversión que hay allí…
—¡Basta! —El Padre del Groba se levanta y camina alrededor de la mesa del Consejo para plantarse delante de los expedicionarios, ahora callados—. ¿Qué vamos a hacer contigo, Heldo-Bah? —exige—. ¿Eh? Sigues siendo el único Bane condenado como expedicionario a perpetuidad y aun así te atreves a provocar que caiga sobre nosotros toda la rabia de Broken con tus incesantes ofensas a los Altos. ¿Acaso te crees el único Bane que quiere ver esa ciudad destruida? Todos lo pedimos en nuestros rezos. Pero ¿no podrías trabajar por el bien de la tribu, en vez de dedicarte constantemente a hostigar a la gente de Broken? —El Padre da un paso a la izquierda—. Y tú, Veloc, lejos de ofender a los Altos, lo que quisieras es cortejarlos.
—Bueno —murmura Veloc, acobardado—. A todos no, Padre.
El Padre aprieta los puños y habla con furia controlada.
—No, a todos no. Pero cada vez que te has acostado con una mujer de los Altos hemos recibido la venganza de los mercaderes y soldados de Broken. ¿No te puedes contentar con una mujer de tu misma clase?
—¿Acaso los Bane no somos hombres también, Padre? —dice Veloc, con más rapidez que sentido común.
—No te pases de listo conmigo, muchacho —contesta el Padre, mostrando un puño tembloroso ante el rostro de Veloc—. Ya sabes a qué me refiero. —El Padre del Groba rodea de nuevo la mesa para regresar a su asiento—. Y a la que menos entiendo es a Keera. Es nuestra mejor rastreadora y no tiene ningún defecto salvo su inexplicable disposición a defenderos a los dos. ¿Por qué?
Veloc da una patada al suelo de la cueva.
—Es difícil de explicar, Padre. Bueno, crecimos todos juntos, Heldo-Bah y Keera y yo…
—No es suficiente excusa para incumplir sus responsabilidades como miembro de la tribu, Veloc. ¡Por no hablar de sus obligaciones como madre! —El Anciano se deja caer en su asiento con otro suspiro—. No sé ni cómo se me ocurrió esperar que vosotros tres trajerais algo de información útil.
Reina el silencio; Heldo-Bah, que se estaba peleando con esa cosa empalagosa que llaman consciencia, carraspea.
—Padre… ¿puedo hablar?
El Padre del Groba tiene el mismo aspecto que si le hubieran metido un dedo en un ojo.
—¿Es necesario?
—Bueno, Padre, nos has preguntado, y Veloc intentaba decirte… O sea, querías saber si habíamos visto alguna actividad por parte de los soldados de los Altos. Y si bien es cierto que no vimos tal actividad…
—Entonces, ¿por qué gastar el valioso tiempo del Groba en este momento de tristeza y de crisis? —pregunta con brusquedad la Sacerdotisa.
—Sí, Divina —responde Heldo-Bah, haciéndole reverencias—, puede que os haga perder el tiempo. Siempre y cuando consideréis que la presencia de una de las Esposas de Kafra en el Bosque de Davon es insignificante.
La sorpresa del Padre se refleja en los rostros de los demás Ancianos.
—Una Esposa de… —pronto, su voz recupera la fuerza—. ¿Cuándo?
—Anoche, Padre, justo antes de que sonara el Cuerno.
—¿Y dónde? ¿Al norte? Habla, hombre, que de tu boca de mentiroso aún puede salir la respuesta verdadera a esta adivinanza mortal.
A toda prisa, y con algunos adornos de Veloc, Heldo-Bah cuenta la historia de la Esposa de Kafra y la pantera, así como la del miembro de la Guardia de Lord Baster-kin, enfermo y muerto, con sus flechas doradas. Veloc concentra toda su habilidad para contar historias en realzar el drama del relato de su amigo y, cuando terminan su actuación, los Ancianos del Groba intercambian algunos susurros y, en un esfuerzo por limitar la contribución de la Sacerdotisa y de las Hermanas Lunares, el Padre habla.
