Desembarcamos en Cuba, después de cumplir las penosas formalidades aduaneras y policíacas que imponía la guerra, y nos encontramos a la ventura en La Habana, pues, como iba diciendo, nuestro extraordinario empresario se había quedado súbitamente sin dinero, y con una tropa de quince toreros a los que alimentar y transportar a sus expensas. Esperaba nuestro hombre que su socio de Lima le enviase dinero a Cuba para seguir el viaje; pero, fuese por las dificultades de la guerra o por alguna otra causa menos general, lo cierto fue que las pocas moneditas de oro que le quedaban se las llevaron las docenas de faquines negros que estuvieron porteando nuestro voluminoso equipaje a través del dédalo de las oficinas del puerto. Y allí, en La Habana, nos quedamos, con el día y la noche por todo caudal.
Apenas desembarcamos, me encontré con un tipo español maravilloso, que se me presentó vestido solemnemente de levita y tocado con una refulgente chistera, para decirme que era admirador mío. Era aquel hombre lo que los americanos llaman un «promotor», y nosotros un arbitrista. Tenía una gran vitola, y era personaje de mucho empuje; ya habrá ocasión de hablar de sus andanzas por América. Mi extraordinario admirador se obstinó en invitarme, y, quieras que no, me metió en un taxi y me llevó a su casa. En el trayecto, el chófer, un negrazo grande y fuerte como un castillo, discutió con mi enchisterado mentor sobre si se podía o no pasar por determinada calle. Disputaron violentamente el español y el negro, y llegó la cosa a tal extremo, que nuestro compatriota se apeó enfurecido, depositó la chistera en el asiento del taxi, se quitó la levita y se remangó, dispuesto a entablar un match de boxeo. El negro se apercibió igualmente para la lucha a puñetazo limpio y, mientras tanto, yo me tiré del taxi, y, como dicen en la Alameda, «cogí piera», dispuesto a defenderme a pedrada limpia si las cosas venían mal dadas.
Ocurrió entonces la cosa más sorprendente que he visto. El español, después de unas cuantas posturas y unos jeribeques extraños, logró meterle el puño en las narices al negro, que se tambaleó y empezó a sangrar. Al sentir el dolor, el negro se limpió con la manga el morro sangrante y, levantando la mano a la romana, depuso su actitud, se colocó resignado en el volante y, dócilmente, sin decir palabra, entró con su taxi y con nosotros por la calle aquella que se había negado a pasar. Jamás he visto más palpablemente la eficacia de un buen puñetazo. Lo que no me explico es por qué esperó a que se lo diesen.
El empresario de Lima era hombre de grandes arbitrios y apenas transcurrieron unas horas de incertidumbre, vino a comunicarnos que saldríamos inmediatamente con rumbo a Panamá en un buque español que estaba anclado en el puerto. No sé concretamente cómo se las arreglaría. Sí advertí que aquel solitario, que había sido el pasmo de las floristas y los limpiabotas de Madrid, no lucía ya en su mano gordezuela.
El barco español que debía llevarnos a Panamá era un navío antiquísimo que surcaba los mares lentamente, regido con gran prosopopeya por su capitán, un viejo marino muy bien caracterizado, que era tal y como se representaba a los viejos marinos en las zarzuelas. Nos recibió con cara feroche, y tuvo mucho empeño en decirnos que los toreros no le hacíamos ninguna gracia, y que no había ido en su vida a una corrida de toros.
El régimen de vida que se seguía en aquel barco justificaba aquellas advertencias, porque el viejo capitán era algo así como el tío de la tripulación y el pasaje. Sobre cuantos íbamos en su barco ejercía nuestro tío el capitán una especie de tutela paternal. No le gustaron al principio las escandaleras que promovían los quince toreros que se le habían metido a bordo. Pero, en definitiva, nuestro tío el capitán era un santo varón, un bendito de Dios, que a la tercera singladura ya estaba encantado de tenernos a su lado, y nos llevaba a su camarote, donde nos convidaba a beber y se pasaba las horas muertas contándonos cuentos del mar y de los viajes. Se le ocurrió un día retratarse en el puente de mando rodeado de todos los toreros. Un oficial del barco actuó de fotógrafo, pero ocurrió que el sol estaba aquella hora a nuestra espalda, y para retratarnos tal y como a nuestro tío el capitán se le había antojado, hubo necesidad de virar en redondo y darle la vuelta al buque. «¡Aquí, sí! ¡Aquí, no! ¡Orza, timonel a babor! ¡Orza, a estribor!» Estuvimos media hora parados en alta mar a la altura de Jamaica, mientras el pasaje, asustado por aquellas maniobras inexplicables, se asomaba por las escotillas y contemplaba en el puente de mando al viejo marino retratándose, muy orgulloso, con sus quince torerillos.
