Yo la vi y ella me miró;
en la mano llevaba una flor
(Cantar popular de la Montaña.)
La verdad de mi casamiento es más sencilla y menos bonita de como el periodista norteamericano la ha imaginado. Vi a mi mujer, por primera vez, en una corrida de toros; nos presentaron después en una de aquellas amables reuniones de la sociedad limeña, flirteamos un poco en el teatro, y hasta nos hablamos alguna vez por teléfono. Todo aquello era de una perfecta vulgaridad y carecía en absoluto de interés novelesco. Hubo un día, sin embargo, en el que aquel jugueteo amoroso tomó de improviso un hondo y patético sentido.
¿Qué pasó? Nada, no pasó nada. Salía yo a la calle una mañana y me había quedado parado en la acera, cuando la vi venir. Avanzaba hacia mí sonriente. «Yo la vi y ella me miró; en la mano llevaba una flor.» Tuve en aquel instante una extraña sensación de plenitud, seguridad y satisfacción. Ni sobresalto ni vacilación. Aquella mujer era mi mujer. Me pareció que hasta entonces había andado por el mundo buscando algo que en aquel momento acababa de encontrar. No es fácil para mí reflejar un sentimiento como éste. Los enamorados hablan siempre de sus enamoramientos con gran énfasis lírico y un verbo arrebatado. Yo sólo sé decir que como el ciego que abre los ojos a la luz, o el incrédulo que encuentra su camino de Damasco, una grata sensación de paz y sosiego llenó mi espíritu al descubrir en aquella mujer a la que había de ser para siempre la mía. Mucho tiempo después me ha contado ella que también tuvo aquel día, al verme, la misma sensación indefinible. «No sabría explicarte lo que sentí —me ha dicho mi mujer—; pero sí recuerdo que, al pasar junto a ti aquella mañana, tuve el impulso de entregarte una rosa que llevaba en la mano. Pero no me atreví. ¡Hubiera sido tan inconveniente!»
Y véase cómo en aquella leyenda difundida por el periodista norteamericano había, efectivamente, una rosa que era de verdad. En todas las leyendas pasa lo mismo. Siempre hay algo que es verdad, aunque la verdad de las leyendas no suele tener más volumen que el de una florecilla que ni se da ni se toma, ni juega más papel que el de abrirse y deshojarse un día, tan lleno de sentido, que su sencillo tránsito es, para alguien, inolvidable. Todo lo demás es literatura.
Como yo estaba enamorado, el tiempo se me iba sin sentir y, entre las suavidades del noviazgo y los triunfos de las corridas, pasaban los días felizmente, sin que me preocupase lo más mínimo la necesidad de volver a España. Se acababa la temporada y mi cuadrilla empezaba a sentir cierta inquietud por el regreso. A mí, en cambio, me parecía absurda la idea de marcharme, y me ponía de mal humor cada vez que me recordaban la inminencia del viaje. No veía la necesidad de marcharme de allí. España estaba lejísimos, casi en los antípodas. Esto de que los de Triana fuesen los antípodas no lo aceptaban de ninguna manera mis banderilleros trianeros, para quienes los antípodas seguían siendo los limeños. Yo, sí; como en Lima me había enamorado, me parecía que Lima era mi verdadero centro, y consideraba ya a los trianeros como remotos pobladores de un país novelesco, como a unos antípodas cualesquiera. Los muchachos de la cuadrilla, al oírme discurrir así, cuchicheaban por los rincones, diciéndose que yo estaba más loco que una cabra.
Terminó definitivamente la temporada taurina de Lima, y no hubo más remedio que pensar en el viaje. Tenía, además, contratadas en Venezuela varias corridas y había de salir cuanto antes. Con la inminencia de la partida, el problema de mi enamoramiento exigió un desenlace fulminante. Pensé en raptar a mi novia y fugarme con ella, abandonándolo todo. Un rapto así escapando con mi amor a la grupa de mi caballo, hubiera satisfecho plenamente al periodista norteamericano, mi biógrafo; pero en Lima, desgraciadamente, yo no tenía caballo. Y por no tenerlo tuve que casarme, solución que parecía bastante más asequible.
