En el Bosque de Davon, el Espectro de la Muerte…
La risa alocada era inconfundible: procedía de Heldo-Bah, que había reptado, invisible, en torno a la parte baja de toda la zona de rocas asomadas a las Ayerzess-werten, agarrado a los saledizos de piedra casi verticales para salir por el flanco del Ultrajador Welferek. Aunque Keera y Veloc habían sentido alivio al oír su voz, no les había sorprendido su aparición: no hubiera sido propio de Heldo-Bah esquivar un enfrentamiento como aquel o abandonar a sus mejores amigos (de hecho, sus únicos amigos) en semejante trance. El único misterio que quedaba por resolver era cómo se las había arreglado para inmovilizar al potente Welferek; al acercarse Veloc y Keera al roble —él para apartar la espada corta del Ultrajador, ella para sacar la daga que llevaba en el cinto y el aljibe lleno de flechas que escondía su capa—, habían encontrado la respuesta: dos cuchillos de saqueo habían rajado sabiamente los musculosos antebrazos del Ultrajador justo por debajo de las mangas cortas de su prenda de cadenilla y luego se habían clavado hasta el fondo en el árbol. El primero había sido un lanzamiento especialmente afinado, pues había clavado el brazo que Welferek tenía estirado para sostener la espada contra una gruesa rama inferior del árbol; el segundo mantenía el brazo izquierdo pegado al tronco. Welferek había intentado liberar los cuchillos, pero lo único que había conseguido con sus movimientos era aumentar los cortes y sangrar más todavía. Por eso había decidido esperar para descubrir la identidad de su atacante.
Heldo-Bah está ahora plantado en el saliente recubierto de musgo, empapado de los pies a la cabeza por el agua de las Ayerzess-werten, que intenta sacudirse como haría un animal desgraciado. Keera y Veloc corren hacia él, este último con una chanza amistosa lista en la boca.
—¡Heldo-Bah! Tan puntual como siempre, ya lo veo.
Heldo-Bah mantiene listo el tercer cuchillo de saqueo y la mirada fija en la figura del Ultrajador, que, desde el saledizo musgoso, parece una sombra oscura proyectada contra la figura mayor del roble.
—Tienes suerte de que haya llegado, ligón —contesta—. He tenido que escalar todas esas malditas rocas. —Señala las botas que lleva atadas en torno al cuello y los pantalones, cuyos pies[78] parecen retorcidos—. Y, encima, descalzo. ¡Mira cómo han acabado mis pantalones! Había puntos en los que no podía apoyarme más que en dos dedos de los pies. —Señala hacia el roble—. ¿Qué sabemos de él?
—Que es un Ultrajador, aunque eso es obvio —responde Keera—. Dice ser un tal Welferek, Señor de los Caballeros del Bosque.
Heldo-Bah parece encantado.
—¿Welferek? ¿Ese nombre os ha dado?
—No irás a creer que me lo he inventado, Heldo-Bah. ¿Por qué? ¿Lo conoces? Gran Luna, ¿acaso tienes algún duelo pendiente con cada uno de los Ultrajadores?
—No, no, Keera —responde Heldo-Bah con transparente falsedad—. Nos vimos una vez. Eso es todo. —Tira de las botas, todavía huidizo—. Nuestras bolsas siguen en las rocas. ¿Por qué no las recoges, junto con el arco de tu hermano, mientras Veloc y yo sonsacamos lo que podamos a este «Señor del Bosque»?
Durante un instante, Keera parece a punto de objetar; sin embargo, una mirada significativa de su hermano le insinúa que pueden ocurrir cosas en las que tal vez ella prefiera no participar. O en las que, de hecho, quizá ni siquiera desee estar presente.
—Este caballero representa nuestra única posibilidad de determinar qué está pasando en Okot, Keera —dice Veloc, procurando no alarmar más todavía a su hermana—. Nos dirá todo lo que sepa, eso te lo aseguro.
Keera se da cuenta de que su hermano tiene razón, lo cual, sumado a la inquietud por su familia, se combina para permitirle superar la repugnancia que suele provocarle el tormento de cualquier criatura, incluso si se trata de un Ultrajador.
