El 15 de mayo de 1920, Joselito, Sánchez Mejías y yo toreábamos en Madrid una corrida de Murube. Aquella tarde, el público estaba furioso contra nosotros. Los toros eran chicos, y los aficionados protestaban violentamente cuando aún no había empezado la lidia. Llegaba entonces a su apogeo aquella irritación de la gente contra Joselito y contra mí, de que he hablado antes. Toreábamos muchas corridas, no nos pasaba nunca nada, cobrábamos bastante dinero y el espectador llegó a tener la impresión de que le estábamos estafando, de que habíamos eliminado el riesgo de la lidia y nos enriquecíamos impunemente.
Estábamos aquella tarde en el patio de caballos esperando a que comenzara la corrida, cuando vimos llegar a un grupo de espectadores furiosos, que, agitando en el aire sus entradas, nos gritaba:
—¡Ladrones! ¡Estafadores!
El grupo de los que protestaban creció y se produjo un gran tumulto, los toreros nos vimos acorralados por aquellos energúmenos que nos injuriaban. Ante aquella avalancha, yo me encogí de hombros filosóficamente y me limité a coger por la chaqueta a uno de los que más gritaban y a decirle en voz baja:
—Y si le robamos, ¿por qué no nos denuncia usted a la policía?
A Joselito, aquella agresión, aquel furioso ataque de los aficionados que le gritaban desaforadamente le produjo una gran impresión. Se quedó cabizbajo durante un largo rato, y luego me llamó y me dijo:
—Oye, Juan, hace tiempo que quería hablarte de esto, y creo que ha llegado la ocasión. El público está furioso contra nosotros, y va a llegar un día en el que no podamos salir a la plaza.
—¿Y qué podemos hacer?
—Esto hay que cortarlo.
—Cuenta conmigo para lo que sea.
—Creo que lo mejor va a ser que dejemos de torear en Madrid durante una temporada larga. Así no podemos seguir. El público está cada día más exigente, y nosotros no podemos hacer más de lo que hacemos. Vamos a dejarlo. Vámonos, Juan, de la plaza de Madrid. Que vengan otros toreros. A nosotros ya no nos toleran. Dejemos libre el cartel de Madrid, a ver si el público se divierte y entusiasma con otros toreros más afortunados. Tal vez dentro de algún tiempo podamos volver en mejores condiciones. ¿No te parece?
—Si esto sigue así, no vamos a tener más remedio —le contesté.
Joselito se quedó un rato pensativo, y agregó con tristeza:
—Sí, hay que irse. Es lo mejor.
Éstas fueron las últimas palabras que cruzamos. Al día siguiente tenía Joselito que torear otra vez en Madrid. Rompió el contrato y se fue a torear a Talavera de la Reina. Allí le tenía citado la muerte.
Yo debía haber toreado en Madrid aquel día, pero se suspendió la corrida y me quedé en mi casa jugando al póker con unos amigos. Era ya anochecido cuando sonó el timbre del teléfono. Se puso al aparato no sé quién, y nos dijo:
—Me dan la noticia de que a Joselito le ha matado un toro en Talavera.
—Anda, anda, cuelga el teléfono —le dije sin soltar las cartas ni levantar la cabeza.
Seguimos jugando. Al rato llegó jadeante Antoñito, mi mozo de estoques, y repitió:
—En Teléfonos corre el rumor de que a Joselito le ha matado un toro en la corrida de Talavera.
—¡No traes más que infundios! —le repliqué malhumorado. Era frecuente entonces que los domingos por la tarde circulasen muchos noticiones que luego no se confirmaban. Estaba reciente la implantación del descanso dominical para los periódicos, y la falta de noticias ciertas sobre las corridas poblaba el mundillo taurino de falsos rumores.
Al rato volvió a sonar el teléfono. Esta vez era ya una persona de crédito, un conocido ganadero, quien daba la terrible noticia.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —decía, con acento estremecido al otro lado del hilo telefónico.
Aquella espantosa certeza nos hizo mirarnos los unos a los otros con espanto. Dejamos caer los naipes sobre el tapete, y sin articular palabra estuvimos durante unos minutos en un estado de semiinconsciencia y estupor. Mis amigos fueron levantándose, uno a uno, y, sin pronunciar una sílaba, se marcharon. Yo me quedé solo, hundido en un diván y mirando estúpidamente el tapete donde permanecían esparcidos los naipes y las fichas, abandonados por mis amigos.