Me horrorizaba, sin embargo, la idea de casarme. Por más que le daba vueltas no me acostumbraba a la idea de verme vestido de chaquet ante un cura. Siempre he tenido una repugnancia instintiva a las ceremonias. Odio con toda mi alma las bodas, los bautizos, los entierros y las recepciones. En los entierros, aun los de personas queridas, me entra una risa que no sé sofocar. Descubrí entonces que, mientras yo iba a Venezuela, otro se podía casar por mí, y aquello me gustó mucho. Me casé, pues, por poderes, con lo que eludí la enojosa ceremonia. No estuve en mi boda, no he estado en los bautizos de mis hijas, no he ido a ninguna de las ceremonias a que me han invitado, y sospecho que ni siquiera voy a estar en mi entierro.
Para ir a Venezuela, donde teníamos contratadas dos corridas, había que pasar por Panamá, y a nuestro empresario se le ocurrió que podíamos organizar allí otra corrida, en la que actuaríamos Chiquito de Begoña y yo. En Panamá, las corridas son siempre sin picadores, y pensamos que para los indígenas sería una gran novedad la suerte de varas. Como los picadores venían en nuestras cuadrillas, la única dificultad estaba en encontrar caballos.
Era conserje de la plaza de toros de Panamá un cordobés castizo; hombre grave y sentencioso, como buen cordobés, que llevaba allí cerca de veinte años.
—¿Qué ha hecho usted aquí tantos años, compadre? —le pregunté el día que nos conocimos. Movió lentamente la cabeza y respondió:
—Llevo aquí veinte años enseñando a los que vienen de España a no dejarse engañar por esta gente…
Hizo una pausa, tragó saliva y agregó:
—Y al final, todos me han engañado a mí.
Su serena resignación ante la ingratitud humana bastaba para identificarle como paisano de Séneca.
Por no ser menos que los otros y por no malograr su senequismo, le engañamos nosotros también. No encontrábamos caballos para dar la corrida con picadores, y le pedimos que nos prestara dos jacos que él tenía para repartir leche, industria con la que se ayudaba, ya que el cargo de conserje de la plaza no debía darle bastante para vivir. Al principio se negó alegando el gran cariño que había tomado a sus pobres pencos, pero nosotros le convencimos de que nada malo podía pasarles. Nuestros picadores eran diestros en el oficio, se pondrían a las varas unas puyas muy grandes y, como además, el ganado del país era de media sangre, podía descontarse que los dos caballejos saldrían indemnes. El buen cordobés, convencido, puso sus dos jacos en manos de nuestros picadores, después de hacer a éstos mil recomendaciones para que a toda costa defendiesen las vidas de sus queridos pencos. Había uno de ellos que atendía por «Pabilo», al que quería el cordobés más que a las niñas de sus ojos.
Pero como en una corrida nada es previsible, apenas salió a la plaza el primer toro y antes de que pudiésemos darnos cuenta de la tragedia, los dos caballejos del cordobés estaban despanzurrados. Uno de ellos, precisamente el «Pabilo», al sentirse herido, emprendió una desesperada carrera; salió del ruedo y de la plaza, no sé cómo, y con las tripas colgando echó a correr por las calles de Panamá, y se fue a las casas adonde diariamente iba a repartir las cántaras de leche. Fue un episodio bochornoso y tristísimo. El pobre cordobés se tiraba al suelo y se arañaba el rostro de desesperación, llorando la muerte espantosa de su amado «Pabilo», nos quería matar. Toda la noche se la pasó gimiendo: «¡Ay, mi "Pabilo"!».
Desde Panamá fuimos a Venezuela. Ya en aquellas travesías, los quince toreros, después de muchos meses de andar mundo adelante, habían perdido el ímpetu de los primeros tiempos y tenían un aire tristón de gente apabullada por la morriña. Yo, como estaba enamorado, me encerraba en mi camarote, a solas con mi enamoramiento. Mi cuadrilla se pasaba las horas muertas mirando al mar y pensando en Sevilla.
—¿Qué hora es? —preguntaba uno.
—Por la catedral, son las siete menos cinco —replicaba otro.
—Las siete y diez por la plaza Nueva —corroboraba el tercero.
Porque los sevillanos que iban conmigo se obstinaban en llevar sus relojes por el horario de Sevilla, que era el bueno, según ellos. En todo el mundo no había hora más cierta que la del reloj del Ayuntamiento de Sevilla o la que cantaban las campanas de la Giralda que, aguzando el oído, se hacían la ilusión de escuchar a lo lejos.
—¡Las siete! Ya hay pescado frito en la Europa —recordaba alguno.
—Las aceituneras y las corchotaponeras han salido ya de las fábricas. Pronto estará llena de mocitas la Alameda.
—¡Aquéllas sí que son mujeres!
—¡Cómo estará ya a estas horas el Altozano!
—¿Te acuerdas de las medias cañas de Valbanera?
