25. Una teoría del toreo

Epílogo

Soy un mal teorizante. Ni sé contar lo que le hago a los toros ni acertaré a exponer una discreta teoría del toreo que cualquiera de los avisados exégetas del arte taurino haría seguramente mejor que yo; pero al llegar al término de estas Memorias mías me creo en el caso forzado de hablar, siquiera sea a la ligera, de cómo entiendo y practico mi arte.

El toreo es una de las pocas actividades que pueden permitirse en España el lujo de tener a su servicio un perfeccionado aparato de crítica. Existen el teórico y el doctrinario del arte taurino, con más profusión quizá que los del arte pictórico, musical o literario. La cosa es sencilla. Los toros son una actividad que moviliza una masa de opinión más voluminosa que la que ponen en juego las bellas artes, y la densidad social y económica de la fiesta permite la existencia del buen crítico, el exégeta meticuloso y el teorizante documentado, elementos costosos que sólo un arte rico y floreciente puede costearse. Creo que, mientras no se vendan muchos cuadros, no puede haber buenos críticos de pintura, como es difícil la subsistencia de una crítica literaria considerable mientras los libros de versos amarilleen al sol en los carritos de los vendedores ambulantes.

No quiere esto decir que los críticos de toros sean venales. Es sencillamente que una actividad sin cierto volumen de asistencia social, y que a duras penas puede sostener a sus practicantes, mal podría producir y sostener a sus críticos.

La venalidad de los revisteros que a cartas descubiertas hacen sus revistas a la medida del torero que las paga, y el acoso de los agentes de propaganda con sus modernos sistemas de réclame, es una cuestión secundaria que no tiene nada que ver con el arte ni con la crítica. El único problema es que para los toreros esa moderna propaganda es ruinosa, y llegará un momento —creo que ya ha llegado— en el que torear no sea negocio.

La crítica es otra cosa. Es posible que haya críticos, tales críticos, que sean venales. Pero yo no les he conocido. Me he negado sistemáticamente a conocerlos. Y, personalmente, he sido incapaz de corromper o sobornar a ninguno. No hay uno solo que pueda decir que yo le he dado dinero. Por principio, me resisto a conocer a personas honorables a las que haya que pagar unos servicios que no pueden ser cobrados a la luz del día.

Recuerdo que en una ocasión mi apoderado me habló de la conveniencia de que yo mismo diese cierta cantidad a un crítico influyente. Me negué. Si realmente era un hombre honesto que escribía de toros lo que honradamente le parecía, yo no era capaz de intentar su soborno. Si era un revistero más de los de a tanto la línea o un discreto agente de propaganda, que se entendiese con el apoderado o el mozo de estoques. No he reconocido nunca la existencia de ese hombre al que hay que darle dinero, pero «sin que se entere nadie». En cambio, he aceptado siempre con cristiana resignación que mi apoderado, aquel pintoresco Juan Manuel, me hablase de que «había que untar» —era su frase— a Fulano y a Mengano. Allá él con el negociado de propaganda. Lo que no he querido nunca ha sido las mixtificaciones. En aquel caso a que me refiero, me dijo Juan Manuel que el crítico de referencia era de los que recibían subsidios, pero con la condición de que «no podía saberlo nadie».

—Cuando vayas a San Sebastián —me dijo Juan Manuel—, allí estará él; te haces el encontradizo y le das tal cantidad.

—Yo no me atrevo a eso —le repliqué—. Ese señor puede ofenderse, y además me parece ofensivo para mí.

—¡Bah! ¡No tengas miedo!

—¿Pero no dices que ese señor tiene fama de ser un hombre íntegro?

—No seas cándido; ese señor es como tantos otros. La única diferencia que tiene con los demás es que quiere nadar y guardar la ropa.

—Pero atiende, Juan Manuel —le repliqué—, si ese señor es realmente un hombre íntegro, yo no soy capaz de ir a sobornarlo, y si es un sinvergüenza, precisamente para tratar con sinvergüenzas así, te tengo a ti. De manera que arréglatelas como puedas.

