Dentro del Distrito Quinto de Broken, una mujer extraordinaria lucha por proteger un secreto, al tiempo que protege a un hijo, mientras su marido parte de la ciudad: triunfalmente al principio, y luego ya de un modo extraño…
Isadora Arnem se da cuenta de que ha de apresurarse si quiere disponer de una cantidad de tiempo significativa a solas con su marido en sus cuarteles antes de que empiece la marcha triunfal de los Garras para salir de Broken hacia su aciago encuentro con los Bane. Así, tras ponerse la capa con la ayuda de sus dos hijas, Anje (una joven y sabia señorita ya, a sus catorce años) y Gelie, de diez, la más teatralmente cómica de sus cinco retoños, Isadora sale corriendo a dar los últimos retoques a su lustroso cabello dorado, recogiendo las densas guedejas en la base del cuello con un broche de plata. Luego besa a las niñas y se despide de sus dos hijos —Dagobert, el mayor, de quince, y Golo, muy atlético a sus once—, que juegan a espadachines con palos de madera, inspirados por las palabras de despedida que les ha dedicado su padre hace unas siete horas. Por último, se vuelve hacia el pasillo central de la casa, un edificio espacioso del Distrito Quinto, aunque nada pretencioso, hecho en gran parte de madera y estuco, y se encuentra, sin sorprenderse, aunque no se lo esperaba, con su hijo Dalin[91], de doce años, el último retoño de Arnem.
El Dios-Rey y el Gran Layzin en persona han escogido a Dalin recientemente para el servicio real y sagrado; un servicio especialmente difícil de rechazar, porque no es el primogénito de la casa de Arnem, sino el segundo. Es una vocación que el muchacho tiene ganas de emprender, ganas que le han provocado más de una ruidosa disputa con sus padres, en especial con su madre, y que últimamente han llevado a su padre a pasar noches enteras de guardia en las murallas de la ciudad. Con unos rasgos oscuros y hermosos que recuerdan mucho a los de Sixt, el listo de Dalin también se parece al padre en su pronunciada tozudez: todas esas similitudes hacen especialmente difícil para Isadora pensar siquiera en separarse del muchacho, sobre todo ahora que Sixt está a punto de embarcarse en una campaña que podría resultar larga y peligrosa.
Al ver que Dalin le bloquea la salida y se dispone a reanudar la discusión, Isadora suspira.
—No peleemos más por ahora, Dalin —dice la madre—. Si quiero reunirme con tu padre, he de darme prisa.
Sin embargo, es la sabia y muy femenina Anje quien se hace cargo de la situación.
—Sí, Dalin —dice la joven, arrastrando a su hermano lejos del umbral—. Bastante poco tiempo les queda ya a mamá y papá tal como están las cosas.
—Es verdad, Dalin —añade la joven Gelie; luego, al recibir una dura mirada de su hermano, se esconde entre los pliegues de la capa verde azulada de su madre. Se asoma una sola vez para decir—: ¡En serio, no seas tan egoísta! —Y luego desaparece de nuevo.
—¡Cállate, Gelie! —replica Dalin, enfadado porque no puede oponerse a la fuerza de Anje y, en consecuencia, ha de dejar libre el paso por la puerta—. No tienes ni idea, solo eres una niña. Pero mamá sabe perfectamente que hace mucho tiempo que debería haber entrado en el servicio.
—Podemos seguir hablando de eso cuando vuelva —dice Isadora, en tono amable, aunque algo cansada—. Pero ahora me tienes que dejar salir para despedir a tu padre.
—Ya sé lo que significa eso —dice Dalin con amargura—. Esperas que cuando vuelvas se me haya olvidado. No soy tonto, madre.
—Vaya —declara Gelie, con los ojos particularmente abiertos—. Pues, desde luego, estás dando un espectáculo como si lo fueras.
Luego, tras otra mirada furiosa de su hermano, vuelve a esconderse entre los pliegues de la capa.
—Callaos los dos —ordena Anje, tirando de Gelie para acercarla pese a que sigue reteniendo a Dalin—. Ve, madre. Yo impediré que estos dos se maten.
Isadora no puede evitar dedicar a su hija mayor, con la que comparte mucho más que un mismo tipo de enorme belleza física, una sonrisa de simpatía y agradecimiento. Luego le dice:
—Gracias, Anje. Aunque puedes dejarme a solas un último instante con Dalin. Creo que estaré a salvo.
—Yo no lo daría por hecho, madre —advierte Gelie, mientras Anje tira de ella para llevarla desde la puerta hasta la cercana sala de estar—. Es peligroso, de verdad. Cuando te vayas… ¡a lo mejor me mata! —Como Anje sigue tirando de ella, Gelie añade—: Aunque, si eso ocurre, estoy segura de que a nadie de esta familia le importará.
Isadora suelta una risita y la luz acude por un instante a sus ojos, de un azul tan profundo que, por momentos, casi parece negro.
—Eso es una tontería, Gelie, y tú lo sabes —le responde.
Gelie obliga a Anje a detenerse.
—Ah, ¿sí?
—Sí —contesta simplemente Isadora, sin volverse hacia la niña—. Sabes perfectamente que a tu padre lo destrozaría. Y a los gatos.
Gelie se vuelve y camina con grandes pisotones para lograr un mayor efecto al entrar en la sala.
—Eso ha sido cruel, madre. ¡Muy cruel!
Isadora responde con una leve risa a esa declaración, mira hacia la puerta por la que Gelie acaba de desaparecer y murmura:
—Sinceramente, creo que para casar a esta habrá que buscarle un rey…
Tras mirar a Dalin y confirmar que sigue enojado, se acerca a una mesa que hay junto a la entrada y coge un broche de plata. Su hijo conoce ese objeto: representa la cara de un hombre barbudo, furioso, con un ojo tapado por un parche y dos pájaros que parecen cuervos grandes[92] apoyados en sus hombros. Mientras mira el broche y se pregunta (no por primera vez) por qué su superficie no muestra el rostro sonriente de Kafra, Dalin cree percibir una oportunidad y se aferra a ella al tiempo que su madre prende el broche en el vestido, por debajo de la capa.
—Madre… ¿es verdad lo que dicen de vosotros?
A Isadora se le agita la sangre.
—La gente dice muchas cosas sobre tu padre y sobre mí, Dalin. ¿Prestas atención a los chismes?
—No son chismes. O, desde luego, no lo parecen.
Parece que no va a ser posible librarse del otro tema que Isadora esperaba evitar.
—¿Y qué dice la gente?
—Que tú… Dicen… —El muchacho apenas puede pronunciar las palabras—. ¡Dicen que te crió una bruja!
Con enojo y rabia crecientes, apenas detectables todavía, Isadora mantiene la calma al contestar:
—No era una bruja, Dalin. Solo una mujer extraña y sabia, temida por la gente estúpida. Pero era la curandera más experta de Broken y fue muy buena conmigo. Recuerda que era lo único que me quedó cuando mataron a mis padres. —Encara al muchacho y procura dotar de peso a sus palabras—. Además, me gustaría creer que tienes la inteligencia suficiente para no escuchar esas historias. Ya sabes que la gente tiene la cabeza vacía y dice todo tipo de maldades sobre nosotros porque tu padre es muy importante, pero él no nació rico. A mucha gente de esta ciudad le molesta su éxito. Aunque son muchos más los que lo consideran un gran hombre. Así que, cuando oigas hablar a la gente sobre tus padres, ten la personalidad suficiente para despreciarlos como las almas inútiles que son y aléjate de ellos. Y ahora… —Isadora se acerca al fin a la puerta— me tengo que ir. Entra corriendo en casa y, si no quieres jugar con los demás, haz que el cocinero te prepare alguna comida especial. O también podrías pedir a Nuen[93] que te cuente historias de saqueadores mientras practicas con la espada.
