Arnem descubre muchos secretos de su ciudad y de los peligros a los que se enfrenta…
Mientras caminaban por el pasillo central de la nave del Templo, Sixt Arnem se ha mantenido a la respetuosa distancia de medio paso por detrás de Lord Baster-kin, sin desear aparentar un rango igual al suyo, pero sin estar del todo seguro de cuál es su nueva posición. Lo han nombrado nuevo comandante del ejército de Broken; esa idea ya requeriría de por sí suficiente tiempo para que el sentek pueda digerirla. Pero, más allá de eso, no tiene aún claro qué es lo que Baster-kin necesita decirle acerca de la inminente campaña contra los Bane, ni por qué, si ese asunto es de verdad tan urgente, el Lord Mercader no ha dicho nada al respecto todavía. Es evidente que Baster-kin desea conversar en algún lugar más reservado que la Sacristía del Templo, pero el sentek no puede ni atreverse a adivinar qué lugar podría ser ese.
Mientras perseguía a su señor por la nave ha ido viendo cómo cobraban vida las paredes de los lados este y oeste de la parte central de la estructura: la profunda luz índigo del alba se empezaba a filtrar por las altas y amplias ventanas de ambas paredes. Dichas ventanas, como las de la Sacristía, están hechas de paneles de cristal de colores. Sin embargo, como nunca ha habido secretismo alguno en la sala destinada a la congregación de la gente, los paneles de estas ventanas se hicieron de inicio mucho más finos y eso permitió unirlos con plomo para trazar formas enormes de profunda complejidad[80] que nunca dejan de asombrar a los adeptos que, en las fiestas señaladas, abandonan los templos pequeños de los distritos y suben por el Camino Celestial para llegar al Alto Templo.
Ahora, mientras Baster-kin se acerca a las enormes puertas de bronce del edificio, atendidas por dos sacerdotes que no resultan familiares a Arnem, el Lord Mercader se detiene e intercambia con ellos unas palabras que el sentek no alcanza a oír. Los sacerdotes asienten con gesto obediente y luego permanecen en sus sitios mientras Baster-kin indica por señas a Arnem que lo siga hacia el extremo oriental de la nave. Mientras obedece la orden, Arnem ve que Baster-kin busca algo en su túnica escarlata: un objeto angular que lleva colgado del cuello con una fina cadena de plata que refleja la luz de una antorcha instalada en un arbotante en la columna más cercana de la nave. Al poco, Arnem consigue distinguir, gracias a esa misma luz, que se trata de alguna clase de llave; tras pasarse la cadena por la cabeza y sostener la llave en la mano, Baster-kin se detiene ante una fuente de iniciación de mármol,[81] una pila de casi un metro de anchura sobre una base de metro y medio cuadrado. Hay una pieza de latón pequeña y circular[82] montada en la parte inferior de la base y cuando Baster-kin la desplaza hacia un lado Arnem alcanza a ver una cerradura de fina hechura, también de bronce. El Lord Mercader se arrodilla, inserta la llave y, al darle la vuelta, provoca un sonido metálico: el funcionamiento de algún mecanismo interno.
De nuevo en pie, Baster-kin declara:
—Lo que estoy a punto de mostrarte, sentek, son cosas de las que nunca deberás hablar con nadie, ni siquiera con tu esposa.
Arnem se ve afectado de pronto por esa mención de Isadora, con quien Baster-kin ha coincidido en alguna ocasión, pero (hasta donde sabe el marido) apenas en unas pocas ceremonias oficiales; sin embargo, hay un vago aire de familiaridad en ese último comentario que no gusta demasiado al sentek o que incluso, en un presagio aún peor, le da algo de miedo. «Solo puede deberse a dos cosas —calcula Arnem—. Una lujuria ordinaria, que resultaría a la vez insultante e inapropiada y por lo tanto es poco probable; o un conocimiento absoluto del pasado de Isadora (de su pasado y de sus actividades) que resultaría mucho menos probable pero bastante más peligroso…».
—¿Tengo tu palabra de que mantendrás esa clase de silencio? —lo presiona Baster-kin.
—Por supuesto, mi señor —responde Arnem—. Pero os aseguro…
—Quizá no debería haberlo mencionado —apunta enseguida Baster-kin. Luego desvía la mirada con el ceño fruncido y, a juicio de Arnem, molesto por su error en la elección de palabras—. Mis disculpas. Solo es que, después de lo que acabamos de observar…
—Sí, mi señor —contesta el sentek, aliviado por la verosímil disculpa—. Lo entiendo.
—Ahora descubrirás algunas cosas que has de conocer si vas a ser el líder de nuestro ejército y creo que, cuando las hayas visto, apreciarás la necesidad de conservar el secreto.
Baster-kin hace una señal a unos sacerdotes que permanecen a las puertas del Templo.
