Los expedicionarios Bane descubren que sus dioses, Luna incluida, son inescrutables…
No hay ningún ser vivo que conozca el Bosque de Davon mejor que los expedicionarios Bane, entre los cuales el grupo más experimentado es el de Keera; además, por pequeños que sean sus pulmones, los expedicionarios han desarrollado la capacidad de recorrer a ritmo rápido distancias más largas que cualquier campeón laureado de los Altos. Imaginemos, entonces, a qué velocidad puede correr una madre Bane que además es expedicionaria y que alberga en su interior el más profundo miedo por el destino de su familia. Imaginémoslo, multipliquémoslo, otorguémosle cualquier superlativo que se nos ocurra y todavía seremos incapaces de describir el ritmo que Keera ha marcado a Veloc y Heldo-Bah en su regreso a casa desde las Ayerzess-werten. Aún más destacable resulta que los dos hombres que la siguen no se hayan quejado ni una sola vez por ese ritmo, ni le hayan pedido un decanso; qué va, ni siquiera para beber un trago del agua que transportan en sus botes. Demasiado saben que no son meros atletas empeñados en añadir brillo a sus nombres; son miembros de una tribu que acaban de saber que el más negro de los horrores, tras doscientos años de seguridad, ha golpeado sus hogares: corren para averiguar qué precio ha cobrado la Muerte a los suyos.
Empieza a romper el alba y la vida se agita en la vasta tierra silvestre; los tres expedicionarios solo lo notan porque las marcas del sendero que van siguiendo se vuelven más visibles. Hay un punto de implacable paradoja en el hecho de que esas mismas marcas, que normalmente brindarían la alegría de estar cada vez más cerca de casa, ahora solo sirven para aumentar la agonía de la hipótesis de que dicha alegría se haya perdido para siempre. La mente disciplinada de Keera se esfuerza por apartar a un lado su miedo creciente. Sin embargo, lo que ocupa su pensamiento no es la esperanza de una resolución final. Al contrario, le está dando vueltas al supremo misterio que al fin aflige a cualquier alma que alimente una fe verdadera por la divina providencia.
¿Cómo puede ser que su diosa los haya abandonado? ¿Cómo puede ser que la Luna haya impuesto la Muerte a su tribu y a su familia? ¿Es ella quien ha traído ese castigo a los suyos por luchar contra los caballeros con su hermano y con Heldo-Bah, ofendiendo así a la Sacerdotisa de la Luna? No puede ser, pues si así fuera el castigo le correspondería tan solo a ella. ¿Y qué sería, entonces, de los muchos crímenes de Heldo-Bah y de la participación de Veloc en los mismos con frecuencia excesiva? Tampoco ahí está la respuesta, pues Heldo-Bah ha pagado el precio con la pérdida de su libertad para siempre y también Veloc es objeto de castigo cuando enfurece a la Sacerdotisa, a las Hermanas Lunares y a los ancianos del Groba; y aun si no fuera así, ¿qué clase de proporción divina castiga unas pocas broncas con una plaga? ¿No es acaso la Luna una diosa compasiva? Y si no lo es, ¿por qué habría que considerarla superior a Kafra, el dios absurdo y perverso de los Altos?
Ahí está: a lo lejos, Keera ve cómo se aclaran los árboles y luego, pasado ese punto, asoma la última cuesta que termina en una brusca caída de los altos riscos que forman el límite norte de Okot. En escasos momentos llegarán a… No, ya han llegado. Escondidas en la luz fantasmal que baña el Bosque al amanecer: cabañas. Cabañas Bane. Vacías. Ninguna señal de los fuegos que, a estas horas, deberían arder bajo los amplios calderos para calentar las gachas de la mañana con frutos del Bosque cocidos: manzanas, peras y ciruelas silvestres que, a veces reforzadas con unas pocas tiras de lomo de oso cocinadas en una sartén lisa de hierro, constituyen la primera comida de prácticamente todos los Bane. Pero aquí, en esta veintena de cabañas de techo de paja… nada. Ni siquiera la luz de las lámparas de sebo dentro de…
Por primera vez, Keera reduce el paso y luego se detiene por completo. Mientras sus pulmones se esfuerzan por recuperar el aire lo mira todo con asombro y teme —no teme, desea— haberse equivocado de camino, haber ido a parar a un viejo asentamiento en desuso; el tipo de lugar en que Heldo-Bah pasó gran parte de su juventud. Pero las marcas están donde han de estar, visiblemente señaladas en las grandes rocas y en árboles antiguos. Como siempre, Keera está en el camino que quería seguir y tanto ella como sus compañeros se encuentran en uno de los asentamientos del lado norte que se alzan sobre los riscos: están, de hecho, en la comunidad de los sanadores Bane y sus familias, que llevan a cabo su noble desempeño dentro de las cuevas que agujerean el rostro de esos mismos riscos, en unos retiros casi inaccesibles llamados Lenthess-steyn[87]. Por supuesto, cabe la posibilidad de que ahora mismo los curanderos estén retirados en esas cuevas, suponiendo que el Ultrajador Welferek haya dicho la verdad y no se haya inventado una vil mentira para librarse de la tortura a manos de Heldo-Bah. Y sin embargo…
Si los curanderos están en las Lenthess-steyn, ¿dónde están sus familias? ¿Dónde las señales de la vida cotidiana? ¿Dónde están los niños?
