3. Tú serás papa

No dormí. Cara al cielo estrellado, con la espalda dolorida, como si estuviese crucificado en aquel madero, las piernas agarrotadas por el frío de la madrugada y los espantados ojos muy abiertos, estuve mirando cómo se borraban las estrellas y poco a poco palidecía y se ensuciaba de vetas lechosas aquel techo aterciopelado de la noche, que iba a desvanecerse, al fin, con el gran enjuagatorio del alba. Lavó también el alba con sus frías gotas de rocío nuestras caritas de cera abotargadas, y tiritando, entumecidos, nos tiramos abajo del montón de traviesas y echamos a andar otra vez hundiendo nuestras piernecillas desnudas en la hierba mojada.

Salió el sol y empezó a pesar sobre nuestros hombros débiles, como si fuese plomo fundido. A la inclemencia de la escarcha siguió la inclemencia de aquel solazo, y nuestros cuerpecillos sufrían a duras penas tanto y tan inhumano rigor. Vino luego el hambre, y tras ella, la sed con su calcinada angustia. Una densa cortina azul se nos ponía delante de los ojos y nos echaba aturdidos al borde de la carretera. Caíamos jadeantes, extenuados, sin comprender por qué el mundo era tan inhospitalario, tan duro e inclemente. Lo que más hondo desaliento daba a nuestros corazones era aquella impasibilidad del Universo, aquella sublime indiferencia de las cosas, del sol, del polvo, del frío, de todo lo que, sin dirigirse expresamente contra nosotros, nos atormentaba. Hubiese preferido afrontar la lucha con una manada de leones a seguir arrastrándome como una hormiga por aquella lista blanquecina de la carretera que no se acababa nunca.

Mi compañerito y yo nos mirábamos a la cara y no nos decíamos nada. Seguíamos adelante, como dos hombrecitos que éramos, pero simultáneamente un nuevo concepto de las cosas había venido a convencernos de que no íbamos a ninguna parte, de que el mundo no era como nos lo habíamos imaginado y de que lo mejor que podíamos hacer era volvernos a casa. Nos lo callamos dignamente y seguimos. Al atardecer llegamos a Alcantarillas. No nos atrevimos a dormir otra noche a la intemperie y buscamos cobijo en un establo. Llegamos ya de noche, con fiebre y con frío. Cuando entramos en aquel recinto caliente y sentimos en la cara el halago del denso y sofocante ambiente, nos tiramos sobre la paja del suelo, que rezumaba orín de las bestias, y nos quedamos embelesados. Había un fuerte y grato olor a estiércol, y de tiempo en tiempo las bestias se movían pesadamente, amenazando aplastarnos con sus torpes pezuñas. Pronto vinieron también las terribles pulgas del ganado a soliviantarnos, pero era tal el ansia que teníamos de cobijo, de calor animal, que caímos dulcemente en un sueño hondo, congestivo, del que no nos sacaron hasta que fue de día ni los sonoros relinchos ni el estremecido piafar de nuestros compañeros de hospedaje.

A la mañana siguiente echamos a andar por la vía del tren. Aprovechamos el paso de un mercancías, saltamos a él en marcha y nos llevó hasta Lebrija. Después continuamos a pie camino de Jerez. Se nos hizo de noche, y para acortar dejamos a un lado la carretera y nos metimos a campo traviesa por un cerrado de toros bravos. Las jaras nos tapaban. Mi compañerito y yo íbamos abriéndonos camino penosamente por entre los altos jarales cuando rompió la paz de la noche y del campo el berrido de un novillo que, plantado en lo alto de una loma y enseñándole los cuernos a la Luna, gritaba a los cuatro vientos su juventud, su pujanza y su celo. Aplastaditos contra las jaras le sentimos pasar a nuestro lado azotándose solemnemente el flanco con el rabo.

Era la primavera, y a lo largo de toda la dehesa nos siguió el berrear majestuoso de los toros en celo. Ni me acordé siquiera de que en el Altozano era yo uno de los chicos que mejor y con más estilo toreaban. Nunca creí que fuese capaz de ponerme delante de un toro.

