24. El torero y el ambiente

Hasta 1935 viví tranquilamente rodeado de los míos, disfrutando el bienestar que había sabido conquistarme, sin más preocupación que ese miedo instintivo a perder la felicidad que acompaña siempre en sus mejores horas al hombre reflexivo y prudente.

Estaba entregado por entero a mis aficiones camperas, a la labor de mis tierras y al cuidado de mi ganadería; toreaba mis becerretes para divertirme y divertir a mis amigos, y tenía una jaquita que me servía de pretexto para salir a rejonear, y después echar pie a tierra y matar un novillo en los festivales benéficos a que me invitaban.

Pero el año 35, el castillete de mi felicidad se vino a tierra. Mi mujer cayó gravemente enferma y, al mismo tiempo, las circunstancias sociales y políticas por que atravesaba España me procuraron frecuentes motivos de disgusto y hondas preocupaciones. Yo había invertido en tierras y ganadería el dinero que gané toreando. Era lo que se llama «un señorito terrateniente». Es decir, el hombre contra quien se iniciaba en España una revolución.

La enfermedad de mi mujer me hizo abandonar mi cortijo y mi ganadería en estas difíciles circunstancias. Tuve que ir con ella a Suiza, donde durante muchos meses estuve pendiente del penoso tratamiento y las peligrosas operaciones a que hubo de ser sometida para salvar su vida. Entretanto, se había proclamado la República, y los campesinos de Andalucía se hacían la cándida ilusión de que había llegado la hora del reparto. Es decir, que de la noche a la mañana yo estaba a punto de perderlo todo.

Fue aquélla la temporada más penosa de mi vida. Me pasaba el tiempo yendo de Suiza a Utrera azuzado por la adversidad que de una a otra parte me perseguía. Llegué a pensar que la única manera de librarme de aquellas preocupaciones sería volver a los toros.

El torero y la República

El 14 de abril, la cosa no se presentó mal del todo. En los pueblos de Andalucía hubo un levantamiento general de los campesinos que creyeron que había llegado la hora tanto tiempo soñada de la igualdad social y económica. El sueño del reparto, alimentado en las gañanías por los folletos anarquistas, iba a ser una realidad. Los ricos huían asustados de los cortijos, y los pobres, triunfantes, se hacían los amos de los pueblos, contentos de poder alborotar sin que se metiese con ellos la Guardia Civil, y satisfechos de andar por el campo vengando viejos agravios de los caciques y llevándose de paso lo que buenamente podían con un aire importante de expropiadores. Les guiaba, sin embargo, en estas depredaciones, un cierto espíritu de justicia. A mí me ocurrió un caso significativo.

Cruzaba la plaza Mayor de Dos Hermanas un criado mío, llevando del diestro unos caballos, cuando fue interpelado por un grupo de revolucionarios, a quienes pareció oportuno y saludable para la República quedarse con mis caballerías. Hubo, sin embargo, entre ellos un cabecilla que se opuso al sencillo procedimiento de incautación:

—Hay que devolver esos caballos a su dueño —dijo—; son de Juan Belmonte, y ese capital debemos respetarlo.

—¿Por qué?

—Porque el capital de Belmonte ha sido bien ganado. La revolución no debe ir más que contra el capital mal adquirido.

Y allí, en la plaza del pueblo, se enzarzaron en una discusión teórica sobre los límites, las formas y las causas de lícita expropiación. Terminaron dejando ir tranquilamente al criado que llevaba mis caballos. Cuando me lo contaron, no he de negar que me satisfizo y que me pareció que la cosa no se presentaba tan mal como decían.

Pero el espíritu de la revolución evolucionó rápidamente. El 14 de abril no marcaba la hora del soñado reparto, y cuando desde Madrid intentaron convencer a los braceros andaluces de que era así, los ánimos se ensombrecieron, y la lucha entre los pobres y los ricos se hizo más dura y enconada. Creció el odio al propietario, bueno o malo, sólo por ser propietario, y al socaire de las teorías anticapitalistas invadieron el campo cuadrillas de expropiadores, que no eran otros que los tradicionales algarines, los raterillos rurales, que siempre habían andado a salto de mata, y ahora tomaban un aire altivo de ejecutores de la justicia social. Ladrones de campo y cuatreros ha habido siempre en Andalucía; pero nunca, ni en la época del bandolerismo legendario, se ha considerado el robar como un timbre de orgullo. El robo no era entonces un delito, y nadie se avergonzaba de cometerlo. Gentes honradas, trabajadores de toda la vida, se echaron al campo sencillamente a robar. Una tarde, en la finca Quintillo, de Anastasio Martín, presencié un espectáculo inusitado.

