20. «… Y como ni a Joselito ni a mí nos mataba un toro…»

Me fui a Buenos Aires con mi mujer, creyendo que íbamos a disimularnos y perdernos en una gran ciudad cosmopolita en la que pasaría inadvertida nuestra presencia. Un torero recién casado es un espectáculo que yo me resistía a dar. Pero tuvimos mala suerte. A pesar de lo grande y lo varia que es la ciudad del Plata, fuimos a caer en el cogollo del españolismo y el propósito que teníamos de ocultar pudorosamente nuestra luna de miel quedó frustrado. Apenas llegamos al puerto y pisamos el hall del hotel, nos encontramos con Gómez Carrillo.

—¿Qué hace usted por aquí? —me preguntó.

—Vengo en viaje de boda.

—Yo también había venido a casarme. Pero no sé si lo haré. La novia no parece muy dispuesta. Quizá me marche mañana sin casar. ¡Allá veremos!

Y se alejó, con su aire cansado y elegante.

Gómez Carrillo les dijo a unos cómicos de la compañía de María Guerrero que yo estaba en Buenos Aires, los cómicos se lo contaron a los periodistas, los periódicos me publicaron retratos y caricaturas, los centros y las sociedades españolas nombraron comisiones que fueron al hotel a saludarme, y a los tres o cuatro días estaba en Buenos Aires como en la Puerta del Sol, rodeado de amigos y admiradores. Nuestro propósito de perdernos se había malogrado definitivamente.

Mi mujer y yo nos metíamos en un restaurante para cenar los dos solitos, divirtiéndonos con las lagoterías y los arrumacos de todos los recién casados; pero cuando más amartelados estábamos, levantábamos la vista y nos encontrábamos asaeteados por las miradas de quince o veinte curiosos, que se daban unos a otros con el codo, diciéndose por lo bajo:

—Es Juan Belmonte, el torero español.

Tuvimos que salir huyendo de Buenos Aires e irnos a Nueva York, donde nadie nos conocía ni había cómicos ni periodistas españoles que nos delatasen a los taurófilos de la colonia.

«¡Valiente sardina se ha traído Juan!»

Regresé a España en el otoño de 1918. Mi boda y mi ausencia fueron durante muchos meses la comidilla de los aficionados. Para casarme no me creí en el caso de contar con el consenso de la afición, y como además ni había puesto en antecedentes a nadie, ni había explicado al público un asunto que, pese a los deberes de la popularidad, consideraba estrictamente privado, se forjaron alrededor de mi matrimonio muchas leyendas y fantasías, con lo que conseguí precisamente lo contrario de lo que me había propuesto con mi reserva. Yo aspiraba a que mi boda pasase inadvertida, y me las arreglé de tal modo que durante una larga temporada no se habló en España de otra cosa. Un periódico publicó entonces una caricatura en la que aparecía el mariscal Hindenburg, muy pensativo, preguntándose: «¿Será verdad que se ha casado Belmonte?».

Así se explica que, cuando mi mujer y yo desembarcamos en Cádiz, nos encontrásemos rodeados de un inmenso gentío, que se apretujaba «para ver cómo era la mujer de Juan». En Sevilla, aunque procurábamos ocultarnos, y mi mujer, azoradísima, rehuía cuidadosamente toda exhibición, la curiosidad popular nos tenía puesto cerco, y en Triana fue verdaderamente espantoso el asedio de la multitud. Todas las mujerucas del barrio desfilaron delante de nosotros para satisfacer su curiosidad y decir, sin rodeos, su opinión sobre mi mujer. No he de ocultar, porque ellos tampoco la recataban, la decepción de la mayor parte de mis paisanos. Mi mujer no les gustaba. Las viejas comadres trianeras la miraban de arriba abajo y se marchaban rezongando: «¡Valiente sardina se ha traído Juan!».

Hace quince o veinte años, gustaban todavía en España unas mujeres gordas y hermosotas, cuyo arquetipo eran las camareras de café. El ideal nacional en punto a mujer era el «peso pesado», y no parecía razonable que un torero popular como yo lo contrariase. Pasados quince años, cuando ya todas las mujeres de España se parecen a la mía, es difícil comprender los caracteres de escándalo público que tuvo entonces el insolente desacuerdo con el canon nacional de belleza en que estaba aquella señorita extranjera, arbitrariamente convertida en la esposa de un torero famoso. «¿Es que ya ni las mujeres de los toreros van a ser como es debido?», pensarían irritados los castizos.

