Aquella temporada de 1913 fue la más dramática de mi vida taurina. A raíz de mi debut en Madrid comenzó la lucha furiosa de mis entusiastas y mis detractores. Creo sin jactancia que fue aquélla una de las épocas más apasionadas del toreo. La gente llenaba las plazas esperando o temiendo que me matase un toro en cualquier momento, y aquella cédula de presunto cadáver que me habían extendido los técnicos al negarse a aceptar que fuese posible torear como yo lo hacía, provocaba tal tensión de ánimo en torno a mi figura, que con el menor pretexto se desataban los más frenéticos apasionamientos de la multitud.
Tuve que torear en Sevilla a primeros de abril, pero el día señalado amaneció lloviendo, y los tres espadas, puestos de acuerdo, dijimos que había que aplazar la corrida porque el piso de la plaza estaba encharcado. Los que empezaban a considerarse defraudados porque el toro no me mataba todo lo aprisa que su ciencia taurina exigía, se irritaron contra mí y me armaron con aquel pretexto un escándalo formidable, diciendo que la pura verdad era que yo tenía miedo. Sustentaban la teoría de que yo me había jugado la vida como un loco en las primeras novilladas y empezaba ya a no querer jugármela. Se celebró días después la corrida aplazada, y procuré demostrar que si tenía miedo, al menos seguía disimulándolo con bastante habilidad. Al día siguiente toreé en Madrid por segunda vez y fue aquélla mi verdadera consagración. Salí al ruedo como el matemático que se asoma a un encerado para hacer la demostración de un teorema. Se regía entonces el toreo por aquel pintoresco axioma lagartijero de «Te pones aquí, y te quitas tú o te quita el toro». Yo venía a demostrar que esto no era tan evidente como parecía: «Te pones aquí, y no te quitas tú ni te quita el toro si sabes torear». Había entonces una complicada matemática de los terrenos del toro y los terrenos del torero que a mi juicio era perfectamente superflua. El toro no tiene terrenos, porque no es un ente de razón, y no hay registrador de la Propiedad que pueda delimitárselos. Todos los terrenos son del torero, el único ser inteligente que entra en el juego, y que, como es natural, se queda con todo.
Los que me veían ir contra las que ellos consideraban leyes naturales, se llevaban las manos a la cabeza y decían: «Tiene que morir irremisiblemente. O se quita de donde se pone o lo mata el toro». Yo no me quitaba, el toro tardaba en matarme, y los entendidos, en vez de resignarse a reconocer que era posible una mecánica distinta en el juego de la lidia, que era lo más sencillo y razonable, se pusieron a dar gritos histéricos y a llamarme hiperbólicamente «terremoto», «cataclismo», «fenómeno» y no sé cuántas cosas disparatadas más. Para mí, lo único fenomenal era la falta de comprensión de la gente. Lo que hoy, al cabo de veinte años, sabe ver el más humilde aficionado, no les entraba entonces en el meollo a los que entendían de toros. Esta fue, sencillamente, mi aportación al toreo.
En aquella segunda corrida de Madrid, el revistero más famoso entonces, don Modesto, se puso de mi parte y escribió que como yo toreaba no habían toreado jamás Lagartijo, Frascuelo, Guerrita, Espartero, Fuentes, Bombita, Machaco y los Gallo. Aquella afirmación, que parecía temeraria, desencadenó un huracán de pasiones, en cuyo vértice estaba yo estupefacto. Era yo un pobre hombre que creía estar en posesión de una verdad y la decía. La decía en todas las plazas poniéndome con el capote o la muleta en las manos delante de los toros, sin ningún artificio. Yo no era un practicón, no sabía bien el oficio, no tenía los recursos de la experiencia y por añadidura estaba hasta tal punto enfermo, que apenas si podía valerme. Llegaba al redondel arrastrándome, casi sin poder andar; me abría de capa y daba mi lección lo mejor que sabía. Esto era todo. ¡Pero qué tumultos ocasionaba aquello! Nadie creía que yo torease de una manera consciente y según arte. Les resultaba más cómodo pensar que yo era un chalao, un tipo temerario, un verdadero suicida de aquellos de «más cornás da el hambre». En vez del valor reflexivo y prudente que hay que tener para torear, y que era el que en realidad tenía yo, me atribuían un valor fabuloso de héroe de la fantasía, un desprecio sobrehumano a la vida que, en realidad, no he tenido nunca. A mí no me perjudicaba aquella incomprensión. Antes bien, me beneficiaba. Esta catastrófica disposición de ánimo del público explica sobradamente que la incorporación de mi manera personal de torear al arte tradicional de los toros provocase aquel estado pasional, que, a mi juicio, ha sido uno de los momentos más intensos de la historia del toreo. Dejémonos de falsas modestias.
