Mi cuadrilla embarcó en Cádiz rumbo a México, y yo me fui a París, para embarcar en el puerto de El Havre en un gran trasatlántico alemán, el Imperator, que hacía en muy pocos días el viaje a Nueva York y La Habana. Entré en París con una carta de recomendación de don Natalio Rivas y un aparatoso sombrero de ala ancha que paseé altivamente por el bulevar de los Italianos. La persona a quien iba recomendado me atendió cumplidamente, y como yo le expusiera mi ferviente deseo de conocer París en las pocas horas que había de estar allí, me llevó a un cabaret de estilo español llamado La Feria, donde me pasé la noche bebiendo manzanilla y alternando con cantaores, guitarristas y bailarines flamencos. Esto me ha pasado frecuentemente. Recuerdo que al desembarcar en La Habana me acogió con grandes extremos un español admirador mío, que se obstinó en llevarme a su casa para convidarme a comer el cocido más auténtico del mundo. Se ofendió mucho cuando le dije que yo había salido de España y estaba por América jugándome la vida en las plazas de toros precisamente para no comer cocido. No volvió a saludarme.
En aquel cabaret de París, que era la reproducción exacta de un café cantante de mi tierra, el único descubrimiento que hice fue el de una señora polaca, guapa y rara, que se pasó la noche sentada a mi lado sonriéndome de cuando en cuando y acariciándome la coleta. Me miraba, suspiraba y me pasaba la mano por el pelo para terminar dándome un cariñoso tironcito de la trenza.
—¡Señora! —le decía yo, amoscado—. ¿Quiere usted hacer el favor de dejarme la coletita?
Me miraba estúpidamente, se sonreía y, al rato, vuelta otra vez a darle a la trenza. Al amanecer dieron por terminada aquella juerga en mi honor y la polaca quería llevarme a su casa a todo trance, pero yo estaba hasta la coronilla de que me tomase el pelo, y le recomendé que se comprase un mono si quería entretenerse, aunque sospecho que no se enteró.
Al día siguiente embarqué en el Imperator. Desde el momento en que pisé la pasarela de aquel formidable trasatlántico fui de maravilla en maravilla; pero me hice la composición de lugar de no sorprenderme de nada, por extraordinario que me pareciese, y adopté un aire natural y displicente, dispuesto a aceptar sin pestañear las cosas más extrañas del mundo. Un sevillano, y más aún un trianero, está siempre de vuelta de todo y no puede andar por el mundo con aire de aldeano boquiabierto. Los aldeanos eran ellos, naturalmente; los que no eran de Sevilla, ni de Triana. Iba en aquel mismo barco Rodolfo Gaona, con su mozo de estoques, el famosísimo Maera. A Gaona no se le veía en todo el viaje, porque se mareaba y se pasaba la travesía encerrado en el camarote; pero el gran Maera andaba por el buque como por su casa, con una desenvoltura genial. Cuando en la cubierta se cruzaba con una miss o una fraulein que le gustaba, se volvía con aire de jaque y le decía con el mayor aplomo:
—¡Ole tus sacais!
Escupía por el colmillo y seguía adelante contoneándose como si estuviese en la calle Sierpes. El mundo era para él. Tenía una actitud de hombre superior. Por las noches entraba triunfalmente en el comedor, lleno de damas escotadas y caballeros de smoking, calzando unas babuchas de orillo, carraspeando, escupiendo y con un pañolito de seda al cuello. Era realmente un tipo imperial.
Yo, en cambio, procuraba adaptarme al medio y disimularme lo mejor que podía. La coleta seguía siendo lo que más extrañaba de mi persona desde que salí de España. En la peluquería del Imperator, el peluquero, un alemán típico, se sorprendió mucho al tropezar con ella en mi cabeza. El hombre quiso bromear haciendo ademán de cortármela, y yo simulé que me enfurruñaba. Los peluqueros alemanes dan jabón debajo de la nariz, no con la brocha, sino con el dedo, y cuando aquel buen hombre me pasó por el labio superior el dedo untado de jabón, le tiré un mordisco, fingiendo con muchos aspavientos una rabia y una indignación que estaba lejos de sentir. El terror de aquel hombre fue de una comicidad extraordinaria. Para él los toreros españoles serán ya siempre unas alimañas que muerden a los honrados barberos.