—Pues vale —dice, dubitativa—. Daos prisa, Heldo-Bah, ya hemos perdido mucho tiempo aquí. Y si no tiene nada que decirnos no hagas que caiga sobre nosotros la ira divina torturándolo hasta que se vea obligado a mentir para poner fin a su tormento.
—No, no, Keera —responde enseguida Heldo-Bah—. En este caso no necesitaré llegar tan lejos; ni me hará falta tanto tiempo. En cuanto a los tormentos, más allá de los que ya le he infligido, ¿dónde se ha visto que yo maltrate a mis enemigos? Aunque los Ultrajadores nunca dejan de hacerlo.
—Entonces, confío en que no permitirás que el odio te haga comportarte de un modo tan despreciable como ellos.
Keera obtiene por toda respuesta una vaga inclinación de cabeza por parte de Heldo-Bah y conserva algunas dudas al respecto de su verdadera intención. Sin embargo, prefiere abandonar el asunto y echa a andar hacia el peñasco con la voluntad de permanecer ajena a cuanto pueda ocurrir a continuación bajo el roble y decide que la tarea de organizar las bolsas de los expedicionarios podría llevarle, en esta ocasión, más tiempo de lo habitual. Aun así, sus oídos, siempre alerta, no pueden evitar captar un último intercambio entre su hermano y Heldo-Bah.
—No lo podemos matar, Heldo-Bah —dice Veloc—. Ya casi se puede decir que hemos asesinado a un soldado de Broken esta misma noche… No podemos permitir que Keera se vea involucrada en el asesinato de un Ultrajador también.
Keera agradece la consideración de su hermano; sin embargo, ha de confesar que su corazón casi alberga la esperanza de que Heldo-Bah conteste lo mismo que contestaría cualquier otra noche, lo mismo que, efectivamente, dice ahora:
—Y cuando el cuerpo desaparezca por las Ayerzess-werten, ¿quién va a saber que lo hemos matado nosotros, Veloc? No, deja que me ocupe yo. Haremos todo lo que haga falta para averiguar si Tayo y los niños están a salvo. —Luego se desplaza con alegría hacia el roble y llama a pleno pulmón—: ¡Welferek! Quién iba a decir que nos encontraríamos aquí. Pero mira cómo te encuentro… Por la Gran Luna, hombre, pareces el señor Dios de los Lumun-jani.[79]
Keera experimenta cierto alivio al oírlo, pero al mismo tiempo siente crecer la ansiedad ante la mera insinuación de que su familia pueda estar en peligro. Avanza más rápido hacia el peñasco y, al llegar a él, descubre que, una vez más, las Ayerzess-werten se están tragando las voces de sus compañeros, factor que agradece.
Los siguientes minutos resultan difíciles para Keera, aunque no en un sentido físico: sus responsabilidades como mejor rastreadora de los Bane, aparte de la gran cantidad de expediciones que ha debido emprender con su hermano y con Heldo-Bah, la han hecho tan fuerte como casi cualquier varón de la tribu. La tarea de retirar los tres sacos de piel de ciervo es engorrosa, pero fácil de realizar; tampoco le cuesta apenas esfuerzo alzar el imponente arco de Veloc para pasárselo por encima de la cabeza y colgarlo del hombro. Vuelve a colocar en el aljibe las flechas, de inmejorable manufactura, y se lo ata a la cintura. Está lista ya para emprender la etapa final del viaje de regreso a casa, pero se da cuenta de que ha de esperar y conceder el tiempo necesario para que el interrogatorio del Ultrajador prosiga como estaba claro que debía suceder si se tienen en cuenta la arrogancia de Welferek, su aparente relación previa con Heldo-Bah y el odio que este manifiesta por todos los Ultrajadores.
