La larga marcha de Arnem hacia el corazón de Broken y el misterio que se encuentra por el camino…
—Entonces, sí que eran los lobos —anuncia el linnet Niksar.
Acaban de oír los terribles sonidos que reverberaban desde la llanura que se extiende por debajo de Broken; aunque las palabras son afirmativas, su tono no conlleva la correspondiente certeza.
—Sí, linnet —confirma el joven pallin Ban-chindo, esforzándose por esconder el alivio que le produce esta explicación terrenal de los gritos de agonía—. ¿Podemos bajar la guardia, sentek?
Pero Sixt Arnem, igual que su ayudante, no comparte la seguridad del joven pallin.
—Yo no lo haría, Ban-chindo —murmura. Al entrecerrar los ojos, aumenta la profundidad de las arrugas que se forman en torno a ellos; son producto de una vida entera dedicada a estudiar aquello que otros ojos, más ordinarios, ven con más lentitud—. No, yo no lo haría.
—¿Sentek? —pregunta Ban-chindo, sorprendido.
Arnem levanta lentamente un dedo para trazar la línea del negro horizonte del bosque.
—¿Por qué esa pausa tan larga? ¿Entre el grito inicial y el ataque final?
—No es difícil de explicar —responde Ban-Chindo, permitiendo una vez más que su lengua vaya más veloz de lo que dicta el respeto—. ¡Señor! —añade enseguida.
—Me encanta que lo veas así —se ríe Arnem, con los brazos apoyados de nuevo en el parapeto—. Por favor, comparte esa fácil explicación que tanto al linnet Niksar como a mí se nos escapa.
Ban-chindo retuerce el rostro de pura incomodidad al darse cuenta de que su siguiente frase debería ser considerada, respetuosa y, sobre todo, acertada.
—Bueno, sentek… El primer grito era de alarma. Una reacción al ver a la manada y un aviso para los demás miembros de la patrulla.
Arnem asiente despacio, para gran alivio del pallin.
—Tal vez fuera esa la intención. Y, sin embargo, ¿qué nos diría eso acerca del hombre que ha gritado?
Ban-chindo se queda con la boca abierta.
—¿Sentek?
—Venga, Ban-chindo, piensa —dice Arnem, con firmeza pero sin enojo—. Tú también, Niksar. ¿Qué hemos dicho sobre las bromas que pueden gastar los sonidos a los hombres en las cercanías del Zarpa de Gato?
El entendimiento ilumina los rasgos del linnet Niksar.
—Si formara parte de la Guardia de Baster-kin habría sabido que, probablemente, los otros no lo iban a oír.
—Cierto. Salvo que…
Ese ha sido siempre el estilo de Arnem: obtener ideas de sus hombres en vez de criticarlos a gritos por su ceguera.
Ban-chindo se pone tieso una vez más; ha sabido aprovechar el momento.
—Salvo que fuera un recluta novato. Podría desconocer las condiciones locales y se habrá alejado demasiado del resto de la patrulla.
Arnem sonríe y asiente.
—Sí, Ban-chindo —dice, al tiempo que dirige al joven una mirada por la que muchos soldados de Broken estarían dispuestos a pasar por grandes apuros—. La mejor explicación es la tuya. —De todos modos, el rostro de Arnem se oscurece con tanta rapidez como se había iluminado—. Pero no es especialmente tranquilizadora…
Ban-chindo está demasiado confundido para hablar y deja que sea Niksar quien pregunte:
—¿Por qué no, sentek? Perder a un hombre nunca supone una alegría, pero es mejor lobos que…
—Mi querido Niksar —lo interrumpe Arnem con un punto de impaciencia—, ¿no te parece extraño que los lobos hayan sabido escoger a un recluta nuevo e ignorante, situado a una distancia ideal del río, donde además abundan las presas fáciles? El ganado, por ejemplo. ¿Qué manada de lobos se arriesga a luchar contra los hombres donde hay ganado pastando? No… —Arnem pierde la mirada en el extremo más lejano de la Llanura de Lord Baster-kin por última vez, como si le bastaran sus ojos para obtener de ella nuevos indicios—. Este asunto encierra más de lo que sabemos hasta ahora. Algo, o más probablemente alguien, estaba sin duda esperando una presa tan fácil como nuestro desgraciado recluta novato…[44]
El silencio se alarga unos instantes mientras Niksar y el pallin Ban-chindo contemplan a su jefe repasar con la mirada la lejana línea del bosque. Al fin, Niksar ha de dar un paso adelante.
—¿Sentek? El Consejo de la Sacristía…
—Hak![45] —exclama Arnem, levantándose—. Así me convierta en un maldito Bane… —Es otra de las maldiciones populares cuyo uso marca al sentek como ajeno a las clases dirigentes de Broken, pero le ha ayudado a forjar un fuerte vínculo con sus hombres—. Sí, Niksar, hemos de partir. Ban-chindo, mantén los ojos y los oídos atentos, ¿eh? Si ocurre alguna otra cosa interesante me traerás las noticias en persona. ¿Entendido?
—¿Yo…? ¿Yo, informar al Alto Templo? —contesta el joven, de nuevo pura imagen de orgullo de Broken—. ¡Sí, sentek!
—Bien. Vamos, Niksar, antes de que la impaciencia de Korsar se convierta en rabia.
Y los dos oficiales de los Garras desaparecen al fin tras las paredes cinceladas de la torre de guardia para bajar por sus gastados escalones de piedra.
