Tenía ya casi cerrada la herida de Guareña, cuando una tarde me encontré con Riverito, que me propuso ir a Tablada aquella noche. Fuimos solos, y no encontramos toros en el cerrado; pero dimos con dos caballos que habían echado al campo, trabados, para que pastasen, y resolvimos apoderarnos de ellos y montarlos para ir a buscar reses en la dehesa.
Los caballos estaban en pelo, y tuvimos que improvisarles el bocado amarrándoles al belfo una de las mangas de nuestra chaqueta y utilizando la otra a guisa de rendaje.
Encontramos una vaquilla en condiciones, y la acosamos con propósito de apartarla, pero con el trote del caballo se me abrió la herida y empezó a manar sangre. Mientras Riverito echaba al galope tras la res, yo iba quedándome rezagado, hasta que le perdí de vista. Anduve largo rato buscándole, mientras me sujetaba con una mano los bordes de la herida abierta para no desangrarme, y temiendo a cada instante caer sin sentido y quedarme extraviado en la dehesa. Preocupado por mi situación, iba ya temiendo también que le hubiese ocurrido algún percance a Riverito, cuando entre unos jarales vi unos bultos en tierra, y oí la voz apagada de mi compañero que me llamaba angustiosamente:
—Juan.
El caballo que montaba Riverito y la vaquilla se habían dado un encontronazo, y ambas bestias y el jinete rodaron por tierra. La vaquilla, caída en mala postura, no había podido levantarse, y Riverito, aprisionado por el caballo y embarazado por el burdo aparejo, yacía en el suelo con un brazo dislocado y pugnando inútilmente por zafarse. Intenté con gran trabajo descabalgar para auxiliar a mi compañero, que estaba en tierra, jadeante, maldiciendo y echando espuma por la boca; pero apenas puse un pie en el suelo, Riverito me gritó:
—¡La vaca, la vaca! Sujétala. ¡Que no se nos vaya!
Me fui hacia la vaca, le doblé la cabeza, y allí la tuve cogida por los cuernos hasta que Riverito pudo desasirse, tomar aliento y venir a reemplazarme, mientras yo reparaba el vendaje de mi herida. Así, por turno, sujetamos a la vaquilla, hasta que estuvimos en condiciones de torearla. Y la toreamos. ¡Pues no íbamos a torearla!
Como en el Arahal había estado valiente, los amigos de la tertulia no me abandonaron; don Daniel Herrera me compró un trajecito, me llevaron a la reunión del Café la Perla, adonde iban algunos señoritos influyentes, entre ellos don Carlos Vázquez, y me recomendaron a la empresa de la plaza de toros de Sevilla para que me sacase a torear. No se consiguió que la empresa me contratase; pero, allá por el mes de agosto, mis padrinos lograron meterme en una novillada sin picadores, organizada por un improvisado empresario que tomaba la plaza por su cuenta cuando la empresa no daba corridas. Toreé por primera vez en Sevilla con Bombita IV y Pilín. Quedé bien, creo yo; así debieron creerlo también por lo menos los aficionados que me llevaron en hombros hasta mi casa; pero la verdad es que aquello no tuvo trascendencia. Ni los revisteros se ocuparon de mis faenas ni el improvisado empresario se creyó en el caso de pagarme un céntimo. Me había contratado con la promesa de que si ganaba dinero en la corrida me haría un regalillo; pero cuando fui a preguntarle, me dijo lacónicamente «que había caído en su paz»: su paz era, por lo visto, que yo no cobrase una perra.
En el mundillo de los aficionados de Triana, por el contrario, tuvo la corrida aquella una gran trascendencia. De improviso, me di cuenta de que yo era el eje del grupo, el personaje más importante de la pandilla. Lo que yo decía tomaba de pronto un relieve que nunca habían tenido mis palabras. Éramos los mismos de siempre, hablábamos de las mismas cosas, teníamos aparentemente la misma actitud unos con otros; pero lo cierto era que aquella gente me escuchaba, y en definitiva se hacía lo que decía yo. Empecé a oír aquello de «Ha dicho Juan…», «A Juan no le gusta…». Aquello me hacía un efecto rarísimo, y a veces hasta me abochornaba.
