Ha desaparecido aquel puestecillo de agua y refrescos adosado al paredón de San Jacinto, que fue sede de nuestra pandilla de anarquistas de la torería. Sentí mucho que lo quitaran para poner en su lugar unos jardincillos municipales, porque allí, ganduleando, pasé el tiempo más inquieto y turbio de mi adolescencia. El puestecillo era una de esas construcciones típicas de la arquitectura de aguaduchos que estuvo muy en boga hace cuarenta años; tenía un tejadillo voleado de quiosco japonés, unos globos de cristal de colores, pendientes del techo, y unos complicados adornos de marquetería modernista. El dueño era un tipo raro, bombero de afición, entusiasta de los toros y, en definitiva, un poco loco, como todos nosotros. Sólo así se explica que soportase pacientemente aquella clientela indeseable de torerillos que no hacían más gasto que el de un té de a perra chica en todo el día. A cambio de esto nos estábamos allí ganduleando desde la mañana hasta la madrugada, ahuyentábamos a todo posible cliente, desesperábamos a los vecinos y molestábamos a los transeúntes, hasta el punto de que había gente que por huir de nosotros hacía un cerco al puestecillo y se iba por otra parte. Al dueño mismo le hacíamos víctima de nuestro «malange» y, sobre todo, cuando algunas noches volvía del teatro donde estaba de servicio, con su rutilante uniforme de bombero, el pitorreo era imponente. Terminó aquel hombre pagándonos la entrada a las corridas con la condición de que habíamos de tirarnos al redondel. Todos los sábados sorteaba entre los torerillos una entrada de sol para la corrida del domingo, y ya sabía al que le tocaba el compromiso de echarse al ruedo que contraía. Yo creo que aquel hombre estaba ya harto de nosotros y tan desesperado que, cuando pagaba la entrada a un torerillo, se hacía la ilusión asesina de que el toro le librase de él. Pero los toros cogen menos de lo que la buena gente cree y, por otra parte, en aquellos tiempos el echarse al ruedo como «capitalista» no costaba más que una noche de arresto en la Prevención Municipal. ¿Quién no tenía un amigo que le pidiese a La Borbolla, el popular cacique de Sevilla, una tarjeta de recomendación para que fuese puesto en libertad un torerillo?
Llegó una corrida en la que me tocó a mí tirarme al ruedo. Se lidiaban unos toros grandes y difíciles de Coruche, y nuestro patrón, al darme la entrada, debió tener sólidas esperanzas de verse libre de mí para siempre. Le salieron fallidas, porque aunque yo fui dispuesto a cumplir mi compromiso, las circunstancias me lo impidieron. Los toros que se lidiaron en aquella corrida fueron tan certeros que mandaron a la enfermería a los tres matadores, uno tras otro. Yo aguardaba al último toro de la tarde agazapado en la contrabarrera; pero el último toro no salió del chiquero porque ya no había torero sano que pudiese tocarlo, y hubo que suspender la corrida. Quedé bastante mal.
Aquel procedimiento de eliminación de los torerillos no dio resultado a nuestro patrón, que tuvo que seguir soportándonos. Realmente éramos una tropilla indeseable. No había ya quien se atreviese a pasar por delante del aguaducho. Uno de los de la pandilla tenía la gracia de dar unos bocinazos estentóreos que desconcertaban a los transeúntes. Como, además, éramos seis o siete zánganos con aire de jaques y dispuestos a pegarnos con el primero que nos hiciese cara, campábamos por nuestro respeto, y se daba el caso de que, flamenquillos que presumían de guapos y novilleritos con cierta fama de valientes, aguantaban resignadamente nuestras agresiones y pasaban de largo con el rabo entre las piernas «por no buscarse una ruina». Hasta que un día dimos con una pobre mujer, desastrada y terriblemente sucia, a la que se nos ocurrió gritarle cuando pasaba: «¡Jabón!». ¿Para qué lo hicimos? La arpía aquella se fue hacia el aguaducho, con los brazos en jarras, y allí se acabaron los flamencos. Se encaró con nosotros, y empezó a calificar la conducta de nuestras madres, siguió por la de nuestras abuelas y no terminó sin dejar bien sentado que hasta la quinta generación no había habido hembras en nuestra parentela que no mereciesen el desprecio y la saliva de su boca desdentada y maldiciente. Se quedó hecha el ama del aguaducho.
