Los expedicionarios Bane, en su viaje de regreso a casa, se enfrentan a un horror acrecentado por la indignación…
Keera no sabría decir cuánto tiempo lleva corriendo, pero al darse cuenta de que su hermano y Heldo-Bah han saciado al fin su afán de discutir, da por hecho que ha de ser un tiempo considerable. Heldo-Bah sigue abriendo camino tras haber escogido la ruta más directa para llegar a Okot, aunque acaso no sea la más segura: siguiendo el curso del Zarpa de Gato. Tan solo se adentran en el Bosque cuando lo hace el río y luego avanzarán en dirección sur con una pequeña deriva hacia el este, por encima del tramo más tapado (y, por lo mismo, más peligroso) del río. Al final se despedirán del curso del río y se dispondrán a seguir un viejo sendero en dirección al sur. Como un buen puñado de rutas parecidas en otras partes del Bosque, este sendero fue marcado por los primeros desterrados con antiguos símbolos de la Luna[68], rocas con glifos grabados cuyo significado solo pueden interpretar los Bane y aun, entre estos, solo los miembros más valiosos de la tribu. Mas la pérdida de significado de los símbolos no ha implicado una reducción de su capacidad de estimular: para los Bane que regresan de una misión, las marcas son indicaciones bienvenidas de que pronto estarán entre los asentamientos menores que rodean Okot y, no mucho tiempo después, en el ajetreo de la mismísima comunidad central de los Bane.
El último recodo retorcido del Zarpa de Gato hacia el este es famoso desde antaño por una serie de saltos de agua especialmente violentos, las cascadas más ruidosas en un río ya de por sí locuaz y a menudo letal. Han pasado ya varias generaciones desde que, en un momento de humor típicamente lúgubre, los expedicionarios Bane llamaron a estas cascadas Ayerzess-werten[69] en homenaje a todos los miembros de la tribu que, circulando con apresurado descuido por el Bosque, habían resbalado y se habían desplomado hacia la muerte en aquel cañón estrecho y bien escondido. El grupo de Keera es demasiado experto para caer en cualquiera de las trampas de las Ayerzess-werten, aunque les muestran un saludable respeto: al llegar al punto engañosamente hermoso en que las formaciones de granito liso y de gneis[70] se alzan por encima de las hileras de cascadas, repta cuidadosamente hacia el borde del precipicio más peligroso, resbaloso y cubierto de musgo, y luego regresa para señalar a sus amigos el límite de seguridad con un trapo de burda lana blanca que ata a la rama más baja de un abedul plateado en las cercanías. Tras completar esa importante tarea, Heldo-Bah se pone a buscar las marcas ya borrosas del sendero por el que transitará la etapa final de la carrera de los expedicionarios para averiguar qué es lo que ha molestado a su gente tanto como para hacer sonar nada menos que siete veces la Voz de la Luna.
Al llegar a las Ayerzess-werten, Keera alza la mirada hacia los huecos abiertos entre el follaje de la bóveda del Bosque, por encima de las cataratas, para comprobar la posición de la Luna y las estrellas.[71] Se da cuenta de que Heldo-Bah ha marcado mejor ritmo del que suponía: las tribulaciones del corazón, como las del cuerpo, pueden convertir a ese aparente señor llamado Tiempo en un humilde bufón. Keera calcula que podría llegar a Okot con sus compañeros hacia el amanecer; sin embargo ese cálculo, que en apariencia debería tranquilizarla, la llena de pavor. Si Heldo-Bah estuviera tan convencido como dice de que no ha ocurrido nada grave en Okot, difícilmente le habría dado por marcar y mantener un paso tan estricto en su paso por las zonas más peligrosas del Zarpa de Gato, y menos aún con la barriga llena de carne.