Aparte estas corruptelas de la propaganda, que he querido mencionar únicamente para que no pueda parecer que eludo en mis Memorias toda referencia a los bastidores del mundillo taurino y que finjo farisaicamente una completa ignorancia de la fauna picaresca que medra en torno a la tauromaquia, debo reiterar mi estimación y el alto concepto en que tengo a los teóricos del toreo, que los hay verdaderamente admirables. Gracias a ellos se ha llegado a un grado de perfección en el arte difícilmente superable. Creo que la fiesta de los toros ha conseguido tener una literatura propia meritísima y que, por lo tanto, todo lo que yo, torero únicamente, pueda decir sobre el arte de torear no tiene más valor que el de una experiencia personal, todo lo importante que se quiera, pero, naturalmente, limitada.

La técnica del toreo campero

Mucha gente profana y, lo que me extraña más, algunos profesionales, han puesto en duda lo que en estas Memorias he referido sobre el toreo campero, por lo que quiero dar algunas indicaciones precisas sobre su técnica. Estas indicaciones pueden ser oportunas precisamente ahora porque, según me han dicho algunos ganaderos amigos, la evocación que he hecho en mi biografía de aquellos tiempos heroicos de Tablada, ha resucitado entre los muchachillos aficionados a los toros de Sevilla el anhelo de irse a torear al campo durante la noche, cosa que hacía ya muchos años no se practicaba. Y aunque mis amigos los ganaderos no me lo agradezcan, quiero decirles a los muchachos de hoy cómo se torea en campo abierto o, por lo menos, cómo conseguíamos torear los siete torerillos de San Jacinto que íbamos a Tablada durante la noche.

Es verdad, y todo el mundo lo sabe, que el toro en campo abierto no embiste; sólo suele embestir el toro abochornado, es decir, el que se separa de la piara después de una pelea. También se arrancan casi siempre las vacas paridas; pero lo normal es que el toro, en el campo, no acuda al reto del torero.

Se decide el toro a embestir sólo cuando se le fuerza a ello, cuando no tiene más remedio, cuando está ya cansado de rehuir la pelea. Para que la acepte hay que cansarle antes y llevarle a la convicción de que atacar es la única salida que le queda. Ahora bien, cansar a un toro corriendo en campo abierto es prácticamente imposible para un hombre solo, porque el hombre se cansará siempre antes que el toro. Para cansarle y obligarle a embestir, nuestra cuadrilla ponía en juego una hábil estrategia.

Cuando en su marcha por el campo se encuentra el toro con un presunto enemigo, se limita a dar media vuelta y emprender la retirada a favor de querencia. Se la cortábamos desplegándonos en guerrilla a lo largo de la línea de querencia que suponíamos había de seguir el animal. Formábamos una especie de valla humana alzada ante el toro en su camino natural. Al primer torerillo que le salía al paso, el toro le volvía grupas y, describiendo un semicírculo en torno suyo, procuraba eludir el obstáculo y volver a coger su camino. Pero cuando volvía a hallarse en su ruta, se encontraba con un segundo torerillo que le hacía desviarse nuevamente. Y tras aquél aparecía otro y otro, todos jalonados a lo largo de la querencia del animal. El primer torerillo que había desviado al toro de su ruta, apenas conseguido su objeto, echaba a correr diagonalmente y conseguía ganarle la vez al toro, que tenía que ir dando rodeos a los demás toreros, y cuando desbordaba al último se encontraba de nuevo con el primero. Así hacíamos una cadena que nos permitía ir corriendo al toro a lo largo de la dehesa, sin demasiada fatiga, y cansarlo antes de que nos cansásemos nosotros.

Cuando el animal, rendido, se irritaba y presentaba al fin batalla, el torerillo que sufría la embestida tenía la obligación de aguantarla a cuerpo limpio y sujetar al animal sorteando sus acometidas hasta que nos juntábamos todos y comenzábamos la lidia. A veces, cuando la res era pequeña o de media sangre, el que conseguía pararla tenía el deber de embarbarla, doblarle el cuello para hacerla caer y sujetarla así hasta que los demás llegásemos. El toro, cogido de cierta manera, pierde toda su fuerza, y cae fácilmente para no poder levantarse mientras con un mediano esfuerzo se le sujeta. Entonces hacíamos el corro y lo toreábamos hasta que el pobre animal, agotado, se aculaba y dejaba de embestir.