Empecé a notar, además, que me salían amigos nuevos; alrededor del torerito valiente empezaba a formarse esa corte que se forma alrededor de los ejes políticos cuando se anuncia que va a haber un cambio de situación que puede llevarlos al poder. Los amigos me acompañaban siempre, me reían las gracias y no me abandonaban hasta que, ya de madrugada, me metía en mi cuarto.
Esto era sólo en el mundillo de Triana, en el que yo me había movido siempre. Mi prestigio no iba más allá del Altozano. No se conseguía que la empresa de Sevilla me contratase, y sólo hacia el final de la temporada logré un contrato para ir a torear a Constantina. Como yo era ya torerito con cierto cartel, mi padrino, don Daniel Herrera, puso por condición única que habían de pagarme más que al otro torero.
Triunfamos en nuestro vanidoso empeño. Al otro novillero le dieron veinticuatro duros, y a mí, veinticinco. Después de pagar la cuadrilla, el alquiler del traje y los gastos, me quedaron cuatro pesetas. No debí portarme mal, porque me contrataron para la primera corrida del año siguiente, que debía celebrarse el Domingo de Resurrección.
Ya era un torerito valiente. Empecé a presumir. Y me enamoré.
Me enamoré de una mujer casada, guapa, con mucho temperamento y muy experta en lides amorosas. Aquel enamoramiento fue una revelación para mí. No había tenido hasta entonces más experiencia amorosa que la de aquellas mocitas de Triana con los jazmines en el pelo y el delantalillo de encaje que fueron mis novias en los patios de los corrales y el contacto triste con unas mujeres «malas» que merodeaban con el cigarrillo en la boca por el paseo Cristina.
Por aquellas mocitas trianeras que querían casarse conmigo y me forzaban a que dejase los toros y hablase formalmente con sus padres no llegué a sentir ningún entusiasmo. No hablé jamás con ningún padre, y como éste era un trámite inexcusable para que las mujercitas decentes de mi tierra se atreviesen a descubrir sus sentimientos, no supe lo que era el amor de aquellas muchachas, en cuyos ojos brillaba alguna chispa de pasión que no se atrevía nunca a prender en llamarada. Yo era un torerillo, sin oficio ni beneficio, y la mujer que me mirase a la cara no haría más que perjudicarse. A mí como a todos los aficionados, las muchachas me miraban con simpatía; pero el sentido conservador y prudente de la mujer sevillana me alejaba implacablemente de la intimidad femenina. Es posible que alguna de aquellas mujeres hubiese sido capaz de despertar en mí un sentimiento amoroso avasallador; pero su egoísmo y su miedo, su esclavitud al prejuicio existente contra el torero, me echaban de su vera.
Por eso, cuando encontré aquella mujer casada que arriesgaba su bienestar y su crédito por el amor de un torerillo sin nombre y sin dinero, me entusiasmé hasta el punto de que mi vida cambió radicalmente; dejó de ser una obsesión para mí la afición a los toros, y ya no viví más que para aquel absorbente enamoramiento. Puse en aquellos amores toda la intensidad de que era capaz. Fue aquella una pasión vital, con un patetismo del que yo nunca me hubiese creído capaz, y con un hálito de fatalidad y de tragedia que la hacía aún más intensa. La ruina económica de mi casa y el abandono de mi obsesión taurina en el momento crítico en que mis sueños de triunfo estaban a punto de ser una realidad, daban un sentido trágico y fatal a mis amores. Esto lo veo ahora. En aquel entonces yo no sentía más que la plácida relajación de mi voluntad, el abandono alegre de mis viejas y enconadas ambiciones y el deseo egoísta de cerrar los ojos y deslizarme por aquella pendiente suave y placentera del amor. No me importaba nada. Yo era un torerito valiente. Aquella mujer me quería. ¿Qué valía todo lo demás?
El veterano Calderón era la voz de la conciencia. Veía con claridad que yo estaba a punto de conseguir el triunfo y cuidaba de mí como si yo fuese una obra suya. No sabía él la inminencia y gravedad del peligro en que yo estaba.
