Vino un pelmazo al puesto de agua de San Jacinto y nos dijo:
—Ya se les acabó a ustedes eso de ir a torear a Tablada.
Vamos a ver quién es el guapo que se atreve con el guarda que han puesto ahora.
—¿A quién han puesto de guarda en Tablada? ¿Al Cid Campeador?
—Han puesto al Niño Vega, que va dispuesto a partirle el pecho al primer torerillo que asome por allí.
El Niño Vega era un guapo de la Macarena, que se había hecho famoso entre los flamencos por cuatro o cinco faenas de esas que entonces permitían vivir toda la vida a costa del Estado en Ocaña o a costa del país en la sala de juego de cualquier casino liberal o conservador. Su presencia en Tablada era para nosotros una contrariedad. Hasta entonces había estado allí de guarda el padre de Posada, que era un buen hombre y procuraba cumplir con su deber sin encarnizarse con los pobres torerillos.
Nuestra pandilla creía por eso que todo el campo era suyo, y habíamos tomado Tablada como una escuela de tauromaquia. Las noches de Luna íbamos a torear en los corrales y durante el verano nos íbamos a desafiar a los toros en la dehesa a pleno día. El toro campero en la dehesa era el que más nos gustaba, pero era penosísimo. Teníamos que andar horas y horas por el campo, bajo un sol de plomo fundido y entre los cardos borriqueros que nos atormentaban clavándonos en la carne desnuda sus terribles puyas. A veces, nos pasábamos todo un día en aquel infierno de la dehesa agostada sin encontrar la coyuntura difícil que necesitábamos para torear. Luego, cuando llegaba despeado a mi casa, mi pobre hermana tenía que pasarse las horas muertas sacándome de la piel pacientemente aquellas puyas que tenía clavadas como rejones por todo el cuerpo, mientras tumbado en mi camastro dormía con un sueño hondo de hombre agotado.
Para torear de día en la dehesa atravesábamos el río a nado. Dejábamos la ropa escondida en los matorrales de la orilla y nadábamos llevando amarradas a la cabeza las alpargatas y la chaqueta, que nos servía para torear. Completamente desnudos, insensible nuestra piel, como la de las salamanquesas, al fuego que bajaba del cielo, andábamos ligeros y ágiles entre los cardos y jarales de la dehesa hasta que conseguíamos apartar una res, y allí mismo, en un calvero cualquiera, la desafiábamos con el pecho desnudo y el breve engaño en las manos para hacerla pasar rozando su piel con la nuestra. El toreo campero, teniendo por barrera el horizonte, con el lidiador desnudo, oponiendo su piel dorada a la fiera peluda, es algo distinto, y, a mi juicio, superior a la lidia sobre el albero de la plaza, con el traje de luces y el abigarrado horizonte de la muchedumbre endomingada.
El primer día que fuimos a Tablada, estando ya de guarda el Niño Vega, nos hallábamos toreando una vaquilla en plena dehesa cuando nuestro vigía dio la voz de alarma. A todo correr venía hacia nosotros el temible guarda. Dejamos la vaquilla y nos fuimos hacia el río, dispuestos a zambullirnos y pasar a la otra orilla. Era ya costumbre establecida que cuando el guarda venía, nosotros nos íbamos; pero había también el tácito acuerdo de que el guarda no se diese tanta prisa en llegar que nosotros no tuviésemos tiempo de marcharnos, «cantando bajito» con cierto decoro. Pero el Niño Vega, espoleando a su caballo, se nos venía encima con la carabina en bandolera y el sombrero de ala ancha sobre el entrecejo sombrío. Nos dio vergüenza echar a correr como liebres, y el Niño Vega nos alcanzó cuando todavía no nos habíamos tirado al río. Estábamos en esa ancha faja de limo que deja la marea, avanzando penosamente hacia el cauce, y el guarda, a pocos pasos de nosotros, había descabalgado al borde de la tierra firme, y con la carabina entre las manos nos llamaba, retándonos:
—¡Venid acá, flamencos, venid acá! —nos gritaba. Nosotros le volvíamos la espalda y nos íbamos hacia la corriente, sin chistar, pero él insistía en desafiarnos.