En aquella soledad en que me habían dejado estuve repitiéndome mil veces aquellas palabras que me golpeaban en el cráneo como martillazos: «¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!». Poco a poco fue invadiéndome una pavorosa congoja. Miré a mi alrededor y tuve miedo. ¿De qué? No lo sé. El pecho se me anegaba de una linfa amarga, y cuando ya la garganta no pudo contener por más tiempo aquella inundación de dolor, estallé en sollozos. Lloré como no he llorado nunca en la vida. El llanto me hacía mucho bien. Hubiera querido seguir sollozando durante mucho tiempo, porque la extraña conmoción del llanto, a la que nunca, hasta entonces, me había entregado, me libraba de aquel martilleo seco del cerebro, que repetía: «¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!».
Pero advertí que aquel llanto estaba produciendo en los míos una impresión desastrosa. Al verme llorar, mi mujer, sobrecogida, lloraba también. Lloraban, además, allá en el fondo de la casa, los familiares y los criados, y hubo un momento de tal desesperación, que me asaltó la idea de que era a mí y no a Joselito a quien lloraban. Creo que yo mismo sentí un poco mi propia muerte aquel día. Este sentimiento egoísta fue el que me permitió reaccionar enérgicamente. Volví a sepultar en el pecho la congoja que en un instante de abandono había dejado desbordar, y con un tono seco y duro hice a los míos recobrar el dominio de sus sentimientos. Llegaba la hora de la cena y con una artificiosa impasibilidad me senté a la mesa e hice a mi mujer que me acompañara y a los criados que nos sirviesen. Era aquélla una grotesca parodia. Recuerdo que para dar ejemplo intenté llevarme a la boca unas hojas de ensalada, que se me agarraron como si fuesen esparto a las fauces resecas. Simulaba que comía con la cara metida en el plato, y no me atrevía a levantar la cabeza ni a mirar a mi mujer, que sentada frente a mí se tragaba desesperadamente las lágrimas. Una vez la miré y hallé en sus ojos tal expresión de espanto, la vi mirarme con tanta alma, que me sentí anonadado.
Dos días después había toros en Madrid. Salí a la plaza con Varelito y Fortuna para lidiar una corrida de Albarrán. Tuve aquella tarde uno de los triunfos más grandes de mi vida. Era el día en que se llevaban a Sevilla el cadáver de Joselito.
¿Quién ha dicho que las multitudes no tienen conciencia? A raíz de la muerte de Joselito, el público de los toros fue víctima de un curioso fenómeno de remordimiento colectivo. Pude observar entonces que súbitamente se había despertado en el espectador de las corridas de toros un exagerado temor y un cuidado celosísimo por la vida de los toreros. Durante cierto tiempo hubo en las plazas una extraña tensión nerviosa. El público tenía más miedo que el torero. Cada vez que, a lo largo de la lidia, el diestro sufría una colada peligrosa de la res, o ésta hacía algún extraño, un ¡ah! angustioso de la muchedumbre ponía al torero sobre aviso. Parecía como si aquellos hombres que el día antes de la tragedia de Talavera nos agredían furiosos pidiéndonos que nos dejásemos matar o poco menos, se considerasen íntimamente culpables de aquella desgracia y el remordimiento les impulsase a evitar que se repitiera.
Toreé casi a diario durante la temporada de 1920. Tuve un par de percances en Sevilla y Barcelona que me alejaron de los ruedos durante unas semanas y sirvieron para ponerme aún más de manifiesto aquel miedo que entonces sentía la gente por la vida del torero. En el mes de septiembre dejé de torear. La falta de Joselito hacía que recayese sobre mí todo el peso de las corridas, y empezaba a sentirme agotado. Los que tan enconadamente habían disputado sobre nuestra rivalidad, no sabían hasta qué punto nos completábamos y nos necesitábamos el uno al otro.