Nos fuimos a Madrid para instalar allí nuestra casa y también padecimos en la villa y corte el asedio de la curiosidad popular. Una tarde iba con mi mujer por la Puerta del Sol, y la gente, al darse cuenta de nuestra presencia, se arremolinó en torno de nosotros; a los dos minutos estábamos aprisionados por una masa humana infranqueable; se interceptó el tránsito rodado, vinieron los guardias, y mi mujer, avergonzada, juró no volver a salir a la calle conmigo.

Casado e instalado definitivamente en Madrid, me creía en el caso de ponerme a ajustar cuentas por primera vez en mi vida. Hasta entonces, yo había vivido en un régimen económico paradisíaco. Cuando no había tenido dinero me había quedado sin comer; a medida que empecé a tenerlo, lo fui gastando libremente, y como en aquellos primeros tiempos tenía más dinero que imaginación, no hubo para mí problema económico. Al final de cada temporada, Antoñito, mi mozo de espadas, me comunicaba triunfalmente que, a pesar de lo mucho que habíamos gastado, todavía teníamos algún dinero, y este curioso hecho me maravillaba y me daba la impresión de estar concienzudamente administrado. La administración de Antoñito era, en efecto, escrupulosísima. Cuando comenzaba la temporada, mi mozo de espadas se compraba un libro de caja, en el que a diario anotaba las entradas y salidas con todo detalle. Por ejemplo: «Día 17. Cobrado de la Feria de Valencia, 30.000 pesetas; pagado al limpiabotas, 0,50».

A fin de año, yo preguntaba a Antoñito: «¿Cómo estamos de cuentas?». Antoñito traía el dinero que le quedaba y el mugriento libro de caja, en el que todo estaba apuntado. Yo recogía el dinero y con ademán solemne rompía el libro de las apuntaciones, sin echarle siquiera una ojeada, cosa que a Antoñito le llenaba de un legítimo orgullo.

Servidumbre y clientela

Vive el torero rodeado de una servidumbre tan pintoresca y sujeto a las exigencias de una clientela tan compleja, que su régimen económico es siempre inextricable y desastroso. Yo entonces tenía tres administraciones: una en Madrid, la del apoderado, con su cortejo de negociantes y traficantes del toreo; otra en Sevilla, la de los deudos y familiares, cada vez más numerosos, y otra, en fin, que pudiéramos llamar de campaña, la del mozo de estoques.

El mozo de estoques es, como si dijéramos, el intendente general en campaña, y dispone de un verdadero ejército de aguerridos subalternos. Inmediatamente detrás de él aparece otro personaje también importantísimo, que es el titulado: «ayudante del mozo de estoques», quien a su vez se rodea de sus íntimos y de una tropilla de auxiliares de ocasión que ya no viajan con la cuadrilla, sino que se adscriben a ella temporalmente en cada plaza. Ya estos últimos servidores indígenas del torero son casi desconocidos para él y desde luego, irresponsables e insolventes. El matador dispone, por ejemplo, que se ponga un telefonema a alguien; el mozo de espadas confía el texto y el dinero a su ayudante, quien transmite ambas cosas «al que lleva los capotes»; éste, a un auxiliar indígena, y en la punta de este complicado sistema de servidumbre, hay un sinvergüenza que rompe el telefonema y se queda con el dinero.

Además de esta pintoresca caterva que le sigue en sus andanzas, tiene el torero en su sede que soportar el fardo de una nutrida clientela; pero no de lo que en el mundo moderno se entiende por cliente, sino clientela al modo clásico tal y como la padecían los patricios romanos.

Los deberes del torero famoso para con esta clientela suya son dilatadísimos, y los hay de orden puramente material o económico y aun de orden moral o espiritual. Mixto de ambos órdenes es uno de los deberes para mí más insoportables: el del padrinazgo en bodas y bautizos.

No sé por qué el torero tiene la obligación de ser una especie de padrino universal, y todo el mundo se cree con derecho a llevarle sus hijos para que se los bautice o los case. Yo me he resistido siempre, con heroísmo rayando en la grosería. Cuando, acosado por todas partes, he tenido que rendirme, ha sido mi hermano o alguno de los hombres de mi cuadrilla quien ha ostentado mi representación en la enojosa ceremonia. Ya he dicho que odio con toda mi alma las ceremonias.

