Fe, traición y perfidia en la Sacristía del Alto Templo…
Al volver a entrar en la Sacristía, Sixt Arnem se encuentra a todos los participantes en el trágico fin de la carrera del yantek Korsar, y probablemente de su vida, exactamente en las mismas posiciones en que los había dejado unos momentos antes. Arnem se enfrenta a un dilema: mientras camina por el pasillo central de la gran sala —donde la suave luz de la Luna que, a su llegada, se deslizaba entre los bloques de cristal coloreado de los muros ha sido ahora sustituida por la temblorosa luz de antorchas, lámparas de aceite y un par de braseros del estrado del Gran Layzin—, siente que su cuerpo tira de él hacia el que sería su lugar habitual, medio paso detrás de Korsar. Pero, a medida que se acerca a esa posición, Arnem tiene una mejor visión de Lord Baster-kin, plantado detrás del sillón dorado del Layzin y mirándolo fijamente: el Lord Mercader intenta transmitir al sentek con toda claridad que no es momento para una estúpida lealtad sentimental, sino para alejarse de su comandante. Arnem se avergüenza de haber considerado esa posibilidad siquiera por un instante y trata de avanzar deliberadamente hacia su objetivo inicial; sin embargo, justo cuando recoge las manos detrás de la espalda, ocurre algo peculiar.
Sin mirar al sentek, Korsar da media docena de grandes zancadas para alejarse de él. El viejo comandante también ha captado el significado de la mirada de Baster-kin y, a su manera, intenta proteger a Arnem; aun así, es un momento discordante, la primera ocasión en que el joven ha tenido la sensación de que permanecer junto a Korsar —ya sea en los salones del poder de Broken o en el campo de batalla— podría no ser la opción correcta. No ofenderá al yantek siguiéndolo, pero la soledad que ahora siente Arnem es una carga acaso imposible de soportar para cualquiera que no haya conocido el combate; cualquier persona que desconozca el modo en que los verdaderos guerreros ponen su destino en manos de sus compañeros.
Mientras tanto, en el estrado que tienen delante, el Layzin permanece sentado y reposa la cabeza en las manos; cuando alza la mirada, Arnem se da cuenta de que ha mantenido esa postura durante todo el rato que él ha pasado fuera de la Sacristía, a juzgar por las marcas que los dedos le han dejado en la cara. El rostro ha perdido su aspecto gentil y las mandíbulas muestran una mayor rigidez a medida que sus palabras se vuelven más frías.
—Yantek Korsar, has pronunciado una traición y lo has hecho dentro de la Sacristía. Estoy seguro de que eres consciente de ello.
—Eminencia, he pronunciado…
Korsar se permite un último temblor de duda, que parece desvanecerse cuando mira a Arnem y descubre que su amigo incondicional permanece con pose rígida pero está claramente al borde del llanto. El yantek le dirige media sonrisa y luego alza la cabeza con orgullo para encararse de nuevo al Layzin.
—¡He pronunciado la verdad! —declara, desafiante. Al oír esas palabras, los dos sacerdotes rapados, que estaban medio escondidos en las sombras del rincón trasero del estrado, detrás del escritorio, avanzan para proteger al Layzin, mientras que los soldados de la Guardia de Baster-kin se acercan a Korsar. El Layzin alza una mano, gesto que detiene de inmediato toda actividad—. Sí, fuimos nosotros, los de Broken, quienes hicimos a los Bane, no Kafra —declara Korsar, repitiendo la acusación sin tiempo siquiera de reconsiderar sus palabras—. ¿Qué clase de dios condenaría a los deformes, a los enfermos, a los idiotas a un final tan perverso y desgraciado como los que les acechan en todos los rincones del Bosque de Davon?
El que responde es Baster-kin. Y la voz del Lord Mercader ha cambiado. Ha desaparecido ya la necesidad de retar y enfrentarse, mas también (o eso parece) la esperanza de arrinconar a Korsar para obligarlo a comportarse de modo más obediente, por no decir más devoto. En su lugar, aparece la resignación: una resignación confiada, pero también irritada, como si el Destino hubiera tomado esta fastidiosa decisión y a los dos hombres no les quedara más remedio que aceptarla. Y en eso Baster-kin y Korsar no son tan distintos. Pero los dos son importantes. El escriba ha de registrar sus palabras.
