Mi familia no quería que torease; cada vez le tenían en mi casa más miedo al riesgo de los toros. El único que, como yo, no ha pensado nunca en que la vida sea posible sin torear, es mi mozo de espadas, Antoñito, quien ha considerado como breves paréntesis sin importancia las temporadas en que he estado retirado.
Aún hoy mismo sigue creyendo, ¡y quién sabe si está en lo firme!, que todos los años, cuando vuelva la primavera, emprenderemos, como siempre, nuestra peregrinación por las plazas de los pueblos en feria, él con la espuerta de los avíos y yo con el capotillo de paseo sobre los cansados hombros. Mi pintoresco escudero no tiene, por lo visto, imaginación para representarse otro género de vida y está ya tan identificado con el oficio, que se hace a la idea de que los dos seamos viejos, tan viejos, que no podamos ya con los calzones y estemos, sin embargo, en la plaza, uno a cada lado de la barrera, peleando con los toreritos jóvenes y cumpliendo nuestra eterna misión, él la suya y yo la mía. Yo me resisto a imaginar el porvenir de esta manera simplista, pero la experiencia hace ser cauto, y, a veces, temo que sea Antoñito quien vea las cosas con claridad.
Entonces, en 1925, peleaba yo duramente en las plazas, animado por una firmísima convicción: la de que pronto dejaría de ser torero. «Dentro de poco —pensaba— cumpliré los cuarenta años, y cuando llegue a esa edad ya no me será posible seguir toreando. No me habré retirado de mi oficio caprichosamente; me retirará la edad.» Pero he pasado ya largamente de los cuarenta años y aún sigo en la lucha. ¡Quién sabe si mi mozo de estoques, que acepta el Destino de tan buena conformidad, es el que tiene razón!
Para que los míos se resignasen a verme sin sobresalto toreando a diario, tuve que convencerles de que yo era poco menos que invulnerable a los cuernos de los toros. Llegué a sugerirles que yo poseía una especie de talismán maravilloso que me libraba de las cornadas. Hacía diez o doce años que España entera venía repitiendo, día tras día, que un toro me iba a matar. Mis compañeros más ágiles habían sucumbido y allí estaba yo indemne. ¿No era cosa de pensar en que yo tenía, efectivamente, un milagroso talismán? Y como me veían torear año tras año, llegaron, si no a creer en mi invulnerabilidad, a hacerse la ilusión de que podía tenerla.
El toreo era, en cambio, cada vez más difícil y arriesgado para mí. Al volver a los ruedos, en 1925, empecé a observar en los públicos una actitud severa para conmigo. La cosa era lógica. El arte se juzga no solamente por los resultados, sino también por las intenciones, y la intención del artista cuenta tanto casi como su realización. No se tiene el mismo rasero para medir al que pone en su obra un anhelo de superación, aunque este anhelo no se logre, que para el mercachifle que va a salir del paso como buenamente pueda. Cuando volví a torear, la gente se preguntaba: «¿A qué vuelve este hombre a los toros? ¿Por pura afición? ¿Por necesidad? ¿Por ambición de dinero?». Se admite que el pintor o el poeta lo sean toda su vida. El torero, no. El riesgo que el arte del torero implica parece incompatible con la madurez y el bienestar económico. La gente no comprende qué estímulo que no sea la necesidad o la codicia puede llevar a un hombre que ya ha logrado el triunfo a seguir arriesgando la vida entre los cuernos de un toro. «Este hombre —piensan—, no tiene ya, indudablemente, el entusiasmo de la juventud, no torea por el impulso romántico de la conquista de la fama ni tampoco por la necesidad; luego torea pura y simplemente por ganar más dinero, por codicia.»
Este sencillo razonamiento me hacía mucho daño. Durante las temporadas de 1925, 1926 y 1927, la gente iba a verme torear con la convicción de que yo pretendía únicamente explotar mi renombre. «Belmonte —se decían— viene sólo por el dinero, y es lógico que procure torear con el menor riesgo posible el mayor número de corridas, aceptando, desde luego, que en cada una de ellas perderá algo de su fama a cambio de unos miles de pesetas.»
