A partir de mi triunfo en Sevilla tuve la sensación de que todo estaba ya conseguido. No había más que dejarse llevar por la corriente del éxito. Se acabaron aquellas angustias de los primeros tiempos, aquel constante dudar de uno mismo y aquella íntima desesperanza. Tuve desde entonces la convicción de que nunca retrocedería.
Tan seguro me sentía de mí mismo, que a la mañana siguiente de la corrida, con los cincuenta duros que por ella me habían pagado, decidí rehacer mi casa y rescatar a mis infelices hermanillos, repartidos por los establecimientos de beneficencia de Sevilla. Nos juntamos nueve hermanos, mi padre y mi madrastra. Para festejar el triunfo los llevé a todos a comer a La Bomba, una famosa casa de comidas en la que por muy poco dinero daban un cubierto pantagruélico, cuya sopa era por aquel entonces el non plus ultra de mis sueños gastronómicos.
Empezaron a lloverme contratos. Los empresarios se apresuraron a explotar el éxito del momento. Al domingo siguiente fui a torear a Sanlúcar de Barrameda. Me di el gustazo de pasear por la playa hecho un señorito y de comer langostinos por primera vez en mi vida. Todavía llevaba abierta la herida de Sevilla, y al estoquear el primer novillo fui derribado y pisoteado.
Para el domingo siguiente estaba comprometido a torear en una novillada organizada por una hermandad sevillana. El hermano mayor cuidaba de mi salud como de las niñas de sus ojos, y para que pudiese curarme bien y reponerme pronto me sacó de mi casa y a sus expensas me llevó a un confortable hospedaje. Pero llegó el día de la corrida, yo no estuve en condiciones de torear, y aquel mismo día el cariñoso cofrade me dijo que se habían acabado la protección y el hospedaje.
Ocho días más tarde pude volver al ruedo, y logré consolidar el triunfo del primer día. Tuve desde entonces tantas corridas como pude torear. En los meses que quedaban de temporada toreé más de veinte novilladas, casi todas ellas en las plazas de los alrededores de Sevilla: Utrera, Sanlúcar, Morón, Higuera, Santa Olalla, Écija, Fregenal y Pilas. Toreé también en Cádiz, Úbeda, Cartagena, San Sebastián y Barcelona. Hice en Barcelona varios descubrimientos sensacionales, que me apresuré a revelar a mis camaradas de la pandilla tan pronto como regresé a Triana. Uno de aquellos descubrimientos era el de las mujeres de la vida con sombrerillo que había visto en las Ramblas; otro, el de que los catalanes sacaban tabaco para ellos solos. En San Jacinto contaba estas cosas y no me querían creer.
En San Sebastián tuve que matar los seis novillos porque Posada, que era con quien alternaba, fue cogido en el primero. Por falta de facultades o por el concepto estricto que tengo de la responsabilidad he rehuido de ordinario el comprometerme a matar más de dos toros; pero cuando el caso se ha presentado, como ocurrió en aquella corrida, he logrado siempre sobreponerme, sacar fuerzas de flaqueza y cumplir como es debido. No soy capaz de hacer la reseña de las corridas que he toreado. Mi vida taurina, además, en cuanto tomó un cauce profesional, perdió para mí la emoción y el interés que me ha hecho conservar frescos y palpitantes en la memoria los episodios de la que me atrevo a llamar época heroica. Toreaba con mejor o peor fortuna, y rápidamente iba alzándose en torno a mi parva figura el estruendo de la popularidad. En la feria de Écija sentí el entusiasmo popular más cálido y próximo a mí que en ninguna parte. Toreé allí en las dos novilladas de la feria. En la primera tuve la fortuna de lograr uno de esos momentos felices del toreo que le hacen a uno entusiasmarse con el arte de lidiar y matar toros, a despecho de la inevitable deformación profesional. Era en el último toro. Casi todos mis grandes triunfos los he logrado en ese último toro que sale del chiquero cuando ya va cayendo la tarde, el sol se sale del anillo para perderse en los gallardetes, y el público, fatigado por la emoción o el aburrimiento de toda la corrida, mira distraídamente lo que pasa en el redondel. Con aquel toro me entregué por entero al placer de torear, que tan pocas veces siente de veras el torero. El público se dejó arrastrar por el entusiasmo que yo ponía en lo que estaba haciendo, y cuando, satisfecho de la faena que me había tenido embebido, alcé los ojos a los tendidos, vi un espectáculo que me enorgulleció. Millares de personas me aclamaban frenéticas. Los músicos de la banda, que tenían ya enfundados sus instrumentos, entusiasmados también, habían sacado sus pitos automáticamente, y cada cual tocaba por donde quería. Me llevaron a la fonda en hombros de una muchedumbre que enronquecía vitoreándome. Luego advertí que tenía clavadas en una pantorrilla las cinco uñas de un furioso entusiasta. Todo, tal y como Eugenio Noel lo describía en sus esperpentos taurinos.
