22. Un cortijo con parrales

Qué suerte es poder tener un cortijo

con parrales, pan, aceite, carne y luz,

y medio millón de reales.

Y una mujer como tú.

(Cantar popular de Andalucía)

Todo lo que el andaluz pobre anhela se encierra en esta coplilla nacida en las gañanías. Así es la felicidad, tal y como los braceros andaluces son capaces de representársela.

Un cortijo con parrales. Es decir, sombra bajo la que guarecerse en el vasto campo achicharrado por el solazo implacable. Pan, aceite, carne y luz. La telera blanda y morena, un bistec, «como los señoritos», y el cuerno colmado de zumo de oliva, con el que se condimenta el guisote, se aliña el gazpacho y se hacen arder por la noche en un rincón del tinado las cuatro piqueras de un candil, a cuya luz deletrean los jornaleros las aleluyas del crimen y el folleto anarquista. Luego, cuando ya se tiene todo esto, que es lo que de verdad se necesita para la vida, el andaluz menesteroso da un salto en el vacío de su imaginación y quiere medio millón de reales, es decir, la riqueza, el puro símbolo del poder, la representación esquemática de la felicidad. Y, finalmente, la mujer, «una mujer como tú», ideal inasequible en una raza vieja llena de prejuicios, para la que el amor tiene casi siempre un sentido trágico y una quebradiza realidad.

Éste es el ideal de vida de todo andaluz pobre y éste ha sido, naturalmente, mi propio ideal. Diez años de torero habían hecho el milagro de poner al alcance de mi mano la felicidad, tal como los hombres de mi raza la conciben. Me había comprado La Capitana un cortijo con parrales que vi por primera vez defendido por guardas y mastines una tarde en la que iba hambriento y despeado, bajo un sol de fuego, con mis doce añitos frágiles que se lanzaban a la conquista del mundo. Dueño y señor de aquel cortijo, con mi medio millón de reales en la gaveta y, además, recién casado, me sedujo la idea de consagrarme a realizar aquel ideal de felicidad perseguido por todo buen andaluz. Quise ser como los ricos de mi tierra, labrador y casinista, señorito en el campo y hombre de pueblo en la ciudad.

Había llegado en el toreo a un momento de crisis. Los públicos eran cada vez más duros para conmigo, y yo sentía un cansancio y un desánimo que me incitaban a abandonar aquella lucha en la que llevaba tantos años. No pensé nunca en dejar de ser torero definitivamente, pero me hice la ilusión de que podría vivir durante algún tiempo una vida distinta de la que hasta entonces había llevado. Creí de buena fe que aquello que cantaban los gañanes era la felicidad.

Procuré apartarme todo lo posible de las sugestiones toreras. Me hice labrador auténtico y no hubo ya para mí más que mis aranzadas de olivar y mi molino aceitero. Por divertirme, me compuse un tipo muy gracioso de propietario rural un poco extravagante, a lo inglés. Arrinconé la silla vaquera y la sustituí por una montura inglesa; cambié los zahones por unos breeches; me compré una trinchera y una pipa y organicé un equipo de foot-ball con los jornaleros de mi finca.

A pesar de estas pueriles excentricidades, aquella vida no era tan divertida como me imaginaba. Me convencí pronto de que el hombre consagrado de por vida a una actividad que ha sido siempre su razón de ser no se satisface, ni mucho menos, cuando la riqueza le permite abandonar su lucha de muchos años. Uno cree que es desgraciado porque tiene que pelear sin descanso en su arte o su oficio y espera cándidamente que el día que tenga dinero será feliz descansando mano sobre mano; pero la verdad es que hay muy pocos hombres capaces de resignarse a ese bienestar burgués, que consiste en ver girar el sol sobre nuestras cabezas, bien comidos y bien descansados.

No. Me convencí en pocos meses de que yo no servía para aquella vida. Aburrido, al principio, y desesperado luego, daba vueltas por mi finca como un loco encerrado en una celda. Odiaba las labores del campo y hasta el verde agrisado de los olivos llegó a hacérseme insufrible. La lealtad a mis sentimientos se impuso. Yo lo que quería era ser torero.