Pese a su creciente ansiedad, Keera detiene al rato el avance del grupo; una ráfaga de viento del sudeste le acaba de traer el aroma de los humanos. Humanos sucios, a juzgar por lo que, en vez de aroma, convendría llamar peste. Ningún expedicionario, ni cualquier otro miembro de la tribu que estuviera familiarizado con el Bosque de Davon, se desplazaría con semejante descuido. Por eso, sin pronunciar palabra y un poco a su pesar, Keera se detiene a escasa distancia de la zona marcada por el trapo de Heldo-Bah y hace una seña a Veloc. Este, tras interpretar por el gesto de su hermana que se está acercando alguien, llama con el mayor sigilo posible a Heldo-Bah, que se ha alejado unos cincuenta pasos del río en busca del sendero que lleva al sur. En la zona de las Ayerzess-werten, cincuenta pasos bien podrían ser quinientos: aun si se pusiera a gritar, sería difícil que la voz de Veloc se alzara por encima del bramido del agua. Por eso, con movimientos de experto, saca de su túnica una honda de cuero, se agacha y recoge la primera piedra que encuentra con forma de bellota. Lanza la piedra en dirección a Heldo-Bah con la intención, según cuenta a su hermana, de golpear un árbol por delante de su amigo. Sin embargo, le falla la puntería (¿o tal vez no?) y la piedra golpea la cadera de Heldo-Bah y le arranca un solo grito agudo de dolor, seguido, a juzgar por las contorsiones de su rostro, de una serie de variaciones de su formidable catálogo de juramentos iracundos. De todos modos, Heldo-Bah está tan cerca de las Ayerzess-werten que el estruendo del río se traga su voz, como la de Veloc; de modo que apenas hay riesgo alguno de que se revele la ubicación de los expedicionarios. Al regresar junto a sus compañeros sigue murmurando maldiciones mientras se prepara para una nueva guerra de imprecaciones.
Sin embargo, la rabia se transforma en consternación cuando ve que sus amigos están ocupados en esconder sus sacos y luego sus cuerpos en una serie de grietas y cuevas que se abren en un enorme peñasco cerca del río, algo más arriba de los salientes más peligrosos que se alzan sobre las Ayerzess-werten. Cautelosa como siempre, Keera lo ha dispuesto todo de tal modo que quienquiera que sea el que se acerca por el sudeste tendrá que cruzar esos puntos peligrosos para acercarse a los expedicionarios. Heldo-Bah suelta las cintas de su saco y lo deja apoyado en el peñasco.
—¿Se puede saber qué mosca os ha picado, por el ano dorado de Kafra? —clama con furia.
Keera le tapa la boca con su fuerte mano y con una sola mirada le transmite la necesidad urgente de guardar silencio, una orden que podría parecer superflua por la cercanía de las Ayerzess-werten si no fuera por lo muy asustada que está la rastreadora. Por su parte, con ademanes ciertamente peculiares, Veloc intenta hacerle entender que se acercan unos hombres: lo único que consiguen es que el ceño de Heldo-Bah baile en pleno desconcierto. Solo cuando Keera pega la boca a la maloliente oreja de Heldo-Bah y le susurra: «Viene alguien por el sur… Y no son Bane», Heldo-Bah guarda silencio y, con la celeridad que suele reservar para los momentos de peligro sin identificar, se pone a revisar el peñasco en busca de una grieta especialmente profunda, hueco que encuentra unos seis metros por encima del que se han reservado Veloc y Keera. Recorre la apertura con forma de hocico por si hay señales que revelen la presencia de algún animal y, al no encontrar ninguna, encaja el saco en el suelo húmedo y luego se tumba encima bien apretujado, aunque con cuidado de no aplastar nada valioso. Por último, saca todos sus cuchillos de saqueador y su navaja de destripar[72], pertrechado para esa lucha que todos perciben como una posibilidad cercana.
Pronto Keera empieza a distinguir más que puros aromas: las voces son claras, pese al ruido de las Ayerzess-werten. Pero no son marciales, o al menos a Keera no le parece que puedan serlo: ni siquiera los jóvenes e inexpertos legionarios de Broken, a menudo arrogantes, estarían tan locos como para permitir que la cacofonía estridente de sus llamadas y respuestas resonara entre el alzamiento de unos árboles especialmente gigantescos y añosos que señalan la línea donde el rico suelo del Bosque cede el terreno a las formaciones rocosas de las Ayerzess-werten. Siempre cabe la posibilidad de que quienes se acercan sean trols, trasgos o incluso gigantes, y que hablen sin precaución alguna porque ni los hombres ni las panteras les causan temor; mas… ¿por qué esa clase de seres iba a emitir esta peste a humano? Keera se reconforta un poco cuando, al volverse, ve que Veloc ha dispuesto una serie de flechas a lo largo de la boca de la grieta que les sirve de escondrijo, para poder agarrarlas y lanzarlas más deprisa si se produce un ataque, y que ya sostiene el arco en la mano.