—No tengáis tanto miedo, que no os voy a comer. Venid acá, que tenemos que hablar cuatro palabritas.
Con el barro hasta las rodillas ganábamos ya las aguas del río cuando el Niño Vega desesperado porque no le hacíamos caso, se dirigió concretamente a mí, que por más torpe iba un poco rezagado.
—Eh, tú, mocito; ven acá, hombre, que tengo que darte un recadito al oído. No tengas tanto miedo y tan poca vergüenza.
Me abochorné al verme interpelado así y revolviéndome le repliqué frenético:
—¿Qué pasa, vamos a ver?
—Que vengas acá, si tienes corazón para venir, so flamenco.
—Yo voy ahí y a todas partes, ¿te enteras? Arranqué los talones del barro con verdadera furia, y en dos zancadas me planté a su vera con los dientes apretados, deseando saltarle al cuello.
—¿Qué pasa? ¡Guapo de lata! Que no eres más que un guapo de taberna de la Macarena.
Se echó el sombrero atrás con ademán sosegado y contestó:
—Pasa…, que quería hablar con ustedes unas palabrillas.
—Aquí estoy; vengan.
Era el Niño Vega un hombre ya maduro, con mucho aplomo y diestro en esa dialéctica capciosa del guapo profesional que utiliza la esgrima del fraseo para escurrir el bulto discretamente o madrugar asestando el golpe decisivo al contrario en el momento oportuno. Se me quedó mirando a la cara —yo debía estar lívido— y bajando el tono y con gesto conciliador, dijo lentamente:
—Pasa… que ustedes no tienen conciencia ni quieren hacerse cargo de las cosas y el día menos pensado se van a llevar un disgusto. Se empeñan ustedes en venir a torear y eso no es posible. El otro día se ha caído una vaca y se ha matado. ¿No creen ustedes que esto es un abuso?
—Hombre, nosotros… —balbucí desarmado.
—Ni hombre ni nada. Yo lo que quiero es que ustedes, por las buenas, se hagan cargo de mi situación. Que se pongan en mi lugar.
—Descuide usted —prometí yo desconcertado.
Le había hecho cara a aquel tío, dispuesto a matarme con él, y ahora resultaba que tenía que darle excusas. Mis compañeros presenciaban la escena desde lejos, nadando entre dos aguas y sorprendidos del rumbo que tomaban los acontecimientos. Todavía estuvimos el Niño Vega y yo dándonos corteses explicaciones y justificándonos mutuamente durante algún tiempo con las frases más amables de que éramos capaces. Cuando terminábamos nuestro coloquio, el Niño Vega, como el que no quiere la cosa, requirió la carabina, la levantó cogiéndola por el cañón, y con el tono más convincente del mundo, me dijo:
—Y que no se te ocurra otra vez desafiarme estando así; porque…
Me miré de arriba abajo. Yo estaba a su lado inerme, desnudo, encogido. No tenía sobre mí más que una gorrilla con la que, mientras conversábamos, me había estado tapando pudorosamente la parte más vergonzosa de mi cuerpo.
—… porque estando así —siguió engallado el Niño Vega—, te doy un culatazo que te parto el pecho antes de que pestañees. ¿Estamos?
Me miré otra vez. Con pena, pero sin rabia. Realmente estaba a merced de aquel hombre. ¿Qué podía hacer contra él? ¿Tirarle la gorra?
—Tiene usted razón —reconocí.
Nos despedimos amistosamente. Yo aprendí aquel día que con el corazón sólo no basta, y él debió aprender, en cambio, que basta sólo con el corazón. Si no le hago cara, nos corre como liebres y nos quita de ir a torear. Pero a partir de entonces, el Niño Vega nos respetó y tuvo para nosotros las consideraciones que nos merecíamos, sin faltar, naturalmente, al cumplimiento de su deber. ¡Hay maneras, señor, que dicen los flamencos!
