15. Supersticiones taurinas

Aquel año de 1914 comenzó mi rivalidad con Joselito o, mejor dicho, comenzó la rivalidad entre gallistas y belmontistas. Empecé a torear en Barcelona el 15 de marzo, alternando con Joselito, y ya seguimos toreando juntos en las cinco corridas siguientes que se celebraron en aquella misma plaza y en las de Castellón y Valencia. El público y las empresas se obstinaban en colocarnos frente a frente, queriendo a todo trance establecer un paralelo a mi juicio imposible. En aquel tiempo, Joselito era un rival temible: su pujante juventud no había sentido aún la rémora de ningún fracaso; las circunstancias providenciales, que le habían hecho llegar gozoso, casi sin sentir y como jugando al máximo triunfo, le hacían ser un niño grande, voluntarioso y mimado, que se jugaba la vida alegremente y tenía, frente a los demás mortales, una actitud naturalmente altiva, como la de un dios joven. En la plaza le movía la legítima vanidad de ser siempre el primero, y para conseguirlo se daba todo él a la faena, con una generosidad y una gallardía pocas veces superadas. Frente a él yo tomaba fatalmente la apariencia de un simple mortal que para triunfar ha de hacer un esfuerzo patético. Creo que ésta era la sensación que uno y otro producíamos.

Recuerdo la primera vez que nos encontramos. Fue en un tentadero. Iba él invitado con todos los honores, como novillerito de postín al que halagan los ganaderos, mientras yo no pasaba de ser uno de tantos aficionados sin relieve como acuden a los cerrados.

Cuando me arrimé a una vaquilla con la muleta en la mano le oí gritar a mi espalda:

—¡Por ahí no, muchacho; que te va a coger!

No volví la cabeza ni rectifiqué una línea, y cité de nuevo a la vaquilla.

—¡Que te va a coger! —repitió Joselito.

Dio el animal una arrancada y, efectivamente, salí volteado. Me levanté renqueando; recogí del suelo la muletilla y, por el mismo sitio y en la misma forma, volví a la carga.

—¡Ju, vaca!

Ocurrió que, tal y como yo quería, pasó la res sin tocarme, obligada por los vuelos del engaño, y, en aquel mismo terreno, le di cinco o seis pases que emocionaron a los espectadores. Sólo entonces alcé los ojos hacia donde estaba Joselito y le dije:

—¡Que me iba a coger, ya lo sabía yo! ¡La gracia estaba en torearla ahí!

No supo perdonármelo, y me volvió altivamente la espalda. Era lógico y natural entonces que así fuese Joselito. Después también. La petulancia juvenil de aquel hombre mimado por la fortuna y mi enconado anhelo de triunfo fueron cediendo el paso a una entrañable solidaridad de hombres unidos por el riesgo y el esfuerzo comunes. Uno de los capítulos más emocionantes de mi vida es el de mi intimidad con Joselito en sus últimos años.

