El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa.
Y lo mismo que con la barba, pasa con todo. El organismo, estimulado por el miedo, trabaja a marchas forzadas, y es indudable que se digiere en menos tiempo, y se tiene más imaginación, y el riñón segrega más ácido úrico, y hasta los poros de la piel se dilatan y se suda más copiosamente. Es el miedo. No hay que darle vueltas. Es el miedo. Yo lo conozco bien. Es un íntimo amigo mío.
La mañana del día de corrida, cuando todavía está uno dormido, viene el miedo cautamente y, sin hacer ruido, sin despertarnos, se instala a nuestro lado en la cama. Cuando el torero se despierta es su prisionero. La noche anterior, al acostarnos, anduvo ya rondándonos, pero con un poco de imaginación y buena voluntad no es difícil espantarlo. Yo me duermo como un bendito las vísperas de corrida merced a un arbitrio sencillísimo: el de ponerme a pensar en cosas remotas que no me importen gran cosa. Como uno no tiene una imaginación extraordinaria he llegado a construir mentalmente una especie de película fantasmagórica, la misma siempre, con la que distraigo la imaginación hasta que me quedo dormido. Es una divertida sucesión de imágenes, que me entretienen y me apartan de pensar demasiado en el trance del día siguiente. Mi esperpento imaginativo me hace el mismo efecto que la nana a las criaturitas.
Por la mañana, el efugio no es tan fácil. El miedo llega sigilosamente antes de que uno se despierte, y en ese estado de laxitud, entre el sueño y la vigilia, en que nos sorprende, se adueña de nosotros antes de que podamos defendernos de su asechanza. Cuando el torero que ha de torear aquel día guiña un ojo al ras de la almohada y le hiere la luz de la mañana que se filtra por las rendijas, es ya una infeliz presa del miedo. El mozo de espadas, encargado de despertarle, lo sabe bien. Si no hay grande hombre para su ayuda de cámara, ¿qué torero habrá que sea valiente a los ojos de su mozo de estoques?
Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo con él una vivísima polémica.
No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o, al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un diálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural.
«Ea, mocito —me dice el miedo, con su feroz impertinencia, apenas me he despertado—: a levantarte y a irte a la plaza a que un toro te despanzurre.»
«Hombre —replica uno desconcertado—, yo no creo que eso ocurra…»
«Bueno, bueno —reitera el miedo—; allá tú. Pero yo, que soy tu amigo de veras, te advierto que esto que haces es una temeridad. Llevas demasiado tiempo tentando a la fortuna.»
«No todo es buena fortuna. Yo sé torear.»
«A veces los toros tropiezan, ¿no lo sabes? ¿Qué necesidad tienes de correr ese albur insensato?»
«Es que como ya estoy comprometido…»
«¡Bah! ¿Qué importancia tienen los compromisos? El único compromiso serio que se contrae es el de vivir. No seas majadero. No vayas a la plaza.»
«No tengo más remedio que ir.»
«¿Pero es que crees que se hundiría el mundo si no fueses?»
«No se hundiría el mundo, pero yo quedaría mal ante la gente…»
«¿Qué más te da quedar mal o bien? ¿Crees que dentro de cinco años, de diez, se acordará nadie de ti ni de cómo has quedado hoy?»
«Sí se acordarán… Hay que vivir decorosamente hasta el final. Me debo a mi fama. Dentro de muchos años los aficionados a los toros recordarán que hubo un torero muy valiente.»
«Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de sus héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas…»
«Eso sí es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen…»
«¡Naturalmente, hombre! ¡Pues imagínate que ha ocurrido ya! No torees más. No vayas esta tarde a la plaza. ¡Ponte enfermo! ¡Si casi lo estás ya!»
«No, no. Todavía no se han abolido las corridas de toros.»
«¡Pero no es culpa tuya que no lo hayan hecho! Y no vas a pagar tú las consecuencias de ese abandono de los gobernantes.»
«¡Claro! —exclama uno, muy convencido—. ¡La culpa es de los socialistas, que no han abolido las corridas de toros, como debían! ¡Ya podían haberlo hecho!»
Advierto al llegar aquí que el miedo, triunfante, me está haciendo desvariar, y procuro reaccionar enérgicamente.