La excavación de las murallas exteriores de Broken llevó más de veinte años pese a la feroz dirección de Oxmontrot. Supuso la muerte para decenas de trabajadores y la miseria para muchos más. Sin embargo, la barrera impenetrable que al fin rodeó la ciudad-fortaleza del Rey Loco supuso, una vez completada, una fuente de asombro incluso para quienes habían sufrido cruelmente durante su construcción. Y había muchas maneras de sufrir, pues en los primeros años del reino de Oxmontrot se dieron ya los primeros destierros como medidas pragmáticas para impedir que los ciudadanos del reino naciente demasiado débiles —de cuerpo o de mente— para contribuir a la gran empresa malgastaran las energías de sus miembros con cuidados inútiles, consumieran parte de las mínimas cadenas de vituallas que llegaban montaña arriba u ocuparan espacio en los burdos refugios que se construían para los ricos.[46] Un razonamiento cruel, pero eficaz.
Arnem y Niksar avanzan deprisa hasta el pie de la escalera de la torre de guardia y, una vez fuera, siguen por un camino que recorre la base de las murallas exteriores de la ciudad, camino que se mantiene en todo momento despejado para las tropas. Arnem decide doblar a la izquierda y acortar la distancia hasta los cuarteles del yantek Korsar tomando la avenida principal de Broken, el Camino Celestial,[47] que separa los tenderetes del mercado del Distrito Segundo de las tiendas más formales y las sólidas residencias del Tercero. Harto de sus preocupaciones familiares, el sentek se concentra en la tarea y en las posibilidades que podrían plantearse. «¿Han de ser los Bane? —se pregunta, con silenciosa frustración—. ¿Nunca se va a presentar un enemigo más valioso?». Piensa en los meses que pasó luchando contra los jinetes torganios en los gélidos pasos de las Tumbas y en la ferocidad de aquellas tribus del sur; sin duda, no ha sobrevivido a tantos años de leal servicio tan solo para comprobar cómo se encarga a los soldados de Broken la humillante tarea de perseguir por un territorio impenetrable y salvaje a una raza de malditos desterrados. ¿Y por qué perseguirlos? ¿Tan solo por los crímenes ocasionales de los Ultrajadores? Sea cual fuere el dios que regula los asuntos de los hombres, decide Arnem, no permitiría que un instrumento tan noble como los Garras se rebaje a un propósito tan minúsculo. Tal vez se trate de una campaña oriental: un intento de enfrentarse por fin a los saqueadores montados que atacan las fronteras de Broken con una puntualidad casi similar a la del sol saliente, al amparo de cuya luz cegadora prefieren atacar; o quizás hayan regresado una vez más los soldados del Lumun-jan, tan temiblemente organizados…
Ni esas ambiciosas cavilaciones ni las soterradas ansiedades acerca de la posible conexión entre el dilema a que se enfrenta su familia y este consejo inesperado consiguen socavar los instintos físicos que empezaron a afinarse durante la infancia de Arnem: cuando él y Niksar pasan por la boca de un callejón lleno de despojos que se incorpora al Camino Celestial por el oeste, el sentek se agacha para esquivar el golpe de un objeto lanzado al vuelo. Una jarra de vino de arcilla se hace añicos contra la base de mortero de una casa a escasos metros de él, con tal fuerza que podría haber matado a un hombre. Al alzar la mirada ve que Niksar está registrando la zona, con su espada corta en la mano; entonces, ambos ven a un hombre grueso y desaliñado, plantado en el callejón. El hombre sonríe y suelta una carcajada de idiota.
—Corriendo a lamer culos reales, ¿verdad, Alto? —exclama el borracho—. ¡Así te atragantes!
El hombre desaparece por el callejón en dirección al Distrito Quinto y Niksar arranca tras él, pero Arnem agarra al joven por el brazo.
—Tenemos cosas mucho más importantes que hacer, Reyne —dice el sentek. Sin embargo, se detiene lo suficiente para reconsiderar las palabras del borracho—. ¿Alto? —dice asombrado mientras Niksar envaina la espada—. Ese tipo era demasiado grande para ser un Bane. Yo creía que solo ellos usaban esa palabra para designar a los nuestros.
Arnem recibe la respuesta de una voz incorpórea e inquietantemente serena que emerge flotando de la puerta trasera de una casa cercana, sumida en la penumbra:
—Los Bane no son los únicos que están contra los tuyos, sentek.
Arnem y Niksar miran confusos cómo de las sombras emerge un hombre anciano con barba. Su pelo no es más que una bruma en torno a la cabeza, mientras que la túnica, con un diseño en negro y plata que otrora fue elegante, da ahora deslucido testimonio de algunos años de infortunio. El hombre se apoya en un bastón para avanzar con un doloroso cojeo.
—¿Habéis visitado el Distrito Quinto últimamente?
Por segunda vez esta noche, Arnem tiene que esforzarse para que su comportamiento no delate el temor.
—Claro —contesta, acercándose con calma al hombre—. Yo nací allí, como toda mi familia. Seguimos viviendo en él.
—¿Tú? Entonces, ¿eres…? —El hombre mira fijamente a Arnem con una expresión de reconocimiento que todavía incomoda más al sentek—. Sí que eres Sixt Arnem… —El anciano mira primero a las estrellas y la Luna ascendente, y luego las almenaras del exterior del Alto Templo, y murmura—: Pero… ¿ya estoy listo?
—¿Listo? —Arnem repite como un eco—. ¿Listo para qué?
—Para lo que probablemente comenzará —responde el hombre con calma—. Vas a la Sacristía, sentek. Sospecho…
Niksar, al contrario que Arnem, es incapaz de controlar su hartazgo del anciano espectro y se acerca al comandante.
—Vamos, sentek. Está loco…
Arnem alza una mano.
—Entonces, ¿nos encaminamos a la Sacristía?
El viejo sonríe.
—Y en ese caso, allí vas a oír mentiras, sentek. Aunque no todos los que las pronuncien serán mentirosos.
