8. «¡Pero si yo no tengo miedo!»

Había una capea en Zalamea la Real y allá nos fuimos ocho o diez torerillos de Triana. De todas partes habían acudido aficionados, y éramos un verdadero enjambre. Apenas llegamos, se nos advirtió seriamente que no se nos dejaría torear. La capea la habían organizado los mozos del pueblo para ellos. A pesar de esta advertencia, como nosotros íbamos dispuestos a torear, resolvimos echarnos al ruedo, pero el cabo comandante del puesto de la Guardia Civil que presidía el festejo ordenó que fuese detenido el primer torerillo que se tiró. Uno tras otro fuimos echándonos al redondel y uno tras otro fuimos cazados por los guardias y los mozos del pueblo, que nos llevaron bien trincados al palco desde donde el cabo presidía. De momento, el castigo quedaba reducido a mejorar la localidad. Pero cuando terminó la corrida, el cabo se volvió hacia nosotros y nos dijo sin encono, pero con un acento que no dejaba lugar a dudas:

—Anuncié a ustedes que castigaría a los que intentasen torear. No quiero hacerles pasar la vergüenza de llevarlos por las calles del pueblo atados codo con codo, como si fuesen criminales; de modo y manera que ahora mismo se van a ir ustedes solitos a la cárcel. Conque andando. Dentro de media hora estaréis todos en el calabozo. ¿No es eso?

Así lo prometimos; dimos las gracias por la atención y salimos. Yo me acerqué a preguntar a un indígena dónde estaba la cárcel en aquel pueblo, pero mis compañeros me cogieron por un brazo e intentaron disuadirme.

—¿Pero es que vas a ir por tu pie a la cárcel?

—¡No seas primo!

—Si eso lo ha dicho el cabo para que nos quitemos de en medio.

Yo les escuchaba estupefacto. ¿No habíamos dado nuestra palabra al cabo de que iríamos solos para ahorrarnos la vergüenza de que nos llevasen como si fuésemos rateros? Pues no había más remedio que ir.

No convencí a ninguno. Ellos a mí tampoco, porque yo creía firmemente que cuando le trataban a uno bien, lo menos que podía hacer era ser agradecido y leal. La rebeldía y la indisciplina había que guardarlas para cuando se era víctima de la injusticia. Me fui solo a la cárcel y me presenté al carcelero.

—¿Qué desea usted? —me preguntó.

—Vengo preso —le dije. Y le expliqué lo ocurrido.

—Pase usted —me contestó abriéndome la puerta del calabozo e invitándome a entrar muy cortésmente.

Dio dos vueltas a la llave y yo me quedé entre aquellas cuatro paredes cumpliendo mi deber de preso. Al rato empecé a aburrirme. Afortunadamente, la cárcel de Zalamea no era ninguna terrible mazmorra. Tenía hasta un ventanillo por el cual se podía mirar a la calle, y allí estuve asomado, viendo pasar a la gente. A las tres o cuatro horas pasó por allí un torerillo amigo mío y me vio:

—¿Qué haces ahí?

—Aquí estoy preso.

Le pedí que aprovechase su libertad para interceder por mi suerte, y, efectivamente, poco después dieron orden al carcelero de que me soltase. Salí muy satisfecho de mi juego limpio como delincuente.

«Arenal de Sevilla, Torre del Oro»

El banderillero Calderón seguía siendo mí panegirista, hasta el punto de que en las tertulias de aficionados a los toros se pitorreaban de él por el entusiasmo desbordante con que hablaba de «ese muchacho, er der Monte», a quien nadie conocía. Una tarde me llevó a presentarme a unos buenos aficionados que se reunían para hablar de toros a la sombra de la Torre del Oro, en una parada de carros que había cerca del Arenal. Formaban aquella tertulia los Cervera, dueños de la parada de carros; los Herrera, don Paco y don Daniel; un viejo picador de toros, apodado «Zalea»; Velilla, picador retirado, también, que había pertenecido a la cuadrilla de Mazzantini, y algunos otros.