Creían que yo trataba sólo de cambiar en calderilla el oro de mis pasados triunfos. Todo el mundo estaba en el secreto de que lo que yo me proponía era pasarme un par de temporadas más soportando los insultos de los públicos de toda España para volverme a mi casa con unos miles de duros más, y juzgándome con este prejuicio, iban los aficionados a verme torear. No era extraño que fuesen severos conmigo.
Triunfar en estas condiciones fue uno de los empeños más penosos de mi vida. Se emprendió una pugna terrible entre lo que la gente se obstinaba en que debía de ser y lo que yo, por un estímulo de dignidad, quería que fuese. Era verdad que en muchas ocasiones me faltaba aquel entusiasmo juvenil que convertía las buenas faenas en borracheras de triunfo; era verdad también que cuando estaba toreando veía fríamente lo que el arte tiene de puro oficio, de práctica tópica de una destreza. Pero mi voluntad y mi espíritu me ayudaban a superarlo todo y a torear cada vez con más fe y mayor sentido de la responsabilidad. Me obstiné en mantener la línea, en sostener el viejo prestigio, en dar ante todo una sensación de continuidad. Si de alguna hazaña de mi vida estoy orgulloso es de ésta. Aguantar el tipo a lo largo de tres temporadas y convencer, al fin, a las multitudes de que uno se mueve por unos estímulos distintos de los que le atribuyen la cazurrería y el sanchopancismo ha sido uno de mis más halagadores triunfos. En aquellas tres temporadas convencí a las gentes de que se equivocaban, de que Belmonte no volvía a los toros por una sórdida codicia, sino por espíritu de continuidad, por puro profesionalismo, por decoro y prestigio del nombre y el oficio libremente elegido. Porque era torero y no había ninguna razón para que dejase de serlo mientras pudiese torear. ¿Qué tiene de extraño? Era ésta la única obligación que yo tenía en el mundo. Había que cumplirla aunque no fuese más que para poder decirlo ahora con un aire petulante.
—¿Pero es que ustedes, los toreros, no oyen las cosas que les dice el público? —me han preguntado alguna vez.
—Lo que no oye el público —he replicado— es lo que le decimos desde el ruedo los toreros.
No niego que muchas veces el público tenga razón pero ¡cuántas no la tiene el torero! El público de los toros ha sido considerado universalmente como el exponente de las malas pasiones multitudinarias. Creo, por el contrario, que es la demostración constante de la buena fe y los mejores sentimientos de las muchedumbres. El público de los toros tiene, a mi juicio, unas virtudes que nunca se han encarecido bastante.
Ahora bien, individualmente considerado, cambia mucho de aspecto. Entre los espectadores de toros hay tipos verdaderamente abominables. Se dan casos en los que el torero llegaría con gusto al asesinato.
Uno de los tipos más desesperantes es ese aficionado de los pueblos, en los que sólo se celebra una corrida al año, y que quiere aprovecharla para presumir de entendido. Mientras la multitud aplaude o se divierte sin prejuicios ni mala voluntad, ese aficionado, que no ve más que aquella corrida en la temporada, se cree en el caso de acreditar su tecnicismo tauromáquico manifestando ostensiblemente su disconformidad. Todo cuanto el torero haga es inútil. Aquel hombre ha ido a la plaza dispuesto a conquistar un título de crítico severo y presenciará protestando ruidosamente la faena bajada del cielo.
Otro tipo que a mí me pone frenético es el aficionado madrileño, que en su plaza se deja llevar fácilmente por el entusiasmo, y, en cambio, cuando asiste a alguna corrida en cualquier plaza de provincias, se empeña en molestar a los indígenas manifestando su disconformidad con todo lo que ellos aplauden de buena fe.