Arnem frunce el ceño, menos paciente ahora, pero más relajado.
—Ah, adivinanzas. Por un momento he llegado a pensar que podríamos evitarlas.
—Loco o burlón, sus palabras son una ofensa —dice Niksar. Luego lo regaña—: Ten cuidado con lo que dices, viejo loco, o tendremos que arrestarte.
—La causa de vuestra convocatoria son los Bane. —El anciano alza su bastón del suelo—. Creo que eso puede afirmarse con certeza.
—No hace falta ser un adivino para eso —contesta Arnem, fingiendo una risa despreocupada—. Es probable que hayas oído los gritos de la Llanura. —El sentek emprende de nuevo la marcha—. Nunca entenderé por qué Kafra decidió contar a esos malditos canijos entre sus creaciones…
Arnem y Niksar no han dado todavía una docena de pasos cuando el viejo declara:
—Ningún dios creó a los Bane, Sixt Arnem. Nosotros, los de Broken, cargamos con esa responsabilidad.
Los dos oficiales desandan deprisa parte de lo andado.
—Basta ya —advierte Arnem al anciano en tono urgente—. Ahora mismo. Por muy loco que estés, somos soldados de los Garras y hay cosas que no podemos escuchar…
Arnem deja de hablar de repente y abre más todavía los ojos. La cara del anciano sigue siendo poco más que una extraña máscara de infortunio, pero su túnica… Hay algo en la plata y el negro desleídos, y en ese corte elegante… Algo de esa túnica le resulta inquietante aunque, inexplicablemente, familiar.
—No me recuerdas, ¿verdad, sentek? —pregunta el viejo.
—¿Debería? —responde Arnem.
Con la boca prieta, el anciano replica.
—Ya no. Y todavía no…
Arnem intenta sonreír.
—¿Más adivinanzas? Bueno, si es todo lo que puedes ofrecer…
—Lo que puedo ofrecer ya te lo he dado, sentek —dice el anciano, alzando un poco más su bastón—. Si vas a la Sacristía esta noche, oíras algunas mentiras. Mas no todos los que las pronuncien serán mentirosos. Y te corresponderá la tarea de determinar quién es el que mancilla esa cámara supuestamente gloriosa.
Con las mejillas acaloradas por la ira, Niksar ya no puede contenerse.
—Tendríamos que matarte aquí mismo —declara, al tiempo que lleva una mano a la espada—. ¡Dices una herejía tras otra!
El anciano se limita a mantener la sonrisa y mira a Niksar.
—Eso se ha dicho… —contesta mientras alza el dobladillo de la túnica con la mano libre— antes.
En la oscuridad de la avenida, a la luz de la Luna que juega en el agua que fluye en silencio por la alcantarilla, Arnem y Niksar ven que la pierna izquierda del viejo es bastante más oscura que la derecha. Mas solo cuando el envejecido brazo golpea la pierna izquierda y le arranca un sonido hueco, los dos hombres adivinan la verdad. El anciano sonríe ante sus muestras de horror y sigue golepando la madera que lleva atada con cintas al muñón de su muslo.
—¡El Denep-stahla![48] —susurra Niksar.
—El joven linnet conoce bien los rituales —responde el anciano, soltando el dobladillo de la túnica.
Sigue dando golpes en la falsa pantorrilla, con un ruido algo más ahogado que antes, pero no menos aterrador.
La mirada de Arnem no abandona la pierna: su visión ha venido acompañada de la comprensión de la incomodidad que lo embargaba al principio, así como de algunos recuerdos de los tiempos en que fue linnet y, en unas cuantas ocasiones, formó parte de las escoltas que acompañaban a los sacerdotes de Broken al río Zarpa de Gato, donde todavía hoy se celebran sus ritos de castigo y destierro, sagrados y sangrientos. Aunque se trataba de un puesto de honor, no era una posición a la que Arnem pudiera adaptarse bien y no la mantuvo durante mucho tiempo, aunque sí el suficiente para que se plantara en él la semilla de la duda acerca de la fe de Kafra.
Al fin, vuelve a mirar al hombre a los ojos.
—¿Nos conocemos?
—Recordarás mi nombre en el momento apropiado, sentek —contesta el mutilado.
—¿Y cómo huiste del Bosque?
De nuevo, los labios ajados se fruncen en un gesto grave.
—Los malditos suelen ser astutos. Pero… ¿no debería preocuparte otra cosa? —El anciano concede una pausa, pero Arnem no dice nada—. Estoy aquí, sentek. ¿No va contra las leyes de Broken regresar sin permiso? ¿Acaso a mí me lo han dado?
Como las palabras del hombre tienen cada vez menos sentido y su golpeteo infernal se vuelve cada vez más despiadado, Arnem se acerca a él por última vez.
—Si has sobrevivido al Denep-stahla, amigo, ya has sufrido suficientes problemas para toda una vida y tienes razón sobrada para estar loco. Abandona la ciudad y olvidaremos este encuentro.
Pero el anciano menea lentamente la cabeza.
—Lo intentarás, sentek. Pero no confíes solo en mi palabra. Espera a oír otro sonido esta noche, algo que sonará más veces que nunca…
Arnem intenta rechazar esa última adivinanza levantando un dedo amenazador; el gesto resulta torpe e ineficaz, sin embargo, y se convierte en una simple señal para Niksar. El oficial echa a andar de nuevo a toda velocidad por el Camino Celestial. Desde lejos, de todos modos, siguen oyendo el golpeteo regular del bastón del anciano contra la pata de madera y, presa de un cierto nerviosismo, Niksar termina por decir:
—Vaya, un intento de asesinato y un hereje loco. No son los mejores presagios para este consejo, sentek.