—¿Y de los «sordaos de Pavía» del Postigo?
—¡Ay, mi Triana!
—¡Ay, mi Sevilla!
Y terminaban llorando, o poco menos.
Yo me tumbaba en la litera a soñar. Por aquellos días debía celebrarse en Lima mi casamiento. Un señor muy decorativo, vestido de punta en blanco se casaría por mí, y dentro de poco iría a reunirme con mi mujer en Panamá, donde habíamos quedado citados. ¡Casado! ¡Mientras mis camaradas evocaban Sevilla con lágrimas en los ojos, yo no pensaba más que en mi amor! Una noche, llevado por el ansia de dar expansión a mis sentimientos, salí del camarote, me fui al escritorio y me puse a escribir a mi novia una carta larga, larga… Era una de esas noches del trópico, en las que una atmósfera caliente nos excita y enerva, mientras una Luna grande y roja se acuesta en el mar con mucha prosopopeya. Antoñito, mi mozo de estoques, fue a buscarme al camarote, y le extrañó no encontrarme. Me buscó por todo el barco, sin dar conmigo, y, alarmado, fue a dar cuenta a los camaradas de mi incomprensible desaparición. Mi conducta en los últimos tiempos debía parecer muy extraña y sospechosa a los hombres de mi cuadrilla. Yo no les había puesto en antecedentes de mi enamoramiento, ni de mis proyectos de boda, y maliciándose algo raro, todo cuanto me veían hacer les parecía sospechoso. Por lo visto, me creían capaz de cualquier locura y, al decirles Antoñito que yo había desaparecido, se les ocurrió que, dadas mis rarezas, muy bien podía haberme dado la ventolera de tirarme de cabeza al mar. Hasta del suicidio me creían capaz. Dando por cierto, desde luego, lo que su imaginación excitada por la distancia y la curiosidad había supuesto, promovieron una gran alarma e hicieron incluso que el barco se detuviera para salvarme. Cuando, al fin, me encontraron en el escritorio, teniendo por delante un montoncito de plieguecillos escritos con letra menuda, se sorprendieron mucho de que no fuese verdad lo que habían inventado. No las tenían todas consigo. Yo no estaba en mis cabales. Alguno propuso incluso que se me encerrase para que no pudiese hacer ninguna locura.
Al llegar a Venezuela desembarcamos en Puerto Cabello, donde nos esperaban dos automóviles enviados por uno de los hijos del presidente de la República, general Gómez, para llevarnos directamente a una finca suya de Maracay, y evitarnos así el tener que dar la vuelta por La Guaira y Caracas.
En la finca del general Juan Vicente Gómez nos recibieron dos hijos suyos, fuertes mocetones, muy aficionados a los toros y a las faenas ganaderas, los cuales habían preparado una original bienvenida a los toreros españoles. Cuando los automóviles en que íbamos llegaban a la finca, vimos a uno de los hijos del general, jinete en un soberbio caballo, correr por el campo acosando a un novillo; iban a carrera abierta la res y el caballo, cuando el jinete, haciendo una habilísima maniobra, cogió por la penca del rabo al novillo, y con una destreza y una fuerza sorprendentes lo volteó en el aire. Fue una bellísima escena campera, que nos deslumbró.
La finca del general era inmensa. Se criaban en aquella interminable dehesa millares de reses, con las que el general abastecía a grandes empresas norteamericanas de carne congelada. Todos los días había que apartar docenas y docenas de novillos para la exportación, y la faena de escogerlos y encerrarlos en los corrales nos proporcionaba ocasión constante de torear a los que salían bravos. El general, hombre de campo ante todo, a quien era más grato el ajetreo de su hacienda que el cuidado del Gobierno, vivía casi todo el año en aquella finca, haciendo la misma vida de un ganadero andaluz. Sus hijos eran como él, muy aficionados a la ganadería, y a diario salíamos con ellos a la dehesa para dirigir y ayudar a los peones en sus tareas. Se formaba una tropilla de veinte o treinta jinetes, que se adentraba por aquel campo salvaje y grandioso de Venezuela para acosar el ganado y moverlo. Toreábamos a cuantas reses embestían y al atardecer volvíamos al poblado rendidos de bregar, con las pupilas dilatadas de abarcar inmensidades, y la sangre hirviéndonos en el pecho. Descansar de las galopadas bajo aquellos sombrajos de palma sin soltar las riendas del caballo, mientras los dados saltaban del cubilete y los montoncitos de oro pasaban de mano en mano a cada albur, ante la admiración de peones y vaqueros, aquella gente brava, que comentaba las jugadas con frases como latigazos, era para mí gozar de una vida más recia, más intensa y viril de la que por el mundo se vive.