La pareja se acerca a toda prisa y Arnem se da cuenta de que no necesitan instrucciones. Los sacerdotes, dos jóvenes de gran fortaleza física, giran la pesada fuente de mármol para que pivote sobre el mecanismo de la cerradura y revelan una escalera espiral de piedra que se pierde en la oscuridad total del subsuelo. Los sacerdotes dan un paso atrás y Baster-kin saca la antorcha más cercana de su arbotante.
—Estos túneles recorren las estructuras más importantes de la ciudad —explica el Lord Mercader, abriendo el paso escaleras abajo—. Sobre todo, las que serían más cruciales durante un asedio.
En cuanto la cabeza de Arnem queda por debajo del nivel del suelo del Templo, los sacerdotes giran de nuevo la fuente para tapar el agujero y el pivote del mecanismo de cierre suelta un chasquido bastante agudo.
Así, encerrado en la estrecha escalera, Arnem no puede evitar pensar que ese descenso al vientre de la ciudad no representa un principio demasiado propicio para el estreno de su mandato.
Sin embargo, al llegar a los últimos escalones el sentek descubre una gran cámara abovedada que ofrece un alivio inmediato de la estrechez de la escalera. Desde allí se bifurcan quizá media docena de amplios túneles excavados en la sólida piedra y toda la cámara está llena a rebosar de sacos de grano, lomos de ternera y cerdo conservados en sal, pilas de tubérculos y, por último, una cantidad de armas que bastaría, según los cálculos de Arnem, para armar a medio khotor.
—Intentamos renovar las provisiones de comida regularmente —anuncia Baster-kin con un entusiasmo poco característico mientras mueve la antorcha por la cámara para revelar todo su llamativo contenido— y hacemos todo lo que podemos para que la humedad no oxide las armas.
—Casi supera la posibilidad de comprensión —dice Arnem, siguiendo la antorcha con la mirada—. Pero… ¿quién instituyó esta práctica?
Baster-kin se encoge de hombros.
—Hace ya muchas generaciones, desde luego. Es probable que el plan original fuera del mismísimo Rey Loco. Yo hice trazar mapas de todo el sistema de túneles y cámaras cuando fui nombrado y creé un inventario de sus contenidos: suficientes para mantener a salvo la ciudad durante meses, como mínimo, si fuéramos sitiados.
Arnem sigue inspeccionando la cámara y descubre algo que clama por su ausencia.
—¿Y agua? —pregunta—. No veo ninguna cisterna.
Baster-kin asiente.
—Nunca lo hemos considerado. Siempre nos sobra agua gracias a los diversos pozos de la ciudad, alimentados por manantiales y muchos de ellos conectados por medio de las fisuras de la cumbre pétrea de la montaña, en la que se excavaron los muros de Broken. Por eso nos tomamos tan en serio este asunto del pozo envenenado: hace tiempo que sospecho que los Bane saben en qué medida dependeríamos de los recursos internos de la ciudad durante una crisis y por eso podrían enviar a sus Ultrajadores con la intención de poner en práctica algún plan temerario para emponzoñarlos, como al fin ha ocurrido. Ni siquiera estoy seguro de que su propósito principal fuera matar al Dios-Rey; podría haber sido simplemente una consecuencia secundaria por casualidad. Al final, como el daño parece confinarse a un solo pozo, nos ha sido más útil a nosotros que a ellos. —El Lord Mercader hunde las manos en un saco de grano y examina su contenido con cuidado mientras sigue hablando en tono contemplativo—. He mandado que ahora mismo revisen todos los demás pozos, claro, por si acaso lo vuelven a intentar… O, peor aún, por si el veneno pudiera filtrarse hacia otras reservas en el futuro. Pero de momento…
Por un instante, Baster-kin se vuelve aún más inescrutable de lo normal, con los ojos achinados para examinar el puñado de grano; Arnem, aparte de impresionado, está un poco confuso.
—Mi señor… —dice—, parecéis más preocupado que aliviado si se me permite decirlo. ¿Acaso teméis que también hayan contaminado las reservas de grano?
—Todavía no —responde Baster-kin, aunque parece claro que su mente está en plena lucha con esa idea—. Pero hemos de estar más atentos que nunca. —Se sacude el polvo y se vuelve de nuevo hacia el sentek—. De todos modos, tú y yo no somos granjeros que debamos preocuparnos con estas cosas, aunque ahora eres tú el que parece inseguro.
—Bueno, tal vez no inseguro —responde enseguida Arnem—, pero en la Sacristía, hace un rato, lo habéis explicado como si el único propósito de los Bane fuera asesinar…
—Ah, sí, sí —replica Baster-kin, agitando una mano en el aire para dar el asunto por liquidado mientras devuelve el grano a su saco—. Como digo, ese suceso ha resultado más útil para nosotros que para ellos. Las energías del Layzin, como has podido ver, están bajo mínimos. Y la versión que le he contado a él, y en consecuencia al Dios-Rey, no es incorrecta. Me he limitado a poner más énfasis en ciertos detalles que en otros para que el caso tuviera la mayor facilidad de comprensión posible. Confío en que lo vas a entender, ¿no?