«Bueno, bueno. Basta de estupideces. Vamos a torear. Venga el traje de luces.»
«¡Eso es! A vestirse de torero y a jugarse el pellejo por unos miles de pesetas que maldita la falta que te hacen.»
«No. Yo toreo porque me gusta.»
«¡Que te gusta! Tú no sabes siquiera qué es lo que te gusta. A ti te gustaría irte ahora al campo a cazar o sentarte sosegadamente a leer, o enamorarte quizá. ¡Hay tantas mujeres hermosas en el mundo! Y esta tarde puedes quedar tendido en la plaza, y ellas seguirán siendo hermosas y harán dichosos a otros hombres más sensatos que tú…»
Al llegar a este punto, uno se sienta en el borde de la cama, abatido por un profundo desaliento. El mozo de estoques va y viene silenciosamente por la habitación, mientras prepara el complicado atalaje del torero. Éste, como un autómata, deja que el servidor le maneje a su antojo. El miedo se ha hecho dueño del campo momentáneamente. Hay una pausa penosísima. El torero intenta sobornar al miedo.
«¡Si yo comprendo que tienes razón! Verás… Esto de torear es realmente absurdo; no lo niego. Hasta reconozco, si quieres, que he perdido el gusto de torear que antes tenía. Decididamente, no torearé más. En cuanto termine los compromisos de esta temporada dejaré el oficio.»
«¿Pero cómo te haces la ilusión de salir indemne de todas las corridas que te quedan?»
«Bueno; no torearé más que las dos o tres corridas indispensables.»
«Es que en esas dos o tres corridas, un toro puede acabar contigo.»
«Basta. No torearé más que la corrida de esta tarde.»
«Es que hoy mismo puede…»
«¡Basta he dicho! La corrida de hoy la toreo aunque baje el Espíritu Santo a decirme que no voy a salir vivo de la plaza.»
El miedo se repliega al verle a uno irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. Uno, satisfecho de su momentáneo triunfo va y viene nerviosamente por la habitación. Luego se pone a canturrear. Yo empiezo a tararear cien tonadillas y no termino ninguna. Entretanto, voy haciendo las reflexiones más desatinadas. Por la menor cosa se enfada uno con el mozo de estoques y discute violentamente. La irritabilidad del torero en esos momentos es intolerable. Todo le sirve de pretexto para la cólera. El mozo de estoques, eludiéndole, le viste poco a poco. Y así una hora y otra, hasta que, poco antes de salir para la plaza comienzan a llegar los amigos. Antes de que llegue el primero, por muy íntimo que sea, uno le pega una patada al miedo y le acorrala en un rincón donde no se haga visible.
«¡Si chistas, te estrangulo!»
«¡Qué más quisieras tú que poder estrangularme! Anda, anda, disimula todo lo que puedas delante de la gente; pero no te olvides de que aquí estoy yo escondidito.»
«Me basta con que seas discreto y no escandalices», le dice uno a ver si por las buenas se le domina.
Este altercado con el miedo es inevitable. Yo, por lo menos, no me lo ahorro nunca, y creo que no hay torero que se libre de tenerlo. El ser valiente en la plaza o no serlo depende de que previamente haya sido reducido a la impotencia este formidable contradictor, este enemigo malo que es el miedo. Para mí es, como digo, una cuestión de dialéctica. Otros creo que dominan el miedo a fuerza de puños, luchando con él a brazo partido, y otros, en fin, prefieren burlarlo con subterfugios. Pero lo que es de buenas a primeras, sin esta laboriosa disputa, el que vence es el miedo, es decir, el instinto de conservación. Tengo la creencia de que si a todos los toreros, aun a los más valientes, se les presentase en el momento de hacer el paseíllo alguien que pudiera garantizarles el dinero necesario para vivir aunque no fuese más que un duro diario para toda la vida, no habría quien saliese al ruedo. Al menos, no habría toreros profesionales. Quizá hubiera, sí, toreros de ocasión. El hombre que en un momento dado se juega la vida por hacer una gallardía, no habría de faltar. Pero el torero profesional, ése que va a la plaza habitualmente, como el carpintero va todas las mañanas a su carpintería y el pintor se coloca cotidianamente ante su lienzo, ése no existiría.