—Un dios de sabiduría insuperable, yantek —responde Baster-kin—. Un dios cuyas intenciones se revelaron hace mucho tiempo con tanta claridad que ni siquiera un pagano como Oxmontrot pudo negarlas. Por eso permitió que la ley de Kafra se convirtiera en ley suprema por mucho que él mantuviera la antigua fe. ¿O acaso no recuerdas que fue el Rey Loco quien inició los destierros?
La mirada de Korsar se llena de odio.
—Sí, así es como tergiversas los hechos para que se adapten a tus propósitos, ¿verdad, mi señor? Sabes tan bien como yo que Oxmontrot usó los destierros como una herramienta para reforzar su reinado. Pero, como tú mismo dices, dio su vida por la antigua fe.
—No dio su vida por nada, yantek —afirma Baster-kin—. Le quitaron la vida porque ya no servía para nada. No era capaz de reconocer la divinidad aunque la tuviera a un palmo de la cara porque tenía la mente destrozada por las idioteces de los paganos. Los destierros no surgieron de la intención de fortalecer este reino, eran un regalo sagrado que se concedía con la esperanza de que, efectivamente, Broken conservara el poder que tenía. No eran una herramienta para la supervivencia, sino para la purificación, un método sagrado para arrancar de raíz la imperfección de los habitantes, para mantenerlos fuertes en cuerpo, mente…
—Y bolsillo. Ya conozco la letanía, mi señor —responde Korsar, con ira creciente. Sin embargo, su comportamiento desdeñoso se detiene al ver que la cabeza del Layzin vuelve a caer entre sus manos, como si su peso se hubiera vuelto insoportable—. Pero era un pecado, Eminencia —continúa el yantek, con más urgencia que orgullo—. Lo sé. Por mucho que el Dios-Rey Thedric le diera otro nombre, seguir con los destierros era un pecado contra Kafra, contra la humanidad. Seguir condenando a criaturas iguales que nosotros tan solo por las imperfecciones de sus cuerpos y de sus mentes, destruir familias enteras cuando la ciudad y el reino vivían en plena seguridad…
Korsar da varios pasos hacia la pasarela que lleva al estrado, provocando que los sacerdotes se apresuren a escoltarla, listos para retirarla al instante si hiciera falta. Los soldados de la Guardia arrancan de nuevo en dirección a Korsar, pero esta vez es el propio Baster-kin quien los detiene, consciente al parecer (como el propio Arnem) de que cada palabra que pronuncia el viejo soldado contribuye a garantizar su condena con mayor certeza.
—Pero sobrevivieron al pecado —dice Korsar con impaciencia y dirigiéndose todavía al Layzin aunque este no alce la mirada—. Aquellos diablos desamparados, enanos, enfermos, locos, muchos de ellos niños todavía, perdidos en un lugar donde los rodeaba por todas partes la muerte, y no precisamente una muerte piadosa, sobrevivieron los suficientes para formar una tribu y conservar la vida, por desgraciada que fuera. Que es. Y ahora, por una codicia insaciable y un orgullo ingobernable, Eminencia, ¿vais a permitir que el Consejo de los Mercaderes les arrebate incluso eso? —Korsar se vuelve hacia Baster-kin—. Bueno, yo no pienso aceptarlo. No, mi señor, no pienso aceptar ninguna de tus tretas criminales y caprichosas.
Al oír estas palabras, el Layzin alza la mirada y habla con una voz tan desprovista de emoción que parece fantasmal.
—¿Estás diciendo que el intento de envenenamiento es una invención?
—¡Sí!
Al oírlo, el Layzin se aferra a los brazos de su sillón dorado y la rabia traza una palidez mortuoria en sus rasgos. Pero ningún ceño fruncido bastará para disuadir al yantek ahora que ha avanzado tanto por el sendero de la blasfemia.
—Me he pasado la vida defendiendo este reino, Eminencia. He matado a más Bane de los que mi noble Lord Baster-kin ha visto juntos en su vida. Y afirmo que no son capaces de un acto tan audaz, aunque Kafra sabe bien que deberían serlo. Lo digo delante de vosotros: esto no es más que una invención para acrecentar nuestro control y obtener del Bosque más bienes que los pocos que los Bane pueden acarrear sobre sus pequeñas espaldas.