Heldo-Bah y Veloc se acercan a Keera, ambos más ahogados que ella y, como la rastreadora, lo miran todo consternados.
—¿Dónde…? —Veloc da una gran bocanada con la intención de poner voz a la pregunta que se están haciendo los tres—. Los curanderos, sus esposas, sus maridos. (No en vano destacan las mujeres entre los más hábiles sanadores Bane). ¿Les habrán atacado?
—¡Les advertí! —exclama Heldo-Bah con un rugido ahogado, al tiempo que se inclina y apoya las manos en las rodillas para llenarse de aire—. ¿Cuántas veces les he avisado? Les dije que desplazaran a los sanadores, que estaban en lo alto de los riscos, demasiado al norte, que serían los primeros en caer si nos encontraban los Altos. Pero quién escucha a un criminal… ¡Aaay!
El grito exhala de la boca desdentada del expedicionario cuando Veloc le da un bofetón en la parte expuesta del cogote. Heldo-Bah se plantea la posibilidad de devolver el golpe, pero al mirar a Veloc este señala con una rápida inclinación de cabeza en dirección a Keera, que sigue guardando silencio, y le recuerda que en este momento el único asunto urgente es descubrir qué puede haber ocurrido.
Ansioso por redimirse de su desconsideración, Heldo-Bah se acerca a una cabaña.
—Bueno, no vamos a descubrir nada si no miramos…
Al oírlo, Keera se da media vuelta.
—¡Heldo-Bah! —exclama, con una expresión más cercana que nunca al puro pánico—. ¡No entres! ¡Si la Muerte se ha llevado a los curanderos, se te llevará también a ti!
Heldo-Bah sabe que, en este momento, no debe entrar en una discusión con Keera sobre si es capaz o no de meterse en una cabaña invadida por la plaga. Por eso, limita su respuesta.
—Créeme, Keera, no tengo ninguna intención de entrar ahí. —Se detiene y luego avanza de puntillas—. Nadie ha atacado las cabañas —afirma, mientras examina unas medias Lunas improvisadas con pintura en las estructuras de todas las puertas—. Están abandonadas. ¡Abandonadas y selladas, Keera!
La puerta de la cabaña a la que se está acercando está cerrada por completo y hay gruesas planchas fijadas en todas las ventanas. Han rellenado todos los huecos del contorno de las puertas o entre los marcos de las ventanas y las planchas clavadas con una pasta espesa de color blanco con vetas moradas; casi como un mortero, aunque no ha tenido tiempo todavía de secarse del todo.
—¡Mantente alejado! —le ordena Keera, que va mirando de una en una las cabañas y también se ha fijado en la pasta blanca con vetas moradas y ha empezado a retirarse como si se tratara de un enemigo mortal—. Cal viva y filipéndulas… Así que la plaga afecta al vientre —afirma—. Habrán llevado a todas las familias a…
Una nueva voz la interrumpe:
—¡Eh! ¡Expedicionarios! ¿Qué hacéis ahí?
Los tres expedicionarios cierran filas para contemplar a un soldado Bane que aparece entre la bruma del amanecer, al este de las cabañas de los curanderos. Lleva la protección habitual del ejército Bane: una armadura de malla que llega desde el cuello hasta los codos y las rodillas, hecha de escamas de hierro cosidas a una piel de ciervo. Como armadura es más ambiciosa por su diseño que eficaz en la batalla,[88] donde el espacio entre las escamas, demasiado grande en términos comparativos por culpa de las limitaciones que encuentran los Bane a la hora de trabajar el metal, permite con excesiva frecuencia que las puntas de las espadas y lanzas se cuelen por los huecos, al tiempo que el tamaño de las escamas dificulta los movimientos. Igual que Welferek, el soldado lleva una espada corta al estilo de Broken, con la salvedad de que se trata de una evidente imitación Bane, porque el acero es claramente de calidad inferior. Lo mismo puede afirmarse del yelmo de una sola pieza que le cubre la cabeza y la nariz. El bronce encajado en el borde de las secciones de hierro no basta para disimular la calidad inferior del mismo.[89]
Sin embargo el joven compensa las carencias de su armamento con su serenidad: el ejército Bane es de creación relativamente reciente, pues tiene menos de doce años, y los hombres que ocupan sus filas disimulan la inexperiencia y la escasa calidad de sus armas con todo el valor que son capaces de reunir, aunque desdeñan el orgullo arrogante de los Ultrajadores, que les provocan el mismo desagrado que a los expedicionarios.
—El Groba ha prohibido la entrada a este asentamiento —dice el soldado con firmeza. Sin embargo, al acercarse se da cuenta de que cada uno de los recién llegados lleva a cuestas un saco pesado—. Ah —articula con un movimiento de cabeza el soldado—, vituallas. —El joven es tan inexperto que aún siente la necesidad de impedir que se note la falta de experiencia, sobre todo en un momento tan crucial. Por eso la esconde bajo un tono arrogante—. Pero veo que acabáis de volver. ¿En respuesta a la llamada de la Trompa?
—Oh, admirable —responde Heldo-Bah, y escupe hacia el suelo, cerca de las botas del soldado—. Seguro que ya has alcanzado un rango bien alto, con esa rapidez de pensamiento.
