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¿Quién dice la verdad y quién ofende a Kafra con sus mentiras en la Sacristía de su Alto Templo?

El primer estallido del potente clarín del Bosque ha llegado a oídos de Arnem, Niksar y el yantek Korsar, así como de sus escoltas de la Guardia de Lord Baster-kin, justo cuando el grupo llegaba al patio delantero que se extiende en lo alto de las escaleras que llevan a la entrada del Alto Templo de Broken.

—¡Es el cuerno de los Bane, en Okot! —ha comentado Niksar, más asustado de lo que le gustaría parecer.

Mas si el joven ayudante de Arnem se ha asustado, los emperifollados soldados de la Guardia, que tanto se habían reído a lo largo del trayecto hasta el Templo, se han quedado mudos de miedo. Arnem y Korsar, por su parte, se han detenido sin conceder demasiada importancia al principio a los adustos soplidos; pero al ir creciendo el número de llamadas, los dos se han quedado en silencio y especulando, preguntándose qué podía haber provocado tanto estruendo para un instrumento que rara vez habían visto usar.

Ahora, el quinto soplido de la trompa reverbera su eco montaña arriba y sobre los muros de Broken, provocando un silencio momentáneo incluso entre la muchedumbre que puebla el estadio. El yantek Korsar lanza una mirada por encima de los tejados de pizarra y la muralla del sur; desde el punto elevado que ocupa el grupo, en el punto más alto de la montaña, el viejo comandante distingue el curso del Zarpa de Gato, iluminado por la Luna, y más allá el límite del Bosque de Davon.

—Eso es, Niksar —dice en tono suave Korsar—. El Cuerno de los Bane. Un sonido potente y, sin embargo, resulta muy agradable para proceder de una gente tan blasfema, ¿no? Creo recordar que tiene un nombre. ¿Cómo era…?

Su pregunta no obtiene respuesta. El sonido del Cuerno crece hasta tal punto que los soldados de los primeros escalones apenas alcanzan a oír las palabras del yantek.

Los pocos cartógrafos y soldados de Broken que, en el pasado, tuvieron el valor suficiente para avanzar por el Bosque de Davon y ubicar la aldea Bane de Okot recibieron amargas recompensas por su valor: un filo implacable en el cuello, una flecha cargada de veneno y clavada en lo más profundo de la carne o la hospitalidad, aún más dura, de los demás depredadores del Bosque. Ni un alma viviente del reino ha visto jamás el Gran Cuerno que los ancianos Bane usan en tiempos de crisis para invocar el regreso de los suyos. Igual que los hombres bajo su mando, el yantek Korsar ha oído rumores relativos al fabuloso instrumento: sobre como se creó su gran campana abierta con mortero mezclado con sangre; sobre cómo llegan a caber hasta doce hombres en el interior de dicha campana y, en particular, sobre los demonios del aire que, sometidos como esclavos por los Bane, producen los estallidos capaces de hacerlo sonar. Por supuesto, considera que esos cuentos son absurdos. Y sin embargo…

Sin embargo, el yantek no puede disimular la admiración que siempre le ha provocado que los Bane fueran capaces de crear un medio tan etéreo y potente para reunir a los de su tribu.

—Han pasado muchos años desde la última vez que lo oí —sigue hablando en tono nostálgico—. ¿Te acuerdas, Arnem? Esa noche perdimos… ¿Cuántos hombres fueron? ¿Doce? Y ni siquiera llegamos a tener un atisbo de los Bane.

El quejido poderoso del Cuerno disminuye y los hombres inician tentativos movimientos para cruzar el patio delantero y continuar su avance hacia la Sacristía.

Sin embargo, apenas un instante más tarde el Cuerno revive con un nuevo rugido.

—¿Seis llamadas? —dice Korsar, con la intención de jugar con los hombres de la Guardia de Lord Baster-kin, ya de por sí bastante asustados—. Incluso la mitad ya sería muy raro —cavila—. A los Bane siempre les ha dado miedo que su sonido nos ayude a encontrar su fortaleza. Maldita sea, ¿cómo lo llamaban, Arnem? Espero que la edad no haya arruinado tu memoria.

Korsar se vuelve y descubre que Arnem tiene los ojos más abiertos de lo normal y ni siquiera ha oído la pregunta de su comandante. El yantek se acerca más a su leal subordinado.

—¿Sixt? —le pregunta, con genuina preocupación—. Maldición, ¿qué te pasa esta noche?

Arnem menea la cabeza.

—No es nada, yantek —responde—. Y sí que recuerdo el nombre. Lo llaman «Voz de la Luna». Si no me equivoco…

Arnem dirige la mirada a Niksar, quien, a juzgar por su aspecto, está llegando a la misma conclusión que su comandante al respecto de los sucesos previos de la tarde. Al darse cuenta, Arnem sacude la cabeza en un gesto apenas perceptible para reclamar silencio y Niksar asiente con rapidez.

Korsar se fija en las peculiares miradas que están intercambiando sus oficiales, escudriña de nuevo a Arnem y luego se acerca a Niksar.

—Algo os reconcome a los dos —decide, mientras se desvanece en el aire el último soplido del Cuerno.

Sin embargo, antes de que el yantek pueda avanzar en sus averiguaciones, un séptimo zumbido se alza del Bosque, más fuerte y desesperado que todos los anteriores. El yantek Korsar regresa al límite del patio delantero del Templo.

—¿Siete? —exclama, con genuina incredulidad—. En nombre de todo lo sagrado… Que yo sepa, nadie había oído jamás hablar siete veces al Cuerno de los Bane.

—Nadie, yantek —responde Arnem, encantado de que algo haya distraído la atención del comandante—. En la noche que mencionabas antes oímos cuatro llamadas, cuando mandaste mi khotor entero a perseguir a un grupo de Ultrajadores por el Bosque. Es el mayor número de soplidos que se recuerda.

—Entonces —cavila Korsar—, algo amenaza a los Bane tan gravemente que se arriesgan a hacer sonar siete veces su Cuerno… a pesar de que están intentando matar a nuestro Dios-Rey. Menuda panda de transgresores, ¿eh?

Pero Arnem no tiene puestos sus pensamientos en lo que pueda haber provocado las llamadas del Cuerno, ni siquiera en el consejo que se va a celebrar en la Sacristía, ni en ninguno de los demás asuntos inmediatos. Al contrario, el sentek está pensando —y, claro está, también Niksar— en las advertencias previas del anciano que parecía loco en plena calle.