La primera noche de viaje, cuando me metí en mi camarote, estuve canturreando mientras me desnudaba. Era una cancioncilla muy popular entonces, que decía:
Dale y dale a la rueda;
ruede, ruede la bola.
La mujer que no canta
no es clásica española.
Advertí luego que en mi mismo camarote viajaba un señor inglés, y a la noche siguiente entré a la chita callando y me puse a desnudarme sin chistar siquiera. Iba ya a acostarme, cuando el inglés asomó la cabeza por entre las cortinas de su litera y me dijo:
—¡Oh, please! ¡Cante usted! ¡Cante eso de la española!
Insistió tanto, que tuve que ponerme a cantar. Y todas las noches mi buen inglés se dormía plácidamente mientras yo le cantaba la nana.
Aquel inglés era un tipo fino y sonriente, un verdadero gentleman; se divertía mucho conmigo y me presentó a una inglesa que por las tardes, cuando la encontraba en la cubierta, me hacía sentarme en una hamaca a su lado. No nos entendíamos ni podíamos decirnos nada, pero a las dos o tres tardes de mutua y aburrida contemplación, la inglesa me dijo el número de su camarote y yo me creí en el caso de ir por la noche a visitarla. Cumplido que es uno.
Era ya tarde cuando me aventuré por el pasillo buscando el camarote de la inglesa. Me perdí y estuve yendo y viniendo de un lado para otro. Aquellas idas y venidas debieron parecer sospechosas a un vigilante que había allí, quien procuró no hacerse visible, pero fue espiando mis movimientos y, en el instante preciso en que yo ponía la mano en el picaporte del camarote de la inglesa, dejó caer su pesado brazo sobre mi hombro. Intenté desasirme; pero aquel tío me agarró con fuerza y se empeñó en llevarme detenido. Preví el escándalo que se iba a armar, y entonces se me ocurrió meterme la mano en el bolsillo y sacar un billete de cincuenta marcos que le pasé por las narices. El vigilante alemán que estaba en aquel instante forcejeando conmigo, aflojó automáticamente la presión de su garra, miró el billete, me miró a mí, y poco a poco fue dibujándose una plácida sonrisa en su rostro de color de rosa. Terminó cogiendo el billete, y después de dar media vuelta con una exactitud matemática se alejó solemne por el pasillo, mientras yo me sacudía la solapa, empujaba el picaporte y seguía mi camino.
Cuando entramos en el puerto de Nueva York, estuve presenciando desde la toldilla el desembarco de los centenares de emigrantes que habían hecho el viaje ocultos en la enorme panza del Imperator. Era un rebaño de gente miserable, judíos y polacos en su mayoría, que se apretujaban en las pasarelas guardadas por la policía como el ganado se apelotona en la mangada. Aquellos desdichados se abrían paso lentamente, cargados con sus míseros petates y arrastrando a sus mujeres y sus hijuelos hasta llegar al lugar donde los agentes de admisión los examinaban rápidamente, como los veterinarios examinan a las reses que van al matadero, y sin contemplaciones aceptaban a unos y rechazaban a otros. Los policemen, altos y fuertes, separaban violentamente a los padres de los hijos y a las mujeres de sus maridos, insensibles a los gritos y protestas de aquellos infelices, cuyas quejas eran en aquella batahola tan débiles como el balido de las ovejas azuzadas por los mastines.
