10. ¡Viva Belmonte!

Iba en el tren, camino de Valencia, besando a escondidas el retrato de mi amante y con una desesperada resolución de triunfar. Me haré torero en Valencia o me matará un toro, pensaba. Después del fracaso de Sevilla había pasado muchos días amargos, trabajando como jornalero en la corta de Tablada, y estaba convencido de que aquella novillada de Valencia era la última coyuntura que tendría para triunfar. Desde el desastre de Sevilla nadie quería llevarme a torear; no se fiaban de mí. No toreé más que una vez en Lorca, adonde tuve que ir con el nombre de otro torero; era una novillada para la que estaban contratadas las cuadrillas de niños sevillanos que acaudillaban un tal Pichoco y un Pepete, de la Puerta de la Carne. Pichoco no quiso ir, y el empresario me llevó para sustituirlo, pero con la condición de que no había de aparecer mi nombre en los carteles, sino el de Pichoco. Con este nombre toreé en Lorca, y tuve la tristeza de ver cómo me sacaban de la plaza en hombros, dando vivas al valiente Pichoco. En Valencia se me brindaba ahora la ocasión de que me sacasen en hombros y me vitoreasen con mi propio nombre. Iba heroicamente dispuesto a no desaprovecharla, porque quizá fuese aquélla la última oportunidad que tenía para ser torero.

En el tren me encontré con un soldado licenciado, muy parlanchín, que volvía a su pueblo; me dijo que se llamaba también Belmonte, y, quieras que no, resultó pariente mío, en vista de lo cual se comió la merienda que yo llevaba. Que es lo que me ha pasado luego con casi todos los parientes que me han salido.

Entré en Valencia lleno de ilusiones y sin un céntimo. Era en primavera; estaban en flor los naranjos, y yo iba enamorado y ansioso de gozar de la vida, pero dispuesto a jugármela alegremente en aquel albur. Todo, antes que volver a la miseria del jornal. Fui al club Bombita a buscar a don Vicente Calvo, que era el empresario a quien me había recomendado Calderón, y que me había ofrecido contratarme. Todas mis ilusiones se derrumbaron. Llegaba tarde. Me había llamado el señor Calvo para que sustituyese a un novillero apodado «El Mestizo», en una corrida que tenía anunciada en Castellón, pero, desconfiando de que yo llegase a tiempo desde Sevilla, había contratado ya como sustituto a Torerito de Valencia. No sabiendo qué hacer conmigo, se brindó a llevarme a Castellón como sobresaliente. Hice el viaje con él; era Vicente Calvo un empresario original, simpático, atrayente, con esa cordialidad estruendosa de los valencianos. Cuando se abría la taquilla, se colocaba junto a ella, y a todo el aficionado que iba a sacar un abono le convidaba a cerveza y le hablaba con grandes ponderaciones de sus toreros y sus toros.

Se celebró la novillada en la que yo actuaba de sobresaliente. En el primer toro fue cogido Torerito de Valencia, y nos quedamos solos en el ruedo Vaquerito y yo. Desde aquel momento me puse a convencerle de que debía dejarme que matase un toro. Al principio me dijo que sí, pero luego fue dándome largas, y cuando se abrió la puerta del chiquero para que saliese el último novillo de la tarde, tuve que convencerme de que Vaquerito no estaba dispuesto a dejarme matar. Eché a correr apenas salió el toro a la plaza; me abrí de capa y le di varios lances con todo el entusiasmo y el coraje de que era capaz. Luego, en los quites, me arrimé tanto, que vi cómo el público se ponía en pie y me aclamaba. Los que presenciaron aquella corrida dicen que se asustaron al ver cómo toreaba aquel muchachillo desmedrado y mal vestido que era yo. Les di la impresión de que se trataba de un loco o de un borracho; en suma, un tipo disparatado, que se jugaba la vida a cara o cruz, sin saber por dónde se andaba. Cuando llegó la hora de matar, pedí a Vaquerito que me cediese la espada y la muleta. Se resistió; pero, aunque de mala gana, fue conmigo a pedirle al presidente que me autorizase para matar al novillo. A todo esto, el público tomaba parte estruendosamente en la pugna que yo sostenía. Unos, los partidarios del hule, querían que yo matase; otros, los más prudentes, las gentes de buen corazón, se oponían a gritos, considerando que yo era un pobre suicida que iba por un cornalón seguro. Tal impresión les había hecho mi manera de torear. El presidente se puso de parte de la gente de buenos sentimientos, y no me dejaron que matase al novillo.