Cuando salí a torear por segunda vez en Madrid estaba verdaderamente enfermo. No podía tenerme en pie. Viejos males mal curados habían ido agotando mis energías, hasta el punto de que sólo me sostenía el entusiasmo, la energía espiritual que me daba la carrera de triunfos emprendida. En la calle era incapaz de dar un paso. En la plaza, en cambio, la gente se levantaba de los asientos, con un nudo en la garganta al verme torear. Hago notar esto en apoyo de mi tesis de que el toreo es, ante todo, un ejercicio de orden espiritual. En una actividad predominantemente física jamás ha podido triunfar un hombre físicamente arruinado, como yo lo estaba entonces. Si en el toreo lo fundamental fuesen las facultades, y no el espíritu, yo no habría triunfado nunca.
Años después, estando en Norteamérica, fui interviuvado por un periodista yanqui, que mientras hablábamos no hacía más que mirarme de arriba abajo y remirarme con una insistencia y una estupefacción francamente molestas. Me observaba atentamente y luego preguntaba en inglés al amigo que nos servía de intérprete: «¿Y éste es el rey de los toreros?». Volvía a mirarme de una manera impertinente, me confrontaba con un retrato mío que llevaba e insistía: «¿Está usted seguro de que es éste el rey de los toreros?». Me di cuenta de su estado de ánimo y me puse de mal humor. Me levanté dando por terminada la entrevista, y pedí al amigo que traducía la conversación: «Dígale usted a ese tío que sí, que soy el rey de los toreros… ¡Que no me mire más! Dígale también que los toreros no tienen que matar los toros a puñetazos, y, por si es capaz de comprenderlo, dígale, además, que el toreo es un ejercicio espiritual, un verdadero arte. Y que se vaya».
Porque es así, y no de otra manera, pude triunfar cuando me presenté en Madrid. Pero, aunque yo, arrebatado por el entusiasmo y transfigurado por el éxito no lo advirtiese, algunos de mis amigos se asustaron al verme hecho una verdadera ruina física. Fernando Gillis habló con mi apoderado, Antonio Soto, y convinieron en que era necesario hacerme descansar una temporada y ponerme en tratamiento. Tuve la fortuna de que se preocupase por mi salud un excelente médico y entusiasta aficionado, el doctor Serrano, al que debo la salud y quizá la vida. Me recluí en Sevilla, fue allá a curarme el propio doctor Serrano, y en pocos días logré restablecerme un poco.
No era fácil, sin embargo, sustraerse a los deberes de la popularidad que había conquistado. Aquel absoluto reposo que me recomendaban venía a perturbarlo el jubileo de amigos y admiradores, que no me dejaban ni a sol ni a sombra.