No sé por qué me desconcertó profundamente aquel espectáculo. Miré con rabia los gigantescos rascacielos que proyectaban sus sombras monstruosas sobre el puerto y entré en Nueva York con una extraña sensación de miedo. Yo no había visto nunca tratar así a la gente. Me horrorizaba pensar que pudiera verme humillado de aquel modo. Y desembarqué apretando en el bolsillo nerviosamente una pistola que me había comprado en París.
Por Nueva York anduve con mi pistola en el bolsillo y un aparato fotográfico en bandolera. Yo había visto que todos los turistas llevaban una máquina de hacer fotografías y no quería ser menos. Me encontré con un sevillano pintoresco que andaba por allí viviendo a salto de mata; era un tipo audaz y gracioso, que me sirvió de cicerone. Con él fui al barrio chino una noche y anduvimos olisqueando por los fumaderos de opio. Nunca me han mirado con tan malos ojos como los que nos echaban aquellos chinos tristes y sucios cuando mi paisano y yo nos parábamos bromeando a la puerta de sus inmundas viviendas. Ya de madrugada nos sacó de allí con muchos aspavientos una ronda de policía con la que topamos.
Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: «¡Adiós, Rafaé…!», y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquélla y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?
Desde Nueva York fuimos a Cuba. La Habana, cuando yo fui por primera vez, hace veinte años, era una ciudad distinta de lo que es hoy. Aún no se había borrado el carácter español, que perduraba en las iglesias innumerables, en el ámbito de La Soleta, en las casas bajas y las plazas anchas y silenciosas en cuyos rincones crecía la hierba por entre los guijarros del empedrado. Era entonces La Habana como uno de esos pueblos grandes y ricos de Andalucía, en los que había palacios viejos y recios conventos.
Lo que más me impresionó cuando llegué a La Habana fue un negro. Le había dado mi maleta para que la llevase al hotel, y no sé qué torpeza cometió, por la que yo, irritado, le reñí violentamente, pero cuál no sería mi asombro cuando vi que aquel hombrón imponente, de anchos pómulos, que le daban un aspecto feroz, se ponía a hacer pucheros y soltaba el trapo a llorar como una débil criatura, queriendo cogerme las manos para besármelas, lo mismo que los perros lamiéndolas quieren aplacar la ira de sus amos. ¡Qué desastroso efecto me produjo aquello! Yo no concebía que hubiese hombres así, seres humanos tan distintos de los que siempre había tratado. El viaje a Cuba lo hice con Gaona y con Enrique Uthoff, el escritor mexicano, que estaba desterrado e iba a reunirse en La Habana con un grupo de compatriotas revolucionarios que vivían, como él, en la emigración. Asistí a un banquete organizado por aquellos hombres extraños en honor de su paisano Gaona. Fue un banquete divertidísimo. Empezaron los discursos antes de que se sirvieran los entremeses, y continuaron sin interrupción a lo largo de toda la comida; para cada plato había un orador de turno, y así hasta dos horas después de haber tomado el café. Firme en mi decisión de no extrañarme de nada y resuelto a hacer cuanto hiciesen los demás, vi que los mexicanos, en el banquete, cogían unas guindillas pequeñitas que había en la mesa, las mordían y después daban un soplido que a mí se me antojó de satisfacción. Hice lo que veía y sentí que la boca y la garganta me ardían como si me las hubiese quemado con un hierro candente. Saltándoseme las lágrimas soplé también, sabiendo ya que no era puro deleite lo que hacía soplar a los mexicanos, sino la necesidad de aliviar el cauterio de aquellas terribles guindillas. Ponía tan buena voluntad en adaptarme a todo, que terminé aficionándome a ellas.