Las causas específicas de ese odio son, en su mayor parte, un misterio para Keera, aunque sabe tanto como cualquier otro miembro de la tribu de los Bane sobre Heldo-Bah: sobre su eterna insatisfacción y sus quejas permanentes acerca de todos los aspectos de su existencia; y sobre su poderoso anhelo de violencia. Keera y Veloc nacieron en el Bosque de Davon, hijos de padres cuyos padres habían sido desterrados. En consecuencia, se los cuenta entre los miembros más respetados de la tribu, los «naturales» o «nativos» (pues incluso una tribu de desterrados ha de tener sus jerarquías). En cambio, es difícil encontrar unos orígenes más humildes, o más problemáticos, que los de Heldo-Bah, y Keera sabe que en su lugar en el patrón de la sociedad de los Bane, así como en el modo en que fue relegado a ese lugar, radica la explicación de la rabia eterna de su amigo.
La clase secundaria, o «condenada», entre los Bane, está compuesta por los que nacieron en Broken pero fueron desterrados al Bosque de Davon, y presumiblemente a la muerte, porque padecían lo que los sacerdotes de Kafra etiquetan como «imperfecciones»: debilidades de cuerpo o mente, una estatura inusualmente baja, haber nacido con marcas en la piel, la tendencia a padecer alguna enfermedad recurrente… La lista es casi infinita y se conserva (o eso dice el rumor) en la Sacristía del Alto Templo de Broken. Pero hay una clase de desterrados que merecen una consideración aún inferior que los condenados: son los Bane accidentales, una escoria a la que pertenece Heldo-Bah.
Las filas de los Bane accidentales se rellenan regularmente, no gracias al nacimiento de nuevos miembros, sino a las desgracias que afectan a algunos niños lejos del Bosque de Davon. Vendidos como esclavos fuera de las fronteras de Broken (porque la compraventa de humanos es ilegal en el reino de los Altos), esos niños llegan a las riquezas del reino traídos por hombres que pasan por «comerciantes de trabajadores» y que ofrecen su joven mercancía como sirvientes bajo contrato y, por lo tanto, aceptables según la letra de las leyes de Broken. Sin embargo, las vidas de estos «sirvientes» son tan ingratas y carentes de alternativa como las de aquellos que, en una descripción más honesta, reciben el nombre de «esclavos» en grandes imperios como el Lumun-jan. Y por voluntad de una Luna incierta (o, tal vez, de un Kafra caprichoso), algunos de esos desgraciados muchachos, una vez vendidos, demuestran padecer alguna de las aflicciones físicas que la fe kafrana considera intolerables; estos han de pasar por la traición de ser vendidos como esclavos por sus propias familias, las mentiras que sobre ellos dicen los traficantes de trabajadores y, por último, la culminante sentencia de destierro al Bosque de Davon.
Por norma general, ese destierro pone fin a su destino y los desgraciados, si sobreviven en el Bosque el tiempo suficiente para que los Bane los descubran, son aceptados por la tribu como miembros condenados. Sin embargo, muy de vez en cuando, los más malditos de estos niños, mientras están todavía en Broken, exhiben carencias más graves que aquellas que solo afectan al cuerpo o a la mente. Carencias de carácter, tan flagrantes que el destierro, a decir de los sacerdotes de Kafra, no puede bastar como único castigo.
En el caso de Heldo-Bah, la señal física de su invalidez fue un crecimiento limitado, «defecto» que fue capaz de esconder durante varios años mintiendo acerca de su edad al mercader del Distrito Primero que lo tenía contratado y que se beneficiaba de que aquel atento muchacho se ocupara de los caballos de su establo. Mas cuando Heldo-Bah, al pasar el tiempo, empezó a mostrar un talento mayor para el robo que para el cuidado de los caballos, ni siquiera el mercader pudo protegerlo. Los sacerdotes anunciaron que Heldo-Bah sufría una doble condena de Kafra; en consecuencia, no fue marcado para el destierro, sino para la muerte. El Gran Layzin del Dios-Rey Izairn —predecesor del Layzin actual, del mismo modo que Izairn precedió a Saylal en el trono de Broken— desarrolló ese juicio (aunque asegurándose de que su opinión nunca llegase a oídos de Caliphestros, Viceministro conocido por su oposición a los destierros, sobre todo de menores) y sostuvo que solo la influencia de los espíritus maléficos que aún se creía que habitaban las laderas inferiores de la montaña de Broken podía pervertir de aquel modo a un muchacho que aún no había cumplido los trece años. ¿El remedio? Muerte por ahogamiento en el Zarpa de Gato, maniobra que, si se llevaba a cabo con el debido cuidado, aseguraría (o eso dijeron los sacerdotes) que los demonios quedasen atrapados en el furioso río una vez muerto quien los albergaba.