Por el caminillo que va desde la finca al pueblo iba y venía un rosario de gente: hombres, niños y mujeres cargados con unos costales que llevaban vacíos y traían llenos de aceitunas.

—¿Qué gente es ésa? ¿Qué hace?

—Son los que vienen a coger la aceituna —me respondieron.

—¿Cómo a coger la aceituna? ¡Si todavía no se han aprobado las bases para la recolección!

—No —me declararon—; si no vienen a coger la aceituna por cuenta del dueño de la finca, sino a cogerla para ellos; son pura y simplemente ladrones.

—¿Y qué hacen con la aceituna?

—La malvenden en las tabernas del pueblo. Como la aceituna es robada, los taberneros les pagan sólo a quince céntimos el kilo.

—¿Y cuánto piden ellos al dueño por hacer la recolección?

—A veinticinco céntimos viene a salir el kilo, con arreglo a las bases de trabajo.

—Pues la cosa es sencilla —repliqué—; vamos a comprarles a veinte céntimos las aceitunas que roban y nos encontraremos los propietarios de las fincas con la recolección hecha por menos dinero del que exigen las tarifas del sindicato obrero.

Aquella elemental deducción produjo al divulgarse un gran alboroto. Los periódicos, no sólo de España, sino de todo el mundo, la comentaron, y dijeron que yo estaba empleando el procedimiento en gran escala. Era sencillamente que se trataba de un caso revelador de la situación social y económica de Andalucía.

Este solo hecho explicará mejor que nada el disgusto y la preocupación que mi condición de propietario me ocasionaba. Ya no se trataba de ir contra los caciques ni contra los usureros. Se iba directamente contra el propietario por el delito de serlo. Uno de mis colonos me citó a juicio de revisión de renta, y quise asistir para ver cómo era la justicia republicana. Alegaba el colono seriamente que debía pagarme menos renta, sencillamente porque yo había ganado con gran facilidad en mi profesión de torero el dinero necesario para comprar la finca y además porque el importe de la renta me lo gastaba alegremente en Suiza.

Las cosas habían cambiado radicalmente. Aquellos mismos que al proclamarse la República no se atrevían a incautarse de mis caballos porque yo había ganado lícitamente mi capital, venían un año después a hurtármelos sin ningún escrúpulo teórico.

Pánico en el campo

Cundió el pánico por pueblos y cortijos. Los propietarios se pusieron a salva en las ciudades y hubo meses en los que nadie medianamente acomodado se atrevió a asomar por el campo. Yo tenía a la familia en Suiza y me quedé solo en mi finca, esperando a ver en qué paraba todo aquello. Por aquel entonces, unos amigos de Madrid, Zuloaga, Julio Camba, Juan Cristóbal y algún otro, fueron a pasar unos días en La Capitana, y llegaron aterrorizados de lo que habían visto al cruzar los pueblos.

—¡Esto es un levantamiento general de los campesinos! —decían.

—¡Lo van a destruir todo!

—¡Los arrastrarán a ustedes!

—¡Esto se acaba!

Venían tan asustados, que me divirtió seguir suministrándoles la visión catastrófica de Andalucía que los propios andaluces se esforzaban por ofrecer. Yo creo que a todos los andaluces, ricos y pobres, burgueses y revolucionarios, les divertía asustar a los demás y asustarse ellos mismos con los horrores de la revolución. Cuando aquella noche mis amigos fueron a acostarse, se encontraron con que cada uno tenía un rifle a la cabecera de la cama.

—¿Y esto para qué es? —preguntaron.

—Para que cada uno defienda su vida si esta madrugada intentasen los campesinos el asalto del cortijo.