Gallistas y belmontistas

Toreé el 12 de abril en Sevilla y el 13 en Madrid, con poca fortuna en ambas corridas. Los pobres belmontistas anduvieron de capa caída. Dos días después, toreando en Murcia, me dio un toro tal paliza, que tuve que meterme en la cama con un fuerte varetazo en el pecho, magullamiento en todo el cuerpo y una distensión dolorosísima en el pie izquierdo. Estaba contratado para torear en las corridas de la feria de Sevilla, alternando con Joselito, y cuando se corrió la voz de que yo no podría ir por estar lesionado, los gallistas cantaron victoria y dieron por supuesto que mis lesiones eran simplemente un pretexto para eludir el encuentro con su ídolo. El empresario de la plaza de la Maestranza, don José Salgueiro, que sabía mejor que nadie la expectación que había en Sevilla por verme torear con Joselito, me acuciaba para que fuese en cuanto pudiera. Perdí, porque materialmente no podía tenerme en pie, las dos primeras corridas de feria, que eran las más suaves y de mayor lucimiento, pero hice firme propósito de ir a Sevilla para torear la anunciada corrida de Miura, porque mis detractores, cuyo número crecía en la misma proporción que el de mis entusiastas, habían lanzado la especie de que yo le hacía ascos al ganado miureño. Cuando circuló por los mentideros taurinos de Sevilla la noticia de que yo iría a torear la corrida de Miura, hubo quienes lo creyeron un ardid del empresario para retener a los feriantes, y quienes afirmaron que tal propósito no pasaba de ser un rentoy que yo no podría sostener. Se cruzaron apuestas cuantiosas sobre si yo torearía o no, y cuando, por fin, salí a hacer el paseíllo en aquella corrida, el apasionamiento de la muchedumbre que llenaba la plaza había llegado al paroxismo. El primer miureño que me tocó era casi ilidiable. Me abrí de capa y, al darle el primer lance, me tiró un derrote que me arrancó la montera de la cabeza y la mandó al tendido. Iba yo dispuesto a jugarme el todo por el todo, y como mis enemigos me acusaban de no torear más que con la mano derecha, cité al toro con la izquierda, y con esta mano hice toda la faena de muleta, que, a juicio de los críticos, fue irreprochable. Tuve igual fortuna en la lidia del otro miureño, y, al terminar la corrida, los sevillanos, enardecidos, me hicieron gozar la borrachera del triunfo una vez más. Fue aquélla una de las jornadas apoteósicas de mi vida torera. Entonces, las corridas de toros tenían una resonancia y una trascendencia que hoy no tienen. Una buena faena no se acababa, como hoy, en el momento en que las mulillas se llevan al toro, sino que cuando los aficionados salían de la plaza era cuando empezaba realmente a destacarse y cobrar vida y color en los labios trémulos del espectador entusiasmado, que la relataba una y mil veces, recordándola en sus menores detalles. Era la época en que después de una buena faena se veía a la gente toreando por las calles. «Hizo así», decían, al mismo tiempo que simulaban el pase culminante los contertulios que discutían en los cafés, los transeúntes que se paraban al borde de las aceras, los porteros galoneados en los pasillos de los ministerios y los curas en las sacristías. La noche después de una buena corrida y toda aquella semana no se hablaba de otra cosa. La afición a los toros era universal, y, al revés de lo que hoy ocurre, es posible que entonces fuese menos gente a los toros, pero, en cambio, las corridas no morían en la plaza, sino que salían de ella y llenaban toda una ciudad y el país entero, mientras que ahora, la gran faena se borra y olvida al salir a la calle. El aficionado de hoy lo es únicamente durante el tiempo que está en el tendido. Cuando sale de la plaza tiene otras preocupaciones. En aquel tiempo, los partidarios de los toreros no vivían más que pendientes de sus ídolos. Recuerdo que en Sevilla se formaban los días de corrida unos grupitos que esperaban al anochecer la salida de El Liberal para saber cómo había quedado su torero favorito. A veces, se veía bajo un farol a uno de estos grupos deletreando el texto de los telegramas que reseñaban la corrida. Si el torero había estado bien, sus partidarios se engallaban y salían buscando pelea por cafés y tabernas con el periódico bajo el brazo. Si había estado mal, doblaban silenciosamente el periódico, se daban las buenas noches y se iban a sus casas a esperar el desquite.

Aquella noche del día de la corrida de Miura, los belmontistas salieron por Sevilla con tal ímpetu, que parecía que se iban a tragar el mundo. Un grupo de entusiastas se fue al real de la feria a celebrar el triunfo. Tenían los partidarios de los Gallo una caseta llamada El Gallinero, y ante ella pasaron, retadores y altivos, los belmontistas. Aquel día El Gallinero estaba poco concurrido. Sus socios, después de doblar el periódico, se habían dado las buenas noches y se habían ido a dormir. Un gallista aburrido bostezaba. Llegó hasta la puerta de la caseta el más esforzado de los belmontistas y, con gesto de triunfo, gritó:

—¡Ea, gallistas, a cerrar!