Durante todo ese tiempo, Keera y Veloc seguían disfrutando de una infancia que representaba un fuerte contraste con la de Heldo-Bah: transcurrida en una de las pequeñas comunidades del sur de Okot, esa infancia incluía duros trabajos para la familia, sin duda; pero también ofrecía a Keera y Veloc tiempo para la exploración y la aventura. Y fueron solo la curiosidad y el atrevimiento de los gemelos lo que terminó por salvar a Heldo-Bagh. El azar conspiró para que los dos jóvenes Bane se encontrasen un día pescando en un tramo relativamente tranquilo del Zarpa de Gato, por debajo de las Ayerzess-werten. Los sacerdotes y los soldados encargados del ritual de ahogar a Heldo-Bah no tuvieron suficiente valor para enfrentarse a las peligrosas cascadas y se pusieron de acuerdo para obedecer el espíritu, más que la letra, de la ley de Broken: ataron de pies y manos al muchacho y lo metieron en un burdo saco, cerrado con varios fragmentos de cuerda. Luego lo lanzaron al agua al este de las Ayerzess-werten y se fueron… sin darse cuenta de que un par de críos Bane los estaban observando con mucha curiosidad.
En cuanto estuvieron seguros de que los sacerdotes y los soldados Altos se habían ido, Veloc y Keera retiraron del río aquel saco en cuyo interior algo se retorcía; y cuando sacaron a Heldo-Bah de aquel blando instrumento de ejecución, descubrieron que el muchacho estaba casi muerto después de respirar dentro de las aguas frías del Zarpa de Gato. Se lo llevaron a casa; durante el tiempo que Heldo-Bah necesitó para recuperarse de su fallida ejecución, vivió en casa de Keera y Veloc, alimentado por los padres de estos, y se comportó con la gratitud que esa bondad merecía. Aun así, al cabo de unos años, el tirón de una vida de travesuras resultó demasiado fuerte para aquel niño, que, en realidad, no pertenecía ni a los Altos ni a los Bane. (Desde luego, Heldo-Bah nunca ha sabido con exactitud quién es su gente; tampoco ha mostrado jamás el menor interés por ese asunto en presencia de Keera o de Veloc). Aceptó formar parte de la tribu bien pronto y nunca robó nada de ningún hogar de los Bane; al contrario, molestar a los Altos de cualquier modo posible pasó a convertirse en su inquebrantable preocupación y en más de una ocasión sus actividades provocaron verdaderos problemas con los soldados de Broken, no solo para los propios guerreros Bane (pues la tribu tenía su ejército en aquellos tiempos, aunque apenas merecía tal nombre), sino también para los expedicionarios, comerciantes, pescadores y cazadores.
Cuando se hizo mayor para ocuparse de sus necesidades y los padres de Keera y Veloc le pidieron que se fuera de casa, Heldo-Bah se acostumbró a pasar los veranos en el Bosque y los inviernos en cabañas abandonadas. Aunque conservó la amistad con quienes lo habían rescatado en la infancia, dedicaba todo el tiempo a perfeccionar su talento para las incursiones al otro lado del Zarpa de Gato, en aquellas pequeñas aldeas de Broken que servían de estaciones de paso entre la ciudad de la montaña y su principal enclave comercial en el río Meloderna, la ciudad amurallada de Daurawah. Esas aldeas solían consistir en una pequeña colección de casas de adobe, una cantera de piedras, alguna estructura para el comercio y una taberna u hostal grande: mantenían la actividad suficiente para atraer el gusto que Heldo-Bah manifestaba por los líos. Al hacerse hombre añadió el juego y las peleas a sus entretenimientos favoritos cuando no había a mano nada que valiera la pena robar o cuando se presentaba algún soldado de Broken como víctima ideal. Cuando Veloc se hizo hombre también empezó a acompañar a Heldo-Bah en esas aventuras, que comenzaron a alcanzar un espectro mayor para incorporar alguna escapada a la ciudad de Broken, incursiones en las que el guapo Veloc seducía a las mujeres solitarias de los Altos (que a menudo habían oído historias míticas sobre el llamativo apetito físico de los Bane, historias que, en el caso de Veloc, resultaban ser ciertas) mientras Heldo-Bah vaciaba de las casas de aquellas damas distraídas cualquier cosa que tuviera algún valor y no representara un estorbo a la hora de huir.