Para una vieja que saliera respondona, había, sin embargo, muchas tímidas muchachillas e infelices mujeres que aguantaban sin rechistar las impertinencias de aquella pandilla de gandules. Había uno que tenía la especialidad de decir a las mocitas unos requiebros inverosímiles, entreverados de frases molestas. Pasó un día una muchacha pinturera y se encaró con ella diciéndole:
—¡Vaya usted con Dios, asesina!
La muchacha se quedó un poco sorprendida, y el gandul aquel, no sabiendo qué decir, agregó:
—Sí, asesina…; que está usted matando de hambre a su madre.
Aquella estúpida salida dejó de una pieza a la muchacha, pero el «malange» se volvió impertérrito al que estaba a su lado, y dijo con el mayor aplomo:
—Este me lo ha dicho.
Enrojeció de ira y de vergüenza la muchacha ante aquella acusación inusitada, y echó a correr desalada. Nosotros nos quedamos riendo y comentando la chuscada, pero no habían pasado diez minutos cuando apareció de nuevo la muchacha con el mantón terciado y una señora gordita y reluciente de la mano. Se encaró con nosotros y nos dijo:
—Aquí tienen ustedes a mi madre. ¿Qué? ¿Se está muriendo de hambre?
Y la madre y la hija se pusieron a decirnos cosas desagradables de nuestras familias.
Así discurría nuestra ociosa existencia. Gente mal avenida con el mundo, desvergonzada, con un agudo sentido del ridículo y la íntima desesperación de sentirse repudiada, tomábamos un aire agresivo y arisco que debía hacernos antipáticos. Lo mejor y más estimable de nuestra pandilla era el trance heroico, la aventura de la noche, la lucha en campo abierto con los máusers de la Guardia Civil y los cuernos de los toros. Lo peor, aquella actitud rebelde, agria, díscola, de grandullones ociosos y desesperados, para quienes todo era motivo de burla. La vida era dura con nosotros, y nos vengábamos de ella escupiendo nuestro desprecio a la cara de las gentes que eran como Dios manda. Éramos unos «malanges», unos aguafiestas. Íbamos en pandilla a los bautizos que se celebraban en los corrales de Triana a «meter la pata», buscábamos camorra al padrino, nos bebíamos el vino y escandalizábamos a las mocitas. En Carnaval organizábamos unas comparsas que andaban por las calles cantando tanguillos indecorosos con unas letras punzantes, en las que invariablemente se agraviaba a las mujeres. Nuestra agudeza de ingenio la empleábamos en urdir bromas pesadas, algunas verdaderamente inhumanas. Una de las farsas que más nos divertían era cazar a un incauto y comprometerle a pasar contrabando. Le cargábamos con unos sacos de tierra haciéndole creer que era tabaco, y cuando el pobre hombre iba de madrugada queriendo burlar sigilosamente la vigilancia de los consumeros para meter el matute en Sevilla, uno de la pandilla le delataba dando una voz de alarma. El pobre diablo, al verse descubierto, echaba a correr, agobiado por el peso del fardo, y tras él íbamos como una jauría gritando: «¡A éste! ¡A éste!». Un par de tiros al aire acababan de empavorecerle, y ya no se paraba hasta que caía de bruces en el suelo, bajo el peso de su saco de arena, o hasta que le echaban mano los guardias o los serenos.
Teníamos incluso unos clientes fijos para nuestras burlas. Mi cliente más asiduo era don Luis Verraco, un enanete velazqueño, muy nervudo, torpe de movimientos, alcoholizado y colérico, al que conocía toda Sevilla. No sé qué especie de masoquismo le llevaba a buscarme para que le maltratase. Parece ser que en tiempos había sido demandadero de monjas, pero en aquel entonces andaba por Sevilla hamponeando y emborrachándose de taberna en taberna. Llevaba un sombrero de paja mugriento, en cuya copa había clavado muchos alfileres con las puntas hacia arriba para evitar la broma a que más se prestaba por su escasa estatura, que era de hacerle callar dándole con la palma de la mano abierta sobre el sombrero. Se dedicaba a coger colillas, pero con mucha dignidad; y para no pasar por la humillación de tener que agacharse cada vez que veía una punta de cigarro, llevaba un bastoncito, en cuyo regatón había colocado también unos alfileres que le permitían pincharlas y metérselas en el bolsillo con un elegante ademán. Era un poco poeta, y emitía juicios sobre el mundo y la vida en unos pareados divertidísimos. A mí me tenía rabia porque le chafaba el efecto de sus versillos, replicándole también en pareados.