Veloc clava un codazo a su amigo en el costado, lo cual concede a Keera tiempo para preguntar:
—¿Adónde los han llevado? Las familias que vivían aquí… No puede ser que la plaga se los haya llevado a todos.
Pero los ojos del soldado están clavados en el miembro más famoso del grupo.
—Tú eres Heldo-Bah, ¿verdad? Te he reconocido.
—Qué tragedia, no puedo devolverte el cumplido —responde Heldo-Bah.
—No es ningún cumplido, amigo, puedes creerme —contesta el soldado con una risa amarga. Se da media vuelta y adopta un tono más respetuoso—. Y entonces tu has de ser Keera, la rastreadora, ¿no?
—Por favor —dice Keera, sin el menor interés por la conversación ni por la reputación de nadie—. ¿Qué les ha pasado? ¿Y qué…?
De pronto, se da media vuelta sobre la punta de un pie y se detiene encarada un poco más allá del este, hacia el norte. Levanta en el aire una vez más su infalible nariz y, tras olisquear un poco, empalidece y se vuelve hacia el soldado.
—Fuego —afirma, casi en un suspiro—. ¡Están quemando cabañas!
El soldado asiente y señala las cabañas que los rodean.
—Y bien pronto quemarán estas también. El sellado no ha bastado para confinar la enfermedad.
—Pero… ¿qué están quemando ahora? —pregunta Veloc con impaciencia.
—El asentamiento del nordeste. Fue el primero en caer…
—¡No! —exclama Keera, al tiempo que se suelta las correas del saco, lo tira al suelo y sale disparada en dirección al humo que trae el viento—. ¡Ahí está mi casa!
Veloc la sigue a toda prisa mientras Heldo-Bah recoge el saco de Keera y se lo echa a la espalda, al lado del suyo. Mira al soldado, menea la cabeza y vuelve a escupir.
—Bien hecho, atontado. Hablar sin pensar: sigue así y llegarás a sentek a la velocidad de las estrellas fugaces.
Heldo-Bah se apresura a atrapar a sus amigos y el joven soldado muestra un rostro contrito. Sin embargo, le queda el suficiente orgullo de rango para llamarle.
—¡Pero no podréis entrar! ¡Lo hemos rodeado! ¡No os dejarán acercaros!
Heldo-Bah, sin aminorar apenas el ritmo por el peso del saco de Keera, le contesta con un bramido:
—¡Correremos ese riesgo!
Y sigue avanzando entre las cabañas selladas, fantasmales, para adentrarse en el mundo sombrío del bosque en la mañana.
El del nordeste es, en muchos aspectos, el asentamiento más importante de los Bane, pues el Groba siempre ha creído que, si alguna vez los Altos aciertan con la ubicación de Okot, llegarán por este camino, el menos directo. Así, durante varios años, los residentes de este asentamiento han sido testigos de la construcción de una robusta empalizada, justo a continuación del último de los diversos anillos de cabañas que lo conforman; un intento por parte del Groba, consecuente con la visión de la Hermandad Lunar, de ofrecer al menos una apariencia de defensa. Pero Okot, en su conjunto, es una comunidad tan grande y desordenada que ni siquiera los incansables albañiles Bane podrían encerrarla con una empalizada; por eso, la fortificación se termina simplemente a media milla por cada lado de la gran puerta del muro que interrumpe la ruta del nordeste hacia la plaza central de la aldea. Los ancianos del Groba siempre han tenido la ambición de proseguir su construcción, pero tanto a los albañiles como a los actuales comandantes del ejército Bane les cuesta aceptar alguna razón para llevar la exhibición más allá de lo ya construido, y están convencidos de que la empalizada sería efectivamente poco más que una exhibición en el supuesto de que el ejército de los Altos llegara a presentarse con toda su maquinaria de guerra.
Tras recorrer algo más de un kilómetro y medio desde las cabañas selladas con cal en meros instantes, Keera se planta en el extremo occidental de la empalizada. Pero, al llegar ahí, duda: ya se ven las llamas más altas de la enorme pira que arde por delante. Su pausa ansiosa permite a Veloc y Heldo-Bah llegar a su lado y su hermano la coge por la muñeca derecha.
—Hermana —dice, también él lleno de ansiedad—, te lo suplico, déjanos entrar primero a nosotros. O al menos deja entrar a Heldo-Bah. Él sabe manejar a esos críos que el Groba tiene por soldados y conoce bien a Ashkatar[90]…
—Aunque no estoy muy seguro de que eso nos vaya a servir de algo —murmura Heldo-Bah, asegurándose de que no lo oiga Keera.
—… y puede impedir nuevas confrontaciones que nos robarían un tiempo valioso —prosigue Veloc, al tiempo que lanza una mirada de advertencia a Heldo-Bah—. Él se puede asegurar de conseguir noticias sin más dilación. ¿Verdad, Heldo-Bah?
—Claro —contesta este, con un tono más amable que refleja un cambio de actitud—. Así será, Keera. Te lo prometo.
Keera quería ser la primera en llegar a las llamas; a lo largo de su carrera desde el río, cada vez estaba más decidida a enfrentarse a quien estuviera al mando de esta desastrosa situación. Pero, ahora, ante la visión del fuego que calcina las hojas de la bóveda del Bosque…
Por primera vez en la vida, su hermano la ve desanimarse. «Esto no puede estar pasando —dice su rostro—. Y sin embargo…».