Nuestra técnica en esta cacería del toro llegó a ser perfecta. Recuerdo que uno de los guardas de Tablada, gran conocedor del ganado, se resistía a creer que pudiésemos torear en campo abierto, y para convencerse se prestó a que en sus mismas narices y con su aquiescencia hiciésemos un día una exhibición de nuestro sistema cuya práctica le parecía imposible.

No creo, sin embargo, que hubiésemos inventado nada. Aquel acoso a la bestia por parte de unos hombres que sólo disponían de la agilidad de sus piernas, la fuerza de sus brazos y su inteligencia, era seguramente el mismo procedimiento que seguía hace miles de años el hombre primitivo que, descalzo y desnudo como nosotros, acosaba al toro en las marismas para cazarlo y comérselo. Así debió ser el toreo primitivo, el que tal vez practicaran los mitológicos pobladores de la Atlántida.

De lo que se trataba era de apoderarse del toro y comérselo.

La decadencia del toreo

Hoy, al cabo de miles de años, todos nos comemos al toro. La bestia está dominada y vencida. Y, naturalmente, el toro está en franca decadencia. Se ha logrado todo lo que se podía lograr. El toro no tiene hoy ningún interés. Es una pobre bestia vencida. No se trata, claro es, de apoderarse del toro para comérselo, sino de apoderarse de él para jugar graciosamente con sus ciegos instintos, produciendo un espectáculo de emoción y belleza. Pero hasta esto se ha conseguido ya de manera tan perfecta, que las corridas interesan cada vez menos. A este dominio se ha ido llegando por sucesivas etapas. Yo fui, acaso, una de ellas. Después de mí ha habido otras. Cada vez, el pobre toro está más absolutamente dominado. En la actualidad, el torero hace lo que le da la gana con el toro. Cada día se ha avanzado un paso. Si un torero después de unos lances agarra al toro por el pitón, otro torero viene tras él y lo agarra sin haberlo toreado, cuando el animal, al salir del chiquero, tiene todo su brío. Más tarde viene otro y coge al toro por una oreja, y, finalmente, aparece uno que lo sujeta por el morrillo. Ya no falta más que emprenderla a mordiscos con la pobre bestia y comérsela viva. Por este camino, la lidia se convertirá fatalmente en un espectáculo de circo al modo moderno, es decir, desustanciado. Subsiste la belleza de la fiesta; pero el elemento dramático, la emoción, la angustia sublime de la lucha salvaje se ha perdido. Y la fiesta está en decadencia.

La técnica del toreo es cada vez más perfecta. Se torea cada día mejor, más cerca, más artísticamente. Como no se ha toreado nunca. Hay en la actualidad muchos toreros de un mérito insuperable. Con cualesquiera de los toreros de hoy se podría formar una pareja de «ases» como aquellos famosos que hace treinta o cuarenta años entusiasmaban a las multitudes. Y, sin embargo, los toros tienen cada día menos interés.

El toro de lidia

A medida que el arte de torear ha ido evolucionando y perfeccionándose en un sentido de dar mayor belleza a la fiesta, el toro, que primitivamente era una bestia ilidiable y que carecía de las condiciones indispensables para que el torero ejerza su arte tal como hoy lo entendemos, ha ido también evolucionando, aprendiendo a ser toreado, pudiéramos decir. El toro es hoy un ser tan cultivado, tan culto en la especialidad a que le consagra el Destino, como un profesor de Filosofía en la suya, y se diferencia tanto de la originaria bestia de las marismas del Guadalquivir o de la desaparecida Atlántida como el torero se diferencia del hombre que salía desnudo e inerme a cazar a la fiera para comérsela.

Ésta es la verdad. Los toros de lidia son hoy un producto de la civilización, una elaboración industrial estandarizada, como los perfumes Coty o los automóviles Ford. Se fabrica el toro tal y como los públicos lo quieren. Merced a una lenta y penosa labor selectiva, los ganaderos han conseguido satisfacer los gustos del público soltando en los ruedos unos toros que son perfectos instrumentos para la lidia. Creo que en la fabricación del toro se ha llegado ya al Stradivarius.