Aquella noche, un poco sofocado ya por el aliento cálido de la multitud, me escabullí de la fonda y me fui solo y con la gorrilla echada sobre las cejas a las barracas y las calesitas de la feria. Quería divertirme con aquellas pueriles diversiones que durante toda mi infancia había ambicionado inútilmente. Montado en un tiovivo estaba yo muy a mi gusto cuando dieron conmigo los que andaban buscándome por encargo de don Pedro la Borbolla para presentarme a unos señorones que querían conocer y tratar al «fenómeno».
Al día siguiente, aquellos señorones me sacaron a pasear en un coche abierto, del que tiraban cinco caballos enjaezados a la andaluza. Me llevaron triunfalmente por el real de la feria, y de todas las casetas salían hombres y mujeres que me daban vino y me felicitaban.
Me sentí arrastrado súbitamente por una popularidad explosiva, fulminante. Aquel vaho de multitud hubiese trastornado a cualquiera por muy firme que tuviese la cabeza, y yo, muchachillo desorientado, anduve, naturalmente, perdido en aquel mar de adulaciones inexplicables, entusiasmos frenéticos y homenajes incomprensibles. Me salvaron del peligro de desvanecerme en multitud que corría, aquella incapacidad que tuve siempre para la petulancia, aunque me hubiese gustado dejarme llevar por ella; mi gran puerilidad de hombre que añora una infancia que no ha tenido y el amargo sabor y el recelo que los fracasos y la injusticia me habían dejado en la época de mi duro aprendizaje. La popularidad que yo gocé y padecí en mis dos o tres primeros años de torero fue uno de esos fenómenos de la psicología de las multitudes que difícilmente analizan y desentrañan después los sociólogos. ¡Cómo iba a explicármelo yo! Me sentía materialmente envuelto por el halago de la muchedumbre. Creo que pocos hombres han estado tan estrechamente cercados por la popularidad. Yo mismo, años después, cuando mi fama de torero se extendía por España y América, no he tenido la aguda impresión de ser un hombre entregado a la multitud, mimado y vigilado por ella, que tuve en aquellos primeros tiempos, cuando mi popularidad era casi exclusivamente local, cuando eran sólo trianeros y sevillanos los que ponían su entusiasmo en convertirme en un mito viviente. El Juan Belmonte de aquel tiempo era una creación mítica de sus paisanos. Yo era lo que ellos querían: bueno o malo, valiente o cobarde, feo o guapo, simpático o antipático, según querían la imaginación y el fervor de aquellos millares de seres que hacían de mí el objeto de sus discusiones y apasionamientos, de su capacidad para elaborar leyendas y hasta de lírica inspiración. Lo que después ha ganado mi popularidad en extensión lo ha perdido en intensidad. Entonces yo era no sólo yo, sino también algo de cada sevillano. Se hizo de mí una figura patética en la que cada cual veía el atributo de su propio patetismo. Los buenos padres de familia celebraban en mí que yo hubiese conseguido rehacer la mía; los que esperaban triunfar en la vida se miraban en mí como en el espejo de sus futuros triunfos; los desvalidos pensaban que mayor que el suyo había sido mi desvalimiento; los que peleaban en malas condiciones, mal pertrechados para la lucha, recordaban que más inerme estaba yo y había triunfado; los que se sentían feos, desgarbados y tristes se consolaban al pensar que feo, desgarbado y triste era yo. Cada cual veía en mi triunfo milagroso la posibilidad del suyo. Me veían tan débil, tan poca cosa y tan distinto de como suelen ser los héroes triunfantes, que todos se sentían triunfar en mí, a despecho de sus debilidades. Había luego en favor mío la conmiseración que se tiene por el hombre que va a perecer. Los técnicos del toreo dictaminaron que me mataría un toro irremisiblemente, porque como yo toreaba no se podía torear. Rafael Guerra, desde su olimpo de la calle Gondomar, me había sentenciado: «Darse prisa a verlo torear —aseguran que dijo—, porque el que no lo vea pronto no lo ve». Además, yo, entonces, ni siquiera había ganado dinero para asegurar el pan de los míos y cuando uno no tiene dinero es más simpático, y la gente le quiere más.