—¿Algún oficial ha sido atacado en esta zona? —pregunta Arnem.
Por encima de todo quiere olvidar al viejo y espera que Niksar no le pregunte por qué ese personaje tan peculiar creía que él podría reconocerlo.
—Ha habido unos cuantos incidentes, pero la mayoría han ocurrido dentro del Distrito Quinto. Los que siguen planteando problemas son los recién llegados, gente joven de los pueblos del Meloderna, en su mayor parte. Vienen en cantidades cada vez mayores y al llegar…
—Y al llegar descubren que no hay ningún sacerdote de Kafra que regale oro por las calles. Descubren que han de trabajar, igual que en su pueblo.
—Pero no saben nada del tipo de trabajos que se encuentran aquí —añade Niksar, al tiempo que asiente—. Así que la mayor parte pasan los días pidiendo limosna y las noches en las tabernas. O en el estadio.
—Tendrían que pasarlos en las barracas —declara Arnem—. Unos cuantos años de campaña les quitarían la idiotez.
Abandonan el Camino Celestial doblando por una calle que lleva directamente al Distrito Cuarto, sede del ejército de Broken y único santuario verdadero últimamente para Arnem, pues su propia casa está implacablemente dominada por ese desconcierto que pueden crear los jóvenes petulantes cuando deciden batallar a cada hora con sus madres. En cuanto ven la empalizada de pinos gigantescos a lo lejos, los dos oficiales aceleran la marcha; y se les nota visiblemente relajados al acercarse a la enorme puerta flanqueada por unas torres de guardia cuadradas y construidas, como la empalizada, con gigantescos troncos de pino nítidamente tallados, recortados y unidos y, en el caso de los que están en posición vertical, muy afilados.[49] Sumados, esos elementos conforman una entrada asombrosa a un mundo distinto de cualquier otra parte de Broken que siempre tiene, por muchas veces que la haya cruzado, un efecto estimulante para el ánimo de Arnem. El gemido del portón revestido de hierro al abrirse, el ritmo continuo de las botas al caminar sobre el paso superior, el olor a bosta de caballo y heno de los establos y la eterna nube de polvo provocada por los incesantes ejercicios de los soldados de la ciudad: todo eso se conjuga al fin para que Sixt Arnem abandone las preocupaciones por la familia y la fe y se concentre en la vocación que origina su terrible pasión.
—Por las pelotas de Kafra, Niksar —dice Arnem, al tiempo que se lleva un puño al corazón para saludar a un centinela—. Qué bien le iría una guerra a este reino…
El Distrito Cuarto de Broken está formado por una serie de cuadriláteros dispuestos para el entrenamiento y los ejercicios, todos ellos rodeados por barracas bajas de madera. Los cuarteles de los Garras se encuentran junto a la puerta este de la ciudad, por donde se producen tradicionalmente los primeros ataques, porque la cara oriental de la montaña es más fácil de ascender (aunque incluso ese lado ofrece una serie de problemas diabólicos). El yantek Korsar, en su condición de comandante no solo de los Garras, sino del ejército entero, mantiene su cuartel de mando y su residencia personal cerca de esta misma puerta, de modo que todos los soldados, por humilde que sea su condición, pueden percibir sus bruscos modos y su vigilancia eterna. Tras pasar por los campos de entrenamiento en los que los linnet ladran órdenes a las patrullas nocturnas para que no paren de moverse y se apresten a responder a cualquier amenaza repentina, Arnem y Niksar entran en un amplio emplazamiento vacío para desfiles, en cuyo extremo más lejano se alza una estructura de troncos más alta que las barracas que la rodean. Mientras los dos oficiales se dirigen hacia allí y emprenden el ascenso por una escalera de madera, las dudas y preocupaciones de Arnem se han transformado ya en el sentido de anticipación que siempre experimenta ante una nueva misión. Se permite pensar que la ciudad debe de enfrentarse a un peligro real; es la única explicación que hace comprensible la lista de gente importante convocada esta noche a la Sacristía. Va a obtener la «verdadera» guerra que tanto desea, una guerra de la que un soldado profesional pueda sentirse orgulloso, una que por fin empiece a purgar de la ciudad esa malvada ociosidad cuyos efectos ha comprobado en primera persona hace apenas unos momentos.
En la parte alta de la escalera hay un centinela que se ve obligado a moverse con gran agilidad para llevar un puño a la altura del pecho mientras con la otra mano abre una puerta cercana a tiempo para que Arnem y Niksar puedan trasponerla sin incidentes pese a su paso bullicioso. Los dos oficiales devuelven el saludo sin romper el paso; una vez dentro, encuentran la enorme figura de Korsar sentada a una mesa grande, con su rostro curtido y su barba blanca por completo suspendidos ante un pergamino que representa un mapa del reino: una señal estimulante, piensa Arnem.
Sin embargo, cuando Korsar alza la cabeza al sentek le basta una breve mirada para darse cuenta de que la afirmación anterior de Niksar era inquietantemente acertada: pese a tratarse del mayor y más experto comandante de Broken, el azul profundo de los ojos de Korsar —algo marcado el derecho por una vieja cicatriz que cruza la ceja— transmite una inconfundible sensación de fatalidad, aumentada por la resignación.
—Tienes bien pocas razones para estar animado, Arnem —afirma el yantek mientras se levanta y enrolla el mapa—. Parece que, al fin y al cabo, es cosa de los Bane.
Mientras se lleva un puño al pecho para saludar, Arnem se da cuenta de que el yantek Korsar se ha puesto su mejor armadura, de un cuero meticulosamente embellecido con complejos bordados de plata.