De grado o por fuerza me llevaban a fiestas y excursiones, me hacían beber, y en definitiva me ajetreaban y rendían tanto como si torease. La codicia de los empresarios y mi propia codicia me pusieron cerco, y veinte días después, sin estar curado, volví a los toros. Era tal la curiosidad que había en España por verme torear, que durante una semana toreé cada día en una plaza distinta. Comencé en Alicante, donde no pude matar ningún toro, porque el primero me cogió al dar un pase y me lesionó. No obstante, seguí toreando todos los días de la semana; el martes, en Erija; el miércoles, en Huelva; el jueves, en Sevilla; el viernes, en Cartagena; el sábado, en Osuna, y el domingo en Badajoz. A Badajoz no podía materialmente ir. Mi apoderado telegrafió diciendo que estaba enfermo; pero aquella madrugada fueron a buscarle unos agentes de policía que le llevaron a presencia del gobernador civil de Sevilla, quien le comunicó que el gobernador de Badajoz telegrafiaba diciendo que era indispensable que a todo trance fuese Juan Belmonte a torear, pues en caso contrario temía una grave perturbación. La ciudad estaba invadida por millares de forasteros, llegados de toda Extremadura y de Portugal, que amenazaban con un serio conflicto de orden público si yo no toreaba. Tuve que ir a la fuerza, aunque con la condición de que llevaría conmigo a otro espada que me sustituyese, pues no me comprometía más que a dejarme ver de la gente para que los ánimos se aplacasen.
Aquella cadena de compromisos era inacabable. Porque si había toreado el domingo en Badajoz, ¿cómo dejaba de torear el lunes en Pozoblanco? Y así sucesivamente. Todavía tuve ánimos para torear una vez más en Linares, pero allí caí, al terminar la corrida, definitivamente agotado.
Sólo pude tomarme otras dos semanas de descanso. Los amigos me aconsejaban que no torease, y el doctor Serrano se enfurecía cuando le hablaba de ello; pero había en torno mío una confabulación de empresas interesadas, y además, yo mismo, en cuanto me veía en pie, anhelaba volver a los ruedos. El día primero de junio estaba yo otra vez abierto de capa en la plaza de Málaga. Toreé en Antequera y Huelva, y el día 8 fui a Valencia.
En aquella corrida de Valencia quedé mal. El público estuvo gritándome e injuriándome desde que hicimos el paseíllo hasta que se arrastró al último toro. Nada de lo que hacía aplacaba la furia de la muchedumbre. Sentí pesar sobre mí aquel día el agobio de la injusticia multitudinaria. ¿Por qué se habían vuelto contra mí los valencianos? El apasionamiento en torno a mi figura llegaba entonces al paroxismo, y con el mismo furor con que me aplaudían de ordinario me silbaban aquel día. Cuando terminó la corrida estuve charlando con el empresario sobre aquella inexplicable hostilidad del público.
—Es que los aficionados están irritados contigo —me dijo— porque consideran que, siendo como eres un fenómeno, las empresas te ayudan y te preparan corridas fáciles para el triunfo. Se ha corrido la voz de que no quieres torear una novillada grande y difícil que hay encerrada.
—Anuncie usted —le contesté— que pasado mañana toreo esa novillada.
Aquella misma noche tuve que salir para Madrid, donde toreaba al día siguiente, y desde la plaza, apenas terminada la corrida, volví a Valencia para desenojar a los valencianos lidiando aquellos toros pésimos con los que querían enfrentarme. Conseguí que me aplaudiesen con el mismo entusiasmo con que me habían silbado dos días antes. ¡Así es el público de los toros! Y también desde la plaza salí para la estación, porque al otro día tenía que torear de nuevo en Madrid. Iba rendido y además aquejado por el vivo dolor que me producía una herida que uno de aquellos toros mansos me había causado en una mano. No pude pegar un ojo en todo el viaje. Recuerdo que hacia las diez o las once de la noche llegó el tren a una estación, a cuyo andén yo bajé desesperado buscando algo que me calmase el dolor. Uno de mis banderilleros se dirigió a un grupo de muchachas de esas que en los pueblos bajan a las estaciones para disfrutar el romántico encanto de sonreír a unos viajeros a los que no volverán a ver jamás.
—¿Tendrían ustedes algo para calmar un dolor? —les preguntó—. Es para Juan Belmonte, que viene herido.
—¿Para Belmonte? ¿Dónde está Belmonte? ¿Quién es?
—Aquél —les contestó el banderillero, señalándome.