Cada vez que se alza el eco de una voz entre los árboles, la perspectiva de una lucha desesperada contra un grupo de desconocidos parece más inevitable. Sin embargo, en medio de los preparativos de los expedicionarios emerge una nueva perplejidad: la mezcla de sonidos adquiere una cualidad distinta en la que se desvanecen los sonidos varoniles, más estridentes. Tras la estela de ese cambio, se abre paso hasta el peñasco un nuevo sonido totalmente inesperado.
—Llanto —susurra Keera.
Veloc, envalentonado, sube para reunirse con Heldo-Bah y tratar de atisbar quién se acerca. Como sigue sin ver nada, pregunta a su hermana en un susurro:
—¿Quién llora?
—Una criatura —contesta Keera, al tiempo que inclina la cabeza hacia el sudeste y se lleva una mano a la oreja a modo de pantalla—. Y también una mujer.
—¡Eh! —exclama Heldo-Bah, y señala—: ¡Mirad hacia esas hayas!
Efectivamente, entre un grupo de hayas con las ramas llenas de hojas brillantes como matas de primavera, aparecen los poco cuidadosos recién llegados: pero no pertenecen a los Altos, ni a ninguna raza de criaturas del Bosque. Son, de hecho, miembros de los Bane, aunque no observen ninguna de las precauciones propias de la tribu para quienes transitan por el Bosque; no parece que a estos Bane las posibles amenazas que acechan en el Bosque o en las rocosas orillas del río les preocupen más que los riesgos del propio Zarpa de Gato.
Aun más sorprendente, habida cuenta del ruido que emiten, es que tan solo sean cuatro: uno de ellos es el bebé que berrea, mientras que, de los tres restantes, dos son mujeres. La más joven lleva un vestido de buena hechura que, a ojos de Keera, cae como si el tejido tuviera algo de seda; la segunda mujer, pese a ser de mayor edad, va cubierta de la cabeza a los pies con una capa de caída también leve. Tampoco parece burda la manta que la joven usa para envolver a la criatura: son señales de que estos caminantes no son, bajo ningún concepto, indigentes. Sin embargo, las agonías del cuerpo y del espíritu no respetan rango alguno y la joven está tan atribulada por su tormento que a Keera le preocupa incluso que pueda dañar de algún modo a la criatura. Los gestos que emplean los cuatro en sus intercambios de palabras y ruidos ayudan a Keera a llegar a la conclusión de que las mujeres y la criatura pertenecen a una misma familia, encabezada, casi con toda seguridad por el hombre que las acompaña (quizás un artesano de éxito): la palidez de sus rostros demacrados y los rígidos movimientos de sus cuerpos hablan de problemas compartidos que no tienen nada que ver con la mera edad. Sin embargo, los tres adultos dan muestras de padecer alguna enfermedad extrema y de vez en cuando alguno de ellos se une a la criatura en un franco llanto de dolor y desesperación.
Desde luego, no sorprendería a los expedicionarios ver sangre en la ropa de los caminantes, pues se comportan como si estuvieran heridos. Keera piensa que tal vez hayan sido atacados por esos hombres cuyas voces han abandonado el coro lacrimoso. Mas no se ven muestras de semejante desgracia. Y lo peor es que avanzan directamente hacia el más abrupto precipicio de cuantos se asoman a las Ayerzess-werten y no parecen mostrar el menor interés por el trapo colocado por Heldo-Bah para advertir del peligro, claramente visible todavía.
Keera, con su corazón de madre angustiado, ya no puede contenerse.
—¡Deteneos! —grita.