Íbamos otro día por el camino bajo de San Juan de Aznalfarache hacia Tablada. Yo me había quedado un poco rezagado, cuando los cuatro o cinco torerillos que iban delante tropezaron de manos a boca con el dueño de una lancha que habíamos robado varias noches para atravesar el río. Aquel hombre tenía unas vacas y utilizaba la lancha para ir a cortar juncia con que alimentarlas. Cuando por las mañanas se encontraba la lancha abandonada en la otra orilla o se quedaba dos o tres días sin dar con ella, se volvía loco de ira. Era un hombre fuerte, que se las daba de valentón, y cuando vio al grupo de torerillos se fue para ellos como un jabato. No sé lo que le dirían. El caso es que el de las vacas sacó una pistola e hizo un disparo. Huyeron a la desbandada mis compañeros, y el vaquero, después de intentar en vano perseguirles, me vio a mí, y ciego de ira, se me echó encima poniéndome la pistola en el pecho.
—¡Tú eres también de los granujas que me roban la lancha! —gritó.
Me quedé mirándole fijamente, y por una de esas reacciones inexplicables, aparté la pistola de un manotazo y le dije de mal talante:
—¿Y usted de qué me conoce a mí para tutearme? Ante aquella salida, que no se esperaba el hombre, se quedó un poco perplejo. La parada en seco que le hice le había desconcertado y balbució:
—Tú…; bueno, usted, ustedes… me cogen la lancha y me hacen un desavío enorme. Hágase usted cuenta del trastorno que me causan. ¡No puedo dar de comer a las vacas!
—¿Y a mí qué me cuenta usted? —repliqué enfurruñado.
—Hombre, no te enfades. Es que estos granujas le vuelven a uno loco.
Entramos del brazo en Triana y fuimos a beber unas copas. Yo llevaba la pistola del vaquero en el bolsillo. Terminé declarándole paladinamente que yo era también de los que le robaban la lancha para ir a torear. Y no pasó nada.
Me convencí entonces de que en la lidia —de hombres o de bestias— lo primero es parar. El que sabe parar, domina. De aquí mi «técnica del parón», que dicen los críticos.
Éramos una tropilla desaforada. ¡Brava gente! El toreo era para nosotros la única salida, la versión natural en el ambiente en que vivíamos de nuestro temperamento aventurero rebelde y amante del peligro. Lo de menos en aquella gesta heroica de Tablada era el toro. ¡Qué satisfacción cuando, después de vencer todos los riesgos y obstáculos que nos salían al paso, estábamos cara a cara con la fiera! Se daba el caso de que entre aquellos muchachos que se jugaban el pellejo para ir a torear había algunos que ni siquiera tenían una afición decidida a los toros. Claro es que entre aquellos tipos extraordinarios que formaban la pandilla, los más destacados, Riverito, el Petizo, Pestaña y algún otro, eran gente con verdadera presunción taurina. Yo mismo la tenía, y cada vez me preocupaba más del toreo y de su sentido artístico. Llegué a creerme que toreaba como Antonio Montes por una milagrosa intuición de su estilo, que me hacía la ilusión de haber exhumado. Me gustaba ensayar los lances ante los espejos y llegué a deducir lo que más tarde había de ser mi estilo de las condiciones en que me veía forzado a torear. Ninguna cosa importante puede tener un origen arbitrario, y si yo toreaba como lo hacía era porque en el campo, y de noche, había que torear así. Era preciso seguir con atención todo el viaje del toro, porque si se despegaba se perdía en la oscuridad de la noche y luego era peligroso recogerlo; como toreábamos con una simple chaqueta, había que llevar al toro muy ceñido y toreado. Y así todo lo que luego se ha creído que era arbitrariedad de mi estilo. Fueron las circunstancias las que me hicieron torear como toreo.
Otros muchachos de la pandilla no tenían, en cambio, ninguna de estas preocupaciones profesionales. Iban a la aventura, al riesgo de andar por el mundo luchando contra la adversidad. Eran simples compañeros de locura y rebeldía. Había entre ellos uno apodado el «Angarillero» que no tenía la más mínima preocupación taurina. Otro de los que venían con nosotros estaba patológicamente obsesionado por el pecado de bestialidad y nos dio muchos disgustos con los celosos arrieros. Y había, en fin, un muchacho serio, un honrado obrero carpintero, al que no sé qué vena de locura le llevaba a andar azacaneando con nosotros por cerrados y dehesas.