En aquella travesía me encontré una noche en el comedor con una cartita perfumada que alguien había depositado junto a mi cubierto. Era una mujer que me prometía y se prometía un viaje felicísimo. Creí que era una broma de mis camaradas, y no hice ningún caso de la cita que en la carta me daban. Después resultó que la cosa era cierta.
Una mujer muy guapa que había hecho el viaje con nosotros me llamó por teléfono cuando llegamos a puerto para decirme que era un cerdo. Quise entonces enmendar mi yerro, pero ya era tarde. La ocasión, la gran ocasión de la travesía, se había perdido para siempre.
Al entrar en Panamá, y apenas nos visitó la canoa de las autoridades del puerto, se produjo un gran revuelo. Los pasajeros vimos, extrañados, que se retiraban las autoridades, y a poco venían dos o tres lanchones con marinos de guerra, armados de fusiles, que montaron guardia en torno al viejo buque español, como si se tratase de un barco pirata. Al fin, supimos lo que pasaba. En nuestro barco había viajado clandestinamente un alemán. ¡Nada menos que un alemán! La cosa produjo gran sensación, y aquel alemán misterioso tomó a nuestros ojos unas proporciones gigantescas. ¿Quién sería? ¿Qué terrible espía había viajado con nosotros y qué peligrosos secretos le habríamos desvelado? Vi salir al alemán camino de la cárcel, entre dos pelotones de marinos con el fusil al brazo. Era un pobre diablo, pequeñito, cojitranco, mal vestido y con cara de hambre, que llevaba su mísero equipaje entre los cuatro picos del pañuelo. La guerra tenía estos aspectos grotescos. Se celebró un consejo de guerra en Panamá contra nuestro tío el capitán, por haber llevado a bordo a tan peligroso personaje; el buque estuvo detenido en el puerto durante siete días, y cuando, al fin, pudimos salir, el barco peruano que debía llevarnos al puerto de El Callao se había marchado.
Lo peor de todo era que nuestro empresario, falto de dinero, sólo podía llevarnos en el barco de aquella compañía peruana, que le otorgaba crédito.
Pasamos del Atlántico al Pacífico en el tren que sigue el curso del Canal, con la esperanza de encontrar al otro lado algún barco que quisiese llevarnos al Perú por la palabra del empresario. En aquel viaje me encontré con una muchacha muy divertida y graciosa, con un aire equívoco, mitad de inglesa y de india. Iba en el mismo departamento, y al notar ella que yo la miraba insistentemente —todavía no había perdido yo la costumbre de mirar a las mujeres con esa impertinente mirada que les dedica el buen andaluz— se ponía nerviosa, se volvía de espaldas, se me encaraba, se retiraba y se acercaba azorada. Terminó sentándose a mi lado y nos pusimos a charlar. De improviso me dijo:
—¿Por qué no viene usted a mi casa esta tarde?
—¡Oh, muchas gracias! No puedo ir, aunque bien quisiera.
—¿Por qué no quiere usted venir? —me preguntó extrañada.
—Porque desde el tren tengo que ir al puerto para embarcar.
Hizo un mohincillo de disgusto, se replegó en el asiento, enfurruñada, y, con una vocecilla dulzona, replicó:
—Le advierto que yo le pagaría lo que me pidiera.
No me esperaba aquella salida, y me entró una risa loca. La chica, sorprendida y un poco avergonzada al verme reír a carcajadas, balbució:
—¡No sé cómo lo entiende usted! Lo que quería decirle era que no tengo ningún interés económico…
—Oyéndola me moría de risa. Era aquél el único negocio serio que se me había presentado en la vida. Hoy lamento haberlo desaprovechado.