Juan Vicente Gómez, riquísimo hacendado, general y presidente de la República de Venezuela, me tomó pronto un gran afecto. Amante del campo y de la ganadería, le gustaba verme bregando con las reses en su finca. Allí se pasaba los días contemplando cómo sus hijos y yo toreábamos y corríamos a caballo. No iba casi nunca a la capital. Yo tampoco iba más que los sábados para torear el domingo y volverme a la dehesa con el general y sus hijos. En aquella residencia campestre del presidente de la República no había etiqueta. El viejo andaba por la casona como cualquier hacendado andaluz por su cortijo. A veces venían de Caracas los ministros y los altos funcionarios para despachar con el general, y se lo encontraban entregado a las faenas del campo, como un manijero cualquiera. A pesar de su terrible fama, daba la impresión de un hacendado que no se preocupa más que de su campo y su ganadería. Le divertían mucho las cosas más simples. Por entonces se había hecho llevar de los Estados Unidos un sillón de barbería con muchos niquelados y articulaciones, y estaba con él como un chiquillo con un juguete nuevo. Me tomó tanto cariño, que quiso regalarme unos terrenos para que afincase en Venezuela y no me marchase. No los acepté. Después ha resultado que en aquellos terrenos se han descubierto unos grandes yacimientos de petróleo.
Recientemente he recibido una carta en la que se me invita en nombre del general a ir de nuevo a Venezuela. Me dicen que ha hecho construir una plaza de toros en Maracay, y que no quiere morirse sin verme torear otra vez. No tendré más remedio que ir.
Entonces yo estaba deseando irme a Panamá para reunirme con mi mujer. En aquellos días los alemanes habían torpedeado unos barcos norteamericanos, y en los puertos no se daban noticias de la entrada y salida de buques, por lo que pasaban los días y yo no encontraba la ocasión de marcharme. Los hijos del general, a quienes conté lo que me pasaba, me dijeron:
—No te apures; se lo diremos a papá y que dé orden para que un buque de guerra te lleve.
El general se mostró, efectivamente, dispuesto y llamó al ministro de Marina o al almirante de la escuadra venezolana para que un buque de guerra me llevase a Panamá; pero aquello me pareció excesivo y, agradeciéndoselo mucho, no lo acepté. Me fui a La Guaira y embarqué en el primer buque que llegó: era español e iba a Panamá, pero dando la vuelta por Puerto Rico y Cuba.
En Puerto Rico habían copiado las precauciones de los norteamericanos contra los espías con una escrupulosidad grotesca. Primero nos tuvieron toda una noche encerrados en un barracón del puerto, seguramente para que madurásemos. Luego vinieron unos detectives, muy bien caracterizados y con unos ratimagos graciosísimos, pretendiendo sonsacarnos no sé qué terribles secretos de guerra. Registraron nuestro equipaje, prenda por prenda, examinaron los libros que yo llevaba, página por página y hasta miraron una por una las hojitas de un librito de papel de fumar que me encontraron. Nos hicieron desnudar y nos pasaron una esponja por el cuerpo para ver si llevábamos algún mensaje escrito en la piel. No creo que los cuarteles generales de los ejércitos aliados estuviesen vigilados con tanto celo como el que ponían aquellos detectives morenitos en la vigilancia de su isla.
En Cuba están prohibidas las corridas de toros y, aunque hay allí millares de españoles que rabian por ver torear, el Gobierno, dócil a las excitaciones de la Sociedad Protectora de Animales, persigue inflexiblemente cualquier intento de infracción. Cerca de La Habana hay una placita de toros que se utiliza para encerrar el ganado que llevan al matadero, y en algunas ocasiones se ha intentado por los aficionados españoles lidiar allí clandestinamente algunos novillotes de media sangre; pero había en La Habana una vieja dama, benemérita presidenta de la Sociedad Protectora de Animales, que andaba siempre con cien ojos para impedir que en la isla de Cuba pudiera verse la barbarie de una corrida de toros mientras ella alentase.
A mí me perseguía la vieja implacablemente. Desde el momento en que se enteraba de mi llegada a Cuba por las listas de pasajeros que publicaban las compañías de navegación, se ponía en campaña, y sus sabuesos no me dejaban ni a sol ni a sombra, frustrando todos los intentos de los aficionados cubanos para que yo torease.