Fui yo quien le metió en la pandilla. Con más entusiasmo que nadie venía con nosotros a torear. Algunas veces salíamos de Sevilla a las ocho de la noche, poco después de haber dejado él su trabajo en el taller, caminábamos hasta las doce o la una, y luego, en el cerrado teníamos que recorrer de un lado para otro incansablemente para hacer el apartado; nos pasábamos la madrugada toreando, y antes de que amaneciese el día emprendíamos otra vez la caminata hacia Sevilla con un hambre espantosa y un cansancio terrible. Nosotros llegábamos a casa por la mañana y nos tumbábamos a dormir hasta la hora de reunimos de nuevo en el puesto de agua de San Jacinto, para seguir ganduleando; pero el honrado obrero aquel se iba entonces a su taller de carpintería y trabajaba hasta las seis de la tarde. Y lo verdaderamente extraordinario era que aquel hombre que se tomaba tan grandes trabajos y corría tan ciertos peligros por torear era incapaz de ponerse delante de un toro. No dio un capotazo en su vida. Después de pasarse la noche andando y corriendo detrás de los toros, cuando, al fin, tenía delante uno y le entregábamos la chaqueta para que lo torease, se ponía a dar vueltas y a inventar pretextos para eludir el compromiso de torearlo.
—Vamos, compadre —le decíamos—; ahora le toca a usted dar unos capotazos.
—Esperar un ratillo, a ver si me caliento un poco —decía—; no se puede torear así, en frío.
Y escurría el bulto. Alguna vez le acosamos para que no tuviese más remedio que torear, pero fue inútil. Temblando como un azogado, aquel hombre, que tan graves riesgos corría y tantas penalidades pasaba para torear, cuando se veía en el trance de hacerlo, se dejaba ganar por un pánico invencible. Esto se repetirá una y otra vez. No se desengañó nunca.
Hace dos o tres años me lo he vuelto a encontrar, ya cincuentón, canoso, francamente viejo.
—Tú debías ayudarme —me ha dicho— para que me sacaran en una novillada. Yo lo que quiero es probarme de una vez. Estoy muy fuerte, ¿sabes? Además, se me ha muerto mi madre y quiero saber de una vez si sirvo o no para torero…
La cosa más seria que hay en España, según dicen, es la Guardia Civil y pronto tuvimos ocasión de comprobar su fundamental seriedad los pobres torerillos que íbamos a Tablada para aprender a torear. Con los guardias civiles no había dialéctica ni cabían bravatas. Se echaban el máuser a la cara y disparaban. Ya he contado que a un muchacho le metieron en el pecho un balazo. Pero nosotros estábamos dispuestos a seguir toreando en contra del mundo entero y discurrimos la manera de ir a torear a Tablada las noches sin Luna, en vista de que las noches de Luna andaba la Guardia Civil vigilando la dehesa y los corrales con el máuser apercibido. Las noches cerradas no se ejercía vigilancia ninguna, porque era materialmente imposible que nadie intentase dar un solo lance a un toro que no se veía a dos palmos de las narices. Nosotros discurrimos la manera de torear las noches sin Luna. Nos procuramos dos faroles de carburo, que colocábamos en alto, y con aquella luz vacilante y deslumbradora conseguimos torear cuando ni la Guardia Civil ni nadie se aventuraba por la dehesa, oscura como boca de lobo. El apartado de las reses lo hacíamos a oscuras, y, naturalmente, andando a tientas por la dehesa nos llevábamos, a veces, la desagradable sorpresa de tocar de improviso con las manos que llevábamos extendidas, el lomo de un toro, con el que, sin querer, topábamos. Le saludábamos con un ceremonioso «usted dispense» y nos poníamos en salvo como buenamente podíamos.
