17. La mejor tarde de mi vida torera

En 1915 estuve un poco chiflado. El ritmo acelerado de mi vida en los últimos años y el desconcierto del triunfo habían relajado mi voluntad y me encontraba enervado, holgazán, desasido de todo. Leía mucho, sin orden ni concierto, haciendo grandes esfuerzos para comprender y digerir cuanto caía en mis manos y hundiéndome en una literatura retorcida y enfermiza que entonces estaba en boga. Recuerdo la penosa impresión que me produjo una obra de D’Annunzio, cuyo comienzo era la descripción de una escena macabra, en la que tiraban un cadáver a un río. Aquella literatura me enervaba, y aunque a veces tiraba el libro, irritado, volvía a cogerlo ávidamente y me dejaba arrastrar por su morboso encanto. Llegué a estar tan sugestionado por las lucubraciones literarias, que terminé pensando en suicidarme. No sé por qué me asaltó aquella monomanía, pero lo cierto es que, a veces, me sorprendía en íntimos coloquios conmigo mismo, incitándome al suicidio. Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba, dando por hecho de que de un momento a otro iba a disparármela en la sien. Terminaba guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: «¿Para qué haces todas esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar? ¡Si no es verdad que quieras suicidarte!».

Aquello era, sin embargo, una obsesión que no conseguía apartar de mí. Fue una época de desequilibrio, de verdadera locura. Me dio por ir a los lugares más inverosímiles y absurdos, llevado únicamente por el prestigio melodramático y folletinesco que pudieran tener. Recorría de madrugada los suburbios buscando no sé qué aventuras. Una noche entré con Antonio de la Villa en una casa horrenda de la calle de Ceres. Estuvimos discutiendo y regateando con unas mujeres espantosas. Cuando me vi a solas con una de ellas, me invadió una sensación confusa de asco y tristeza. Le tiré unos duros a la mujer y eché a correr. Yo había permanecido con el embozo de la capa subido para que no me reconociesen, pero aquella mujer, al ver que no me descubría, le tiraba el dinero y sin mirarla siquiera me marchaba, se sintió ofendida en su amor propio profesional y me armó un escándalo formidable. Mis correrías de aquella época tenían siempre este tono falso y respondían a unas sugestiones puramente literarias.

¿Me habré vuelto loco?

En cierta ocasión me invitaron a visitar el manicomio del doctor Esquerdo, diciéndome que había allí un enfermo que debía interesarme. Era un muchacho aficionado a los toros, que había contraído tal animosidad para conmigo y para con mi toreo, que se había vuelto loco de remate. Su obsesión era yo, según me dijeron, y los médicos que le tenían en tratamiento, al verle ya en la convalecencia, creyeron que acaso fuera conveniente a su salud el verme y hablarme sosegadamente, por lo que me invitaron a ir al manicomio. Fui una tarde con Sebastián Miranda y otro amigo. Preguntamos por el director y nos dijeron que no estaba, pero un empleado muy amable nos invitó a esperarle. Al poco rato de estar allí, viendo entrar y salir a unos individuos que no sabíamos si eran locos o loqueros, empecé a sentir cierto desasosiego. ¿A qué iba yo al manicomio? ¿Qué se me había perdido allí? ¿No sería que empezaba a estar un poco loco?

Me asaltó súbitamente la idea de que los amigos que me acompañaban me habían llevado con engaños al manicomio para dejarme allí encerrado. La cosa era tan absurda, que ni me atrevía a insinuarla, pero me llenaba de angustia. Sin poderlo remediar, miraba recelosamente a Sebastián Miranda, y dispuesto a no dejarme encerrar, estudiaba el modo de zafarme de los loqueros en el momento en que intentasen poner mano sobre mí. No sé lo que hubiera ocurrido si alguno inicia un movimiento mal hecho. La espera se prolongaba; vino un loco que hablaba alemán, y Miranda estuvo charlando con él en esta lengua; el loco se exaltó y Miranda también; me pareció entonces que el que estaba verdaderamente loco era mi amigo. Luego compareció un individuo que se puso a convencernos de que aquello era un cuartel general, y nos aseguró que acababan de concederle la cruz laureada. Alguien le llevó la contraria y el laureado se puso a dar grandes voces diciendo: «¡Aquí todos estamos locos!». Se me pasaron unas ganas terribles de gritar que yo no lo estaba. Tan poca seguridad tenía.