Arnem sabe cuántas cosas dependen de la naturaleza de su respuesta a esta pregunta aparentemente inocua: le están invitando a una especie de conspiración que tal vez tenga nobles propósitos, pero cuyas consecuencias desmienten el tono inocente. De modo que acepta sin exponer al detalle toda su opinión.
—Sí, mi señor —contesta simplemente.
—Vale. Bien. —El Lord Mercader está claramente complacido—. Pero ven… me esperan en el Salón de los Mercaderes. O, mejor dicho, debajo del mismo…
Arnem estudia el rostro de Lord Baster-kin mientras empiezan a avanzar deprisa por uno de los muchos túneles que salen de la zona de almacenamiento y pronto les lleva a entrar y salir de otra cámara abovedada idéntica a la anterior; el sentek se da cuenta de que la evidente preocupación que el Lord Mercader siente por la ciudad, y que tan a menudo se muestra con un rigor odioso en compañía de otros, adquiere una cualidad muy distinta y más atractiva cuando uno puede ver sus manifestaciones privadas, o incluso secretas, sus atentas inspecciones, su cálculo de los materiales necesarios para el bien público en tiempos de crisis.
—¿El yantek Korsar sabía todo esto? —pregunta Arnem.
Sigue sorprendido por la enormidad, no ya del laberinto subterráneo de cámaras y túneles excavados por expertos, sino de la cantidad de provisiones que se almacenan en ellas, renovadas permanentemente para su posible uso en cualquier momento.
—Lo sabía —responde Baster-kin, con una extraña carcajada: no contiene rudeza, ni rencor, aunque sí algo extrañamente parecido a una triste admiración—. Pero nosotros teníamos la sensación de que tú sabías que él sabía…
Arnem no necesita que le expliquen esa afirmación: está claro que Baster-kin se refiere a la función de espía de Niksar. Sin embargo, no dice nada todavía.
—No, señor, el yantek nunca compartió conmigo ese conocimiento —afirma—. Además, a algún otro comandante podría extrañarle que estés tan seguro de las confidencias que… —está a punto de usar la palabra «yantek» de nuevo, pero se muerde los labios al recordar la advertencia del Lord Mercader contra tal uso en la Sacristía— de las confidencias que podamos haber intercambiado Herwald Korsar y yo.
Baster-kin asiente y agradece el gesto.
—Algún otro comandante podría hacer un montón de cosas distintas de las que tú has hecho, sentek. Por ejemplo, tú eres consciente de que el linnet Niksar espía para nosotros; hace tiempo que lo eres. Lo sé yo, lo sabe el Layzin y lo sabe el Dios-Rey. Y sin embargo no has protestado.
Al echar la vista atrás para mirar a Arnem, Baster-kin se lo encuentra más estupefacto todavía y suelta una aguda risotada: un suceso raro y destacable. Un sonido demasiado repentino y poco practicado para que resulte agradable: Arnem piensa que su efecto sería aún peor si sonara en una sala llena de dignatarios. Sin embargo aquí, en privado, se puede soslayar la torpeza de esa risa en beneficio del sentimiento que transmite.
—No hace falta que te hagas el sorprendido, sentek —dice Baster-kin, recuperando el tono formal de nuevo—. Sabíamos que eras consciente del papel del linnet Niksar, como te decía, pero también sabíamos que nunca lo usaste en contra de tu ayudante, ni dejaste de confiar totalmente en él. Eso nos daba una razón añadida para confiar en ti. No me importa decirte que tanto el Dios-Rey como el Gran Layzin lo tuvieron muy en cuenta. Eres un hombre excepcional, Arnem. Y un comandante aún más especial. Lo siento por Korsar, lo siento de verdad, pero ya hace mucho que pasó su tiempo, antes incluso de que le diera por exponer sus herejías y perfidias. Este momento te pertenece, sentek; aprovéchalo tanto como puedas. En ese sentido, el mantenimiento de la honestidad sería un buen primer paso. Y si para ello conviene eliminar las dobleces con Niksar, podemos arreglarlo fácilmente.
Todavía falto de costumbre ante esa nueva cara de su compañero, Arnem se limita a decir:
—Sería bueno tanto para Niksar como para mí, Lord Baster-kin; os lo agradezco.
La actitud del sentek hacia Baster-kin se va transformando. Arnem siempre ha respetado al Lord Mercader; sin embargo, ahora, al caminar con él por esos pasillos secretos y descubrir que tienen un propósito igualmente secreto; al hablar con él de igual a igual sobre las interioridades del reino y obtener un conocimiento más profundo del modo de pensar de este hombre, que es la mera personificación del poder de Broken, así como de su manera de manipular incluso a las autoridades supremas del gran reino por su propio bien y en defensa de su conservación… eso basta para que cualquiera tome consciencia de su propia humildad, y mucho más quien fue un joven conflictivo del Distrito Quinto. Así que Arnem se siente humilde por supuesto: donde no hace mucho solo había tristeza por su viejo amigo Korsar ahora hay un profundo sentido no solo de humildad, sino de Destino. Un Destino que ha escogido a Arnem para dirigir el poderoso ejército de Broken en una causa que implicará mayor seguridad para todos sus súbditos, así como para su Dios-Rey. Sí, humildad y Destino: esas son las fuerzas que impulsan los actos de Arnem.