En el puerto nuestro empresario encontró un barco que iba a Guayaquil a cargar azúcar. Su capitán, mediante algún dinero y muchas promesas, se ofreció a desviarse de su ruta para llevar en lastre hasta el puerto de El Callao a aquel cargamento de toreros. Aquella misma tarde embarcamos. Cuando llegamos a la aduana para que nos despacharan el equipaje, el aduanero, un yanqui muy formalote, se marchaba con la chaqueta al brazo una vez terminadas sus horas de despacho. Le dimos coba para que no se fuese sin revisar nuestro equipaje, y el hombre accedió, creyendo que se trataba simplemente de despachar tres o cuatro maletas. Cuando advirtió que era nada menos que la impedimenta de quince toreros, que llevaban las cosas más inverosímiles, se puso de un humor de perros y empezó a gruñir. Lo que más estupefacción le produjo fue un baúl lleno de libros que yo llevaba siempre conmigo. No comprendía el yanqui cómo para lancear toros había que llevar una biblioteca en el equipaje. Además, mi mozo de espadas, que ha tenido siempre un gran espíritu de negociante, aunque en su vida se le haya logrado ni un mediano negocio, llevaba varias cajas de muestras de vino de Jerez, porque se hacía la ilusión de convertirse en el introductor de los caldos jerezanos en el Perú, con lo que soñaba hacerse rico. Mientras el pobre aduanero hacía la revisión de aquella balumba, Fortuna se había puesto a pelear con unos negritos que merodeaban por los alrededores de la aduana. Era ésta un barracón con techumbre de hojalata, en la que retumbaban como cañonazos los plátanos y las piedras con que se bombardeaban Fortuna y los negritos. Aquello colmó la irritación del aduanero, que, enfurecido, nos despachó tirándonos a patadas las maletas y vociferando como un loco:
—¡Toreros! ¡Toreros españoles! ¡Qué gentuza! Aquel aduanero debe tener desde entonces una idea curiosísima de España y de los toreros españoles.
El barco aquel que se había proporcionado nuestro empresario era el más pintoresco y extraordinario que puede imaginarse. Como no estaba dedicado al servicio de pasajeros, no había cocinero ni más comida que las latas de conserva, con las que se hacía el rancho de la tripulación. Nos adueñamos, en vista de ello, de la despensa y la cocina, y cada cual se guisaba lo que quería. Los más mañosos de la cuadrilla cocinaban para los demás; los andaluces se hacían gazpachos; los vascos, bacalao a la vizcaína. La marinería terminó aficionándose a los platos regionales de la cocina española, y teníamos que guisar también para ellos. Un día, los marineros dieron con las cajas de vino de Jerez que llevaba Antoñito. Se lo bebieron y les hizo un efecto desastroso. Borrachos como cubas, aquellos pobres marinos perdieron súbitamente el respeto a la disciplina de a bordo, y cuando los jefes quisieron castigarlos, se insubordinaron y se hicieron dueños del barco. El capitán y los oficiales se refugiaron en el puente de mando y decidieron prudentemente esperar allí a que se les pasase la borrachera. La marinería y los toreros quedamos dueños del barco que toda aquella noche fue a la deriva por aquel inmenso mar, como uno de esos navíos de aventura que surcan las novelas de Salgari. Marineros borrachos y toreros locos acabaron por pelearse. Entre bromas y veras nos acosábamos y agredíamos, tiroteándonos con cuanto encontrábamos a mano. Un banderillero, amenazado por un marinero indio, se apoderó de un aparato extintor de incendios y se lo tiró a la cabeza a su perseguidor. Una densa humareda invadió el casco del buque, amenazando asfixiarnos. Aquella noche de navegación sin rumbo por el océano Pacífico entre una gente disparatada, a punto de despedazarse, tuve la impresión de haberme embarcado en la auténtica nave de los locos. No sé ni cómo llegamos al puerto de El Callao.
Lima era como Sevilla. Me maravillaba haber ido tan lejos para encontrarme como en mi propio barrio. A veces me encontraba en la calle con tipos tan familiares y caras tan conocidas, que me entraban deseos de saludarles. «¡Adiós, hombre!» le daban a uno ganas de decir cada vez que se cruzaba con uno de aquellos tipos, tan nuestros, que lo mismo podían ser de la Alameda de Acho que de la Alameda de Hércules.
La influencia norteamericana era todavía muy débil en la capital del Perú, que seguía siendo, ante todo y sobre todo, una ciudad andaluza llena de recuerdos coloniales y supervivencias españolas. La plaza de toros, construida dos siglos antes por un virrey español para procurar rentas con que sostener los asilos de pordioseros, tenía un gran sabor colonial. Españolas, es decir, andaluzas eran las casas, de una o dos plantas a lo sumo, con patios floridos y ventanas enrejadas. Y español era, sobre todo, el ambiente en que nos movíamos.