No quiere esto decir que los toros que se lidian actualmente sean inferiores en riesgo, poder y bravura a los que se lidiaban antes. Afirmar que los toros de hoy son inofensivos, es una solemne paparrucha. No es verdad que el ganadero, con sus selecciones y cruzamientos, haya procurado eliminar el peligro. De lo que se ha tratado es de polarizarlo en la dirección que la lidia requiere. El toro no ha perdido poder. Tiene hoy tanto empuje como tenía hace medio siglo. Los que evocan melancólicamente aquellas corridas en las que un toro tumbaba y dejaba despanzurrados en la arena seis u ocho caballos, no tienen en cuenta que el peto, que positivamente salva las vidas de las pobres bestias, impide, además, que el toro derribe con la misma facilidad que antes. Se cree que el toro tiene ahora menos fuerza porque en el encuentro con el caballo no lo derriba fácilmente; pero es que lo que antes hacía caer al caballo no era el empujón de la res, sino la herida que el cuerno le abría en el vientre. En otras épocas, los toros que se lidiaban estaban criados a yerba, no a grano, como hoy, y ocurría que en el mes de mayo

cuando los toros son bravos,

los caballos corredores

como dice el romance, se lidiaban toros fuertes y con mucho poder; pero el resto del año, las pobres bestias que salían a los ruedos no podían con el rabo. Un torito, mantenido hoy a fuerza de pienso, tiene más empuje cuando sale a la plaza para ser lidiado en el mes de noviembre que los toros que se lidiaban en mayo hace treinta años.

El toro sigue siendo la misma fiera potente y bien armada que era antes. Lo único que se ha hecho ha sido cultivarla, para que la lidia resulte más bella. No es verdad que se le haya quitado bravura. El toro actual acomete muchas más veces que el antiguo, aunque es verdad, tira menos cornadas. Dudo que un toro de los que antes se lidiaban, pueda resistir las faenas durísimas que hoy se hacen, con el número de lances de capa que el público exige, los petos, los inevitables quites y la cantidad de pases de muleta que habitualmente se dan. No se le ha quitado bravura al toro. Se le ha quitado nervio. El nervio no sirve más que para dificultar la lidia, y el espectador quiere, ante todo, ver lidiar.

Lo que se ha hecho es ir elaborando por selección el toro más apto para que las corridas sean más brillantes, pero no menos peligrosas. Con la edad de los toros ocurre algo semejante. El toro de tres años es tan peligroso como el de cinco; pero, eso sí, más susceptible de ser lidiado con brillantez. El público no quiere toros ilidiables. Yo he visto al público de una plaza levantarse en masa, llamándome suicida, porque me obstinaba en torear un animal que, a juicio de la multitud, no reunía condiciones de lidia. Aquellas ganaderías que se hicieron famosas por la dificultad con que se lidiaban sus reses, han ido desapareciendo, no porque el torero las rehuya, sino porque el público tampoco las quiere. ¿Qué aficionado iría hoy a ver una corrida de Palha? ¿No es bastante significativo el hecho de que la ganadería de Santa Coloma haya sido vendida para carne? ¿Qué les ha ocurrido a las de Parladé, Saltillo y tantas otras?

El público quiere el toro fácilmente toreable. Por eso se prefiere el toro de tres años. La razón de esa preferencia es obvia. Se presta más a la lidia, sencillamente porque embiste por derecho. Al toro, hasta que no va siendo viejo, no se le abre del todo la cornamenta, ni sabe tirar derrotes. El novillo tiene las puntas de los pitones hacia adelante, y por eso está acostumbrado a herir embistiendo recto. Más tarde, cuando ya el toro ha vivido largamente en la dehesa, y en sus luchas con los demás toros ha aprendido a pelear y sabe que tirando derrotes a diestro y siniestro se defiende mejor que dejándose llevar de su noble instinto, es cuando el toro, ya con la cuerna abierta, cornea de otra forma.

Pero el toro viejo y experto no sirve para la lidia que el gusto del público impone.

Porvenir de la lidia

A mi juicio, no hay más que dos salidas: o el público sigue siendo partidario de las corridas vistosas y la lidia afiligranada, exacta e igual, a que se ha llegado, o hay que volver atrás, dar armas al enemigo, acumular dificultades en el toro en vez de quitárselas. Pongámonos a lidiar toros viejos, resabiados, broncos, ilidiables. La fiesta quizá vuelva a encender así los antiguos apasionamientos; pero entonces, ¡adiós la torería actual!, ¡adiós la filigrana y la maravilla del toreo! ¡Volveremos a los tiempos en que se cazaba el toro como buenamente se podía!