«Espera a oír otro sonido esta noche, algo que sonará más veces que nunca…».

Cuando la séptima llamada del Cuerno de los Bane empieza por fin a debilitarse, Korsar se acerca a Arnem, lo agarra por un hombro y lo sacude.

—¡Arnem! —murmura—. Olvídate de ese maldito zumbido y escúchame. ¡Ahora mismo tenemos cosas mucho más importantes que hacer!

Arnem se espabila y concede a las palabras del comandante la atención que, por su urgencia, reclaman.

—Yantek… No estoy seguro de entenderte.

Korsar pide silencio y reduce su voz a un susurro mientras se lleva a Arnem a un lado y acerca su cabeza a la del hombre más joven.

—Toda esta actividad aumenta mis sospechas. Entonces, recuerda lo que te he dicho antes: ocurra lo que ocurra, por mucho que oigas o veas, no tomes partido por mí… En nada. ¿Lo entiendes? —Sin dar tiempo a que Arnem discuta esa orden, aún más extraña que las que el propio yantek ha emitido en el Distrito Cuarto, Korsar prosigue—: Si creyera que te iba a servir para algo, te prepararía. Limítate a entender y obedecer y, por la Luna, deshazte de Niksar. El Cuerno nos servirá para eso, podemos despacharlo para que averigüe si los centinelas han detectado algún movimiento por parte de los Bane o si han sido capaces de determinar su ubicación aproximada. —Korsar levanta la cabeza y su voz recupera su áspero poderío habitual—. ¡Niksar! Ven con nosotros, hijo. ¡Rápido!

Unas pocas zancadas y el grupo conspiratorio aumenta a tres personas.

—Vuelve al muro, linnet. A ver qué han averiguado, si es que han hecho algo.

El rostro de Niksar delata al mismo tiempo su alivio y sus dudas.

—Con el debido respeto, yantek… Las órdenes eran específicas. Debo presentarme con vosotros en la Sacristía.

—La responsabilidad es mía —explica Korsar—. El sonido del Cuerno ha cambiado las cosas; el Layzin y Baster-kin lo entenderán.

Niksar mira a Arnem y recibe la correspondiente confirmación.

—Tiene razón, Reyne. Vuélvete; me reuniré contigo cuando se levante la sesión del Consejo.

Tras unos instantes finales de silenciosa incertidumbre, Niksar se lleva un puño a la altura del pecho.

—Sentek, yantek…

Al iniciar el descenso de las escaleras del Templo, obliga por fin a los miembros de la Guardia de Lord Baster-kin a salir de su asustadiza neblina.

—¡Linnet! —lo llama el hombre que lo iguala en rango, aunque estén muy alejados en su apariencia física y mucho más en experiencia—. ¡Detente! ¡Nos han encargado…!

—Tu misión ha cambiado, muchacho —declara el yantek Korsar—. Y, por cierto, será mejor que la emprendas de nuevo. Tu señor no tiene paciencia con los hombres que pierden el tiempo con cotilleos.

Los miembros de la Guardia musitan entre ellos un momento, antes de recuperar sus posiciones de nuevo en torno a los comandantes. Su momentánea distracción brinda a Korsar la oportunidad de dirigir a Arnem una mirada cargada de significado para subrayar la última orden que le ha dado. El sentek no tiene tiempo de responder antes de que la Guardia los rodee y arranque hacia el bosque ordenado de columnas que sostienen el pórtico del Templo. El linnet de la Guardia desenfunda su espada corta y golpea con el pomo una de las puertas gigantescas de latón para que, desde dentro, se abra el sistema de cerraduras. Empieza a abrirse la puerta, tirada por dos esforzados sacerdotes que llevan la cabeza rapada por completo.

Los dos llevan hábitos elegantes y sencillos de seda negra ribeteados de plata y rojo, y al unísono invitan por gestos a los soldados a seguirlos por la nave hacia el altar enorme que se alza en el ábside del lado norte del cavernoso Templo.[58] Los doce metros de altura del interior de la estructura tan solo están iluminados por unas antorchas en la entrada, lámparas de aceite en las columnas más internas y, en el ábside, docenas de velas de cera. Domina este escenario —sereno, pero imponente— el sonido distante del canto: por encima de un coro grande de hombres con voces de bajo y de tenor, suenan capas de menor cantidad de niños y apenas unas pocas mujeres que cantan sin acompañamiento, en el clásico estilo oxiano que debe su nombre a quien lo inventó: Oxmontrot, primer rey de Broken. En sus últimos años el Rey Loco se volcó en la música —entre otros pasatiempos— para transitar por las horas de su vida, cada vez más ociosas; no fueron pocos los miembros de su familia que se llevaron una sorpresa al descubrir que gozaba de una comprensión sofisticada del arte musical, aunque Oxmontrot nunca explicó cómo, cuándo, ni de dónde la había sacado. Sin embargo, concibió un modo de componer que se convirtió en uno de los legados de los que más orgulloso se sentía.

Arnem se pega a Korsar para oír mejor cualquier instrucción extraordinaria que pueda darle su comandante; mas parece claro que el yantek no tiene ninguna intención de aclarar nada. Al contrario, mientras los hombres avanzan entre las largas columnatas del interior, Korsar disfruta en silencio de los cánticos, cuyo volumen se acrecienta a medida que el grupo se adentra hacia el norte, en dirección al altar; empieza a tironearse los pelos de la barba como si, juguetón, estuviera resolviendo alguna perplejidad.

—Siete soplidos del Cuerno —murmura de repente, tanto para sí mismo como a beneficio de Arnem—. Una lástima, la verdad. Me hubiera encantado ser yo quien descubriera lo que significa… —Sigue caminando detrás de los sacerdotes y se detiene al llegar al ábside del templo—. Pero el dios dorado tiene otros planes para mí —añade el yantek, sin abandonar ese tono extrañamente distante.