Los limeños acogieron a los toreros españoles con una gran simpatía. La gente se interesaba por nosotros y nos tomaba cariño. Por dondequiera que íbamos nos obsequiaban y festejaban con la misma liberalidad y gentileza que en Andalucía. Todo estaba pagado. Había en Lima una mulatona gorda, a la que sus pupilas llamaban «Mamá Josefina», que tenía una ternura casi maternal por los toreros españoles. Mi cuadrilla se pasaba la vida en casa de Mamá Josefina, comiendo, bebiendo y divirtiéndose sin gastar un céntimo. Pocos americanistas profesionales habrán contribuido tanto como Mamá Josefina a estrechar los lazos de España con América.
En la plaza de toros nos encontrábamos con un público entusiasta, que nos ovacionaba constantemente. En Lima hay buenos aficionados. Las corridas de toros, que se remontan allí a la época de los conquistadores, tienen un público inteligente y entusiasta, que sabía agradecernos el que fuésemos a torear de verdad y no a cobrar caras unas exhibiciones sin riesgo y sin arte. Poco antes había estado en Lima Rodolfo Gaona, que había hecho una temporada brillantísima, y la afición a los toros estaba en un período de resurgimiento. La gente distinguida de Lima no se perdía una corrida. Había en la plaza unas localidades llamadas «cuartos», que eran, como los aposentos de los antiguos teatros españoles, una especie de palco cerrado, con una ventanita abierta sobre el muro de la barrera, a la altura de la cabeza de los lidiadores. Éstos, en los descansos de la lidia, charlaban con los espectadores de los «cuartos», estableciéndose así una comunicación estrecha y cordialísima entre el torero y el público. Las corridas de toros estaban, como digo, de moda, y a los «cuartos» iban las mujeres más elegantes de Lima y las señoritas de la buena sociedad limeña. Allí conocí a mi mujer.
Nuestro fantástico empresario tenía un socio no menos extraordinario que él. Era un italiano, pulquero, en su origen, muy sórdido y avariento, tachado de estar metido en negocios de usura; personaje penumbroso y turbio, que contrastaba con el tipo espectacular, pintoresco y detonante de su socio industrial, el peruano de las moneditas de oro y los frascos de perfume, que tanto éxito tenía en Madrid. Eran dos seres antagónicos, que tenían constantemente unas trifulcas formidables, pero que en los negocios se completaban maravillosamente. Después de conocer al socio me expliqué los apuros económicos de nuestro empresario durante nuestro accidentado viaje.
Al italiano le llamaban en Lima «la Machacuita». Debía el apodo a una famosa trapacería de su pintoresco compadre. En cierta ocasión, el italiano facilitó dinero a su socio para que viniese a España y contratase a Machaquito, entonces en todo el apogeo de su fama. Ocurrió que, cuando ya el peruano estaba en Madrid, Machaquito, al que en principio tenía efectivamente apalabrado, se cortó la coleta de la noche a la mañana, y, no atreviéndose nuestro hombre a presentarse ante el sórdido italiano sin Machaquito después de haberle gastado bastante dinero en la gestión, se le ocurrió contratar a un torerito sevillano que se hacía llamar «Machaquito de Sevilla», y colocárselo a su socio como el más auténtico de los Machaquitos. Descubrió el italiano la superchería antes de que su socio regresase a España, y puso el grito en el cielo. A todo el mundo le contaba, desesperado, el fraude de los dos «Machacuitas», que era como él decía. Cuando le echó la vista encima al socio, le armó un escándalo formidable a cuenta de la Machacuita falsificada que le llevaba, y tanto se dolió de aquello el mísero italiano, que Machacuita se le quedó de apodo para siempre.
Las relaciones entre los dos socios eran extraordinariamente pintorescas. Desconfiaban el uno del otro, y siempre andaban cogiéndose las vueltas para ver quién engañaba a quién. El italiano se quedaba con la parte del león en los negocios, y el peruano se desquitaba con sus trapacerías de la avaricia de su socio capitalista. Contrataba a los toreros en un precio y le ponía otro a su socio; los días de corrida se colocaba en la puerta de la plaza y, si la entrada valía un sol, a todo el que le daba medio sol contante y sonante le dejaba pasar; cedía a siete personas distintas el monopolio para la venta de gaseosas en la plaza, y como éstos, discurría mil arbitrios inverosímiles con los que abrir brecha en la bolsa herméticamente cerrada del italiano.