Tampoco se torearía si hubiese que contratar las corridas dos horas antes de torearlas. Se torea porque los contratos se firman semanas o meses antes de tener que cumplirlos, cuando parece improbable que llegue la fecha en que habrá que salir al redondel a matar los toros. ¡Y la fecha fatal llega siempre!
En cierta ocasión, estaba yo vistiéndome el traje de luces, cuando el mozo de estoques me anunció a unos empresarios que querían que yo les firmase unas corridas. Eran tres contratos muy ventajosos, en plazas distintas, y los tres empresarios andaban al acecho por los pasillos del hotel, a ver si me cazaban. Aquellos hombres, que venían a proponerme que torease todavía más, me parecieron en aquellos instantes, cuando yo estaba en lo más vivo de mi disputa con el miedo, unos verdaderos criminales.
—¡Échalos! ¡Échalos ahora mismo! —le dije a Antoñito.
Y agregué muy convencido:
—Son unos desalmados, una mala gente. ¿Por qué no los has espantado desde el primer momento? ¿No sabes de sobra que ya no toreo más esta temporada?
Los empresarios, que eran perros viejos en su oficio, no le hicieron caso a Antoñito, ni me lo hicieron a mí cuando, personalmente, los eché con cajas destempladas al salir para la plaza. Esperaron tranquilamente a que volviese de la corrida, y cuando, después de haber triunfado en el ruedo, me cogieron en el hall del hotel, les firmé todas las corridas que quisieron.
El miedo que se pasa en las horas que preceden a la corrida es espantoso. El que diga lo contrario miente o no es un ser racional. Se cambia el tono de la voz, se adelgaza de hora en hora, se modifica el carácter y se le ocurren a uno las ideas más extraordinarias. Luego, cuando ya se está ante el toro, es distinto. El toro no deja tiempo para la introspección. Es la inspección del enemigo lo que embarga los cinco sentidos. En la plaza sólo hay un momento de examen de conciencia: el tiempo que se invierte en el tercio de banderillas. Mientras los banderilleros corren al toro, el matador, junto a la barrera, tiene unos minutos para pensar. ¿Qué piensa entonces el torero? Lo que haga después se ha resuelto en ese instante de dramática meditación. Cuando coge la muleta y la espada ya no hace más que lo que instintivamente le dicta una subconsciencia cuyos mandatos han tenido una previa y morosa elaboración. Ante el toro no piensa ni duda. El ejercicio de la lidia es tan absorbente, la cosa es tan vital, que, a mi juicio, ponerse sin decisión ante los cuernos del toro es fatalmente perder la partida.
En la temporada de 1915 contraté ciento quince corridas, de las cuales toreé noventa. Alterné con Joselito en sesenta y ocho, porque cada vez los públicos se enardecían más con la competencia, que se obstinaban en suscitar y mantener entre nosotros. Empezamos la temporada toreando mano a mano en Málaga, después fuimos juntos a las corridas de la feria de Sevilla, donde también nos pusieron frente a frente. La tercera corrida de feria era la de Miura. Logré aquel año con los toros miureños un triunfo mayor, si cabe, que el del año anterior. Me llevaron en hombros hasta Triana, y al pasar de nuevo el puente, aupado por la muchedumbre arrebatada por el entusiasmo, tuve una sensación neta de plenitud en el triunfo. Fue la de aquella tarde una de las mayores emociones de mi vida.
Lo más destacado de mi actuación en aquella temporada fue la corrida de Beneficencia en Madrid, que se celebró el 2.5 de abril, fecha gloriosa en los anales de esto que llaman «el belmontismo» unos centenares de hombres entusiastas, a quienes por ser generosos, emocionan los episodios de esta vida mía, que no es, ni más ni menos que todas las vidas que merecen llamarse tales, sino una sucesión constante de esfuerzos dramáticos para afirmar una personalidad penosamente forjada en lucha con el medio.
Aparte el recuerdo de estos momentos culminantes de la lucha, a los que uno, arrastrado por la corruptora benevolencia de amigos y admiradores, otorga cándidamente una importancia y una trascendencia desmesuradas, la vida del torero discurre de ordinario con la misma monotonía que todas las vidas consagradas a un ejercicio profesional.