Quedé con una aureola de temerario que empezó a ser motivo de discusiones. Sostenía la mayoría de los que me vieron que yo era un tipo disparatado, sin ningún fundamento taurino; pero algunos expertos aficionados afirmaron que lo que yo había hecho con el capote era cosa de gran torero. Entonces empezó aquella famosa discusión que durante muchos años estuvo zumbándome en los oídos por dondequiera que iba.

Vicente Calvo me llevó a Valencia, prometiéndome influir para que me contratasen, y, como yo no tenía ni un céntimo, me recomendó a una pensión muy pintoresca que había frente a la plaza de toros. Costaba estar allí unas dos pesetas diarias, y la dueña, una buena mujer llamada doña Julia, me admitió con la ilusión de que alguna vez fuese yo torero, o con la esperanza de que el empresario que me recomendaba pagase por mí. Pasaba el tiempo sin que yo me convirtiese en el gran torero que Vicente Calvo le había anunciado a doña Julia, y, como nadie le pagaba, la pobre señora, en vez de plantarme en la calle, como pudo y lógicamente debió haber hecho, se contentaba con utilizarme para algunos pequeños servicios, que yo prestaba con fina voluntad, ganoso de desquitar lo que me comía. Corrían las semanas y, no obstante las recomendaciones de Vicente Calvo, la empresa de Valencia no me sacaba a torear. Hubo varias novilladas sin picadores, en las que nadie se acordó de mí. Desesperado, iba casi todos los días a pedir inútilmente que me contratasen. Hasta que una vez me sorprendieron diciéndome que podía ver logrado mi deseo de torear en Valencia. ¡Pero en qué condiciones! Había encerrados en los chiqueros seis toros, tan grandes, tan feos y con unas cornamentas tan imposibles, que ningún novillero se arriesgaba a torearlos. No sé de dónde sacaron aquellos toros; de algún museo arqueológico debió ser. Ansioso como estaba de torear a todo trance, me comprometí por diez y seis duros a matar dos de aquellos mastodontes.

Me eché a buscar quien me alquilase un traje de torero, pero no lo encontré; de una parte, la fama de suicida que me habían dado, y de otra, el aspecto pavoroso de los novillos encerrados en los corrales fueron causa de que ningún sastre de toreros ni alquilador de trajes quisiese correr el riesgo de cubrir mi cuerpo con unas ropas que seguramente iban a devolverles en jirones. Si a mí no me importaba demasiado mi pellejo, a ellos sí les importaban sus sedas bordadas. Llegó el sábado anterior a la corrida sin que hubiese podido resolver el problema. Aquella tarde fui a los corrales de la plaza para contemplar una vez más, con el ánimo entristecido, la horrible catadura de mis enemigos. Considerándolos estaba, lleno de pesadumbres, cuando se me acercó un viejo banderillero, hombre experimentado en las lides taurinas, que se interesó piadosamente por mi estado de ánimo. Le expliqué lo que me ocurría. Había ido a Valencia dispuesto a triunfar y me encontraba con aquellos animales antediluvianos, que imposibilitaban todo lucimiento. Ni siquiera tenía quien quisiese alquilarme un traje de torero. No tenía traje, ni cuadrilla, ni dinero para pagar la fonda donde estaba, ni amigos a quienes volver la cara, ni nada. Lo único que tenía eran toros, ¡y qué toros!