Keera se cubre la cara con las manos.
—Pero si yo… —Escudriña el cielo de la mañana en busca de la Luna, la diosa que, a su parecer, se ha escondido avergonzada tras los árboles del oeste—. ¡Pero si yo siempre he sido leal! —exclama.
Y tiene razón: siempre ha estado entre las Bane más devotas, aparte de las que componen la Hermandad Lunar, y sin embargo ahora ha de ver cómo las llamas consumen el hogar que levantó en cumplimiento de los principios de su fe, y en el que enseñó a sus hijos a ser tan devotos como ella.
Veloc mira a Heldo-Bah mientras abraza a su hermana.
—Yo la llevaré enseguida —dice a su amigo—. Ve y averigua cuanto puedas.
Heldo-Bah asiente, suelta su saco de vituallas y el de Keera y avanza junto a la empalizada, aunque su propio temor le hace acercarse a la escena de evidente destrucción a media velocidad. De todos modos, incluso así va tan rápido que obliga a mostrarse a los primeros soldados en cuanto lo ven acercarse a las cabañas en llamas.
Mientras se le acercan dos pallines (y por qué, en nombre de la Luna, se pregunta Heldo-Bah en silencio, les habrá parecido necesario adoptar los rangos y la organización del maldito ejército de Broken), oye un crujido y ve que unos grupos de soldados están talando árboles para crear un cordón vacío en torno al incendio y evitar así que se extienda: pese a la humedad de esta mañana de primavera en el verdor silvestre, un fuego tan ardiente como este tiene la fuerza suficiente para esparcirse por cualquier bosque.
—¡Atrás, expedicionario!
El grito procede de uno de los pallines que se acercan junto a la empalizada y que pretende, como todo el ejército Bane, mantener una apariencia de orden y evitar que un desconcierto tan tortuoso como el que sentía ahora mismo Keera se convierta por todo Okot en un pánico desatado. A pesar de ello, la desagradable familiaridad que le provoca la sensación de que alguien lo desprecia le impulsa a echar, imperceptiblemente, mano de sus cuchillos. Se da cuenta de que los soldados están cubiertos de sudor y cenizas y de que tienen, en diversos puntos del cuerpo, quemaduras de cierta gravedad.
—¡Seguimos órdenes del Groba! —grita un segundo pallin.
Dispuesto a lanzar sus cuchillos al vuelo en cualquier momento, Heldo-Bah pregunta a los soldados:
—¿Y qué os hace creer que soy un expedicionario, serpentillas escamosas? —Es una burla popular: hasta los niños se burlan de los soldados Bane por el parecido entre sus armaduras y la piel de las serpientes).
—No nos pongas a prueba —le dice el segundo soldado—. Los únicos miembros de la tribu que siguen volviendo a Okot son los expedicionarios. Espero que seas el último que queda. Y mientras tú corrías de vuelta a casa nosotros cuidábamos del bienestar de la tribu.
—Sí, ya lo veo —contesta Heldo-Bah con una sonrisa—. Quemando casas, un método muy imaginativo. —Señala las cabañas con un movimiento de cabeza—. ¿Qué se ha hecho de los que vivían aquí?
—¿Por qué lo preguntas? —responde el segundo soldado, que, pese a su juventud, tiene la enjundia suficiente para creer que podría administrar una buena paliza a este expedicionario, aunque al parecer ha visto los dientes afilados en la boca del recién llegado—. Sé quién eres, Heldo-Bah, y desde luego tú nunca has vivido aquí.
Heldo-Bah asiente y hasta suelta una risa.
—Eso solo prueba que eres una criaura, pese a todas tus escamas. Contesta mi pregunta.
—La mayoría han muerto —responde el soldado con calma—. Los supervivientes están en las Lenthess-steyn, en manos de los sanadores.
—¿Habéis mantenido alguna clase de registro de quién ha muerto? —pregunta Heldo-Bah—. O a lo mejor os ha parecido una tarea poco gloriosa para estos jóvenes héroes…
Una tercera voz procedente de la zona en que los hombres están talando árboles se suma a la refriega; es una voz estruendosa, autoritaria y llena de seguridad que, al contrario que la de los jóvenes, llega cargada de duros años de experiencia.
—No había tiempo para listas, Heldo-Bah —dice la voz—. La plaga mata demasiado deprisa, y se extiende más deprisa todavía.
Un Bane formidable se acerca al expedicionario. Aunque es claramente mayor que Heldo-Bah, tiene una musculatura potente y dura; no esculpida como la de un atleta, sino aumentada por las vigorosas exigencias de la batalla. Su barba negra es indistinguible del cabello enredado y descuidado, pero, al contrario que los soldados jóvenes, lleva una fina malla de cadenilla y una túnica hasta las rodillas en la que luce el dibujo de una pantera a la carga entre los cuernos de una Luna creciente. La mano derecha sostiene un látigo de cuero. Al ver al hombre y el látigo, Heldo-Bah sonríe, pero ahora sin maldad. Luego, una pizca de afecto genuino se le cuela en la voz.
—Ashkatar —saluda, moviendo la cabeza—. Pensaba que te encontraría en la Guarida de Piedra —continúa, en referencia a la cueva del centro de Okot, lugar de reunión del Groba.