No sé qué mezcla de atracción y repulsión ejercía yo sobre aquel extraño personaje. El caso es que podía permitirme el lujo de llevarlo a mi alrededor, como un duque que llevase a su bufón. Me odiaba, como los bufones deben haber odiado siempre a sus amos, pero no sabía separarse de mí. Una madrugada estuvo varias horas junto a mi casa, escondido en el quicio de una puerta, con un peñasco enorme sostenido en alto por sus brazuelos nervudos, para dejármelo caer sobre la cabeza y matarme. Pero, a pesar de todo, no se iba de mi vera, y cuanto más sangrientas eran mis bromas más pegado a mí lo tenía. La cosa llegó a tal extremo, que el teniente alcalde del distrito me denunció y me multaron por vejar al pobre don Luis Verraco, que no podía pasarse sin mis vejaciones.
Apareció entonces por San Jacinto un fantasma. La «pantasma» —como decían los del barrio— atravesaba algunas noches por la Cava de los Civiles envuelta en una sábana y con una luz en la cabeza. Y, cosa curiosa, nosotros, que teníamos una actitud irrespetuosa para todo, que no temíamos a nada y que nos jugábamos el pellejo con bastante facilidad, mantuvimos una respetuosa reserva frente al fantasma. No era que le tuviésemos miedo, pero sí que nos repugnaba meternos en asuntos que escapaban a nuestra comprensión. El fantasma se valía de este supersticioso respeto a lo sobrenatural que tiene la gente sencilla, y con un aplomo formidable hacía su aparición en la Cava y cruzaba solemnemente, sin que nadie tuviese la osadía de ponerse en su camino. Nosotros le vimos desde lejos algunas veces y no se nos ocurrió ir a deshacer el misterio de aquella aparición.
Una de nuestras actividades era la de acechar durante la madrugada en San Jacinto el paso de las piaras de toros que iban a Sevilla, y si la podíamos desmandar alguna vez, la toreábamos por las calles hasta que los vaqueros conseguían quitárnosla. Cierta noche de encierro logramos apartar de la manada a un torete y meterle por la Cava. Cuando conseguíamos esto se producía un gran desconcierto en todo el barrio por los gritos de los trasnochadores asustados, las evoluciones de los caballistas y las maniobras de los torerillos para aumentar la confusión y hacer escapar a la res descarriada. Aquella noche echó a correr el torete Cava abajo y nosotros tras él, con la chaqueta en las manos, procurando alcanzarle para darle unos lances. Íbamos a carrera abierta por la Cava cuando nos encontramos con una sombra blanca, encaramada en la reja de una ventana: era el fantasma. Se le había caído el puchero que llevaba en la cabeza, y por entre los pliegues de la sábana que tenía arrollada al pescuezo asomaba una cabeza calva y una cara asustada y ridícula. Le perdimos definitivamente el respeto. Cuando después de aquel lance intentó salir otra noche, le corrimos a pedradas. Admitíamos la presencia de un ser sobrenatural, pero lo menos que podíamos pedirle era que no se asustase de los toros. Un fantasma que no sabía torear no podía ser serio y respetable.
Yo comprendía que aquella vida ociosa y desesperada que llevaba entre aquellos gandules de la pandilla, que gastaban su ingenio en embromarse mutuamente y en agredir al resto de la humanidad con una gracia enrevesada, al mismo tiempo grosera y sutil, era una perdición. Empozados en el aguaducho, hostiles a todo lo que no fuese nuestra agria camaradería, atentos sólo a nuestros prejuicios de secta, nos creíamos el ombligo del mundo. Ni había más aficionados a los toros que nosotros, ni más tertulia que la del puesto de agua de San Jacinto, ni más barrio que el de Triana, ni más ciudad que la de Sevilla: mi ciudad, mi barrio, mi calle, mi tertulia y yo. Lo demás, para los ingleses. Recuerdo todavía la estupefacción que me produjo el hecho de que una mujer gallega fuese guapa. ¿Cómo podía ser guapa una gallega?