Eran tal para cual. Empresarios más pintorescos no los he encontrado en toda mi vida torera.
Fue aquella de Lima una de mis mejores campañas taurinas. Todas las tardes salía a torear con un entusiasmo extraordinario. He creído siempre que el torero para entusiasmar de veras al público, tiene que empezar por estar él verdaderamente entusiasmado con su arte. No hay manera de transmitir emoción al espectador si uno mismo no la siente.
Y esa emoción que le hace a uno acercarse al toro con un nudo en la garganta tiene, a mi juicio, un origen y una condición tan inaprehensible como los del amor. Es más: he llegado a establecer una serie de identidades tan absolutas entre el amor y el arte, que si yo fuese un ensayista en vez de ser un torero, me atrevería a esbozar una teoría sexual del arte; por lo menos, del arte de torear. Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen. Cuando este oculto venero está seco, es inútil esforzarse. La voluntad no puede nada. No se enamora uno a voluntad ni a voluntad torea.
En Lima yo me encontré en uno de los momentos de más exuberancia de mi vida. Toreé en nueve corridas, alternando en casi todas ellas con Fortuna, Chiquito de Begoña y Alcalareño. Fueron otros tantos triunfos. Un revistero de Lima escribió que yo salía a torear como si fuese a conquistar a una mujer. Y, efectivamente, conquisté a una: a la mía.
¿Quieren ustedes saber cómo conquisté a mi mujer? Yo me he enterado recientemente, al leerlo en una importante revista norteamericana, que lo cuenta con mucho detalle. Es muy bonito. Verán ustedes.
Yo salía aquella tarde de hacer el paseíllo, envuelto en mi capote de seda bordada y llevando en la mano un gran ramo de rosas. Al compás de un pasodoble crucé la plaza al frente de mi cuadrilla, llevando siempre aquel ramo de rosas, como si fuese una cupletista, y, después de saludar ceremoniosamente a la presidencia, me fui derecho hacia un palco, donde estaba «Ella». Al llegar aquí, el periodista norteamericano que cuenta el suceso describe la belleza de «Ella» con floridas palabras, que sinceramente agradezco. Describe también con vivos colores el movimiento de curiosidad que se produjo en los millares de espectadores cuando me vieron avanzar hacia aquella mujer bellísima, siempre con mi ramo de rosas en el puño. Ella tomó ruborosa las rosas que yo le ofrecía con gallarda apostura y cogió una de ellas, la más roja, la besó y me la ofreció a su vez con no menor gentileza. Yo me coloqué aquella gran rosa en el ojal (?) de la chaquetilla y, llevándola sobre el pecho como la más preciada de las condecoraciones, me fui, lleno de súbito coraje, hacia la fiera, que me esperaba rugiendo desesperadamente mientras yo hacía todas aquellas cortesías y zalemas.
Echando espumarajos por la boca y fuego por los ojos, el terrible toro se precipitó sobre mí. Yo adelanté el pecho, y el húmedo hocico de la bestia pasó rozando junto a la rosa que «Ella» me había devuelto. Parece ser que este sencillo hecho me irritó sobremanera, aunque no sé exactamente por qué. El caso es que me irrité muchísimo, y, ya una vez irritado, me empeñé en hacer rabiar a la fiera, pasándole la rosa una y otra vez por el hocico, para lo cual yo, en cada lance, le ponía el pecho en el morro.
Al llegar a este punto, el cronista yanqui vuelve a describir con patético acento la escalofriante emoción de la multitud, suspensa ante la tragedia del toro y la rosa, que se veía venir, que se mascaba. Ocurrió, al fin, una cosa sorprendente, algo entre prestidigitación e ilusionismo. El toro, limpiamente, con el más hábil juego de pitones que puede imaginarse, enganchó la rosa roja y me la sacó del ojal de la chaquetilla, llevándosela prendida en el asta. Al ver esta maravilla, mi mujer se desplomó diciendo: «¡Esto es terrible! ¡Ese torero me ha conquistado!».
Así conquisté yo a mi mujer, según he leído en un periódico norteamericano, de cuya seriedad no me atrevo a dudar. Yo creía antes que la cosa había sido mucho más sencilla. Verán ustedes…