El azar y la consciencia

El 2 de mayo, cuando salí a torear en Madrid con Rafael, el Gallo, y Joselito, el apasionamiento del público era tal que daba miedo. Mi triunfo en la feria de Sevilla había exacerbado el entusiasmo de mis partidarios y el encono de mis enemigos, hasta el extremo de que en los tendidos se veía a una muchedumbre vociferante e inquieta, sacudida por una intensa vibración que hacía saltar aquí y allá los chispazos de los altercados y las broncas. Para verme torear mano a mano con los Gallo habían pagado muchos aficionados hasta ocho y diez duros por unas entradas que valían en taquilla ocho y diez pesetas. La corrida fue desarrollándose normalmente, en un ambiente de irritabilidad y nerviosismo, hasta que salió el quinto toro. Le tocaba lidiarlo a Joselito. Desde que se abrió de capa hasta que lo mató de una soberbia estocada, aquello fue un verdadero delirio. Hizo Joselito en aquel toro una gran faena, desde el principio hasta el fin, completa, variada, vistosa y valiente. No se podía pedir más. El público se rompía las manos aplaudiéndolo. Después de haber sido arrastrado el toro, Joselito dio dos o tres vueltas al ruedo; no sé cuántas. La gente no se cansaba de aplaudirle. Cuando parecía que la ovación se había extinguido renacía vigorosamente aquí o allá, y de nuevo el público, puesto en pie, aclamaba al gran torero. Joselito, con la montera en la mano, saludaba una y mil veces desde el centro de la plaza. Yo, mientras tanto, permanecía sentado en el estribo, a la espera de que saliese mi toro. Algún amigo me ha dicho mucho después que en aquellos momentos me estuvo observando, con el deseo de adivinar lo que pasaba por mí. Creía aquel amigo haber visto en mí, mientras Joselito recibía la ovación más formidable que se había dado nunca a un torero, un gesto duro y un aspecto reconcentrado de hombre que se forja íntimamente la desesperada resolución de superar aquel triunfo del rival, que parecía insuperable. No me creyó cuando le dije que mientras la muchedumbre aclamaba delirante a Joselito yo estaba allí sentado en el estribo muy preocupado por un pequeño azar que tenía. Soy poco supersticioso, pero el hombre más equilibrado y sensato, cuando se ve en el trance de jugarse lo que más le importa en un albur como el de la lidia de un toro, albur en el que hay que contar con elementos tan ajenos a él, a su valor, su inteligencia y su voluntad, cae fatalmente en esas naderías de la superstición, que son como asideros que la inteligencia quiere poner a lo ininteligible. A través de la media de seda me asomaba un vello de la pierna, y aquello me parecía de mal augurio. Toda mi preocupación en aquellos instantes era meter debajo del tejido de seda aquel pelito que lo había traspasado. Si lo conseguía, era indudable que triunfaba. Cuando las circunstancias que pesan sobre nosotros son pavorosamente superiores a nuestras fuerzas, cuando se rebasa la medida de lo humano, uno se achica y renuncia humildemente a la comprensión del trance descomunal en que está metido, para entregarse a una nadería cualquiera, en la que descansa el ánimo. Creo que hay muy pocos héroes plenamente conscientes de su heroicidad en el momento de realizarla. Me gustaría saber qué es lo que piensa el militar cuando entra en fuego, el aviador que salta el Atlántico cuando le faltan pocos kilómetros para ganar la costa y el cazador que espera a pecho descubierto la acometida de la fiera.

Salió, al fin, mi toro, y desde el primer capotazo que le di tuve una neta sensación de dominio. A medida que toreaba iba creciéndome y olvidando el riesgo y la violencia del toro. Me parecía que aquello que estaba haciendo, más que un ejercicio heroico y terrible, era un juego gracioso, un divertido esparcimiento del cuerpo y del espíritu. Esa sensación de estar jugando que tiene el torero cuando de veras torea la tuve yo aquel día como nunca. Llamaba al toro y me lo atraía hacia el cuerpo para hacerle pasar rozándose conmigo, como si aquella masa estremecida que se revolvía furiosa removiendo la arena con sus pezuñas y cortando el aire con sus cuernos, fuese algo suave e inerme. Convertir la pesada e hiriente realidad de una bestia en algo tan inconsútil como el velo de una danzarina, es la gran maravilla del toreo.