El viejo banderillero me echó el brazo por encima del hombro y me aconsejó paternalmente:

—Mira, muchacho: lo mejor que haces es irte ahora mismo a la estación y coger el primer tren que salga para Sevilla. Con eso que hay ahí —y me señalaba a los toros— no es posible esperar nada, como no sea un cornalón en la barriga.

Salí de los corrales sin ninguna esperanza. Camino de la fonda encontré a un conocido, a quien se le ocurrió que fuésemos a ver si nos querían alquilar un traje de torero en la guardarropía de un teatro, ya que la gente de tablado, ajena al mundillo de la tauromaquia, no estaba, de seguro, en antecedentes, ni de mi aureola de suicida ni de lo que fatalmente habían de hacer con el traje que yo llevase las feroces bestias encerradas en los corrales de la plaza. Encontramos, efectivamente, un traje de torero en la guardarropía de un teatro; pero era un traje confeccionado con una tela deleznable y unos bordados imposibles, como para que una tiple del género chico contonease las caderas cantando pasodobles. Cargué con él y me fui a la fonda, donde me lo probé, advirtiendo que la tela que le faltaba en la cintura le sobraba, como era natural, en las caderas; las costuras eran tan débiles que saltaban a la más leve presión; llovían las lentejuelas apenas se las sacudía, y las borlas de la montera estaban lamentablemente desrizadas. Pedí hilo y una aguja y me puse pacientemente a remendar aquellos pingajos. Las muchachas de la fonda, compadecidas de mi torpeza, estuvieron ayudándome a recoser el traje hasta que les entró el sueño. A última hora me quedé solo, dando puntadas, a la luz de una vela.

Hacía aquello como un autómata, procurando distraerme para no pensar en lo que me aguardaba. Una gran desesperanza me invadía. El recuerdo de los toros que tenía que matar, los prudentes consejos del viejo banderillero, el aspecto grotesco de aquel traje con el que había de salir vestido y verme allí solo en el ridículo, recosiendo aquellos trapos a la luz de una vela, me dieron la impresión de que estaba metido en una aventura disparatada, cuyo desenlace no podía ser otro que mi definitivo descrédito como torero o una cornada que me dejase tendido en la arena. Opté por la cornada. Ya de madrugada, cuando di por terminada mi tarea, tenía la íntima resolución de morir. No había más remedio. Moriría. Esta convicción prendió en mí tan vivamente, que me puse con la mayor seriedad a arreglar mis asuntos, como si en efecto hubiese de morir horas más tarde. Tenía yo un paquetito de cartas, tan preciadas para mí que con ellas bajo la almohada dormía. Eran las apasionadas cartas que con una tinta roja me escribía mi amante, asegurándome que aquel rojo, de evidente anilina, era sangre pura de sus venas. Releí aquellas cartas y el pecho se me llenó de congoja. Luego me asaltó el temor de que al morir yo, al día siguiente aquellas cartas fuesen a manos extrañas que comprometiesen a mi amante, mujer casada, y sintiéndome orgullosamente caballeresco, fui quemándolas una a una en la llama de la vela. Sentado en el borde de la cama hice examen de conciencia, me despedí mentalmente de los míos, y luego puse el traje recosido sobre una silla, sin atreverme a someter su resistencia a una prueba temeraria, soplé el pabilo de la bujía y, con un ánimo sereno que a mí mismo me maravillaba, me eché a dormir mi último sueño terrenal. A la tarde siguiente moriría. Ya estaba decidido.