Vae victis

Al llegar a Jerez vagamos desorientados y fuimos a caer rendidos en el atrio de una iglesia, entre viejos mendigos y tullidos que pordioseaban a las beatas que salían de su novena con el catrecillo bajo el brazo y el rosario entre las manos. Jerez, la ciudad pulcra, aseñoritada, con sus calles limpias, sus casinos ricos y sus mocitos presumidos, nos entristeció aún más y acabó por desmoralizarnos. En Jerez vivía un hermano de mi padre y después de pesar mucho el pro y el contra fuimos en su busca con la cabeza gacha. Era mi tío un humilde trabajador, casado y con seis o siete hijos. Nos recibió bien. Mientras nosotros, dándole vueltas a la gorrilla entre las manos, contábamos, no sin cierto rubor, que íbamos camino de África con unos vagos designios que no nos atrevíamos a concretar, un olorcillo agrio a coles cocidas se nos metía por el sentido. Era la hora de cenar, y mi tía, con muy buena gracia, nos invitó a comer aquellas coles que tan ricamente olían. Yo, que había sentido siempre una gran repugnancia por las coles, me tiré sobre ellas con gran ímpetu. Cuando nos hartamos, nos dejaron dormir; y a la mañana siguiente, contra lo que yo esperaba, mi tío nos despidió amablemente, deseándonos mucha suerte en la empresa que habíamos acometido, no sé si por una humana y piadosa comprensión de nuestro espíritu aventurero, o porque no siguiésemos comiéndonos sus coles con tan desapoderado apetito.

Caminamos todo el día, y ya a última hora de la tarde, al coronar una cuesta, nos encontramos de improviso frente al mar, que nunca habíamos visto. Fue una visión deslumbradora. Muchas veces he pasado después por la carretera de Jerez a Cádiz sin encontrar aquel lugar en el que por primera vez se ofreció el mar a mis ojos. Hace dos años, buscando afanosamente el sitio preciso de mi descubrimiento del mar, caí en la cuenta de que aquel día debimos desviarnos de la carretera, y, efectivamente, eché a andar a pie por una trocha y lo encontré. ¡Con qué alegría sentí renacer en mí la emoción inefable de aquel día de primavera, en el que descubrí de una sola ojeada el vasto panorama del mar cuando iba con mis doce añitos frágiles, dispuesto a surcarlo animado por el temple del mismísimo Ulises!

El mar nos dio ánimos, paz a nuestro espíritu conturbado y confianza en las propias fuerzas. Llegamos a Cádiz con el corazón jubiloso. Pero, ¡ay!, la ciudad volvió a empequeñecernos. En Cádiz, como en Jerez, volvimos a sentirnos impotentes. Nos íbamos a la muralla y desde allí mirábamos al mar desesperanzados. Horas y horas estábamos silenciosos contemplando el ajetreo ensimismado de las olas.

Por fin, con una voz velada y un tono patético, mi compañerito formuló la temida y deseada propuesta:

—¿Y si nos volviésemos?

Tuvimos una larga y melancólica conversación allí, frente al mar. Y decidimos regresar a nuestras casas. El mundo no era como nos lo habíamos imaginado leyendo libros de aventuras. Era de otro modo. Pero —¡oh, gran consuelo de la derrota!— ya sabíamos cómo era. No nos equivocaríamos otra vez soñando con leones rampantes, veloces piraguas, selvas vírgenes y bestias apocalípticas. No habíamos conquistado el África salvaje; no habíamos cazado leones. Pero sabíamos ya cómo era, de verdad, el mundo. Le habíamos perdido el miedo. Teníamos su secreto. Ya lo conquistaríamos. Con esta íntima conformidad emprendimos el bochornoso regreso a Sevilla. Es curioso. Del regreso no me acuerdo. No sé cómo volvimos. No me acuerdo de nada. Absolutamente de nada.

«Tú serás papa»

Volvimos vencidos y tuvimos que sufrir humildemente la chacota que hicieron de nuestra aventura amigos y familiares. Mi padre echó la cosa a broma, y yo humillado, tomé un aire arisco. Entraba en mi casa silencioso y enfurruñado, me sentaba a comer de mala gana, trabajaba sin chistar en lo que me mandaba mi padre, y por las tardes me iba al Altozano a gandulear, irritado contra el mundo entero y contra mí mismo. Me divertía toreando. En aquellos corros de zagalones que se juntaban a la bajada del puente para jugar al toro conseguí cierto prestigio como torero de salón. Lo toreaba todo: perros, sillas, coches, ciclistas; le daba media verónica y un recorte a una esquina, a un cura, al lucero del alba.

Una tarde estaba en la plazoleta del Altozano toreando a un amigo que me embestía con mucho coraje cuando advertí que en el pretil del puente había varios señores mirándome. Uno de aquellos señores me llamó. Acudí orgulloso con la gorrilla en la mano.

—Oye, chaval —me dijo—. ¿Tú dónde has toreado?

—En ninguna parte, señor.

Metió la mano en el bolsillo del chaleco y me dio un duro, diciéndome:

—Toma. ¡Tú serás torero!

Me he acordado muchas veces de aquel duro y me habría gustado saber quién era aquel señor.