Me sentía prisionero de un particularismo cerril, que tenía, sin embargo, un indesechable encanto. El mundo era nuestra representación; aquel lenguaje convencional de timos y alusiones que usábamos entre nosotros, aquellos estímulos de amor propio que nos movían, aquellos juicios que temerariamente formulábamos. No había más. Firmes en aquel halagador confinamiento de nuestra egolatría juvenil veíamos pasar el tiempo insensiblemente, a horcajadas sobre una silla de anea del aguaducho, que íbamos arrastrando a lo largo del paredón del convento de San Jacinto para perseguir el sol en invierno y la sombra en verano.
En tanto, mi casa iba a la ruina, sin que yo fuese capaz de mover un dedo para evitarlo. Mi padre, impotente para sacar adelante su humilde negocio, se cargaba de hijos, que se criaban como Dios quería, revolcándose al sol en los patios de los corrales de Triana en que vivíamos.
Ya entonces se comía gracias a la existencia de géneros del puestecillo de quincalla, que íbamos agotando. Yo entraba en casa de madrugada, cuando volvía de Tablada, esquivando a mi padre y, a veces, me acostaba debajo de la cama para que no me viese. Mi hermana me tapaba, mi madrastra me reñía y mi padre, cuando conseguía echarme la vista encima, se ponía furioso contra mí. Yo callaba avergonzado, porque reconocía íntimamente que tenía razón, pero me sentía incapaz de cambiar de vida. Una noche, mi padre, más desesperado y vencido que nunca, en vez de gritarme y agredirme, se puso humildemente a hacerme reflexiones con un acento enternecedor; dialogamos tristemente, sentados en el borde de nuestro camastro, considerando con amargura la ruina de nuestra casa, la miseria en que vivíamos y nuestra falta de coraje para sacar adelante aquella pobre gente nuestra, a los inocentes chavalillos, que pedían pan y no lo tenían. Lloramos juntos mi padre y yo. Le ofrecí, hondamente conmovido, abandonar aquella vida que llevaba, dejar la pandilla y las aventuras de Tablada y ponerme a trabajar en el puesto de quincalla. Pero aquella misma tarde vinieron a decirme que había un tentadero. Y me fui.
Deserté una vez más. Aquella atracción que sentía por la aventura era más fuerte que yo. Y lo terrible para mí era que íntimamente yo no creía que la afición a los toros pudiese reportarme nunca ningún beneficio. A solas conmigo mismo no era capaz de engañarme, y veía, con una lucidez pavorosa, que no iba camino de ninguna parte, que no ganaría nunca dinero con los toros, que jamás sería torero. De esto estaba absolutamente convencido. Y, sin embargo, me iba. ¿Por qué?
Hice amistad entonces con un grandullón, aficionado al toreo, pero viejo en el oficio de andar a salto de mata por capeas y tentaderos, que me propuso hacer una escapada en su compañía. Buscando a la desesperada una salida, decidí irme con aquel bigardo. Su experiencia era una garantía de que por lo menos no nos moriríamos de hambre por los caminos.
Nuestro propósito era ir a Villanueva de San Juan, donde por entonces había una famosa capea. Echamos a andar por la carretera, y pronto pude comprobar que aquel compañero que me había echado era maestro en el arte de andar a la gramática y conocía y practicaba todos los trucos y recursos de los hampones. Encontramos una piara de vacas que iban de camino; un becerrete se había descarriado, y entre el gandulazo aquel y yo conseguimos acorralarlo y llevárselo a los vaqueros, que nos dieron dos reales por el servicio. Comimos aquella mañana, y todavía nos sobraron diez céntimos.
—¡No los malgastes! —me advirtió mi compañero cuando le dije que quería comprar tabaco.