—Pero… ¿por qué tanto misterio, yantek? —pregunta Arnem—. ¿Y a estas horas? Hemos visto antorchas en el Bosque no hace mucho y hemos oído gritos… ¿Acaso se han colado los Ultrajadores en la ciudad?
—Eso parece —responde Korsar mientras un par de ayudantes le sujetan a los hombros una capa azul rematada con la piel de un lobo de Davon que él mismo mató hace años, en una incursión contra los Bane—. Y se están volviendo extraordinariamente audaces…, por no hablar de lo poderosos que son.
—¿Yantek? ¿Qué estás diciendo?
—Solo que han intentado matar al Dios-Rey, Arnem. O eso dicen el Layzin y Baster-kin.
La frivolidad de Korsar resulta tan inquietante como sus palabras y Arnem siente una vez más que su confianza flaquea.
—¿Al Dios-Rey? Pero… ¿Cómo?
—¿Cómo se mata a los dioses?
El yantek Korsar coge el bastón de mando —de un palmo, hecho con madera y bronce y rematado por una pequeña figura esculpida de Kafra, con cuerpo de pantera y alas de águila—, emblema de su cargo y autoridad,[50] y toca con él un hombro de Arnem.
—Brujería, muchacho —continúa Korsar, sonriendo por primera vez. Mas pronto la sonrisa se transforma en una mueca de escéptico disgusto—. Brujería…
Presa de una alarmante sacudida de los nervios que raramente ha experimentado en el campo de batalla, Arnem recuerda de repente la identidad del anciano de la calle. «Pero no puede ser —piensa—. Yo mismo lo vi morir…».
—Por todos los diablos, ¿qué te pasa?
Korsar se ha detenido a estudiar a Arnem y no le gusta demasiado lo que ha visto.
Arnem intenta recuperar de inmediato el sentido.
—Es solo por la actividad que hemos detectado en el Bosque, yantek —aclara con rapidez—. Justo antes de que llegaran tus órdenes. ¿No deberíamos sospechar que pueda tener alguna relación con todo esto?
—Lo dudo.
A Korsar no le satisface la explicación que el sentek ha dado de su peculiar estado de ánimo. Se conocieron en los primeros tiempos de Arnem en el ejército de Broken y Korsar sabe que desde entonces ha representado algo parecido al papel del padre de Arnem, que inició su vida en el Distrito Quinto como huérfano empobrecido; o, mejor, siempre ha dicho que era huérfano. Korsar sospecha que los padres de Arnem simplemente lo abandonaron, o lo vendieron para que entrara en alguna servidumbre de baja categoría, de la que el joven Sixt se escapó con inteligencia; era un muchacho con un don para planear toda clase de comportamientos problemáticos y un talento todavía mayor para organizar a los demás chiquillos desarraigados para que participaran en ellos. Cualquiera que fuese la verdad acerca de sus orígenes, fue esa vida de travesuras, y no un juvenil sentido patriótico, lo que llevó a Arnem a alistarse en el ejército como medio para evitar el arresto por una larga lista de delitos menores. Sin embargo, allí descubrió que la vida militar le sentaba bien y pronto atrajo la atención de Korsar cuando, en el curso de una batalla que se libró en un valle más allá del Meloderna,[51] fue el único hombre de su khotor capaz de permanecer firme ante una carga de los saqueadores del este. La valiente actitud de Arnem inspiró a los soldados que huían a emularlo e impidió que se colapsara el centro de la legión de Korsar: Arnem acababa de revelarse a la vez como valiente y talentoso líder, aunque solo tras el paso de los años siguientes, en los que demostró una nueva lealtad al reino, empezó a allanarse su camino hasta el rango que ahora ocupa. Pero el yantek Korsar nunca ha olvidado al joven problemático al que otrora conoció y siempre se ha apresurado a detectar cualquier conducta evasiva por su parte.
Esta noche, el yantek no tiene tiempo de sonsacar a Arnem y decide abrir camino para salir por la puerta y bajar por las escaleras tan rápido como puede. Arnem lo sigue y luego va Niksar, acompañado por los ayudantes de Korsar. Estos últimos van unos pasos detrás para que no llegue a sus oídos la conversación de los mayores, pero a la distancia justa para ser de utilidad.
—Al parecer —anuncia Korsar mientras descienden hacia el descampado de los desfiles—, el intento se inició hace algunos días, aunque no estoy seguro de cómo pasó. A decir verdad, hay muchas cosas de las que no estoy seguro, Arnem.
—Pero lo poco que te hayan explicado… ¿te parece fuera de lugar? —pregunta el sentek, bajando la voz.
Le inquieta que su comandante no secunde sus esfuerzos por mantener la discreción.
—Mi opinión no importa demasiado. —Un nuevo par de guardias, pallines del ejército regular, se suman a la comitiva al llegar al otro extremo del campo de desfiles—. Lord Baster-kin acepta esa explicación y el Gran Layzin la ha hecho celosamente suya…
Arnem sonríe.
—Nada de eso me dice lo que piensas tú, yantek. Con mis respetos.
