4. Anarquía y jerarquía

No llegué a meterme en aquellas tertulias de torerillos del Altozano, postineros y bien caracterizados que cursaban, paso a paso, su carrerita de toreros en los tentaderos donde, con la venia de los señoritos, hacían sus pruebas de aptitud como estudiantes que se presentan a examen y que, de vez en cuando, se dejaban ver por la calle Sierpes y el Café Central, con sus ternos de buen corte y el asa de la coleta colgando por debajo del sombrero de ala ancha. Dejé a un lado aquella torería «oficial», con la que no simpatizaba, y fui a caer en un grupo de zagalones que se reunían para hablar de toros en un puestecillo de agua adosado al muro del convento de San Jacinto.

Me gustaban los toros y me molestaban los toreros. A medida que me entusiasmaba con el toreo, sentía mayor antipatía por el tipo clásico del mocito torero. Yo no sabía entonces si aquella repugnancia mía por la torería castiza era sencillamente una reacción elemental de orgullo determinada por el desairado papel que hacía entre aquellos aficionados presuntuosos, que ni siquiera se dignaban mirarme, o si realmente respondía a una convicción revolucionaria que me llevaba a combatir desde el primer momento los convencionalismos del arte de torear. Probablemente en el principio fue sólo el despecho, el resentimiento, si se quiere, lo que me apartó de las normas académicas y el escalafón. El arte de los toros está tan hecho, tan maduro, tiene una liturgia tan acabada, que el torero nuevo ha de someterse a una serie de reglas inmutables y a una disciplina educadora, para la que yo no estaba bien dotado. Lo vi claro desde el primer momento. En la liturgia de los toros yo sería siempre el último monaguillo. En cambio, me creía en condiciones de ser el depositario de una verdad revelada.

Me junté con aquellos zagalones del puesto de agua de San Jacinto, que tenían todos la misma actitud protestataria y revolucionaria que yo. Era aquélla una gente desesperada, que había roto heroicamente con todo. ¿Toreros? Ni iban a los tentaderos a lucirse, ni usaban coleta, ni se dejaban ver por los empresarios en los cafés de la calle Sierpes, ni respetaban prestigios, ni tenían padrinos, ni estaban en camino de conseguir nada práctico en la vida. Eran una gente un poco agria y cruel, que todo lo encontraba despreciable. Bombita y Machaquito eran entonces las figuras máximas del toreo; para la pandilla de San Jacinto eran dos estafermos ridículos. No teníamos más que una superstición, un verdadero mito que amorosamente habíamos elaborado: el de Antonio Montes. Lo único respetable para nosotros en la torería era aquella manera de torear que tenía Antonio Montes, de la que nos creíamos depositarios a través de unas vagas referencias. Todos nos hacíamos la ilusión de que toreábamos como toreó Montes, y con aquella convicción agredíamos implacablemente a los toreros que entonces estaban en auge.

No se crea que mi incorporación a aquel grupo de anarquistas del toreo fue cosa fácil. Tenía aquella gente un orgullo satánico. Más difícil era entrar en aquel círculo de resentidos que hacerse un puesto entre los toreros diplomados. Pero yo me sentía atraído irresistiblemente por ellos y a ellos iba, a pesar de sus repulsas. ¿Qué me atraía? No sé. Acaso ese tirón hacia abajo que al comenzar la vida siente todo hombrecito orgulloso cuando quiere afirmar su personalidad y tropieza con el desdén o la hostilidad de los que son más fuertes que él y están mejor situados. Cuando la dignidad y la propia estimación le impiden a uno trepar, no queda más recurso que dejarse caer, tirarse al hondón de una actitud anarquizante. El aire altivo de aquella gente desesperada y su desdén por los valores consagrados, le vengaban a uno de las humillaciones. En definitiva, aquella actitud anarquizante tenía, por lo menos, dignidad y honradez. No conducía a nada; probablemente nos moriríamos de asco en nuestro puesto de agua, al que no iban a ir los ganaderos ni los empresarios a buscarnos, pero ¡era tan halagador aquello de despreciar los valores aceptados, desdeñar las categorías establecidas y romper altivamente con el complicado artificio tauromáquico! ¡Nos divertía tanto abuchear y correr a los novilleritos presumidos que se atrevían a pasar por delante de nuestro puestecillo de agua!