—Yantek Ashkatar —responde el imponente Bane, con una sonrisa que refleja el mismo rastro de camaradería y con los ojos oscuros entrecerrados en una mueca de agrado—. Veo que tus modales siguen tan mal como siempre, Heldo-Bah.
—Y yo veo que sigues jugando a los soldaditos con los niños —dice Heldo-Bah, enfureciendo al más alto de los dos pallines. Sin embargo, el hombre llamado Ashkatar alza una mano y señala las cabañas en llamas—. De acuerdo, señores —dice—. Volved a vuestros puestos. Yo me ocuparé de este tipo.
Los dos soldados se alejan con reticencia a lo largo de la empalizada, hacia el fuego. El yantek Ashkatar mira a lo lejos, por encima del hombro de Heldo-Bah.
—Por fin habéis vuelto los tres —dice—. No debíais de estar cerca. ¿Entiendo que Keera y Veloc están contigo?
—Sí. Y queremos saber algo de la familia de Keera.
—Ojalá os pudiera decir algo —suspira Ashkatar—. Simplemente, no hubo tiempo. Ya hemos quemado a los muertos… Seguimos quemándolos en piras a lo largo del río. Pero quiénes son los muertos… sinceramente, no lo sé.
No hay mucha gente en la comunidad de los Bane que importe de verdad a Heldo-Bah, y menos aún entre los que mandan en la tribu; pero uno de ellos es Ashkatar y el respeto que siente por él hunde sus raíces, como no podía ser menos, en una experiencia compartida en sus conflictos con los Altos. El incidente ocurrió cuando luchaban hombro con hombro entre otros muchos soldados Bane para impedir que los de Broken cruzaran el Zarpa de Gato y se adentrasen en el Bosque de Davon, en un intento de responder a un asesinato particularmente sangriento de un grupo de niños Altos, perpetrado por unos cuantos Ultrajadores. Esos crímenes se habían cometido para vengar la paliza recibida por un grupo de comerciantes Bane dentro de la ciudad de Broken por parte de un grupo de mercaderes borrachos; Heldo-Bah y Veloc habían presenciado esa paliza, así como, desde una inoperante distancia, el ataque de los Ultrajadores a los niños, particularmente desproporcionado. Los dos expedicionarios habían regresado a Okot a la carrera, por un camino más corto que el que conocían los Ultrajadores, para contar al Groba la verdad de la situación antes de que los Ultrajadores tuvieran tiempo de mentir. Aunque Veloc participó en el subsiguiente esfuerzo del joven ejército Bane por rechazar a los soldados Altos en el Zarpa de Gato, fue Heldo-Bah quien se acercó a Ashkatar con la solución: tras una noche sangrienta, en la que los hombres de Ashkatar aprendieron más de una manera de matar a los soldados Altos sin ser vistos, los oficiales que comandaban las fuerzas de Broken fueron sorprendidos al amanecer por la visión de las cabezas de los tres Ultrajadores clavadas en sendas lanzas y coladas en el campamento de los Altos.
Había unas notas junto a las cabezas en las que se afirmaba que aquellos hombres eran los responsables de la muerte de los niños y que los Bane darían el asunto por cerrado si los Altos se avenían a hacer lo mismo; así, una batalla que podía haber durado meses se truncó por la tenacidad del comandante Bane y la imaginación del expedicionario más despreciado de toda la tribu. En los años transcurridos desde entonces, los caminos de Ashkatar y Heldo-Bah se han cruzado con frecuencia; y es el soldado quien a menudo defiende al expedicionario cuando las Altas Sacerdotisas y sus Caballeros intentan echarlo de la tribu. Por eso cada vez que se encuentran es como si fueran hermanos apenas levemente distantes.
Ashkatar hace restallar el látigo de seis pies y le arranca un sonido tan letal como el crujido de los árboles que siguen cayendo alrededor de ellos.
—Malditos sean los Altos… Si nos querían matar, ¿por qué no dan la cara? En vez de eso, esparcen esta vil pestilencia…
—¿Crees que es cosa de los Altos?
Ashkatar alza sus hombros, envueltos en malla.
—Hay algunos informes peculiares de otros expedicionarios… Tendrás que comparar con ellos lo que hayas visto tú. —El yantek Bane mira de nuevo más allá de Heldo-Bah, esta vez con una sonrisa y un saludo—: Ah, Veloc. Keera. Bien. El Groba está ansioso por veros a los tres.
Keera ha empezado a recobrar el sentido, como suele ocurrir a quienes llevan esperando temibles noticias más tiempo del que sus espíritus son capaces de soportar. Sin mucho equilibrio, pero sirviéndose de las tareas ordinarias de la vida cotidiana como ancla. Lleva su saco a cuestas, y Veloc sostiene los otros dos. Mientras Heldo-Bah se apodera del suyo, Keera habla.
—Yantek —pregunta en voz baja—, ¿has oído algo de mi familia?