Durante un instante, ninguno de los presentes en la Sacristía es capaz de pronunciar palabra. Incluso Arnem está demasiado ocupado en obligar a su pecho a tomar aire otra vez y en encontrar algo en que apoyarse. Es consciente de lo que acaba de ocurrir, de la gravedad de las afirmaciones de Korsar, pero no consigue encontrarle un sentido a la escena, no es capaz de atrapar la realidad de este momento, que en breve le va a exigir una participación mayor.
En el silencio, el rostro del Gran Layzin se suaviza lentamente y, una vez más, la rabia se convierte en mero reconocimiento de la tragedia. Tampoco hay en su expresión nada que implique satisfacción alguna por la revelación de una traición; solo el lamento claramente encarnado en sus siguientes palabras.
—Yantek Korsar, ignoro si este estallido se debe a la locura o a la perfidia. Tanto tu vida como los servicios que has prestado niegan ambos defectos, pero… ¿qué otra cosa podemos pensar? En nombre de esa vida y de esos servicios, sin embargo, te concedo una última oportunidad de retractarte de esas afirmaciones indignantes y mitigar así el castigo que se te deberá imponer.
Pero el desafío ilumina el azul claro de los ojos de Korsar.
—Gracias, Eminencia —dice con tono genuino e impenitente—. Mantengo mi palabra. Baster-kin y el Consejo de Mercaderes ya han mandado a la muerte a demasiados soldados para llenar sus cofres. Hay que ponerle fin. Hagamos las paces con los Bane, dejemos que conserven el Bosque. Sigamos comerciando con ellos pero en condiciones, si no amistosas, al menos de mero respeto. No es ofrecerles mucho, a cambio de todo lo que les hemos hecho. Mas sé que rechazaréis semejante idea. Y por lo tanto —Korsar echa las manos a la espalda y planta con firmeza los pies—, estoy listo, Eminencia, para aceptar el destierro. No dudo que a Lord Baster-kin le encantará acompañarme personalmente hasta el Bosque.
Baster-kin, el Layzin y Arnem reaccionan al unísono a sus palabras, pero cada uno demuestra una impresión diferente; aunque todas genuinas. Para Arnem, el dolor aumenta el golpe producido por la sorpresa; para el Layzin es el asombro el que pone el acento; para Baster-kin, algo parecido a un lamento mitiga las palabras del yantek.
—¿Destierro? —dice este último—. ¿Acaso imaginas que el destierro pueda considerarse como un castigo apropiado para quien desafía los fundamentos de nuestra sociedad?
Por primera vez, Korsar se muestra sorprendido.
—¿Mi señor? El destierro es el castigo reservado a la sedición, siempre lo ha sido…
—Para los débiles de mente o los meros borrachos, sí —lo interrumpe Baster-kin, todavía aturdido—. O para cualquier otro loco desventurado del Distrito Quinto. Pero a un hombre de tu condición no se le puede conceder un castigo igual que el de un niño con la pierna mustia. Tu posición exige que se te convierta en ejemplo, un ejemplo que sirva de advertencia para cualquiera que pueda recibir el influjo de tus calumnias y sentir la tentación de repetirlas. ¿Ni siquiera lo has tenido en cuenta antes de permitirte esta locura? —El Lord Mercader espera una respuesta. Al no recibirla, cruza los brazos en alto y luego los suelta resignado, con un vaivén de cabeza—. Para ti, yantek Korsar, no puede haber otro castigo que el Halap-stahla[76]…
Una grave conmoción recorre a los soldados y sacerdotes presentes en la Sacristía, al tiempo que Korsar se desploma en una silla cercana como si acabara de recibir un golpe. Por primera vez, Arnem echa a andar hacia él, pero los años de disciplina y las órdenes emitidas por el propio yantek obligan al comandante de los Garras a desandar sus pasos. Más allá de su asombro y del horror que siente, Arnem sabe que cuanto acaba de decir su amigo supone una traición casi sin precedentes contra Broken, contra el Dios-Rey y Kafra, contra todo lo que él mismo antaño valoró y contra lo que ambos han defendido a lo largo de sus vidas. «Pero… ¿por qué? —se pregunta el sentek—. ¿Por qué ahora? ¿Qué le ha impulsado a hacerlo?». Y lo más terrible de todo: «¿Es Korsar el mentiroso a quien se refería Visimar?».
—El Halap-stahla —pronuncia al fin sin aliento Korsar, ya desvanecida la llama de sus ojos y con la voz teñida por un verdadero pavor—. Pero desde Caliphestros…
—Desde Caliphestros no se había vuelto a cometer una perfidia semejante —declara Baster-kin, todavía asombrado por la incapacidad del yantek para prever las consecuencias que iban a tener sus actos.