La conquista de aquellos rebeldes fue penosísima. Por lo mismo que tenían una postura anarquista, eran muy celosos de sus privilegios de grupo y no aceptaban como igual suyo al primero que llegaba. Para ganarme su voluntad, tuve que hacer duras pruebas. Lo primero era llevar tabaco siempre; aquellos rebeldes, de convicciones tauromáquicas insobornables, se dejaban sobornar, en cambio, por un cigarrillo. Luego, había que hacer al grupo los más penosos servicios. Ir a los recados, secundar en el sitio de peligro sus burlas sangrientas y hacer grandes caminatas para averiguar si había toros en las dehesas y cerrados.

Tenía aquella gente un sistema nuevo para practicar el toreo. Lo clásico del aficionado era ir a las capeas y conseguir permiso de los ganaderos para tirar algún que otro capotazo en los tentaderos, siendo con su miedo y su inexperiencia el hazmerreír de los señoritos invitados. A la pandilla de San Jacinto le parecía todo aquello poco digno. Ellos se echaban al campo a torearle los toros al ganadero sin su venia, contra los guardas jurados, contra la Guardia Civil y contra el mismísimo Estado que, armado de todas sus armas, se opusiese. Eran los enemigos del orden establecido, los clásicos anarquistas. Andando el tiempo, aquellos rebeldes de San Jacinto han conservado en la vida la misma postura anarquizante que tenían en el toreo. A casi todos he tenido que mandarles dinero y tabaco a la cárcel, donde han ido cayendo, uno tras otro, en calidad de extremistas peligrosos.

El respeto a las jerarquías

Comisionado por la pandilla salía yo de Triana por la tarde y me iba a la dehesa de Tablada, para averiguar si había ganado encerrado que pudiésemos torear. Eran dos o tres leguas de caminata, a campo traviesa, para esquivar el encuentro con los guardas, recelosos de todos los muchachillos que se acercaban al ganado. Volvía a dar cuenta a mis amigos del resultado de mis pesquisas, y si efectivamente había toros en los cerrados, se organizaba la expedición. Nos juntábamos en el puesto de agua de San Jacinto y salíamos a la hora precisa para que la Luna nos diese de lleno cuando estuviésemos en el cerrado. Había que ir por las trochas para no tropezar con la Guardia Civil, y no llevábamos capote ni muleta, porque en el caso de ser detenidos, estas prendas nos hubiesen delatado. Se toreaba siempre con una chaqueta, la misma, que era de Riverito, al que tácitamente reconocimos todos una superioridad indiscutible.

Cuando llegábamos al cerrado, apartábamos una res, la que mejor nos parecía, de ordinario la más grande que encontrábamos. Por lo general, lo que había allí era ganado de media sangre, reses que llevaban al matadero. El animal, penosamente apartado por nosotros, no se decidía a embestir más que cuando después de mucho acosarle daba dos o tres vueltas y se convencía de que no tenía escapatoria. Toreaba primero Riverito, que era el que tenía más prestigio en la pandilla. Los demás esperábamos pacientemente a que nos llegase nuestro turno, sin que ninguno se atreviese jamás a dar un capotazo inoportuno. Cuando Riverito terminaba de torear, alargaba la chaqueta al segundo de la pandilla, y así, siguiendo un orden estricto, toreaban todos, cada cual en el puesto que le correspondía. Las jerarquías de aquella pandilla de anarquistas se respetaban religiosamente. El que toreaba mejor cogía primero la chaqueta; el menos diestro era, inexorablemente, el último en torear. La categoría de cada uno se reconocía tácitamente por los demás, y jamás hubo entre nosotros más privilegio que el del propio mérito, unánimemente acatado. Yo empecé siendo el último. Cuando ya todos habían toreado a placer me alargaban la chaqueta para que hiciese lo que pudiera. Naturalmente, poco podía hacer.