—¡Que no todos somos de pueblo! —grita nuestro hombre con un marcado acento de sainete.
Y dan ganas de retorcerle el pescuezo.
En una corrida de Segovia me cayó a mí uno de estos madrileños que quieren presumir de madrileñismo suficiente, y cuando más me aplaudían los segovianos, mi hombre, acodado en la contrabarrera, meneaba la cabeza con mucha prosopopeya y me gritaba campanudamente:
—¡Que no, Juan; que no!
Me irritaba aquel tipo, y, encorajinado, me llevé al toro junto adonde él estaba y di ocho o diez pases de muleta que yo creía irreprochables. Cuando levanté la cabeza hacia él, me lo vi otra vez denegando por señas con un gran énfasis:
—¡Que no es eso, Juan! ¡Que no me gusta, ea!
Me puse nervioso y terminó la cosa cogiéndome el toro. Cuando me llevaban en brazos a la enfermería, me incorporé a su lado y le grité:
—¿Y ahora? ¿Le parece a usted bien?
Pero no he visto ningún tipo como aquel aficionado asturiano, que en una corrida de Gijón me gritaba: «¡Más cerca!», cuando yo estaba toreando a dos dedos de los pitones. Cada vez que oía en el silencio de la plaza aquel grito estentóreo de «¡Más cerca!» me ponía furioso, porque la verdad era que pocas veces en mi vida había estado más cerca de un toro.
Al terminar la corrida, volvía en el automóvil al hotel, y entre el río de gente que bajaba de la plaza le vi pasar. No se me despintaba tan fácilmente.
—¡Cogerme a ése! —pedí a los muchachos de la cuadrilla. Le echaron mano, y sin explicaciones le metieron en el auto.
—¿Dónde has visto tú torear más cerca? ¿Cuándo, di? ¿A quién? —le preguntaba yo metiéndole las manos por la cara.
Me miró sonriente, con una cara ancha de babayo, y contestó:
—No; si yo no pedía que torease usted más cerca del toro, sino que se acercase más al tendido donde yo estaba, porque quería verlo bien.
¿Y si lo hubiese asesinado? ¿No se lo merecía?
Volví a los toros en aquel deplorable estado de salud a que he aludido, pero poco a poco fui fortaleciéndome. Empecé la temporada en el mes de junio y sólo toreé unas veinte corridas. Al año siguiente toreé ya treinta y siete, a pesar de las cuatro o cinco cogidas, ninguna grave, que tuve en la temporada. En 1927 tomé parte en otras treinta y cinco corridas, y puedo decir que de cada una de ellas mi prestigio, en vez de menguar, salía acrecentado, a pesar de la justificada severidad con que los públicos me trataban.
Ya entonces no toreaba más que una corrida en cada sitio, y a mi presentación le daban la empresa y el público caracteres de acontecimiento. Cobraba, por lo menos, veinticinco mil pesetas por matar dos toros, y ya no volvía por la misma plaza en toda la temporada. Esto ofrecía el inconveniente de que si tenía una tarde desafortunada no había ocasión para el desquite. Normalmente los toreros contratan tres o cuatro corridas en cada plaza y siempre tienen seis u ocho toros para esperar en alguno de ellos la ocasión del triunfo ruidoso que borra todo el enojo y el desencanto de media docena de faenas mediocres o francamente malas. Yo, no; yo sólo tenía dos toros para triunfar. Esto explicará la sobreestimación que tengo por mis campañas de esta segunda época.
No es difícil comprender lo que representa el torear en tales condiciones. El público espera del torero que se presenta en estas circunstancias algo maravilloso y verdaderamente sobrenatural. No basta quedar bien. Recuerdo en una de estas corridas a un señor de esos que se encaran con los toreros, quien, cuando yo volvía a la barrera, después de haber matado mi toro lo mejor que sabía, y mientras el público me ovacionaba, me dijo con un aire de disgusto:
—No ha estado usted nada más que valiente.