—¿Y Keera no sabía qué podía haber provocado ese comportamiento de la pantera? ¿Ni qué otra causa podría explicar la muerte del guardia?
—Juró que ningún elemento de la Naturaleza podía explicar ese suceso —responde Veloc—. Que sin duda se trataba de alguna clase de brujería, Padre, a propósito de la fiera. Y las flechas hablan por sí mismas.
—No hace falta que venga un expedicionario a decírnoslo —se mofa la Sacerdotisa—. Lo que hemos de hacer es dejar de perder el tiempo. Los Altos nos han enviado la plaga por medio de la brujería de Broken y solo podremos responder con los mismos métodos.
El Padre del Groba mira las caras de los demás Ancianos: uno tras otro, van asintiendo todos.
—Estamos de acuerdo —dice—. Heldo-Bah, Veloc, iréis…
El Padre interrumpe su afirmación y clava la mirada en la entrada de la cámara. Ha aparecido una figura entre las sombras, en la boca del pasillo; cuando avanza lentamente hacia la mesa, los Groba, el séquito de la Sacerdotisa y los expedicionarios pueden ver que se trata de Keera.
Lleva en brazos a su hija Effi, de cuatro años,[99] abrazada a su cuello. La cría ha estado llorando y suelta todavía algún sollozo de puro agotamiento. También la cara de Keera está bañada en lágrimas, y se detiene cuando ya ha recorrido la mitad de la distancia que la separa de la mesa del Groba, escrutando en vano todos los rostros que tiene delante. Cuando Veloc se acerca a ella, Heldo-Bah mira enseguida al Padre.
—Podéis acercaros a ella —concede este—. Si los sanadores las han dejado salir, será que no hay riesgo. Ojalá supiéramos por qué, mientras tantos otros se mueren…
Con ese permiso, Heldo-Bah y Veloc se apresuran a ponerse a ambos lados de Keera; los dos frenan y luego se detienen por lo que están viendo. El rostro de Keera, de ordinario pura imagen de una disposición confiada (aunque realista), se ha transformado en un retrato de la devastación. Veloc le retira a Effi, tras lo cual Keera, en vez de arrodillarse, se deja caer en un desplome doloroso y no siente nada cuando sus rótulas golpean con fuerza el suelo de piedra. Sin embargo, es la expresión de su rostro lo que sigue constituyendo su causa principal de preocupación: los ojos retraídos en el interior del cráneo, la mandíbula inferior aparentemente desprovista de vida y la piel tan demacrada que casi parece muerta. Ciertamente, Heldo-Bah se da cuenta de que solo ha visto cambios similares en rasgos humanos en los rostros de quienes habían sido torturados hasta la muerte por mano del hombre, o quienes expiraban por el frío terrible de las altas montañas en pleno invierno.
—Tayo ya estaba muerto —dice Keera acerca de su marido, sin llegar apenas a pronunciar las palabras—. A Effi no le ha afectado, pero Herwin y Baza… No les dejarán salir de las Lenthess-steyn. Herwin podría sobrevivir, dicen, pero Baza casi seguro que… —Empieza a caerse hacia delante. Solo la atenta agilidad de Heldo-Bah, un estado de alerta nacido de su convicción de que lo peor en la vida no solo puede pasar, sino que generalmente termina pasando, le permite agarrarla antes de que su cara golpee la piedra. La sostiene de nuevo con la espalda recta y ella le clava su mirada en los ojos, sin llegar a verlos—. No lo reconocía… Tayo. Su cara y su cuerpo… Había tantas llagas, tanta hinchazón, tanta sangre y tanto pus… —Le sobrevienen las lágrimas al hablar de sus chicos: Herwin, de ocho años, y Baza, de solo seis—. Baza apenas está vivo… Al verme se ha puesto a gritar y decía que le dolía… todo. Pero no me han dejado tocarlo. Y Erwin parece que… Parece que… Pero nadie puede predecir nada.