—Al diablo con tus respetos, Sixt —replica Korsar, aunque el afecto se cuela bajo la brusquedad—. De acuerdo: ¿creo que los Bane han intentado matar al Rey-Dios, el Radiante, el Compasivo Saylal? —Korsar se encoge de hombros como si no le importase—. Quisieran verlo muerto, desde luego. Pero esto…
—No te parece probable —ofrece Arnem. Por toda respuesta, Korsar ladea la cabeza y alza una escéptica ceja, invitando a Arnem a aventurar—: Y yo estoy de acuerdo, yantek. Los Bane han mostrado gran audacia a veces, pero nunca…
—Ten cuidado, Arnem. —El yantek Korsar toma a Arnem del antebrazo y se lo aprieta con fuerza mientras contempla la puerta principal del distrito—. Cuídate de seguir mi ejemplo demasiado rápido esta noche. Quizá no sea inteligente…
Es un comentario inexplicable al que Arnem no es capaz de dar respuesta durante los pocos segundos que le cuesta al grupo llegar hasta la puerta; luego, justo cuando ya ha recuperado el sentido y se dispone a pedir al yantek Korsar que le explique el verdadero significado de sus palabras, media docena de soldados emergen de la oscuridad en los aledaños del Distrito Cuarto e interceptan de inmediato el paso del grupo de Korsar. La armadura de los recién llegados es igual que la que llevan las tropas del ejército regular; sin embargo todos llevan, en la parte alta del brazo, un brazalete amplio y de fina talla en cuya superficie aparece grabado el semblante de un rostro barbudo y sonriente…
A Arnem le sorprende comprobar que el yantek Korsar no responde con sorpresa ni irritación a esta intrusión de la Guardia de Lord Baster-kin. Ha habido mucha mala sangre entre el ejército de Broken (sobre todo los Garras) y las tropas del Lord Mercader, una aversión acrecentada por el hecho de que, si bien visten la misma armadura que cualquier khotor del reino, la Guardia se entrena y acuartela en el Distrito Primero bajo la supervisión personal del Mercader. Ese aparente desaire —la insinuación de que el ejército regular y los Garras resultan inadecuados para proteger al Consejo de los Mercaderes— no es algo que cualquier soldado, y menos aún el orgulloso Korsar y sus lugartenientes, pueda sufrir sin resentimiento, y de vez en cuando se han producido reyertas entre ambas fuerzas. Arnem siempre se ha inclinado por considerarlas como una travesura insignificante, pues cree que Lord Baster-kin está por encima de esas rivalidades triviales; sin embargo, en algunas ocasiones hasta el propio Arnem ha encontrado insufrible a la Guardia y ahora no tarda en darse cuenta de que esta será una de ellas.
Un joven linnet de la Guardia —típicamente alto y bien proporcionado, con el cabello rizado y cuidadosamente arreglado, los ojos subrayados por algo que parece sospechosamente maquillaje de mujer, y con un estilo arrogante— se detiene delante del destacamento[52].
—Yantek —dice el hombre, en un tono coherente con su estilo, impresión que se confirma al ver que dedica a Arnem, su superior tanto en rango como en experiencia, apenas un rápido ademán de asentimiento—. Sentek. Su Eminencia y Su Gracia nos han ordenado que os escoltemos hasta el templo.
—¿También te han ordenado que ignores la debida deferencia al rango, linnet? —ladra Arnem con brusquedad—. Lo dudo mucho.
El linnet sonríe al oírlo y, de mala gana, se lleva el puño derecho al corazón. El resto de sus hombres lo imita con una impertinencia similar; Arnem está a punto de darle una rotunda bofetada al linnet cuando el yantek Korsar le retiene la mano.
—Cálmate, Arnem —propone Korsar, con una cordialidad claramente falsa—. Sin duda, lo hacen por nuestra seguridad.
—Sin ninguna duda, señor —responde el linnet de la Guardia, con la misma doblez.
Korsar se vuelve hacia Arnem: hay una expresión de alarma en los ojos del viejo guerrero, pese a la sonrisa que los subraya.
—Al parecer, las cosas han llegado a un punto tan desesperado que tú y yo necesitamos niñeras. Y a fe que serían lindas niñeras si hicieran honor al maquillaje con que se pintan. —Los guardias se agitan al oírlo, pero Korsar se limita a sonreír y alza ambas manos—. Un triste intento de aportar humor al asunto, linnet, presento mis excusas. En el Distrito Cuarto vemos tan poca moda que su presencia nos incomoda. Por favor, no os sintáis ofendidos. Al contrario… —el yantek señala hacia el Camino Celestial y mantiene la mirada fija en el líder de los guardias—, escoltadnos, si así lo queréis. Sí, por supuesto, escoltadnos.
Con un vaivén de la mano y una inclinación de cabeza, Korsar despide a sus hombres, de modo que solo Niksar —tan preocupado ahora como en su primera aparición junto a la muralla meridional para alertar a Arnem— permanece con ellos. Los guardias rodean a sus escoltados y el grupo parte hacia su sagrado destino: el Alto Templo de Kafra.
Durante lo que parece un largo intervalo, el yantek Korsar guarda silencio. Y cuando empieza a hablar de nuevo, sus palabras causan una inquietud aún mayor a Arnem y a Niksar. El yantek hace más comentarios burlones acerca de la posibilidad de que los Bane hayan atentado contra la vida del Rey-Dios, expresando sentimientos que Sixt Arnem podría haber secundado hace apenas unos minutos; en cambio, ahora su mente y su corazón están confusos. La combinación de la identidad del viejo lunático de la calle (un descubrimiento tan plagado de potenciales maldades que Arnem no se atreve a pronunciar el nombre del anciano en voz alta, ni siquiera ante Korsar) con este destacamento de la Guardia de Lord Baster-kin hace que el tono de desprecio cáustico del yantek parezca poco oportuno. No, el sentek lo entiende de pronto: es peor que eso, es descuidado. Descuido: un rasgo del que ni siquiera los enemigos de Korsar entre los jóvenes líderes de la ciudad —que no han conocido los peligros de la guerra y ven en el yantek poco más que a un anciano de hábitos sacrílegos por su ascetismo— le han acusado jamás. Y sin embargo, ahora parece consumir a Korsar, pese a la evidencia de que los guardias se están esforzando por registrar en la memoria cada una de sus burlonas palabras.