O eso es lo que, de momento, le conviene creer…
Así, pronto llega a sentir que ya puede atreverse a pronunciar —con humildad, por supuesto— la pregunta más crítica de todas:
—Mi señor, si se me permite una pregunta… Antes habéis dicho que esta campaña tendría un objetivo mucho mayor que la destrucción de los Bane. ¿Cuál podría ser ese objetivo?
Mientras empieza a responder su pregunta, Baster-kin guía el paso que los lleva del túnel por el que estaban viajando a un pasillo secundario que se va ensanchando progresivamente hasta llegar a una gran escalera que lleva a un quicio en el que se levanta una puerta hecha por una serie de gruesas tablas de roble unidas por duras cintas de hierro.
—Déjame contestar tu pregunta con otra, sentek. Herwald Korsar creía que el Consejo de Mercaderes había preparado esta campaña solo para enriquecerse. ¿Me equivoco si doy por hecho que tú no lo crees?
Arnem no duda.
—No te equivocas, mi señor. Si solo desearais más riquezas, hay maneras más eficaces de conseguirlas.
—Precisamente —opina Baster-kin, aún más complacido por la respuesta de Arnem—. Dada la gran cantidad de sangre, esfuerzos y riquezas que deberemos gastar para tomar el Bosque y destruir a los Bane, casi carece de sentido como negocio. Lo más probable es que la expedición ni siquiera cubra los gastos. Pero hay cuestiones más profundas implicadas en esto.
Al pasar el punto medio de la escalera, Arnem desvía su atención cuando oye agua que corre, al parecer en el interior de la masa de piedra que queda bajo los escalones.
—¿Las cloacas? —pregunta—. ¿Tan abajo estamos?
—Más todavía —responde Baster-kin—. De hecho, el sistema de alcantarillado de la ciudad pasa por encima de estos túneles. Mira allí…
Arnem ha llegado ya a lo alto de la escalera y ve que, efectivamente, una de las secciones del extenso (y oloroso) sistema de alcantarillado pasa por debajo del rellano superior y se mete por una apertura que queda encima de los túneles que acaba de abandonar.
—Realmente, el Rey Loco tuvo una visión fantástica —murmura Baster-kin en tono apreciativo.
—Ciertamente —concede Arnem—. Y tuvo suerte de cavarla en tierra sólida, porque… ¿qué otro material podría haber permanecido intacto durante tanto tiempo?
Baster-kin se limita a asentir con semblante pensativo. Tal vez ahora esté incluso un poco preocupado, o eso le parece a Arnem.
—Efectivamente —contesta el lord, pero luego retoma el asunto bruscamente—. En cualquier caso, como decíamos, lo más probable es que la operación de destrucción de los Bane no alcance ni a cubrir sus propios gastos. Desde luego, no a corto plazo.
Arnem entrecierra un poco los ojos.
—Y entonces… ¿por qué emprenderla ahora?
—Arnem —dice Baster-kin al tiempo que se pasa de nuevo la cinta de la llave grande por la cabeza—, ¿cuándo fue la última vez que estuviste en las zonas del reino que quedan entre esta montaña y el Meloderna?
—Debió de ser… Bueno, hace tiempo, mi señor. Es la paradoja de la vida de los soldados: nos alistamos para prestar un servicio, pero también por la aventura; y, sin embargo, la mayor parte del tiempo se nos va en ejercicios interminables y preparativos para una serie de sucesos que esperamos que nunca lleguen a ocurrir. Mientras tanto, el mundo sigue girando.
—Bueno, sea como fuere, sentek, tendrás ocasión de volver a ver parte de ese mundo, y bien pronto. —Baster-kin se acerca a la puerta de roble que cierra la parte superior de las escaleras, encaja la llave en una cerradura de bronce muy parecida a la de la fuente de iniciación y se dispone a darle una vuelta—. Tendrás que preparar provisiones para tus hombres y forraje para los caballos. Y cuando lo hagas verás que las cosas han cambiado en buena parte del reino. No hay razón para que te lo concrete más de momento… —Baster-kin da un rápido giro a la llave, provocando que el mecanismo de cierre insertado en las tablas de roble suelte unos ruiditos metálicos casi idénticos a los que Arnem ya ha oído en el Templo—, pero nos enfrentamos a algunos peligros, sentek. Peligros que resultan aún más letales porque son pocos los ciudadanos capaces de verlos, o de preocuparse por ellos.
Baster-kin da un nuevo empujón a la puerta y abre el paso hacia la cámara que queda al otro lado.