Sevilla estaba llena de mí. Las discusiones de las tabernas, las fiestas populares, las polémicas periodísticas, las coplas de seguidillas, hasta las canciones que cantaban los coros de niñas en las plazuelas, todo giraba en torno al mito de Juan Belmonte. Empezó a fatigarme aquella presencia constante de la multitud. Me desazonaba aquella muchedumbre que anulaba mi propia personalidad, grande o pequeña. Llegué a odiar mi popularidad, carga terrible echada por el éxito sobre mis pobres hombros. No salía una vez a la calle que no me viese acosado.
Había en Triana un chiquillo que merodeaba por los alrededores de mi casa, al que por lo visto le divertía el espectáculo de mi popularidad, y apenas me veía en la calle daba la voz de alerta y me echaba a la gente encima. En cuanto me veía echaba a correr delante de mí y gritaba:
—¡Belmonte! ¡Ahí viene Belmonte!
Salían las comadres de las casas de vecindad para jalearme y hacerse lenguas de lo buen hijo y buen hermano que yo era, hasta que me abochornaban; los borrachos se asomaban a la puerta de las tabernas y me hacían beber su vinazo agrio; las mocitas se asomaban a las rejas y balcones sonriéndome; corrían alborozados los chiquillos, ladraban los perros, se detenían los carros y los coches que pasaban, venían poniendo orden los guardias, y yo tenía que salir de estampía maldiciendo aquella agobiante popularidad. Llegué a sentir una rabia loca contra aquel maldito chiquillo que alborotaba el barrio a mi paso. Una tarde iba yo con Riverito cuando le sorprendimos dispuesto, como de costumbre, a dar la voz de alerta. Estábamos ya sobre aviso, y antes de que el chiquillo pudiese gritarle salimos al paso y lo entrecogimos; lo metimos en un zaguán, cerramos el portal para que no escandalizara, y entre Riverito y yo le dimos una paliza que se le quitaron las ganas de volver a echarme la gente encima. Tanta rabia le tenía.
Cuando fui soldado en Sevilla, el general de la división estaba obsesionado con la idea de que se me trataba en el cuartel con demasiadas consideraciones. ¿Por qué no iba yo, como los demás al campo de instrucción? El coronel transmitió una orden enérgica. Yo formaría como todos los reclutas e iría con el regimiento al campo de instrucción. Y recuerdo aquella mañana en que, cuando desfilaba por las calles de Sevilla, la gente que me descubría en las filas seguía el paso marcial de las tropas llamándome cariñosamente «¡Juan! ¡Juan!». Al regreso, la noticia había prendido, y un gentío denso aguardaba al desfile para aplaudirme y rodearme con esa apasionada efusividad de mis paisanos. También el general esperaba el paso del regimiento para tener la certidumbre de que yo había ido al campo de instrucción, y por asegurarse de esto fue testigo de cómo la gente se abalanzó alrededor de mi personilla, rompió las filas marciales, intentó conducirme en hombros y desbarató la formación. Aquel mismo día, el propio general dio la orden de que nunca más saliera el recluta Juan Belmonte con el regimiento.
Cuando un hombre es tan popular como yo lo fui entonces, se debe a su popularidad. Todo lo suyo es un poco también de los demás: su intimidad, sus afectos y desde luego, su dinero. Y es hasta cierto punto lógico que así sea. El que gasta sus energías discutiendo sobre un torero en vez de gastarlas en trabajar, cuando necesita algo va a pedírselo al torero a cuya gloria consagra lo mejor de su vida. De ahí la obligación de ser rumboso que el torero tiene. Yo acepté esta obligación resignadamente. Las veintitantas corridas que en aquella primera temporada había toreado me produjeron diez o doce mil pesetas, que previsoramente se encargó de administrarme mi padrino, don Francisco Herrera. Todos los sábados, Herrera me daba cincuenta duros, que solían acabárseme el domingo o lunes. No es que yo fuese gastoso. Es que todo el mundo se creía con derecho a pedirme, y yo aceptaba vanidosamente la obligación de dar en que a mi juicio estaba. Había días que salía de mi casa para ir al café, y jalonados a lo largo de mi obligado trayecto estaban los pedigüeños, que iban saqueándome por turno, hasta el punto de que cuando me sentaba a la mesa del café tenía que pedir al mozo que me fiase porque no me quedaba dinero para pagarle. Me nombraron socio de honor o presidente honorario de infinidad de sociedades extrañas y me entregaban solemnemente unos historiados diplomas, a los que había que corresponder con alguna fineza en metálico. La tradición quiere que el torero popular sea así, y había que aceptarlo con resignación y gratitud. El que no estaba tan resignado ni agradecido era mi padre, que armaba unos escándalos formidables a los pedigüeños, comprometiendo seriamente mi popularidad.