Isadora se refiere a la mujer fuerte y alegre, procedente de los pueblos saqueadores del este, que vive con la familia y cumple funciones de niñera, gobernanta y criada desde hace unos treinta años; desde que Arnem la descubrió, junto con otras mujeres de su clase, durante una breve campaña en la zona sudoriental del valle del Meloderna, donde la usaban como esclava (o peor) en los campos y en los hogares de los mercaderes de grano, en plena violación de las leyes de Broken contra esa clase de servidumbre absoluta.
—De acuerdo —responde Dalin, apartándose de ella con pinta de despechado—. Pero que conste que me he dado cuenta de que estás evitando el tema de mi servicio, madre. Y no pararé de recordártelo…
Dalin desaparece por la escalera central de la casa e Isadora contempla su marcha con una sonrisa, consciente una vez más del parecido con su padre.
Al fin Isadora sale a la terraza de piedra que se extiende al otro lado de la puerta y recorre el espacioso jardín familiar, rodeado por un muro de tres metros de altura, de camino hacia el portón que se abre en el lado más lejano de esa barrera protectora, una puerta de madera en el marco arqueado de piedra que se asoma al Camino de la Vergüenza.
El jardín familiar de los Arnem es único: las estatuas, las plantas cuidadosamente atendidas y los caminos bien organizados, visibles en todas las grandes casas de los distritos Primero y Segundo, brillan por su ausencia aquí, donde el diseño busca el desorden. Hace unos años, antes de que Dalin desarrollara este problemático interés por la iglesia de Kafra, todos los hijos habían deseado crear, en la seguridad que prestaban los muros del jardín, un espacio que se pareciera más al mundo peligroso pero fascinantemente silvestre que cubre las laderas de la montaña de Broken por debajo de la cumbre amurallada. En particular, la prole de Arnem obtenía un aventurero placer de los paisajes que rodean el ruidoso curso del Arroyo de Killen, un riachuelo que emerge de la parte inferior de los valles del sur de la ciudad para abrirse camino hasta la base de la montaña y unirse al Zarpa de Gato antes de que este río poderoso se aleje con todo su estruendo por el límite norte del Bosque de Davon.
A Sixt Arnem le hizo gracia y le impresionó por igual la idea de sus hijos: como ya hemos visto, no compartía (ni comparte aún) el aprecio que los ciudadanos más importantes del reino sienten por los refinamientos excesivos; vio en la idea de sus hijos una oportunidad para que aprendieran cosas sobre el mundo Natural que se extiende a las afueras de la ciudad sin verse expuestos a los peligros de las panteras, osos y lobos, por no hablar de esas criaturas malignas que, pese a caminar sobre dos patas, persiguen también a los niños: esos inquietantes ciudadanos de Broken que permiten que la creencia kafrana en la pureza y en la perfección física se convierta en un anhelo antinatural por poseer los cuerpos y las almas de los más jóvenes.
Así que, con cierto orgullo, Arnem puso a los sirvientes de la familia a disposición de sus tres hijos y dos hijas durante unos cuantos días y llevaron a cabo el proyecto. Habían arrancado de sus lugares originales grandes piedras recubiertas de musgo, junto con rocas más pequeñas y alisadas por las aguas del Arroyo de Killen, para llevárselas con carretillas, para consternación de muchos habitantes del distrito. También habían importado, en cantidades nada desdeñables, aquellas criaturas —peces y ranas, tritones y salamandras— que tenían por hogar natural las aguas del Arroyo, en las que se refugiaban para procrear bajo las grandes piedras que lo configuraban. La seguridad de aquellos seres delicados se vio aumentada por el plan de los niños, aunque la experiencia inicial de ser transportados resultó aterradora al menos para unos cuantos, pese a su capacidad de sobrevivir al viaje; la mayoría, en cualquier caso, quedaron depositados en el lecho artificial que habían excavado en la tierra a lo largo del jardín de los Arnem. Transplantaron con mimo helechos, flores silvestres, juncos, hierbas y pimpollos a los parterres y montículos que flanqueaban el nuevo curso de agua. Mientras tanto, para gran ofensa de las pocas personas de la clase de los Arnem que sabían de cuanto estaba ocurriendo en su jardín, los dos criados más fuertes, que, como el resto del servicio, colaboraban con su entusiasmo a que los niños hicieran realidad su visión de un arroyo salvaje de montaña, hicieron añicos una estatua muy vieja y, a decir de algunos, muy importante: una fuente que representaba al Dios-Rey Thedric, hijo de Oxmontrot, venciendo a un demonio del bosque que escupía agua entre sus labios apretados. Donde antaño se alzara la estatua, los niños supervisaron la construcción de un salto desde el cual el agua de manantial que antes suministraba la fuente se derramaba ahora sobre un grupo de piedras grandes apiladas para conformar una alberca profunda y fría.
Desde ese punto adorable y tranquilizador fluye el breck[94] artificial (como suele llamarlo Isadora, usando la palabra que, según le habían contado en su infancia, formaba parte del lenguaje de sus antepasados). Y el Arroyo forma varios saltos y albercas menores al deslizarse hacia el fondo del jardín. Allí el arroyo desaparece y se une al sistema de cloacas de la ciudad, bajo la alcantarilla del Sendero exterior. Al principio los niños se aseguraron de supervisar la instalación de una serie de salvavidas: finas parrillas metálicas cubiertas por piedrecillas sobre las que, a su vez, descansaba un fino tamiz de gravilla. Así se logra impedir que algún ser vivo del arroyo se vea arrastrado al alcantarillado, al tiempo que se permite que el agua se vaya renovando.
Mientras camina por este entorno hermoso, aunque nada elegante, Isadora permite que la paz del jardín le otorgue un momento de pausa tranquila, porque sabe que, al dejar atrás las actividades siempre ruidosas y (en el caso de Dalin) a veces dañinas de sus hijos, pronto se adentrará en el Distrito Quinto y en su más ajetreada vía, el Camino de la Vergüenza. Por suerte, es la hora más tranquila del día en el Distrito: la hora en que los borrachos duermen la juerga de la noche anterior o, en estado de semiconsciencia, se preparan para la siguiente. Al trasponer la puerta arqueada que se abre en el grueso muro del jardín, Isadora se detiene con la intención de paladear el momento. Sin embargo, existe algo así como el exceso de silencio, incluso en el Distrito Quinto, pues, junto con el silenciamiento de los sonidos de la disipación y corrupción de los adultos, también es llamativa la atenuación del reconfortante ruido de los juegos de los niños, convertidos ya por su edad en candidatos a entrar al servicio de reyes y dioses. Pero dicha atenuación se ha producido de la noche a la mañana; lleva meses, o incluso años, declinando regularmente, aunque Isadora trata de dar explicaciones insignificantes al cambio, como que los ciudadanos de su distrito están tan preocupados por diversas clases de intoxicación que hasta la fornicación ha ido perdiendo su lugar en la agenda de actividades cotidianas.
