Los de la pandilla de San Jacinto no íbamos a los tentaderos. Nos parecía humillante ir con nuestra inexperiencia y nuestro miedo a servir de diversión a los señoritos invitados por el ganadero. Era más decoroso hacer el aprendizaje en pleno campo, a solas con el toro y las carabinas de los guardas.
Una sola vez nos decidimos a presentarnos en un tentadero. Aquello no era para nosotros. Desde que llegamos, empezamos a chocar con todo. El dueño de la ganadería era uno de aquellos tipos clásicos acostumbrados a tratar a los torerillos como si no fuesen personas, verdadero señor feudal, imponente Jehová con patillas y sombrero ancho, Júpiter tonante que, desde su olimpo de marquesitos y mujeres guapas, fulminaba con una frase candente a las infelices criaturas que querían tener la dicha de dar un capotazo a sus vaquillas.
—¡Eh, tú! —gritaba con su voz bronca a un muchachillo desarrapado que se adelantaba tímidamente con el trapo en las manos—. ¿Dónde vas con ese capote tan sucio que las vacas se van a asustar? ¡Largo de aquí!
Otro torerillo, renegrido y escueto, gitano fino como un junco y con los ojos brillantes de fiebre y de hambre, salía a torear. Júpiter tonante creía reconocerle.
—¿Pero estás tú aquí otra vez? ¿Cómo no te has muerto todavía?
El torerillo ensayaba una sonrisa de disculpa por no haberse muerto, y el ganadero mascaba su gran puro y escupía.
—Poco se hubiera perdido. ¡Un gitano menos en el mundo!
El coro de marquesitos y mujeres guapas le reía la gracia, y los vaqueros echaban al torerillo como a un perro sarnoso.
Nosotros no teníamos nada que hacer allí. Pretendimos torear, pero tropezamos con el torero «oficial», un novillerito de cierto cartel al que se invita a los tentaderos para que se luzca. Cuando sale una vaquilla buena la torea él solo. Las reses que él no quiere, para los demás. Estábamos nosotros lidiando todo lo que nos echaban, según nuestro turno de jerarquías, ganado en buena lid frente a los toros, cuando salió una vaquilla brava, y el torero invitado, que era Vicente Segura, se fue para ella queriendo apartar al camarada nuestro que estaba en turno.
—¡Ahora me toca a mí! —dijo nuestro compañero, muy celoso de sus prerrogativas.
—¿Cómo que te toca a ti? Aquí no hay más turno que el que mande el amo.
Y el amo intervino:
—¿Dónde va ése?
—A torear con su venia, señorito —dijo nuestro amigo.
—¿A torear tú? Lárgate de aquí si no quieres que te eche a puntapiés. ¿Dónde se ha visto un rubio que sea torero?
—Lo que no se ha visto nunca —dijo rabioso nuestro camarada— es un ganadero con tan poca vergüenza.
No hay que decir que nos echaron a patadas.
Mi padre y el banderillero Calderón eran compadres. Calderón era, por aquel entonces, un gran tipo. Fachendoso, guapetón, sentencioso, con toda la prestancia del viejo torero y todas sus marrullerías. Mi padre le tenía cariño; y recuerdo haber visto muchas veces a Calderón junto al puesto de quincalla con su pantalón ajustado chicoleando a las mujeres que iban a comprar.
La primera vez que Calderón me tomó bajo su tutela fue siendo yo un chavalillo. Quería yo aprender a nadar, y Calderón, con su deliciosa suficiencia, dijo a mi padre que él tenía un sistema perfecto para enseñar a nadar a los niños. Me fui con él muy contento y dispuesto a recibir sus lecciones de natación. Consistieron éstas en que Calderón cogió una lancha, nos metimos en ella, bogamos hasta el centro del río, y, una vez allí, el maestro me dio un empujón y me tiró al agua. Yo sentía que me ahogaba y pataleaba como un perrillo pugnando por agarrarme a la lancha, pero Calderón, siguiendo impertérrito su régimen pedagógico, me golpeaba en las manos con un remo para que me soltase. La escena debía ser horrible, y yo di seguramente unos gritos espantosos, porque unas mujeres que andaban por la orilla, al advertir lo que ocurría, se pusieron furiosas y la emprendieron a pedradas con Calderón, llamándole asesino y no sé cuántas cosas más. Aquello empeoró mi situación porque Calderón ya no se preocupaba de si me ahogaba o no, atento sólo a esquivar las piedras que le tiraban. Cuando salí del agua estaba medio asfixiado. No tuve ánimos siquiera para protestar; pero aquella tarde, cuando Calderón, muy satisfecho, se dejó caer a plomo en la silla en que acostumbraba a sentarse junto al puesto de quincalla, se le clavó en la nalga un aguijón de diez centímetros que yo había pinchado arteramente por debajo del asiento.