—¿Y le parece a usted poco? —le repliqué indignado.
Creo que ni el mismo público sabe lo que espera de estas corridas.
El año 1927, en la última corrida que se celebraba en Barcelona, un toro me cogió y me dio una cornada grande en el muslo. Me llevaron a una clínica, en la que estuve durante un mes curándome. Me atrevería a decir que aquel mes fue uno de los más agradables de mi vida. Ajeno en lo posible al dolor físico de la herida, me sentía, en cambio, placenteramente sosegado viendo pasar los días en el lecho, sin ningún temor ni inquietud. Llegué a pensar que como se está más a gusto es en la cama con una cornada. Pero cuando, contra mi voluntad, me dieron de alta y me pusieron en la calle mi familia estaba acechándome para dar la batalla definitiva al toreo. Hasta entonces había hecho creer a mi mujer y a mis hijas que, efectivamente, yo tenía aquel talismán maravilloso que me libraba de las cornadas. Pero cuando me cogió el toro en Barcelona y me dio un cornalón, el talismán de mi voluntad —no era otro el que tenía— perdió su virtud. Ni mi gente creía ya que yo fuese invulnerable para las astas de los toros ni yo tenía fuerza moral para seguir sosteniéndolo. Había llegado la hora de retirarse.
Me fui con mi mujer y mis hijas a Utrera y me instalé definitivamente en mi finca La Capitana, ya más conforme y sosegado el ánimo que en mi primer apartamiento de los toros. Los años no pasan en balde.
El negocio de la ganadería y las labores del campo consiguieron distraerme. Con el tiempo iba aprendiendo incluso a ser un rico hacendado. Los amigos conquistados en los años de lucha iban a verme a La Capitana y allí, rodeado de los míos, me sentía feliz.
Entonces empezaron a llamarme «don Juan» y a decirme «el señor». Al principio, cuando decían «el señor», yo no creía que era a mí a quien se referían. No me acostumbraba a que me hablasen en tercera persona.
Lo de «don Juan» no me causaba menos extrañeza. Yo había sido siempre Juan a secas. ¿Por qué la gente se creía en el caso de colgarme el apabullante don? Me miré al espejo. Los años no habían pasado en balde. Me veía serio, grave casi, con el ceño fruncido y el aire adusto. El muchachillo disparatado de Tablada se había ido para siempre. Tenía ya cara de «don».
Pero aunque a todo se acostumbra uno, el mayor homenaje que pueden hacerme, el que de veras me llega a lo hondo, es el que sin propósito de adulación ni deber de servidumbre me hacen mis paisanos al verme entre ellos.
Cuando voy por una calle de Sevilla y pasa a mi lado una pareja de muchachillos y veo a uno de ellos darle al otro en el codo y le oigo decirle por lo bajo: «Mira, Juan», ese codazo furtivo y ese Juan mondo y lirondo me causan una sensación indefinible de satisfacción y de orgullo.
En la vida social me muevo con torpeza. Tengo una instintiva repugnancia para esos convencionalismos que convierten al hombre en un autómata capaz de decir precisamente lo que en cada caso se debe decir y de moverse con la exactitud de un aparato de relojería. Desde este punto de vista no soy un hombre sociable. Yo, por ejemplo, no sé hablar a los niños; no sé decirles esas cosas amables y convencionales que se dicen a los niños bien educados. Bien es verdad que yo no he sido niño nunca. Una vez, un amigo me presentó a dos hijitas suyas recién salidas de un colegio elegante. Las dos criaturas tocaron el piano y las invité a tomar unos dulces. Al ofrecérselos, dije a una de ellas queriendo ser amable:
—No te los vayas a comer todos, ¿eh?
La chica se echó a llorar como una Magdalena, y yo me quedé más corrido que una mona.
En las grandes ocasiones siempre digo algo inconveniente.