Sin embargo, hace tiempo que existen otras explicaciones para el cambio y ella lo sabe, explicaciones murmuradas por los borrachos; cuentos que Isadora aparta con frecuencia de su mente. Ahora, en cambio, escucha, tiene escuchar con mayor atención las historias sobre los sacerdotes y las sacerdotisas de Kafra que, protegidos por la Guardia de Lord Baster-kin, acuden de noche a pagar a las parejas pobres para que entreguen a sus hijos al servicio del Dios-Rey porque el conjunto de familias ricas es demasiado pequeño para atender los propósitos del séquito real, por muy misteriosos que sean dichos propósitos…
Sea cual fuere la razón que explica el momentáneo y relativo silencio del distrito, Isadora se ve obligada, en esta tarde extrañamente calurosa, a contener el aliento por culpa del hedor de las cloacas al otro lado de los muros del jardín y darse prisa para recorrer el fragmento del Camino de la Vergüenza que separa su casa del muro del Distrito. Los negocios están en declive en la parte menos mísera del Quinto, desde luego, igual que empeora todo día tras día en el conjunto del Distrito. Cierto que tampoco iban demasiado bien las cosas en la infancia de Isadora, cuando la pobreza era su primera preocupación. Un ladrón había asesinado a sus padres en el distrito cuando ella tenía apenas seis años: eran una pareja de traperos que se buscaban la vida entre los enormes y apestosos montones de basura acumulados por una práctica nocturna que consistía en tender unas rampas de madera gigantescas por encima del muro del sudeste de la ciudad y tirar por ellas la basura de toda la población hacia las honduras de aquel lado de la montaña de Broken. Si los padres de Isadora conseguían arrancar algún bien todavía en condiciones de uso, lo trocaban luego en un pequeño tenderete que regentaban en una de las calles menos elegantes del Distrito Tercero; sin embargo, pese a la naturaleza desagradable y agotadora de esa existencia, aquel par eran devotos kafranos, convencidos de que si mantenían su fe en el dios dorado algún día este les recompensaría con la riqueza suficiente para envejecer en paz, y de que, en cualquier caso, era mejor adorar a un dios que ofrecía esa esperanza en vida que a otro que les exigía esperar hasta la siguiente realidad para obtener toda clase de placeres y satisfacciones.
En vez de dichas recompensas, de todos modos, la única bendición que recibieron por su devoción a Kafra fue el asesinato: los mató a puñaladas un borracho una noche, cuando regresaban a casa, y al encuentro con su hija, después de lo que (para alguien en su desesperada situación) había sido un buen día de trueques. Tras esa tragedia, la mujer que desde hacía tiempo ocupaba la casa contigua a la suya —una vieja sanadora extraordinariamente sabia y, sin embargo, a menudo desagradable, llamada Gisa[95]— decidió que podía acoger a la hijita de la pareja muerta, una pequeña hada. La niña había visitado con frecuencia la casa pequeña y sorprendentemente limpia de la vieja bruja, en cuyas paredes se veían, alineadas, una cantidad aparentemente interminable de viales, jarras y botellas, cada uno de los cuales contenía una de las sustancias mágicas que Gisa llamaba «medicinas» y que prácticamente todos los ciudadanos del Distrito Quinto (así como muchos ajenos al mismo) tenían por más eficaces que los tratamientos de los curanderos kafránicos. Gisa se ofreció a tomar a la pequeña Isadora como pupila y estudiante; con el tiempo, a medida que el progreso de la niña la llevaba de mera ayudante a aprendiza, también empezó a entender que la insistencia de su maestra en permanecer en el distrito más sórdido de Broken no era una simple cuestión de pobreza. Su trabajo entre los pobres del Quinto no era lucrativo, pero los casos secretos que aceptaba en plena noche en otros distritos (casos en los que los curanderos kafránicos revelaban el alcance de su ignorancia) sin duda sí lo eran. Aun así, un espíritu de piedad, así como su negativa a abandonar los viejos dioses de la región que, bajo los auspicios de Oxmontrot, había visto nacer el reino de Broken, todo se conjuraba para que Gisa no abandonase el Distrito Quinto. Con el tiempo, su pupila terminó por adoptar sentimientos y creencias similares, en parte porque estaba decidida a continuar con las prácticas médicas de Gisa a la muerte de la vieja bruja, pero también por el modo en que los sirvientes del Rey-Dios habían tratado el asunto del asesinato de sus padres.
O, mejor dicho, por el modo en que dicho asesinato había sido repetidamente despreciado por esos mismos oficiales. La pobreza y el aspecto desmañado de las víctimas, su falta de orgullo y ambición, habían marcado sus muertes como irrelevantes ante cualquier sacerdote de Broken, tanto en sentido religioso como legal, por no hablar del sentido moral, sin tener en cuenta la devoción que en vida pudieran haber mostrado por el dios dorado. Isadora terminó aceptando con amargura ese hecho hasta tal punto que empezó a hacer planes para seguir adelante no solo con el trabajo de Gisa, sino también con su antigua fe. Cuando, ya de adulta, fue aún más allá en la emulación de su profesora al responder a las ocasiones en que, periódicamente, la llamaban para salvar la vida o aliviar el sufrimiento de algún personaje importante en los barrios más ricos de la ciudad y cobrar, también ella, buena paga por el esfuerzo, aunque, igual que Gisa, solo en secreto. Por último, los sucesos más radicalmente felices de su vida adulta —sus encuentros con Sixt Arnem y su boda al fin con él, más los subsiguientes nacimientos de los hijos que tuvieron— también habían sido resultado de su decisión de renunciar a la fama que le ofrecía la fe de Kafra y permanecer en las calles de su infancia; su lealtad al Distrito Quinto quedó, por medio de todos esos sucesos, sellada.
No debe extrañar, entonces, que —incluso pese a ser madre de cinco hijos que vivirían más seguros en otra parte— Isadora siga insistiendo en mantener la residencia de su familia en este lugar. Cierto que esa decisión ha encajado limpiamente con el similar deseo de su marido de permanecer en el barrio de su juventud; pero Isadora sabe que, en última instancia, si ella insistiera con firmeza, Sixt trasladaría a la familia a cualquier parte de la ciudad que escogiera. Pero no: para Sixt, pero sobre todo para Isadora, que en su infancia y en su juventud solo conoció el amor y la seguridad gracias a personas despreciadas por los gobernantes y los ciudadanos más poderosos de Broken, y que en consecuencia rechazó todos los fundamentos de la fe y la sociedad kafránicas, la continuidad regular de su vida, y de la de su familia, lejos de la vista de los sacerdotes de Kafra y de sus agentes se ha mantenido como motivación primordial a la hora de decidir cómo y dónde debían vivir…
Como Isadora camina concentrada en su marido, su fe, sus hijos y la casa, el tirón brusco del borde de la capa le llega por sorpresa. Se detiene y descubre, en la mugre del suelo, a un borracho muy parecido a los muchos que permanecen tumbados y roncando en puntos similares a lo largo del Camino; solo que este está despierto y su mano huesuda y sucia conserva un buen agarre. El hombre sonríe y luego abre la boca para soltar una hedionda vaharada de vino barato; cuando se echa a reír, los movimientos de su cuerpo aventan el apestoso olor de su ropa con la fuerza suficiente para alcanzar las fosas nasales de Isadora.
—Por favor, señora —dice entre risillas—, ¿unas monedas de plata?
Isadora no duda en la respuesta. La situación no le resulta nueva.
—No tengo plata suficiente. Si quieres trabajo ve a la puerta de mi casa o de cualquier buen ciudadano y pídelo. Aunque yo, en tu lugar, me bañaría antes.
Intenta avanzar, pero también toma la precaución de desenvainar un cuchillo pequeño que lleva escondido bajo la manga de la capa en todo momento. Y hace bien, porque el hombre se niega a soltarla.