Cuando, años después, andaba yo en aquellas luchas por ser torero, que encendieron en mi casa una guerra viva, mi padre consultó el caso con Calderón. El experto compadre me tomó por su cuenta y me dio saludables consejos.
—Déjate de andar de noche por los cerrados con esos granujas y vete a un buen tentadero a lucirte.
Yo me resistía a ir a los tentaderos, pero Calderón insistió en que no había otro camino. Ofreció recomendarme a un ganadero y avisarme de la fecha en que se celebraría la tienta, pues estas faenas se verificaban entonces con mucho sigilo, para evitar las nubes de torerillos que a ellas acudían.
No hubo más remedio y fui, llevado por Calderón, al tentadero de la ganadería de Urcola.
Don Félix Urcola era hombre serio y brusco. Dirigía personalmente la tienta de su ganadería, asistido por un grupo de buenos aficionados, entre los que estaban Zuloaga, don José Tejero, don José Manuel del Mazo y otros varios expertos en lides taurinas. La nube de torerillos que cayó en el tentadero movió, como de costumbre, varios alborotos, y el ganadero los echó.
—¡Largo de aquí! ¡Ladrones de vuestra casa!
Yo, solidarizándome, como siempre, con la canalla, me iba con los torerillos; pero Urcola, no sé si por la recomendación de Calderón o porque le hubiese parecido más discreto y prudente que los demás, me retuvo:
—Tú puedes quedarte. A ver lo que eres capaz de hacerle a las vacas.
Me quedé con pena viendo partir a los infelices torerillos expulsados. Cuando llegó el momento, estuve toreando a placer ante aquel areópago.
Me echaron una vaca muy brava, pero como yo estaba acostumbrado a torear ganado de media sangre y daba mis verónicas y medias verónicas estando muy cerca y con las manos muy bajas, según toreábamos en el campo, la vaca, que era muy codiciosa y se revolvía pronto, me achuchaba constantemente y daba la impresión de que en cualquier momento podía mandarme a las nubes. Mi toreo produjo en aquel reducido grupo de aficionados selectos buena impresión. Fallaron que yo era un torerito valiente, pero torpón, poco hábil para quitarme los toros de encima, y, sobre todo, codillero. Esta fue la sentencia unánime que pesó sobre mí: la de ser codillero.
Toreó también aquel día don José Manuel del Mazo, hombre de mucha prestancia andaluza y buen caballista, a quien le gustaba lancear toros con aquel viejo y elegante estilo de las manos altas, el busto erguido y las piernas bien plantadas en su terreno.
Cuando terminó la tienta, los técnicos vinieron a decirme unas frases amables y a darme saludables consejos con aire suficiente. Alguno de ellos me ha recordado después, riéndose de sí mismo, la buena fe con que me aconsejaban que hiciese precisamente todo lo contrario de lo que tanto había de entusiasmarles más tarde. Me invitaron a comer, y Francisco Palomares, «el Marino», un tipo extravagante y simpático, que quería ser torero, aviador y no sé cuántas cosas más, me regaló un capote y una muleta.
Don José Manuel del Mazo, desde la altura de su toreo académico, me dio también unos consejos y me brindó su protección.
—Ve a verme a mi casa, en Sevilla —me dijo—, procuraré mandarte a unas novilladas que hay en Bilbao.
Pasados unos días, fui con mucha ilusión a casa de aquel señor. Llamé a la campanilla y se asomó al patio una criada que, apenas me miró de arriba abajo a través de los hierros de la cancela y vio mi aire pobre e insignificante de pedigüeño, me contestó secamente:
—El señorito no está.
Me fui terriblemente descorazonado. Al día siguiente volví a la calle donde vivía don José Manuel; pero, contra mi voluntad, pasé de largo por la puerta de su casa. Me producía una gran desazón la idea de que pudieran decirme otra vez: «El señorito no está». Yo era entonces de una susceptibilidad enfermiza, y se dio el caso de que durante mucho tiempo estuve paseando por delante de aquella casa sin atreverme a entrar, por el mal sabor de boca que me traía la sola sospecha de que iban a agraviarme diciéndome que el señorito no estaba.