En esta disposición de ánimo me cogió la primavera. Alguien cometió la imprudencia de invitarme a un tentadero. Toreé unas vaquillas y volví a sentir el vértigo de los toros. Tiré la trinchera, la pipa y los breeches, perdí de vista los olivos y me lancé a los tentaderos como un muchachillo que empieza. Tenía tal ansia de torear que buscaba a los ganaderos amigos y les comprometía para que hiciesen en secreto sus faenas de tienta, con objeto de que no pudiese torear en ellas nadie más que yo. Se dio el caso de que uno de aquellos tentaderos se llevó a cabo con tanto sigilo, que me encontré absolutamente solo y tuve que lidiar cuarenta y tantas becerras en un día, haciéndole a cada una de ellas una faena con la capa y otra con la muleta. Toreaba incansablemente desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Cuando estaba muy sofocado hacía que me echasen un cubo de agua por la cabeza y seguía toreando. Al final tuvieron que sacarme de la placita a puñados. No podía con mi alma.

Cómo me hice ganadero

La gente, que me veía torear con tanto entusiasmo, empezó a hablar de mi vuelta a los toros, pero yo no me decidía. Aún no hacía un año que había anunciado mi retirada en Lima y me parecía poco serio volver a los toros sin alguna justificación, sin algo que me sirviese de pretexto.

Por aquel entonces un amigo de México me dio el encargo de que le comprase una ganadería para aclimatarla en aquel país. Después de haber comprado una punta de ganado bravo bastante considerable, surgieron dificultades para su exportación y tuve que tomar una dehesa y convertirme provisionalmente en ganadero. Me metí de lleno en el oficio y me pasé varios meses en el campo entre toros. El ser garrochista me divertía más que el ser labrador, y fue entonces cuando decididamente me aficioné a la ganadería. Pensé que la fórmula ideal consistiría en hacerme ganadero, para lidiar y matar yo mismo mis toros. Si no lo he realizado del todo ha sido por la elemental consideración de que siendo yo al mismo tiempo el torero y el ganadero, cuando estuviese mal, ¿a quién podría echar la culpa del fracaso? ¿Al Belmonte ganadero o al Belmonte torero?

Me pasé el invierno en la dehesa. Era en la serranía de Ronda, y al hallarme allí a caballo, con la garrocha al hombro, ante aquel paisaje bravío, como cuando echaba pie a tierra para torear con la chaqueta, tal y como exige la faena rondeña pura, me sentía por primera vez en mi verdadero centro. De la sierra de Ronda eran mis antepasados y no sé qué voces ancestrales se alzaban jubilosas en el fondo de mi ser para decirme que al fin había encontrado mi verdadera naturaleza en aquel ámbito grandioso de la serranía.

Cuando al fin embarqué la ganadería de mi amigo mexicano, me encontré con una dehesa de pasto y unas reses mías, y por aquel arcaduz de la ganadería me vi otra vez metido en el mundillo de la tauromaquia y teniendo que tratar a diario con empresarios y toreros.

No me decidía, sin embargo, a volver a los toros. Ignacio Sánchez Mejías, que estaba deseando torear otra vez, fue a verme y me dijo:

—¡Llevo esperándote un año! ¡Si tú no te decides, yo ya estoy resuelto a volver a los toros!

Aquel verano de 1924 salí a rejonear en un festival benéfico que se celebró en la plaza de la Maestranza de Sevilla. También estuve rejoneando en Badajoz y luego me fui a Zumaya, donde veraneaba mi familia.

En Zumaya estuvo Zuloaga haciéndome su famoso retrato y me pasé el verano ante el caballete vestido de torero. Zuloaga y otros amigos organizaron allí una corrida benéfica, en la que salí a torear con Algabeño, Fernando Gillis y Cañedo. Uno de los toros me dio una cornada que me tuvo un mes en la cama. Estaba reponiéndome en mi finca cuando llegó el ansiado pretexto para torear.