Pero una noche surgió un incidente que trastocó las jerarquías de aquella sociedad de anarquistas. Siguiendo nuestra costumbre de torear la res más grande que encontrábamos, apartamos un torazo que, en vez de corretear buscando la salida como hacían todos cuando se veían acorralados, se nos arrancó certero desde el primer momento. Acostumbrados a aquel ganado de media sangre que no embestía más que cuando se veía hostigado, nos desconcertó el ataque codicioso de aquel toro imponente, que apenas veía la sombra de un torerillo se precipitaba sobre ella como una exhalación. Con cuatro o cinco arrancadas el toro sembró el pánico en la pandilla y se quedó solo en el centro de la plazoleta, con la cabeza en las nubes y corneando a la Luna. Los torerillos atrincherados en los burladeros apenas se atrevían a llamarle la atención.

—Llévatelo para allá —pedía uno.

—Llámalo por allí —aconsejaba otro.

—¡Quítamelo de encima! —suplicaba un tercero.

Pero la pura verdad era que no había quién le hiciese «ju» y que el toro triunfante era el amo de la plazoleta.

¿Va a poder con nosotros este toro?, pensé.

¿Pero es que nos va a lidiar él a nosotros?

Aguardé unos segundos vibrante, no sé si de miedo o de júbilo. No era a mí a quien correspondía desafiar a la fiera. Hubo todavía un tiempo que se me antojó larguísimo, en el que ninguno de mis camaradas se movió. El toro seguía allí en el centro del corro que formaban los torerillos agazapados. A pocos pasos de mí estaba en el suelo la chaqueta con que toreábamos, perdida en un derrote. Alargué el brazo. Cuando la tuve en la mano me erguí y me fui paso a paso hacia el toro. Me vio llegarle poquito a poco, midió reposadamente el terreno mientras escarbaba con la pezuña, y en el momento preciso se arrancó sobre mí con el ímpetu de un huracán. Aguanté de firme y le marqué la salida con la chaqueta. Se revolvió rápido, arrollando el suelo con las patas y levantando una nube de polvo. Volví a hacerle pasar. Apenas me había repuesto cuando otra vez se me venía encima. Yo sentía su mole estremecida rozándome el cuerpo. Y así una y otra vez hasta que, al salir de un recorte, se quedó clavado en el suelo mirándome, como si no comprendiese lo que le pasaba; le volví la espalda altivamente y tiré la chaqueta para que torease el que quisiese.

¡Cómo me sonaba en los oídos la ovación que yo mismo me estaba dando!

A partir de aquella noche no fui más el último en torear. Cuando el jefe de la cuadrilla dejaba la chaqueta, yo me adelantaba y la recogía como si ejerciese un derecho indiscutible. Había conquistado el puesto en buena lid. Nadie regateó ya mi superioridad. No fui nunca, sin embargo, el primero de la pandilla. Esta es la verdad.

La atracción del peligro

Yo no vivía más que para el toreo. Mi casa iba de mal en peor, y la miseria nos iba a los alcances. Mi padre se cargaba de hijos, a los que difícilmente podía mantener con su menguado y claudicante negociejo, y yo, que era el mayor, me desentendía de aquella catástrofe familiar, indiferente a todo lo que no fuese mi pasión por los toros y la sugestión que sobre mí ejercía aquella pandilla de torerillos a la que, con alma y vida, me había unido. La fascinación que aquel grupo de amigotes me producía, sólo pueden comprenderla quienes en la adolescencia hayan caído fervorosamente en uno de esos núcleos juveniles que, por disconformidad con el medio, se forman en torno a un misticismo cualquiera, social, político o artístico, y que con su prestigio revolucionario absorben íntegramente al hombre nuevo.

Por la mañana, después de haber hecho muy amargas reflexiones al verme en contacto con la ruina de mi casa, me iba contrito al puesto de quincalla y ayudaba a mi padre con la mejor voluntad y el más firme propósito de enmienda.

Pero no tardaba en asomar por allí alguno de los zagalones de la pandilla que venía a soliviantarme.

—Oye, tú; esta noche vamos al campo.

—Yo no puedo ir; déjame.

—¿Qué? ¿Te rajas? Hay ganado bravo; te lo advierto.

—Mis buenos propósitos se derrumbaban al presentir la aventura fascinadora de la noche próxima.

—¿De veras hay ganado bravo?

—Lo hay. Sale la Luna a las doce y media. A las once nos reunimos en San Jacinto.