Yo no sé si el aficionado de hoy se divertiría viendo torear como toreaba Pepe-Hillo. Creo sinceramente que no. Como creo también que toros como los que Pepe-Hillo mataba no los torearían como acostumbran los toreros de ahora y, es más, el mismo público los devolvería a los corrales por considerarlos ilidiables.

Ésta es, según mi leal saber y entender, la situación en que el arte de lidiar toros se halla. El público dirá lo que prefiere, y los toreros se jugarán la vida por conquistar su aplauso en el terreno y en las condiciones que el gusto de la muchedumbre exija. Es lo que ha ocurrido siempre y lo que seguirá ocurriendo.

Para mí, aparte estas cuestiones técnicas, lo más importante en la lidia, sean cuales fueren los términos en que el combate se plantee, es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo.

El estilo es también el torero. Es la versión que el espectáculo de la lucha del hombre con la bestia, viejo como el mundo, toma a través de un temperamento, de una manera de ser, de un espíritu. Se torea como se es. Esto es lo importante. Que la íntima emoción traspase el juego de la lidia. Que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por ínfimo y humilde que sea, le hace sentir el aletazo de la Divinidad.

«Yo he nacido esta mañana»

Las temporadas de 1934y 1935 están tan cerca que me falta perspectiva para referirlas. Estoy demasiado metido en la lucha todavía para que pueda hablar de ellas con serenidad. El año pasado toreé treinta y tantas corridas y me cogieron los toros catorce o quince veces. Fue una dura pelea. Las circunstancias en que ahora salgo a torear son las más desfavorables. El público, atraído por el carácter de acontecimiento que tiene mi presentación, acude a verme esperando algo maravilloso y sobrenatural, y por mucho que yo haga, siempre será inferior a lo que de mí se espera. Esta disposición de ánimo de los espectadores me hace no explicarme nunca a satisfacción las reacciones que en el público provoca mi toreo. La verdad es que en los últimos tiempos no sé nunca por qué me aplauden ni por qué me gritan. Ajeno a la actitud del público, a veces excesivamente severa y otras demasiado entusiástica, he seguido toreando por una íntima convicción que me lleva fatalmente a los ruedos a seguir cumpliendo mi deber. Terminé en este estado de ánimo la anterior temporada, y al empezar ésta, un toro me cogió en Palma de Mallorca y me partió la clavícula. Al día siguiente de la cogida me llamó por teléfono un amigo y me dijo:

—Siento mucho que el toro te haya partido la clavícula derecha y siento también que no te haya partido igualmente la clavícula izquierda y el esternón. ¡A ver si así dejas de torear!

La misma esperanza tenían mi familia y algunos otros amigos, por lo que tuve la impresión de que con aquel afán de seguir toreando me estaba haciendo pesado, me obstinaba en seguir enconadamente una lucha de la que ya había que echarse fuera. Pensé que había llegado al final. Decidí acabar la temporada cumpliendo los compromisos que tenía contraídos y meterme en mi casa. Con esta íntima resolución salí a torear las últimas corridas, pero como si el azar se obstinase en contrariar mis propósitos o tal vez porque mi última y más escondida voluntad se rebelase contra la certeza de un término definitivo a mi vida de torero, experimenté en las últimas corridas, que ya por compromiso toreaba, un renacimiento triunfal que culminó en la corrida del 22 de septiembre en Madrid. Esta corrida y la que después toreé en Sevilla han sido para mí como un ocaso con resplandores de aurora. Y me han procurado el inefable bien de acabar como empezaba y de dejarme margen para hacerme la ilusión de que empiezo ahora. Porque la verdad es que yo he nacido esta mañana.

Todas estas historias viejas que me ha divertido ir recordando palidecen y se borran a la clara luz de la mañana de hoy que entra por los cristales del balcón. Todo esto que he contado es tan viejo, tan remoto y ajeno a mí, que ni siquiera creo que me haya sucedido. Yo no soy aquel muchachillo desesperado de Tablada ni aquel novillerito frenético, ni aquel dramático rival de Joselito, ni aquel maestro pundonoroso y enconado…

La verdad, la verdad, es que yo he nacido esta mañana.