Por fin, vino el doctor y me presentó al muchacho que padecía la locura del antibelmontismo. Según parece, su obsesión le había llevado meses atrás a injuriarme frenéticamente en las plazas, hasta el punto de que, torease yo bien o mal, tenían que sacarlo del tendido víctima de un terrible acceso de furor. Terminó padeciendo unos espantosos ataques de locura apenas le mentaban mi nombre. Luego, ya en el manicomio, cuando le hablaban de Juan Belmonte, se limitaba a guiñar un ojo y decir sarcásticamente: «Sí; pero Joselito…», y ponía los brazos en alto, haciendo ademán de banderillear.

Charlé mano a mano durante un buen rato con aquel infeliz monomaniaco, que me dio la impresión de estar definitivamente curado de su absurda enfermedad. Le dijeron quién era yo y no manifestó ninguna excitación. Parecía, en cambio, un poco avergonzado y confuso.

—Yo no tenía idea de cómo era usted —me decía, exculpándose—, y puede creerme que si le hubiera conocido y tratado, no le habría odiado tanto. ¡Cómo le odiaba a usted! —agregó con lágrimas en los ojos.

Aquello me produjo una impresión penosísima. No sabía qué hacer ni qué decir a aquel hombre. Sólo respiré a mis anchas cuando, al fin, conseguí verme en la calle.

Mal torero

Tal estado de ánimo era deplorable y absolutamente incompatible con mi profesión. Un hombre conturbado y vacilante no se halla en las mejores condiciones para matar toros. Yo los toreaba y mataba por un esfuerzo desesperado de la voluntad y gracias a la destreza profesional que había ido adquiriendo. Pero nada más. Era sencillamente un mal torero. No di, ésta es la verdad, espectáculo bochornoso, pero salía a los ruedos sin ninguna convicción ni deseo, dispuesto a echar carne abajo, como un carnicero, y a bregar lo menos posible y con el mínimo riesgo, tal el último de los peones.

Quizá a los belmontistas benévolos les parezca algo exagerado esto que digo, toda vez que no sufrí ningún descalabro vergonzoso; pero yo, que tengo la convicción de que el arte de torear es, ante todo, y sobre todo la versión olímpica de un estado de ánimo, y creo, además, que el torero sólo cuando está hondamente emocionado —cuando sale a la plaza con un nudo en la garganta— es capaz de transmitir al público su íntima emoción, no puedo aceptar que en aquella época fuese un buen torero, aunque despachase las corridas sin graves alteraciones de orden público. Me había apartado demasiado del objeto esencial de mi vida, arrastrado por esas sugestiones de tipo literario a que aludo. Estaba perdido en un dédalo de preocupaciones nacidas de mis desordenadas lecturas. Un amigo madrileño me ha recordado recientemente que una vez le desperté de madrugada, llamándole a conferencia telefónica desde Sevilla, para comentar con él una frase de D’Annunzio que acababa de leer. «El peligro es el eje de la vida sublime» era la gran frase dannunziana que tanto me había soliviantado. Como es natural, un hombre que se dispersa y extravía de este modo, no puede torear bien.

Seguía viviendo en la órbita de aquellos intelectuales, mis amigos, que tan fuerte atracción ejercían sobre mí. Además de Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Romero de Torres y Julio Antonio, conocí y traté a Dicenta, Répide, López Pinillos, Luis de Tapia y otros muchos escritores y artistas de fama. Por aquel tiempo fuimos a un tentadero en la finca de Aleas, en El Escorial, El Quemadello. Vino con nosotros aquel día don Ramón del Valle-Inclán, quien tomó parte también en la faena campera, jinete en un brioso caballo que regía diestramente con su único brazo y revestido de un sorprendente poncho mexicano. No olvidaré nunca la catadura extraña del gran don Ramón en aquella jornada, en la que galopó como un centauro o poco menos, y nos apabulló luego con sus profundos conocimientos del «jaripeo».