A las seis de la mañana se presentaba Calderón en mi casa; quieras que no me levantaba de la cama y me forzaba a un entrenamiento durísimo, que él juzgaba indispensable para el triunfo en los toros. Yo no me atrevía a confesarle que cuando él llegaba a despertarme no hacía más que un par de horas que me había metido sigilosamente en la cama, después de pasarme la noche en claro entregado fervientemente a mi pasión amorosa. Medio dormido, con unas ojeras que me llegaban al cogote y una invencible dejadez echaba a andar detrás del insobornable Calderón y, con paso cansino, hacía grandes caminatas, que debían fortalecerme, y en realidad me agotaban. Íbamos a la cuesta de Castilleja o a San Juan de Aznalfarache, y allí me obligaba Calderón a que hiciese flexiones y diese saltos hasta que caía extenuado. Se le ocurrió también que para poder matar toros tenía que robustecer el brazo, y me hacía llevar en la mano derecha un grueso bastón con barra de hierro, que pesaba un quintal. Aquel terrible bastón me desencuadernaba el brazo y el hombro, y aunque yo procuraba arteramente dejarlo olvidado en todas partes, el celo de Calderón lo recobraba siempre. Este entrenamiento hubiera sido perfecto si lo hubiese completado una razonable alimentación y un sueño reparador; pero entonces en casa no se comía y mis noches estaban consagradas no al descanso, sino al amor.
En estas condiciones salí a torear en Sevilla.
Fue una novillada en la que Pacorro tenía que lidiar dos becerros; luego había cuatro novillos de lidia formal, dos de los cuales tenía yo que matar. Los dos toros que me tocaron eran grandes, broncos y de difícil lidia. Las pocas energías que me habían dejado el entrenamiento, el amor y el defectuoso régimen alimenticio a que estaba sometido, las consumí en torear y dar muerte al primer novillo. Me dieron dos avisos, y el público me gritó de lo lindo; pero mal que bien conseguí deshacerme de mi enemigo.
Pero salió el segundo, un toraco muy abierto de cuerna, altísimo de agujas y por añadidura manso. Apenas le daba un capotazo salía corriendo, y me obligaba a dar la vuelta a la plaza en su persecución. Cuando cogí la muleta y el estoque, no podía ya con mi alma. Al primer pase se me fue. Lié la muleta y eché tras él con la lengua fuera. Dio un par de vueltas a la plaza con un trotecillo cochinero que me hacía echar el bofe. Cuando al fin se paró y desplegué ante él la muleta, dio una nueva arrancada, y a correr otra vez se ha dicho. El alma se me salía por la boca. Lo alcancé a los dos kilómetros de cross-country, y sin igualarlo siquiera me perfilé para matar. Tenía el toro la cabeza en las nubes y ni empinándome alcanzaba a verle el morrillo. Me tiré a matar como el que se tira al mar. Sacudió la testa y me tiró contra la arena. Cerré los ojos, y hecho un ovillito me quedé bajo los mismos hocicos de la bestia. Pasaron unos segundos, no sé cuántos, muchos. ¿Qué ocurría? Seguramente, los peones no conseguían llevarse al toro. Yo seguía tumbado en la arena con los ojos cerrados. ¡Qué bien se estaba allí! Por lo menos me tomaba un respiro. Cuando al fin se llevaron al toro, sentí que Calderón me cogía y me levantaba preguntándome ansiosamente si estaba herido. No; no lo estaba, por desgracia.
—Pues anda —me dijo—; a ver si consigues cazar a esa bestia.
Y me puso en las manos la espada y la muleta. Vuelta otra vez a correr detrás del toro hasta echar el pulmón por la boca. Cuando lo alcancé, de nuevo volví a tirarme a matar, y volvió a encunarme y a escupirme contra la arena. «¡Menos mal! —pensé—. Todo el tiempo que esté en el suelo no tendré que estar corriendo.» Pero a los pocos segundos ya estaba allí otra vez Calderón levantándome como el que alza a un guiñapo del suelo y poniéndome en las manos los trastos de matar.