Busca a su alrededor con una mirada desesperada y murmura: «Effi», pero luego la ve en brazos de Veloc. Se la quita bruscamente y se ponen las dos a llorar de nuevo, Effi con ese mismo tono debilitado, pues hace más de un día que la separaron a la fuerza de su padre y de sus hermanos en las Lenthess-steyn, y Keera con esa rigidez corporal que suele presentarse antes de que la realidad de la muerte se nos vuelva del todo comprensible: como si el agotamiento físico pudiera rechazarla. Heldo-Bah y Veloc le apoyan sus manos en los hombros.
—O sea que ahora los Altos matan así —dice Heldo-Bah a Veloc, en un intento, muy propio de él, de disolver su dolor en la amargura—. Ojalá le hubiera clavado un cuchillo en el corazón a esa bruja…
Pasan unos momentos de silencio en los que solo el sonido de los sollozos de Keera y Effi rebota en las paredes de la Guarida, junto con algún crepitar ocasional de las hogueras. Veloc y Keera intercambian algunos susurros después de que él le diga algo al oído; los Ancianos del Groba conceden al grupo de expedicionarios y Effi unos pocos minutos antes de que el Padre llame con amabilidad.
—¿Keera?
Se levanta de nuevo y se sitúa entre Keera y la Alta Sacerdotisa. Si a esta se le escapa algún comentario insensible más, el Padre ha decidido que los va a interrumpir y aun acallar para que no dañen todavía más el alma ya muy maltratada de Keera. Efectivamente, el Padre decide que, si hace falta, se arriesgará a cargar con la ira divina simplemente diciéndole a la celosa joven que se muerda la lengua. Pero mantiene la mirada centrada en los expedicionarios.
—Compartimos tu dolor, Keera, créeme. No hay ningún miembro del Groba que no haya perdido algún ser querido: hijos, nietos…
—Mi esposa durante treinta años —dice el Anciano calvo en tono lúgubre.
Cuando Heldo-Bah mira a este hombre, que los ha llevado a Veloc y a él hasta la Guarida sin exhibir ni el menor signo de haber recibido un golpe tan devastador, no solo siente pena por la pérdida de este Anciano, sino admiración por alguien que, con semejante disciplina, ha puesto a la tribu por encima de su propio sufrimiento.
—Ciertamente —dice el Padre del Groba, echando una mirada atrás para ver a sus compañeros de Consejo—. Esta peste ha golpeado efectivamente por todas partes a la tribu de los Bane, y seguirá haciéndolo si no actuamos deprisa. Así que creed que nuestros corazones van con vosotros, Keera, y creed también que ahora los tres expedicionarios tenéis que aceptar una tarea que nos ofrece la única esperanza posible, no solo de detener la extensión de esta malévola enfermedad, sino también de vengar a los muertos.
Al oír eso, Keera alza el rostro y se vuelve hacia los Ancianos; luego, lentamente, se libera del abrazo con que su hermano y su amigo la sostienen todavía y avanza unos pasos para acercarse a la mesa de reunión del Groba, sin dejar de aferrar en todo momento a la pequeña Effi. Le limpia la cara con una manga mientras reúne las fuerzas para hablar.
—Pero… ¿cómo puede ser, Padre? —Y luego añade con humilde escepticismo—: Solo somos expedicionarios.
—Puede que tu hermano y Heldo-Bah no sean más que eso —responde el Padre—. Pero tú eres nuestra mejor rastreadora, Keera, una verdadera maestra del Bosque. Nadie se ha adentrado tanto en su extensión por el sudoeste como tú, y es precisamente allí donde hemos de pedirte que vuelvas.
Por primera vez, la luz de una leve esperanza parece posarse en la tierra yerma del rostro de Keera y devolver a sus ojos, terriblemente mortecinos, el brillo minúsculo del entendimiento.
Sin embargo, quien habla a continuación es Veloc.
—Perdón, Padre, pero… ¿por qué? Ya veis lo que esta enfermedad ha hecho a mi hermana, a su familia. —¿Cómo podéis pedirle que vuelva a abandonarla?