Otra vez, en una corrida en la que tuve mucho éxito y corté una oreja, me llamaron al palco regio, y el rey estuvo felicitándome muy amablemente. Era en los días del desastre de Annual, y mi hermano Manolo había ido a África de soldado. Don Alfonso se interesó por él:
—A ver si tiene suerte y éxito —me dijo.
—Sí —repuse—; vamos a ver si le dan también la oreja.
—¿Cómo la oreja? —me preguntó el rey de mal talante.
—La oreja de algún moro… Como deseaba vuestra majestad que tuviese éxito… —balbucí confuso, comprendiendo que había dicho una inconveniencia.
Aparte esta incapacidad para decir en cada momento lo que se debe decir y mi odio a todo lo que sea ceremonia y protocolo, tengo también un defecto gravísimo para la vida social, que es el de no acostumbrarme nunca a aceptar las jerarquías sociales, que no responden a lo que para mí es el orden natural. Este orden natural es el que yo vi en las relaciones de unos hombres con otros cuando me asomé a la vida. Tengo, por ejemplo, una actitud invariablemente respetuosa para los que son mayores que yo; no sé tutear a un viejo, aunque se trate de un zascandil. Lo mismo me pasa con los que son expertos en su oficio, por humilde que éste sea. Hablo siempre de usted y llamo maestro al albañil y al zapatero, aunque estén a mi servicio, y no me molesta nada que ellos, si tienen confianza conmigo, me tuteen. Se da el caso de que en el campo hay muchos vaqueros que me hablan de tú sin que a mí se me haya ocurrido jamás apearles el usted. En cambio, me irrita un poco el tuteo de otras gentes. Estábamos un día en una fiesta campera a la que asistían muchos aristócratas y todo un señor infante de Castilla cuando esperaba mi turno en el rodeo acercó al mío su caballo y se puso a hablarme. Era el infante un muchacho más joven que yo y con un aire insignificante de señorito. Me habló de lo gordos que estaban los novillos, de lo bueno que era el caballo que montaba y de alguna otra cosa. Luego sacó la petaca y me dijo:
—Bueno, muchacho, ¿quieres echar un cigarro?
—Trae, lo fumaremos —le respondí en el mismo tono.
Tiró de la rienda de su caballo, dio media vuelta y se fue. Comprendí que, una vez más, había sido inconveniente. Pero no puedo remediarlo.
Lo mismo que con las personas reales me ha sucedido alguna vez con los jerarcas de la democracia. Una vez, el presidente Leguía bromeaba conmigo amablemente; le seguía la broma en el mismo tono y, por lo visto, no le hizo mucha gracia. El presidente Obregón, en otra ocasión, me saludó efusivamente, diciéndome: «¡Hola!», y puso una cara de palo porque le contesté «¡Hola!» con idéntica franqueza.
Decididamente, no sirvo ni para las ceremonias cortesanas ni para la etiqueta de las democracias. Es seguramente un estigma que me dejaron aquellos anarquistas del Altozano que iban conmigo a torear a Tablada las noches de Luna.
Me pasé un par de años absolutamente felices. Mis negocios prosperaban, mis hijas crecían alegres y mi mujer estaba, al fin, tranquila y libre de aquel sobresalto de las corridas, que le hacía pedir en sus oraciones —de esto me he enterado mucho después— la intercesión de todos los santos de su devoción para que me echasen los toros al corral. Creía mi mujer que sólo la reiteración de los fracasos en las plazas me haría alejarme de los toros, y, cuando rezaba, mi hija me lo contó luego, no pedía a los poderes sobrenaturales que me ayudasen a triunfar, sino, por el contrario, que me deparasen las más humillantes derrotas. A ver si así me metía en casa. En La Capitana, una vez retirado, hacía una vida sosegada, de labrador y ganadero. Era feliz. Pero sólo al final de las novelas, y precisamente porque se acaban, se mantiene la ilusión de una felicidad perdurable. Empecé a tener miedo de ser feliz.