A la tercera vez que me vi frente al toro estaba yo tan desesperado que me tiré a matar echándome materialmente sobre los pitones para que la bestia aquella me matase. Todo era preferible a aquel tormento. Una vez más fui por el aire y caí entre las patas del novillo. Ya sabía yo que el animal no hacía por recogerme, y me encontré muy a gusto en el suelo sintiéndole a mi lado como si fuese mi Ángel de la Guarda. «¡Si pudiera dormirme! —pensaba—. ¡Un ratito siquiera!»
Pero llegó una vez más el feroz Calderón, esta vez irritado ya conmigo.
—¡Vamos! ¿Qué haces ahí? ¡Arriba!
—¡Es que no puedo, Calderón! —gemí.
—Eso te pasa por hacer la vida que haces, so perdido. ¡Toma, toma! Para que te vayas por ahí de madrugada con malas mujeres…
El público empezó a divertirse con aquel inusitado espectáculo. Algún espectador me ha contado luego que se tenía la impresión de que yo era un muñeco mecánico y que cuando Calderón se acercaba a mí parecía que me daba cuerda, me ponía en pie y me echaba otra vez contra el toro.
Entré a matar cien veces, me cogió el toro quince o veinte, y cuando la paciencia del público y del presidente se agotaban y sonaron los clarines para que salieran los mansos, estaba el toro tan vivo como al empezar la lidia.
Acababa el toro de tirarme por vigésima vez contra el suelo cuando sonó el tercer aviso y se abrió el portalón para que salieran los cabestros. Súbitamente me entraron una rabia y una desesperación incontenibles. Me incorporé juntando todas mis energías, y sobreponiéndome al agotamiento me planté de un salto ante el toro, y sin muleta ni estoque, que para nada me servían, me hinqué ante él de rodillas y le desafié frenético:
—¡Mátame, ladrón; mátame!
Estaba ciego de desesperación. Avancé arrastrando las rodillas por la arena hasta que estuve en la cara misma del toro, lo cogí por los cuernos, le escupí, y finalmente me puse a aporrearle el hocico a puñetazo limpio al mismo tiempo que le gritaba:
—¡Mátame, asesino; mátame!
Calderón y el mozo de espadas, asustados, intentaban arrancarme de allí. Hay una fotografía que reproduce fielmente la escena. El mozo de espadas me tiene cogido por un brazo y Calderón tira de mí agarrándome por el cogote, mientras yo sigo de rodillas debatiéndome entre los largos pitones del toro, que, la verdad, no me mató porque no quiso.
Aquella noche estaba yo en la plazoleta de San Jacinto con mis cuatro o cinco incondicionales rumiando tristemente el fracaso. Apenas hablábamos. Mis amigos me acompañaban piadosamente, como si estuviesen en un velatorio, el de mis ilusiones taurinas. Yo estaba tan agotado, que apenas podía tener los ojos abiertos. Cabeceaba soñoliento oyéndoles decir de cuando en cuando algo en descargo mío, hasta que me quedé profundamente dormido. ¡Qué placer experimentaba al cerrar los ojos y olvidarme de todo! Me dormí pensando que nada en el mundo me importaba. Y era feliz.
Cuando desperté eché una mirada a mi alrededor y me encontré solo. Los amigos se habían ido a la chita callando. ¡Qué bien se estaba en aquella plazoleta silenciosa y vacía! La brisa del río oreaba la noche caliente de julio y me acariciaba el rostro, dado a las estrellas. ¡Qué feliz me sentía! Volví a quedarme dormido.
Me despertó el contacto blando y tibio de una mano que se apoyaba en la mía. ¡Había venido! Abrí los ojos y la vi sentada en el banco a mi vera. Me miraba mientras dormía, y cuando me sintió despierto me besó. No nos dijimos palabra. Echamos a andar muy juntos. En la esquina, un coche la esperaba. Montamos en él, y abrazados bajo la sombra protectora de la capota, cruzamos el puente y el Arenal y nos hundimos en la fronda rumorosa y cargada de esencias de las Delicias Viejas.