Por la tarde llegamos a un cortijo, y mi camarada se acercó a la manijera con un trozo de pan que nos había sobrado en una mano y los diez céntimos en la otra.
—¿Quisiera usted darnos por esta perra un poco de aceite y vinagre para hacer un gazpacho con este cacho de pan que tenemos?
La discreta proposición surtió su efecto y salimos del cortijo con el aceite, el vinagre, más pan del que llevábamos y, naturalmente, los diez céntimos.
—¡Hay que saber vivir, muchacho! —me dijo mi camarada, guiñándome un ojo maliciosamente.
—El truco del pedazo de pan y los diez céntimos lo repetimos en varios sitios. Para irme adiestrando en sus artes me obligaba mi maestro a que fuese yo el que hiciese la demanda.
Pero una mañana, al llegar a un cortijo de Utrera, que hoy es mío, y proponer humildemente el negocio, me contestaron de una manera seca:
—¡Dios le ampare, hermano!
Se me cayó la cara de vergüenza. ¿Qué era aquello? ¿Que yo estaba pidiendo limosna por los caminos? Me entró un gran desconsuelo y una terrible indignación contra aquel «mangante», que convertía en triste mendicidad aquel afán de aventura y riesgo que a mí me arrastraba. Frente a la abyección de aquel pordiosero, ¡qué gallarda me parecía la actitud rebelde y desesperada de los anarquistas de San Jacinto, capaces, cuando estaban hambrientos, de tirarse sobre la fruta de los huertos, a despecho del tiro de sal de los guardas y de la dentellada de los mastines! Mi compañero debió darse cuenta de mi estado de ánimo y procuraba infundirme resignación:
—¡Vamos, mocito, no te pongas triste —me decía—; las cosas hay que tomarlas como vienen, y un hombre no vale más que otro porque pida o porque dé! Tú tienes muchas fantasías en la cabeza, pero ya se te irán quitando. El hambre enseña mucho.
Y, dándome saludables consejos de humildad, me empujó a seguir adelante.
Fuimos hasta Coripe. Las capeas habían reunido en aquel pueblo pequeñito quince o veinte torerillos hambrientos, que eran una plaga para las huertas de los alrededores. El cabo comandante del puesto de la Guardia Civil de Coripe, que sabía por experiencia lo difícil que era contener en los límites del respeto a lo ajeno a aquella tropilla de muchachos famélicos, se incautaba de ellos apenas asomaban por el pueblo y los colocaba bajo su custodia y vigilancia. Estábamos en una especie de prisión atenuada, que sólo nos dejaba libertad para salir por las tardes al redondel, formado en la plaza con carros y andamios para que los toretes nos vapuleasen, con gran regocijo de los campesinos. Antes de empezar la corrida se pasaba un capote, y del dinero que por este procedimiento se recaudaba se incautaba el cabo de la Guardia Civil. Cuidaba él mismo de que con aquel dinero se comprase lo necesario para hacer el guisote con que habían de alimentarse las cuadrillas, y sólo cuando habíamos llenado la andorga nos dejaba salir por el pueblo. Era una prudente medida.
El dinero que sobraba después de pagar nuestra comida nos lo repartía el cabo a partes iguales. Tocamos un día a quince céntimos por torero.
Además de esta cuestación personal para las cuadrillas, al torerillo que hacía algo extraordinario se le autorizaba para pasar un capote exclusivamente en su beneficio. El grandullón de mi camarada anunció solemnemente que estaba dispuesto a hacer el «Don Tancredo», suerte que entonces tenía un gran éxito en los pueblos. Naturalmente, quien tuvo que hacer el «Don Tancredo» fui yo. El capote que echamos nos produjo veintitrés reales, que no sé por qué tuve que partir con mi camarada. Él lo razonaba diciendo que suya había sido la idea y mía la realización. Con un peso fuerte en el bolsillo salimos triunfantes de Coripe. La cosa no se había dado mal del todo.
Al día siguiente sentí la imperiosa necesidad de dormir en una cama. Hacía ya muchas noches que dormíamos en pajares o establos o en el santo suelo, al borde de los caminos, y mis pobres huesos se estremecían de gusto cuando pensaba en el regalo de unas sábanas y un jergón. Teníamos un duro y podíamos permitirnos el lujo de acercarnos a una posada. Mi compañero refunfuñó un poco, considerando que aquello de dormir en una cama era una superfluidad, pero al fin se dejó convencer.