Todo aquello era muy divertido, pero yo no toreaba. Empecé la temporada de 1916 sin entusiasmo. Estuve medianamente en Barcelona, y luego, en la corrida del Domingo de Resurrección en Sevilla, tampoco hice más que salir del paso. En las dos primeras corridas de feria seguí toreando con igual desgana. Reaccioné en la cuarta corrida que toreé en Sevilla, lidiando con gran entusiasmo un toro de Gamero Cívico, que se llamaba «Vencedor». En la faena que le hice recobré mi dominio y sentí de nuevo esa emoción íntima que el torero transmite al público, como si se estableciese entre ambos una corriente eléctrica. Volví aquella tarde a sentir el estremecimiento de la multitud volcada sobre mí en cada lance. Después de torear de muleta cuanto quise y como quise, me hinqué de rodillas entre los cuernos del toro, y estuve un rato con la cara vuelta hacia el tendido, mirando serenamente al público, que hasta poco antes había estado gritándome con cierta razón. Se desbordó el entusiasmo, me concedieron la oreja de «Vencedor», y hasta hubo espectador que se arrojó al ruedo loco de júbilo para abrazarme y besarme.

Aquella temporada toreé treinta y tantas corridas con Joselito. El público no se cansaba de enfrentarnos. El 30 de mayo, toreando en Aranjuez, resulté lesionado en el pecho y perdí siete corridas. Tomé parte en la despedida de Regaterín, celebrada en Madrid el 27 de junio, y el 16 de julio, toreando en La Línea con Freg y Joselito, me cogió un toro de Salas, y me dio una cornada en el muslo. Me disponía a hacer un quite, cuando tropecé con el caballo que, al salir de estampía, me echó sobre el toro, ocasionándome el percance. Al principio pareció que era un puntazo sin importancia, pero cuando quise volver a torear, el 13 de agosto, en San Sebastián, me resentí de la herida y ya no pude volver a salir a los ruedos en todo lo que quedaba de temporada.

La herida aquella me hizo sufrir mucho, y durante varios meses estuve imposibilitado de andar. Se daba entonces por seguro que quedaría cojo y no volvería a vestir el traje de luces. Sólo tomé parte el año 1916 en cuarenta y cuatro corridas y maté noventa y tres toros.

«¡Nos estás dejando en ridículo!»

Volví a los toros al año siguiente, ya curado de la herida de la pierna; pero con tan escaso entusiasmo como la temporada anterior. Contra mi voluntad, aparecía en los ruedos apático, indolente, frío. Así, con esta desgana, toreé hasta trece corridas, en las que no hice nada que valiera la pena. No tenía tampoco grandes y estruendosos fracasos; pero sólo muy de tarde en tarde, y por casualidad, daba un lance estimable. Los amigos llegaron a enfadarse conmigo. Hubo algunos que fueron a buscarme a mi casa para decirme que aquello no podía seguir. «Nos estás dejando en ridículo», me decían. «Esto no puede ser. O te decides a torear o te quitas de los toros.» Yo escuchaba contrito sus amonestaciones; pero, a pesar de los buenos propósitos que hacía, no acertaba a vencer el desaliento. Los amigos, medio en serio, medio en broma, me constreñían para que volviese a ser el que había sido. Medina Vera, uno de los de la tertulia, hizo unos dibujos caricaturescos, en los que se aludía a mis fracasos y se me emplazaba para que en la primera corrida que torease en Madrid volviese a triunfar. Ofrecí quedar bien; pero los amigos, no fiándose ya de mi palabra, me hicieron firmarlo. A cada uno de ellos tuve que firmarle uno de los dibujos de Medina Vera como compromiso escrito de torear con éxito. El día de la corrida vi a los amigos en el tendido agitando en alto los dibujos que les había firmado como acreedores que presentasen sus recibos al cobro. Se llevaron un susto, porque todavía estaban mostrándome sus créditos, cuando el toro, en el primer lance, me empitonó y me mandó a las nubes.

A empezar de nuevo

Demasiado comprendía yo que aquello no podía seguir. El público no tardaría en arrinconarme si no era capaz de salir del marasmo en que vivía. Tuve entonces una resolución salvadora. Necesitaba reencontrarme, y para conseguirlo no hallé más recurso que el de volver atrás y comenzar de nuevo. Me fui a Triana, busqué a los amigos de la pandilla, evocamos nuestras viejas aventuras en cerrados y dehesas, y una noche nos plantamos en Tablada, apartamos un toro y nos pusimos a torearlo como en nuestra época heroica.