Esto bastaba para perderme. Ya no pensaba más que en el azar de la noche, en sus riesgos innumerables y en el placer de vencerlos. Abandonaba el puesto de quincalla, se me borraba de la imaginación la angustia de mi gente y hasta la figura sugestiva de la novia que tenía delante cuando estaba esperando el agudo silbido con que me avisaba el compañero se desvanecía, como si fuese una sombra que tuviese ante los ojos distraídos.

No sentía yo entonces esa absorción que, según dicen, ejercen los primeros amores. Tenía unas novias que se sucedían unas a otras como fugaces apariciones. Era mi pasión por el toreo lo único que me absorbía. Los amores, las novias, eran una distracción pasajera que no dejaba huella. Aquellas muchachas de barrio de las que fui novio en los patios oscuros de los corrales de Triana pasan sin pena ni gloria por la pantalla de mi memoria, dejándome sólo un vago recuerdo de sus gracias. Perdura en mí, si acaso, el halago sensual de sus blusillas de seda y sus delantalillos de encaje, y, sobre todo, el penetrante olor de los jazmines que se ponían en el pelo. Aquel olor a jazmines de las mocitas de barrio que fueron mis novias fue quizá lo que más despertó mi sensualidad. Luego, a lo largo de toda la vida, el olor del jazmín en la noche de verano ha sido lo que más agudamente me ha producido una emoción erótica.

Dejaba sin pena la novia, y a medianoche íbamos los siete torerillos por el camino bajo de San Juan de Aznalfarache en busca del riesgo y la aventura del toreo. Para cruzar el río andábamos sigilosamente por los espigones hasta que conseguíamos robar una barca. Chapoteando en el légamo de la orilla, la empujábamos hacia la corriente, saltábamos a ella, empuñábamos los remos, y allá íbamos río abajo jubilosos. Uno de los torerillos, doblado sobre la borda, escupía a la Luna, quebrada en las ondas del río, y, como una confidencia, nos decía una siguiriya. La angustia arrastrada y morosa del cante gitano rodaba sobre la estela que iba dejando nuestra barca y se quedaba cuajada en las juncias de la orilla. Pasábamos junto a una barcaza cargada de melones, que el melonero había amarrado en un remanso para dormir a pierna suelta. Robábamos al pobre melonero sus melones y nos dejábamos ir con la corriente mordisqueando la pulpa fría que acariciaba nuestras fauces.

Cuando llegábamos a Tablada, la Luna clara bañaba en leche azul la dehesa. Al aproximarnos al cerrado enmudecíamos; los remos trabajaban sordamente con lentas paletadas hasta que la barca se quedaba varada en el limo. Uno saltaba a tierra primero para explorar el terreno. Nadie. Desembarcábamos todos y avanzábamos por el cerrado salvando la cerca de alambre de espino. Los cardos y las jaras nos tapaban. Caminábamos cautelosamente por la dehesa, cuando de improviso escandalizaba la noche el esquilón abaritonado de un cabestro.

—¡Hay toros! —nos decíamos, triunfantes.

Venía entonces la dura faena de correr por el campo erizado de espinos para apartar la res que queríamos torear, cansarla y acorralarla. Algunas noches, cuando estábamos enfrascados en la tarea de mover el ganado de un lado para otro, nos sorprendía el galope del caballo de un guarda jurado. Frente a los guardas del cerrado teníamos los torerillos una actitud de franca rebeldía. Procurábamos que no nos sorprendiesen, pero cuando no tenían más remedio que sorprendernos, lo más que nos consentía nuestra dignidad era retirarnos sin torear, pero sin asustarnos ni echar a correr. Emprendíamos una retirada estratégica, sin descomponernos ni perder nuestro aire de jaques, y el pobre guarda, «por no buscarse una ruina», se contentaba con cubrir las apariencias y nos dejaba ir tranquilamente.

En vista de la ineficacia de los guardas jurados, se encomendó a la Guardia Civil la persecución de los torerillos. Una noche estaba yo vigilando mientras mis camaradas toreaban, cuando vi avanzar dos bultos sospechosos. Les salí al paso y, parapetado tras un árbol, les interpelé:

—¡Alto! ¿Quiénes sois? ¿Adónde se va?

Los bultos aquellos se separaron un poco y siguieron avanzando sin responder.