Sin embargo, nada de eso explica la rabia especial que Heldo-Bah reservaba a aquellos hombres «bendecidos» en Okot, escogidos periódicamente por las Sacerdotisas de la Luna para formar parte de los Ultrajadores. Heldo-Bah hablaba a menudo de ese odio, primero con Veloc y más adelante con Keera, cuando esta empezó a escabullirse de sus tareas como comerciante y unirse a su hermano y aquel amigo al que conocían desde la infancia, en sus incursiones al otro lado del Zarpa de Gato, cada vez más famosas. Cuando Keera se casó con Tayo (un joven curtidor y carnicero que daba buen destino a lo que cazaba Keera) y dio a luz, en rápida sucesión, a tres criaturas, su participación se volvió más limitada, como es natural. Sin embargo, de vez en cuando se veía arrastrada a alguna de las muchas discusiones que Heldo-Bah y Veloc se permitían mantener con los Ultrajadores dondequiera que fuesen. Si los detenían y luego les imponían expediciones de avituallamiento como castigo, ella los acompañaba. Pero durante todos aquellos años, a lo largo de tantas aventuras y tantos castigos que habían pasado juntos, ni Keera ni Veloc habían descubierto la razón de aquel odio que Heldo-Bah mostraba a los caballeros, un odio que rivalizaba incluso con el profesado a los Altos.
Un grito agudo interrumpe de pronto la monotonía de las Ayerzess-werten, así como los recuerdos de Keera, y provoca que la rastreadora abandone con un respingo su postura sentada en el labio rocoso del peñasco. ¿Era un grito de dolor, se pregunta, o tan solo de terror? Tampoco es que cambie nada: no tiene ninguna intención de regresar a ese lugar hasta que la llamen sus compañeros. Keera ha visto ya suficiente muerte y sangre en los extraños sucesos de esta noche y será feliz cuando por fin regrese a su bondadoso Tayo y a sus tres críos juguetones y traviesos: dos chicos que, afortunadamente, se parecen a su padre, y una niña, la menor, que, también por fortuna, se parece bastante a su madre. Keera vuelve a sentarse, escucha el parloteo que emprenden antes del alba los pájaros que anidan en las cercanías de las Ayerzess-werten y se regaña por haberse involucrado una vez más en un lío entre Veloc y Heldo-Bah con un grupo de Ultrajadores, pues eso fue lo que le granjeó esta expedición de avituallamiento como castigo. No cree que de verdad Veloc y ella vayan a asociarse con Heldo-Bah en su problemática manera de ganarse una expedición tras otra como castigo, como ha hecho ya hasta ahora. Sin embargo, ese consuelo no la libera de la vergüenza ni del dolor de no estar junto a sus hijos. A veces se pregunta cómo se sentiría si la situación se diera a la inversa. Si sus hijos se largaran, así fuese por un tiempo breve, y la dejaran sin nada que hacer, aparte de esperar su regreso. Keera no es capaz de imaginarse la vida sin esas criaturas de su propia carne, que ya han empezado a aprender a cazar, y a hacerlo bien: con respeto por el Bosque, por los espíritus de la caza y, por último, por esos otros espíritus, no tan visibles, que acechan en el Bosque. ¿Cómo iba a vivir sin la compañía de esos pedacitos de sí misma?