Sonreí lastimosamente a las muchachas, que debieron de emocionarse al verme tan dolido, porque echaron a correr, y antes de que pasasen los cinco minutos de parada volvieron solícitas trayéndome todos los calmantes que pudieron encontrar en un kilómetro a la redonda. La popularidad tenía también sus deliciosos halagos.
Al día siguiente salí al ruedo de Madrid definitivamente agotado. Cuando dieron suelta a mi toro avancé hacia él trabajosamente, clavé los pies en la arena, y mandándole, más que con los brazos con el espíritu, le di cinco verónicas lentas, suaves, acaso las mejores que haya dado en mi vida. No me moví. El público rugía de entusiasmo. Al rematar con un recorte, el toro me atropello y pisoteó, dejándome tendido en la arena, con el traje destrozado. Me recogieron hecho un pingajo. Cuando me sentí en brazos de los monosabios que me llevaban por el callejón cerré los ojos placenteramente aliviado. La muchedumbre, ebria de entusiasmo, vociferaba en torno mío; pero yo, casi desvanecido, apenas percibía el estruendo como un confuso rumor lejano, muy lejano. Me depositaron en la mesa de operaciones de la enfermería, donde me quedé exánime con los ojos cerrados, sin percibir más que una sensación borrosa de cuanto me rodeaba. Mientras llegó el médico, se puso la blusa de trabajo, requirió sus trebejos y comenzaron a quitarme la taleguilla: dejé de sentir y pensar. Estaba beatíficamente dormido.
El médico estuvo reconociéndome minuciosamente en medio de un silencio angustioso, según me han contado. Yo no daba señales de vida.
—¿Qué tiene? —preguntaba ansiosamente mi mozo de espadas.
—Lo que ese hombre tiene —sentenció al cabo el galeno— es sueño. Se ha dormido, señores. Lo único que necesita es dormir.
—Fueron unos desalmados, y no me dejaron. Me pusieron el pantalón de un monosabio, y así salí a seguir toreando. Fue aquélla una de las tardes triunfales de mi vida entera. «¡Cinco verónicas sin enmendarse!» —decían los técnicos, llevándose las manos a la cabeza—. Y yo clamaba: «¡Cinco días sin dormir y toreando!».
Tuve que abandonar los toros, y decidí quedarme en Madrid para descansar y curarme. Paraba en una pintoresca fonda de la calle de Echegaray, la casa más disparatada del mundo. Los huéspedes eran, por lo general, toreros, novilleritos que empezaban y tenían poco dinero, viejos banderilleros, mozos de estoques, picadores y toda esa humanidad indefinible que se agita alrededor del toreo. El dueño de la fonda era un personaje extraordinario, al que llamábamos el Niño del Chuzo. Había querido ser torero en su juventud, y ya maduro presumía de haber sido contrabandista y hasta bandolero al estilo de los legendarios bandidos generosos de Andalucía. En realidad, era un buen hombre, un poco majareta. Teníamos de mandadero en la fonda a otro tipo extraordinario, don Antonio el Loco, quien, a pesar de su tipo lamentable, sus pies planos y doloridos y su aire de perro traspillado, presumía de tenorio. Tenía la obsesión de creerse irresistible para las mujeres, y nos regocijaba con sus inverosímiles aventuras galantes. Su sistema de conquista era infalible: cuando veía una mujer que le gustaba, la miraba fijamente con sus ojillos vivos hasta que como él decía, «la penetraba bien», y luego chascaba la lengua mimosamente alargando el hocico. Era infalible. Las mujeres no podían resistir aquella terrible insinuación sensual de sus ojos y su hocico y se le entregaban. Nosotros le embromábamos llamándole Don Juan; pero él se engallaba y decía:
—Soy más, mucho más que el Tenorio. Porque Don Juan contaba para sus conquistas con sus doblones y con Brígida, y yo no tengo ni alcahueta ni dinero. ¡Si al menos tuviese yo un bastón y una cadena de reloj!