Arnem lo sigue y se encuentra una vez más en un gran espacio con el techo abovedado, solo que este le resulta familiar. Es el sótano del Salón de los Mercaderes, en cuyo interior ya había estado. Las paredes del sótano son de piedra desnuda y la bóveda presta apoyo al amplio suelo de tarima del Salón de los Mercaderes, lugar de reunión de los ciudadanos de la más alta élite de Broken, donde celebran sus consejos, disfrutan de sus banquetes y, en honor de Kafra, a menudo trasnochan lejos de sus familias y en compañía de jóvenes desnudas cuyos nombres apenas conocen. Parece que ese es el entretenimiento de esta noche, a juzgar por el ruido de risas y de cristales rotos, y por las voces de hombres y mujeres que se filtran por el suelo.
Baster-kin alza la mirada.
—Sí, una vez más se entregan a su forma favorita de adoración —dice el Lord Mercader con una mueca de repugnancia—. Estúpidos. Sin embargo… —Baster-kin se lleva a Arnem al otro extremo del sótano, iluminado por antorchas—, el Gran Layzin aprueba sus pasatiempos, igual que el Dios-Rey. Lujurias en el Salón y juegos en el estadio, sin descanso. Y los hombres como tú y yo nos hemos de ocupar del estado mientras tanto, ¿eh?
Fuera de la zona de penumbra, una gran apertura en un extremo del sótano recibe desde abajo la luz de la antorcha de Baster-kin y desde arriba la que, lenta pero progresivamente, va emitiendo el amanecer: entre ambas revelan una rampa gigantesca de piedra que lleva a la avenida que circula por encima.
—Y ahora, Arnem, tras ver muchas de nuestras fortalezas secretas, has de conocer también nuestras debilidades, igualmente escondidas; y la verdad no reconocida, sentek, es que los actos recientes de los Bane (incluso el intento de envenenamiento) no representan tanto una amenaza a nuestra seguridad y a nuestro comercio como su mera existencia. —Entonces, el lord entra en uno de esos extraños momentos de duda aparente, incluso de desánimo—. Nosotros, como pueblo, no nos inclinamos por preocuparnos de lo que ocurra más allá de nuestras fronteras; es una tendencia que se desarrolla en las sociedades superiores. Pero alguno de nosotros sí ha de mantener esa vigilancia. Y te digo una cosa, sentek: no hay razones para estar tranquilos a propósito del mundo que se extiende más allá de Broken. Efectivamente, en los próximos meses sentiremos más que nunca la presión de los que quisieran conquistarnos.
—Pero… ¿por qué, mi señor? Desde la guerra torgania…
—Una gran victoria, sin duda, pero desde tu alzamiento en el Paso de Atta[83] han pasado ya ocho años, Arnem. Y durante ese tiempo los comerciantes han vuelto a su gente con historias, historias sobre cómo el poderoso reino de Broken es incapaz de controlar con eficacia a una población de desterrados deformes y enanoides[84]. Empezamos a parecer débiles, pese a todo lo que habéis hecho tú y el ejército. Piénsalo un momento… ¿Qué conclusión sacarías tú mismo en su lugar? Los mercaderes Bane entran y salen de Daurawah casi a voluntad. Allí se encuentran con mercaderes extranjeros y les hablan de nuestras debilidades, de cómo nuestros ciudadanos se reproducen demasiado deprisa para un reino de nuestro tamaño. Tampoco es que haga falta que se lo digan: cualquier extranjero puede ver por sí mismo en Daurawah cómo el segundo y el tercer hijo de los granjeros y pescadores abandonan todos los días las formas de trabajo vitales de sus familias y se acercan a Broken en busca de dinero fácil. Hemos de conseguir nuevas tierras que desbrozar y labrar, y de eso también se dan cuenta nuestros enemigos. Y todos son conscientes de cuál es la única región en la que podemos apoderarnos de ese territorio con relativa facilidad. Y en cambio, permitimos que los Bane sobrevivan e incluso que ataquen a nuestra gente. —Arnem se percata de que la voz del Lord Mercader ha ido perdiendo volumen pese a que, en apariencia, todavía están solos—. En resumen, sentek, he de decirte que en esos cuentos hay mucho de cierto. Oh, no es que los Bane representen una amenaza directa, eso es una tontería, claro. Pero nadie sabe mejor que tú que cada vez son menos los jóvenes que se alistan voluntariamente en el ejército regular, y quienes sí lo hacen proceden cada vez en mayor medida del Distrito Quinto: solo anhelan una sueldo fijo. Ni siquiera me voy a detener a comentar las dificultades que encuentro para disponer de buenos hombres para mi Guardia, no tienes más que ver a qué estúpidos he mandado esta noche para traeros al Templo. Matones, degenerados, algunos casi idiotas; en cambio, los mejores candidatos… —Baster-kin desvía la mirada hacia la rampa de piedra que, desde el punto en que se encuentran, parece llevar hasta el plácido cielo del amanecer—. Los mejores candidatos se pasan la vida compitiendo y jugando en el estadio… en el mejor de los casos.