—¿Trabajo, señora? —dice con amargura—. ¿Y en qué trabajáis vos para ganaros la plata, eh? En esta ciudad sobran riquezas para cubrir las necesidades de un alma perdida.
—Suéltame la capa o despídete de tus dedos.
El hombre hace caso omiso de la amenaza.
—Demasiado bonita para pasear a solas por el Distrito Quinto… —dice, mientras intenta tirar de ella hacia abajo con verdadera fuerza—. A lo mejor no necesito plata, qué va. No tanto como necesito…
Isadora estaría dispuesta a rebanar un dedo de la mano que la ofende si no fuera porque el extremo romo de una lanza golpea con sequedad el pecho del borracho y lo deja tirado en la calle, boqueando para respirar. Isadora, sorprendida, se da media vuelta y se encuentra al linnet Niksar, lanza en ristre.
Niksar da una patada al borracho con la fuerza suficiente para obligarlo a ponerse en pie.
—¡Largo de aquí! ¡No me obligues a usar la otra punta! —grita al hombre, que ya huye. Luego suaviza la voz—. Disculpa, mi señora —dice con una reverencia rápida pero elegante—. Espero no haberte asustado. Tu marido me ha enviado para escoltarte, como ya se hace tarde…
—Gracias, Niksar —responde Isadora—. Pero te aseguro que era perfectamente capaz de manejar la situación. —Devuelve el cuchillo a su vaina escondida—. Solo era un borracho que pedía una lección. —Niksar vuelve a dedicarle una reverencia deferente e Isadora suaviza el semblante—. No quiero parecer ingrata, Reyne. Confieso que en este momento no estoy del mejor humor.
Niksar sonríe mientras se asegura de que el borracho se haya retirado del todo.
—Me temo que hay muchos más —dice—. Y cada día están más tercos. Parece que les hayan metido en la cabeza que en esta ciudad crece la plata. Tendríamos que hacerles pasar un año en el ejército…
Isadora sonríe.
—Suenas llamativamente igual que mi marido, Reyne. Por cierto, será mejor que nos demos prisa.
—Sí, mi señora —responde Niksar, y echa a andar, siguiendo el impresionante ritmo de Isadora.
Poco después Isadora y Niksar han entrado ya en el Distrito Quarto, lleno de vida: dos khotores completos del ejército regular han llegado desde su campamento en la montaña para defender la ciudad en ausencia del khotor de los Garras. Cientos de soldados deambulan de un lado a otro en los campos de entrenamiento y desfile, algunos con el petate aún echado a sus amplias espaldas, otros ya deshaciéndolo y sonriendo, felices de poder pasar un tiempo en los barracones de la ciudad en vez de dormir en el suelo y extramuros. Están afiladas las lanzas y las espadas, listos los caballos, y por todas partes resuenan las risas y los gritos de los hombres que se preparan para cumplir con su deber, tanto en casa como en el campo de batallla.
Algunos hombres se percatan de la llegada de Isadora y pronto corre la voz por el campamento, con un efecto saludable. Si Amalberta Korsar era querida como madre del ejército de Broken, Isadora Arnem es adorada como objeto de su sentimiento amoroso colectivo (aunque siempre respetuoso). Para cuando alcanza los escalones que llevan a los cuarteles de su marido, al otro lado del campo de ejercicios que queda más al sur, una multitud de hombres procedentes de una amplia variedad de unidades ha empezado a reunirse ante la estructura de troncos de pino; por una vez, los distintos colores de sus túnicas y pantalones —azules los del ejército regular, rojo vino los de los Garras—, no compiten entre sí. Se han reunido para la alegre tarea de despedir a los hombres que se preparan para marchar, los quinientos mejores soldados de Broken (y también los más afortunados, a decir de los que han de quedarse); cada uno de ellos espera llevarse un atisbo de Isadora, así como de las palabras que Arnem les dirigirá a modo de estímulo para la inminente campaña. Al oeste, el sol empieza a ponerse y manda la cálida luz de la tarde primaveral a quebrar la nube de polvo levantada por todo el ajetreo de los preparativos: nadie puede pedir un escenario mejor para empezar el duro trabajo que se avecina.
Por encima del cuadrángulo de los Garras y de su zona de ejercicios, Isadora encuentra a su marido en vivo consejo con los líderes de su khotor y con sus oficiales, unos diez hombres en total, reunidos en torno a una mesa de burda talla en la que puede verse media docena de mapas. Todos los hombres adoptan una feliz posición de firmes cuando entra la esposa del comandante, se ajetrean con los saludos y las reverencias, ríen, enrollan los mapas para guardarlos en sus fundas de piel y agradecen a Isadora que haya viajado una vez más hasta su distrito, al tiempo que le aseguran que ese gesto significará mucho para sus hombres.
Cuando el ayudante entrega a Arnem su esposa, el sentek alza la voz.
—Gracias, Niksar. Y ahora, caballeros, si tienen ustedes a bien reunirse con sus unidades, yo necesito unos momentos a solas con mi esposa, que desea recordarme, no me cabe duda, cómo debe comportarse un oficial en el campo de batalla.
Unos murmullos bienintencionados que vienen a significar: «Ya, sentek, estamos seguros de que así es como vais a pasar el tiempo» recorren el grupo de oficiales al despedirse y provocan una oleada de risas, también sanas, entre el pequeño grupo. Arnem riñe a los hombres mientras los acompaña hasta la puerta para cerrarla por dentro con firmeza. Luego se detiene, se vuelve hacia su mujer, enarca las cejas y abre bien los ojos, como si le dijera: «Qué le vamos a hacer, son buenos soldados y, en el fondo, también buena gente».
—Ya ves que sigues siendo tan popular como siempre —dice en voz alta mientras se acerca para abrazar a su mujer, que se apoya en la mesa—. Y tienen razón, significa mucho para los hombres.
—Mientras pueda servir para algo… —responde Isadora.
Arnem tensa los brazos en torno a ella y acerca los labios a su mejilla.
—¿Acaso te parece que tu vida no tiene propósito, esposa mía?
—Un propósito para niños —contesta ella con suavidad, al tiempo que gira la cabeza para que sus labios se junten con los de él—. Y supongo que tendré que contentarme con eso. De momento…
¿Qué hombre puede conocer el corazón de una mujer capaz de permitir que su amante, o su marido, parta en pos de su destino, aun si se trata de un viaje hacia la muerte? ¿Y qué mujer puede entender la pasión que semejante confianza provoca en los hombres? Con toda seguridad, no existe mujer ni hombre cuyo corazón alcance esa confianza mutua con tanta perfección como lo hacen el soldado sincero y su esposa, igualmente generosa; y no hay instancia más instructiva de su mutua generosidad que estos momentos de partida, cuando toda la realidad y todo el peso de cuanto pueda ocurrir en los días venideros, tanto en casa como en el campo de batalla —así como los sacrificios que cada uno sobrellevará por bien del honor y la seguridad del otro—, se presentan con una intensidad terrible, aunque también magnífica. En los pocos minutos que tienen para estar a solas, Arnem e Isadora se permiten esas pasiones sin quitarse toda la ropa, ni siquiera la mayor parte: conocen los mapas de sus cuerpos tan bien como Arnem conoce los otros, más tradicionales, que hace apenas un momento estaban extendidos sobre su mesa. En efecto, se conocen sus cuerpos tan bien y son capaces de satisfacer su mutuo deseo de manera tan grande y sabia que se olvidan, así sea apenas por un instante, de los grupos de soldados admiradores que vigilan su intimidad con lealtad feroz; incluso pese a que esos mismos hombres siguen intercambiando comentarios respetuosos, pero envidiosamente procaces, con las voces más discretas y ahogadas…
Sin embargo, tras la estela de esos momentos de trascendente intimidad, se cuelan cuestiones más inmediatas y diabólicas, como corresponde, en la voz del sentek y su mujer.