Un día me encontré casualmente a don José Manuel, quien me dijo, en tono de reproche:
—No has ido a verme; por lo visto no tienes mucho interés en ser torero.
No sabía él las ansias que yo tenía por torear, ni las veces que había pasado temblando por la puerta de su casa.
Mi primer panegirista fue el banderillero Calderón. Después del tentadero de Urcola, Calderón, por su compadrazgo con mi padre, porque le pareciese bien lo que yo hacía a los toros, y parte también por ese afán que tienen los entendidos de oponer a lo que generalmente se acata y estima algo extraordinario que ellos solos conocen, se lanzó a elogiarme desaforadamente en las tertulias taurinas. Con aquel aplomo suyo y aquella incontrovertible suficiencia que le caracterizaban, Calderón, cuando se hablaba de toros, sentenciaba:
—El que torea bien de verdad, el que es un fenómeno, es ese muchacho: «er der Monte».
Porque Calderón no sabía entonces decir mi nombre ni lo supo en mucho tiempo. Me llamaba invariablemente «er der Monte».
Aquellos hiperbólicos elogios de Calderón a mi toreo, que no tenían contradictor posible, primero, porque no había nadie capaz de contradecir al compadre en sus afirmaciones taurinas, y segundo, porque nadie me había visto torear, y mal pudiera criticarme, fueron haciéndome un cierto cartel de torero en aquel mundillo que yo no conocía de apoderados, empresarios de poca categoría y simples «entendidos». Creían a Calderón por su palabra, y pronto empecé a darme cuenta de que, sin haber hecho yo nada por mi parte, tenía cierto ambiente torero. Porque, contrastando con el aplomo de Calderón, subsistían mi inseguridad, mi timidez y aquella convicción íntima que yo tenía de que no sería nunca capaz de triunfar en el toreo. Esta falta de fe era lo que más me atormentaba, porque yo veía con claridad el daño que hacía a mi gente con aquella afición a los toros, a la que lo sacrificaba todo, sin esperanza de nada. Es posible que Calderón se hiciese ilusiones; acaso, en lo íntimo, las tenía también mi padre; pero yo, que me veía por dentro tal cual era, pensaba con frialdad que aquello no conducía a nada.
Calderón seguía, sin embargo, hablando con gran énfasis de aquel muchacho, «er der Monte», que era un fenómeno de la tauromaquia.
Me salió, al fin, una contrata. Andaba por Sevilla uno de esos tipos buscavidas que se las daba de apoderado de toreros, sin más elemento para serlo que un papel de cartas timbrado, en el que se lo titulaba. Este individuo escribía cartas circulares a los empresarios de plazas pequeñas, ofreciéndoles y ponderándoles cuadrillas que no existían y famosos espadas a los que no conocía nadie. Había conseguido este sujeto, con una de aquellas cartas circulares, que le hiciese caso un empresario de un pueblecito portugués, Elvas, y tenía ya contratada una corrida, en la que debían actuar dos famosas cuadrillas de niños sevillanos, o mejor dicho, una cuadrilla sevillana y otra trianera.
El apoderado había dado ya los nombres de los diestros, se habían tirado los carteles, y los vecinos de Elvas esperaban las hazañas de aquellos lidiadores. Pero, a última hora el jefe de la cuadrilla trianera, que era un muchacho llamado Valdivieso, y con el apodo de «Montes II», se negó a ir rotundamente. Hallándose en aquel aprieto, el apoderado se echó a buscarle un sustituto, y habiendo oído decir que había en Triana un muchachillo, «er der Monte», que toreaba con mucho estilo, me buscó y me propuso el negocio, llamémoslo así, que consistía en que tenía que torear a usanza portuguesa, debía pagarme el alquiler del traje, no tendría derecho a cobrar nada, estaba en la obligación de llevar un banderillero con su traje de luces correspondiente, y, por añadidura, había de figurar en los carteles, no con mi nombre, sino con el de «Montes II», que estaba ya impreso. Es decir, ni dinero ni gloria.