—Sí, señor, así es —concede Arnem, incómodo por el reciente cambio de humor de Baster-kin y consciente, también, de la inseguridad que lo devasta cuando se habla de los grandes asuntos de estado—. Pero… ¿qué pasa con ese Distrito Quinto? Sin duda, si necesitamos espacios nuevos en la ciudad, habría que limpiarlo y restaurarlo. Al fin y al cabo, no siempre ha sido un sumidero.
—Habla un patriota. —Baster-Kin sonríe—. Y un hombre leal a su distrito. Aplaudo la idea, Arnem, pero veo que no entiendes las dificultades de semejante empresa. Porque la rehabilitación no será fácil de acometer, en un sentido político. Para hacerlo necesitaremos a tus hombres, y sobre todo a ti mismo. Si queremos que la gente crea en las recompensas con que Kafra bendice a los fieles y diligentes, tendrán que ver también cómo castiga a los débiles de corazón y de voluntad; y serán castigados. Lo serán con tal severidad que los saqueadores del este, los torganios y los francos por el sur y, quizá los más inquietantes de todos, los varisios del norte, con sus galeras[85], recordarán el respeto forzoso que siempre les hemos obligado a mostrar. —Al ver que a Arnem le inquieta esa dureza de lenguaje aplicada a su propio distrito, Baster-kin adopta un aire tranquilizador—. No temas, nada se hará sin tu presencia y aprobación. En cualquier caso, estos son los hechos a los que nos enfrentamos, Arnem, y a mí me gustan aún menos que a ti, no te confundas. Pero creo que arreglar todas esas situaciones depende de nosotros. Sé atrevido, entonces, y rápido. Cuanto menos tardes en destruir a los Bane y hacerte con el control de la cantidad de Bosque que necesitamos, mayor será la leyenda de tu conquista y antes podrás volver a casa para consolidar los asuntos internos. Además, nuestros actos serán aún más elocuentes para quienes rodean el reino si son tan rápidos como planeamos y deseamos. Ninguno de ellos pondrá en duda que quien escoge luchar contra nosotros comete un error de elección.
Arnem ha valorado todas las opiniones de Baster-kin y la mayoría le parecen sólidas. Solo hay dos o tres asuntos en los que cree necesitar más detalles, por decirlo claro, así que decide preguntar…
Pero en ese mismo momento se alza un sonido que compite con la algarabía de los festivos mercaderes del piso superior: es un grito aún más impresionante que el que Arnem ha oído antes desde lo alto de los muros: un grito de pura agonía.
El instinto lleva a Arnem a desenfundar la espada corta y ponerse delante del Lord Mercader, sospechando a medias que está a punto de producirse un ataque. Pero Baster-kin se limita a refunfuñar y luego le dice en voz alta:
—No te asustes, Arnem. Lo más probable es que no pase nada. Solo que mis guardias han conseguido echarle mano al menos a uno de los asesinos Bane que envenenaron el pozo de las afueras de la Ciudad Interior. Parece que me necesitan…
En un arranque de repulsión, Arnem no puede evitar tocar el brazo de Baster-kin cuando este empieza a marcharse.
—¿Un Ultrajador?
El Lord Mercader posa en la mano de Arnem una mirada breve e indulgente, pero cargada de la indignación suficiente para que el sentek la retire de inmediato. Luego, le responde:
—Ni tú ni yo lo reconoceríamos como tal. Por su aspecto, puede ser un comerciante o un juez. Es de escasa estatura y no lleva ni la ropa ni las armas típicas de los Ultrajadores, ni sus absurdos signos de caballería. —Baster-kin suspira y, con aire de desaliento, pierde la mirada por la sala—. Los desterrados se vuelven cada día más listos y más letales. —Echa a andar y únicamente añade—: Solo me llevará un momento, pero has de permitirme…
—¡Mi señor! —llama Arnem, con la intención de conservar la calma tanto en las palabras como en el tono, aunque con nulo éxito—. Tenía entendido que el Dios-Rey había prohibido esa clase de coacciones.