Un año tras otro, la vida del torero discurre así:
Primavera. Comienzo de temporada. El torero se encuentra otra vez con el toro con «barbas», que no había visto desde el año anterior. A lo sumo, se había enfrentado con el becerro barbilampiño en una encerrona. Naturalmente, no pone muy buena cara. Las corridas en esta época son espaciadas, de domingo a domingo. El torero tiene tiempo de reponerse de la impresión. Si la corrida fue buena, la semana es alegre; se puede ir al teatro, a alguna cenita y a una que otra excursión. Por el contrario, si la corrida fue mala, la semana es triste: no se tiene humor y se desea la llegada del domingo para reponerse. ¡Es admirable cómo se renueva el torero interiormente en cada corrida! Naturalmente, hay «semanas tristes» que duran meses, sin posibilidad de reposición.
Comienza el verano. Las grandes ferias en grandes poblaciones. Series de tres o cuatro corridas, viajes cómodos, buenos hoteles. Al torero le acompaña un grupo de amigos que viaja con él, habita en los mismos hoteles y comparte con el torero los buenos y malos ratos. Sin embargo, el mecanismo es el mismo: nerviosismo antes de las corridas. Después, si la tarde no fue buena, el torero se queda en la habitación con los amigos. Comenta los lances de la jornada taurina. Se culpa generalmente al toro. Otras veces al público. A las rachas malas. Algunas al torero, mientras éste se halla descansando en la cama.
De pronto, el torero insinúa:
—Me siento un poco cansado. No sé si tendré humor de bajar al comedor. Los amigos comprenden:
—Mejor será que descanses para mañana. Podían traer la comida aquí, al cuarto, y cenábamos todos. Después echaríamos una partida de póker o de giley.
Así se acuerda… (Ya, in mente, estaba acordado.) Por el contrario, si la corrida fue buena, el cuarto del torero hierve de aficionados. Alegrías, sonrisas, palmaditas en el hombro. El torero no necesita descanso. Se baja al comedor, se va a un teatro o a un cabaret donde haya mujeres que ver y que vean. Una explicación sexual del arte.
Septiembre. Ferias de los pueblos, de una o dos corridas. Torear todos los días. Viajar todas las noches y parte del día. Trenes, botijos, fondas de pueblo, carbonilla, polvo, calor, luchas con el hambre como en los buenos tiempos de aprendizaje.
Los días de corrida no se come por la mañana; en la noche, hambrientos, una comida fuerte para reponerse. Litros y litros de agua. Digestión difícil. Dilatación de estómago. El torero, en estado de sonambulismo, atraviesa España varias veces. Ahora va sólo con su cuadrilla. Los amigos no pueden seguirle en esta carrera loca. Llegada a la habitación de un hotel (¡bueno, hotel!) de pueblo el mismo día de la corrida, después de quince horas de viaje. Entrada de los «buenos aficionados» de la población. Saludos y abrazos. Se sientan todos. Y hablan:
—Buena temporada llevas. Treinta y dos orejas. Este año te colocas por delante de todos. ¡Menudo baño le has dado a Fulanito en Albacete!
Luego, recuerdos de efemérides: la cornada del muslo, el puntazo de la boca y las faenas memorables.
El torero mira a la cama, inicia un bostezo y dice tímidamente:
—Quizá estuviese mejor echado. Hemos hecho un viaje más pesado…
—Sí, hombre, échate —contestan los aficionados—; no gastes cumplidos con nosotros. Aquí nos quedamos.
—El torero «obedece»; se desnuda y se mete en la cama. La conversación languidece. El torero cierra un ojo, lo abre y cierra el otro. Y dice al mozo de espadas:
—Más valía que cerraras media puerta del balcón. Da mucha luz en los ojos.
Los aficionados dicen:
—Lo que debes hacer es cerrar las puertas y dormirte, para estar descansado luego. Nosotros nos vamos y volveremos a la tarde. Que no dejen entrar a nadie.