La llegada a México de un torero español precedido de cierta fama movilizaba en torno suyo a un mundo raro de gentes diversas para las que el torero en sí era un espectáculo. Tan pronto como llegué a México, me vi rodeado por docenas de personas a las que no conocía y que no me dejaban ni a sol ni a sombra. Desde la estación me acompañaron al hotel, y allí, en el hall, tuve que prestarme a una especie de recepción, a la que acudieron los tipos más extraordinarios que yo podía haber imaginado. Cuando subí a mi habitación me acompañaron los «íntimos» que en media hora me habían salido, y allí estuve charlando con infinidad de personas, mientras desfilaban los periodistas que iban a hacerme interviús y los fotógrafos que querían retratarme. Entre aquellos visitantes apareció un señor muy fino, con una cajita bajo el brazo, que me saludó con grandes extremos, se sentó a mi lado y se puso a charlar de España, de los toros y de no sé cuántas cosas más. Era un tipo encantador, que me hablaba de Pastora Imperio, de las cofradías de Sevilla y de todo lo que se imaginaba él que podía interesarme. Ya llevábamos media hora de coloquio, cuando muy ceremonioso, me indicó:
—Bueno; cuando usted quiera…
Yo no sospechaba sus intenciones; pero resuelto como estaba a dejarme llevar sin extrañarme por nada, le contesté:
—¡Ah! Usted dirá…
—Pues venga hacia este lado y siéntese en esa silla. —Me senté en la que me señalaba.
—Quítese las botas.
—Me las quité.
—Quítese también los calcetines.
Me los quité también.
Y con una aparente indiferencia, pero con un íntimo sobresalto, vi que aquel hombre cogía su cajita, se agachaba, se apoderaba de uno de mis pies y se ponía a cortarme las uñas. Era sencillamente un pobre pedicuro que no sé de dónde había sacado que yo reclamaba sus servicios. La cosa fue para mí mucho más sorprendente, porque yo entonces no sospechaba que fuese necesaria la colaboración de un señor tan fino para tan sencillo menester. Terminó, se inclinó cortésmente, y me dijo:
—Son cinco pesos.
—Ahí van —le contesté con la mayor naturalidad del mundo, como si en toda mi vida no hubiese hecho otra cosa que dar trabajo a los pedicuros.
En México me sentí por primera vez en mi vida dueño del mundo. Me había despegado de cuanto hasta entonces había sido una preocupación para mí. Lejos de mi gente, de mis amigos y de aquella angustiosa necesidad de afirmar mi personalidad que había sido la obsesión de mi juventud, me encontraba flotando en un ambiente grato, en el que me dejaba ir a la deriva, sin que nada me importase ni me preocupase lo más mínimo lo que pensasen de mí aquellas gentes tan raras, tan diferentes de las que antes había tratado y, en definitiva, tan incomprensibles y ajenas a mí. Sin nadie que me tutelara y sin ninguna coacción del ambiente, me esponjaba en la expectación que entre los aficionados mexicanos había producido, y me dejaba llevar por aquellos amigos disparatados que me salían, gente toda extraordinaria, pintoresca y simpática. Me hice a la idea de que todos los mexicanos estaban un poco locos y empecé a sentir yo también la euforia de dejarme arrastrar por los impulsos menos razonables que durante tantos años había tenido que refrenar. Aquella actitud mía de hombre lanzado a la insensatez produjo en los mexicanos un excelente efecto, y me encontré con que lo que más popular y simpático me hacía a los ojos de aquella gente era, precisamente, el que yo fuese un tipo insensato. En México perdí la cabeza, y creo que cuando volví a España estuve un poco loco durante algún tiempo.
Me rodeaban los personajes más sorprendentes. Me hice íntimo amigo de unos muchachos muy ricos y muy juerguistas, que organizaban verdaderas bacanales, derrochaban el dinero a manos llenas y bebían como locos. A mí no me gustaba beber, y aquellos compadres, cuando yo me resistía a continuar con ellos rodando por las borracherías de México, se llevaban a un representante mío que bebía en mi nombre. Este representante era, naturalmente, Calderón. A veces, después de llevarse toda una noche de juerga, se me presentaban por la mañana en el cuarto del hotel borrachos como cubas, y se ponían a dar zapatetas y a decir cosas incongruentes mientras yo, desde la cama, les miraba asombrado. Cada día me afirmaba más en mi creencia de que en México todos estaban locos.