Se ha convencido de que los recién llegados han de ser ciegos o están perdidos o son tontos y, en consecuencia ni siquiera se han dado cuenta de que avanzan hacia los peligros que cualquier Bane en su sano juicio reconoce como los peores de todo el Bosque. Sin embargo, su advertencia no surte efecto, bien sea porque el rugido de la cascada ha devorado su voz o porque la familia ha escogido no prestarle atención. Mas Keera no va a renunciar: antes de que Heldo-Bah o Veloc puedan reptar para detenerla, la rastreadora sale de su grieta como si se precipitara, se exhibe por completo y grita de nuevo:
—¡Deteneos! ¡El río!
Los componentes de la familia que ya están en el saliente rocoso siguen sin oírla, lo cual obliga a Keera a echar a correr hacia ellos. Apenas ha conseguido dar una decena de pasos antes de que la detenga el muy extraño comportamiento de uno de los miembros de la familia: el hombre, con gestos tensos y dolorosos, se acerca a la joven y a la criatura y pone las manos encina de esta, como si fuera a cogerla. La mujer histérica[73] suelta entonces el más agudo de sus gritos de dolor y retiene al bebé como si fuera a volcar en él toda su desgracia; sin embargo, el esfuerzo exigido por este comportamiento parece terminar con sus últimas fuerzas y tiene que soltar a la criatura antes de desplomarse sobre el resbaladizo musgo. Keera sigue avanzando, aunque más despacio ahora que el hombre ha cogido a la criatura para evitar el daño que la madre pudiera haberle hecho en su locura. La mujer mayor intenta consolar a la temblorosa maraña de cabello y seda que yace en el suelo; mas no puede arrodillarse siquiera de tan doloroso que le resulta cualquier movimiento. Pese a su inquietud, el hombre hace caso omiso de ambas y se queda mirando fijamente al bebé, al que sostiene en sus brazos con una expresión de profundo amor paternal. Pero hay algo más en dicha expresión: parte de lo que Keera ha interpretado como amor se revela enseguida como una obsesión que empuja a ese hombre, en un avance lento pero incesante, hacia el extremo más lejano del saliente que se asoma sobre las Ayerzess-werten.
Keera entiende dos cosas que la dejan sin aliento: primero, se da cuenta de que cometía un error, un error terrible, al creer que el mayor peligro para la criatura era su madre; segundo, que el aparente amor del padre por la criatura se ha convertido, por perversión, en otra cosa: algo que no se traduce en absoluto en un intento de salvarlo…
—¡No! —exclama Keera con las últimas fuerzas de su corazón exhausto.
Por mucho que proteste, el hombre, ya adentrado en la nube de rocío que lanzan a las alturas las Ayerzess-werten, no detiene su avance hacia el fatal precipicio. Y a medida que avanza empieza a levantar a la criatura, sosteniéndola con delicadeza y tan apartada de su propio cuerpo como se lo permite el dolor insoportable que también aflige a su cuerpo.
Keera se da cuenta de que, por mucho que se apresure, no podrá moverse con la rapidez suficiente para someter a ese hombre, sobre todo porque ha de acercarse por rocas mojadas y recubiertas de musgo que resultan tanto más peligrosas y difíciles de superar cuanto más rápido se intente hacerlo. Entonces, al no concebir otra opción, se da media vuelta y avisa a su hermano con una desazón boquiabierta.
—¡Veloc! —grita con tal fuerza que él alcanza a oírla por encima del ruido de la cascada—. ¡El arco! ¡Dispárale! ¡Mátalo!
Pero Veloc está en la grieta más alta del peñasco con Heldo-Bah y se ha dejado las flechas y el arco corto en la grieta inferior. Emprende el descenso para recogerlas, y apenas ha conseguido recorrer un breve tramo cuando oye el nuevo grito de Keera. Veloc alza la mirada y ve que el hombre que sostiene a la criatura está llorando, claramente al límite de la rendición ante todos los posibles tormentos que puede experimentar un hombre. Está ofreciendo una última súplica a la Luna y alza la criatura hacia ella…
Y entonces separa las manos y la deja caer. Llorando todavía de atónito terror y agonía, la criatura se precipita hacia las rocas de afilados perfiles y hacia la despiadada trituradora del agua. La visión es tan terrible —peor, es tan antinatural— que a Keera le flojean las rodillas igual que las del novillo que ella misma ha ayudado a matar horas antes. Cae al suelo y desde allí contempla a la joven madre —tan arrebatada ya, al parecer, por el frenesí de su dolor y por su agonía física que ni siquiera es capaz de reunir la energía, o la voluntad, suficiente para llorar—, repta con resignación hacia otro punto del mismo precipicio y alza la mirada hacia el semblante vencido y roto del hombre lloroso.