—¿No has sabido nada del Gran Layzin? —murmura Isadora.
Huelga decir a qué se refiere ese «nada».
—No —responde Arnem, que mantiene la cabeza apoyada en su hombro.
La dulce intimidad ha arrancado un brote de suave humedad a la superficie de la piel sonrojada de Isadora, potenciando las fragrancias más delicadas y deliberadas de su cuerpo y de los extractos de flores silvestres con que se perfuma; él lo inhala todo con fuerza, sabedor de que esta última exposición tendrá que darle sostén durante mucho tiempo.
—Pero doy por hecho que se ha celebrado el ritual —continúa Sixt—. En caso contrario, me habría enterado.
Con los ojos arrasados en lágrimas, Isadora suspira.
—Pobre hombre —murmura.
También Arnem siente la presión de un enorme peso en el corazón.
—Sí. Aunque tal vez tengan razón, Isadora. Puede que simplemente haya enloquecido. Desde luego, yo nunca le había oído hablar así…
—Loco o no —responde Isadora—, era nuestro amigo, aparte de un gran hombre con quien ellos estaban en deuda. ¿Cómo pueden haberlo tratado así? ¿Cómo podemos estar seguros de que no te va a corresponder el mismo destino si no consigues complacerlos? —Estudia desesperadamente a Sixt con la mirada—. Sabemos tan poco de todo esto… El Layzin, el Dios-Rey, los sacerdotes… Entiendo que necesiten preservar los «misterios divinos», pero si esos misterios no fueran más que el disfraz de unas mentiras terribles… ¿Cómo lo sabríamos?
—Es probable que no lo supiéramos, mi amor —se limita a contestar Arnem, recordando que él ha pensado a veces lo mismo—. Sin embargo, estaría más preocupado si Baster-kin no me hubiera tomado como confidente. Te digo una cosa, Isadora, nunca lo había visto así. Directo, sí, siempre lo ha sido, o incluso rudo, pero… parecía preocupado de verdad. Por nosotros. Es un hombre extraño, no cabe duda, a menudo tiene una manera particular de mostrar su preocupación, y aun así… Si triunfo y doy satisfacción al Dios-Rey, sinceramente, no creo que tengamos motivos de preocupación. De hecho, creo que Baster-Kin intentará protegeros a todos en mi ausencia. Desde luego, ha mostrado interés por tu bienestar.
El tiempo que les queda antes de la partida de Arnem es demasiado breve para que, encima, Isadora se meta ahora en una discusión acerca de las razones que pueden haber provocado ese interés de Baster-kin por ella y sus hijos. Así que empuja la cabeza de Sixt para obligarlo suavemente a clavar sus ojos en los pequeños océanos que bañan los de ella.
—Recemos por que tengas razón… —Y en ese momento se le ocurre lo que le parece una mentira conveniente—. Si sueno menos confiada que tú, lo lamento, Sixt. Sospecho que mucha gente cree que el Lord Mercader maneja extraños secretos, pero eso no significa, como tú mismo dices, que no pretenda ayudarnos en tu ausencia.
—Por supuesto —contesta Sixt, esperanzado. Luego estudia de nuevo el rostro de su mujer y recorre con manos suaves la capa y el vestido, ya desarreglados por el encuentro.
—Quién iba a decir —murmura con un asombro solo en parte fingido— que de una cabeza tan hermosa saldría tamaña sabiduría…
Isadora le da un cachetazo en la mejilla, con la fuerza suficiente para que entre el espíritu juguetón se asome la seriedad de sus intenciones.
—Cerdo. Nunca permitas que tus hijas oigan esa clase de comentarios, te advierto… —Luego, en tono más serio, añade—: Por encima de todo, hemos de decidir cuál es su verdadera postura al respecto de Dalin.
—Ya te lo he dicho, Isadora —responde rápidamente Arnem. En este asunto sí está convencido de haber interpretado con acierto las palabras de Baster-kin—. Si mis hombres y yo damos con una buena solución, suspenderán la orden. De verdad lo creo.
—No suspendieron la del hijo de Korsar —contesta dubitativa Isadora, apartándose de Sixt con una mirada cada vez más perceptiblemente lúgubre—. Por muy grandes que fueran los servicios prestados por el yantek…
—Cierto —contesta Arnem—. Y, sin embargo, creo que nuestra situación es distinta. De hecho, dijo lo mismo, aunque, como tú misma has señalado, nadie en su posición revela sus verdaderas intenciones al respecto de un asunto como este, o de cualquier otro. De todos modos, sin duda nuestro caso es más serio. Si no, ¿por qué iba a contarme todos esos secretos?
Isadora se encara de nuevo hacia él, siente el roce del rastrojo de barba al rozarlo con la mejilla y pone toda su alma en un esfuerzo por sonreír.
—Entonces, ¿solo tengo que esperar que triunfes y todo irá bien?
—Eso es todo —contesta Arnem, y le devuelve la sonrisa—. ¿Y alguna vez te he fallado?
Ella le tapa la boca con una mano, aprieta con fuerza y suelta una risa suave.
—No soporto tu chulería marcial, nunca me ha gustado.
Arnem le aparta la mano de la cara y protesta:
—Confiar en la habilidad de los Garras no implica ninguna chulería.
—Ah, ya veo…
—¡Es la pura verdad, esposa mía! Mis oficiales, tal vez siguiendo mi ejemplo, han convertido a esos jóvenes en un mecanismo: mi única responsabilidad consiste en ponerlo en marcha y luego apartarme y observar cómo funciona.
—Hak! —se burla Isadora, con toda la fuerza y rudeza de que es capaz—. Como si pudieras apartarte siquiera un poquito cuando se trata de esos hombres…
—Además… —Arnem hace caso omiso del escepticismo de su mujer, se levanta, se recoloca la armadura y la ropa que lleva por debajo. Luego coge su capa y se la pasa a Isadora—. Después de cinco hijos ya se te ha pasado el momento de decirle a tu marido lo que soportas de él y lo que no.
—Bueno, desde luego tus hijos se creen tus tonterías. —Isadora se levanta y se recoloca también la ropa antes de concentrarse en fijar las garras de águila de plata en los amplios hombros de Sixt—. Esperan y confían, todos a una, en que destrozarás a los malvados Bane y regresarás pronto a casa. —Incapaz de controlarse, echa los brazos en torno al cuello del sentek en un momento de seriedad—. Lo mismo que yo…
—Ah, ¿sí? —Arnem suelta una risilla. Luego aparta a Isadora y de un paso atrás, para gozar por última vez de su visión a solas… y capta con la mirada el broche de plata que lleva prendido en el vestido—. Ah, mujer… —Toca el broche, sabedor, como tanta gente en Broken, de su significado—. ¿Tenías que llevarlo? Siempre cabe la posibilidad de que alguno de mis superiores se entere de tu pasado y de tus… opiniones. No es una buena contribución a nuestra causa.
—Pues podría serlo —responde Isadora con timidez, aunque sabe que molestará a su marido. Luego, con más seriedad, declara—: Va, venga, solo es un recuerdo sin significado, Sixt. Solo he confiado de verdad en dos personas desde que murieron mis padres: tú… —da un golpe fuerte a su marido con un dedo en el cuello, justo por encima de la armadura— y Gisa. ¿Ni siquiera puedo permitirme esto?