El altar, componente más recargado entre los muchos ornamentos del Templo, es la más obvia demostración del amor a la riqueza y a la indulgencia profesados por Kafra y por aquellos de sus seguidores que optan por idolatrarlo en consecuencia. Una plataforma de hermosa talla, de distintas maderas exóticas, sostiene una tabla octogonal de granito con episodios claves de la historia de Broken esculpidos en los ocho lados. Cada una de esas escenas está recubierta de láminas de oro. La superficie del altar, a modo de contraste, está compuesta por una placa de mármol negro casi inmaculada, extraída por los Bane[59] de alguna cantera de la distante región del Bosque de Davon. Para hacerse con ella, el Dios-Rey Izairn (padre de Saylal, el actual gobernante) y el Consejo de los Mercaderes de la época se vieron obligados a ofrecer a los Bane no solo bienes materiales, sino también algo más valioso todavía: conocimiento. En particular, los Bane exigieron —y Caliphestros, el viceministro que acumulaba un poder cada vez mayor, recomendó que se les concedieran— una serie de secretos de construcción que al menos unos cuantos líderes de los mercaderes de Broken y de sus comandantes militares consideraban que no debían poseer: técnicas para apalancar, levantar contrafuertes, contrapesar y unir.

Sin embargo, quienes secundaron la creación del altar no habían considerado peligroso el intercambio: argumentaban que los Bane nunca serían capaces de poner en práctica aquellas técnicas sofisticadas, una predicción que hasta el momento ha resultado acertada, hasta donde puede certificar cualquiera en Broken. Unos pocos ciudadanos del reino, al ver la nueva y espléndida sede de los ritos más importantes de Kafra, afirmarían que el intercambio no justificaba el riesgo. Por encima del altar, como si así se confirmara que el pacto había sido, efectivamente, correcto, habían colgado una muy llamativa representación de Kafra: una estatua, también recubierta de láminas de oro y suspendida de tal modo que su soporte (una red de hierro de delicada forja, pintada del más oscuro de los negros) resulta convincentemente invisible a la luz de las velas. Esta figura de apariencia milagrosa representa al dios generoso como un atleta joven y victorioso. Y en su rostro, como siempre, está la sonrisa: esa amable y seductora curvatura de unos labios carnosos que ha provocado siempre entre sus seguidores unas sensaciones que Arnem conoce bien y que tanto él como el yantek han de sentir, supuestamente, esta misma noche: benevolencia, amor y ese goce de la vida reservado a los hombres de bien.

En esta ocasión, la expresión serena de la estatua despierta un nuevo ataque de quejidos y risas malhumoradas del yantek, aunque ahora resulta bien extraño: porque en momentos como este, en el Templo, Korsar tiene la costumbre de absorber profundamente los bellos cánticos que se alzan desde más allá del altar. Tan acendrada es esa costumbre que ahora, por un instante, Arnem se convence de que se ha equivocado al creer que es el yantek quien emite tan caústicos sonidos; mas al ver que se repiten, y una vez Arnem los ubica en el contexto de las palabras y el comportamiento previo de Korsar, tan extraños, al sentek no le queda más remedio que preguntarse si su mentor, camarada y amigo —ese hombre a quien cree conocer mejor que a nadie en el mundo— es efectivamente el viejo soldado, sencillo, honesto y, sobre todo, piadoso, por quien siempre lo ha tenido su protegido.

La pareja de sacerdotes silenciosos tocan con amabilidad a Korsar y Arnem en el hombro, animándolos a descender por el costado izquierdo de un transepto que cruza la nave por delante del altar y lleva hasta un pasadizo abovedado que da paso a la Sacristía del Templo. Al fondo del pasadizo se abre una puerta de haya, vigilada por más sacerdotes; en un instante, Arnem y Korsar se encuentran dentro de la Sacristía del Alto Templo, penúltima sede del poder en el reino de Broken.

En la suntuosa sala principal, a cuyos costados se ubican cámaras más íntimas, hay un repositorio para los instrumentos sagrados (diversos cuchillos, hachas, alabardas, flechas y lanzas, amén de cálices, cuencos, platos e iconos) que se empezaron a usar cuando el objetivo pragmático de Oxmontrot de desterrar a los ciudadanos incapaces o enfermos al Bosque de Davon se vio legitimado por la liturgia de la fe kafránica. Lo pragmático se convirtió luego en sagrado y las doctrinas resultantes se transformaron pronto en incontestables leyes sociales y espirituales de Broken. Desde entonces, la Sacristía ha provisto una sede accesible desde la que la sabiduría cívica y religiosa puede administrarse a los distintos representantes de la población.

Los oropeles de la Sacristía reflejan esa portentosa unidad entre el propósito secular y el espiritual. Las paredes de piedra tienen un fino acabado de mortero brillante y duradero,[60] pulverizado con arena y pulido para que alcance una textura de suavidad tan seductora que, como tantos otros aspectos del Templo y de la Sacristía, resulta casi irresistible al tacto humano. Por encima de esos muros, entre grandes paneles de tapices exquisitos, tejidos por los mejores artistas, penden las más ricas telas que jamás han llevado corriente arriba por el Meloderna los intrépidos comerciantes del río: sedas de profundo bermellón, algodones de oro y blanco frescor y lanas del color del vino tinto. No es que esas telas escondan alguna apertura en los muros del edificio, pues tales aperturas ni siquiera existen: la preocupación por el secreto que forma parte de la pura esencia de la tradición de mando en Broken es demasiado grande para permitir ninguna clase de apertura. Al contrario, las telas suntuosas enmarcan una serie de asombrosas creaciones cuyo efecto se aprecia mejor a la luz del día o en noches como esta, cuando brilla con fuerza la Luna. No son meras continuaciones de las paredes de mortero, sino el reluciente resultado de otro de los logros más enorgullecedores de los artesanos de Broken: la preservación del antiguo proceso de manufactura de cristales de cualquier color posible y, en el caso de estructuras como la de la Sacristía, también de cualquier grosor. En la seguridad del interior del alabastro translúcido se alojan bloques limados de cristal tintado, preparados en los amplios y muy protegidos estudios de unos artesanos desaparecidos ya en casi todas las sociedades que conviven en el entorno de Broken.[61] En consecuencia, la Sacristía queda bañada por una luz portentosa que secunda la vívida reivindicación de los sacerdotes, según la cual la cámara posee una condición divina. Aún más importante, dicho efecto se logra sin menoscabo de la intimidad de los asuntos de la cámara.