—No hemos podido mantener ningún registro riguroso, Keera —contesta Ashkatar, con sincera amabilidad en la voz—. Ninguna clase de registro. —Se acerca para coger el saco de Keera y echárselo a la espalda y luego, tras encajarse el látigo en el cinto, la rodea con el brazo libre—. Hay algunos supervivientes, pero la enfermedad mata tan deprisa que es simplemente imposible tomar nota de quiénes son. Y una vez muerto el huésped se sigue expandiendo. No teníamos más remedio que quemar los cadáveres. A los que se han expuesto, pero no han llegado a contraer la enfermedad, los han llevado a una cámara de las Lenthess-steyn. Muchos sanadores siguen vivos, gracias a la Luna, y están intentando determinar por qué algunos, como ellos mismos, no se ven afectados mientras que otros mueren. Los enfermos están en la cámara superior y reciben la ayuda que se les puede dar, que no es poca. Y en las cámaras más profundas, otros curanderos llevan dos días rebuscando en los cadáveres para averiguar en qué partes del cuerpo ataca la plaga y conocer con qué mecanismo nos mata. —El yantek clava una mirada resuelta en el rostro de Keera—. Hay más muertos que supervivientes, Keera.
Al oírlo, la rastreadora jadea.
—¿Puedo… ir a buscarlos?
Ashkatar le da vueltas al asunto.
—¿Estarías dispuesta a que sean los curanderos quienes los busquen? Eres nuestra mejor rastreadora, Keera. Si mi juicio cuenta para algo, en las próximas horas te vamos a necesitar. Como ya os he dicho, el Groba ha preguntado por vosotros específicamente.
Keera está meneando la cabeza casi desde el primer instante en que Ashkatar ha empezado a hablar.
—No puedo… No puedo reunirme con el Groba y hablar de esto como si fuera «un problema». Tengo que encontrarlos, he de saber, si no me volveré loca de miedo.
Está a punto de enterrar la cara entre las manos, pero todavía no se va a quebrar. Desde luego, no delante del comandante del ejército Bane.
—Entonces, entrarás en las Lenthess bajo tu responsabilidad —replica Ashkatar, mientras asiente con la cabeza—. Si muestras algún síntoma de haber cogido la enfermedad, te retendrán allí. No podemos hacer más. Ven, Veloc. Heldo-Bah, tú también. Vamos a la plaza. —Los cuatro pasan junto a los soldados, concentrados en su duro trabajo con las hachas—. ¡Linnet! —brama Ashkatar.
Un Bane inusualmente alto (es decir, inusualmente para tratarse de un Bane que no es Ultrajador), se da media vuelta: lleva el pecho desnudo y su poderosa musculatura brilla al calor de las llamaradas.
—¿Yantek?
—Toma el mando aquí. He de llevar a estos expedicionarios ante el Groba. Ya tienes tus órdenes.
—Sí, yantek… Aunque el fuego se ha vuelto infernal y se extiende demasiado deprisa. Si no lo logramos contener…
—Ya te lo he dicho, Linnet. Si no lo puedes contener, tienes que dirigirlo. Hacia las cabañas del norte. Están selladas y solo hace falta brea y aceite para que ardan. Encárgate de ello.
—A la orden, yantek. Que la bendición de la Luna te acompañe —dice el joven. Luego mira el rostro aterrado de Keera—. La bendición de la Luna, señora…
Keera asiente, confusa, y deja que sea Ashkatar quien conteste:
—Y también para ti. Y que nos acompañe a todos. Y ahora…
Ashkatar encabeza el camino entre la maleza del bosque y sale al sendero principal que lleva a la ciudad cuando ya han avanzado bastante colina abajo, para evitar así el riesgo de que les caiga encima alguna de las ramas incendiadas que, al convertirse en brasas al rojo vivo, se quiebran y descienden volando en fragmentos de tamaño peligroso que estallan al chocar con el suelo del bosque. Las llamas que se alzan de las veintipico cabañas se han unido ahora, a unos doce metros de altura, para formar una columna gigantesca de fuego que asciende como si alguien tirase de ella hacia arriba, como si alguna deidad estuviera aspirando la vida de Okot y, sobre todo, del asentamiento del nordeste. Keera no puede dejar de pensar que se trata de un dios cruel y caprichoso hasta que se le ocurre algo más pragmático.
—Ahora ya no cabe ninguna duda —murmura a Ashkatar, que mantiene su grueso brazo en torno a sus hombros mientras su hermano le sostiene la mano izquierda—. Con tantos soplidos del Cuerno y ahora este incendio, al final los Altos verán en qué parte del Bosque está Okot.
—Es probable que ya estén reuniendo sus malditas tropas, incluso mientras nosotros hablamos —dice Heldo-Bah.
—Pero deja que los demás nos preocupemos de eso, Keera —propone Veloc, mientras muestra su ceño fruncido a Heldo-Bah por su desconsideración—. Tú preocúpate solo de Tayo y los niños.
—Y no creas que no lo hemos tenido en cuenta, Keera —añade Ashkatar—. Pero no había otra opción. El fuego detiene la expansión de la enfermedad. Es prácticamente lo único que sabemos.