Aquella vuelta al comienzo me hizo reaccionar vivamente. Recobré el gusto de torear que había perdido en las plazas, sentí de nuevo el ansia del triunfo, y después de unas corridas de tanteo, en las que fui entrenándome y acostumbrándome otra vez a poner el alma en la lidia, triunfé rotundamente, el 27 de abril, al salir en hombros por la Puerta del Príncipe de la plaza de Sevilla.

Toreé casi a diario, y mi entusiasmo y mi decisión fueron in crescendo. Cuando el 21 de junio salí en Madrid a torear la corrida del Montepío, estaba en plena forma.

«¿Es que ya no soy nadie?»

Pero el público de Madrid no me había perdonado mi pasada actuación. Al empezar la corrida del Montepío estaba yo absolutamente desacreditado. La gente se había cansado de mí. Se me consideraba como un torero acabado.

Alternaba aquel día con Gaona y Joselito, que se hicieron aplaudir mucho en los dos primeros toros. El tercero, que me correspondía, era un mansurrón que maté sin pena ni gloria. En cambio, mis compañeros, estimulados por la simpatía que les demostraba el público, se crecieron y escucharon grandes ovaciones. Gaona hizo una faena preciosa al cuarto toro, y en el quinto rivalizó en los quites con Joselito. Les aplaudían a rabiar, y, enardecidos por las palmas, salieron a poner banderillas. Clavaron cuatro pares magníficos, después de muchos adornos y alegrías, que acabaron de entusiasmar al público. Cuando Joselito, tras una faena de las suyas, dio muerte al toro de una gran estocada, se venía abajo la plaza. Vi entonces que aplaudían no sólo a Joselito sino también a Gaona, que salía con él a saludar, mientras la muchedumbre, enronquecida, gritaba:

—¡Los dos solos! ¡Una corrida para los dos solos!

Era evidente que el hecho de que Gaona compartiese la ovación con Joselito significaba que yo estaba sobrando. Por si alguna duda me quedaba, empezaron a gritarme:

—¡Fuera Belmonte! ¡Que se vaya!

Yo, recostado en la barrera, y con la cabeza gacha, recibía aquellas ovaciones que estallaban en mi daño, y pensaba cuando oía pedir al público que toreasen Joselito y Gaona solos: «¿Pero es que yo no soy nadie? ¿Es verdad que estoy ya definitivamente borrado?».

La cosa era diáfana. El público de Madrid me rechazaba implacablemente. En estas condiciones me abrí de capa ante el sexto toro, en la corrida del Montepío de Toreros, el año 1917.

Un tercio de quites

Di dos verónicas que, aunque el toro salió gazapeando, tuvieron la virtud de hacer el silencio en el público y fijar su atención en mí. Luego, en el primer quite, me planté ante la bestia, y quieto, moviendo muy despacio los brazos, di otras tres verónicas, tan suaves, tan lentas, que mientras las estaba dando advertía el silencio emocionante de las trece mil almas pendientes de lo que yo hacía. Terminé con un recorte tan afortunado, que de él guardo la impresión de que el toro era una masa fácilmente moldeable que se plegaba al inverosímil arabesco de mi cuerpo y mi capote. El público debió quedar un poco desconcertado. Seguramente no esperaba aquello de mí. Pero el triunfo aquel día no estaba tan barato. Cuando el toro entró por segunda vez a los caballos, ya estaba allí Rodolfo Gaona con la gracia de su capote para hincarse de rodillas, y con un lance apretadísimo y un recorte bonito y valiente, entusiasmar de nuevo al público y borrar un poco la impresión de mis verónicas. Tras él, Joselito enganchó al toro con su capa maravillosa, y despacito, muy suavemente, le atrajo, y al llegar al instante del embroque, cargó la suerte con el cuerpo y produjo una emoción indescriptible. La muchedumbre hervía de entusiasmo. Fue entonces cuando con más fe he ido en mi vida hacia un toro. Dejándome de adornos y alegrías, llamé a la res como manda la ley del toreo rondeño puro, y entregándome, con una confianza ciega, le di media verónica, que acaso sea la que mejor haya ejecutado en toda mi vida torera. Se levantó la multitud como si un resorte la hubiese alzado de los asientos, y ante sus ojos asombrados tracé luego entre los cuernos del toro el farol más acabado y exacto que podía imaginarse. Tuve suerte. El mayor albur de mi vida estaba ganado. Todavía Gaona se echó el capote a la espalda y se apretó como un valiente en tres gaoneras bellísimas, elegantes, artísticas, todo lo que se quiera. Pero aquella media verónica mía no hubo ya quien la borrara.