Una vez uno de mis íntimos me preguntó si yo no tenía algún brillante o alhaja de precio que ponerme, y como le contestase que no, torció el gesto. Ocurría que en México se valoraba el prestigio de los toreros que iban de España por el tamaño de los brillantes que lucieran. Esto era ya un prejuicio indestructible, y los mexicanos, al verme tan sin alhajas, desconfiaban, pensando qué clase de torero sería yo cuando no tenía ni un mal brillante que ponerme. La cosa era tan chocante, que me advirtieron repetidas veces. Me dijeron que era imprescindible que me comprase unos brillantes para no defraudar a los aficionados, y como creían que no los tenía por falta de dinero, vino incluso un hombre que misteriosamente me propuso que se los alquilase, aunque no fuese más que por el buen parecer. Yo no sentía la necesidad de comprarme brillantes; pero no queriendo pasar por un pobre diablo, adopté una pose altiva. Cuando venían a ofrecerme alguno, lo miraba despectivamente y lo devolvía diciendo:
—Es muy chico. No me interesa.
Aquello causaba buena impresión, y me sirvió durante algún tiempo para quitarme de encima a los infinitos corredores de piedras preciosas que caían sobre mí.
Hasta que se presentó un tío con un brillante como un pedrusco, tan grande que, la verdad, no tuve cara para devolvérselo diciendo que me parecía chico, y para quedar bien no hubo más remedio que comprarlo. A mi padre se lo di para que lo luciera en Sevilla. Parecerá exagerado, pero puedo decir que la compra de aquel diamante, que no me puse nunca, fue lo que más prestigio me dio entre los aficionados.
Hice rápidamente amistad con mucha gente importante, militares en su mayoría, y no pocos de ellos generales. Era gente brava, a la que entusiasmaban las flamenquerías y los desplantes. Ellos me llevaron una vez a cenar con el presidente Huerta, que quiso conocerme. Un día fui a una juerga típicamente mexicana, organizada por un general en una finca suya. Los invitados y el general mismo bebieron como locos. Al final sacaron todos sus revólveres y estuvieron entreteniéndose en tirar contra las botellas que se habían bebido. Yo me excusé al principio, diciendo que no era tirador; pero me obligaron; cogí una pistola y casualmente hice un blanco difícil al primer disparo. Tuve querella con ellos porque se les antojó que yo era poco menos que un tirador profesional, y para presumir y humillarles lo había ocultado haciéndome de nuevas. En definitiva, todo aquello servía para realzar mi prestigio de flamenco, cosa que a los mexicanos les entusiasmaba. Mi fama de hombre valiente y sereno ante el peligro la gané tanto lidiando toros como generales.
En aquella juerga famosa se presentó un invitado en un automóvil potentísimo que acababa de comprar. El general tenía otro automóvil, no menos potente, y apenas estuvieron borrachos empezaron el general y su huésped a disputar sobre cuál de los autos corría más. La discusión se agrió y terminaron desafiándose. Quedó concertado un desafío entre ellos. A una señal partirían ambos vehículos para hacer un recorrido de varios kilómetros en torno a la finca, y ya se vería cuál de los dos autos resultaba vencedor.
Subió a su coche el general y se puso al volante su mecánico, un mulato imponente de ojos brillantes y anchas narices. Cuando iban a partir, el general paseó orgullosamente la mirada por los emocionados testigos de la hazaña y se encaró conmigo:
—¿Qué, torero? ¿Viene usted? ¿Se atreve?
—Bueno —le contesté, metiéndome en el coche. Estaba allí providencialmente un hermano de Antonio.
Fuentes, quien previendo lo que iba a ocurrir, se empeñó en que se le quitase al automóvil la capota, y no nos dejó partir para el desafío hasta que estuvo quitada.