Porque a don Antonio el Loco lo único que le faltaba para ser definitivamente irresistible era eso: un bastón y una cadena de reloj. Era uno de esos maravillosos tipos que se producen en Madrid, ni loco ni cuerdo, agudo, disparatado y cargado de malicias, producto genuino del ambiente madrileño de entonces. Nos divertíamos mucho con él.
Aquel verano de Madrid, en un segundo piso de la calle de Echegaray, rodeado de aquella humanidad pintoresca y atrabiliaria, contemplando desde el balcón el ajetreo de los tipos castizos aún no desterrados, las chulas esquineras con mantón de picos y pañuelo a la cabeza, los pobres hombres que se paraban a pactar con ellas en el arroyo mismo, los manchegos, clientes de los cafés de camareras, los borrachos de los colmaos andaluces, los señores de hongo que por allí merodeaban vergonzantes, todo aquello que hace veinte años tenía un color y una vida que se han perdido, me sugestionaba y divertía, hasta el punto de encontrarme en la fonda del Niño del Chuzo como si estuviese en el más confortable hotel.
La misma noche que entré en Madrid fui a caer en el Café de Fornos, y me senté casualmente junto a una tertulia de escritores y artistas que allí se reunían habitualmente. Formaban parte de aquella tertulia el escultor Julio Antonio, Romero de Torres, don Ramón del Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Sebastián Miranda y algunos otros.
Aquella misma noche, Sebastián Miranda estuvo haciéndome un apunte, y desde aquel momento trabamos amistad. Fui después a visitarle a un estudio que tenía en la calle de Montalbán, y me sentí fuertemente atraído por la vida extraordinaria de los artistas y los escritores, que para mí estaba envuelta en una aureola bohemia y romántica. Procuré desde el primer momento ganarme sus simpatías, y vi maravillado que me las otorgaban con largueza. Yo iba al estudio de Miranda, me colocaba discretamente en un rinconcito y los oía discutir poniendo mis cinco sentidos en comprender lo que decían. No era floja tarea: empezó entonces para mí la difícil gimnasia mental de pasarme horas y horas oyendo hablar de cosas que no entendía. Pronto fui haciéndome mi composición de lugar y creí descubrir a través de las diferencias de estilo y lenguaje una extraña semejanza entre aquellos artistas y escritores de espíritu rebelde y los anarquistas de la pandilla de Triana. Algo era común a unos y otros.
El esfuerzo de comprensión que tuve que hacer fue grandioso. Venir de robar naranjas por las huertas de los alrededores de Sevilla a sentarme en aquel cenáculo de artistas gloriosos, que discutían abstrusos problemas de filosofía o estética, era una transición demasiado brusca, y yo procuraba extremar mi discreción. Ellos me animaban con su benevolencia, pareciéndoles seguramente que mi conducta y mis palabras eran siempre demasiado prudentes para ser mías, es decir, de un torerillo semianalfabeto. Llegué a no hallarme a gusto más que entre aquellas gentes, tan distintas de mí, y muchas noches me quedaba incluso a dormir en el estudio de Miranda. Me subyugaba la fuerte personalidad de aquellos hombres: Julio Antonio, Enrique de Mesa, Pérez de Ayala y, sobre todo, Valle-Inclán.
Don Ramón era, para mí, un ser casi sobrenatural. Se me quedaba mirando mientras se peinaba con las púas de sus dedos afilados su barba descomunal, y me decía con un gran énfasis:
—¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!
—Se hará lo que se pueda, don Ramón —contestaba yo modestamente.
Se les ocurrió a aquellos hombres hacerme un homenaje. Redactaron una convocatoria en la que con las firmas de Romero de Torres, Julio Antonio, Sebastián Miranda, Pérez de Ayala y Valle-Inclán, se decía que el toreo no era de más baja jerarquía estética que las bellas artes, se despreciaba a los políticos y se sentaban algunas audaces afirmaciones estéticas. Yo estaba verdaderamente aturdido al sentirme causa de todo aquello.