Así y todo, la oferta me pareció tentadora y la acepté. Conseguí que me alquilasen un traje de torero, con la promesa de pagar a plazos el importe del alquiler, y escogí entre mis amigos al que debía ser banderillero. Antes de salir para Elvas tuve la vanidad de retratarme con traje de luces. Quisieron retratarse, vestidos también de toreros, varios de mis amigotes, y, puestos de acuerdo con un fotógrafo ambulante, que se colocó con su trípode en un solar que había frente a mi casa, estuvimos vistiéndonos y desnudándonos por turno para posar todos con el codiciado traje. Aquellos toreros que a las diez de la mañana cruzaban la Cava con traje de luces fueron el regocijo del barrio. Mi padre, que estaba aquel día de buen humor, nos tomaba el pelo cada vez que entrábamos o salíamos de casa, muy pintureros, con el capote de lujo terciado y la montera sobre las cejas. Apoyado en el quicio de la puerta, mi padre, fumando un cigarrillo, se pitorreaba de nuestras hechuras toreras.
—¡Ahí va Guerrita! ¡Olé por Lagartijo! —nos decía, con gran alborozo de las vecindonas.
El portal de mi casa era idéntico a otros tres o cuatro portalillos inmediatos, y una de las veces, cuando el azorado torero atravesaba la calle, después de retratarse para entrar en nuestra casa a quitarse el traje de luces, mi padre se corrió disimuladamente hacia el portal vecino, y el torerillo, aturdido por la rechifla de los vecinos, entró en una casa que no era la nuestra y se precipitó en tromba sobre una vieja que estaba en camisa espulgándose. Mi padre, cuando estaba de buen talante, tenía estas ocurrencias.
Llegó el momento de la partida para Portugal, y mi banderillero vino desolado a decirme que no encontraba quien le alquilase un traje de torear. Un viejo torero que vivía en la Cava nos sacó del apuro diciéndonos:
—Hombre, yo tengo un trajecillo viejo de mis buenos tiempos; está muy estropeado, pero puede servir para un avío.
Mi banderillero vio el cielo abierto, cargó con el traje sin mirarlo siquiera, lo metimos en el baúl y nos fuimos a la estación llenos de ilusiones.
Llegar hasta Elvas fue dificilísimo. Nuestro apoderado, que venía con nosotros, atribuyéndose el cargo de director de lidia, no tenía dinero más que para pagar los billetes del ferrocarril hasta Badajoz; incluso le faltó dinero para el billete de uno de los banderilleros, al que metimos en el tren de matute, pero fue descubierto por el revisor y tuvimos que vaciarnos los bolsillos hasta quedar todos sin un céntimo para que no metieran en la cárcel a nuestro compañero. Yo logré escamotear una pesetilla escondiéndomela en una bota.
En Badajoz nos quedamos varados. Se le ocurrió al apoderado telegrafiar al empresario de Elvas, diciéndole que sería conveniente que mandase un coche a recogernos, porque haría un gran efecto el hecho de que las cuadrillas entrasen en el pueblo con cierto espectáculo. Elvas está a un paso de la frontera; pero, aunque se recibió el aviso de que el coche salía inmediatamente a recogernos, pasaban las horas y el coche no aparecía. Llegó la hora de comer y no teníamos dónde ni qué. Las famosas cuadrillas de niños sevillanos y trianeros bostezaban hambrientas al pie de la muralla de Badajoz. Hice un guiño de inteligencia a mi banderillero, nos separamos discretamente del grupo, y con la pesetilla que tenía escondida en la bota compramos pan y chorizo, que con mucho misterio estuvimos comiéndonos. Al incorporarnos después al grupo, nos notaron, no sé por qué, que habíamos comido, y con esa agudeza y ese olfato exquisito que da el hambre, adivinaron incluso que habíamos comido chorizo. Lo consideraron como una traición y nos increparon furiosamente. Allí comenzó la rivalidad entre las dos cuadrillas: la de Triana, que había comido chorizo, y la de Sevilla, que no lo había comido. Dos estilos frente a frente.
Ya desesperábamos, cuando apareció el coche de Elvas. El emisario que venía a recogernos nos dijo que llevaba varias horas buscándonos por Badajoz, pero él esperaba encontrarnos vestidos de torero y, aunque había pasado dos o tres veces por delante de nosotros, no se le había ocurrido que aquellos pobres diablos que bostezaban de hambre en los bancos de un paseo fuesen los gallardos lidiadores españoles. En Elvas nos llevaron directamente a la fonda y nos metieron en un gran comedor, donde ante una mesa prometedoramente dispuesta para un banquete, nos dio el empresario la bienvenida. Muy ceremonioso y elocuente, el empresario nos deseó a todos resonantes triunfos y cantó las glorias de la tauromaquia española en un fogoso discurso que no se acababa nunca. Mientras hablaba, los bravos lidiadores se acercaban disimuladamente a la mesa del festín y se apoderaban de los panecillos, que en un santiamén deglutieron como pavos, mientras asentían con corteses inclinaciones de cabeza a todo lo que el elocuente empresario iba diciendo.