Llevado de la mano de Calderón, bajo el peso de sus hiperbólicas alabanzas, sin ninguna fe en mí mismo, huraño y cohibido por mi torpeza de expresión, debí causar un efecto poco grato. Tras las ponderaciones de Calderón, la presencia de aquel pobre muchachillo, tan poco brillante, debió parecerles grotesca, y seguramente me consideraron como un producto desdichado de la exuberante fantasía del famoso banderillero. Me veían tan poca cosa, tan inerme, tan humilde y callado, en rudo contraste con las exageraciones y las bravuconerías de que me hacía objeto Calderón, que debí parecerles simpático. Parte, por llevarle la corriente al compadre, parte por curiosidad y lástima hacia mí, siguieron la broma de que yo era un verdadero fenómeno de la tauromaquia, y la tertulia aquella, medio en serio medio en broma, hablaba frecuentemente de que había que sacarme a torear, y llegó a tomarme bajo su tutela.

Aparte de esta difícil vida de relación y sociedad a que me obligaba Calderón, y en la que hacía yo un papel tan poco lucido, seguía mi vida de aventura con los de la pandilla en los cerrados de Tablada y en alguna que otra capea. Íbamos también a la dehesa de Conradi, en Almensilla, donde toreábamos a placer durante la noche, porque la placita estaba en el centro de la dehesa, lejos de la vivienda de los guardas, y sin que nadie nos molestase organizábamos verdaderas corridas. El único inconveniente de la dehesa de Conradi era que estaba muy lejos de Sevilla y teníamos que pasarnos la noche y la madrugada caminando. Volvíamos al amanecer, rendidos y hambrientos. El hambre que pasábamos en aquellas excursiones era espantosa. Al regreso no hablábamos más que de comidas, y poníamos a contribución nuestras imaginaciones para evocar festines pantagruélicos. Uno decía que su sueño era encontrar un pozo lleno de chocolate, sentarse en el brocal y pasarse la vida mojando allí bizcochos grandes como teleras. Otro imaginaba unos caudalosos ríos de sopa y unas montañas de pescado frito tan grandes, que le daban vértigos. Yo creo que delirábamos de hambre. Un amanecer íbamos tan rabiosamente famélicos, que nos metimos en un huerto y, a despecho de los mastines y en las mismas barbas del guarda, que nos apuntaba con su carabina, nos atracamos de fruta, mientras con la boca llena le gritábamos desesperados:

—¡Tira, ladrón! ¡Tira si te atreves!

Luego, en mi casa, me esperaba el triste espectáculo de nuestra pobreza. El negocio iba de mal en peor; mi padre se había tirado al surco y no hacía ya nada por levantar la casa y sacar adelante a su prole. Yo le ayudaba a caer, y en aquel hondón de la miseria en que yacíamos no veía más luz que la de la torería. ¿Por qué no podía ser yo torero? ¡Pero si a mí no me daban miedo los toros! Una noche vi a Rodolfo Gaona subir al coche-cama del expreso. Le rodeaban muchos señoritos y mujeres guapas. Yo me empiné para asomarme por la ventanilla del sleeping y acaricié con la mirada aquel interior confortable, lujoso, blando, charolado… El contacto con el bienestar me desesperaba.

Fui a la tertulia del Arenal y pedí por todos los santos de la corte celestial que me sacasen a torear. Los Herrera me llevaron entonces al Café de la Perla, donde se reunían varios aficionados de muchas campanillas. Allí conocí a Benjumea Zayas, a Oliva y algunos otros hacendados del Arahal, que habían construido en aquel pueblo una plaza de toros y estaban organizando una corrida para inaugurarla. Fueron buenos conmigo, y decidieron que la plaza se inaugurase matando yo dos novillos. ¡Por fin!

Mi primera estocada

Se organizó una corrida mixta; se lidiarían cuatro becerretes de capea y dos novillos de muerte, sin picadores, para mí. Iba a matar toros por primera vez en mi vida.