Otro de los quebrantos de la fama era el tener que dejarse arrastrar por los que generosamente le admiran a uno. No se puede defraudar a los admiradores, y mucho menos a las admiradoras. Una vez pasaba yo muy seriecito por delante de una venta en la que estaban de juerga unos admiradores míos con cuatro o cinco mujeres alegres, que debían admirarme también. Quieras que no tuve que alternar con los juerguistas y con sus hembras jaraneras. Una de ellas desfavorablemente conocida por el delicado apodo de la «Chivita», enloqueció de amor súbitamente por mí, y dando de lado a su cortejo me anunció la heroica resolución que había tomado de ser mía o de la tumba. Yo me resistí todo lo que le es dable resistirse a un lidiador de reses bravas; pero aquel benemérito admirador mío, que hasta entonces había estado cortejándola, consideró como un alto honor cederme a la apasionada Chivita. Que me deparó el peor percance que he sufrido en mi vida taurina.
Empecé a torear al año siguiente en el mes de febrero. Fui a Barcelona, donde tomé parte en dos novilladas, en las que me ayudó la suerte. Me pasearon en hombros por las Ramblas, y algún periódico protestó contra el hecho de que un pueblo culto como el catalán hubiese dado aquel espectáculo, a su juicio bochornoso. Ya en aquellas corridas empezó el público a quererme enfrentar con Joselito, que estaba entonces a la cabeza de los novilleros. Fue a Barcelona para verme torear uno de los revisteros más entusiastas de Joselito, y dictaminó que yo no era ningún «fenómeno», aunque sí un buen torerito.
Toreé otras dos novilladas en Valencia, y después fui a Toulouse con Posada y Cortijano. Mi primer contacto con Francia me produjo un gran estupor. Todo cuanto vi me pareció extraordinario. Aprendí en aquel viaje que en el mundo había más, mucho más, de lo que desde el aguaducho de San Jacinto podía imaginarse. Resultaba que se podía vivir de otra manera, que las gentes pensaban de otro modo y se movían por unos estímulos distintos de los que nosotros sentíamos. Y resultaba también que, en definitiva, vivían mejor, más cómodamente, más amablemente.
Al hotel en que nos hospedábamos vinieron unas muchachas bonitas que querían ver de cerca la ropa de los toreros y que se divertían probándosela ante nuestros asombrados ojos. ¡Cómo se reían calzándose la taleguilla, ciñéndose la faja y haciendo ante el espejo unos absurdos desplantes de torero! Lo que más nos desconcertaba era que no nos hacían demasiado caso y que, a pesar de su aparente facilidad, sabían mantener a raya nuestras acometidas de celtíberos poco habituados a bromear con una cosa tan seria como la lujuria. Aquella estrategia difícil de las muchachas alegres de Toulouse, que a mis compañeros les hacía arrugar el entrecejo melodramáticamente, me puso a mí del mejor humor del mundo.
Se celebró después de la corrida un baile de disfraces organizado por los estudiantes. Los bravos lidiadores españoles, que habíamos sido los héroes de la jornada, fuimos invitados y llevados en triunfo a la tribuna del jurado, donde nos obsequiaron con champaña. Era presidente del jurado que había de distribuir los premios a los mejores disfraces un estudiante gordo, coloradote y sonriente, que cada vez que subía una mascarita a la tribuna para recoger su premio, alargaba el hocico y estampaba un sonoro beso en la mejilla de la muchacha. La primera mascarita que subió se fue simplemente con el beso grasiento del estudiante gordo; pero a la segunda la entrecogimos nosotros, los impetuosos lidiadores, y cuando quiso darse cuenta, nos la estábamos comiendo a besos. La gente se reía a mandíbula batiente, viendo la codicia con que nos habíamos lanzado, y nosotros, ya que nos reían la gracia, nos guiñamos el ojo y nos pusimos a besuquear golosamente a cuantas iban subiendo a la tribuna. El espectáculo que estábamos dando debía de ser divertidísimo para aquella gente, porque nos aplaudían a rabiar cada vez que nos precipitábamos sobre una muchacha. Se bailó después, y el estudiante gordo que hacía de presidente me invitó a bailar con una muchacha rubia muy guapa que debía ser su novia, su mujer o su amante. Aquella chica era deliciosa. Cogida de un brazo del estudiante y de otro mío, paseamos los tres por el salón mientras ella manifestaba su contento besándonos alternativamente al estudiante y a mí. Al principio me divirtió aquel toreo al alimón; pero al poco rato empezó a molestarme el tener que compartir los besos de la rubia con aquel cachalote. Comencé maravillándome de su condescendencia para conmigo y terminé tomándole ojeriza.