La cara de oro de aquella valencianita

Cerca de metro y medio tenía aquel toro de pitón a pitón. Pensando en cómo resolvería el problema de entrarle a matar sin que me cogiese, andaba yo tras él con la lengua fuera, ante unos millares de valencianos que me contemplaban con lástima desde los tendidos. A cada carrera me palpaba la taleguilla, temiendo que el traje de la cupletista se hubiese descosido. «¿Cómo acabar con este toro?» —me preguntaba perplejo—. Cuando se me presentó la ocasión me perfilé y, guiñando el ojo, miré a ver si encontraba algún sitio por donde salir indemne. No lo había. Cerré los ojos y me fui tras el estoque, con toda mi alma. Me pareció sentir que el acero se hundía en la carne de la fiera; pero simultáneamente me sentí cogido por el vientre y volteado. Cuando me vi derribado en la arena, lo primero que advertí fue que aún tenía empuñado el estoque. Me levanté pensando que nunca lograría matar aquel toro y con la convicción de que iba a dar el mismo espectáculo que en la plaza de Sevilla. Cogí de nuevo la muleta, resignado a seguir la desigual pelea con aquel enemigo invencible, cuando vi, con ojos maravillados, que aquella mole inmensa vacilaba, como un barco que naufraga, humillaba el hocico, se abría de patas, y después de recular un poco, se desplomaba como herida por un rayo. Estalló una ovación como jamás en mi vida la había oído. El toro rodaba a mis pies, muerto de una estocada que yo le había dado, con el puño tan fieramente crispado, que no pude abrirlo a tiempo, y al salir volteado me llevé el acero. A partir de aquel instante, mi crédito como torero estaba rehecho. El segundo toro que me tocó era tan grande y destartalado como el primero. Lo toreé de capa y de muleta con mucho entusiasmo, y al darle un pase de rodilla me enganchó y me dio una cornada en una pierna. Me llevaron a la enfermería, pero el honor estaba ya a salvo, y los valencianos se rompían las manos aplaudiéndome mientras iba por el callejón en brazos de los monosabios.

Desde la enfermería de la plaza fui conducido al hospital en una camilla. En el trayecto me di cuenta de que, mezclada a la chiquillería que seguía a los camilleros, iba una muchacha bonita. Pedí que me levantasen el hule negro de la camilla para poder mirarla. Era una valenciana con cara de Virgen que me miraba tristemente, mientras caminaba al lado de la camilla, cogida del brazo de otra muchachita.

Al día siguiente, a la hora de la visita en el hospital, la vi entrar en la sala, que cruzó lentamente buscando con los ojos la cama donde yo yacía; pero cuando llegó junto a ella se limitó a mirarme y pasó de largo. Volvió al día siguiente y al otro. Paseaba despacio por la sala del hospital, y luego de dar dos o tres vueltas, como la que no quiere la cosa, se atrevía a quedarse un momento, sonriéndome, a cierta distancia de mi cama. Cuando yo intentaba incorporarme en el lecho y hablarle, se avergonzaba, daba la vuelta y se iba.

Volvía siempre al día siguiente. Aquella cara, bonita y seria, de la valencianita del hospital es uno de los mejores recuerdos de mi vida de torero. En medio de la fiebre que me consumía, recordaba, en aquellas largas noches del hospital, la cara de oro de la valenciana triste que todas las mañanas venía a estar un instante a los pies de mi cama. Un día se atrevió a llevarme unas flores y me sentí dichoso como nunca lo había sido.

El diamante en bruto

Estuve un mes en el hospital, y cuando salí me encontré con que tenía ya cierto cartel de buen torerito. Se llegó a pensar en mí para que alternase con Joselito, sustituyendo en una corrida a Limeño, que estaba herido. Me contrataron para otras dos novilladas, una de ellas sin picadores, y la otra nocturna. Por cada una de estas corridas me daban diez y seis duros, que yo mandaba en un sobremonedero a mi gente, para que fuese comprando pan. Quedé bien en ambas corridas, y los revisteros me elogiaron mucho. Uno de ellos dijo que yo era un diamante en bruto.

El eco de mis éxitos en Valencia llegó hasta Sevilla, y Calderón, que andaba, como siempre, por las tertulias taurinas diciendo que yo era un verdadero fenómeno de la tauromaquia, me pidió que le mandase cincuenta periódicos de aquellos que decían lo del diamante en bruto, para refregárselos por los hocicos a los que no querían creer en mí. Hubo también un vendedor de patatas del mercado de la Encarnación que me vio torear en Valencia, y se fue a Sevilla diciendo que yo era un torerazo.