El grupo camina ya por el sendero principal que lleva a Okot, un camino de carros muy hollado, con brotes de hierba que crecen entre los dos surcos profundos. Pronto llegan a la «plaza» central de Okot (en realidad, un círculo que traza el camino de carros en torno al pozo de la ciudad, lo único de esa zona que tiene forma cuadrada) y se la encuentran inundada por Bane de toda condición. Hombres, mujeres, niños, animales domésticos y de granja, todos moviéndose de un lado para otro casi en estado de pánico, los humanos concentrados en los lados norte y sur de la plaza. Por encima de los que se unen en el lado norte se ve la cara del acantilado en que se asientan las cuevas Lenthess-steyn; el lado sur lleva a una formación rocosa más pequeña, con un hueco abierto entre dos peñascos gigantescos: la Guarida de Piedra, donde ahora mismo está reunido el Groba. En el lado norte, un grupo de jaulas de madera sostenidas en sistema de contrapeso por gruesas sogas suben y bajan con ritmo lento pero constante desde las diversas aperturas de las Lenthess, en las que se puede ver el brillo de las antorchas y el humo que asoma por ellas. En las paredes de las Lenthess se proyectan las sombras fantasmagóricas de los curanderos Bane; hombres con barbas largas y finas y túnicas hasta los tobillos, mujeres con atuendo de camisa y pantalón, menos impresionante pero más práctico, el cabello recogido por encima de la cabeza y cubierto con pañuelos blancos. Largas colas de Bane ansiosos esperan a que les toque el turno en las jaulas con el afán de encontrar lo mismo que busca Keera: saber si sus familiares están bien o han caído, o si, al fin, están al menos por ahí y los han quemado ya en las piras gigantescas cerca del Zarpa de Gato.
Al llegar a los muros de roca y mortero que rodean el pozo de la ciudad, los expedicionarios se dan cuenta de que hay soldados Bane por todas partes, entremezclados con la población porque no llevan armadura. Su agitación en este momento de suprema crisis exige un control admirable si se tiene en cuenta que son relativamente inexpertos. Sus rostros reflejan con claridad la incertidumbre de no saber cómo manejar la situación, pero no dejan de moverse, ordenando a los miembros de la tribu en filas y manteniéndolos en ellas, repartiendo agua a los sanadores que acuden a buscarla y vigilando la Guarida de Piedra ante las deseperadas exigencias de información por parte de los ciudadanos.
Para la comunidad del Bosque, de ordinario muy tranquila, es una visión sin precedentes; hasta Veloc y Heldo-Bah notan que sus nervios empiezan a flaquear a la vista de esta escena que parece a punto de estallar en un caos en cualquier momento.
—Bueno, Keera —dice Ashkatar—, haré que dos de mis hombres te suban. —Señala hacia las jaulas de madera con su látigo—. Pallin… ¡Sí, tú! Y el otro también. Acercaos, tengo un trabajo para vosotros.
Al ver de quién emana la voz, los dos jóvenes pallines salen disparados hacia el comandante Bane. Tienen las caras cubiertas de carbón y ceniza y es obvio que deben de haber estado ocupándose del fuego, sendero arriba, pero esa tarea se hace por turnos para que ningún hombre pase demasiado rato expuesto a las llamas y al calor. Los dos pallines se han quitado las mallas de escama y van de un lado a otro con sus espadas cortas sujetas por un cinturón en torno al gambesón que normalmente protege la carne del peso y de los rebordes de las armaduras.
—¿Sí, yantek? —dice el primer pallin al llegar junto a Ashkatar.
—Puede que esta mujer tenga familiares en las Lenthess. Quedáos con ella hasta que los encuentre o hasta que estéis seguros de que no están ahí. ¿Entendido?
Los dos jóvenes guerreros dudan, escrutan a Keera y luego a Veloc y a Heldo-Bah y prestan una atención especial a los sacos que penden de las espaldas de los hombres. El segundo pallin se acerca a su comandante:
—Pero, yantek… —dice a trompicones— solo es una expedicionaria.
Ashkatar suelta el saco de Keera y libera el brazo que hasta ahora la rodeaba para agarrar el látigo que lleva en un costado; en otro movimiento veloz, lo hace restallar para dar con él cuatro o cinco vueltas al cuello del joven. Luego, de un tirón, acerca al suyo el rostro ahogado del soldado.
—Es un miembro importante de la tribu Bane, muchacho, y es madre y esposa. Si tuviera que partirte el cuello ahora mismo para salvar el suyo no dudaría. ¿Lo entiendes? Nunca te comportes conmigo con el orgullo de los Altos, soldado, o el río conocerá tus entrañas. Y ahora… ¡escoltadla!
Ashkatar suelta el látigo del cuello del pallin con un fuerte tirón que le deja quemazones en la piel y el soldado se palpa la carne para asegurarse de que la cabeza sigue firme en su sitio. El primer pallin ha entendido el mensaje de Ashkatar (era difícil que se le escapara) y se acerca a Keera con amabilidad.
—Venid, señora —dice, nervioso—, no os dejaremos hasta que sepamos qué se ha hecho de vuestra familia.
—Correcto —dice Ashkatar, asintiendo—. Llevadla arriba de una vez. El Groba quiere hablar con ella en cuanto haya terminado esta lúgubre faena.
—Sí, yantek —consigue sisear el segundo pallin, con la garganta tan destrozada como el cuello—. La protegeremos con nuestra…
—¡Largo! —grita el comandante.
Los soldados se apresuran a ponerse a la altura de Keera, que ya va de camino a las jaulas de madera. Ella vuelve la mirada atrás en una ocasión, hacia su hermano y Heldo-Bah, y Veloc junta y aprieta las manos y las levanta hacia ella en un deseo de fortaleza y esperanza; Heldo-Bah, mientras tanto, usa a los dos soldados apurados para dar rienda suelta a su preocupación por la familia de Keera.