Se le revuelve el estómago y un escalofrío le trepa por la columna: la mera noción ha asustado a Keera más que cualquier otro de los peculiares sucesos de esta noche. Además, recuerda que, al no haber conseguido razonar cuál ha de ser la explicación adecuada para la cantidad de veces que ha sonado la Voz de la Luna, ha conservado un miedo informe a la posibilidad de un ataque contra Okot. Con esas consideraciones en mente, decide enfrentarse a los breves gritos que siguen surgiendo desde la dirección del roble y empieza a recoger todos los bienes del grupo, lista para decir a su hermano y a Heldo-Bah que va a reemprender de inmediato el viaje de regreso a casa, tanto si la acompañan como si no lo hacen. Como está tan acostumbrada al peso de su saco que ya ni lo nota, agarra los otros dos y los levanta con facilidad, pese a que esa tarea resultaría difícil incluso para un hombre fuerte entre los Bane; luego se apresura a rodear el peñasco y se encamina directamente hacia el lugar en que Veloc y Heldo-Bah —ambos con los cuchillos de destripar en la mano— se han arrodillado para alguna tarea urgente. Al cabo de unos pocos pasos, Keera alcanza a ver que el Ultrajador Welferek ya no está sostenido al árbol por los cuchillos de Heldo-Bah: ahora yace en el suelo entre sus dos captores y parece medio muerto.
Keera nota que el enojo se apodera de su ánimo por lo que cree ser obra de su hermano y Heldo-Bah. Al llegar al árbol tira al suelo los tres sacos, provocando que Heldo-Bah suelte un grito perruno de sorpresa y alarma; pero enseguida acaricia su saco, lo abre y confirma que todo su contenido está a buen recaudo.
—Creía que nos habíamos entendido —lo sermonea Keera, enfurecida por la visión del cuerpo inmóvil y ensangrentado de Welferek—. ¡No más muertes!
—Ahórrate las broncas, hermana —responde Veloc.
Por primera vez, Keera se da cuenta de que no está usando el cuchillo de destripar para atormentar a Welferek, sino para cortar vendas de una tira de tela que Heldo-Bah llevaba enrollada a una pierna.
—No está muerto.
Heldo-Bah escupe antes de unirse a Veloc para vendar las heridas de los brazos de Welferek.
—Aunque deseará haber muerto cuando se despierte y se acuerde de esto: ¡el maldito idiota se ha desmayado! ¡Se ha quedado en blanco!
Keera no está segura de lo que está viendo.
—¿Desmayado? —pregunta—. ¿Y qué habréis hecho vosotros dos para que un Ultrajador como este se desmaye?
—Yo no he hecho nada —protesta Veloc, al tiempo que fulmina con la mirada a Heldo-Bah.
—¿Tú? ¿Que no has hecho nada? —gruñe con fuerza Heldo-Bah—. No has hecho nada más que convencerle de que yo iba a cumplir la amenaza.
—¿Amenaza? —pregunta Keera.
Heldo-Bah se vuelve hacia ella con la cara propia de quien se siente injustamente perseguido.
—No la iba a cumplir, Keera, te lo juro. ¡Solo era para soltarle la lengua! Le he cortado los pantalones, le he apoyado el cuchillo en las pelotas y le he dicho que estaba dispuesto a caparlo si no nos decía…
Keera asiente.
—¿Los gritos de niña que he oído eran por eso?
—¡No he sacado ni una gota de sangre! —Heldo-Bah patalea a modo de protesta—. En cuanto ha notado el cuchillo en sus partes nobles ha soltado un gritito de sierra gastada y ha caído. Se ha dado un golpe en la cabeza con esa piedra de allí.
Keera echa un vistazo al considerable chichón que luce la cabeza de Welferek y, al examinar el suelo, descubre la piedra en cuestión. Mientras tanto Heldo-Bah espera una nueva reprimenda y se sorprende al ver que no llega.
—Entonces —continúa Keera—, ¿no os ha dicho nada de Okot?