Era el 24 de julio de 1910. Se celebraba la feria del Arahal, y la nueva plaza de toros estaba rebosante de público. Los novillotes de la vacada de los Pérez de Coria, que yo tenía que lidiar y matar, aunque de media sangre, embistieron bien desde el primer momento, y conseguí que me aplaudieran al torear de capa al primero. Cuando cogí la muleta y el estoque iba yo dispuesto a jugármelo todo. Me arrimé al toro tanto que, en un pase, el novillo me dio un golpe en la frente con un pitón y me partió la ceja. Salía la sangre a borbotones, cegándome y manchándome las manos y el camisolín. Me palpé la frente y sentí el colgajo de la piel cayéndome sobre el párpado. Una rabia loca me tomó. Me fui hacia el toro, ciego de ira y de sangre, lo igualé con el pico de la muleta, me perfilé, y, atisbando apenas el morrillo a través de aquella cortina roja y caliente que me tapaba la mitad de la cara, eché el cuerpo detrás del estoque, y sentí cómo hundía el acero en la carne restallante de la bestia. Cuando me di cuenta de que el animal, abierto de patas, se humillaba fulminado por el acero, me sentí feliz. ¡Qué alegría! Veía maravillado que el toro rodaba sin puntilla, y simultáneamente, a través del aturdimiento que me producía la cortina de sangre caída sobre mis ojos, llegaba hasta mí un confuso ruido, semejante al de una tempestad lejana. Sentía los golpes isócronos de la sangre caliente cayéndome por la mejilla, a medida que aquel estrépito crecía y se acercaba. ¡Me aplaudían! Alcé la cabeza. Me sujeté con los dedos aquel pingajo de carne que me caía sobre el ojo, y procuré sonreír a la multitud. ¡Nunca he agradecido tanto una ovación! Me llevaron a la enfermería. Como no había más torero que yo, se suspendió la corrida hasta que me curasen. Caí en manos de un cirujano expeditivo, que se aplicó a la previa desinfección de la herida por un inusitado procedimiento. Mandó traer una botella de gaseosa, que se empinaba para coger unas grandes buchadas, con las que me espurreaba la cara. Después de espurrearme bien la herida y todo el rostro con aquel líquido dulzón y pegajoso, mezclado con sus babas, consideró que la desinfección era perfecta, y procedió a curarme. Le trajeron una aguja de coser sacos, con su ancha punta doblada; me levantó la piel caída a colgajo, unió los bordes y me los cosió como quien cose una estera. Me dejó una cicatriz innecesaria para toda la vida. Luego me vendaron aprisa y corriendo, porque el público se impacientaba, y me soltaron otra vez en el ruedo.

Salí un poco mareado por el dolor. Toreé, sin embargo, con buena voluntad, y volvieron a aplaudirme. Pero llegó la hora de matar, y aquellas ilusiones que yo me había hecho al ver cómo rodaba sin puntilla el primer novillo, se desvanecieron. Matar no era tan fácil como yo había creído. Aquel toro parecía de goma. Le pinché en todas partes, y, si bien es verdad que llegó un momento en que murió, más creo que lo hizo harto de mí y de mi torpeza que por la virtud mortífera de mi acero.

«Allá por Santa Ana»

Como mi ropilla no estaba decente, un amigo de Triana me había prestado un terno nuevo para que en el Arahal no hiciese mal papel como matador. Terminada la corrida, fui con mi terno nuevo al casino del pueblo, y allí me presentaron a un señor cubano, que me felicitó por mi valentía, y para premiarla me regaló un cigarro puro monumental, como yo no había visto nunca otro.