—Ya veis que no quiere prestar ese servicio —declara la Alta Sacerdotisa—. La verdad, no es este el grupo al que hemos de mandar. Los dos hombres deberían luchar con los guerreros en vez de evitar los peligros que se avecinan. Y a la mujer habría que permitirle quedarse para que esté cerca de sus hijos cuando les llegue la hora de enfrentarse a la muerte.
Heldo-Bah, cuyos ojos estaban escrutando primero a Keera y luego a los Groba, empieza a sonreír. Se vuelve hacia la Sacerdotisa con una mirada que, en otras circunstancias, provocaría un combate entre él y los Ultrajadores.
—Pero no hay otro grupo al que enviar, Divino Abrevadero de Gracia Lunar —dice, ahora sin disimular ni un ápice la falsedad de su tono obsequioso—. ¿Acaso no tengo razón, Padre?
El Padre asiente y luego mira a la Alta Sacerdotisa y a sus Hermanas.
—No penséis que al encargarse de esta tarea huyen del peligro. Ciertamente, puede que les aceche un peligro mayor que a todos los demás… —Vuelve a mirar a Keera—. Y más importante que cualquier batalla entre los ejércitos.
Los cinco Ancianos están examinando a Keera, Heldo-Bah y Veloc por turnos; les complace encontrar una expresión de entendimiento en los dos primeros y están dispuestos a esperar hasta que se le ocurra al tercero. Y pronto ocurre.
—¡Caliphestros! —exclama Veloc.
La sonrisa de Heldo-Bah se vuelve aún mayor al mirar a la Sacerdotisa; sus ojos explican con elocuencia la gravedad de la derrota que ha sufrido en este encuentro.
—Sí —dice, cargando su voz con un suave pero decidido tono de triunfo—. Caliphestros…
—Efectivamente —confirma el Padre, al tiempo que dedica a la Sacerdotisa una última mirada, como si le dijera: «Y déjalo ahí… No hay otra posibilidad». Luego, en voz alta, pronuncia por tercera vez el nombre—: Caliphestros.
Todos permanecen quietos en sus asientos durante unos momentos, mientras absorben el nombre con obvio terror. Los Ultrajadores, en particular, parecen devastados por el miedo supersticioso que se ha infundido a los niños Bane a lo largo de los últimos cuarenta años, según el cual, si se pronuncia el nombre de este hombre (¡suponiendo que lo sea!) aumentan las posibilidades de que acuda por la noche junto al lecho para llevarse el espíritu de su desgraciada víctima.
Al fin es Veloc quien vuelve a poner sobre la mesa los asuntos prácticos.
—Pero, Padre… es cierto que una vez vimos dónde vive, o donde nos pareció que vivía. Pero era un viaje largo y se produjo, sobre todo, como resultado de una serie de accidentes. Estuvimos a punto de morir, además, y…
—Y podemos repetirlo. —Ahora es Keera quien habla, y su voz va recuperando las fuerzas—. Puedo volver a encontrar ese sitio.
Veloc avanza para plantarse junto a su hermana.
—Pero, Keera… ni siquiera sabemos si está vivo.
—Quizá no lo esté —responde ella—. Pero si hay una sola posibilidad…
—¿Y los niños? —Veloc insiste, aunque parece claro que lo hace en beneficio de Keera. No se fía aún de la claridad de pensamiento de su hermana y no quiere que se comprometa a llevar a cabo una tarea que luego pueda aumentar su dolor y su sentido de culpa—. ¿No prefieres quedarte…?
—No podemos hacer nada, Veloc —responde Keera—. Nada más que esto. Los curanderos no me dejarán acercarme a Herwin y Baza y lo más probable es que tampoco puedan salvar a ninguno de mis hijos. Y Effi estará a salvo. Nuestros padres pueden ocuparse de ella hasta que volvamos.
La pequeña Effi, exhausta, objeta en silencio a esa propuesta, pero Keera la calma.