Empezó a correr entonces el rumor de que me retiraba de los toros. Nunca, ésta es la verdad, he pensado en retirarme definitivamente de mi oficio, y aún hoy mismo, quince años después, no lo pienso. He pasado en mi vida por estados de ánimo y ambientes en la opinión que me han obligado a suspender temporalmente el ejercicio de mi profesión, pero es lo cierto que por hondas que hayan sido mis crisis espirituales, o desfavorables que se hayan presentado para mí las circunstancias, nunca he pensado seriamente en dejar de ser torero. En 1914, contestando a unas preguntas que me hizo Gómez Carrillo, escribí lo siguiente: «No pienso retirarme jamás de ser torero. Cuando los públicos me arrinconen por viejo o por inútil, yo seguiré metiendo el capotillo allí donde me dejen, en los beneficios, en las fiestas patrióticas, en las mismas encerronas».
A fuerza de tesón me mantuve en la brega durante toda la temporada, pero cada vez sentía más hondamente el cansancio y la tristeza del oficio. Los públicos me apretaban cada vez más, y triunfar era más duro cada día. Tuve un gran éxito en la corrida de la Asociación de la Prensa, que se celebró en Madrid el día 13 de julio, y en general logré mi propósito de mantener el prestigio del nombre hasta el final de la temporada, en la que, a pesar del tiempo que estuve retirado por la cogida de Sevilla, estoqueé hasta ochenta y dos toros.
Había firmado un contrato para México, y en el otoño me embarqué con mi mujer rumbo a Nueva York.
Desde Nueva York fuimos en tren a México, donde continuaban las perturbaciones revolucionarias. La primera impresión que tuvimos en territorio mexicano fue la de que el tren en que viajábamos iba a ser asaltado por una banda rebelde. Después resultó que no hubo tal cosa. Se produjo la alarma porque cuando el convoy iba a toda marcha durante la noche, un frenazo le hizo detenerse en seco. Llevaba la locomotora un potente reflector para ir alumbrando la vía, que en cualquier momento podía estar cortada, y los viajeros, al asomarnos asustados a las ventanillas, vimos, plantado entre los rieles, delante del tren, a un hombre con camisa destrozada, la pelambrera revuelta y los ojos espantados, que nos gritaba manoteando desesperadamente:
—¡Prepararse! ¡Van a asaltar el tren! ¡Os cortarán la cabeza a todos!
Se trataba de un infeliz que, yendo días atrás en otro tren de aquella misma línea, asaltado efectivamente por una banda rebelde, había sufrido tal pánico que había enloquecido súbitamente, y en su locura vagaba por los campos, creyendo ver a cada instante que la trágica escena del asalto se repetía con todos los trenes.
En México, tenía contratadas cinco corridas, más una de beneficio, en las cuales toreé sin ningún éxito. Fue entonces cuando peor torero he sido. Me encontré con que la extraordinaria altura a que México está situado me producía una sensación de ahogo invencible. En la plaza, apenas corría un poco detrás de los toros, me ahogaba y me sentía desfallecer. No podía torear. Aquella desastrosa temporada de México es una espina que se me ha quedado clavada. Cuando fui allí por primera vez todavía no estaba bien cuajado como torero; cuando volví aquel año de 1921 me hallaba en un período de agotamiento y me he quedado con el resquemor de no haber podido triunfar en México como la afición de los mexicanos merecía. Pero ya he dicho que no se torea a voluntad.