Por la orilla del río al trote lento del caballejo fuimos diciéndonos nuestro querer en voz baja y con largos y expresivos silencios. A veces nuestro coche se cruzaba con otros cargados de juerguistas borrachos y de mujeres que encaramadas en el pescante herían la noche con el desgarrón de sus bulerías. Fuimos a una venta y nos escondimos bajo la sombra de un emparrado para saborear nuestra dicha ante una botella de manzanilla. Cerca vibraba una guitarra y se quejaba por soleares un gitanillo de voz quebrada y entrañable. El amargor suave del vino de Sanlúcar, el cálido sabor de aquellos labios húmedos y carnosos y la cadencia estremecida del cante, junto con el escalofrío de la madrugada, sacudieron mis sentidos y me dieron por un instante esa felicidad alquitarada y difícil de la juerga flamenca, tan cara al espíritu de Andalucía.
Rompió aquel encanto la presencia inoportuna de mi conciencia. Mi conciencia, como ya he dicho, era Calderón.
Estaba Calderón tomándose unas cañas con unos amigos en la misma venta que nosotros, y tuve la mala suerte de que nos descubriese. Se vino hacia nosotros con los brazos en jarras y se puso a sermonearme:
—¿Es así como quieres ser torero? ¡Valiente granuja estás hecho!
Se encaró con ella después:
—Ya sé yo quién tiene la culpa de que nos hayan echado esta tarde los cabestros. ¡Maldita sea la…!
Se quedó mirándola atentamente, y no debió de parecerle del todo mal porque atusándose los tufos y engallándose con aquella prestancia suya de viejo flamenco se puso a piropearla al mismo tiempo que la reprendía «por lo que estaba haciendo conmigo, que era una herejía».
La conciencia estaba sobornada. Y se puso tan tierna y pegajosa, que tuvimos que sacudírnosla.
Pronto pude advertir que mi fracaso en la plaza de toros de Sevilla era la ruina total de mis ilusiones. Todo se volvió contra mí: la familia, los amigos, los protectores. Eché mala fama, y no me quedó más cobijo que el de aquel amor al que lo había sacrificado todo. Contra el hombre que se enamora se fragua siempre una confabulación de cuanto le rodea; las gentes que más cerca están de uno y las que más le quieren son las que de manera más implacable y enconada combaten esta versión generosa del enamoramiento que uno quiere dar a su vida. Todo se volvía contra mí. Mi padre, cansado de la lucha, se echó al surco y dejó que nuestra casa se hundiera; mis hermanillos, faltos de lo más necesario, tuvieron que ser amparados por la beneficencia pública en hospicios y asilos. Los amigos me daban de lado; los padrinos me volvían la espalda. Estaba desacreditado, y el mundo se desplomaba sobre mi cabeza.
Si me hubiese dejado llevar por la fatalidad, pronto habría sido uno de tantos fracasados como andan por el mundo. Pero reaccioné con coraje, y dando de lado a mis ilusiones taurinas me puse a trabajar con verdadero entusiasmo. Como no tenía oficio, arte ni industria para ganarme la vida, tuve que colocarme de jornalero en la obra más penosa que había entonces en Sevilla: se estaba haciendo una corta en el Guadalquivir para desviar su curso, y allí conseguí que me admitieran como peón a destajo; mi obligación era darle aire a un buzo que trabajaba en el fondo de un pozo. En aquella obra gigantesca trabajaron, como yo, todos los desgraciados de Sevilla; por lo menos, todos los jornaleros sevillanos que me he encontrado después, a lo largo de los años, me han recordado que fueron compañeros míos en la corta de Tablada.
Entonces, sin embargo, encontré pocos compañeros y ningún amigo. Yo era un jornalero encarnizado en el trabajo, sin humor para camaraderías y con el único anhelo de cobrar mi jornal el sábado y llevárselo a mi madrastra para aliviar la miseria en mi casa. Vestía miserablemente, no fumaba ni bebía y no tenía más diversión ni alegría que la de que no dejase de quererme aquella mujer, que me veía pobre, oscuro, fatigado y triste. Así pasaron los meses de aquel invierno, en el que puse a prueba mi voluntad. Fui un jornalero más en aquella legión de proletarios que arañaba tenazmente la tierra para abrir un cauce nuevo al viejo Betis.