Al volver aquella noche a Sevilla concebí la ilusión de fumarme aquel puro gigantesco luciendo el trajecillo pinturero de mi amigo en la vela de Santa Ana, que al día siguiente se celebraba en Triana. La vela de Santa Ana es la fiesta típica de los trianeros, y quise lucirme en ella. Yo tenía cinco duros que me habían dado antes de ir a Arahal, y para no gastarlos los había dejado escondidos en una caja de cerillas, que oculté en el fogón de mi casa. Con mi traje nuevo, mi puro enorme, mi billetito de cinco duros en la cartera y la cabeza orgullosamente vendada a consecuencia de una coma, era yo el rey de la velada de Santa Ana. Muy echado para atrás, con el puro en la boca, el trajecito muy planchado y la venda de la cabeza un poquito manchada de sangre, estaba yo en un aguaducho cuando pasaron unas mocitas que iban pidiendo guerra. Dándomelas de torero rumboso, las llevé a la buñolería de una gitana y las convidé a chocolate con buñuelos y aguardiente. Cuando llegó la hora de pagar, llamé a la gitana, y con un ademán altivo le entregué el billete de cinco duros; volvió como un rehilete. El billete era falso. Empezó a gritar la buñolera, se fueron las mocitas, corridas como monas, y yo me quedé anonadado, porque la verdad era que yo no tenía más dinero que aquél. El escándalo fue monumental. Sólo pude aplacar a aquella furia ofreciéndole que le pagaría poco a poco en géneros del puesto de quincalla de mi padre. Y, efectivamente, así le pagué. Cuando mi padre no estaba en el puesto se presentaba la gitana, y durante muchos días tuve que darle piezas de encaje y tiras bordadas como para pagar una buñolería entera. No me remuerde la conciencia por aquel mal negocio, porque —mucho después lo supe— fue mi padre mismo el que, al descubrir casualmente los cinco duros que yo tenía escondidos en el fogón, me los cambió por aquel maldito billete falso. No sabía él lo cara que le iba a costar la broma.

Aquella vela de Santa Ana, en la que quise presumir de torero de postín, terminó para mí desastrosamente. Cuando conseguí aplacar a la gitana con mis promesas y me senté a seguir presumiendo con mi puro, se presentó el dueño del traje, que andaba con una guayabera, buscándome desesperadamente, y por poco me hace desnudarme allí mismo. Tiré la colilla del veguero y resignadamente me fui a desnudarme y dormir. Se habían acabado mis glorias.

El desastre de Guareña

Guareña es un pueblo horrible. No le aconsejo a nadie que vaya. Yo fui una vez y no he vuelto, ni pienso volver. Veréis por qué:

Se presentó en Sevilla un empresario de Guareña buscando toreros para dar una corrida en su pueblo. Era un hombre de malos sentimientos; los torerillos de Sevilla le conocían bien. Viejo tratante en caballerías, daba a los toreros el mismo trato que a los mulos que compraba en las ferias, y ninguno quería ir con él. Después de buscar inútilmente toreros por todos los cafés de Sevilla, le hablaron de mí, y yo, que tenía hambre de torear, fuese como fuese, acepté sus proposiciones. También contrató a Paco Madrid, que vivía entonces en Triana, no lejos de mi casa. Entre los dos teníamos que matar cuatro toros gigantescos, sobreros del año anterior, que aquel tío había comprado a precio de carne.

Calderón, que por aquellas fechas no tenía corrida en que torear, se ofreció a venir con nosotros, más para lidiar al marrajo del empresario que para entendérselas con aquellos torazos.

—Ya veréis —decía jactancioso— cómo conmigo no hace juderías ese tío.

Por nuestra tertulia de San Jacinto iba frecuentemente un buen hombre, gordo y con una media lengua graciosísima, que a todo trance, con un entusiasmo digno de mejor causa, quería ser picador de toros. Era carrero en el mercado de pescado del Barranco, y como, a veces, nos obsequiaba con una soberbia pescada o unos sabrosos calamares, favorecíamos su afición a picar, e incluso le ofrecí alguna vez que, cuando yo torease, sería picador de mi cuadrilla. Al contratar la corrida de Guareña, se le adelantó otro picador y le quitó el puesto. Aquel hombre, al enterarse de que no le llevaba a picar, fue a verme desolado, y me dijo que estaba dispuesto a ir por su cuenta, aunque ni siquiera le pagásemos el viaje. Y, en efecto, se vino con nosotros. Para sacar el billete del tren tuvo que empeñar su cama de matrimonio, y había dejado a su infeliz mujer durmiendo en el suelo.

Llegamos a Guareña, vimos los toros, y todo lo que nos habían dicho de ellos palidecía ante la realidad. Eran cuatro monumentos con trescientos kilos cada uno, y, por añadidura, tuertos tres de ellos. Para castigarlos no había más que dos o tres caballejos, y nuestro procurador, Calderón, con éste y otros pretextos que su marrullería le dictaba, amenazó con que no torearíamos si no se nos hacían determinadas concesiones. En el fondo, lo que Calderón pretendía era que nos diesen algún dinero, pues allí era muy problemático que cobrásemos.