Cuando el grupo entra en el Distrito Primero, el comportamiento del yantek vuelve a cambiar: su arroyo de cinismo parece ahora exhausto y Arnem, en un esfuerzo por concentrarse en la tarea pendiente, y no en sus dudas, alberga la esperanza de que su comandante se haya dado cuenta por fin de que debería hacer otro tanto. Sin embargo, basta un vistazo al rostro de Korsar para perder esa seguridad. Mientras el yantek pasea en silencio su mirada herida y avezada por las espléndidas residencias de piedra de los más ricos y nobles mercaderes de Broken —unas estructuras conocidas como kastelgerde[53], de dos o hasta tres pisos de altura, construidas a partir de los bloques de granito que se recortaron de la montaña para crear la expansión lisa de las murallas exteriores de la ciudad—, una inconfundible expresión de asco emerge a través de la barba gris y bajo las cejas, largas y enmarañadas.
—Fíjate, Arnem —dice el yantek.
Arnem escudriña de nuevo unas estructuras que, al igual que el yantek, desprecia. Y lo hace no solo por su tamaño, sino por las estatuas de ilustres padres de distintos clanes que habitan en esos edificios, y que se ven desde los jardines: todos ellos dotados de piernas de fuerza exagerada y rasgos idealizados que Arnem considera sencillamente absurdos.
—De niño no viste muchas como estas, ¿verdad, Sixt? No era exactamente el estilo del Distrito Quinto.
—La gente del Distrito Quinto siempre encuentra el modo de obedecer a Kafra, yantek —responde Arnem—. Y te puedo asegurar que, pese a su humildad, son igual de entusiastas.
El amplio pecho de Korsar se agita con una risa que no ofrece alegría alguna.
—Sí, supongo que en esta ciudad todo el mundo, incluidas las miserables almas de tu distrito, ha de encontrar alguna manera de perpetuar el sueño de un dios que los ama tanto por su avaricia como por su crueldad.
—¿Yantek? —murmura Arnem con urgencia.
Sin embargo, Korsar hace caso omiso de la preocupación de su subordinado, lo cual obliga a Arnem a intentar arrastrar al yantek a una conversación menos arriesgada.
—La sociedad que venera el logro y la perfección venera también la esperanza y la fuerza, yantek, como tu propia vida demuestra. Solo has de considerar tu actuación en mi caso. ¿En qué otro reino podría un comandante apadrinar el tránsito de un hombre con mi pasado hasta el mando de una noble legión?
Korsar vuelve a reír sin humor.
—Muy bien recitado, Arnem. —Luego, dirigiéndose al linnet de la Guardia de Baster-kin, añade—: Confío en que tomes nota de la piedad del sentek, linnet. Por lo que a mí respecta… —El yantek Korsar tose para librarse de una flema y luego la escupe bruscamente al suelo adoquinado de la avenida; con ella desaparecen, al fin, los últimos restos de su rebeldía y su voz pasa de un bramido valiente a un murmullo de resignación—: No veo esperanza ni verdadera fuerza en ella. Ya no.
—No entiendo qué quieres decir, yantek —insiste Arnem.
Ha visto a Korsar entrar en estados de ánimo irascibles y melancólicos desde que murió su mujer; también le ha visto correr grandes riesgos como comandante, pero nunca le ha visto coquetear con el desastre de un modo tan fatalista y resignado.
—Ya lo entenderás, amigo Sixt —responde Korsar, en un tono aún más melancólico—. Bien pronto, me temo.
Arnem no dice nada, pero se queda profundamente alarmado pese a su silencio: las palabras de Korsar se parecen desagradablemente a las que el sentek ha oído en boca de la vieja aparición que se han encontrado de camino al Distrito Cuarto.
A paso ágil, el grupo se acerca ya al Alto Templo, que se alza sobre la más alta formación granítica de la montaña; cuanto más cerca están, mejor oyen los sonidos del estadio que se extiende por detrás de esa estructura sagrada. Cientos de voces se alzan en un frenesí de entusiasmo, mientras otras tantas claman su desesperación; de vez en cuando la muchedumbre, que puede contarse por miles de personas cuando el estadio está lleno, se une en una canción de sílabas arrastradas por efecto del vino. Mas, al cabo de unas pocas repeticiones, esos cantos se desvanecen para ceder paso al quejido profundo y desorganizado que expresa tantas esperanzas decepcionadas. Al oír esos sonidos el yantek Korsar parece entristecerse aún más: ya ni su sarcasmo encuentra una voz con la fuerza suficiente para alzarse sobre los rugidos del enorme óvalo pétreo de tres pisos de altura.