Había en un pueblo, al que iba yo todos los años para torear en las corridas de feria, uno de estos «clientes» o admiradores míos, al que para mi desgracia le nació un hijo, del cual tenía yo que ser padrino, quieras que no. La primera vez que aquel hombre me lo propuso intenté zafarme diciéndole:

—No puedo bautizarte el chico; tengo la superstición de que todos los niños que bautizo se mueren.

—No me importa —replicó aquel hombre con parricida resolución.

Seguí resistiendo obstinadamente, pero el padre se negó a bautizar al chico como no fuese yo el padrino, y todos los años, cuando iba a torear a aquel pueblo, se presentaba en la fonda, llevando de la mano a la infeliz criatura, que crecía en la más despiadada paganía.

—Te lo traigo —decía en tono de reconvención— a ver si alguna vez se te mueve al alma y te decides a cristianarlo. Es una herejía lo que estás haciendo con el pobre niño.

Un año se presentó en la fonda con su niño al terminar la corrida, en la que un toro me había cogido y me había dado una cornada en la cara. Curado de cualquier modo en la enfermería de la plaza, me habían trasladado a la fonda para que esperase descansando la hora de salida del tren que me llevaría a Madrid, donde los médicos especialistas examinarían la herida y dictaminarían su importancia. Había el temor de que pudiese perder el ojo, y esta perspectiva de quedarme tuerto, unida a los intensos dolores que padecía, me tenían de un humor de perros. Llegó el benemérito papá llevando de la mano a su niño, se interesó por mi herida y, al saber que corría el riesgo de perder un ojo, dijo que él conocía un remedio infalible para estos casos. Consistía en aplicar al ojo lesionado un pedazo de carne cruda, y tanta fe tenía en ello que decidió ir él mismo al matadero de reses a buscar la piltrafa que había de salvarme el ojo. Antes de irse cogió al niño, lo subió a la cama en que yo estaba revoleándome de dolor y lo acostó a mi lado. Apenas se marchó empezó el niño a llorar y a llamarle. Yo no sabía qué hacer con aquella criatura. Si aquel día no cometí un infanticidio, no lo cometeré ya nunca.

En torno al torero se mueve la humanidad más extraordinaria y pintoresca que puede imaginarse. Toda mi vida recordaré a un sevillano, pariente de mi apoderado, Juan Manuel, que éste se trajo a Madrid con el propósito de favorecerle, ya que su situación económica era desastrosa en Sevilla; tratábase del auténtico «cliente».

Era el tal un sevillano neto, de ésos para los que no hay nada en el mundo como su Sevilla. Aunque en Madrid vivía cómodamente bajo la protección de mi apoderado, que lo tenía a mesa y mantel, sin más preocupación por su parte que la de descubrir dónde se vendía buen aguardiente de Cazalla, no conseguíamos que se aclimatase, y todo cuanto veía le parecía mal. Como no tenía nada que hacer, sacaba una silla y se sentaba a la puerta de su cuarto, en el rellano de la escalera. Cada vez que subía o bajaba un vecino, el buen sevillano le saludaba con la mejor de sus sonrisas, dispuesto a pegar la hebra.

—¡Vaya usted con Dios, vecino!

El vecino, que venía malhumorado de su oficina o de donde se le antojaba, contestaba con un gruñido o no contestaba siquiera al saludo cordialísimo del pobre sevillano expansivo, quien se maravillaba de la grosería y adustez de los madrileños.

Un día estábamos juntos Juan Manuel y yo, cuando se presentó de improviso.

—Vengo a decirles que esta misma noche me marcho a Sevilla.

—¿Pero qué te pasa? ¿No tienes todo lo que necesitas? ¿Qué más quieres?

—¡Quiero un poco de conciencia! —gritó—. Yo no puedo seguir viviendo en esta tierra. Me voy a mi Alameda, a mi Sevilla de mi alma, donde hay gente con corazón. Esto es vivir entre salvajes.

—¿Pero qué te ha pasado, hombre?

—Que yo no vivo tranquilo en un sitio donde se muere el vecino del piso de arriba y el de abajo no se entera. Que yo estaba esta mañana sentado a la puerta de mi cuarto esperando a que bajara el vecino para darle los buenos días y, en vez de bajar el vecino por sus pies, han bajado la caja de palo en que se lo llevaban. ¿Somos hombres o somos bestias? En Sevilla, cuando se muere un vecino, se entera toda la vecindad y se le hace un velorio como Dios manda, y se pasa la madrugada hablando de él, y contando sus cosas, y llorándole, y sintiéndole, y si a mano viene, tomándose una copita de aguardiente a su memoria. ¡Lo que es de ley, señor! Pero eso de que a uno lo guarden, de la noche a la mañana, como se guarda un trasto que ya no sirve, no lo consiento, ¡ea! Que me voy a morirme a mi Alameda, a mi barrio, a donde haya unos vecinos que vengan a mi velatorio y lloren por mí. ¡Que no se muere un perro, señor!