En aquel forcejeo con el empresario no se consiguió nada. El tío aquel no soltaba una perra, y Calderón se cerró en banda.

—No toreamos, aunque nos lleve a rastras la Guardia Civil —fue su ultimátum.

La hora de la corrida se acercaba, y en vista de nuestra actitud, las autoridades del pueblo intervinieron. Dieron de lado al empresario, y entre el alcalde, el juez, y algunos señoritos intentaron convencer a Calderón. Se entablaron unas gestiones laboriosísimas. La gente, que no sabía si iba a darse o no la corrida, se arremolinaba escandalizando a las puertas de la plaza. Calderón iba y venía con órdenes y contraórdenes.

—Vestirse, que salimos para la plaza.

A los cinco minutos volvía.

—Desnudarse, que ya no toreamos.

Yo me cansé de aquel ajetreo, dejé el traje de torear en una silla y me fui a pasear por el pueblo. El escándalo público estaba a punto de degenerar en motín. Hacía media hora que debía haber empezado la corrida, cuando vi venir en mi busca al pobre Calderón, escoltado por tres guardias civiles.

—¡No hay más remedio que torear! ¡Nos llevan al matadero! —me dijo con un gran ademán trágico, señalándome a los de los tricornios que lo custodiaban.

Nos metieron en un coche y nos llevaron a la fonda para que nos vistiésemos. Calderón, de miedo que tenía, no acertaba a ponerse el traje de luces. Nervioso, descompuesto, intentaba vanamente liarse la faja al cuerpo, mientras hacía amargas reflexiones y evocaciones lúgubres.

—Los toros de esta ganadería —decía ensimismado— quitaron de ser torero a Fulano; a Mengano le dieron una cornada y le sacaron las tripas; a Zutano lo tuvieron seis meses entre la vida y la muerte…

El miedo de Calderón aliviaba el mío, y terminé de vestirme y le ayudé a él bromeando. Rodeados de guardias civiles, armados con sus máusers, cruzamos las calles vestidos de toreros y entramos en la plaza. ¡Con qué ensordecedora gritería nos recibieron! En el momento de comenzar la corrida me atemorizaban más que el toro los irritados vecinos de Guareña.

Salió el primer toro, que era enorme y con unos pitones larguísimos. Contra lo que suponíamos, resultó bravo y codicioso. Arremetió contra los picadores, que no supieron desembarazarse a tiempo, y en un segundo, con dos achuchones rapidísimos, puso a los dos jacos panza arriba y los corneó furiosamente. Los dos caballos, los dos picadores y un monosabio que cogieron en medio formaron un revoltijo espantoso, en el que el toro hincaba una y otra vez sus largos pitones. Aquello era una carnicería horrible. Salieron al aire las tripas de los caballos y brotó la sangre a raudales. No he visto más sangre en mi vida. Paralizados por el terror, no sabíamos cómo meternos en aquel torbellino dantesco. Lo primero que se destacó de aquella masa informe y sanguinolenta fue la exuberante humanidad del carrero de la media lengua, que, con la cara y las manos chorreando sangre, gateaba por la arena en busca del burladero, con una agilidad de la que nunca le hubiese creído capaz.

Aquel desastroso comienzo causó su natural efecto. No había quien se arrimase al toro. Haciendo de tripas corazón, me abrí de capa y le di unos lances de la mejor manera posible. No había más caballos, ni, por tanto, más quites, y el torazo llegó entero y pleno a la hora de la muerte. Le di ocho o diez pases de muleta, y tuve la fortuna de cazarlo con media estocada que le hizo rodar. Pero salió el segundo toro, que era horriblemente tuerto, y resultó más bronco y difícil. Ya no había picadores, y nuestros banderilleros procuraban castigarlo un poco, pegándole puñaladas desde los burladeros. El público quería lincharnos. Simulé un quite, y, al dar media verónica, el toro me cogió y me dio una cornada en la pierna. Me llevaron a la enfermería, que era una auténtica cuadra de caballos, y me tumbaron sobre un catre para curarme. No habían hecho más que abrirme la taleguilla, cuando trajeron a Paco Madrid, que venía herido en un brazo. Lo colocaron también en mi catre, el único que había, y se disponían a curarnos a los dos, cuando apareció Calderón, manco también. Allí terminó la corrida. Metidos los tres en el desvencijado catre, oíamos la gritería espantosa de la muchedumbre enfurecida. Paco Madrid maldecía, Calderón se quejaba, yo gritaba pidiendo que nos curasen, y tanto nos agitamos y debatimos, que el catre se rompió y dimos todos en el suelo con nuestros molidos huesos. Al revuelto montón de toreros lisiados que formábamos, vino a unirse otro banderillero que venía cojo y manco a la vez. Mientras, el público amenazaba con incendiar la plaza, y la Guardia Civil mataba a tiros al toro que no habíamos podido matar nosotros.