Terminada la temporada de México, embarcamos en un puerto del Pacífico con rumbo al Perú. Hicimos el viaje en un barco norteamericano, en el que la vida estaba fastidiosamente estandarizada. La comida era a base de conservas raras: naranjas fritas y otras extravagancias culinarias de los yanquis, con las que no transigían nuestros paladares hispánicos. Suerte que al gran Calderón se le había ocurrido intentar uno de aquellos originales negocios que discurrían en los viajes los hombres de mi cuadrilla, y se había llevado unos jamones serranos que pensaban vender a los americanos a precio de oro. El español, y más concretamente el andaluz, tiene en tan exagerada estima las cosas propias, que su conmiseración por los desgraciados que están privados de ellas le lleva a caer en errores como el que sufrió mi mozo de espadas al creer que los limeños no podrían pasar sin vino de Jerez desde el momento en que lo probaran, y el que entonces padeció Calderón al suponer que los mexicanos se matarían disputándose sus jamones de Jabugo. Nos libramos de las naranjas fritas de los yanquis gracias a los jamones de Calderón y a la destreza que rápidamente adquirimos en el arte de pescar. Cada vez que llegábamos a un puerto echábamos nuestros anzuelos, y lo que buenamente pescábamos nos lo guisábamos a nuestro gusto en la cocina del buque. Venía con nosotros Zapaterito, que era un divertidísimo compañero de viaje. Cada vez que bajaba a tierra en uno de aquellos puertos de Centroamérica daba ocasión a un episodio pintoresco. Turista más extraordinario no se ha visto seguramente en los puertos americanos. Le bastaban dos horas para hacerse popular en cualquier sitio. Recuerdo que en una de las escalas que hicimos, mi mujer le encargó que se proporcionase huevos para seguir manteniendo nuestra independencia gastronómica frente al imperialismo norteamericano. Zapaterito bajó al muelle y, chicoleando a una vieja, dándole un pescozón a un chico, contándole un cuento a un guardia y jaleando a una muchacha, lanzó un verdadero ejército de emisarios en busca de huevos por el interior de la ciudad. Tan buena traza se dio que media hora después teníamos en el muelle a veinte o treinta personas cargadas con cestas de huevos, y quieras que no tuvimos que llevarnos ocho o diez docenas para que se conformasen y no diesen una paliza a Zapaterito.
Era un tipo inagotable. Tenía la obsesión del salón de música del barco, y en cuanto oía tocar el piano iba corriendo a su camarote, se ponía lo que él llamaba el traje de oír música y volvía precipitadamente para colocarse al lado del que tocaba, dando muestras de un enternecedor arrobamiento artístico. El llamado «traje de oír música» consistía en unos pantalones de franela, una camisa con mangas cortas y una boina; es decir, un traje de pelotari. No sé qué extraña relación hallaba su disparatada cabeza entre una cosa y otra.
Lo que al parecer le conmovían más eran las romanzas sentimentales. Una vez estaba una muchacha cantando una romanza tiernísima, acompañada al piano por su madre, y Zapaterito dio tales muestras de entusiasmo, que la madre y la hija le tomaron por un ferviente melómano. La niña, complacida, invitó a Zapaterito a que la acompañase al piano, y con gran estupefacción de los que presenciábamos la escena vimos que nuestro camarada, ni corto ni perezoso, se colocó impávido ante el teclado. «¿Qué pensará hacer?» —nos preguntábamos los que sabíamos que en su vida había visto un pentagrama. Con una seriedad escalofriante repitió el viejo truco de ponerse a buscar la manivela.
—¿Qué busca usted? —preguntó extrañada la jovencita.
—Eso… Buscaba eso que sirve para darle vueltas…
—¡Pero si éste no es un piano de manubrio! —rugió la madre.
—¡Ah! Entonces tienen ustedes que perdonarme —replicó Zapaterito—; yo los pianos que sé tocar con mucho arte son estos que suenan dándoles vueltas a una manivela.
Se hizo amigo de un viejo francés, pianista también, y sostenía con él largas conversaciones sobre temas musicales. Llegó a hacerle creer que era cantante de ópera, y el crédulo francés se empeñó en oírle cantar algún trozo selecto. Zapaterito se excusaba siempre, pero un día accedió a dejar oír su preciosa voz. El pianista acometió el «Adiós a la vida», de Tosca, y Zapaterito abrió la boca y se puso a lanzar unos berridos y a hacer unos gorgoritos tan extraños, que el francés, furioso, cerró de golpe el teclado y le pegó en la cabeza con la partitura a nuestro desaprensivo camarada.