—¡Si dais un paso más os mato! —grité al mismo tiempo que les apuntaba con aquellos cañones de pistola sin culata ni gatillos que había comprado en el jueves cuando era cazador de leones. Hice chascar dos monedas para dar la sensación de que montaba los gatillos de una pistola, y vi que los dos bultos se aplastaban precipitadamente contra unas gavillas. Orgulloso de mi audacia, volví a amenazarles:

—Quietos ahí hasta que nos vayamos; al que se mueva, lo aso.

Los dos bultos no se movieron. Me pareció que cuchicheaban. Yo di un silbido a mis camaradas, conforme a nuestro código de señales, para que dejasen el campo libre, y mientras ellos se iban hacia la barca, me las tuve tiesas con aquellos dos intrusos. Poco a poco, mis ojos fijos en ellos, fueron acostumbrándose a la oscuridad, y pude determinar sus contornos. Algo les brillaba en las manos y en la cabeza. Cuando descubrí los tricornios y los cañones de los máusers, se me heló la sangre en las venas. Si echo a correr ahora, pensé, me matan como a un perro. Fui retrocediendo lentamente y, cuando me creí a prudente distancia, volé más que corrí hasta la barca, donde ya me esperaban mis camaradas.

Pocas noches después, la Guardia Civil le partió el pecho de un balazo a un torerillo. ¡Cómo lloraba su madre!

En carne viva

Una noche, en el cerrado, un toro alcanzó a un muchacho, le dio un puntazo y lo dejó tendido en el suelo sin conocimiento. Cargamos con él y nos fuimos hacia la orilla. Íbamos todos como nuestra madre nos parió. Habíamos atravesado el río a nado, para lo cual siempre dejábamos la ropa en la otra orilla. Como era imposible que el herido, que seguía desangrándose, se echase al río a nadar, tuvimos que recorrer un buen trozo de ribera buscando una barca. Dimos al fin con una, y hacia ella nos fuimos llevando en brazos a nuestro pobre camarada. Éramos cinco y el herido.

Estaba baja la marea, y entre la tierra firme y la barca quedaba una ancha faja de fango y juncias en la que se nos hundían los pies al caminar agobiados por el peso de nuestro compañero herido. Avanzábamos lenta y trabajosamente cuando vimos que salía del río y venía hacia la orilla, a nuestro encuentro, un toro grande, gordo y bien puesto de cuerna, que al descubrirnos se quedó encampanado mirando aquella extraña procesión de los cinco torerillos que llevaban a otro en vilo. Hizo el toro un extraño y agachó la cabeza como si fuese a arrancársenos. Creo que lo primero que se nos pasó a todos por las mentes fue tirar al herido y echar a correr. Afortunadamente, el barro en el que teníamos hundidos los pies paralizó nuestra instintiva huida, y de grado o por fuerza nos quedamos allí apiñados con el herido en alto. Al toro debió pasarle algo semejante. Sus patas se clavaban también en el limo, impidiendo la arrancada que había iniciado. En aquel preciso instante alguno musitó:

—¡Quietos! ¡Quietos! ¡Haced el Tancredo!

Fue maravilloso. Cada cual se quedó, como si fuera de mármol, en la postura en que le cogió la advertencia. Desnudos, inmóviles, apiñados y sosteniendo en alto el cuerpo exánime de nuestro camarada, debimos componer un curiosísimo grupo escultórico. El miedo nos dio una rigidez sorprendente. Había uno al que le cogió con el brazo levantado, y así se estuvo quieto, quieto, como si lo tuviese fundido en bronce.

El toro, sorprendido, nos miraba de hito en hito. Avanzó lentamente. Se azotaba con el rabo los ijares, acechando la provocación del más leve ademán. Nosotros, ofreciéndole impasibles nuestros cuerpos desnudos bañados por la Luna, permanecimos como si fuésemos estatuas. Dio el toro unos pasos más, nos miró, volvió a mirarnos, cada vez más extrañado ante aquel raro monumento escultórico en carne viva erigido en sus dominios. El maldito animal no acababa de convencerse. Cuando parecía que se iba, volvía otra vez la cabeza. Y así toda una eternidad, hasta que definitivamente volvió grupas aburrido, y arrancando sus pezuñas del fango, una a una con una lentitud desesperante, se alejó.

Respiramos cuando en Triana nos dijeron los médicos de la Casa de Socorro que la herida del muchacho no era grave. Contamos que se había herido casualmente con un clavo.