Durante toda la faena me sentí ajeno al peligro y al esfuerzo. Yo y el toro éramos los dos elementos de aquel juego, movido cada uno por la lealtad de sus instintos dispares, trazábamos sobre el albero de la plaza el esquema de la mecánica pura del toreo. El toro estaba sujeto a mí y yo a él. Llegó un momento en que me sentí envuelto en toro, fundido con él. Luego, al terminar la corrida, vi que el traje que llevaba estaba lleno de pelos del toro, que se habían quedado enganchados en los alamares. Nunca he toreado tanto ni tan a gusto. El público lo advirtió.

Dijeron que como yo había toreado aquel día jamás había toreado nadie.

Supersticiones menores

He dicho que no tengo supersticiones, pero la verdad entera es que a veces me dejo arrastrar por las que padecen las personas que me rodean. La gente taurina vive esclavizada por este anhelo irracional de sujetar al Destino y prenderlo con los alfileritos de sus augurios. El torero, que contra lo que se cree es un pobre hombre de claudicante voluntad, se halla siempre propicio a doblegarse ante todo lo que sirva para darle ánimos, y de ahí ese cúmulo de supersticiones propias y ajenas que le agobian.

Cuando me estaba vistiendo para la corrida del 2 de mayo advertí que mi mozo de espadas me colocaba en las piernas unas vendas no muy limpias.

—Quítame esas vendas sucias y tráeme unas limpias —le dije.

Antoñito, el mozo de espadas, me replicó:

—Tú, cállate y déjame a mí. Yo sé lo que me hago. Estas vendas estarán algo sucias, pero traen la buena suerte. Estoy convencido.

Cuando uno está vistiéndose para salir a una plaza de toros no se tienen ánimos para llevarle la contraria a ningún supersticioso, y, encogiéndome de hombros, le dejé hacer a su antojo.

Se celebró la corrida, obtuve aquel gran triunfo y, por la noche, Antoñito, al desnudarme, decía, loco de alegría:

—¿Lo ves? ¡Las vendas! ¡Son las vendas de la buena suerte!

Ni qué decir tiene que al día siguiente me colocó Antoñito las mismas vendas, cada vez más sucias, sin que yo me atreviera a rechazarlas. Con mis vendas milagrosas estaba, cuando un toro de Santa Coloma me empitonó y me dio una cornada en el muslo. Desangrándome me llevaban los monosabios a la enfermería cuando vi a mi mozo de estoques detrás de la barrera. Volví la cabeza y le grité:

—¡Antoñito! ¡Mira para lo que sirven tus cochinas vendas!

Los agüeros de Juan Manuel

Pero hombre más atormentado por los agüeros que mi apoderado, Juan Manuel, ni lo ha habido ni lo habrá. Su vida fue un continuo sobresalto. Todo, todo, hasta lo más mínimo, era indicio de buena o mala suerte. Tenía que ir a mi casa a diario, pero a veces no se presentaba, y cuando yo le llamaba por teléfono contestaba con una voz lúgubre.

—No puedo ir.

—¿Por qué, Juan Manuel?

—Porque al salir de casa he tropezado con un tuerto y he tenido que dar media vuelta y meterme en la cama para evitar una desgracia.

Juan Manuel tenía un sombrero especial para ir a los toros. Era un sombrero lamentable, pero traía la buena suerte. Llevaba colgando de la cadena del reloj un galapaguito de plata, y, mientras yo toreaba, él tenía que estarlo tocando. Una vez, en La Línea, fue a palpar su galapaguito de la buena suerte en el momento en que yo me abría de capa y no lo encontró. Me contó que en aquel mismo instante se tapó la cara con las manos y así estuvo, aterrorizado, hasta que oyó el alarido de la multitud y comprobó que, como no podía menos de suceder, el toro me había cogido. Le tomó ojeriza a unas estatuillas de yeso que yo tenía, y no paró hasta que un día en que me cogió convaleciente y débil me arrancó el permiso para llevárselas. Me contaba después que se las había regalado a un belga, que las aceptó muy contento y burlándose de lo supersticiosos que eran los españoles; pero en pocos días cayeron sobre el pobre belga tales calamidades que se apresuró a deshacerse de los malaventurados yesos. Según Juan Manuel, fueron a parar a manos de un portero, al que días después le sobrevino una desgracia familiar. Nadie hubiese convencido a mi apoderado de que, al llevarse las estatuillas, no me había salvado la vida.