Con la intención de explicarse la melancolía de Korsar, Arnem vuelve a pensar en la esposa del yantek, la extranjera Amalberta, y recuerda especialmente su muerte. La pareja llevaba muchos años casada sin hijos, tantos que el yantek se había resignado ya a la esterilidad de Amalberta, hasta que a la llamativa edad de treinta y siete ella quedó encinta y logró llevar a buen término el embarazo y dar a luz a su hijo. Supuso una gran alegría para Amalberta, aunque quizá no tanto como para su marido, cuyo orgullo adoptó una expresión particularmente marcial y sirvió de inspiración para planear y llevar a cabo con éxito aquella campaña contra los saqueadores del este durante la cual llamó su atención por primera vez la conducta de Sixt Arnem. Este ha pensado siempre que el padrinazgo que Korsar brindó a sus intereses se debió en buena medida a la novedad del instinto paternal del yantek, empozado en tales cantidades durante años que, una vez suelto, no pudo confinarse a un solo objeto de afecto. Fuera cual fuese la verdad, los primeros diez años de vida del muchacho, Haldar, fueron también los más importantes de la de Sixt Arnem; precisamente gracias al ejemplo de la familia del yantek, aquel soldado talentoso del Distrito Quinto llegó a conocer un lado de Broken que le había resultado ajeno hasta entonces, como a casi todos los que procedían de aquella parte de la ciudad, un lado que premiaba los servicios leales y valoraba la perfección de los afectos tanto como la de la apariencia física. Así, para Arnem, como para tantos otros soldados, Haldar Korsar se convirtió en un símbolo: talismán vivo, en la misma medida que niño real. Por eso pareció natural y hasta bueno que, a los doce años, Haldar anunciara su deseo de entrar en el servicio militar en condición de skutaar,[54] lo cual le obligaba a servir a un linnet escogido por su padre y a vivir en el Distrito Cuarto. Tras ese tiempo de servicio, que concluiría con su propio ascenso al estatus de linnet, Hadar asumiría con toda naturalidad una posición importante en algún lugar del ejército y continuaría la obra de su padre…
Sin embargo, no fue esa la voluntad de Kafra. En la coronación del Dios-Rey Saylal (una ceremonia durante la cual nadie llegaba a ver al nuevo monarca, salvo sus sacerdotes, mientras que este sí veía a toda la audiencia presente en el Alto Templo), el Divino Personaje se fijó en Haldar, junto con otros dos o tres chicos o chicas jóvenes como él, entre los presentes en el coro compuesto por los descendientes de las familias más exitosas de Broken. Pronto llegó de la Ciudad Interior la noticia de que el chico había sido seleccionado para el servicio del Dios-Rey. Aunque dicha selección suponía un honor, la idea de perder para siempre a un hijo cuya llegada se había atrasado tanto supuso un golpe mortal para el yantek y su mujer; había incluso quien decía que el corazón de Amalberta se había empezado a marchitar el día en que vio a su hijo desaparecer para siempre por las puertas de la Ciudad Interior. Para entonces Arnem se había casado ya y había visto nacer a su propia descendencia, también un varón; no podía ni imaginar que se pudiera arrebatar a un vástago tan joven como Haldar, por mucha recompensa espiritual que ofreciera la vida de servicio en la Ciudad Interior. El yantek Korsar era una criatura obediente y al fin aprendió a existir, si no exactamente a vivir, con aquella pérdida. No tanto así Amalberta, quien, tras intentar durante varios años sobrellevar la vida sin aquel muchacho que había llegado a convertirse en su único propósito, además de su consuelo cuando Korsar estaba de campaña, renunció simplemente al afán de vivir. Korsar, frenético al comprobar el declive constante de su esposa, suplicó al Gran Layzin que liberase a Haldar del servicio divino; sin embargo, sus peticiones fueron rechazadas de modo permanente y el último chasco resultó demasiado fuerte para Amalberta, cuyo corazón dejó de latir cuando el yantek le transmitió que no cabía esperar que volvieran a ser una familia jamás.
Como había estado junto al yantek a lo largo de todo ese suplicio, Arnem había desarrollado un miedo profundo a la llegada del día en que los sacerdotes de Kafra pudiesen pedirle que entregara a uno de sus hijos; ahora que por fin ha llegado esa petición, el sentek descubre que trae consigo una comprensión más profunda e inquietante de la doble carga que Korsar ha llevado sobre sus hombros durante tantos años. Daba la sensación de que la desaparición de Amalberta, su única compañera verdaderamente íntima, sumada con tanta dureza a la pérdida del niño en quien se habían encarnado sus esperanzas de dejar un legado significativo, había encogido el mundo de Korsar. En esa misma época el yantek había abandonado su casa (una de las residencias más modestas del Distrito Primero) y se había mudado a los cuarteles, con la clara intención de seguir entregado en exclusiva al trabajo de mantener la seguridad en Broken hasta que las preocupaciones que le brindaba el cargo de comandante lo agotasen y terminaran por destruirlo.
Sin embargo, ahora Arnem se ve obligado a preguntarse, a la luz del extraño comportamiento del yantek, si el asunto de la seguridad de Broken es, en efecto, lo único que Korsar ha rumiado durante las largas noches que ha pasado caminando arriba y abajo por unos cuarteles que en ningún momento fueron concebidos como hogar de nadie.
El pequeño destacamento de soldados llega a los amplios escalones de granito del Alto Templo. Tanto en su parte baja como en lo más alto de los mismos arden enormes braseros de bronce que lanzan su luz dorada hacia la gigantesca fachada de granito y las columnas del templo, de seis metros de altura. Ante semejante escenario, que resulta todavía más asombroso a estas horas de la noche, el sentek tiene la sensación de que sigue a Korsar hacia algo más complicado que un consejo de guerra, sensación confirmada cuando el yantek le pasa su grueso brazo en torno al cuello y susurra con urgencia:
—Lo que he dicho iba en serio, Sixt. Pase lo que pase ahí dentro, no te metas. Tu ejército te va a necesitar más que nunca.
—Suenas como si esperases que te licencien, yantek.
—Desde luego, eso está entre las cosas que espero —contesta Korsar con un gruñido—. Pero dudo que sea la más importante. No…
Korsar retira su brazo del cuello del sentek, echa una mirada a la ciudad y sonríe: no con ese estilo falso que le ha acompañado hasta ahora a lo largo de la noche, sino como… Arnem busca las palabras adecuadas y recuerda la afirmación anterior de Niksar: «Como un hombre que siente el acecho de la muerte y sin embargo no hace nada por eludirlo».
—O mucho me equivoco, Sixt —continúa Korsar, con la voz tomada por algo extrañamente parecido a la anticipación—, o nunca volveré a ver cómo se pone el sol tras los muros del oeste de esta ciudad.