Se celebró el banquete en el Retiro, lugar donde entonces se reunía a cenar la gente elegante de Madrid. El dueño del restaurante, al ver que se trataba de un banquete a un novillero, puso discretamente la mesa en un rinconcito, disimulando, para que no espantásemos a su selecta clientela. Pero llegó don Ramón, le pareció mal el sitio, y armó un escándalo terrible. Se fue hacia el dueño, un industrial con mucha prestancia, que estaba en su bufetillo, y le dijo altivamente:
—¡Tú, levántate!
El hombre balbució, sorprendido e impresionado por el talante de Valle-Inclán.
—¿Qué desea usted, señor?
—¿Dónde nos has puesto, bellaco? —gritó don Ramón—. ¿Dónde nos has puesto, di?
El pobre hombre, aturdido, ensayaba unas disculpas.
—Es un sitio de la casa como otro cualquiera.
—¡También es un sitio el water-closet! —replicó don Ramón—. ¡Colócanos en el sitio de honor, badulaque! ¿Sabes quiénes somos? ¿Sabes quién es este hombre? —y me señalaba con un gran ademán.
Yo quería que la tierra me tragase; me acercaba humildemente a don Ramón y le decía:
—Pero no se moleste usted; si yo como en cualquier parte…
—¡Qué es eso! —rugía él—. ¡En el sitio de honor he dicho! Y, efectivamente, desalojaron a los clientes distinguidos, y allí me senté a comer, apabullado por los gloriosos nombres de los artistas y escritores que me rendían un aparatoso homenaje, sin que yo acertase a comprender bien la razón de que aquellos hombres me admirasen.
A primeros de octubre tuve que cambiar de vida. Yo me sentía muy a gusto en aquel mundo arbitrario y divertido en que iba aprendiendo a vivir; pero no podía olvidarme de que era el torero que más emoción y curiosidad había despertado en España. El doctor Serrano me dio de alta, y volví a torear unas cuantas novilladas antes de tomar la alternativa. Ya entonces cobraba hasta seis mil pesetas por corrida. Debuté en Jerez, donde me encontré después de la corrida metido en una de esas juergas escandalosas de Andalucía, con flamencos, mujeres borrachas y guardias que intervienen. Empezaba a disgustarme el estilo clásico de la vida del torero. Toreé después en Sevilla, Toledo, Orihuela, Alicante, Valencia y Granada, ganando en estas corridas unas cincuenta mil pesetas.
El 16 de octubre volví a Madrid a tomar la alternativa de matador de toros. Alterné con Machaquito y el Gallo. Fue aquélla una corrida accidentadísima, en la que salieron del chiquero hasta once toros. El público había ido a la plaza con la ilusión de verme hacer algo nunca visto, y ninguno de los toros que me tocaban le parecía bastante a propósito. Echaron al corral a uno porque era manso; a otro, porque era chico, y a otro, porque era grande. No he visto nunca a una muchedumbre vociferar durante tanto tiempo. Aquella tarde en medio de las tempestades que se levantaban a cada momento, hice una reflexión simplicísima, pero que por su misma simplicidad tenía un extraordinario valor. Parecía que se iba a hundir el mundo, que iban a quemar la plaza, que íbamos a ser arrastrados y despedazados, no sé. Yo veía encresparse a la multitud y me acongojaba imaginando cómo terminaría aquello. En lo más impresionante del tumulto se me ocurrió: «Dentro de dos horas será de noche, y esto tiene que haber cesado. Se habrán muerto, nos habrán matado, lo que sea. Pero es indudable que dentro de dos horas todo estará tranquilo y silencioso. Es cuestión de esperar. Dos horas pasan pronto».
Desde aquel día, ésta es la reflexión que íntimamente hago cuando veo en torno mío a quince o veinte mil personas que aúllan como fieras. «Dentro de dos horas —pienso— estarán en sus casas cenando bajo la lámpara familiar con sus hijuelos y sus mujercitas.»
A pesar de los formidables tumultos de la corrida de mi alternativa, de los que yo no tuve culpa, conseguí quedar bien en los toros que por fin me dejaron torear, y, ya ungido matador de toros, hice las maletas y me fui a México, donde había sido contratado por la empresa de El Toreo.