—¿Pero es que van a venir?

—¡Quién sabe! ¿No han visto ustedes mismos cómo los pueblos, hirviendo de furor revolucionario, se disponen a la extirpación de los propietarios?

—Pues venderemos caras nuestras vidas.

No creo que aquellas bromas divirtiesen demasiado a mis amigos. Una noche estábamos al amor de la lumbre, cuando un gran estrépito nos hizo creer que los revolucionarios nos atacaban con dinamita o cosa por el estilo. Pero no, aún no. Se trataba simplemente de unos modestos expropiadores que se llevaban las gallinas que había en el gallinero, con tan poca destreza, que al huir habían producido involuntariamente aquel alarmante estrépito. Estuve por ir al sindicato a quejarme de la falta de competencia de los funcionarios expropiadores de la sección avícola.

Aunque el aparato terrorífico de la revolución era impresionante, la realidad revolucionaria era muy inferior a lo que aparentaba. Todo se reducía a los hurtos en el campo y a los sustos que los jornaleros daban a los propietarios que habían caciqueado o ejercido la usura; les pintaban cruces y calaveras en la puerta de sus casas; la clásica mano negra y la hoz y el martillo soviético marcaban cuanto poseían; les hurtaban todo lo que podían y, a veces, les desjarretaban el ganado. Hubo algunos casos en los que el odio al propietario no se contentó con estos daños y vejaciones, pero por lo general la rebelión de los campesinos no fue más allá.

Lo verdaderamente dramático era la ruina de la economía campesina, determinada por las huelgas innumerables. Lo peor eran las huelgas por solidaridad. Cuando penosamente, a fuerza de discutir y regatear, se firmaban unas bases entre los propietarios y los jornaleros, venía una huelga por solidaridad, y la cosecha se quedaba en el campo. Los primeros años de la República han sido la ruina de los labradores. Pasará mucho tiempo antes de que el problema se resuelva. Yo he hecho incluso un ensayo de explotación colectiva. Pago su jornal a mis braceros, y al final les doy el cincuenta por ciento de los beneficios. Ni aun así he resuelto el problema. Ahora los braceros, no pudiendo pelear conmigo, pelean entre sí, y los de un término municipal pleitean incansablemente con los del otro. Mi ensayo de explotación colectiva terminará a farolazos.

La vuelta a los toros

Las desazones que me producía mi condición de señorito labrador y terrateniente de una parte, y de otra, la vida desconcertada que llevaba a consecuencia de la enfermedad de mi mujer, me hicieron pensar que acaso como más a gusto conseguiría vivir sería lanzándome de nuevo a la lucha del toreo, que lo absorbe todo.

Estaba en Suiza con mi familia, a fines de 1933, cuando recibí un telegrama de mi empresario, Eduardo Pagés, pidiéndome que fuese a París para que nos entrevistásemos. Fui a París convencido de que volvería a torear.

Eduardo Pagés me expuso la situación difícil en que se encontraba con el pleito que sostenía con los ganaderos. Le habían puesto el veto y llevaban camino de arruinarle. Contando conmigo le sería más fácil defenderse. Siempre me han sublevado los abusos de poder, y por si algo me hacía dudar todavía, aquel trance en que se hallaba mi amigo acabó de decidirme. Volvería a los toros. Empecé a hacerme a la idea de que tenía que torear. Yo, cuando pienso en los toros, no me acuerdo nunca de las corridas triunfales ni de las plazas con amigos en los sillones de barrera y mujeres guapas en los palcos. Para mí, la representación exacta del toreo es una plaza de pueblo abarrotada de feriantes con largos blusones y caras congestionadas que vociferan en los tendidos, injuriándome como energúmenos. Pelear con una mala bestia resabiada en ese ambiente denso de pasión y encono, es para mí la verdad del toreo.