Sin negar que alguna vez estos agüeros típicos del aficionado a los toros me hayan impresionado, me gusta poder decir que nunca los he tomado muy en serio. No he sido, en realidad, una víctima de estas menudas preocupaciones que tanto atormentan a los que creen en ellas, y si alguna vez me he dejado arrastrar verdaderamente por una superstición ha sido ésta de muy distinta naturaleza. Yo tengo, por ejemplo, el azar de desear fervientemente, con todas las potencias de mi alma, aquello que más puede perjudicarme. Sólo así me hago la ilusión de que conjuro el mal. Es como si quisiera agarrar al Destino por los cuernos. Ya he contado que la faena ideal con que yo soñaba cuando quería ser torero terminaba invariablemente dándome el toro una cornada en el muslo. Esa cornada que yo he deseado siempre con ferviente anhelo ha sido la que me ha librado de muchas auténticas cornadas. Mi más firme convicción, mi superstición si se quiere, es ésta: no vale escurrir el bulto. Hay que ofrecer gallardamente al Destino el sitio por donde pueda herirnos. Cuando pienso en una desgracia y me familiarizo con ella y tengo alma bastante para vivirla en toda su intensidad, es cuando la evito. Ésta es mi única superstición verdadera.

Unos cálculos complicadísimos sobre la ley de las compensaciones, en los que suelo perderme, la fe en una justicia inmanente, que distribuye bienes y males equitativamente, aunque a veces esta equidad no se nos alcance, y, sobre todo, esta convicción de que hay que dar la cara a la adversidad para espantarla son todo mi artilugio metafísico. Demasiado complicado. Preferiría creer que los tuertos traen la mala suerte.

Ciento cincuenta y nueve toros

Aquella temporada de 1914 toreé casi a diario. Después del percance de Madrid reaparecí el 2.4 de mayo en Oviedo, el 26 volví a Madrid, el 27 actué en Córdoba, el 30 de nuevo en Madrid y el 31 en Linares, donde recibí una herida en un párpado. En el mes de junio comencé el día 5 en Valencia y seguí el 7 y el 18 otra vez en Madrid. En esta última corrida se cortó la coleta Minuto. Toreé tres corridas en Granada y tres en Algeciras, y el 24, un toro me dio en Bilbao una paliza que me tuvo sin torear hasta el 4 de julio, que aparecí en Zaragoza. Al día siguiente actué en Barcelona, y, a renglón seguido, tomé parte en las tres corridas de San Fermín, en Pamplona. Seguí toreando casi a diario en La Coruña, Oviedo, Gijón, La Línea, Barcelona y las cuatro corridas de la feria de Valencia. Recorrí en agosto las plazas de San Sebastián, Vitoria, Santander, Huesca y Bilbao, donde, después de torear tres corridas seguidas, caí enfermo. Cinco días estuve en la cama, y al sexto hacía el paseíllo en la plaza de Almagro, para seguir luego toreando en Almería y Linares. Hubo dos corridas en Málaga, dos en Mérida y otras dos en Salamanca, más de una en Murcia y otra en Albacete. Fui a Lisboa y después a Valladolid, Oviedo, Barcelona, Madrid y Sevilla, donde sufrí una nueva lesión que me hizo perder ocho corridas. Maté aquella temporada ciento cincuenta y nueve toros.