Con la primavera me volvió la ilusión por el toreo. La dehesa estaba cerca de donde trabajaba, y muchas tardes, al dar de mano en el tajo, me internaba en el campo esquivando a los guardas para torear. Cuando a solas citaba a la res con mi blusilla de trabajo y la hacía pasar junto a mí rozándome el cuerpo con los pitones una y otra vez, pensaba: «¡Pero si yo no tengo miedo! ¡Si no me asustan los toros! ¿Por qué no puedo ser torero?».
Una tarde estaba yo toreando en Tablada junto a la orilla del río; había cruzado el cauce a nado y toreaba completamente desnudo. Desde la orilla de Triana, unas muchachas que volvían de trabajar en algún cortijo me saludaban a lo lejos agitando alegremente los brazos. Había conseguido apartar un becerro, y al sentirme contemplado a distancia por aquel grupo femenino me puse a torear con todo el estilo de que era capaz. En uno de los lances pasó el becerro tan cerca de mí, que me dio un puntazo con el pitón en la cara y me partió el labio. Rodé por el suelo. Ya estaba yo otra vez en pie y con la blusilla en las manos cuando llegó hasta mí el eco perdido del grito de terror que en la otra orilla dieron las mujeres al ver la cogida. La herida era pequeña; pero, como ocurre con todas las heridas en la cara, manaba sangre en abundancia. Me di cuenta de que el percance no era grave y dejé que la sangre me corriera por el cuerpo para seguir toreando. No quería quedar mal ante aquellas mujeres que desde la otra banda del río se entusiasmaban viendo aquel muchacho desnudo que lidiaba a solas a los toros. Pero cuando ellas me vieron con el cuerpo tinto en sangre se asustaron y se pusieron a dar unos gritos espantosos. Unas se tapaban la cara con las manos, otras avanzaban hasta el borde del agua llamándome con voces angustiadas, otras huían despavoridas. Llevaron a Triana una imagen pavorosa de aquel muchacho que toreaba solo, desnudo y sangrante en pleno campo de Tablada.
Pasó el invierno y llegó la temporada taurina. Nadie se acordaba de mí. Yo era un pobre jornalero que ganaba penosamente su jornal en aquella obra ciclópea de abrir un nuevo cauce al río, que agotaba la pujanza juvenil de una generación de trabajadores sevillanos. Mi triste destino era agotarme allí en aquel tajo de grandeza faraónica hinchándole los pulmones a mi pobre buzo. Pero algo mantenía viva en mí la ambición.
Rendido por el trabajo de la dura jornada, cuando llegaba la tarde, aún me quedaban energías para meterme en el cerrado y luchar con los toros. Muchas noches me faltaban el tiempo y la energía para ir a mi casa a dormir, y después de agotarme toreando hasta la madrugada me tumbaba junto al rescoldo de la fogata en que se calentaban los guardas de la corta. Aquello me salvó.
Yo iba una y otra vez a decirle a la gente que quería ser torero, que lo era, que a diario toreaba y que estaba más diestro y más fuerte cada día. Al verme con mi blusilla de trabajo remendada, mis pies calzados con destrozadas alpargatas y mi aire grave y triste de jornalero no me creían. Alguna vez fui a un tentadero. Me echaron diciéndome despectivamente:
—¿Torero tú? ¿Cómo vas a ser torero con esa pinta de desgraciado?
Únicamente Calderón seguía teniendo fe en que yo era torero. Había hablado de mí a un amigo suyo empresario de Valencia, y un día me sorprendió con una inesperada proposición:
—¿Quieres ir a torear a Valencia?
Su amigo el empresario le había escrito diciéndole que me enviase. Busqué dinero y me metí en el tren. Todo mi equipaje cupo en los cuatro picos de un pañuelo. En mi bolsillo tintineaban de diez a doce pesetillas. Pero llevaba también en el bolsillo interior de la chaqueta un tesoro inapreciable: el retrato de aquella mujer.
A lo largo del viaje, cada vez que me veía a solas en mi departamento de tercera clase, sacaba aquel retrato, lo contemplaba enternecido y lo besaba. Besándolo fervorosamente una y otra vez entré en Valencia.