—¿Por qué besas también a ese tío cerdo? —preguntaba yo con un purísimo acento andaluz a la muchacha, que me miraba risueña con sus ojos claros sin entender una palabra.
Se reía y me tapaba la boca con sus labios, pero a renglón seguido se volvía a contentar al gordo, y yo me ponía frenético. Llegué a sentir un odio incontenible contra aquel tío. Él no se daba cuenta. La muchacha sí, y se reía con toda su alma. Me puse de tan mal humor, que acabé desasiéndome violentamente de su brazo y echando a correr «por no meter la pata».
Estuve rabiando de deseos por llegar a Triana y contarlo. Pero los de mi pandilla, al oírme contar estas cosas inverosímiles, empezaron a pensar que yo me estaba volviendo fantasioso. No querían creer que hubiese más vida que la nuestra ni más mujeres que las adustas mocitas que querían casarse o las «tías tiras» de nuestra tierra. Pero yo sabía que en el mundo hay más: unas gentes de mejor carácter, que se divertían más y se alegraban como nunca un andaluz se ha divertido ni alegrado. Unas gentes que sabían vivir de otra manera.
Toreé de nuevo en Barcelona, y luego en Bilbao, y con una aureola de «fenómeno» que me preocupaba bastante me presenté en Madrid. Iba formando pareja con Posada, y el éxito de las últimas novilladas en que toreamos había levantado en torno nuestro tal polvareda de discusiones, que entre los aficionados de Madrid había cierta expectación por vernos torear. Antes de llegar a la villa y corte subió al tren en el que íbamos el reportero más en boga por entonces, que era El Duende de la Colegiata, quien nos hizo una interviú, que se publicó en el Heraldo, en la que contábamos nuestra vida y milagros. Todo aquello daba un aire de acontecimiento a nuestro debut en Madrid. El Duende, maestro en el arte de llamar la atención, nos llevó de la mano desde la estación al escenario del Teatro Romea, donde estaba bailando Pastora Imperio; nos presentó a ella e hizo que nos retratásemos juntos. Yo no era capaz de advertir el aire de reto antigallista que tenía aquello de ir a retratarse con Pastora, poco tiempo antes separada de Rafael, el Gallo. Estos artilugios de la publicidad y el escándalo eran por entonces cosa incomprensible para mí. El Duende, después de haberme hecho aquel reclamo, que preparó mi entrada en Madrid con todos los honores, me pidió:
—Mañana estaré en una barrera con la Chelito. Usted va a brindarme un toro. ¿No es eso?
Así lo prometí, agradecido.
La corrida debió celebrarse el día 25 de marzo, pero se aplazó hasta el día siguiente por la lluvia, lo que prolongó y exacerbó la expectación que había por juzgar a los «fenómenos», como nos llamaban. Salí a la plaza con verdaderas ansias de triunfar. Di al primer novillo cinco verónicas que entusiasmaron al público y, al salir de un recorte, me ceñí tanto, que recibí un pitonazo en un muslo. El buen público de Madrid estaba ganado desde el primer momento. Cuando llegó la hora de matar, cogí los trastos y me fui hasta la barrera donde estaba El Duende con la Chelito. Al darse cuenta el público de mi intención de brindar el toro al reportero del Heraldo se armó en la plaza un escándalo formidable. De todas partes salían gritos de «¡No! ¡No!».
Yo advertí en seguida lo que ocurría, pero me hice el desentendido y continué impertérrito hasta colocarme delante del periodista con la montera en la mano. Una verdadera tempestad de gritos y silbidos caía sobre mí. La impopularidad que en aquellos momentos tenía El Duende se volvía contra mi persona, y vi claramente que con aquel brindis concitaba con mi daño al público madrileño. Pero yo había prometido al periodista que le brindaría la muerte del toro y cumplí mi palabra. Cuesta mucho trabajo ponerse en contra de la gente que llena una plaza de toros; pero, ¡qué diablo!, cuando llega la ocasión, hay que hacerlo, aunque sea jugándoselo todo.
El malhumor que produjo mi importuno brindis pasó pronto; tuve suerte; maté al novillo en buena lid, después de haberme dejado romper la taleguilla a fuerza de arrimarme, y a partir de aquel instante, los madrileños fueron tan entusiastas de mi toreo y mi persona como los sevillanos. Aquella noche entraba yo en los cafés de la calle Alcalá y Puerta del Sol, y las gentes, al reconocerme, me aplaudían y vitoreaban. Madrid estaba conquistado.