Se celebraban aquel invierno en Lima las fiestas del Centenario de la independencia del Perú y unos amigos de allá me habían escrito pidiéndome que fuese a torear e invitándome oficialmente a ir aunque no torease. Contesté diciendo que aún no hacía dos años que, precisamente, en Lima, había anunciado mi retirada y los aficionados limeños que asistieron a mi despedida podían considerarse estafados. Éste era el escrúpulo que me hacía vacilar. Algún tiempo después recibí un cablegrama ofreciéndome medio millón de pesetas por tomar parte en siete corridas y comunicándome que los periódicos de Lima publicaban cariñosos artículos pidiendo que yo volviese.

Cuando recibí este cablegrama me volví loco de alegría. ¡Ya podía ser torero otra vez! Me puse a dar zapatetas y a revolearme por el suelo. Mi familia, sorprendida, no se explicaba qué era lo que en aquel cable podían comunicarme para que yo diese tales muestras de contento.

Cuando al fin lo leyeron no les hizo tanta gracia.

Aquel español de Cuba

Llegué a Lima a primeros de noviembre de 1924. Con el primero que me encontré en la capital del Perú fue con aquel español de la chistera y la levita que andaba por La Habana aporreando a los negros. Tenía un aire mucho más importante y suntuoso. Según me explicó, había sido llamado por el Gobierno peruano para que una de las grandes empresas que, como él decía, «controlaba» se encargase de filmar las solemnes fiestas del Centenario. Y, efectivamente, en todas las ceremonias se le veía con su levita y su chistera, rigiendo una tropilla de operadores y electricistas que iban recogiendo en el celuloide la brillantez de las fiestas. Colocado junto al cameraman, nuestro hombre gobernaba los cortejos oficiales y llevaba de un lado para otro a los personajes políticos y a los bizarros generales, dóciles a las exigencias de aquel importante regisseur que había de difundir luego por todo el mundo el esplendor de las fiestas del Centenario.

Lo que ocurrió luego fue que el gran español desapareció de la noche a la mañana y los peruanos no pudieron darse el gusto de ver las fiestas nacionales perpetuadas en el cine por la sencilla razón de que después de cobrar la subvención que se le había concedido, le pareció excesivo al original «promotor» gastarse aquellos hermosos soles que le dieron en comprar celuloide y se había limitado a que sus operadores diesen vueltas a la manivela del tomavistas vacío, ante el que sonreían orondos los personajes oficiales.

Gran tipo aquel español. Le volví a ver en La Habana, y cuando quise reprocharle su conducta para con los peruanos, me contestó altivamente que eran unos difamadores y que estaba dispuesto a querellarse contra quienes se atreviesen a mancillar su honor. Era todo un caballero español.

En La Habana le hizo famoso otra de las grandes empresas que «controlaba». Se le ocurrió fundar una especie de cooperativa, banca o sociedad de seguros, a base de que los españoles residentes en Cuba suscribiesen unas pólizas, merced a las cuales, y mediante el pago de una prima mensual, al cabo de cierto tiempo tendrían derecho a que la entidad les costease un viaje a España y una estancia decorosa en la Península durante algunas semanas. La idea era excelente. En Cuba había entonces muchos millares de españoles emigrados que vivían con la ilusión de volver a ver el rincón donde nacieron. Los pocos que lograban enriquecerse satisfacían este anhelo de volver a la tierruca, pero los miles y miles de infelices que se hacían viejos sin haber podido ahorrar unas pesetas, vivían y morían con ese sentimiento. El famoso «promotor» hizo una gran propaganda de su filantrópica empresa. Por toda la isla hizo colocar carteles invitando a los españoles a suscribirse. «¡No te mueras sin ir a España!» —se leía en letras muy gordas a la cabeza de aquellos carteles—. La frase hizo fortuna y los infelices españoles aquejados de morriña se suscribieron a centenares.