Salió Magritas a banderillear, y clavó un par soberbio, como en muchos años no se había visto otro. Ya en estas nuevas condiciones se podía coger la muleta e ir hacia el toro con ciertas esperanzas de reconquistar el prestigio.

La mejor faena de mi vida

Hinqué las dos rodillas en tierra y cité al toro. Fue un pase que resultó impecable. Seguí toreando por naturales pegado al toro y clavado en la arena. El animal prendido en los vuelos de la muleta, iba y venía en torno de mi cuerpo, con exactitud matemática, como si en vez de precipitarse por mandato de su ciego instinto, le moviese un perfecto mecanismo de relojería o, más exactamente, aquel «aire suave de pausados giros» de que hablaba Rubén. Después de hacer una faena rondeña, clásica, sobria, y de torear con la mano izquierda suave y reposadamente, me cambié de mano la muleta y burlé a la fiera con la alegría de unos molinetes vistosos y unos desplantes gallardos. Dicen que fue aquélla la mejor faena que he hecho en mi vida. Quizá. Yo sé únicamente que en aquel trance en que mi abandono me había puesto, hice lo que de modo inexcusable había que hacer para seguir siendo torero. Por eso seguí siéndolo.

Nunca he visto a un público tan emocionado como aquella tarde. Ni en tan poco tiempo como el que se invierte en lidiar un toro ha cambiado nunca tan radicalmente la actitud de una muchedumbre para con un hombre. Esta capacidad para el entusiasmo y esta buena voluntad para rectificar sus juicios son acaso las mejores virtudes del público de los toros. Los buenos aficionados deliraban. La familia real, cosa extraordinaria, seguía en su palco mientras arrastraban al toro. No me concedieron la oreja del animal porque la estupefacción de la multitud ante lo que sus ojos habían visto era tanta, que nadie se preocupaba más que de llevarse las manos a la cabeza y dar rienda suelta a su emoción.

Un momento como aquél vale por todas las amarguras de la vida del torero. Porque así me lo parece es por lo que caigo, acaso, en la impertinencia de contarlo yo mismo con una pueril inmodestia.

«El año de Belmonte»

Aquella temporada de 1917, que comencé bajo tan malos auspicios, fue la que después han llamado los aficionados «el año de Belmonte». Toreé noventa y siete corridas y estoqueé hasta doscientos seis toros. No tuve ningún percance serio y mi entusiasmo por el toreo fue creciendo de corrida en corrida, hasta llegar al final de la temporada con el mejor temple y vibrando a un diapasón altísimo. Aparte la corrida del Montepío, lo más saliente fueron las corridas de la feria de Bilbao y las de San Sebastián. Mi campaña en las plazas del Norte tuvo aquel año gran resonancia y consolidó mi prestigio. Me despedí del público de Madrid en una corrida que toreé en el mes de octubre alternando Celita. Tuvo Celita aquella tarde la mala suerte de que un toro le diese una grave cornada, que debió, más que a su inexperiencia, a su pundonor. Al toro que mi desafortunado compañero debía haber matado, le di una de las mejores estocadas que he dado en mi vida, después de haberle hecho una faena de muleta tan del gusto del público que, ya en la calle, la multitud que salía de presenciar la corrida, rodeó el coche en que yo iba, y, aplaudiéndome y vitoreándome, fueron en torno mío hasta mi casa varios centenares de entusiastas. Toreé la última corrida de la temporada en Barcelona, también con gran éxito, y decidí irme a Lima.