Veloc interpreta que aún va a seguir la tragedia y desciende deprisa al nivel del suelo para arrancar hacia su hermana, sin recuperar antes el arco. Y, efectivamente, aún no ha alcanzado a Keera cuando se reanuda la pesadilla: la mujer tumbada en el saliente destina su última energía a rodar por el mismo y desaparece en silencio cascada abajo, acaso impelida por el deseo, en su arrebato, de reunirse con la criatura en el reino que se extiende más allá de la muerte, ese reino que, según creen los Bane, se somete al gobierno de la benevolencia de la Luna.
Cuando Veloc llega a la altura de Keera, encuentra a su hermana tan aterrada que ni siquiera puede moverse del lugar en que permanece arrodillada. La mujer mayor, más adelante, avanza a trompicones inseguros pero continuos hacia el hombre del saliente exactamente del mismo modo que la joven apenas un momento antes: lenta y atormentada, sin esperanzas, ni deseos siquiera, de salvarse.
—Detenlos —dice Keera a Veloc, al tiempo que se logra levantar en una demostración de lo desesperado de su propósito, como si su deseo de saber que su propia familia ha sobrevivido estuviese ahora ligado al destino de esos desgraciados—. Hemos de detenerlos, Veloc. Hemos de saber por qué lo hacen…
Keera y Veloc inician un cauteloso avance hacia los dos Bane restantes, que ahora permanecen juntos y con el escaso equilibrio que sus condiciones permiten, sobre el saledizo asomado a las Ayerzess-werten, con las manos unidas y los ojos alzados hacia la Luna. Su determinación común impulsa a los hermanos expedicionarios a moverse más deprisa todavía; por ello, se les escapa un pequeño sonido de alarma ante la presencia de otro hombre en su camino, tan repentina que casi parece que las brumas de las Ayerzess-werten se hayan fusionado para formar un skehsel[74], la clase de espíritu malevolente más temida por todos los Bane, pues por su naturaleza malvada un skehsel sin duda se vería atraído por gente tan golpeada como esta y podría inocular en sus mentes confusas la idea de una violencia nada natural. En realidad, el hombre estaba sencillamente escondido tras el tronco de un roble retorcido cuyas raíces se aferran al último trozo de rico suelo del bosque que limita con las formaciones rocosas hacia las que avanzaban los Bane, destrozados por el dolor. La elección del escondrijo, sumada al hecho de que el hombre haya decidido esconderse, sugiere que pretendía asegurarse de que en el saledizo las cosas fueran sucediendo tal como han visto los expedicionarios, además de impedir que pudiera interferir algún transeúnte.
Al hombre no le sorprende el avance de los expedicionarios y deja claro que ha ocupado su lugar antes de que ellos llegaran: otra insinuación de que estos horribles sucesos estaban preparados de antemano. De un modo rutinario y diligente, el hombre corta el paso a Keera y Veloc e impide que se acerquen más a los dos miembros restantes de la familia Bane, aparentemente condenada, al tiempo que les indica que se detengan con un movimiento de la mano al alza.
Keera y Veloc obedecen la orden silenciosa, tan asombrados que por un momento llegan a perder la serenidad; el hombre que tienen delante, aunque no tan imponente como un ciudadano medio de Broken, es bastante más alto que los dos expedicionarios —o, de hecho, que cualquier otro Bane—. Solo cuando los hermanos se fijan en el atuendo del recién aparecido se aclara el asunto. Una cota de cadenilla trenzada por manos expertas —y no de cadenilla de hierro, o de escamas, sino una brillante cadenilla de acero— que cubre su cuerpo desde los codos hasta los muslos, cubierta por una túnica de piel con capa y capucha de lana, toda negra, esta última forrada de un color escarlata, como de sangre de buey. Unos bombachos de este mismo color nos llevan hasta unas botas negras de piel, altas hasta la rodilla, de una calidad que denota importancia, impresión que se acrecienta al ver la daga larga y con la vaina llena de joyas incrustadas que pende de la primera vuelta de un cinturón doble, mientras que la segunda sostiene una espada corta, arma que, a juzgar por su vaina con bandas de latón, es obra del trabajo excepcional de algún herrero de Broken especializado en arma blanca. Por último, de su hombro derecho pende un arco de buena factura que completa un efecto tan siniestro e imponente que parece calculado. Pero la expresión del rostro de ese hombre es sincera. Al echarse el lado izquierdo de la capa por encima del hombro, revela una Luna creciente de color carmesí bordada en la parte alta del costado izquierdo de la túnica: emblema de una larga tradición de terrible violencia.