Cuando terminaron las presentaciones y el discurso y los camareros trajeron la sopa, advirtió el fondista, con la consiguiente alarma, que no quedaba un solo panecillo en la mesa. Comimos como fieras. Mala impresión debimos producir. El fondista, como medida de seguridad, nos trasladó a un caserón anejo a la fonda, donde pusieron las camas de todos los toreros y donde nos llevaban la comida debidamente tasada.
Cuando mi banderillero sacó del baúl el traje que le habían prestado, se le cayeron los palos del sombrajo. No se podía salir a la plaza con aquel pingajo. Era un traje negro del año de la nanita, con la taleguilla manchada y descolorida, y los abalorios arrancados. En la chaquetilla había trozos en los que no sólo faltaba el bordado, sino también la tela, y el cartón de las hombreras se salía desvergonzadamente.
—Así no puedes salir a torear —le dije—; estás hecho un adefesio.
—¡Pues anda que tú! —me replicó irritado.
Me miré. Yo estaba un poco mejor que él quizá, pero también impresentable. Nada me encajaba en su sitio, ni la taleguilla, ni la chupa, ni siquiera las zapatillas. Mi banderillero era un muchacho endeblito y encogido; yo tampoco tenía un gran tipo de torero. Con nuestra falta de garbo y nuestros trajes viejos hacíamos los trianeros un triste papel al lado de los sevillanos, pintureros, buenos mozos y bien vestidos. Remendamos en lo posible el traje de mi banderillero, pedimos recado de escribir, y con la tinta embadurnamos el cartón que asomaba y las manchas, hasta dejarlo aparentemente negro, y con unas extrañas irisaciones a base del violeta. Lo malo fue cuando, ya en la plaza, con el sudor empezó a desteñirse mi pobre banderillero.
Apenas salimos al ruedo, el público estableció sutilmente la diferencia de estilo que existía entre las dos cuadrillas: la de los sevillanos y la de los trianeros. Los sevillanos eran los de los trajes bonitos, y los trianeros los de los trajes viejos. Dos estilos frente a frente.
El titulado «Montes II» —es decir, yo— estaba solemnemente comprometido a ejecutar una suerte que a los portugueses les divierte mucho. Tenía que poner banderillas a «porta gayola». El compromiso era serio, porque en las corridas de Portugal se anuncia en los carteles qué hazañas ha de llevar a cabo cada lidiador. Yo no sabía qué era eso de poner banderillas a «porta gayola», pero nuestro apoderado, que se titulaba director de lidia, por titularse algo y quedarse con el dinero de los portugueses, me aleccionó. Antes de que se abriese la puerta del chiquero me colocó en el centro del redondel con las banderillas en la mano. Yo no las tenía todas conmigo, y como el toro tardaba en salir, fui corriéndome disimuladamente hasta colocarme un poco al sesgo en el tercio, que era donde yo tenía alguna esperanza de poder poner las banderillas. Pero el público, al advertir mi cauta maniobra, promovió un escándalo espantoso. Se cerró el portalón del chiquero antes de que pudiese salir el toro, sin estar yo en suerte, según los cánones, y el director de lidia volvió a colocarme en el centro del redondel. Yo volví a escurrir el bulto hacia la barrera, y la gritería fue terrible. Quedé bastante mal, porque puse las banderillas, pero no a «porta gayola», como querían los portugueses, sino como buenamente pude.
Después la cosa cambió. Los toretes estaban embolados, y uno de ellos le dio un bolazo en un ojo al jefe de la cuadrilla sevillana y le obligó a retirarse a la enfermería. Como el director de lidia ni dirigía ni lidiaba, me encontré hecho el amo del cotarro. Prescindí de los gustos portugueses, me olvidé hasta del triste aspecto que debía ofrecer mi traje, y como el ganado era bravo, me puse a torear con toda mi alma, haciendo cuanto sabía. El público se entusiasmó y me aplaudió mucho. Había triunfado la cuadrilla de los trajes viejos, que era como los portugueses nos llamaban.
Volví a Sevilla con un gran cartel entre nosotros, pero sin un céntimo. Lo único que saqué de aquella corrida, en la que por primera vez vestía el traje de luces, fue el recuerdo de aquellos panecillos tan ricos que había en la fonda de Elvas, y una trampa eterna con el alquilador del traje, que todas las semanas iba a reclamarme dos pesetas.