—Escucha a tu hermana, Veloc —dice Heldo-Bah sin dejar de sonreír a la Alta Sacerdotisa—. Es nuestra única esperanza: usar al mayor brujo de los Altos para luchar contra la brujería de los Altos.
Veloc no se rinde todavía.
—Pero la enfermedad se extiende muy deprisa. ¿De cuánto tiempo disponemos para conseguirlo, si no queremos que nuestro esfuerzo sea en vano?
—Solo los Altos pueden responder a eso con certeza, Veloc —dice el Padre—. Creemos que se disponen a atacar cuando la enfermedad nos haya debilitado lo suficiente; pero no han contado con que nuestros curanderos creen que pueden, al menos, controlar el contagio de la enfermedad si separamos a los sanos de los enfermos y, sobre todo, si quemamos a los muertos. Deprisa. —Keera se estremece al oír esta última palabra y el Padre, al darse cuenta, continúa—: Lamento usar palabras tan rudas, Keera. Sé que cuesta pensarlo y quisiera poderte decir que el tiempo lo hará más fácil. Pero lo único que puede aliviar nuestro sufrimiento es precisamente lo que dice Heldo-Bah. Hemos de buscar al mayor brujo que jamás vivió entre los Altos para que deshaga la obra mortal del reino al que en otro tiempo sirvió. —El Padre se sienta, toma una lámina de pergamino y garabatea algo con una pluma—. No podemos daros ninguna orden más específica. Haced los preparativos necesarios, tomad todas las provisiones que os hagan falta. Esto… —una vez terminado el documento, lo enrolla y se lo pasa a Heldo-Bah— os dará autoridad absoluta. No os faltará de nada, pero no abuses del privilegio, Heldo-Bah.
—Y, en el nombre de la Luna… —La Sacerdotisa, habiendo cedido en la discusión de quién ha de emprender este viaje vital, siente la necesidad de intentar, al menos, reafirmarse por última vez—, intentad mostrar más fe que hasta ahora. La vida de la tribu podría depender de ello.
Keera vuelve bruscamente la cabeza para fulminar a la Sacerdotisa con una mirada de odio.
—Algunos de nosotros, Divina, ya lo hemos aprendido.
Se trata de una impertinencia más y la Sacerdotisa se plantea protestar. Sin embargo, una mirada firme del Padre del Groba repite la advertencia que no puede formular en palabras: «Ya has hablado bastante. Guarda silencio». Se vuelve de nuevo hacia los expedicionarios.
—Marchaos ya —dice— y llevad con vosotros nuestras más sinceras plegarias.
El mismo Anciano que los ha guiado al entrar en la Guarida se levanta ahora para escoltar a los expedicionarios en su salida. Veloc rodea con un brazo a Keera y Effi y mientras avanzan por el pasillo trata de confirmar, en tono amable, si Keera tiene, efectivamente, fuerzas suficientes para la tarea. Eso deja a Heldo-Bah unos pasos atrás con el Anciano; es un momento incómodo para el expedicionario. No habla el idioma de la sociedad educada de los Bane ni, de hecho, de ninguna otra sociedad educada; sin embargo, por razones que no es capaz de definir con precisión, desea expresar el respeto y la compasión que este hombre le merece. Espera hasta que cruzan la antecámara y emergen a la luz del día. El anciano se detiene justo en la boca de la cueva y Heldo-Bah se encara a él.
—Treinta años —le dice con torpeza, rascándose la barba—. Mucho tiempo para estar con la misma mujer. —El dolor del Anciano se hace evidente, pero también parece desconcertado—. En realidad, mucho tiempo para estar con cualquiera —continúa Heldo-Bah. Pero no sirve de nada. No tiene talento para expresar de un modo correcto lo que quiere decir, así que renuncia al intento, sonríe y añade—: No te preocupes, viejo… —Luego tira de la manga para cubrirse una mano y, en una reacción inexplicable, frota la coronilla de la calva cabeza del Anciano—. Te encontraremos a ese brujo maldito… ¡y podrás reclamar tu justicia!