Keera y Veloc guardan silencio, más estupefactos que asustados. En lo alto del peñasco, Heldo-Bah no experimenta la misma ofuscación.
—Gran Luna —susurra cuando el hombre ya ha revelado el emblema del pecho—, o cualquiera que sea el demonio del bosque que ha preparado esto… —empieza a arrastrarse a toda prisa para bajar el peñasco—, te doy las gracias…
Salva los últimos tres metros que lo separan del suelo con un gran salto, aterriza casi sin ruido y alza una mirada llena de un odio sincero y alegre.
—Un Ultrajador…
Mientras pronuncia esas palabras, Heldo-Bah echa un vistazo alrededor para asegurarse de que sus diversos cuchillos siguen listos…
Y desaparece, librando a sus amigos a su destino.
En la tierra despejada que queda entre el roble y las rocas que rodean las Ayerzess-werten, el hombre vestido de negro adopta de inmediato un tono de mando para dirigirse a Keera y Veloc.
—Atrás, expedicionarios —advierte—. ¿Sabéis quién soy y a qué me dedico?
—A qué te dedicas es evidente —responde Veloc—. En cuanto a quién seas… ¿Acaso significa algo?
—En absoluto, hombrecillo, en absoluto —contesta el Ultrajador, pues efectivamente es uno de ellos—. Solo que, si terminamos enfrentándonos, tal vez os sirva para encarar la muerte con menos vergüenza saber que habéis sido superados por Welferek[75], Señor de los Caballeros del Bosque.
Al parecer, el miedo de Veloc no tiene la fuerza suficiente para impedirle burlarse.
—Señor de los Caballeros del Bosque… Ultrajador no te parece lo bastante cómico, ¿eh?
Se vuelve hacia Keera con una risa continua que demuestra que ya ha abandonado toda precaución: Welferek podría matarlos a los dos por ello y Veloc lo sabe. Keera, incrédula, mira fijamente a su hermano.
—Dime, hermana —pregunta él, con pretendida sinceridad.
En ese momento, Keera entiende su verdadero propósito: la insultante impertinencia de Veloc está desviando la atención del Ultrajador de los desgraciados del saliente rocoso, que se han alejado uno o dos pasos del precipicio y contemplan con intensidad cuanto ocurre cerca del roble.
—¿Acaso no hemos pasado tanto tiempo en el Bosque —continúa Veloc— como cualquier Bane vivo?
—Ciertamente, hermano —responde Keera, esforzándose por esconder sus emociones y seguir el juego de su hermano, aunque le cuesta—. Y más que la mayoría de los Bane muertos ya.
—Por eso me parece raro, de hecho, mucho más que extraño, que casi nunca hayamos visto a ninguno de esos «caballeros del bosque», si es que alguna vez vimos alguno. Y, sin embargo, aquí tienes ahora al «señor» de tan noble hermandad, con toda su cola de pavo desplegada.
Welferek ha ido perdiendo progresivamente la tolerancia que al principio dispensaba en su trato a los expedicionarios; ahora, su mano se va cerrando poco a poco sobre la empuñadura de la espada corta. Pero ha mordido el anzuelo: sus pensamientos se han desviado momentáneamente de los Bane que quedaban a sus espaldas. Veloc ha sido listo al apostar por el orgullo de los Ultrajadores.