Presencié en aquella travesía por el Pacífico una escena que no se me olvidará nunca. Murió a bordo una mujer de raza árabe, que iba entre los pasajeros de tercera clase, y aunque se quiso en un principio conservarla insepulta hasta que llegásemos a puerto, la rápida descomposición del cadáver obligó al capitán a tomar la resolución de tirarla al mar. Aquella noche nos la pasamos muchos pasajeros en la cubierta del buque, y al amanecer presenciamos la fúnebre escena, que tuvo todo el aparato que los marinos suelen dar a sus ceremonias. Contribuyó a dar caracteres de impresionante grandiosidad al cuadro una de esas teatrales tempestades de los trópicos, que estalló sobre nuestras cabezas en el momento mismo en que la tripulación, formada en la cubierta, rendía el último tributo al cadáver de la infeliz mujer envuelto en una sábana y tendido en unas parihuelas. Batía el aguacero a los marinos, inmóviles y cuidadosamente uniformados, y el cielo se abría en canal con los desgarrones de los relámpagos, mientras un pastor protestante murmuraba sus latines ante el perfil aquilino y moreno de aquella mujer que el mar se iba a tragar para siempre. Cuatro marineros levantaron la parihuela, la asomaron por la borda y dejaron deslizar el cadáver. Una ráfaga de viento huracanado infló el blanco sudario, y por un momento vimos aquella forma blanca flameando como un pañuelo de despedida en el negro horizonte de la tempestad. Una ola vino un instante después a borrar el momentáneo cráter de la sepultura y el buque siguió su marcha por aquel inmenso océano Pacífico, que durante algún tiempo no fue para mí más que la sepultura de aquella mujer árabe.
Al final del viaje, como pasa siempre en las largas travesías, los pasajeros y la tripulación formábamos ya una especie de familia. El capitán, que era un yanqui seco y antipático, llegó a encariñarse con mi hija Yola, entonces muy pequeñita, y se la llevaba de la mano para distraerla. Para no despertarla prohibía incluso que se tocase la sirena cuando la niña se había quedado dormida al entrar o salir de los puertos.
En uno de los puertos de Centroamérica subió a bordo un español que iba hasta Panamá, donde se proponía desembarcar para atravesar el canal y seguir con rumbo a España, adonde, según nos dijo, regresaba después de haber estado unos años por América haciendo negocios. A nosotros nos causó gran extrañeza que aquel compatriota hubiese estado haciendo negocios, porque tenía un lamentable aspecto de infeliz y una cara de tonto que hacía imposible creer que pudiese negociar en nada. Era un tipejo gordito, rechoncho, con las piernas cortas y un aire atónito, tan grotesco todo él, que los toreros se dedicaron desde el primer momento a tomarle el pelo y le gastaron bromas tan sangrientas que alguna vez tuve que intervenir para que no abusasen del pobre hombre. Por su parte, se hallaba contentísimo de haberse encontrado con aquellos compatriotas toreros, y no sólo soportaba las burlas, sino que llegó a aficionarse a ellas, hasta el punto de que le entraron ganas de seguir en nuestra compañía, y cuando llegamos a Panamá, en vez de continuar el viaje a España, cedió a nuestras instancias y decidió acompañarnos a Lima para vernos torear. La conquista de aquel compatriota entusiasta, al que habíamos descaminado, nos divertía y alegraba.
Con nosotros se vino a Lima aquel infeliz, y por Lima anduvo pegado a nuestros talones todo el tiempo que estuvimos allí toreando. Ya al final de la temporada, un día advertimos su repentina desaparición. Nos extrañó que no se hubiese despedido de nosotros. Pero pronto supimos que tenía sus razones para no dar solemnidad a su partida. En Lima, presentado por nosotros en todas partes, y con nuestro aval, había hecho en dos semanas diez o doce estafas, algunas de ellas considerables. Creo que incluso encontró quien le facilitase unos miles de soles para montar no sé qué comercio. Reconocí entonces que con aquella cara de tonto se podían hacer negocios. Que se lo preguntasen si no a los hombres de mi cuadrilla; a cada uno le había estafado algo.
En Lima, a raíz de la deplorable campaña de México, hice, en cambio, una temporada brillantísima. Debió influir en mi ánimo el ambiente. Lima era para mí como mi propia casa: allí tenía muchos y buenos amigos, de allí había salido mi mujer, me trataban con tanto cariño y encontraba tantas semejanzas con España, que reaccioné vivamente, y en todas las corridas que toreé tuve éxito. Es indudable que el toreo necesita un clima adecuado, el ambiente propicio que para producirse exige todo arte.
Tomé parte en cuatro corridas con Nacional y Valencia. Fueron otros tantos triunfos. Y una vez satisfecho mi amor propio y cumplidos mis compromisos, mandé para España a los hombres de mi cuadrilla: Catalino, Camero, Magritas, Maera y Calderón, y yo me fui con mi mujer a los Estados Unidos, por donde anduvimos correteando a nuestro antojo, libres de toda preocupación taurina. Ya era hora.