El primero entre los ministros que se encargan de dichos asuntos, con un poder tan solo inferior al del Dios-Rey y su familia directa, es el Gran Layzin, transporte e instrumento humano que permite no solo la divulgación, sino también la correspondiente comprensión de las voluntades de Kafra y del Dios-Rey por parte de los mortales ciudadanos de Broken. El mobiliario del interior de la Sacristía lo subraya con toda claridad: en el lado norte de la cámara se levanta el estrado del Layzin, que recorre todo lo ancho de la Sacristía y se sostiene sobre unos arcos de granito que llevan a la amplia entrada de las catacumbas, de donde procede el sonido etéreo de los cánticos oxianos. Todos los complementos situados delante del estrado, de casi la misma calidad (y disponibles no solo para ciudadanos superiores como los miembros del Consejo de los Mercaderes, sino también para cualquiera que tenga algo que departir con el Layzin), están orientados hacia ese nivel superior que termina en una balsa profunda y reflectante, tallada en el suelo del Templo: un lugar de serenidad que cumple a la vez con una función protectora y con la voluntad de acrecentar la sensación de separación entre el Layzin y los suplicantes ordinarios.

Encima del estrado (cuyo muro posterior está cubierto por una cortina enorme), el lado izquierdo está ocupado por un sofá gigantesco cuyos almohadones se hacen eco de la riqueza mostrada por las telas y los cristales tintados de la sala. En el centro de ese espacio se encuentra la silla dorada de compleja talla desde la cual el Layzin proyecta su sereno reflejo sobre la balsa del piso inferior. A ambos lados de su semitrono hay dos asientos menos ostentosos, reservados para las Esposas Primera y Segunda de Kafra, las sacerdotisas de mayor rango y belleza. Una de ellas está presente en este momento, sentada en su silla en absoluta quietud, con sus largas piernas visibles gracias a los cortes laterales de la túnica negra y la abundante cabellera dorada caída con liberal soltura sobre su cuerpo bien formado. El espacio que queda en el lado derecho del estrado contiene una mesa dorada, con su correspondiente silla, cubierta por libros, pergaminos y diversos escritos: comunicados de los oficiales reales de todo el reino. Detrás hay un sacerdote de cabeza rapada, sentado a un escritorio, que se dedica a tomar nota de cuanto se dice en la Sacristía.

Al entrar, Arnem y Korsar se dan cuenta enseguida (pues ambos están muy familiarizados con esta sala) de que la colección de mensajes de fuera de la ciudad apilados sobre la mesa del Layzin es inusualmente grande. Comparten el dato en silencio, a la manera de los soldados que a menudo se han visto obligados a comunicarse sin palabras en presencia de la autoridad: a ninguno de los dos le cuesta entender que han sacado la misma conclusión de este detalle aparentemente trivial: «Algo espantoso inquieta a esta ciudad (de hecho, a todo el reino de Broken) esta noche…».

Esa señal resulta mucho más estimulante para Arnem que, evidentemente, para Korsar, cuyos rasgos han perdido incluso el sardónico escepticismo y ahora revelan tan solo la fuerte determinación de enfrentarse al asunto. «Pero… ¿qué asunto?», se pregunta Arnem, porque sin duda no supondrá una decepción para el comandante supremo del ejército si resulta que la amenaza al reino no procede de los Bane. Por mucho que se burle del deseo de Arnem de emprender una campaña gloriosa, este cree que el yantek sentiría un auténtico regocijo si pudiera enfrentarse a un enemigo que no fueran los desterrados. «¿Por qué, entonces, está tan cenizo el rostro del yantek?».

En el estrado hay dos hombres sentados a la mesa de la derecha, repasando los informes con premura, pero en voz baja. El primero inclina su cuerpo grande sobre la mesa y parece dotado de una energía considerable, a juzgar por la amplitud de la espalda y los hombros. Estos están cubiertos por una capa de gruesa piel marrón, ribeteada de blanco puro: es la piel estacional del armiño ermitaño, conocido como ermine [62] en los Estrechos de Seksent. El otro hombre sentado queda en gran parte tapado por este ornamento majestuoso; sin embargo, Korsar y Arnem alcanzan a ver que sus manos remueven los papeles de la mesa con una velocidad pocas veces vista en la quietud contemplativa característica de la Sacristía.

Los dos sacerdotes que acompañan a Arnem y Korsar caminan hasta el borde de la balsa reflectante mientras el destacamento de la Guardia de Baster-Kin toma posiciones junto a la puerta, detalle que Arnem encuentra agorero. Aun así, sigue a los sacerdotes igual que Korsar; cuando los comandantes llegan también al borde de la balsa, un sacerdote llama con delicadeza a los hombres de arriba.

—Os pido perdón, eminencias, pero…

El hombre de espalda ancha se vuelve con rapidez nerviosa y camina hacia un costado de la mesa dorada. Aunque agraciado con unos rasgos bellos y angulados, bajo la mata erizada de cabello castaño rojizo muestra un rostro enfurruñado y manifiesta, en la tensión de sus mandíbulas, escasa paciencia para las distracciones. Solo el ligero tono castaño de sus ojos sugiere algo de amabilidad, pero incluso esta se ve superada por una condescendencia que sería fácil confundir con desprecio. La túnica de lana, de hechuras amplias, no contribuye a esconder su fuerza física y su visión produce la impresión general de un orgullo enorme que, en función del oponente, puede apoyarse en el físico o en el intelecto.

Es Rendulic Baster-kin, Lord del Consejo de los Mercaderes de Broken, vástago de las más antiguas familias de comerciantes del reino, encarnación del legado y el estatus mundano de Broken y, pese a que ya pasa de los cuarenta, testimonio impresionante de los ideales físicos que todos los adeptos de Kafra se esfuerzan por alcanzar, aunque solo lo consigan los más devotos.

Tras él, en un contraste acentuado pero nada desagradable, está el Gran Layzin[63]. Se trata de un hombre que antaño tuvo un nombre y, probablemente, una familia; sin embargo, a medida que sus servicios a Kafra y al Dios-Rey progresaron para dejar de ser simplemente devotas atenciones y convertirse en un apoyo tan astutamente capacitado que empezó a merecer cierta autoridad, tanto el nombre como la vida pasada implicada por el mismo se suprimieron de los registros oficiales. Cualquier ciudadano que los mencione hoy en día puede dar por hecho que será arrestado por sedición, acusación que acarrea la pena de muerte en ritual. La semidivinidad de la persona del Layzin consta entre los eternos misterios de Broken y, si bien debe permanecer inefable e intangible —como su imagen reflejada en la balsa—, al mismo tiempo ha de ser —de nuevo, como su reflejo— incontestable. Al fin y al cabo, un hombre capaz, solo en un reino de decenas de miles de súbditos, de moverse libremente entre el mundo sagrado de la Ciudad Interior y el territorio, vívidamente material, del gobierno de Broken y sus asuntos comerciales, manteniendo su autoridad en ambas realidades, ha de tener una chispa de divinidad. Y sin embargo, el Layzin nunca la reclama para sí; ciertamente, está más allá de la arrogancia personal y, en su lugar, despliega una serena santidad, así como una compasión que no solo contrasta con su poder casi absoluto, sino que, durante los quince años que lleva ejecutando la voluntad del Dios-Rey Saylal, ha sido la fuente de su enorme popularidad y de la convicción, por parte de los súbditos, de que el Layzin podría no ser del todo divino, ni mortal del todo.