—Pero asegúrate de no llevarlo en mi ausencia —responde Arnem—. No nos hace ninguna falta que los sacerdotes nos busquen más problemas. Y si quieres tener que buscar explicación a cualquier comportamiento extraño por parte de Baster-kin, nada te ayudaría tanto como que sus espías le informen de que llevas esos ídolos bárbaros. Vete a saber qué parte del asunto de Dalin tiene que ver con esas habladurías.
—No pienso llevarlo cuando te hayas ido —responde Isadora, mientras se quita el broche—. Te lo voy a dar a ti.
—¿A mí? —gruñe Arnem—. ¿Y qué demonios quieres que haga yo con esto? ¿Aparte de conseguir que mis hombres duden de mi salud mental?
—Tenlo a mano, marido —le instruye Isadora mientras busca un pequeño hueco en el suave relleno del gambesón, por debajo de la armadura de cuero y la malla—. Por mi bien. No me gusta la idea de esta guerra, Sixt… Y, sea cual fuere tu opinión sobre Gisa y sus creencias, este amuleto siempre me ha traído algo más que buena suerte.
—Ah, ¿sí?
—Sí. El dios que aparece en él, como ya sabes, dio un ojo a cambio de sabiduría. Eso es lo que siempre me ha traído y a ti te va a convenir toda la que seas capaz de reunir.
—Sabes muy bien, Isadora —protesta Arnem—, que nunca he dicho una sola palabra contra Gisa. —Saca el broche y lo estudia—. Pero su bondad y su habilidad como sanadora no tenían nada que ver con su fe.
—Ella hubiera discutido esa conclusión.
—Quizás. En cualquier caso, está claro que no puedo ponerme el broche. Podrían desposeerme del rango, o algo mucho peor, por el mero hecho de tenerlo.
Isadora le planta un dedo en la boca.
—¿Crees que no me he dado cuenta? No te pido que te lo pongas. —Le guarda el broche otra vez en el hueco—. Quédatelo y consérvalo; escondido, pero a mano. Tan en secreto como puedas, si es que es posible.
—¿Ahora me vas a ofender? —Arnem se encoge de hombros—. Muy bien, me rindo. Aunque no sé en qué me puede ayudar un tuerto con dos cuervos.
—No te corresponde saberlo. Déjalo estar y veamos qué ocurre.
Arnem asiente y luego ambos entrelazan sus miradas. Ha llegado la hora y los dos lo saben.
—Ven —dice él, tomándola de nuevo en sus brazos—. Hemos de dirigirnos a los hombres. Siempre has sido su favorita y… sí, si eso halaga tu vanidad, reconoceré que nunca me he alegrado de ello.
—La halaga —confirma Isadora, con un último beso largo a su marido. Luego, mirando hacia la armadura, susurra tan suave que él no puede oírla—: Volverás. —Tantea de nuevo en busca del broche—. Él se encargará de eso.
Lentamente y en silencio, salvo por algunas risas espontáneas, como las que suelen intercambiar quienes han compartido tanto que ya no necesitan explicación para sus carcajadas, la pareja llega hasta la puerta. Sixt la abre e Isadora sale a la plataforma que se extiende tras los escalones…
Y un rugido ensordecedor se alza desde el cuadrángulo, un sonido más desatado que cualquier otro que haya podido oírse en el Distrito Cuarto desde la última vez que el sentek llevó a su esposa a presentarse ante las tropas. Por debajo de Isadora, y a su alrededor, el espectáculo es asombroso: los quinientos hombres del ejército de Broken más disciplinados y endurecidos por la batalla permanecen en formación y proclaman su admiración con vítores. En torno a ellos, en todas las zonas libres, hay más hombres todavía, soldados de otras unidades que hoy no partirán y solo quieren rendir homenaje a sus camaradas, a su nuevo comandante y, sobre todo, a la mujer que representa la idea más común de todo aquello para cuya conservación se entrenan y desfilan.
Arnem deja que prosigan los hombres hasta que parece que vayan a agotarse, y entonces toma la mano de su esposa y la alza en el aire.
—¡Garras! —grita cuando el rugido se convierte en una serie de vitoreos controlables—. ¿Designo a mi mujer para que os dirija en la marcha contra los Bane?
La tropa estalla en una afirmación de éxtasis que, por comparación, convierte en suave incluso su estallido anterior; solo la propia Isadora puede acallarlos al fin cuando levanta la mano que aún tiene libre.
—Yo tengo una batalla aún más feroz en casa —exclama—, contra un enemigo igual de bajito, pero mucho más taimado.
Es casi más de lo que los soldados pueden soportar, sobre todo los hombres casados: las palabras de Isadora les hacen pensar en sus propios hogares y en sus hijos, mientras ella se convierte en el mismísimo espíritu de todas las esposas; sus palabras provocan un último y extático clamor que supera a todos los anteriores. Ahora le toca a Arnem silenciarlos y para ello debe borrar la sonrisa de su cara, permitir que su mujer se coloque detrás de él y alzar los brazos. Abajo, todos los linnetes ponen firmes a sus hombres y estos guardan silencio, plantan de un golpe la lanza en el costado y clavan la mirada en el hombre en quien han puesto una confianza que pocos seres llegan a experimentar.
—Todos sabéis —empieza Arnem tras conseguir de sus hombres un silencio tan grande que se puede oír cómo circula por el campo el cálido viento del oeste— cuál ha sido el destino del yantek Korsar. No nos vamos a encallar en eso. Recordad sus servicios a este reino, pues es todo cuanto él desearía que recordéis, junto con la gran causa a la que dedicó su vida entera: ¡la seguridad de esta ciudad y de este reino! Ahora esa responsabilidad nos corresponde, y debemos cumplir con nuestro deber en un territorio peligroso. O eso dicen. Yo digo que, para los Garras, Kafra ha de crear todavía una región que sea verdaderamente peligrosa. ¡Que sea el enemigo quien se cuide de los peligros que le depara la tierra! Mientras tanto, marcharemos hacia el Meloderna para recoger todas las provisiones que pueda cargar nuestra caravana. Pero no bastarán las provisiones para endurecer vuestros corazones. Con ese fin, solo os digo lo siguiente: por insignificantes que puedan pareceros los Bane, son una gente perversa que ha intentado asestar un golpe en el corazón de este reino, el propio Dios-Rey. El fin de Saylal es el fin de todo lo que queréis, Garras. Defendedlo, defended el nombre de vuestra legión, defendeos entre vosotros y, sobre todo, defended vuestra tierra, donde os esperan vuestros familiares con la seguridad de saber que les daréis razones para el orgullo y que volveréis con ellos. Garras, que Kafra os bendiga a todos, al Dios-Rey y a este noble reino. Y ahora… ¡en marcha!
Solo las horas de entrenamiento acumuladas a lo largo de los años retienen en ese momento a los Garras en su lugar. Gritan con pasión renovada mientras los demás hombres, a los que no se exige mantener las filas, dan brincos, se cuelgan de los tejados de los demás edificios que encierran el cuadrángulo y se entrechocan para rebotar como fieras salvajes. En ese preciso momento, aparece Niksar con el caballo de Arnem, un semental jaspeado de gris conocido por todo el ejército como Ox, en afectuoso homenaje al fundador de Broken. Arnem desciende a la pista abriendo camino a su mujer, encaja un pie en uno de los estribos de hierro[96] de su silla de montar y se instala a lomos del inquieto caballo gris. Luego lo hace avanzar hacia la escalera y se agacha para recoger a su esposa y subirla a la silla, delante de él: otro gesto que provoca el feliz delirio de los soldados.