Y se fue a Sevilla porque no le habían dado parte de la muerte de un vecino, y porque quería que en su velatorio se contasen sus ocurrencias y se bebiese aguardiente de Cazalla.

El sentido de la responsabilidad

Aquel año de 1919 estuve unas semanas en el campo entrenándome y empecé a torear a primeros de febrero. Ha sido el año que más he toreado. A pesar de haber perdido doce corridas por diversas causas, toreé ciento nueve y estoqueé doscientos treinta y cuatro toros.

Estaba en todo mi apogeo. Poco a poco había ido adquiriendo una destreza profesional y una seguridad de la que yo mismo no me hubiese creído capaz años antes. Estaba en plena forma y toreaba con un aplomo y un dominio que nunca había tenido de manera tan continuada. Salía a tres o cuatro corridas por semana, cruzaba España de punta a punta constantemente, y, a pesar de este enorme esfuerzo físico, me encontraba descansado, firme, cada vez más seguro de mí mismo y más dueño de mis facultades. Tuve sólo dos o tres percances de poca importancia. El año 1919 fue el mejor año de mi vida torera, el más completo y el de mayor rendimiento económico. Y, sin embargo… íntimamente, en lo más hondo de mi ser, fue aquél el año más angustioso, el de más dolorosas vacilaciones y mayor desfallecimiento espiritual. Para explicar esta flagrante contradicción entre lo que aparentaba y lo que por dentro me sucedía, tengo que insistir en mi convicción de que el toreo es fundamentalmente un ejercicio de orden espiritual y no una actividad meramente deportiva. No bastan las facultades físicas. Coincidiendo con el apogeo de mi fama y con el máximo rendimiento —ciento nueve corridas toreadas— empecé a sentir una mortal desgana, un pavoroso desaliento y un íntimo hastío hacia aquello que a diario practicaba. Cuando estaba toreando y veía pasar al toro arriba y abajo una y otra vez llevado por los vuelos de la muleta, tenía la impresión de estar haciendo algo definitivamente estúpido, sin sentido alguno. Aquello no tenía objeto. Era aburrido, triste, monótono. Sentía ante los toros la misma desgana que el albañil ante el tajo, el oficinista en su bufete o el zapatero en su portal. Empezaba a faltarme el entusiasmo.

A medida que crecía mi dominio profesional disminuía el íntimo fervor con que antes toreaba. Aquella desgana me producía una tortura indecible, porque simultáneamente yo había empezado a tener un sentido de la responsabilidad y del espíritu de continuidad que antes no tenía y me preocupaba ya profundamente el prestigio del nombre y el deber de mantenerlo a una misma altura. Estaba toreando con la mejor buena fe y de improviso me daba cuenta de que aquello no valía para nada. La faena se me quedaba cortada y advertía con absoluta precisión el momento crítico en que el triunfo se me escapaba de entre las manos sin que fuese capaz de hacer el esfuerzo espiritual necesario para retenerlo. El público no advertía nada de esto. Es decir, no advertía, como yo mismo, que a lo largo de la faena había llegado al momento álgido y lo había dejado pasar sin conseguir que el esfuerzo de la lidia cristalizase en algo definitivo, en ese instante de emoción que no se olvida ya nunca. Me veían torear bien, valiente, seguro, maestro en el oficio y dueño en todo momento del toro y de mí mismo, y por todo ello me aplaudían con entusiasmo en casi todas las corridas. Pero aquel instante sublime, aquella transfiguración que súbitamente experimentaba en los primeros tiempos, no los lograba ya más que muy de tarde en tarde. Creo que fue aquél el momento más crítico de mi vida taurina. Al entusiasmo desbordante, al fervor y a la iluminación de los primeros años sucedía la necesidad reflexivamente impuesta de torear bien, no por un arrebato lírico del instante, sino por un agudo sentido de la responsabilidad contraída y del prestigio conquistado. Al nudo en la garganta que antes sentía cuando me iba hacia el toro, sustituía ahora un grave y penoso concepto del deber. Triunfar así era más difícil, más doloroso. Ya digo que muchas tardes, en medio de grandes ovaciones, me asaltaban un desaliento y una tristeza invencibles. Y es que positivamente resulta más difícil ser héroe en una hora que cumplir a lo largo de toda la vida con el deber que se nos ha impuesto.