Mientras Arnem y Korsar se acercan a la balsa reflectante que hay delante del estrado, Baster-kin y el Layzin demuestran de nuevo que sus naturalezas se complementan: Baster-kin apoya las manos en las caderas con impaciente irritación, mientras que el Lay­zin se levanta de la silla y ofrece una sonrisa generosa, sinceramente complacido de ver a estos dos hombres que con tanta frecuencia han arriesgado la vida por Broken y su Dios-Rey. Joven todavía (Arnem diría que está entre los veinticinco y los treinta años), el Layzin carece del imponente poderío físico de Baster-kin. Sus rasgos son bastante más delicados y no cubre su cuerpo esbelto con pieles de animales, sino con capas de algodón blanco recubiertas por un manto brocado[64] de hilo de oro tejido entre una seda de azul claro y verde suave, un tejido tan pesado que disimula su estatura y, al mismo tiempo, tan delicado que acentúa la suavidad de sus modos. Tiene el pelo liso y dorado, y por costumbre lo recoge en la base del cráneo con un broche desde el que cae libremente por los hombros y aún más abajo. Sus ojos azules y la cara recién afeitada irradian calidez y la sonrisa con que se diriga a Arnem y Korsar es la sinceridad personificada.

—Nuestro más profundo agradecimiento —dice el Layzin— por contestar a lo que ha debido de parecer una convocatoria muy peculiar, yantek Korsar. También a ti, sentek Arnem. —Tras esta leve indicación de que el Consejo se ha puesto a trabajar, los cánticos de las catacumbas se detienen de repente—. ¿Estáis bien los dos? —pregunta el Layzin.

Mientras los dos soldados aseguran al Layzin que, efectivamente, están bien, la esposa de Kafra que permanecía sentada, en obediencia a alguna orden tácita, se arrodilla brevemente delante de aquel y luego se marcha por una puerta que queda a la izquierda de la cortina del fondo del estrado. Los sacerdotes rapados desaparecen momentáneamente hacia otra sala y luego regresan con una pasarela inclinada de madera que colocan sobre la balsa reflectante para que el Layzin pueda descender al suelo de la Sacristía: un gesto magnánimo e inesperado que, a juzgar por su amargo semblante, Lord Baster-kin no aprueba. Sin embargo, el Layzin avanza con hábil elegancia hasta colocarse delante de Arnem y Korsar, renunciando a las ventajas de la distancia física, muy interesado, al parecer, en congraciarse con ellos. Extiende su mano derecha, suave y delgada, con el dedo corazón adornado por un anillo con una gran piedra de un azul casi igual que el de sus ojos. Korsar y Arnem hacen una reverencia y, al besar el anillo, perciben el olor a lilas de la ropa del Layzin.

—Llegáis tarde —gruñe Baster-kin, no a los dos comandantes, sino a sus hombres, que siguen apostados junto a la puerta. Luego mira a Korsar y Arnem—. Espero que no os hayan molestado.

—En absoluto —responde Korsar—. Me temo que los causantes del retraso somos nosotros. Había señales de actividad en el Bosque, más allá de la Llanura de mi señor.

Baster-kin no da muestras de alarma al oírlo; de hecho, apenas reacciona.

—¿Debo entender que no era nada?

—Todavía no lo sabemos, mas vivimos con esa esperanza, mi señor —responde Korsar, con un tono abiertamente falso e impropio que sorprende a Arnem.

Baster-kin compone una expresión lúgubre mientras sus ojos escrutan a Korsar. Sin embargo, sin dar tiempo a un nuevo intercambio de palabras, tercia el Layzin:

—Espero que perdonéis nuestro gesto presuntuoso de mandaros a estos hombres de la Guardia de Lord Baster-kin, yantek. Pero los peligros que acechan a nuestra ciudad y a nuestro reino parecen multiplicarse cada hora y, francamente, temíamos por la vida de los dos mejores soldados de Broken. ¿Verdad, Baster-kin?

—Sí, Eminencia —replica este—. Así es.

Sigue comportándose con brusquedad y con una gran seguridad en sí mismo. Y sin embargo también es genuino, o así se lo parece a Arnem. Al contrario que su comandante, el sentek nunca ha sentido rencor ni incomprensión en presencia de Baster-kin: los frecuentes ataques de franca rudeza del Lord Mercader a Arnem le parecen poco más que una simple sinceridad disparada por una mente de innegable superioridad, una mente que trabaja sin descanso por la causa del patriotismo; de esa opinión procede la admiración —tácita, pero auténtica— que Arnem siente por ese hombre.

—Vuestro talento es demasiado necesario ahora —sigue Baster-kin, dirigiéndose directamente a Arnem y Korsar—, para permitir que caigáis en manos de cualquier matón borracho. O de algún loco.

Arnem enarca las cejas: ¿acaso Baster-kin, que tiene lacayos en todos los rincones de Broken, es consciente de lo que el sentek y Niksar han visto y oído esta noche?

Korsar dedica una honda reverencia al Layzin.

—Nos honra usted, Eminencia. —El yantek levanta el torso y ofrece a Baster-kin una leve inclinación de cabeza—. También vos, mi señor. He traído al sentek Arnem, como pedíais. En cambio, me temo que he despachado a su ayudante, el linnet Niksar, de regreso a la muralla del sur. Nos ha parecido que, si se desarrolla alguna actividad en el Bosque, será mejor tener a cargo a un oficial en el que todos confiamos.

A Arnem se le acumulan las sorpresas y de nuevo mira a su viejo amigo: el viejo soldado nunca había hecho comentario alguno que insinuara que es consciente del papel que Niksar representa como espía a cargo de los hombres que ocupan esta sala. Y es un comentario muy arriesgado. Sin embargo, Korsar parece no prestar atención al peligro.