Isadora permanece así sentada mientras las tropas responden al estruendo de las trompas de los portaestandartes dándose media vuelta. La columna que parte del Distrito Quarto va llena de alegría, atemperada tan solo cuando, tras trotar con su marido hasta el Camino Celestial, Isadora da un último beso al sentek y luego abandona la montura: ahora los soldados han de atravesar la ciudad hasta el Gran Templo, y lo que en el Distrito Cuarto se interpretaba como camaradería sería tenido por impropio delante del Gran Layzin y Lord Baster-kin. Así, con las unidades principales de la caballería recién provistas de un centenar de caballos (arreados esta misma mañana para que abandonaran las verdes laderas de la montaña antes de ponerles la silla por primera vez), la columna arranca de nuevo hacia el norte; Isadora espera que pase ante ella todo el khotor y parece que salude de manera individual a cada uno de los quinientos hombres, aunque se reserva un beso lanzado al aire solo para su marido, que cabalga junto a Niksar al final de la columna, tras haber visto partir a todos los hombres y haberse asegurado de que están bien dispuestos para la revisión que se les avecina. Entonces, Isadora acepta la escolta de dos linnetes del ejército regular y se marcha a casa.
El paso de los Garras convoca a multitud de personas a lo largo del Camino Celestial. Los distritos Segundo y Tercero están llegando al fin de un día de trueques frenéticos: los dueños de los tenderetes los van recogiendo para el día siguiente, mientras que los propietarios de las tiendas alojadas en los edificios de la avenida cierran antes de tiempo para evitar daños provocados por los espectadores desenfrenados, pero también para poder mirar el desfile. El comportamiento de los soldados se va volviendo más serio y eficaz a medida que progresan hacia el norte. Al llegar a las escaleras del Templo, se encuentran al Gran Layzin, vestido de blanco, bajo un palio sostenido por sus sacerdotes rapados. Los hombres reciben la bendición del Dios-Rey, leída por el Layzin. Sin embargo, este espectáculo piadoso se celebra por el bien de la ciudadanía, y no tanto porque sea del gusto de las tropas. Solo cuando el Layzin regresa al Templo y aparece Lord Baster-kin montado en su caballo negro, los soldados se sienten de nuevo libres para absorber el éxtasis de patriotismo que consume a la ciudadanía.
Al marchar en su descenso hacia la Puerta Este, las tropas pasan de nuevo bajo la mirada vigilante de su comandante, así como la de Baster-kin. Los ciudadanos empiezan a bañar a las tropas con pétalos de flores y Arnem se muestra de acuerdo con Baster-kin y los otros consejeros mercaderes, que, todos a pie, pronto se reúnen en torno a ellos: los hombres están en buena forma y su moral parece apropiadamente alta. Cuando pasan los últimos soldados, Arnem saluda a Lord Baster-kin, por cuya presencia siente un genuino agradecimiento; Baster-kin sigue hablándole con el aire de confidencialidad que ya estableció la noche anterior.
Sin embargo… ¿responden a ese mismo espíritu de confianza sus últimos comentarios a Arnem? ¿O esconden algo más perverso?
—Ah, una cosa más, Arnem… —El Lord Mercader pica las espuelas a su caballo negro para que camine junto al gris del sentek—. He pensado que te gustaría saberlo: la ceremonia salió bien. Korsar fue un modelo de disciplina hasta el final.
Toda la alegría de la revista desaparece para Arnem; mira Camino Celestial abajo y por encima de los muros de la ciudad, hacia la línea del Bosque de Davon, donde su amigo y comandante estará todavía colgado, casi con total seguridad, acaso en una desdichada agonía.
—¿Habéis…? ¿Habéis recibido informes, mi señor?
—Yo mismo fui a verlo —se limita a responder Baster-kin—. Me pareció que era lo correcto. En cualquier caso, he pensado que querrías saber que se enfrentó bien a su final. Bueno… que la fortuna te acompañe, sentek. ¡Regresa victorioso!
Baster-kin clava los talones en la montura y desaparece con un cómodo trote en dirección al Salón de los Mercaderes.
Arnem no avanza; y Niksar se preocupa.
—¿Sentek? —dice—. Es la hora.
—Sí —contesta Arnem despacio—. Sí, claro, Niksar —añade, obligándose a abandonar ese instante pensativo y aturdido a un tiempo—. Vamos. Pero… Niksar. Si por casualidad vieras a ese loco al que nos encontramos anoche… avísame, ¿vale? Tengo la sensación de que está entre la multitud.
—Por supuesto, sentek. Pero si quieres puedo ocuparme yo mismo…
—No, no, Reyne. Limítate a señalármelo.
Luego resulta que Arnem no necesita la ayuda de Niksar para encontrar al anciano. Cuando la columna de hombres empieza a pasar por la Puerta Este, el sentek y su ayudante van todavía rezagados. Arnem se da cuenta de que Niksar se ha puesto algo nervioso por la mención del hereje aparecido; el comandante se dispone a calmar los inquietos pensamientos de su ayudante con un poco de agradable conversación.
—Tu hermano sirve en Daurawah, ¿verdad, Reyne? —pregunta el sentek—. ¿A las órdenes de mi viejo amigo Gledgesa?
Niksar se anima.
—Así es, sentek. Ahora ya es linnet de pleno derecho, aunque casi ni me lo creo. Todos los informes sobre su servicio son excelentes.
—Te alegrarás de verlo. Y yo también. Un buen tipo.
—Sí —contesta Niksar, y asiente con la cabeza—. Y seguro que tú también te alegras de ver al sentek Gledegsa, ¿no? Deben de haber pasado años ya…
Ahora le toca sonreír a Arnem.
—Cierto. Pero Gerolf Gledegsa se parece bastante a la piedra inmutable de estos muros, Reyne. Cuento con que estará exactamente igual…
Arnem guarda silencio mientras mira hacia la Puerta Este. Es solo un breve brillo de una tela, mas para los ojos siempre vigilantes del sentek ha resultado inconfundible: ese mismo atavío. La túnica vieja y ajada que antaño, sin duda, estuvo limpia, sin arrugas ni pliegues, gracias al cuidadoso trabajo de los jóvenes acólitos, aunque no la misma clase de acólitos que pueden encontrarse en el Alto Templo. El hombre está plantado junto a la puerta, más allá de los guardias del ejército regular, y mira a Arnem a los ojos. El sentek no sabría decir cuánto tiempo lleva allí, como tampoco se le ocurriría explicar por qué se permite poner en práctica una idea perversa: tira de las riendas de Ox para que se detenga cerca del punto en que permanece el anciano. Niksar parece cada vez más perturbado por las miradas silenciosas, pero cargadas de significado, que están intercambiando su comandante y el viejo tullido y termina por llamar:
—Tú, ese de ahí… ¡Guardia! ¡Llévate a ese viejo hereje…!
Arnem extiende un brazo y ordena:
—¡No! ¡Descansa, soldado! —Se vuelve hacia su ayudante—. No hace falta, Reyne —añade sin dejar de avanzar, cuando los envuelve un halo de pétalos de rosa lanzados desde lo alto de las torres de guardia, a ambos lados de la puerta.