Así fue haciéndose ambiente en favor mío, y llegó el momento en que Calderón me avisó para que fuese a torear en Sevilla. Organizaban entonces las hermandades sevillanas unas novilladas, cuya finalidad era recaudar fondos para las procesiones de Semana Santa. Se contrataba para torear en estas corridas a dos novilleros de cartel, que arrastrasen al público con su fama y el tercer puesto se cedía a algún torerito, poco o mal conocido, que se comprometiese a colocar entre sus amistades un crecido número de localidades. En este humilde lugar entré yo a formar parte del cartel que confeccionó la Hermandad de San Bernardo para el 21 de julio de 1912. Mis amigos don Francisco Herrera y don Carlos Vázquez, que tenían dinero, y Antoñito Conde, que no lo tenía, cargaron con las localidades que era necesario tomar para que yo torease.

Yo quería entrar en Triana como un señorito, y antes de salir de Valencia, con el poco dinero que tenía, me hice un traje de verano, muy llamativo, y me compré unos zapatos de color rojo, que entonces llevaban los elegantes. Los amigotes trianeros, que ya tenían noticias de mis éxitos en Valencia, me recibieron con gran entusiasmo y yo estuve presumiendo de torero entre ellos con mi terno claro y mis zapatos rabiosos. Me echó un jarro de agua fría uno de aquellos gandules insobornables de la pandilla que, cuando estaba yo en el Altozano contando mis triunfos, me dijo:

—Todo eso está muy bien y tú estarás hecho un gran torero, pero ya te puedes quitar ese traje de cómico y esos zapatos de cupletista, si no quieres que te corran los chiquillos de la Cava como si fueses un inglés.

Entonces empecé a darme cuenta de mi incapacidad para postinear y a resignarme a no ser nunca un tipo petulante y llamativo. Aparte petulancias, yo estaba decidido a que me aplaudiesen en Sevilla. Hay una carta que por aquellos días escribí a mi camarada Riverito, en la que, según parece, expreso de manera bastante convincente la heroica resolución de triunfar que me animaba.

La víspera de la corrida estuve paseando por Triana, muy engallado y dándomelas de torero de cartel. Mi gente vivía aún en una casa de vecindad, y aquella noche me llevaron hasta allí Calderón y los cinco o seis admiradores que me daban escolta. Había a la puerta de mi casa un puesto de melones, y Calderón, tan hiperbólico como siempre, advirtió solemnemente al melonero:

—¡Eh, amigo! Quite usted mañana de aquí los melones, si no quiere quedarse sin ellos.

—¿Por qué voy a quitarlos? —gruñó el melonero.

—Porque mañana van a traer en hombros al matador —sentenció Calderón— y la gente, que vendrá ciega de entusiasmo, se los va a pisotear.

Me miró el melonero de arriba abajo y se encogió de hombros despectivamente, pensando seguramente que éramos unos ilusos. Al día siguiente, como Calderón le había pronosticado, la muchedumbre, que me llevó en volandas desde la plaza, no le dejó un melón al pobre melonero.