Vencer aquellas íntimas vacilaciones, mantener a través de los años una línea de conducta decorosa y dar a mi arte un sentido de continuidad es uno de mis mayores orgullos.

«… Y como ni a Joselito ni a mi nos mataba un toro…»

Pero el público de los toros no estima tanto este difícil sentido de continuidad como los altibajos del trance heroico. Las multitudes llevaban ya demasiado tiempo llenando las plazas para verme torear y se cansaban precisamente de la exactitud y la corrección con que procuraba ejercer mi arte. Lo mismo que a mí, y quizá en mayor grado, le ocurría a Joselito con el público. Manteniendo viva la competencia a lo largo de varias temporadas, habíamos llegado ya a un cierto grado de dominio en nuestro arte que nos permitía dar una sensación de seguridad y dominio tales que el riesgo del toreo parecía no existir.

Ya en este tiempo, Joselito y yo estábamos íntimamente unidos. Toreábamos juntos cuarenta o cincuenta corridas al año, y fatalmente nos encontrábamos hombro a hombro en el tren, en los hoteles, y con el capote desplegado en el ruedo cuando llegaba el momento de peligro. Joselito era en la plaza el compañero más celoso, y su capote era siempre el primero que volaba en socorro del camarada.

En aquellas últimas temporadas pude ir advirtiendo la evolución que la vida iba trazando en su carácter. Joselito era en los primeros tiempos un muchacho lógicamente endiosado, para el que la vida no había tenido más que deslumbramiento. Rodeado siempre de un mundillo exclusivamente taurino, en el que el torero es una especie de divinidad incontrovertible, carecía de la humanidad y la honda comprensión que da la lucha con un medio hostil y el choque con los que no piensan como nosotros. Pero a medida que fue viviendo y hallándose a solas frente a frente con el mundo y con la adversidad, fue humanizándose. El tránsito del muchacho al hombre que se operó en Joselito muy marcadamente, lo advertí yo mejor que nadie, quizá por la índole especialísima de la situación en que nos hallábamos el uno respecto del otro.

En aquella temporada de 1919, cuando nos encontrábamos a solas en los trenes, charlábamos íntimamente con una fraternidad y un cariño que hubiese parecido imposible a gallistas y belmontistas. Joselito me hablaba a pecho descubierto de sus preocupaciones, de su lucha con los públicos, que era también la mía, e incluso de sus desazones sentimentales. Me atrevería a decir que la mayor cordialidad de Joselito, su más íntimo y humano acento, coincidieron con sus estados amorosos, en los que aquel hombre mimado por la fortuna y el éxito no tuvo, en cambio, ninguna dicha. Joselito estaba desesperadamente enamorado de una aristocrática señorita andaluza, hija de un famosísimo ganadero, que se oponía tercamente a aquel enamoramiento. Era aquél el primer obstáculo insuperable que en su vida encontraba el torero, acostumbrado a triunfar siempre, y el reconocimiento de su impotencia para reducir la voluntad de hierro de aquel padre encastillado en sus prejuicios de casta le desesperaba y enloquecía.

Uníanse a esta infelicidad amorosa aquellas graves preocupaciones que el ejercicio de nuestro arte nos traía. A Joselito, como a mí, le preocupaba hondamente la necesidad de seguir triunfando, de mantener indefinidamente el nombre y la gloria a tan dura costa conquistados.

Pero los públicos empezaban a cansarse de nosotros precisamente por la sensación de seguridad, de dominio y de eliminación del riesgo que habíamos conseguido dar. Esto, como digo, era todavía más grave para Joselito que para mí, porque daba más aún que yo la sensación de que toreaba impunemente. Y aquel torero que había gozado como ninguno del favor de los públicos, se desesperaba al ver que las multitudes se volvían injustamente contra él. La gente veía que una y otra vez, y veinte, y ciento llenábamos las plazas, y como ni a Joselito ni a mí nos mataba un toro, empezó a considerarse defraudada, hiciésemos lo que hiciésemos. Tal sensación de seguridad dábamos en los ruedos, que el espectador llegó a creer que le estábamos robando.

La víspera de la tragedia de Talavera de la Reina, Joselito y yo toreábamos en la plaza de Madrid. Ocurrió aquella tarde algo que conmovió profundamente a mi compañero y le produjo una gran amargura…