Titiritero fracasado

Yo, en vez de ir a Lima a torear, había pensado irme aquel invierno con una compañía de circo ambulante. He advertido ya que por aquel entonces me hallaba a merced de las sugestiones más disparatadas, y aquello de ir de pueblo en pueblo con unos titiriteros me ilusionaba. En realidad, yo, soliviantado por las novelas que constantemente leía, y por la aventura extraordinaria de mi propia vida, lo que sentía era un ferviente anhelo de cambiar de vida, de hacer cosas extraordinarias y de ver países extraños. Entonces no se podía viajar por Europa, a causa de la guerra, y yo, que me había comprado en un viaje a Bayona un baúl maravilloso, el primer baúl armario que había visto, me desesperaba al pensar que iba a tener que pasarme el invierno aburriéndome en Madrid.

Fue entonces cuando cayó en nuestra tertulia un empresario de la plaza de toros de Lima, quien me propuso llevarme a torear al Perú, donde, según me dijo, había unos indios auténticos, con sus plumas y todo, tan pintorescos y extraordinarios, que sólo por verlos desistí de irme con los titiriteros. El deseo de estrenar mi baúl en un gran viaje y el de ver de cerca a los indios, con los que desde niño había soñado, me hicieron firmar el contrato y embarcarme.

Un hombre extraordinario

Aquel empresario limeño era un hombre extraordinario. Era un tipo raro, pequeño de cuerpo, con la cabeza muy grande y unos pelos rebeldes de mestizo. Iba siempre muy atildado y llevaba en un dedo un brillantazo que producía gran sensación en las tertulias taurinas de Madrid. Tenía la incongruente presunción de que su pie era tan pequeño y delicado, que sólo le estaba bien el calzado de mujer, y usaba unos pañolitos casi femeninos, que llevaba siempre intensamente perfumados con raras esencias, porque se las daba de hombre muy refinado. Se sentaba a la puerta de un café, en la calle de Alcalá, a que le limpiasen el calzado y, como estuviese de buen humor, pagaba al betunero tirándole una monedita de oro. Estas moneditas de oro, que con una gran liberalidad repartía, le dieron en pocos días una gran fama de multimillonario en el mundo taurino. Era realmente un personaje extraordinario. Viajaba por España sin más equipaje que su puñadito de monedas de oro y dos frascos de perfumes exóticos que, cuando salía para la estación, se metía en los bolsillos de la americana. Estaba locamente enamorado de Amalia Isaura, que por lo visto no le hacía ningún caso, y decía ostentosamente que estaba dispuesto a dar todo el oro del mundo para que aquella mujer le correspondiese.

Rodeado de la leyenda de las monedas de oro y con el prestigio de sus extravagancias, cayó en nuestra tertulia. Hombre listo, listísimo, se dio cuenta, en seguida, de lo fácil que le sería arrastrarme, sin muchas exigencias por mi parte, a la aventura de ir a torear a Lima, y se dedicaba a contarme cosas extraordinarias de aquel país y de sus maravillosos indios, al mismo tiempo que se ganaba la voluntad de los que me rodeaban, y les deslumbraba con sus fabulosas riquezas.

Jugaba con nosotros al póker, y se dejaba ganar con un gran desenfado, prestaba dinero a los banderilleros, tiraba sus moneditas de oro a las floristas, y así supo deslumbrarnos a todos y conquistarnos para que nos fuésemos con él a Lima.

Arrambló, al fin, con una tropilla de doce o catorce toreros y, todos a sus expensas, embarcamos para el Perú. De matadores íbamos Fortuna y yo, con nuestras respectivas cuadrillas.

Aunque es la verdad que el empresario antes de salir no nos dio una perra ni nos ofreció ninguna garantía seria, ya nos parecía bastante solvencia la de cargar con toda aquella tropa. Pagó los pasajes de todos hasta Cuba, y el viaje fue bien hasta que llegamos a La Habana, donde desembarcamos y nos quedamos, al parecer, para siempre. Nuestro hombre extraordinario y maravilloso no tenía dinero para seguir.

Por lo que se veía, su caudal eran aquellas moneditas de oro que con tan buen aire había repartido entre los betuneros y las floristas de Madrid, el brillantazo que llevaba en el dedo meñique y los dos frascos de esencia. No había más.