Este era el panorama que llevaba ante los ojos cuando llegué a París para entrevistarme con Pagés. Era en los primeros días de enero de 1934, y París estaba poco más o menos como Utrera. Las guardias y la tropa habían cargado contra la muchedumbre en la plaza de la Concordia y se había declarado la huelga general. Al bajar del tren me dijeron que aunque los taxistas habían secundado el movimiento, podría encontrarse un automóvil que me llevase al hotel, y, efectivamente, el mozo me condujo al pie de un magnífico coche particular, en el que cargó mis maletas. Al volante estaba un señor bien vestido, de aspecto respetable y con una cintita roja en el ojal. «Este —pensé— debe ser un contrarrevolucionario que ha salido con su automóvil para hacer fracasar la huelga.» Admiré la firmeza de convicciones que representaba el hecho de exponer el pellejo y el auto en servicio de los ideales conservadores, y no supe si estrechar la mano de aquel héroe de la defensa social o felicitarle por su valor cívico. «Si los conservadores de mi país —pensaba yo— hiciesen lo que hace este caballero, no estaríamos en España como estamos.»

Estas reflexiones iba haciéndome, cuando el respetable caballero se volvió hacia mí y me dijo:

—Le advierto que en tiempo normal, el servicio son veinte francos; pero en vista de las circunstancias, le cobraré cuarenta.

Perdí instantáneamente toda mi fe en la contrarrevolución.

Como todo el mundo, yo he tenido una aventura en París. Fue ese día. Iba yo muy orondo en el auto del contrarrevolucionario por los bulevares. Era la hora en que salen a comer los empleados y, como no había taxis, tranvías, ni autobuses, mucha gente, desesperada, se paraba al borde de las aceras, esperando el paso de algún raro automóvil particular que quisiera por favor llevarla. Al detenernos en un cruce, nos hizo señas para que la recogiésemos una muchacha bonita y elegante, que estaba en el filo de la acera. El buen señor que me servía de taxista me miró sonriente, pidiendo mi aquiescencia, y yo, al ver aquella chica tan graciosa, di gustoso mi conformidad.

—¿Para dónde va usted? —me preguntó la muchacha.

—Voy hacia la estación del Norte.

—¡Qué lástima! Yo tengo que ir en otra dirección.

—¡Caramba! Pues lo siento…

—Y yo…

Nos quedamos los dos un momento pensando si teníamos algún pretexto para cambiar de ruta y emparejarnos, pero la verdad era que no lo teníamos. En aquel crítico instante, una mujer fea, con unas gafas grandes y un chapeo inverosímil, que había estado cazando al vuelo el diálogo, intervino:

—A mí sí me conviene ir hacia la estación del Norte. ¿Quiere usted llevarme?

No era exactamente lo mismo llevar a la muchacha bonita que llevar aquel esperpento; pero no acerté con la excusa a tiempo, y tuve que resignarme a decirle que subiera. Apenas accedí, la fea aquella hizo señas a un gandulazo postinero que estaba unos pasos más allá arrimado a un farol, y con un formidable «usted perdone», se metieron los dos en el auto y me arrinconaron. El taxi partió dejando al borde de la acera a la chica guapa, que me despidió con la más dulce y conmiserativa sonrisa, mientras la vieja de las gafas y su gigoló se hacían carantoñas en mis narices.

Ésta ha sido mi gran aventura en París.

Otra vez en la lucha

Aunque le había dicho a Pagés y a todo el mundo que iba a torear de nuevo, ni la gente lo creía ni yo mismo estaba muy seguro de ello. Dos o tres veces salí de casa para dar un paseo, y maquinalmente los pasos me llevaron a la puerta del sastre que me hace los trajes de torear. Pasé de largo por allí unas cuantas veces, hasta que un día, como el que se tira a un pozo, entré y me encargué dos trajes de luces. Ya era inevitable. Me fui a Andalucía y empecé el entrenamiento. Estoy convencido de que si todavía toreo es sencillamente por la sugestión del entrenamiento, que empieza siendo un agradable ejercicio campero y termina por llevarme insensiblemente a la plaza. Mi ganadería me sirve para entrenarme cómodamente. Hago la faena de la tienta poco a poco y toreando gradualmente; empiezo toreando un par de vaquillas, las más pequeñas y suaves; sigo aumentándome la ración de día en día; me habitúo a las reses grandes y de peligro y termino matando dos o tres toros pocos días antes de presentarme al público.