—¡Basta ya, Heldo-Bah!
El Anciano agarra el brazo del expedicionario y lo aparta con una fuerza sorprendente mientras mira a Heldo-Bah con rostro de sorpresa. Sin embargo, acaso porque entiende que en el corazón del extraño comportamiento del expedicionario ha de anidar un grano de compasión, a modo de reproche tan solo le dice:
—A veces creo que estás loco de verdad.
Pero Heldo-Bah ya se aleja a toda prisa por el camino para reunirse con sus amigos, que se han detenido a recuperar los sacos, tarea nada fácil, porque encima de ellos está Ashkatar, robando los segundos de sueño que tanto merecía y tan desesperadamente necesitaba, aunque se vaya despertando de modo intermitente para asegurarse de que la muchedumbre de Bane enfurecidos no se vuelva a reunir. Da un buen bote al oír la llamada del Anciano.
—¡Yantek Ashkatar!
Ashkatar se pone en pie con la ayuda de Heldo-Bah y Veloc.
—¿Anciano? —pregunta, a gritos.
—Los Groba quieren verte.
No ha dado todavía una docena de pasos cuando se detiene y se vuelve hacia Keera.
—¿Habéis aceptado el encargo?
Sin dejar de mecer a Effi, que se ha entregado a un sueño entristecido, Keera responde:
—Lo hemos aceptado, yantek.
Ashkatar asiente.
—Algunos creían que lo rechazarías. Pero yo estaba seguro de que no. Y quiero que sepas una cosa… A propósito de tus hijos. —Ashkatar tira del látigo—. No temas que caigan en el olvido mientras tú no estés. Mis hombres y yo los cuidaremos como si fueran nuestros y yo mantendré a tus padres informados en todo momento de cómo les va.
A Keera se le empañan los ojos de lágrimas, pero está decidida a controlar el dolor y la preocupación hasta que termine el viaje que la espera.
—Gracias, yantek —contesta, con profundo respeto.
Luego echa a andar lentamente hacia la casa de sus padres, al sur del centro de la ciudad, sin dejar de mecer a Effi de lado a lado.
—Y… Veloc —Ashkatar señala con su látigo—, tú y Heldo-Bah cuidadla, ¿eh? Sobre todo en el sudoeste del Bosque. Cuidaos también vosotros. Es un territorio infernal y toda nuestra esperanza va con vosotros.
Veloc asiente.
—Así será —dice, y se vuelve para alcanzar a su hermana.
Heldo-Bah se detiene, con su sonrisa todavía en la cara.
—¿Y qué sabrás tú de cómo es ese territorio? —le pregunta. Ashkatar se sonroja, presa de una vergüenza enfurecida, lo cual provoca una carcajada de Heldo-Bah antes de añadir—: Pero la intención era noble, Ashkatar, me conmueve profundamente.
Sin dar tiempo a que el comandante del ejército de los Bane responda, Heldo-Bah echa a correr. Aun así, Askatar grita en su dirección:
—¡Maldito seas, Heldo-Bah! ¡Se dice yantek Ashka…! —Pero entonces, con el rabillo del ojo ve que el Anciano sigue esperándolo y murmura—: Ah, qué diablos…
Se alisa la túnica y mira cómo desaparecen los expedicionarios entre las masas de Bane desesperados que gritan y lloran mientras él echa a andar por el sendero.
—Que la Luna os acompañe a los tres —dice en un suave murmullo.
Luego se da prisa por llegar a la Guarida de Piedra para proponer el plan que, según cree, hará posible que el ejército de los Bane, inexperto y drásticamente superado en el aspecto cuantitativo por el enemigo —pues lo forman menos de doscientos hombres—, defienda el Bosque de Davon contra la maquinaria militar más poderosa que se puede encontrar al norte del Lumun-jan, por lo menos hasta que regresen los expedicionarios.
—Y lo que venga después… —susurra Ashkatar mientras camina detrás del Anciano— no puedo ni empezar a imaginarlo…