En tales condiciones el torear tenía mayores exigencias y creo firmemente deber a aquella acumulación de dificultades muchas de las características de mi estilo. El toro, en cuanto se distanciaba un poco, entraba en la zona de sombra y ya no se le veía. Había que estar constantemente pegado a él, porque el riesgo de su proximidad era menor que el de una arrancada de la res desde la oscuridad a la zona de luz donde el torerillo se quedaba deslumbrado. Para intensificar la iluminación, mientras uno toreaba, otro se colocaba detrás del farol de carburo con un cartón que hacía las veces de proyector. Lidiar toros en tales condiciones era una faena que debía habernos quitado el humor, pero lo cierto era que aún nos quedaban ganas de broma, y recuerdo que a uno de la pandilla, que tenía poca vista, cuando estaba toreando le gastábamos el bromazo de colocarle el cartón delante del mechero, a modo de pantalla, con lo que el pobre se quedaba repentinamente a oscuras en la cara misma del toro. Daba una espantada graciosísima para ponerse a salvo; pero cuando desde el burladero miraba a la luz que le había fallado, ya estaba otra vez el cartón colocado como proyector y el hombre no se explicaba nunca lo ocurrido.
—Es que no ves nada —le decíamos riéndonos—; cada día estás más cegato.
Así nos divertíamos y vencíamos con ánimo alegre los obstáculos que salían al paso de nuestra ambición taurina.
La luz de los dos faroles de carburo de que disponíamos era escasísima, pero una noche nos enteramos de que se habían instalado en Triana unos húngaros que traían un circo ambulante iluminado con unos potentes aparatos de acetileno que despertaron nuestra envidia. Decidimos que donde debían lucir aquellos aparatos de los húngaros era en los corrales de Tablada y organizamos una maniobra que salió a golpe cantado. Uno de la pandilla movió disputa a la puerta del circo, y mientras acudían los húngaros a discutir violentamente con él, los demás torerillos nos apoderamos impunemente de los codiciados faroles. Cuando se dieron cuenta, los pobres húngaros estaban a dos velas.
En cambio, los corrales de Tablada lucieron, a partir de aquella noche, como la sala de un teatro. Allí mismo, en la dehesa, buscamos un escondrijo para los aparatos, y cuando íbamos a torear era cuestión de diez minutos tender en los corrales nuestra soberbia instalación de alumbrado por gas acetileno.
Yo no quería ir aquella noche. No quería ir, porque llevaba un trajecito nuevo que con mil apuros había conseguido hacerme para lucirlo en Semana Santa. Pero me insistieron, no supe resistir, y, vestido de disanto como estaba, me fui a Tablada a torear. Estábamos en la faena de apartar el ganado, cuando advertimos que unas sombras sospechosas se aproximaban cautelosamente. Creímos que era la Guardia Civil, y a la voz de alarma salieron todos de estampida, cada cual por donde pudo. Yo no llegué a saltar la valla y me quedé agazapado a la expectativa. Los bultos aquellos siguieron avanzando y pronto advertí que no se trataba de los civiles.
—¿Quiénes sois? —pregunté.
—Somos aficionados —contestó una vocecilla atiplada.
Eran, efectivamente, unos chiquillos de diez a doce años que se habían lanzado temerariamente a la aventura de Tablada llevando un verdadero capote de torero. No era extraordinario. La leyenda de nuestras andanzas por la dehesa durante la noche corría ya por Triana y muchos aficionados se lanzaban a imitarnos. Se daba incluso el caso de que viniesen algunos admiradores a vernos torear, aunque la verdad era que allí, en Tablada, tanto riesgo corrían los toreros como los espectadores, y a uno de éstos le dio una vez un toro una cornada.
Encomendé a los muchachitos aquellos que fueran a decir a los de la pandilla que no había peligro, mientras yo trataba de encerrar a un toro que teníamos ya apartado y les dije además dónde teníamos escondidos los aparatos de carburo para que, de camino, se los trajesen. Tardaron un buen rato en volver, y mientras tanto, yo conseguí encerrar al toro en la placita, y allí lo tenía, correteando enfadado, en espera de que lo toreásemos. Volvieron diciendo que no habían encontrado a ninguno de la pandilla y que no daban con el escondite de los aparatos de carburo. Era una lástima, porque allí estaba el torete encabritándose y embistiendo contra los burladeros. Pero seguramente los de la pandilla se habían marchado, y, además, sin luces, era imposible torear en una noche tan oscura como aquélla.