—Cuanto más alta es la posición, mayor resulta la traición —añade en tono lúgubre el Layzin—. Y el Dios-Rey ha concedido a poca gente en este reino tanto poder como el que tú has tenido el privilegio de ejercer.
A Arnem casi le revienta el corazón cuando ve que el cuerpo de Korsar se echa a temblar. Al principio es un movimiento ligero, pero se va volviendo más violento a medida que imagina el destino que él mismo acaba de granjearse. Y sin embargo, luego se calma de un modo repentino y extraño, se vuelve hacia Arnem y consigue dedicarle media sonrisa de confianza y afecto, como si quisiera decir al joven que ha hecho bien al controlarse y que debe seguir haciéndolo tanto por bien de la vida del propio Arnem, como en beneficio de la compostura de Korsar. Luego, la sonrisa desaparece con la misma rapidez, aunque el yantek suelta todavía una de esas carcajadas carentes de humor que han ido puntuando la conversación a lo largo del anochecer.
—Bueno, Baster-kin —dice, sin levantarse—, supongo que creerás que así termina el asunto. Pero te equivocas, gran señor… —Lentamente, Korsar tira de su figura pesada y avejentada para levantarse y plantarse de nuevo en actitud desafiante—. Ah, puedes mutilarme tanto como desees y llamarlo religión, mas cuanto he dicho seguirá siendo cierto. Llevas a este gran reino hacia el desastre y expones sus tripas a las armas de todas las tribus que nos rodean; si Kafra no te castiga, algún otro dios se ocupará de ello.
—¡Yantek Korsar! —El Gran Layzin se levanta de pronto y extiende un brazo, no tanto en señal de indignación como de advertencia; también en su voz se transmite con claridad la correspondiente súplica—: Tu delito ya ha sido suficiente. Te ruego que no pongas en peligro también tu vida en el próximo mundo con un nuevo sacrilegio en este. —A continuación, el Layzin desvía la mirada hacia el oscuro fondo de la Sacristía—. ¡Linnet! —llama. En respuesta, todos los soldados de la Guardia de Baster-kin avanzan detrás del que va al mando del destacamento—. Casi me horroriza decirlo… De todos modos, tenéis que llevaros al yantek Korsar. Con la mayor diligencia.
—Ha de ser encadenado —interviene Baster-kin en un tono que, a falta de malevolencia o satisfacción, transmite tan solo la impresión superficial de limitarse a cumplir una tarea.
Alguien contaba ya con esa instrucción, pues uno de los monjes rapados saca ahora un pesado juego de grilletes bajo la túnica y se lo pasa, por encima de la balsa reflectante, al linnet de la Guardia, quien, mientras las cadenas resuenan en el suelo a sus pies, se parece bien poco a la insubordinada masa de arrogancia que ha escoltado a Korsar y Arnem hasta el templo. Con un movimiento de cabeza, Baster-kin indica al dubitativo linnet que ponga los grilletes en torno a las muñecas y los tobillos de Korsar y convierta así al soldado más distinguido de Broken en mero prisionero. No es de extrañar que el linnet, un hombre no familiarizado con los sucesos históricos, descubra que le tiemblan las manos al cumplir el encargo.
—Despertad al comandante de la Guardia —ordena el Lord Mercader al linnet—. Herwald Korsar queda desposeído del rango de yantek. Permanecerá encadenado hasta el amanecer, momento en que será trasladado al límite del Bosque para el ritual del Halap-stahla.
—No. —La voz del Layzin resulta dolorosamente seca—. En el nombre de Kafra, lord, no esperemos hasta el amanecer. Mis propios sacerdotes seguirán a tus hombres cuando hayan recogido los instrumentos sagrados. Que todo el mundo esté listo para la ceremonia en el límite del Bosque cuando salga el sol. Debemos evitar el riesgo de que, si corre la voz, haya problemas en la ciudad.
Lord Baster-kin responde con una reverencia.
—Siempre tan sabio, Eminencia. —Se vuelve hacia los soldados—. Muy bien, ya has oído tus órdenes, linnet. Despierta a tu comandante y dile que reúna un destacamento para el ritual. Llévate al prisionero a la puerta del sudeste y esperad allí al grupo sagrado.