Vida privada

Cuando terminó la temporada estaba un poco cansado de ser torero y sentía la necesidad de sustraerme a la curiosidad de los públicos y de vivir a mi gusto, como un señor cualquiera al que nadie tiene derecho a molestar. Quería hacerme una vida privada lo más alejada posible del mundillo taurino. Mi ideal era vivir como cualquier otro muchacho de mi edad, independiente y con algún dinero. Para ello, decidí instalarme en Madrid. El año anterior, a raíz de mis primeros triunfos, pretendí instalarme cómodamente en Sevilla, pero mi vida privada siguió siendo allí espectacular y llamativa, hasta hacérseme imposible sobrellevarla. Recuerdo que, al abandonar el mísero corralillo donde había vivido para instalarme en una vivienda más confortable, se me ocurrió comprarme una bañera, pero el sencillo hecho de que me la llevasen a casa se convirtió en un acontecimiento para el barrio. «¡Es el baño para Belmonte!», decían las comadres, arremolinadas a la puerta de mi casa, mientras los mozos lo descargaban del carro y lo metían en el portal. Recuerdo también que me compré un caballo, y cuando me lo trajeron ensillado a mi casa, se juntaron en el portal todos los gandules del barrio para verme montar en él. Cada vez que salía por Triana cabalgando me paraban todos los amigotes, y siempre había alguno que terminaba subiéndose a la grupa. Hubo veces que fuimos tres los que íbamos encaramados en el infortunado animal. Aquello de ser caballo de un torero popular no debía ser grato oficio, porque un día la pobre bestia se hartó de mí y de mis amigos y, emprendiendo un furioso galope, se lanzó contra una tapia y se suicidó. Mi destino de torero famoso no era mucho más llevadero que el de mi caballo.

Aquel agobio tenía, sin embargo, sus gratas compensaciones. Una vez fui montado en mi caballo a una romería. Los romeros, al verme pasar muy postinero sobre el lomo de la jaca, que braceaba garbosa, me vitorearon entusiasmados. Al volver a Triana iba escoltado por una muchedumbre entusiasta, a la que se le antojó que yo había de entrar con caballo y todo en el convento de San Jacinto. Los frailes se opusieron, como era natural, y hubo a la puerta del convento una verdadera batalla, en la que los pobres frailes fueron arrollados por los belmontistas, que querían ungirme en el templo con no sé qué original y nunca vista consagración. Tuve que escapar al galope.

Otro día regresaba a Sevilla en el expreso, cuando al llegar a una estación, advertimos que viajaba en el mismo tren un ministro, al que sus correligionarios de aquel pueblo le habían preparado un saludo entusiástico. Una charanga se colocó junto al vagón en que viajaba el personaje, rodeada por unos centenares de pueblerinos que daban vivas «al salvador de España». Uno de los amigos que viajaba conmigo propuso:

—¿Vamos a quitarle el público al ministro?

Y dicho y hecho: bajó al andén y se puso a gritar:

—¡Belmonte! ¡Ahí va Belmonte! ¡Viva Belmonte!

A los pocos segundos, los centenares de personas que habían acudido a la estación para rendir homenaje «al salvador de España» estaban aclamándome ante la ventanilla de mi departamento, y al pobre ministro no le quedaban más que el alcalde del pueblo y los seis músicos de la charanga, que golpeaban sus pitos con el cuello vuelto hacia donde yo estaba.

De aquella época es también la anécdota que cuenta don Natalio Rivas, para dar idea de la popularidad de que yo gozaba. Dice el célebre ex ministro que una vez andaba por el mercado de libros viejos de Valencia a la búsqueda de curiosidades, cuando se le acercó un librero que le había visto por allí algunas veces y creía conocerle. Le dijo don Natalio su nombre, y el librero exclamó:

—¡Ah, claro! Ya decía yo que le conocía. Usted es ese político que es muy amigo de Belmonte.

Todo aquello era muy halagador, pero, a la larga, resultaba terriblemente molesto. Por eso procuré instalarme en Madrid como un desconocido cualquiera. Alquilé un estudio en el barrio de Salamanca, cultivé únicamente la amistad de aquel grupo de intelectuales que había conocido en el estudio de Sebastián Miranda, y un día entré en una peluquería y me corté la coleta.