Pero aquella vez la vieja no se enteró y, en cambio, supo mi estancia en Cuba un asturiano, ferviente admirador de las corridas de toros, que rabiaba por verme torear. Era un químico notable que llevaba muchos años en La Habana, donde había conseguido una posición social muy destacada. La gran ilusión de su vida era verme torear. Apenas dio conmigo, me propuso que a la mañana siguiente fuésemos a la placita, donde ya lo tenía todo arreglado, para que de ocultis soltasen unos novillos de los que iban al matadero, a ver si alguno quería embestir. El pobre químico asturiano lo preparó todo con gran sigilo para burlar a los agentes de la vieja que, si se enteraban, nos delatarían a las autoridades y nos dejarían sin torear. Creo que aquel hombre no durmió aquella noche, de ilusionado que estaba.
A la mañana siguiente, cuando me disponía a ir a la placita, surgió otro inconveniente. El buque zarpaba a primera hora de la tarde, la plaza estaba lejos, y yo corría el riesgo de quedarme en tierra. El químico resolvió también la dificultad catequizando al capitán del buque al que maldito lo que le interesaban los toros, para que viniese con nosotros. Metimos al capitán en un coche y nos fuimos con él a torear. Para que nadie pudiese delatarnos, el asturiano había hecho que su mujer y su hija se fuesen muy temprano a la placita y trabajasen durante dos o tres horas en arreglar un poco el piso. A tales extremos llegaba su locura.
Toreé lo mejor que pude aquellos toretes mansos. Toreó también el químico, y nunca he visto a un hombre más fuera de sí, más entusiasmado… Se revolcaba por el suelo, besaba la arena de la plaza, lloraba de alegría.
—¡He visto torear a Belmonte! —gritaba al regreso—. ¡Abajo la Sociedad Protectora de Animales! ¡Muera su vieja presidenta! ¡Viva Belmonte!
Llegamos al puerto tres horas después de la señalada para que nuestro buque zarpase. El capitán, al que habíamos retenido con engaños, estaba furioso. Pero el químico asturiano nos despedía saltando como un loco y gritando:
—¡He visto torear a Belmonte!
Llegué, al fin, a Panamá, y allí estuve unos días, esperando a mi mujer, que venía de Lima. Los hombres de mi cuadrilla habían regresado a España, y sólo me había acompañado hasta allí mi mozo de espadas, Antoñito, quien a poco se desmaya cuando le dije que tenía que quedarse allí, sólito, en espera de un buque que le trajese a España. La perspectiva de verse solo, tan lejos de su Triana de su alma, le horrorizaba.
—No te vayas, Juan —me decía con acento desgarrador—. Mira que yo no sé volver; mira que yo me muero aquí sin dar con el camino de España.
Recuerdo que charlábamos paseando por una avenida de Panamá, en la que había una estatua de Colón, y Antoñito, al verla, se encaró con don Cristóbal y le dijo:
—¿Y para que me pase esto descubriste tú América? ¡Ya te podías haber estado en tu casa quietecito, so malange!
El abatimiento de Antoñito era absoluto. Se había hecho amigo del cónsul de España, y una tarde fue a buscarle, y muy seriamente le preguntó:
—¿Cuánto cuesta embalsamar un cadáver y mandarlo a España?
El cónsul, extrañado, no tuvo más remedio que echar las cuentas por encima y decirle una cifra a Antoñito. Éste sacó la cartera, contó la cantidad señalada por el cónsul, y le dijo:
—Tome usted y júreme por todos sus muertos, por la gloria de su padre y la salud de su madre que, si me muero en Panamá, hace usted que me embalsamen y me manden a España. Yo no quiero que me entierren aquí, ea.
El cónsul no sabía qué replicar. Antoñito sacó después su reloj de oro y se lo mostró.
—Júreme también que mandará a mi madre este reloj. ¡Que no se le pare! Tiene la hora de Sevilla, la buena, la de la plaza Nueva.
¡Pobre Antoñito! Llorando a lágrima viva le dejamos en el puerto de Panamá. Con sus ahorrillos se había comprado en Lima dos brillantes, y se obstinaba en que se quedase con ellos mi mujer, como regalo de boda.
—¡Para qué los quiero yo! —gemía—. ¡Si no saldré vivo de aquí!
Cuando mi mujer y yo nos vimos solos, fuimos al puerto y preguntamos para dónde salía el primer barco. Salían dos a la misma hora: uno para China y otro para la Argentina. Echamos a cara o cruz nuestra decisión y, afortunadamente, tres días después estábamos en Buenos Aires.