—Así es —responde Baster-kin—. Pero solo bajo la influencia de su Viceministro, el brujo Caliphestros. El monarca actual, al permitir la tortura de los acólitos de Caliphestros tras su destierro, reemprendió la práctica. —Con una pausa pretendidamente empática, Baster-kin asiente—. Ya sé lo que opinan tus soldados, Arnem. Creéis que la tortura física obtiene resultados poco fiables, destinados tan solo a complacer al torturador. Y que somete a tus hombres al riesgo de la venganza si algún día los captura el enemigo.[86]
—Efectivamente, mi señor —contesta con seguridad el sentek—. Los Bane no crearon a sus Caballeros del Bosque hasta que nosotros empezamos a torturar a una serie de hombres y mujeres de su tribu porque los considerábamos peligrosos aunque hubieran venido a la ciudad a comerciar. Y debo recordarte que nunca se pudo probar que ninguno de ellos hubiera cometido una traición. Hasta…
—¿Hasta este último intento de matar al Dios-Rey? —lo interrumpe Baster-kin, con voz tranquila, pero con palabras directas—. ¿No te parece que se trata de una excepción destacable? —Arnem baja la mirada y se da cuenta de que sus últimas palabras pueden volverse en su contra—. ¿Y quién sabe cuántos otros casos, durante los años anteriores, no eran sino los primeros movimientos de alguna trama similar? ¿De tramas que quedaron expuestas con la celeridad suficiente para salvar la vida de algún guardia o soldado? Te recuerdo, sentek, que fue Oxmontrot, ese a quien tú y tus hombres contempláis como fuente de inspiración y con tanta admiración, quien consideró que la práctica de la tortura no solo era aceptable, sino obligatoria a la hora de interrogar a personas de estatus humilde, o incluso gente importante. Y que lo hacía por imitar, como tenía por costumbre, a los Lumun-jani. Es una política a la que ni siquiera yo, que no comparto vuestra admiración marcial hacia nuestro rey fundador, encuentro defectos. —Consciente de que sus palabras resultan persuasivas pero no del todo convincentes, Baster-kin insiste—: Piensa en este asunto como lo han hecho los Lumun-jani durante tanto tiempo, Arnem. ¿Quién sabe cuantas mentiras adicionales llegarían a inventar los prisioneros si no dispusiéramos de la amenaza de la tortura, y de su puesta en práctica? ¿Qué puede incentivar a decir la verdad a un hombre capaz de envenenar el pozo de una ciudad, si no es la posibilidad de evitar una agonía o de ponerle fin? —En los rasgos de Arnem, un tozudo desacuerdo cede terreno a la confusión mientras Baster-kin se acerca de nuevo a él—. Tampoco es que nos entregemos a esa práctica como hacen los saqueadores varisios del este, Arnem. No hay ninguna alegría en el acto, ni para mí ni para los hombres que se han entrenado para su ejercicio; sin embargo, en esta ciudad tenemos hombres sabios que han estudiado este asunto. Por lo tanto…
Baster-kin se dirige a grandes zancadas hacia la zona de la que ha salido el grito y llama a lo que, a juzgar por el sonido, parece una puerta sumida en la oscuridad del extremo contrario del sótano, aunque Arnem no alcanza a ver ningún detalle. Se ve un largo haz de luz: el espacio entre el marco y la puerta que se abre para permitir el paso a otra cámara, otro rincón del mundo en el interior de esa cumbre que tal vez construyera Oxmontrot, pero de la cual se ha adueñado Lord Baster-kin. El haz de luz permanece visible tan solo un momento breve, pero lo suficiente para que Arnem llegue a percibir más gritos de dolor que proceden del otro lado y la voz controlada con que el Lord Mercader expresa su regañina con palabras decididas que él no alcanza a distinguir. Luego, desaparece la luz sin que se produzca sonido alguno y Baster-kin regresa tan rápido como se ha ido.
—Lo lamento, sentek —se excusa—. Creía que ya habíamos terminado con ese hombre. Es evidente que no. Ha confirmado la trama del envenenamiento, pero estamos intentando averiguar si tiene más información que pueda sernos útil, sobre todo acerca de la presencia de más Ultrajadores en la ciudad.
Arnem señala hacia la puerta en la oscuridad y se limita a decir:
—Entonces, ¿esa es la cámara en la que tienen lugar esos… trabajos?
—Sí —responde Baster-kin, no del todo cómodo—. Junto con otras cuantas más. Nuestra «Sacristía», si quieres llamarla así, aunque más de este mundo. Y con sus propios instrumentos sagrados…
Arnem siente el impulso pasajero de renovar el debate filosófico, pero se da cuenta de que no es necesario. Está claro que tanto Baster-kin como el Consejo de Mercaderes, tras obtener gracias a la tortura información acerca del envenenamiento del pozo, no van a escuchar ningún argumento en contra de esa técnica. Lo único que siente ahora el sentek es una repentina necesidad de desaparecer.
—Mi señor —dice—, tengo mucho que preparar y dispongo de poco tiempo. Por lo tanto, con tu permiso…
—Por supuesto, Arnem. Te agradezco la paciencia. Y, si te parece oportuno, creo que un desfile y una marcha a última hora de la tarde servirían para que tus hombres se mostraran con sus mejores galas ante los ciudadanos.
—Como quieras, mi señor.
—¿Quieres que mi Guardia te escolte hasta tu casa? —pregunta Baster-kin, con aparente seriedad—. Doy por hecho que no lo necesitas, pero…
—Estás en lo cierto, señor. No lo necesito. Así que…
—Sí. Hasta mañana. Intenta descansar un poco. Esto va a ser agotador. Los asuntos públicos siempre lo son. Te propondría que vengas arriba, donde me temo que he de hacer una breve aparición oficial, pero dudo mucho que te gustara…
—No, mi señor —concede Arnem de inmediato—. Y me está esperando mi mujer.
—Ah, sí. Tu mujer. Tengo entendido que, en ese terreno, has tenido suerte.