El torero queda solo en esa duermevela de la preocupación, durante la que entreoye el pasodoble tocado por el organillo en la calle, el fandanguillo de un ciego con su guitarra, los pasos y el sonar de los bastones de los feriantes por el pasillo; ruidos de platos, que le hacen esbozar un bostezo… Y sueña…, sueña que un gobierno socialista ha abolido las corridas de toros; que todas las plazas se han hundido y que los toros han sido comidos por las turbas… Sueña con un enorme espacio, lleno de camas amplias, blandas, frescas. El torero va pasando de una a otra, sintiendo el frescor de la ropa de hilo en sus carnes, hasta que en alguna cree encontrar a «alguien»… De pronto, la realidad: el mozo de estoques, que le toca tímidamente en el hombro y le dice: «La hora». Al hacerlo vuelve un poco la cabeza para no recibir de «golpe» las tres primeras miradas del torero.
¡La toilette! Vuelven los «buenos aficionados» a presenciarla. Vienen animosos, alegres, con esa alegría que da la esperanza de ver una buena corrida. Fuman puros. Contagian al torero.
—Vamos a ver cómo estás hoy.
—¿Cómo va a estar? Como siempre: superior.
—Si cortas una oreja, échamela para metérsela por las narices esta noche a un «fulanista» que frecuenta nuestra tertulia del café.
El torero sonríe comprensivo. Mentalmente se compromete a ganar una oreja para aquel buen hombre. Sabe la tragedia del buen aficionado de pueblo, donde sólo hay una corrida al año y la torea su ídolo y queda mal. Tener que aguantar la tertulia del café hasta el año siguiente… Algunos se mudan…
Unas veces, el torero puede cumplir su compromiso. Otras, no, naturalmente, y de ello depende que la vuelta de los «buenos aficionados» al hotel sea bulliciosa o triste. En Sevilla había un ciego que conocía, por el ruido en las habitaciones de los toreros después de las corridas, el éxito o el fracaso de éstos.
Vuelta a la estación. Asalto a un tren a las tres de la madrugada. Los viajeros han apagado las lucecitas, se han calzado sus zapatillas y vienen tendidos en los asientos. De pronto, ¡la invasión taurina! ¡Veintisiete toreros, dos mil maletas, capotes, botijos, piernas de hierro de los picadores! Voces: «¡Aquí caben cuatro!», «¡Este departamento va casi vacío!», «¡Aquí hay sitio para dos!», «¡Trae el botijo!», «¡Que no se quede esa maleta!».
Los viajeros despiertan malhumorados, furiosos. Las miradas, de acero, relampaguean: «¡Aquí no caben más!».
«¡Que me pisa usted, hombre!» «¡Esta maleta no puede ir aquí!» «¡Saque usted esa espuerta al pasillo!»
El tren marcha. Los viajeros terminan de despertarse. Las miradas se serenan. Al poco rato se dulcifican: «¿Quiere usted un cigarro?», «¿Ha habido toros hoy en este pueblo?», «¿Quién toreó y qué tal?», «¿Dónde torean mañana?», «Deben estar ustedes molidos de tantos viajes y trabajos…», «Si quiere estirar un poco las piernas, yo me echaré para acá», «¡Sí, hombre, estírese! yo no tengo nada que hacer mañana…».
Creo que el torero, fuera de la plaza, tiene generales simpatías. Y es que, en el fondo, los ven tan débiles dentro de su brillantez, con la vida pendiente de un hilo, como cualquier monigote…
Se aproxima el otoño. Las corridas vuelven a espaciarse y adquieren doble dramatismo interior para el torero. Ya no sólo representa cada una la lucha por la vida y el éxito, sino que también significa un paso hacia el descanso bien ganado: hacia el invierno. El invierno que es para el torero la habitación en el cortijo, calentado por la chimenea con leños encendidos, olor de jara y tomillo, ruido de espuelas y de herraduras, sonar de cencerros, ladridos en el silencio de la noche, la carrera vertiginosa a caballo, armado de garrocha, detrás de un becerro, y el choque con él para lanzarlo al suelo, con las patas al aire. Los galgos y las liebres. El venado, detenido en su carrera y derribado en salto mortal, y el espacio enorme, lleno de camas blancas, frescas, para ir pasando de unas a otras…
Por fin, la castaña ha caído, madura, del árbol. ¡La última corrida! El torero da un suspiro de satisfacción hasta la primavera. Cree que esta satisfacción durará hasta entonces. Pero al poco tiempo duda: «¡y no sabe si prefiere ser "torero de verano" o "torero de invierno!"».