—Aunque no creo que pase nada, Eminencia. Unas pocas antorchas, el Cuerno de los Bane, unos gritos indeterminados… Nada más.

«¿Gritos? —piensa Arnem—. Eran aullidos y lo sabe muy bien… Salvo que no se haya creído mi informe. ¿A qué juega?».

—Aparte de eso —concluye Korsar—, confieso que, tanto en el interior como en el exterior de las murallas, he visto bien poca cosa que haga pensar en una situación desesperada.

—Los Bane han aprendido nuevos modos —dice Baster-kin, al tiempo que dirige a Korsar una mirada más crítica—. Cuantos más días pasan, más se comportan como las alimañas mortíferas que son: los perseguimos hasta un agujero y ellos nos atacan desde otra docena.

Korsar no responde, pero no puede evitar un destello de rechazo en sus avejentados ojos. «Y si yo he pillado esa mirada —piensa Arnem—, también Baster-kin puede hacerlo».

Para confirmarlo, Baster-kin reacciona con una expresión de disgusto —¿o será de pesar?— y un vaivén decepcionado de la cabeza. Con grandes pasos sobre la pasarela de madera que cubre la balsa, el Lord Mercader desciende hasta los soldados, aunque sin la elegancia que antes ha caracterizado el acercamiento del Layzin.

—¿Puedo preguntar en qué consisten esos nuevos modos, Eminencia? —dice Korsar, con una pizca de constante escepticismo en su voz—. Vuestra convocatoria mencionaba la brujería…

—Una artimaña necesaria —responde el Layzin— para esconder la verdadera naturaleza del peligro a quienes han presenciado sus consecuencias. —El Layzin suelta un hondo suspiro y una inquietud más profunda que nunca se apodera de su voz y de su rostro—. De hecho, era veneno, yantek. Todavía no sabemos de qué criatura del Bosque han extraído la substancia, pero sus efectos son… —La cabeza sagrada se inclina y sus suaves hombros se aflojan—. Fiebre. Llagas dolorosas por todo el cuerpo… Todo. Horrible.

Korsar abre mucho los ojos y Arnem espera que los otros no reconozcan el gesto como una muestra de incredulidad.

—¿Veneno? —repite el yantek—. ¿En la Ciudad Interior?

—El yantek Korsar olvida —declara Baster-kin— que mi propia Guardia patrulla las entradas de la Ciudad Interior. —Indignado, al parecer, por el escepticismo de Korsar, Baster-kin se acerca a escasos centímetros del yantek—. Y fueron ellos las víctimas de esos pequeños herejes deformes.

—Introdujeron el veneno —interrumpe el Layzin, al tiempo que apoya una mano con suavidad en el pecho de Baster­-kin y lo aparta unos pasos más allá— en un pozo en los aledaños de las puertas de la Ciudad Interior. Cerca de un puesto militar. Hemos de suponer que los Bane esperaban que parte de aquella agua emponzoñada llegaría a entrar, o que, una vez desencadenada, la enfermedad se extendería como una plaga, pues sus efectos son similares a la peor de todas las aflicciones… —Al Layzin se le quiebra la voz y el terror invade sus delicados ojos—. Sin el Dios-Rey, Broken no es nada, yantek. No es necesario que te recuerde que Saylal todavía no ha sido bendecido con un heredero y que si la línea que empezó con el gran Thedric…

—Con Oxmontrot —interpone Korsar, provocando una sorpresa no precisa­mente menor a todos los presentes en la sala. No se puede interrumpir al Layzin como a cualquier otro hombre, y mucho menos corregirlo en cuestiones de fe y de estado. Pero el yantek Korsar insiste—: Sin duda su Eminencia lo recordará.

—¿Oxmontrot? —repite Baster-kin. El Lord Mercader está tan indignado por la interrupción de Korsar como por su sugerencia. Sin embargo, controla el rencor y prosigue con calma—: Oxmontrot era un pagano de baja cuna, yantek. Y, si bien le debemos gratitud por haber fundado esta ciudad, al final de su vida, según todos los testimonios, había perdido ya la cabeza.

Mas Korsar conserva la calma y no cede terreno.

—Y sin embargo lo seguimos respetando como padre de este reino. ¿O acaso mi señor lo niega?

El Layzin lanza una mirada de leve admonición a Baster-kin y luego se vuelve hacia Korsar y apoya su mano, pálida y suave, en la muñeca del yantek. Sonríe con amabilidad y obtiene una genuina suavidad en el tono de Baster-kin.

—No lo niego, yantek. Pero Oxmontrot tuvo la desgracia de morir sin haber aceptado jamás a Kafra como único dios verdadero. Entonces, por muy grande que fuese como líder, no podemos incluirlo en el linaje divino.

Korsar se encoge de hombros como si no le importara.

—Como digas, mi señor. Pero, a su manera, fue un devoto.

—¡Era un adorador de la Luna, igual que los Bane! —exclama Baster-kin, en una momentánea pérdida de control—. ¿De verdad pretendes afirmar…?

—¡Lord…!

El Gran Layzin se ha visto obligado a alzar la voz, levemente acaso, pero lo suficiente como para que los sacerdotes rapados recordasen de pronto tareas urgentes que debían emprender en las cámaras contiguas mientras los hombres de la Guardia se apretujan en los más lejanos y sombríos rincones. Si pudiera, Arnem se uniría a ellos; mas debe mantenerse firme y apoyar a Korsar, siempre que eso no le lleve a seguir con ese inexplicable flirteo con la blasfemia que, además de provocativo, resulta innecesario.

Los ojos del Layzin, de ordinario fríos, se calientan mientras mira fijamente a Baster-kin.

—No estamos aquí para hablar de historia antigua, ni para discutir las ideas del yantek Korsar al respecto —dice, en tono más severo—. Estamos hablando del intento de asesinato.

Baster-kin se traga la bilis que pueda quedarle al mirar a los ojos del Layzin; luego posa la mirada en el suelo e hinca una rodilla.

—Sí, Eminencia —dice en voz baja—. Perdón, os lo suplico.

El Layzin pasa una mano generosa por la cabeza de Baster-kin.