Con una brusquedad que horroriza a Arnem, los soldados empiezan a guiar al yantek —no, ya no es yantek, ahora es tan solo el avejentado prisionero Korsar— hacia la puerta arqueada de la Sacristía. Mientras avanzan, uno de los guardias toma en un descuido el brazo de Korsar, pero una sola mirada del todavía imponente guerrero basta para que el joven soldado lo suelte y se integre con sus compañeros en un círculo cerrado, pero respetuoso, en torno al prisionero.
Arnem ya no puede seguir controlándose: la lucha de emociones enfrentadas en su interior le ha trazado una cinta brillante en la frente y cada vez ve más borroso. Se da cuenta de que está viendo a Korsar por última vez. Tiene que despedirse de su más antiguo camarada, asegurarle que volverán a encontrarse. Está seguro de ello, pues el único artículo de fe compartido por todos los soldados de todos los ejércitos que ha conocido en su vida —fuera cual fuese el dios específico al que profesaban su fe— es la noción de que en el otro mundo hay un gran salón en el que los soldados más valientes de este volverán a encontrarse.[77] Pero Arnem está todavía en este mundo, es un soldado terrenal que no ha caído aún; así, para su propia sorpresa, el hábito de la obediencia le inmoviliza los pies y le cierra la boca. Se encuentra suplicando a Kafra que conceda a Korsar, ya más allá de cualquier redención posible, una señal…
Y sus ruegos no quedan sin respuesta. A medio camino de la puerta arqueada, el yantek Korsar se detiene y sus guardianes hacen lo mismo. El viejo soldado se da media vuelta, se encara una vez más a Baster-kin y el Layzin y la cabeza que con tanto orgullo ha mantenido en alto a lo largo de estas tribulaciones cae ahora en señal de respeto.
—Eminencia, mi señor, ¿concedéis vuestro permiso para que me despida del sentek Arnem, que deberá ocupar mi lugar al frente del ejército de Broken?
Baster-kin se acerca a grandes zancadas hasta la mesa del estrado y finge estar ocupado con sus papeles.
—Los asuntos referentes al ejército de Broken ya no son de vuestra incumbencia Herwald Korsar. Tampoco podéis…
—Señor —es el Layzin, con la voz cansada y aún cargada de compasión—, ¿cuántas cicatrices hay en tu cuerpo, fruto de los ataques de los Bane? ¿O en el mío? En el nombre del hombre que fue, concederemos al prisionero su modesta petición.
Con un simple gesto de la flexible mano que lleva el anillo de la piedra azul, el Layzin ordena a la Guardia que permita a Korsar acercarse a Arnem.
—Pero quitadle la espada —advierte Baster-kin—. Y no permitáis que se acerquen demasiado.
Mientras el linnet de la Guardia retira la espada de asalto de Korsar, Arnem se acerca al prisionero y se detiene al oír:
—Suficiente, sentek. —Es Baster-kin de nuevo—. Eminencia, no deben intercambiar ningún secreto.
El Layzin inclina la cabeza y responde al comentario con asentimiento y silenciosa irritación en igual medida.
De modo que Arnem y Korsar han de mantener unos tres metros de distancia para poner fin a una amistad que ha sido mucho más que amistad, un vínculo en el que han compartido mucho más que la mera sangre. Arnem siente que le faltan palabras, pero Korsar no padece la misma carencia.
—Te suplico que me hagas caso, Sixt. Es vital. —Arnem da dos pasos más hacia el prisionero y agacha la cabeza para escucharle con más atención—. Ahora esta guerra es tuya, Sixt, y podría ser calamitosa. Deberás librarla dentro del Bosque, porque los Bane no saldrán a tu encuentro en la Llanura. No cedas demasiado pronto, no luches en su terreno hasta que estés seguro de que nuestros hombres conocen las exigencias de esa lucha. ¿Lo entiendes? No dejes que te obliguen a empujones. Tu ya has estado allí y sabes lo que el Bosque puede hacer a los hombres. Cuídate, Sixt…
—¡Basta! —exclama Baster-kin y echa a andar de nuevo por la pasarela que cubre la balsa reflectante—. Sentek, este hombre ya no es tu superior, no debes hablar con él de ninguna operación militar.
El Layzin ya solo puede levantar una mano y declarar:
—Vosotros, lleváoslo. Esto ya no hay quien lo aguante.