Si tuviera que explicar por qué va a poner en práctica un plan tan peculiar como este, a Arnem le costaría: ¿habrá sido por la mención de la mutilación del yantek Korsar en boca de Baster-kin, y por la peculiar sombra que dicha mención ha trazado sobre el estado de ánimo de Arnem, tan soberbio hasta entonces? ¿O acaso por la inquietante insistencia de su esposa en que cogiera su broche pagano, que ahora mismo siente clavarse en las costillas? El sentek no tiene respuestas, pero prosigue con su plan:
—Niksar —dice, todavía en voz baja—, instruye con tacto a ese guardia para que deje pasar al anciano. Luego quiero que te adelantes y me traigas una de las monturas de refresco que llevan las unidades de caballería.
—¿Sentek? —dice Niksar asombrado, también sin levantar la voz—. Está loco y es un hereje, ¿qué puedes…?
—Haz lo que te digo, Reyne —insiste Arnem con amabilidad—. Te lo explicaré luego.
Niksar menea la cabeza, exasperado; sin embargo, está demasiado acostumbrado a seguir las órdenes de Arnem para no darse cuenta de cuándo habla en serio el sentek. Azuza a su montura para que trasponga la puerta y manda al guardia escoltar al vagabundo loco y viejo de la multitud. El anciano sonríe al oírlo, aunque se ve forzado a mover a toda prisa su bastón para obligar a la pierna de madera a mantener el ritmo del soldado. Niksar dice al «hereje» que vaya con el sentek, mientras él mismo sale al galope para recoger el caballo que Arnem le ha ordenado traer.
Al plantarse delante del nuevo jefe del ejército de Broken, el anciano tensa los labios otra vez para formar su sonrisa leve y sabia. Y apenas muestra una ligera sorpresa al ver que el sentek le devuelve la misma expresión.
—Visimar. —Arnem mantiene quieto a Ox—. Si no me equivoco.
La sonrisa del hombre se amplía.
—Debes de equivocarte, sentek, pues el hombre al que mencionas murió hace tiempo. Ciertamente tú, como parte de la escolta militar de los sacerdotes de Kafra, estuviste presente en su mutilación. Ahora me llamo Anselm…
—¿Anselm? —Arnem sonríe, pensativo—. El casco de Dios, ¿eh? Un nombre ambicioso. No importa. En otro tiempo fuiste seguidor de Caliphestros.
—Fui el primero entre sus acólitos —declara Anselm, discreta pero firmemente.
—Sí, mejor todavía —contesta Arnem mientras ve regresar a Niksar con un caballo desmontado detrás del suyo—. Niksar —dice, con alegría contenida—, te presento a un hombre llamado Anselm. Anselm, mi ayudante, el linnet Niksar.
El anciano inclina la cabeza, mientras que Niksar declara:
—No me hace ninguna falta conocer el nombre de los herejes, sentek.
—Ah, pero a este sí —replica Arnem; luego baja la mirada hacia Anselm—. ¿Puedes galopar, anciano?
—¡Sentek! —estalla Niksar—. No puedes… Si corre la voz…
—Pero no correrá. —Arnem se dirige a Niksar con tono de punto final y le clava una mirada fija que transmite un propósito irrenunciable—. Tú te encargarás de eso, Niksar. Ya no eres un espía, y así te lo han dicho. Ahora, actúas solo en función del interés de tus hombres. Y creo que esto servirá a esos intereses. —El sentek mira a Anselm—. ¿Entonces?
—Puedo cabalgar, sentek —dice el anciano—. Acaso te convenga incluso explicar la pierna que me falta diciendo que fui un jinete de la caballería, herido en la batalla. —Arnem se muestra de acuerdo con una sonrisa—. Sin embargo, tanto si cabalgo como si voy a pie, la ruta que hemos de seguir ahora quedó determinada cuando me encontraste la otra noche: no puede caber duda alguna de que iré contigo.
Anselm se acerca al caballo y mira alrededor, en busca de ayuda.
Arnem llama al guardia más cercano.
—Tú. Ayuda a este hombre a montar.
El guardia objeta con una mueca amarga, pero sabe bien que debe cumplir la orden y enseguida forma una eslinga con ambas manos. Anselm pone el pie bueno en las palmas de las manos del guardia.
—Gracias, hijo mío —le dice—. Y ahora, si pudieras ayudarme a pasar este regalo del Dios-Rey por encima de la bestia… —El guardia, demasiado humillado para buscarle siquiera sentido a ese comentario, levanta al hombre y luego agarra con gesto burdo la pierna de madera y la pasa por encima del caballo, provocándole un dolor evidente al hombre—. Y si alguna vez me quejo, o si te hago ir despacio, sentek —le dice el tullido, metiendo su único pie en el estribo que queda libre—, espero que me lo digas. No tengo ningún deseo de ponerle a esta misión más trabas de las que ya lleva puestas.
—Y no lo harás. —Mientras sus caballos empiezan a cruzar el portal, Arnem vuelve su rostro serio a Anselm—. Porque cumplirás un papel de bufón loco que nos acompaña para arrancarle buena fortuna a nuestro dios sonriente. Confío en que estés de acuerdo.
—Tienes mi palabra, sentek. Ahora… ¿vamos a ver qué ha preparado para nosotros el Destino montañas abajo?
Arnem asiente y, con un Niksar descontento cerrando la retaguardia, los tres últimos miembros de la columna abandonan la ciudad por la Puerta Este.
Al fin los hombres doblan a la derecha y se dirigen hacia la ruta del sur, que es la más rápida, aunque no la más fácil para subir y bajar la montaña. (No podían usar la Puerta Sur para salir, porque es la que queda en el mucho menos glorioso Distrito Quinto). Al trazar ese rumbo llegan a un puente sobre el Arroyo de Killen, donde Arnem, acompañado por Anselm y Niksar, se adelanta para adoptar una posición de espera y vigilar cuidadosamente a sus hombres mientras cruzan, sabedor de que la incomodidad que le produce a Niksar el permiso concedido al anciano para viajar con la columna será compartida al principio por las filas. Sin embargo, Arnem sabe que puede contrarrestarlo demostrando desde el inicio que Anselm viaja por invitación suya. De hecho, si todo va tan bien como espera el sentek, puede que pronto perciban a Anselm como un portador de buena fortuna en el campo, tal como él mismo acaba de mencionar. Porque los soldados son una banda de supersticiosos y un buen comandante pone ese instinto a trabajar en su favor, nunca en su contra.
Nada de todo eso explica, tal como observa Niksar en silencio mientras Arnem y Anselm reciben los vitoreos (reconocidamente confusos) de las tropas mientras cruzan el arroyo, la razón que ha llevado al sentek a pedir a este inquietante viejo hereje que viaje con una expedición de vital importancia para el reino.
La salida de la ciudad se ha hecho larga, de todos modos, a pesar de su naturaleza alegre; entre las filas, ningún hombre se inclina por obcecarse con la presencia del recién llegado, ni por concentrar su atención de momento en nada que no sea el sendero que baja la montaña y la aventura que les espera tras él. Si alguno de ellos persistiera en su curiosidad, si mirase, por ejemplo, en las aguas del Arroyo de Killen al pasar por el puente, ese hombre vería en ellas, encajado entre las rocas y las ramitas arrastradas por la deriva, la porción más baja de un pequeño brazo humano. La piel, fétida y podrida, tiene un tono amarillento y se tensa en torno al hueso; algunas llagas grandes se abren grotescas en el tejido sin vida; y, en respuesta a los lametazos del Arroyo, se desprenden pequeños fragmentos de carne y desaparecen entre las aguas que se apresuran a unirse con el Zarpa de Gato.