Ocurrió que, después de llevarse una buena temporada cobrando los recibos de las pólizas y dándose la gran vida, nuestro fantástico personaje desapareció una vez más y los pobres españoles que no habían sabido enriquecerse se han ido muriendo sin venir a España, como es natural.

Desde entonces los negros, para burlarse de nuestros chasqueados compatriotas, cantan ese bonito son que dice: «¡Ay, no te mueras sin ir a España!».

El humorista y el negro literato

Asistió también a las fiestas del Centenario de la independencia del Perú el gran humorista Julio Camba, invitado oficialmente. Hombre menos amigo de ceremonias que Julio Camba no hay, y todo el tiempo que duraron las solemnidades del Centenario estuvo Camba de un terrible mal humor. En las ceremonias oficiales era obligatorio casi siempre el frac, y Julio Camba, que no lo tenía, había de quedarse forzosamente en el hotel. Se vengaba escribiendo terribles diatribas contra la deplorable costumbre de ponerse de frac que tienen los elementos oficiales. Hubo una fiesta en el palacio presidencial y pareció inexcusable que a ella no asistiese Camba, por lo que entre varios amigos se acordó prestarle un traje de etiqueta completo. Camba, resignado, se lo endosó, diciendo:

—Conste que si el presidente me pide café, se lo sirven ustedes.

Gozaba Julio Camba en Lima de un gran renombre literario, y durante su estancia allí fueron muchos los coleccionistas de pensamientos y autógrafos que acudieron a él para pedirle que les escribiese algo en sus álbumes. El gran humorista, malhumorado, recogía los álbumes de sus admiradores y los iba amontonando en un rincón de su cuarto del hotel, con el decidido propósito de no escribir en ellos una sola línea.

—Jamás he escrito nada de balde —decía—. ¿Cómo quieren que venga al Perú a alterar una de mis más saludables costumbres?

Una mañana, el criado del hotel que entraba a despertarle se creyó en el caso de halagar la vanidad literaria del huésped diciéndole que era lector y admirador suyo. Era el criado un negro remilgado y sabihondo que, al mismo tiempo que incensaba a Camba, hacía gala de su vasta cultura literaria.

—¿Tú entiendes de literatura, eh? —le preguntó Camba.

—Soy afisionaíto na más —replicó el negro, ruborizándose.

—¿A que has escrito versos?

—¿Quiere el señor que le lea alguno?

—¡No!

A Camba se le ocurrió entonces una idea salvadora.

—Vamos a ver —dijo al negro—. Pon en este papel un pensamiento tuyo.

El negro se remangó el delantal y, torciendo la boca y sacando la lengua, escribió con una preciosa letra redondilla un pensamiento que era una maravilla, un pensamiento de álbum, como seguramente Camba no lo habría escrito en la vida.

Camba lo leyó emocionado y, abrazando al negro literato, le dijo:

—Toma, coge todos estos álbumes, llévatelos a la cocina, pon en cada uno un pensamiento de esos tuyos, de los buenos, y firma debajo: «Julio Camba». Tienes tanto talento y escribes tan bien, que desde este momento te nombro mi secretario.

El negro literato estaba loco de contento por el grandísimo honor que se le hacía. Descubro ahora esta trapacería del gran humorista porque supongo que el negro, vanidoso, la habrá contado ya a cuantos hayan querido oírsela.

Una gran temporada

Toreé las siete corridas que llevaba contratadas y alguna más. Alterné con Paradas, Gitanillo y mi hermano Manolo. También estuvo allí Rafael Gómez, el «Gallo», en cuyo beneficio se dio una corrida que también toreé. No tuve ningún percance, y conseguí grandes triunfos. Volví a los toros con un gran entusiasmo y el mismo deseo de gustar que tenía en los primeros tiempos. Fue una gran temporada, que iniciaba bajo buenos auspicios mi vuelta a los toros.