—Ah, no hace falta, mi señor, no hace falta. Levántate, por favor. A todos nos afecta mucho la idea de que los Bane puedan llegar hasta el mismísimo corazón de la ciudad. Estoy seguro de que el yantek Korsar nos perdonará.

Pese a su desafío, también Korsar parece humillado por las palabras del Layzin.

—Eminencia, no quiero que parezca…

—Por supuesto que no —responde el Layzin, lleno de compasión—. Pero hay más novedades, yantek. El Dios-Rey ha adoptado una decisión trascendental. Una decisión de naturaleza terrible, mas con un buen propósito.

Korsar empieza a asentir y casi parece que sonríe muy levemente bajo el gris marchito del bigote antes de afirmar con mucho cuidado:

—Desea que el ejército de Broken, guiado por los Garras, emprenda la destrucción definitiva de la tribu de los Bane…

Los suaves y pronunciados labios del Layzin se abren y su rostro se llena de sorpresa y de aprobación, al tiempo que une rápidamente las manos.

—¡Ahí está, Baster-kin! La lealtad del yantek Korsar le ha aclarado la solución sin darme tiempo a pronunciarla siquiera. Sí, yantek, ese es el deseo de nuestro sagrado mandatario y me ha orde­nado que os encargue su ejecución… Aunque no parece parece necesario que se involucre la totalidad del ejército. Los Garras del sentek Arnem están más que preparados para la tarea.

Parece claro que el Layzin espera una respuesta entusiasta de los dos soldados y que le molesta no obtenerla de ninguno de ellos. Korsar agacha la mirada hacia las botas, cambia el pie de apoyo con movimientos incómodos y luego se tironea de la barba con la mano derecha, en un gesto que también demuestra su estado de tensión.

—¿Yantek…? —pregunta el Layzin, perplejo.

Pero Korsar no responde. Al contrario, alza la cabeza como si en su mente hubiera tomado ya una decisión y clava una mirada en los ojos apabullados de Arnem con un mensaje tan claro que, de nuevo, solo un silencioso recordatorio acompaña a su rápida mirada: «Recuerda lo que te he dicho: no tomes partido por mí».

Y entonces Korsar se vuelve hacia el Layzin, lleva los brazos a ambos costados e inclina la cabeza una vez más en gesto deferente.

—Yo… —Tras una vida entera de obediencia, le cuesta dar con las palabras—. Me temo que debo… decepcionaros, Eminencia.

La sonrisa de orgullo que iluminaba la cara del Layzin desaparece con una repentina brusquedad.

—No entiendo, yantek.

—Con todo respeto, Eminencia —responde Korsar, al tiempo que trata de evitar el temblor de su mano agarrando el pomo de su espada de asalto[65] y apuntando lentamente la punta de su largo y recto filo hacia el suelo de mármol—, sospecho que sí lo entendéis. Sospecho que Lord Baster-kin ya os ha advertido de cuál era mi más probable reacción a un encargo como ese.

—Quién, ¿yo? —pregunta el Lord Mercader, con genuina confusión.

El Layzin echa una rápida mirada a Baster-kin, nada compla­cido.

—Yantek —dice en un tono ahogado y decidido—, no puedes rechazar un encargo del Dios-Rey. Lo sabes.

—Pero sí que lo rechazo, Eminencia. —La pena y un profundo lamento atenazan la voz del yantek, de igual modo que sus palabras presionan el pecho de Arnem—. Aunque se me parte el corazón al decirlo…

Un silencioso asombro invade la Sacristía mientras todos esperan las siguientes palabras del Layzin.

—¡Pero eso no puede ser! —exclama al fin, dejándose caer estupefacto en una silla cercana—. ¿Por qué, yantek? ¿Por qué habríais de negaros a luchar contra los Bane, a quienes Kafra creó como imagen de todo lo impuro?

Korsar aferra el pomo de su espada con tanta fuerza que se le blanquean los nudillos. Arnem, también entregado a emociones demasiado profundas para encontrar expresión, se da cuenta de que la próxima intervención de su amigo será la más crucial.

—No fue el dios dorado quien creó a los Bane, Eminencia. —Tras soltar el golpe, Korsar puede al fin levantar la mirada y su voz recupera algo de fuerza—. Es una responsabilidad que hemos de aceptar los de Broken.

Un escalofrío repentino recorre el cuerpo de Arnem, en parte por las palabras que acaba de oír y en parte por lo mucho que se parecen a otras que ha oído esta misma noche.

—Visimar[66]… —susurra el sentek.

Aún no está dispuesto a admitir que ese era el hombre de su reciente encuentro. No, un hombre no: un criminal blasfemo, decide Arnem en silencio, un mago por derecho propio, alguien que, aun peor, fue el principal acólito de Caliphestros, el más infame de los brujos de Broken. Visimar, que robaba cadáveres para los rituales de su señor y que se ofreció para que este le transformara a menudo el aspecto, para poder así entrar inadvertido en el Bosque de Davon y obtener animales extraños, hierbas y rocas cristalinas para su uso en la creación de maléficos hechizos. No, Arnem no va a admitir el encuentro casual. Porque… ha sido casual, ¿no? Y si es cierto que los muertos caminan por las calles de Broken, ¿con qué razón va a dudar Arnem de la profecía más escalofriante de Visimar? «Si vas a la Sacristía esta noche, oíras algunas mentiras. Mas no todos los que las pronuncien serán mentirosos. Y te corresponderá la tarea de determinar quién es el que mancilla esa cámara supuestamente gloriosa».

Arnem se da media vuelta por un momento y se lleva una mano a la frente.

—Maldito viejo loco, Visimar —suelta en un murmullo inaudible, con el pulso cada vez más acelerado—. ¿Cómo voy yo a determinar algo así?

El sentek ha llegado ya a una conclusión con terrible certeza: en castigo por lo que acaba de decir, el yantek Korsar será, casi con toda seguridad, desterrado al Bosque de Davon, muerte real que se inflige a quienes esparcen la sedición. Tal como el propio Korsar predecía al atardecer, el viejo comandante —ese hombre que ha sido un padre no solo para Arnem, sino en general para todo el ejército— no volverá a ver cómo se pone el sol más allá de los muros del oeste de Broken.

—Por las malditas pelotas de Kafra… —repite el sentek, con la misma suave desesperación—. ¿Qué está pasando esta noche?