Con una brusquedad impropia de ellos, Veloc y Heldo-Bah adoptan al unísono un semblante sombrío; mientras Heldo-Bah reanuda la tarea de vendar los brazos deWelferek, Veloc lleva a su hermana a un lado.
—Estaba casi inconsciente cuando ha hablado, Keera.
Su hermana no recuerda haberle oído jamás hablar en un tono tan grave. Espera un instante y luego le da un manotazo en un hombro.
—¿Y?
Los ojos marrones de Veloc se clavan directamente en los de Keera, azules, conscientes del efecto que tendrá su siguiente afirmación.
—Ha mencionado… una plaga. En Okot.
Al principio Keera descarta la palabra como una tontería; sin embargo, como la dura mirada de Veloc se mantiene, empieza a considerar la posibilidad y se queda tan aturdida que hasta se olvida de respirar un instante y luego tiene que apresurarse a llenar el cuerpo de aire con una bocanada de pánico.
—¿Plaga? Pero si nosotros nunca…
—No. El Bosque y el río nos protegían —concede Veloc.
—Tal vez eso signifique —interviene Heldo-Bah en voz baja, con algo parecido al tacto— que nuestra suerte ha durado demasiado. Y que ahora se ha terminado.
Keera es incapaz de hablar por un momento. Cuando recupera la compostura, su mente se centra en los asuntos pragmáticos.
—Ataos los sacos, los dos —dice al ver las manos ligadas de Welferek—. Lo voy a despertar.
—Ya lo hemos intentado, Keera —explica Heldo-Bah—. Es como pedirle a un leño que se levante y se ponga a bailar. Está más allá del desmayo.
—Lo vamos a despertar, maldita sea. —Keera empieza a gritar—. Quiero saber de qué está hablando. ¡Nunca ha habido una plaga en Okot!
Parece que el tono agudo de su voz ha triunfado allá donde fracasaban los esfuerzos de Heldo-Bah y Veloc. Welferek mueve la cabeza y murmura alguna breve nadería. Luego abre los ojos y mira a los expedicionarios, pero no parece estar muy seguro de lo que ve.
—Plaga… en Okot. —Welferek baja la mirada a sus manos, atadas, y luego al bosque que lo rodea, como si esas visiones fueran nuevas para él—. Hay una plaga en Okot…
Keera se acerca a él a toda prisa, lo agarra con sus fuertes manos por la túnica, a la altura del pecho, tira de él para dejarlo sentado y luego lo manda contra el roble.
—¿De qué estás hablando, Ultrajador? —grita—. ¿Qué plaga?
La luz regresa lentamente a los ojos de Welferek. Al fin reconoce a Keera y luego a los otros dos; mas parece obvio que la noción de quiénes son exactamente y por qué lo están rodeando sigue siendo un misterio para él.
—No… vayáis. Se están muriendo… Tantos se mueren.
Da una bocanada y luego, haciendo caso omiso del dolor de las heridas, alza los brazos y apoya las manos, sangrientas y todavía atadas, a ambos lados de la barbilla de Keera, como si por alguna razón entendiera su ansiedad.
—¡No volváis allí! —exclama—. Hay una plaga en Okot. ¡Hay una plaga en Okot!
Keera le agarra las manos y se las quita de la cara de un tirón. Se pone en pie y se vuelve para comprobar si Heldo-Bah y Veloc se han atado los sacos a la espalda.
—Nos vamos… Ya —ordena—. Córtale las ataduras. Puede que sus hombres anden todavía por ahí. Si no lo encuentran, podrá avanzar solo. O se lo comerán las panteras, lo mismo me da. Yo voy delante.
Cuando pasa a su lado, Veloc le toca un brazo.
—Keera, no sabemos si…
—No —responde ella—. No sabemos. Y no lo vamos a averiguar aquí. Y ahora, a correr, malditos seáis.
En el tiempo que a Welferek le cuesta dar unos cuantos cabezazos para despejarse la mente, los tres expedicionarios desaparecen una vez más en la profundidad del Bosque sin dejar otro rastro de su encuentro que las heridas vendadas del Ultrajador y el chichón de su cabeza.