De nuevo, en el tono de Baster-kin cuando habla de Isadora asoma algo que provoca al mismo tiempo el temor y el desagrado de Arnem. Sin embargo, de momento el nuevo comandante del ejército de Broken está demasiado cansado y perplejo para adentrarse en ese asunto, de modo que se limita a responder:
—Efectivamente, mi señor. Durante muchos años.
—Sí —murmura Baster-kin—. Mucha suerte, eso es. Por cierto, no hemos tenido ocasión de hablar de tu… de tu «situación familiar». —La seriedad conquista ahora el rostro de Baster-kin—. Es una de las consecuencias de tu gran éxito. Si no fueras tan importante, quizá podríamos dejarlo pasar… Pero, como lo eres, habrá que resolver pronto este asunto, Arnem.
—No tengo ninguna duda de que lo resolveremos —responde el sentek.
Parece que Baster-kin se da cuenta de que en un momento tan extraño no puede pedir más.
—Sí. Ya habrá tiempo para resolver estos asuntos a tu regreso. Que, sin duda, será triunfal. Pero no dejes de tenerlo presente.
—Siempre lo tengo, mi señor —responde Arnem, al tiempo que echa a andar por la rampa de piedra hacia las primeras luces del alba—. Y ahora, con permiso, te deseo buenas noches.
Baster-kin no dice nada y se limita a levantar una mano a modo de respuesta. Sin embargo, al llegar a la parte alta de la rampa, Arnem echa una mirada atrás, hacia el sótano, ve los movimientos del Lord Mercader… y no le sorprende del todo comprobar que Baster-kin, de hecho, no ha tomado las escaleras que llevan al piso superior para aparecer en el Salón de los Mercaderes; al contrario, vuelve hacia la puerta de la habitación en que, a Arnem no le cabe duda, siguen torturando al Ultrajador de los Bane.
Arnem vuelve el rostro hacia un cielo que va ganando brillo lentamente y respira hondo, feliz de alejarse de los asuntos de estado y presa de una confusión confusión como jamás recuerda haber experimentado. Va a necesitar algo de tiempo para procesar cuanto ha ocurrido: tiempo… y su mujer. Su Isadora: «En ese terreno, has tenido suerte». ¿Por qué, entre todas las opiniones que ha manifestado el Lord Mercader a lo largo de la noche, ha de ser este comentario trivial el que se repita como un eco incesante en la mente del sentek? Conoce los rumores que circulan a propósito de la trágica enfermedad de la esposa de Lord Baster-kin, a la que nadie ha visto en público desde hace muchos años, y de los heroicos esfuerzos de este por atender todas las necesidades de su mujer. ¿Es tan solo esa desagradable pizca de envidia en la voz de Baster-kin lo que despierta la incomodidad de Arnem? ¿Acaso la aparición de cualquier señal de debilidad en este hombre, de ordinario tan seguro y altanero, provoca la sensación de que el propio reino de Broken es menos poderoso de lo que parece? ¿O lo que disgusta a Arnem es descubrirse como alguien capaz de conceder un hueco en su espíritu, en un momento tan importante para la vida del reino, a unos celos tan ruines e infantiles, generados por la mera mención del nombre de su esposa en boca de un hombre influyente y poderoso?
Ansioso por regresar a la comodidad del hogar y la familia y recuperar algo de sueño, Arnem echa a andar con paso vivo por el Camino Celestial hacia el Distrito Quinto de la ciudad. Sin embargo, al arrancar distingue, entre las primeras brumas de esta mañana primaveral, la visión de la distante Llanura de Lord Baster-kin y la masa negra del Bosque de Davon, que se extiende más allá.
Es un recordatorio vívido e inoportuno, pues le imposibilitará conciliar el sueño durante las pocas horas que le quedan hasta que suenen los avisos para la asamblea: cuando rompa el día por completo, el más viejo amigo de Arnem, Herwald Korsar —el yantek Korsar, según pronuncia ahora en voz alta, desafiando con alevosía la prohibición de volver a referirse a su camarada en esos términos—, será llevado al límite de ese mismo bosque. Luego lo atarán por los antebrazos y los muslos entre dos árboles y a continuación dos sacerdotes de Kafra —con los cuchillos y las hachas ceremoniales de la Sacristía, con esos pulidos filos de acero, esos puños de bronce esculpido y esas empuñaduras tan bien torneadas que parecen indignas de un uso tan vil— le cortarán las dos piernas a la altura de las rodillas. Si el yantek tiene suerte y los sacerdotes son diestros, solo harán falta dos golpes de las hachas sagradas; en cualquier caso, lo dejarán colgado allí, listo para morir desangrado o desgarrado por los lobos y osos carroñeros mientras le quede algo de vida, tras haber sido literalmente reducido a la estatura de los Bane. Ese es el último propósito del ritual (junto con el sufrimiento que lo acompaña), pues no puede imaginarse un fin menos noble que ese, sobre todo para un soldado tan grande como Korsar. Mientras piensa en eso, Arnem decide regresar corriendo a casa, al consuelo que casi siempre le produce comentar estos asuntos con su mujer; su paso, cuando vuelve a arrancar, es rápido en efecto.