Cuando terminaron las fiestas de Lima, fui a Nueva York, para recoger a mi mujer, que se había quedado allí, y me vine a España, dispuesto a emprender de nuevo la lucha. Al desembarcar en Lisboa, me encontré con Eduardo Pagés, y hablé con él de mis propósitos de volver a torear. Yo conocía a Pagés hacía muchos años. Era, y es, un hombre formal, emprendedor y valiente para los negocios taurinos. Me propuso una fórmula de contrato que me gustó, y, aunque se trataba de millones de pesetas, nos pusimos de acuerdo con pocas palabras y sin necesidad de ningún papel. En lo sucesivo, Eduardo Pagés sería mi único empresario.

Hombre agotado

Me fui a Sevilla, a entrenarme durante algunas semanas para la temporada que se aproximaba. Tenía tanto entusiasmo por torear, que me entregué fervorosamente a un entrenamiento durísimo. Toreaba a diario, con tal ansia, que no lo dejaba hasta que caía rendido. Con la ambición de ponerme más fuerte que nunca, hacía además toda clase de ejercicios físicos.

Pero yo no he sido jamás un torero de grandes facultades y, por querer superar las mías, me ocurrió entonces algo verdaderamente trágico. El entrenamiento no me sirvió más que para agotar mis energías, y cuando me llegó la hora de torear la primera corrida de la temporada no me podía valer. Apenas me movía un poco en la plaza me ahogaba y sentía que las fuerzas me abandonaban, hasta el punto de que temía caerme redondo al suelo en cualquier momento. Tuve que cambiar radicalmente el régimen de vida que seguía y, en vez de gastar mis escasas energías en hacer ejercicio, me pasaba la semana acostado, y sólo me levantaba el domingo para ir a torear. Estaba tan débil, que en aquellas primeras corridas, después de vestirme de torero, tenía que estarme durante una o dos horas tendido en la cama, como un muerto, para cobrar alientos con los que ir a la plaza.

La tercera o cuarta corrida que toreaba se celebraba en Sevilla, y en ella tenía que dar la alternativa al Niño de la Palma. Salí al ruedo como un cadáver, y tuve un gran triunfo a base de torear sin moverme. Me abría de capa ante el toro y allí me estaba toreándolo, hasta que se cansaba y me dejaba irme, poquito a poco, o hasta que se iba él. En cuanto hacía algún esfuerzo se me cortaba la respiración y tenía que apoyarme en la barrera para no caerme. Algunos amigos que me vieron torear aquel día se dieron cuenta de mi lamentable estado, y quisieron tomar carta en el asunto. Entre ellos estaba el doctor Marañón, quien, después de hacerme un reconocimiento, me expuso sin rodeos cuál era mi verdadero estado. Tenía tal pobreza de sangre, que estaba expuesto a que cualquier herida que me produjese una pequeña hemorragia me costase la vida.

Se reunió el cónclave de parientes y amigos en La Capitana, y me llamó a capítulo. Estuve escuchándoles atentamente y sin contradecirles, tanto por no tener el mal gusto de llevarles la contraria como por no gastar en discutir mis pocas energías, de las que cada vez era más avaro. Hablaron de ponerme un tratamiento, y hasta de operarme; pero como todo aquello significaba dejar de torear durante dos o tres meses, y yo había puesto todas mis ilusiones en aquella temporada, les dejé hablar… y seguí toreando.

Me hice mi composición de lugar. Todo se reducía a ir economizando el esfuerzo físico hasta reponerme. Para torear no hacen falta demasiadas energías. Con el ánimo basta. El quid estaba en torear quietecito y despacio. Me levantaba de la cama para ir al ruedo, y desde la barrera avanzaba la media docena de pasos necesarios para citar al toro. Cuando el animal se iba, liaba tranquilamente la muleta y, con mi pasito lento, echaba tras él. Aquello no tenía más inconveniente que el de dar un tinte más sombrío a mi toreo. Pero ¿torear? ¿Quién ha dicho que las piernas hacen falta para torear?