Una de las cosas más penosas del oficio es el acostumbrarse al traje de luces. Pesa mucho, y sólo cuando está uno habituado a llevarlo se puede valer estando embutido en él. Por eso, las últimas etapas de mi entrenamiento suelo hacerlas vestido de torero. Esta vez ocurrió que, cuando estaba toreando en el campo, una vaquilla dio un puntazo a un muchacho del cortijo, y tuvimos que llevarlo rápidamente al pueblo para que lo curasen. Me puse al volante vestido de torero, y así anduve por el pueblo buscando al médico, con gran estupefacción de los vecinos, que debieron tomarme por loco.

Comencé la temporada toreando en la plaza de Nímes, a la que acudieron millares de aficionados de todo el Mediodía de Francia. Recuerdo que aquella tarde, cuando estaba yo vestido para ir a la plaza, vino el empresario y, al verme con el capote al brazo, me dijo:

—Ahora es cuando de veras creo que vuelve usted a torear.

Yo, que sabía cómo andaba la procesión por dentro, le contesté:

—Pues ahora es precisamente cuando yo no lo creo. El miedo no me ha abandonado nunca. Es siempre el mismo. Mi compañero inseparable.

El dinero del torero

Me encontré otra vez en la lucha de siempre, cogido por el engranaje de las corridas y con más angustia y dificultad que nunca. Los públicos me recibían bien, pero con cierta reserva. Tenían la preocupación de juzgar fríamente si iba a robar el dinero o a ganármelo de verdad, jugándome la vida. El torear era cada vez más duro y la responsabilidad mayor. El eje de las corridas era yo; en las plazas me encontraba siempre con veinte mil pupilas espiando celosas cualquier fallo de mi voluntad o de mi destreza. Eran implacables, porque el hecho de que yo cumpliese pundonorosamente les parecía inverosímil, contrariaba la composición de lugar que se habían hecho, y, además, porque habían pagado caras sus entradas.

En estas dos últimas temporadas, no sé si por esto o porque la psicología del aficionado a los toros ha cambiado, he tenido la impresión de que la gente iba a ver las corridas con un papel y un lápiz para ajustarle las cuentas al torero. Al público, la participación del torero en la empresa le preocupaba más de lo que puede creerse, y se da el caso de que durante la lidia, el espectador está pensando, más que en lo que el torero hace, en el tanto por ciento que le corresponde en la ganancia del festejo. Ya no se pregunta cómo ha quedado el matador, sino cuánto dinero ha cobrado. Antes, los aficionados comentaban si se toreaba con la derecha o con la izquierda, pero ahora lo que preocupa al espectador es el aforo de la plaza, la entrada que ha habido y el importe de la participación del torero. Esto hace que el público actual sea mucho más reacio al entusiasmo. Claro es que cuando el aficionado ve en el ruedo algo que le emociona, tira el papel y el lápiz, se olvida del aforo y del tanto por ciento y se rompe las manos aplaudiendo.

Esta preocupación universal por el dinero del torero es lo más enojoso del oficio. Como los tiempos son malos y nadie gana bastante, ganar fuertes sumas a la vista del público y echándole a uno las cuentas todo el mundo es fastidiosísimo. Sobre todo, porque al torero se le ajustan las cuentas de lo que cobra, pero no de lo que paga. El dinero del torero rueda y salta escandalosamente. A mí no me es lícito, por ejemplo, echar cuentas, regatear ni discutir en ninguna transacción.

—¡Pero a usted qué más le da! —me dicen, invariablemente.

Este pintoresco concepto del dinero del torero está tan arraigado que hasta el mismísimo Estado lo comparte. Hace poco quise impugnar unas tarifas de contribuciones que me habían impuesto arbitrariamente. Me quedé estupefacto cuando oí al recaudador que me decía como todo el mundo:

—Pero, hombre, a usted, ¿qué más le da? ¡Si con torear un par de corridas más tiene todos los problemas resueltos!

Y por esto sí que no paso. Me niego a que el Estado y el Municipio y la Diputación tengan ese concepto liberal de mi dinero. Pase que haya que torear para ayudar a unos infelices que, a fin de cuentas, forman el pedestal del torero. ¡Pero me niego a dar una sola verónica en beneficio del Estado!