Allí estaba, sin embargo, el enemigo enfureciéndose en la espera, y, aunque apenas se apartaba del burladero y ya no lo veíamos, a mí me estaban entrando unas ganas irresistibles de torearlo. Tenía en las manos el capote que habían llevado los niños, y cada vez que desde el burladero le daba al toro un abanicazo sentía la arrancada codiciosa del animal. La ilusión que despertaba en mí el tener en las manos un verdadero capote de torero y la proximidad del toro fueron más fuertes que todas las consideraciones. Llegué a creerme que veía de veras, cuando no eran mis ojos, sino mi ansia de torear, lo que me hacía adivinar los movimientos del toro perdido en las sombras. No pude más. Salí del burladero y me abrí de capa ante la noche inmensa, pretendiendo perforarla con mis ojos torpes, que no descubrían al enemigo. Sentí su arrancada, lo vi o lo adiviné al venir hacia mí, y haciendo girar el cuerpo me pasé por la cintura aquella masa negra que salía de la noche, y a la noche se volvía ciegamente. Volvió a pasar junto a mi cuerpo, llevado por los vuelos del capotillo, aquel bólido que las sombras me arrojaban pero, al tercer lance, el toro no vio el engaño o yo no vi al toro, y en un encontronazo terrible fui lanzado a lo alto. Me campaneó furiosamente en el testuz y luego me tiró al suelo con rabia. Allí me quedé hecho un ovillo sin saber dónde estaba. No veía al toro. La noche se lo había tragado. Entonces sentí que los niños empezaban a llorar y calculé por el sonido de sus llantos dónde estaba el burladero. Procuré arrastrarme hacia él, pero apenas me había movido cuando se me vino encima otra vez aquella mole que se desgajaba de la noche y volví a sentirme poderosamente suspendido, zamarreado y tirado al fin como un pingajo. Con la cara húmeda de sangre tibia, junto a los guijarros del corralillo, me quedé un rato escuchando a los niños que lloraban acongojados. Debía estar a dos o tres metros del burladero, pero más cerca, mucho más cerca, tenía amenazadoramente vigilantes sobre mí los cuernos blancos de la bestia. Aquellas dos curvas blanquecinas de los cuernos eran lo único que se destacaba netamente en el cuenco negro de la noche. Otra vez intenté escurrir el bulto, y otra vez vi cómo aquellos cuernos caían sobre mi cuerpo como un relámpago fulminado por el cielo. Ya entonces, al caer, fui a chocar contra las tablas del burladero, y con un desesperado esfuerzo me puse a cubierto. No me había matado el toro porque no había llegado mi hora. Los muchachitos, aterrorizados, me recogieron y me tocaron la cara ensangrentada, preguntándome ansiosamente si estaba vivo todavía.
Me palpé. Apenas podía incorporarme. Tenía la cara desollada, el cuerpo magullado y el traje hecho trizas. ¡Mi trajecito de Semana Santa! ¡Qué iba a ser de mí! ¡Me entró un furor demoníaco! ¡Mi trajecito de Semana Santa! Ciego de rabia y desesperación me desasí de los muchachitos que me consolaban, salí del burladero, me fui para el toro como un loco y empecé a golpearle en el testuz con una saña increíble, mientras le insultaba a grito herido. Ante aquella inusitada lluvia de puñetazos y patadas que le caía sobre el hocico, el pobre toro debió quedar sorprendidísimo. Seguramente no se explicaba cómo le ocurría aquello. La cosa debió parecerle tan extraordinaria que no aceptó la lucha en el terreno a que mi demencia la llevaba y empezó a recular prudentemente. «Esto no es razonable» —debió pensar para sus adentros—. Los niños daban entonces unos gritos espantosos.
Con un nudo en la garganta lo contaban en el Altozano.