El triunfo

Al comenzar aquella corrida, que fue mi consagración, mi triunfo definitivo como novillero, tuve un momento de desaliento absoluto. Cuando salió el primer toro, Larita lo toreó de capa, muy pinturero y valiente, y luego hizo un quite que se aplaudió mucho. Le tocó el turno a Posada, al que también ovacionaron, y me llegó la vez a mí. No había hecho más que abrirme de capa, cuando el novillo tiró un derrote y me arrancó el capote de las manos. En el segundo toro volvió a lucirse Larita en un quite muy ceñido, y tras él, Posada, en franca competencia, arrancó una clamorosa ovación. Entré yo en turno y, a la primera embestida, el toro volvió a llevárseme el capote. Cuando pude recobrarlo intenté de nuevo lancear, y por tercera vez el novillo se llevó el trapo prendido en los cuernos. Larita, muy postinero, se acercó al toro, adelantándoseme, y con mucho aplomo llegó con la mano al testuz, cogió el capote y me lo alargó con un ademán flamenco. Me quedé estupefacto. Comprendí que estaba en ridículo y me entró un desaliento invencible. ¿De dónde sacaba yo que era torero? «Tú —me decía— eres un pobre iluso, que por haber tenido suerte en un par de novilladas sin picadores te consideras capaz de todo. Esto es más serio de lo que tú te creías, desdichado.» Cuando salió mi toro me fui hacia él, y al tercer lance oí el alarido de la muchedumbre puesta en pie. ¿Qué había hecho yo? Prescindir del público, de los demás toreros, de mí mismo y hasta del toro, para ponerme a torear como había toreado tantas noches a solas en los cerrados y dehesas, es decir, como si estuviese trazando un esquema en un encerado. Dicen que mis lances de capa y mis faenas de muleta aquella tarde fueron una revelación en el toreo. Yo no lo sé ni puedo juzgarlo. Toreé como creía que debía torearse; ajeno a todo lo que no fuese mi fe en lo que estaba haciendo. En el último toro conseguí, por primera vez en mi vida, entregarme por entero al placer de torear haciendo abstracción de la muchedumbre. Yo tenía la costumbre de hablarles a los toros mientras los toreaba a solas en el campo, y aquella tarde entablé también una larga conversación con el toro, al mismo tiempo que iba trazando con la muleta los arabescos de la faena. Cuando ya no sabía qué hacerle al novillo, me hincaba de rodillas ante los pitones y, acercándole la cara, le decía por lo bajito:

—¡Anda, torito, cógeme!

Me levantaba, volvía a ponerle el engaño ante el hocico y continuaba mi monólogo animándole para que siguiera embistiendo:

—Ven acá, toro; embiste bien —le decía—. No seas así, muchacho; si no te va a pasar nada. ¡Toma! ¡Toma! ¿Lo ves, torito? ¿Qué? ¿Te cansas? Anda, cógeme; no seas cobarde. ¡Cógeme!

Estaba haciendo la faena ideal. En mis tiempos de aficionado, yo siempre había imaginado una faena ideal, cuyos detalles, a fuerza de perfilarlos imaginativamente, se me representaban ya con una exactitud matemática. La faena ideal con la que yo siempre había soñado terminaba fatalmente, porque al tirarme a matar al toro me empitonaba y me daba una cornada en el muslo. No sé qué subconsciente reconocimiento de mi falta de habilidad para entrar a matar me dictaba invariablemente este trágico final.

Yo seguía realizando mi faena ideal, metido entre los cuernos del toro, y apenas llegaban hasta mí las aclamaciones de la multitud como el eco de un fragor lejano. Hasta que, como en la faena de mis sueños, el toro me cogió y me dio una cornada en el muslo. Estaba tan embebido, tan poseído, que ni lo advertí siquiera. Entré a matar y cayó el toro a mis pies.

La gente se echó al ruedo, frenética. Sentí que me cogían en vilo, me levantaban sobre un mar de cabezas vociferantes y me arrastraban flotando sobre aquel oleaje humano. Di un par de vueltas al ruedo, resbalando sobre los hombros de la multitud entusiasmada. Recuerdo que, cuando aquel tropel me empujaba hacia la Puerta del Príncipe, vi junto a la barrera a un viejo aficionado, de clásica estampa, que con el sombrero de ala ancha derribado sobre el cogote y los brazos en alto tomaba al cielo por testigo de la maravilla que habían visto sus ojos, rebosantes de lágrimas. Encaramado sobre la multitud crucé el puente y atravesé las calles de Triana. Agotado por la emoción y el júbilo y trastornado por el dolor de la herida, que nadie había advertido, oí por primera vez aquel grito de «¡Viva Belmonte!», que me sonó de una manera extraña y desconcertante.

Entró aupándome en el patiezuelo del corral una masa humana que llegó apretujándose hasta nuestra mísera habitación, y me arrojó sobre el único camastro que allí había como un pelele. La sangre manaba en abundancia de mi herida y me sentía desfallecer, rodeado de mi pobre gente, estremecida, mientras en la calle vociferaba la enardecida multitud:

«¡Viva Belmonte!».