Sonó un disparo y los dos automóviles partieron como exhalaciones. Fue una carrera loca. El camino a través de la finca era estrecho y malo. Desde el momento de la arrancada el otro automóvil nos había sacado unos metros de ventaja y marchaba delante, envolviéndonos en una nube de polvo y sin dejarnos paso. El general, a medida que avanzábamos, iba poniéndose frenético. Agarrado con las manos crispadas al respaldo del baquet, gritaba enronquecido al mulato:
—Corre, maldito. ¡Más, más! Pásalo, no seas cobarde. Íbamos casi cegados por la polvareda que levantaba el otro coche. Era imposible adelantarlo. El mulato que enseñaba sus dientes blancos debajo de una sonrisa, que se le había quedado cuajada en la bocaza, horadaba con sus pupilas la nube de polvo que nos precedía, en acecho del instante preciso para lanzarse sobre el otro coche. Volaban el tiempo y los kilómetros, y el general, fuera de sí, manoteando, golpeándose el rostro, gritaba como un loco:
—¡Ahora! ¡Pásalo!
El mulato seguía impertérrito al volante con las fauces abiertas y los ojos clavados en el camino. Hubo un instante en que consiguió adelantar un poco, y durante un corto trecho los dos autos caminaron casi unidos. El otro chófer, al advertirlo, dio un formidable acelerón y con un golpe de volante audacísimo se colocó en el centro del camino para cortarnos el paso, aun exponiéndose a que hubiésemos chocado. El general, ciego de ira, sacó la pistola y colocándola en la nuca del mulato, rugió:
—¡Pásalo!
Sin dejar de sonreír, el mulato echó una mirada como un relámpago a su amo y se aferró al volante.
—¡Ahora mismo! ¡Pásalo o te mato! —repitió aquel loco apretando el cañón de la pistola contra el cuello del chófer, que ni siquiera volvió la cabeza.
Sentí que el coche se alzaba y no tocábamos tierra. Hubo un golpe seco, una desgarradura terrible y luego un impulso formidable que me levantó del asiento y me hizo saltar en el espacio. Habíamos chocado contra un árbol. No me di cuenta de más. No sé cuánto tiempo pasaría. Al abrir de nuevo los ojos me encontré mordiendo el polvo y faltándome las fuerzas para incorporarme. Poco a poco fui reaccionando. Me palpé. No; herido no estaba. ¿Y los otros?
Cincuenta metros más allá estaba el automóvil con las cuatro ruedas en lo alto. Me incorporé trabajosamente y vi que a poca distancia de mí estaba el general desvanecido. Su respiración lenta y débil me dijo que no se había matado, aunque bien se lo hubiese merecido. ¿Y el mulato? Sangrando y exánime, al lado del coche lo encontré. Procuré auxiliarles, pero poco me era posible hacer. No había más que esperar a que viniesen en nuestro auxilio. Miré hacia el auto y me horroricé pensando en lo que nos habría ocurrido si no hubiésemos salido despedidos a gran distancia como consecuencia del tremendo choque. Debíamos la vida al hermano de Fuentes, que se obstinó en quitar la capota.
Me acordé en aquel instante de que llevaba colgado del costado mi aparato fotográfico, y se me ocurrió que sería curioso hacer unas fotos de aquella escena, en tanto venían en nuestro auxilio. Saqué la cámara, que estaba milagrosamente intacta y estuve impresionando unas placas. Todavía conservo las pruebas.
Cuando, a todo correr, llegaron los invitados en nuestro auxilio y vieron a mis dos compañeros sangrando y exánimes y a mí en pie haciendo fotografías, se quedaron estupefactos. ¿Qué clase de hombre era yo? ¿Quién hubiese tenido semejante sangre fría?
Aquello me dio más prestigio de valiente que cuanto hice en las plazas de toros. Los mexicanos son así. Todos están locos.