Escogidos por su altura y fuerza excepcionales, cualidades que les permiten introducirse en Broken sin ser identificados de entrada (y a veces nunca) como Bane, los miembros de «La Sagrada Orden de los Caballeros de la Justicia del Bosque» —o, en el habla común, los Ultrajadores— son el instrumento de venganza de los Bane sancionado por la divinidad, las criaturas de la Sacerdotisa de la Luna de Okot, la única que puede escogerlos y dirigirlos. La violencia que perpetran, dentro de los muros de Broken o en las aldeas de ese reino, es famosa por su imprevisibilidad, su crueldad y su relación, a veces indirecta, con daños particulares infligidos por los Altos contra los Bane. Un expedicionario Bane perseguido hasta la muerte por los perros de una partida de caza de un mercader de Broken, por ejemplo, o una joven Bane abducida y sometida a abusos obscenos por un destacamento de soldados del ejército de Broken, casi siempre se traducen en un acto de venganza, no contra el Alto culpable en particular de ese crimen, sino contra familias de lugares completamente distintas del reino que resultan expuestas a tormentos y asesinadas. Esto no se considera como un acto de cobardía entre los Bane, o —mejor dicho— la Alta Sacerdotisa declara a menudo que no deber ser considerado como tal. Al contrario, todos los días Lunares sagrados se reafirma que los Caballeros de la Justicia del Bosque tienen el derecho divino de golpear allá donde menos se espere su presencia. Desde los primeros registros de la historia de los Bane, el dogma secular central de la Hermandad Lunar, entre cuyas participantes se escoge a las que han de convertirse en líderes espirituales de la tribu de los Bane, indica que solo provocando sin el menor remordimiento el horror y la sorpresa en todo Broken pueden los Bane ganarse el suficiente respeto entre los Altos (aun si se trata de un respeto lleno de odio) para asegurar la fluidez del comercio entre ambos pueblos y para impedir que los Altos emprendan una depredación aún más seria contra los Bane.
El caballero que ahora se encara a Keera y Veloc es un ejemplo típico de esa filosofía. Bastante guapo, con rasgos bien proporcionados y una barba limpiamente recortada sobre una figura potente de casi un metro setenta de estatura. Sin embargo, en sus ojos luce el mismo aspecto gélido que Keera y Veloc han visto ya en la mirada de todos los Ultrajadores a los que han conocido. Es el ceño oscuro de alguien que ha conocido mucho derrame solitario de sangre en la vida; un derrame cuyo peso no se ve aliviado por la camaradería de los soldados en la batalla, ni se vuelve comprensible al menos por la gratitud de la gente propia; un derrame de sangre emprendido bajo la oscura orden de las Sacerdotisas, un derrame que convierte a un hombre en algo distinto, algo mortal y a su alma en algo muerto ya…
—No podéis tener ningún interés por lo que ocurre aquí —dice Welferek con calma, dejando la espada en su vaina y esforzándose por mantener a raya la ira—. Seguid con vuestros asuntos, y daos prisa.
La rabia que siente Keera al verse así despreciada es grande, pero se esfuerza por secundar la treta de Veloc.
—¿Y si resulta que sí nos interesa? El corazón del Bosque es el territorio de los expedicionarios, Ultrajador. Nosotros somos los que decidimos cuál es nuestro asunto aquí. ¿Acaso das por hecho que vamos a obedecer con sumisión?
En respuesta, Welferek desenvaina al fin la espada corta y lo hace lentamente para procurar un mayor efecto.
—No es que lo dé por hecho —contesta con calma—. Es que estoy seguro. Estas muertes han sido decretadas por la Alta Sacerdotisa, por sus Hermanas Lunares y por el Groba. Entre los condenados, aquellos que deseen morir de inmediato tienen derecho a escoger el método que pondrá fin a sus vidas. Esta familia escogió las Ayerzess-werten, como tantas otras. Varios de mis caballeros los han escoltado hasta aquí a punta de lanza. —«Las nada cuidadosas voces masculinas que se oían en el Bosque», concluye Keera en silencio—. A mí me corresponde asegurarme de que cumplan su promesa. Y si no lo hacen o si alguien trata de interferir… —Se encoge de hombros.