—¡Ya habéis oído a vuestro comandante, zurullos de zorra! —grita, persiguiendo a los soldados y lanzándoles patadas para que echen a correr—. Como oiga una sola queja de mi amiga, ya podéis estar seguros de que el yantek será el siguiente en enterarse.
Heldo-Bah se vuelve hacia Ashkatar y permite que una leve sonrisa se asome a su cara.
—¿Algo te hace gracia, Heldo-Bah? —retumba Ashkatar.
—Tu humor ha mejorado tan poco como mis modales —dice Heldo-Bah en tono alegre—. Creía que al hacerte mayor te habías tragado todas esas tonterías de yantek; y, sí, me divierte y, debo admitirlo, también me complace comprobar que aún puedes encargarte de las cosas al viejo estilo.
—¡Hum! —carraspea Ashkatar—. Tu humor tampoco complacería a la Luna, Heldo-Bah, si te pasaras la vida defendiendo a la tribu en vez de buscar avituallamientos y provocar el caos entre los Altos. —El látigo restalla de nuevo y provoca el respingo y los ladridos asustados de un perro que pasa por ahí. Luego el yantek se da media vuelta y, tras recoger el saco de vituallas de Keera, marcha hacia la Guarida de Piedra—. ¡Y vosotros! —llama un grupo pequeño pero agitado que sigue reclamando que salga algún miembro del Groba y diga lo que se sabe. El grupo se vuelve al unísono al oír que revive el látigo—. ¿Qué diablos os ocurre? ¿Qué es lo que no entendéis? ¡Es una plaga, maldita sea! ¿Os creéis que el Groba y las Sacerdotisas son brujos, que nos pueden curar con magia? ¡Id a vuestras casas, maldita sea, y dejadles trabajar en paz! —Tras ordenar a unos cuantos soldados más que disuelvan la multitud, Ashkatar toma su posición justo delante del camino empedrado que lleva a la entrada de la Guarida de Piedra y restalla una vez más el látigo—. ¡Va en serio! —se dirige a la multitud—. Me encantaría despellejar vivo a alguien ahora mismo. ¡Así que no sigáis poniendo a prueba mi paciencia!
Entre los bramidos de Ashkatar y los empujoncitos no muy amables de los soldados con sus largas varas, la multitud se disuelve. Cuando desaparece el último de ellos, un Bane mayor, de barba blanca y vestido con una túnica sencilla de velarte, se asoma en la parte alta del camino que lleva al interior de la cueva. El sudor brilla en su calva bajo la luz filtrada por los árboles y suelta un fulgor anaranjado al reflejar la iluminación más suave de una antorcha montada junto a la entrada de la cueva. Tras escudriñar la superpoblada plaza de Okot, este personaje frágil y erguido termina por gritar:
—¡Yantek Ashkatar!
Ashkatar se da media vuelta con expectación.
—¿Sí, Anciano?
—El Groba quiere saber si el grupo de expedicionarios de Keera, la rastreadora, ha regresado ya.
—Han vuelto dos, Padre… Pero Keera se ha retrasado.
—Pues envíanos a los otros dos.
Tras decir eso, el viejo marchito se vuelve hacia la entrada de la Guarida de Piedra.
—¿Los expedicionarios, Anciano? —llama Ashkatar—. ¿Antes de obtener respuesta a mi petición?
—La respuesta dependerá de lo que los expedicionarios puedan contar al Groba —responde el Anciano, con claro enojo en la voz, una voz bastante más fuerte de lo que cabría esperar a tenor de su apariencia general—. Por eso, ¡envíanos a los dos primeros!
Sin esperar más preguntas, el Anciano regresa al interior de la cueva arrastrando los pies. Ashkatar suelta un suspiro de preocupación y señala hacia la cueva con el látigo.
—Bueno… Veloc, Heldo-Bah. Ya lo habéis oído. Será mejor que vayáis, maldita sea.
Los dos expedicionarios sueltan sus sacos junto al de Keera y Heldo-Bah aprovecha un momento más.
—Vigílanos esto, ¿vale, yantek? Odio preguntar, pero las cosas tienen su orden en esta vida y mientras algunos de nosotros hacemos de centinelas otros han de ocuparse de…
—Entrad ahí —advierte Ashkatar—. Y abreviad el asunto.
Heldo-Bah se ríe y echa a andar hacia el camino de piedra, dejando atrás a Veloc, que pregunta:
—¿A qué petición te referías, yantek? Si es que puedo preguntar…
—Puedes, Veloc. He pedido permiso para dirigir una pequeña incursión al otro lado del río. Pillar a uno o dos miembros de la Guardia de Baster-kin, a ver qué nos pueden contar.
Veloc asiente juicioso.
—Creo que a lo mejor te hemos ahorrado esa faena, Ashkatar… —dice antes de seguir a Heldo-Bah por el camino.
—¿Que me habéis qué…? —grita Ashkatar mientras ellos entran ya en la cueva—. ¿Qué demonios estás diciendo? ¡Veloc! ¡Y me llamo yantek Ashkatar, maldita sea tu alma!
Pero los expedicionarios han desaparecido ya en el interior de la Guarida.