Mientras los sacerdotes rapados atienden al consternado Layzin, Baster-kin despide a sus hombres con un definitivo vaivén del brazo y les ordena que se lleven al prisionero a toda prisa. Conscientes por completo del cambio que se ha producido en su mundo, dos de los guardias agarran a Korsar por los brazos con brusquedad, mientras el linnet lo empuja hacia la puerta.
Pero nada va a silenciar a Korsar.
—Recuérdalo incluso si olvidas todo lo demás, Sixt: cuidado con el Bosque. ¡Cuidado con el Bosque…!
Y desaparece. Arnem, incapaz al fin de contener la multitud de pasiones que le arden en la garganta, da un paso hacia la puerta y no consigue evitar una débil llamada.
—¡Yantek! —exclama, cegado por lágrimas ardientes.
Repentinamente consciente de su llanto y capaz de oír ahora, en el silencio que se adueña de la sala, los apremiados sonidos del fluir de su sangre y de su costosa respiración, se da media vuelta y hace un gran esfuerzo por recuperar el control. Apenas se atreve a echar un solo vistazo y posar su mirada, brumosa todavía, en el rostro del Gran Layzin, quien, mientras supera la profundidad de su propio dolor, consigue empezar a exhibir una sonrisa de consuelo e inclina la gentil cabeza como si quisiera decir a Arnem que es consciente de lo terrible que resulta este momento y no lo culpa por su reacción: por último, en esos ojos casi sagrados hay una extraordinaria confirmación de que en el reino la vida sigue y de que, de alguna manera, todo irá bien.
El sentek da un respingo al notar una mano en el hombro; y otro al darse media vuelta y descubrir que es Baster-kin, que le sobrepasa en casi tres centímetros, quien lo agarra por el hombro con tanta fuerza que casi puede notar cómo los dedos atraviesan las gruesas placas protectoras de su armadura de cuero.
—Sentek Arnem —dice Baster-kin, en un tono que este nunca le había oído; un tono que, si se tratara de otra persona, cabría calificar como compasivo—, ven conmigo, ¿vale? Tenemos poco tiempo y muchas cosas que preparar. Ya sé lo mucho que te ha afectado este asunto. Pero eres un soldado de Broken y la seguridad del Dios-Rey y de su reino dependen ahora de ti por razones cuya complejidad ni siquiera puedes sospechar.
Es una afirmación desconcertante; en busca de guía, Arnem lanza una mirada hacia el Layzin, más allá del Lord Mercader. Pero Su Eminencia, abrumado al fin por la emoción del momento, se está alejando con dos sacerdotes y, acompañado por la Esposa de Kafra (que acaba de reaparecer sin previo aviso), desaparece por una de las puertas que llevan a las salas contiguas.
Los ojos de Baster-kin también siguen al Layzin en su salida de la Sacristía. Cuando él y Arnem se quedan solos, el Lord Mercader confiesa:
—Ha dedicado tanto esfuerzo a este asunto que está exhausto. Es noble, muy noble, pero tiene que cuidarse y confiar en nosotros más de lo que tiene por costumbre. —Tras volverse una vez más hacia el sentek, Baster-kin añade—: Para que eso ocurra, de todos modos, hemos de darle pruebas de que estamos cumpliendo con las responsabilidades históricas que nos han correspondido. Y para que entiendas tu parte en esas responsabilidades, sentek Arnem, quisiera que vinieras conmigo al Salón de los Mercaderes. Hemos de estar seguros de cuáles son tus órdenes y de qué fuerzas necesitas. Pero, sobre todo, he de asegurarme de que entiendes por qué debe librarse esta guerra.
—Mi señor —consigue responder Arnem—, puedo aseguraros que esta responsabilidad no me toma por sorpresa. Llevamos… Llevo tiempo esperándola.
—Sí, pero no puedes entender la razón que nos ha impelido a tomar esta decisión. Todas las razones. Voy a ser franco contigo, Arnem, porque sé que compartes muchas opiniones de Korsar, pero no todas. Y has de entender por qué no deberías compartir ninguna. Irás a la guerra para conseguir mucho más que la destrucción de los Bane, sentek, y que el acceso a sus bienes. Irás para proteger lo que más quieres.
Y a continuación Baster-kin avanza a grandes zancadas hacia el ábside y es evidente que espera que Arnem —que ha de estar perplejo por este último comentario del Lord Mercader al tiempo que se empieza a adaptar a las alteradas circunstancias de su vida— siga sus pasos hacia las altas puertas de bronce del Templo.