El horrible brillo de la sinceridad letal de la mirada de Welferek se intensifica y apenas se mitiga un poco cuando el Ultrajador se acuerda al fin de sus prisioneros, que siguen en la roca. Con una maldición que afecta por igual a su despiste y a la interferencia de los expedicionarios, se da media vuelta para comprobar si el hombre y la mujer mayor siguen el camino iniciado por la joven y su criatura. Al descubrir que no es así, Welferek murmura una nueva sarta de juramentos irritados, mientras Veloc, dándose cuenta de que su juego ha agotado ya el camino, rodea los hombros de Keera con un abrazo amable pero persuasivo para animarla a retirarse. Ella no está dispuesta a aceptarlo y, convencido de que ya no le quedan recursos, Veloc empieza a escudriñar el peñasco primero, y luego el límite del Bosque, con la esperanza de que Heldo-Bah acuda pronto en su ayuda.
Mas no encuentra ni rastro de su amigo entre las rocas y los troncos iluminados por la Luna, detalle que no contribuye precisamente a animarle a prolongar el desafío.
Welferek suelta un fuerte resoplido entre los dientes y clava una dura mirada en los ojos atormentados de los dos Bane, que, aparentemente, se han convertido en su última tarea pendiente, al menos de momento. Mientras se acerca a las Ayerzess-werten a grandes zancadas, Welferek desenvaina del todo la espada corta y la blande en el aire con suavidad, pero con un claro propósito subrayado por la postura amenazante que adopta su cuerpo. El mensaje no puede ser más claro: «Solo tenéis dos opciones…».
La consternada pareja del saliente escoge con renuencia su destino: el hombre rodea con sus brazos a la mujer, que ahora ha roto a llorar, con un abrazo tierno pero muy firme (Keera no puede evitar pensar que así lo haría un hijo cuidadoso) y le susurra al oído algo que, al menos en parte, obtiene un efecto tranquilizador. Luego, con sus últimas fuerzas, y tras una última mirada de queja a la Luna, guía a la mujer hasta el límite mismo del saliente y hacia el vapor rociado por la cascada, desde donde los dos, unidos todavía en ese gentil abrazo, se lanzan hacia la letal vorágine, que ni siquiera permite que una leve salpicadura rompa la monotonía de su bramido para saludar a sus últimas víctimas.
Welferek suspira, agotado.
—Gran Luna, cuánto les ha costado —declara.
Avanza penosamente hacia el roble que antes le ofrecía cobijo. Clava un palmo de su espada en el suelo, saca de los pliegues de la túnica una bota de vino pequeña y se echa un buen trago a la boca, y luego gollete abajo. Esconde de nuevo el pellejo y se apoya en el roble mientras se seca la boca con la manga.
—Cualquiera creería que estarían contentos de desaparecer, como estaban enfermos… —prosigue, todavía con poco más que una leve molestia en la voz. Apoyándose aún con más fuerza en el árbol, el Ultrajador alcanza la espada, la desentierra de un tirón y señala con ella a Keera y Veloc—. Y a vosotros os aviso —anuncia, con la compostura algo afectada por el vino—, si me volvéis a discutir se terminó la conversación. A ti… —apunta a Veloc con la espada— te mataré deprisa. Pero a ti… —desplaza la punta hacia Keera—. Contigo puede que tarde un poco más. No estás de mal ver, pequeña expedicionaria. Sí, tú y yo podríamos encontrar muchas maneras de divertirnos. Siempre que colabores, claro. En caso contrario, no dudaría en…
Algo reluce en el aire justo delante del Ultrajador, cuyo brazo sigue apuntando a Keera y Veloc; aunque se le abren los ojos y la boca se dispone a emitir lo que parece un grito de dolor, el brazo permanece en alto, como si tuviera voluntad propia. Luego, un segundo fulgor veloz corta la luz de la Luna y el brazo izquierdo del Ultrajador se pega de golpe al tronco del roble, de nuevo como si respondiera a una voluntad, un deseo propio. Vuelve a gritar y suelta la espada corta; sin embargo, el brazo que la sostenía permanece en alto, incapaz de acudir en ayuda del izquierdo. Efectivamente, parece que Welferek ha perdido por completo la capacidad de controlar sus movimientos.
Entonces, por encima de las mismas rocas musgosas desde las que la familia de los Bane se ha precipitado a su fin, una risa amarga rasga el ruido del salto de agua y se burla del Ultrajador:
—Ya has dudado, estúpido engreído…