Cuando, al fin, se apaciguaron los ánimos, nos trasladamos a la fonda; pero el fondista nos dijo que ya podíamos largarnos de allí. No nos habían dado un céntimo. Eché a andar hacia la estación, cojeando penosamente. Me apoyaba en el infeliz aficionado a picador, que, con su pintoresca media lengua, se quejaba de llevar el cuerpo molido, y se dolía de haber dejado a su buena mujer durmiendo en el santo suelo para correr aquella desastrosa aventura.

En la estación estuve sentado en un banco, esperando la llegada del tren. Cuando ya se acercaba la hora, vi a un sujeto con aire de torerillo que entró precipitadamente en el andén y se fue hacia mí apenas me vio; me cogió rápidamente del brazo, como si fuese amigo mío de toda la vida, y me rogó:

—¡Cállate! ¡Por lo que más quieras, cállate! Minutos después llegó una pareja de la Guardia Civil, que se colocó en la puerta del andén, mientras el cabo, que venía tras ella, interrogaba uno por uno a los que estábamos esperando el tren. Vi que apartaban a algunos, se los llevaban a un rincón y los cacheaban. Cuando el cabo se dirigió hacia donde yo estaba, el desconocido, en cuyo brazo me apoyaba, me dijo en voz alta:

—Anda, hombre, incorpórate un poco, si puedes, que el cabo quiere hablarnos.

Yo intenté moverme y lancé un quejido.

—¡El pobre tiene un cornalón de caballo! —dijo mi misterioso acompañante—. ¡Éstos son los gajes que tenemos los toreros!

El cabo de la Guardia Civil me reconoció como el infortunado matador de aquella tarde. Miró a mi compañero. Por debajo de la gorrilla ladeada le asomaba un pedazo de coleta.

—No les buscamos a ustedes; no se molesten —dijo el cabo. Y se fue a seguir sus pesquisas por otro lado.

A todo esto llegó el tren, y mi improvisado acompañante, cogiéndome en vilo, me izó al vagón con el mayor cuidado. En el pasillo del tren me encontré con Calderón y los demás toreros, quienes me contaron que se había armado un revuelo formidable, porque un carterista le había robado el dinero de los toros al empresario.

—Me alegro —decía Calderón—. Aún hay justicia en la Tierra.

Me volví a mi acompañante. Ya estaba el tren en marcha y se hacía el distraído.

—Tú eres el que ha hecho esa faena. ¿No es eso? —le pregunté.

—¿Qué más te da saberlo?

—Pero tú no eres torero.

—No; llevo la coleta porque despista. El torerillo siempre se hace simpático a la gente, se le tiene lástima, se desconfía de él, pero no se le cree capaz de ninguna mala faena.

Me disgustó.

—Buena suerte —le dije volviéndole la espalda. Fui a reunirme con Calderón y le conté lo que me había sucedido. Calderón se dio la clásica palmada en la frente y dijo:

—¡Ah! ¡Aún hay justicia en la Tierra! Ese tío va a ser el que nos va a pagar algo de lo que no quiso pagarnos el empresario. Ese dinero es nuestro, y yo no me dejo robar.

Se fue a buscar al carterista, estuvo de palique con él, y volvió con unas pesetillas, pocas, que, por las buenas o por las malas, le sacó.

—¡Se creía aquel tío cerdo que no íbamos a cobrar nuestro trabajo! —dijo triunfalmente, y repitió sentencioso—: Aún hay justicia en la Tierra.