En el primer pueblo al que llegamos nos encaminamos a la posada y por seis reales tuvimos dos habitaciones y dos camas. Llegamos a media tarde, pero era tal el ansia que teníamos de gozar de la cama, que nos quedamos allí mismo, en el patiezuelo de la posada, esperando impacientes el toque de la oración para acostarnos. Por el patiezuelo iban y venían las mujeres de la casa, entregadas a sus faenas. Había entre ellas dos o tres muchachas que cuando fue cayendo la tarde dieron de mano a su trajín y se dedicaron a peinarse y componerse. Yo, sentado en un rincón del patiezuelo, las sentía reír y bromear y las veía pasar y repasar delante de mí. Estaba tan rendido, tan agotado, que ni me fijé en ellas ni advertí siquiera la curiosidad que posiblemente despertara mi presencia en alguna. Medio adormilado, con la visera de la gorra echada sobre los ojos, canturreaba por lo bajo en aquel rinconcito del patio, ajeno a todo lo que no fuese mi anhelo de meterme en el cuarto y dejarme caer en aquella cama blandita, que tenía un embozo blanco como una sonrisa y se vestía con una sugestiva colcha rameada. Al anochecer vi que una de aquellas mocitas compuestas atravesaba el patio, salía al zaguán y se quedaba en el quicio de la puerta mirando a la calle. Estaba de espaldas a mí y en el rectángulo de luz del portal se destacaba su silueta graciosa. Fue oscureciendo. Encendieron una luz amarilla que avivó el azul aterciopelado de la noche. La muchacha seguía allí. Su figura era entonces una sombra alta recortada en el fondo azul, en la que fulguraba la lucecita de sus ojos cada vez que volvía la cabeza hacia la penumbra del patio donde yo estaba mirándola adormilado.
Mi camarada vino a sacarme de aquel embeleso para decirme que había llegado la hora de dormir. Me desnudé y me metí entre aquellas sábanas con un desperezo delicioso. Fue una lástima. Apenas caí en la cama, ya estaba dormido como un tronco.
¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? Me había despertado el roce suave de algo blando y tibio que se apoyaba en el borde de mi cama. Apenas intenté rebullir sentí el calor de una mano que se posaba sobre mi boca. Alargué los brazos. ¿Estaba dormido? Ni lo sabía entonces ni después he estado muy seguro de saberlo.
Era ya media mañana cuando desperté, teniendo ante los ojos soñolientos la jeta de mi camarada, que, cargado ya con su hatillo, me apremiaba para salir otra vez al camino. Me quedé un rato arregostado en mis soñaciones, mientras le oía como quien oye llover:
—¿Qué, te levantas o no? —me conminó.
—No —le contesté—; yo me quedo aquí esta noche.
Le pareció que me había vuelto loco y tonto de tanto dormir, e intentó disuadirme, pero yo me mantuve firme en mi decisión. No quise decirle nada y mi incomprensible terquedad le enfurecía. Todo el día estuvo haciéndome reflexiones sobre la conveniencia de que nos marchásemos. Yo, que estaba de un humor excelente, le oía perorar y le replicaba invariablemente:
—Todo eso está muy bien. Pero yo me quedo aquí esta noche. Tú verás lo que haces.
Estuve al acecho desde por la mañana hasta por la noche. Las mujeres de la casa iban y venían trajinando, sin que ninguna tuviese la veleidad de mirarme siquiera. Yo las seguía con los ojos, esperando un guiño de inteligencia, una alusión, algo… Nada. ¿Cuál sería? Intenté bromear con alguna de ellas y me echó con cajas destempladas. Cuando llegó la noche yo no sabía todavía a qué atenerme. Me metí en la cama y allí estuve fumando desesperadamente, hora tras hora. Nada. Oí cantar a todos los gallos del contorno, y cuando el día se colaba por las rendijas de la ventana, me eché debajo de la cama y fui a sacudir furiosamente a mi pobre camarada. Liamos nuestro hatillo y salimos otra vez al camino.