El Layzin se levanta y, sin dignarse mirar a Korsar ni a Arnem de nuevo, cruza a toda prisa la pasarela en dirección contraria y sube a su estrado. Tras desplazarse hasta el punto más distante y dejarse caer en el sofá, exclama:

—¡Baster-kin!

El tono es tan autoritario que hasta alguien dotado de una férrea voluntad como el Lord Mercader, se vuelve como si fuera un miembro del servicio. Luego el Layzin ordena al escriba que permanece sentado frente a él que deje de registrar cuanto se está diciendo: un suceso de mal augurio, algo que Arnem jamás había visto.

Baster-kin arranca hacia la pasarela, se detiene para fulminar con la mirada a los dos comandantes y se limita a susurrar:

—Antes le he asegurado que era imposible que pasara esto. ¡Será mejor que tengáis una explicación!

Luego se da media vuelta tan rápido que roza a los dos soldados con el torbellino de los bajos de su capa antes de marchar por la pasarela para plantarse ante su muy disgustado señor.

Al volverse hacia el yantek Korsar, Arnem encuentra por primera vez un indicio de inseguridad en el rostro de su viejo amigo; sin embargo, se trata de una inseguridad que cede terreno a la diversión privada (y notoriamente inoportuna, piensa Arnem) cuando Korsar suelta en un suspiro una risa casi aborrecible al tiempo que declara en voz baja:

—Listo. Sí, muy listo, Lord…

Arnem está dispuesto a dar una explicación y, si hace falta, presionará a Korsar para que haga lo mismo; sin embargo, en ese mismo momento se produce una conmoción en la parte trasera de la sala. Los hombres de la Guardia de Baster-kin están asegurando a alguien que está prohibido entrar, pero quienquiera que sea el que se encuentra al otro lado se niega a aceptar sus explicaciones.

—¡Linnet! —llama Baster-kin desde el estrado, donde ha empezado a entablar conferencia privada con el Layzin—. ¿Qué es ese ruido tan desagradable?

El linnet de la Guardia avanza a grandes zancadas hasta el centro de la sala.

—Un soldado, señor. Solo es un pallin al mando del sentek Arnem. Dice que tiene un informe urgente que el propio sentek le ha encargado traer.

—¿Es cierto ese encargo? —pregunta Baster-kin a Arnem.

—Ban-chindo —murmura el sentek. Luego, con toda la calma de que es capaz, responde—: Sí, mi señor, lo es. El pallin estaba vigilando la zona del Bosque en que se ha observado algo de actividad antes.

—Bueno… mirad a ver qué quiere —dice Baster-kin.

Reanuda la conversación entre murmullos con el Layzin, un intercambio acalorado que, evidentemente, no contribuye a mejorar el infame estado de ánimo del Lord Mercader.

En verdad, Arnem preferiría permanecer donde está y aprovechar el momento para pedir al yantek Korsar en privado que le explique su compor­tamiento y sus afirmaciones extraordinarias; pero Korsar solo parece dispuesto a ofrecer una orden adicional.

—Ya lo has oído, Sixt. Ve a ver qué inquieta a tu pallin.

Sin alternativa, Arnem procura que su rostro no refleje la preocupación que lo embarga y se lleva un puño al pecho para saludar a su comandante; pero Korsar se limita a exhibir de nuevo su sonrisa, una expresión que queda casi escondida por completo tras la barba, y Arnem se ve obligado a caminar a grandes zancadas hacia la puerta arqueada, presa del peor humor que recuerda haber experimentado jamás. Pasa con brusquedad junto a los hombres de la Guardia y se lleva al ahogado pallin Ban-chindo hacia el transepto del Templo.

—Espero que sea urgente de verdad, Ban-chindo —le dice—. ¿Qué has visto? ¿Más movimiento?

—No, sentek Arnem —responde el joven—. ¡Otro fuego!

La palabra despeja cualquier otra preocupación de la mente de Arnem durante un instante.

—¿Fuego? ¿Qué quieres decir, pallin? ¡Concreta, maldita sea!

—Eso intento, sentek —dice Ban-chindo, que apenas empieza a controlar el vaivén de su amplio pecho—. ¡Es que he corrido mucho!

—Espérate a tener cuatro o cinco soldados Bane ansiosos por arrancarte la cabeza —lo regaña Arnem—. Recordarás la carrera por el Camino Celestial como un poquito de ejercicio entretenido. Venga, cuenta.

—Al principio creíamos que era la luz de una nueva antorcha —explica Ban-chindo, esforzándose por mantener un tono marcial y distante—. Pero es mucho más adentro del Bosque y bastante más grande. ¡Las llamas son más altas que cualquier árbol! El linnet Niksar me ha ordenado decirte que en su opinión se trata de un fuego de posición, o tal vez la prueba de una gran acampada.

Arnem cavila las novedades unos segundos, caminando arriba y abajo por el transepto.

—La opinión del linnet Niksar es fiable, pero… ¿no traes nada más?

—Bueno, sentek, has dicho que si veíamos algo más…

—Sí, sí, de acuerdo. Bien hecho, pallin. Ahora, vete. Dile al linnet Niksar que quiero el khotor de los Garras listo para marchar al amanecer. El khotor entero, escúchame bien, con la caballería lista para el desfile… Tanto la unidad perfílica como la freílica.[67] ¿Entendido?

Una vez más, Ban-chindo golpea la lanza en un costado en posición de firmes y sonríe.

—¡Sí, sentek! ¿Y puedo…?

—No puedes nada más —responde Arnem, sabedor de que el joven tan solo quiere expresar su gratitud por la confianza que el comandante ha depositado en él, pero también de que el tiempo no alcanza—. ¡Vamos, vamos! Y no olvides esos cuchillos de desollar de los Bane.

El pallin Ban-chindo echa a correr una vez más, sosteniendo la lanza como solo puede hacerse tras incontables horas de ejercicios —de tal manera que permanece a un lado, paralela al suelo, lista para participar en una puntiaguda primera línea de batalla o para ser lanzada desde la retaguardia de la formación del khotor—, y pronto sale por las puertas de bronce del Templo. Arnem, en cambio, no tiene tanta prisa. Sabe que dentro de la Sacristía solo va a oír más afirmaciones extrañas y recriminaciones indignadas; por un momento, alimenta la creencia infantil de que, si él no entra, nada de eso va a suceder.

Mas es fugaz el instante; pronto oye al linnet de la Guardia, que lo llama para anunciarle que el Layzin y Baster-kin aguardan su regreso.