El duro ganado con el capotillo me aficionó aún más al toreo de salón, y llegué a tener cierta fama entre la chavalería de Triana. Lo que ni siquiera se me ocurría pensar era que yo pudiese hacerle aquello mismo que les hacía a los amigos a un toro de verdad. Nunca creí que fuese capaz de ponerme delante de un toro. Todavía hoy no lo creo. Cuando voy a la plaza como espectador y sale el toro, tengo siempre la íntima convicción de que yo no sería capaz de lidiarlo.

Esto, a pesar de que yo había demostrado mi decisión hacía ya mucho tiempo.

Siendo aún muy pequeñín, mi familia fue un día a una venta de la Pañoleta a comerse unos pollos con tomate. En aquella venta había una placita, en la que se lidiaban becerretes, y yo, cuando lo supe, me lié a la cintura un trapo rojo y me fui con mi gente llevando la secreta decisión de torear. Resultó que el becerro que había entonces en la venta era ilidiable. Coceaba, mordía, todo, menos embestir por derecho, y los aficionados lo habían dejado por imposible; el dueño de la venta se negaba a sacarlo a la placita. Mientras mi familia comía sentada al sol a la puerta de la venta, yo me fui al corralillo donde estaba encerrado el becerro, me descolgué por la tapia, saqué mi trapo rojo y desafié al irascible animal citándolo por derecho.

—¡Ju, toro!

Estaba el becerro en un chiquero que tendría escasamente tres metros de largo por dos de ancho. Pegado a una pared estaba yo con mi capotillo abierto, y aculado a la otra permanecía el animal mirándome con asombrados ojos. Le cité una y otra vez, inútilmente. No debía explicarse mi presencia en su cubil ni se decidía a tomar en serio mis desplantes. Mientras tanto, mi familia me había echado de menos y andaba buscándome por toda la venta. Cuando dieron conmigo estaba yo hincado de rodillas ante el becerro con el trapo pegado en sus hocicos. Nadie se explicó cómo no me había mordido la cabeza, que yo ponía incautamente al alcance de sus dientes amarillentos.

La lección de inglés

Ser torero de salón en el Altozano no era, ciertamente, una posición seria en la vida, y mi padre decidió enviarme a Huelva con un tío mío que tenía abierto comercio. Era aquélla una tienda grande, con muchos dependientes y un aire importante de negocio serio, al que me aficioné como no había conseguido aficionarme al tejemaneje de mi padre en su puestecillo de quincalla. Olvidé los folletines de aventuras y los toros y me apliqué al comercio con mis cinco sentidos, hasta el punto de que unos meses después era yo el dependiente más listo de la casa, el más adicto y celoso. Mi tío descubrió en mí unas excepcionales facultades para el comercio, y se dispuso a protegerme. Tenía el pensamiento de adiestrarme y enviarme a Buenos Aires, con el designio de que sucediese en su industria a otro pariente nuestro que había hecho fortuna. Resolvió mi tío que me había de ser provechosísimo aprender inglés, y contrató para que me lo enseñase a un pintoresco súbdito británico que andaba en Huelva dando bandazos. Era un sujeto estrafalario y simpático, bastante borracho y entusiasta rabioso de Andalucía y sus costumbres. Venía todos los días a darme su lección de inglés, pero la realidad era que se pasaba el tiempo aprendiendo modismos flamencos, chulerías y frases en caló, que yo le enseñaba, con gran regocijo por mi parte. Descubrió mi afición a torear y ya no hicimos otra cosa. Me ponía una silla por delante y me hacía estarme la hora de clase dándole verónicas y recortes. Otras veces me embestía él mismo, mugiendo y haciendo una grotesca imitación del toro. Terminó cogiendo el capotillo y dando unos disparatados lances que me hacían reventar de risa. El final de aquello fue que el inglés aprendió a torear y decir chulerías, yo no aprendí ni una sola palabra de inglés y mi tío me retiró su protección, considerando frustradas las ilusiones que había puesto en mí. Se unió a esto el haberse descubierto que yo daba mal ejemplo con mis flamenquerías a los demás dependientes. No sé por qué, yo llevaba siempre, en el bolsillo interior de la chaqueta, un cuchillo de aguzada punta. Pura petulancia infantil. Los dependientes me imitaron incluso en esto, y un día, al saltar el mostrador uno de ellos, se clavó el cuchillo en el sobaco y a poco se mata. Mi tío me consideró elemento pernicioso y me metió en el tren. Mi brillante porvenir de indiano se había desvanecido.

Mi padre tenía una vara de medir

Y con ella me medía las costillas concienzudamente. Apenas me descuidaba ya estaba la vara por el aire buscándome el bulto. Un día se presentó en la tiendecita un amigo de mi padre, quien, jugueteando distraídamente con la vara, advirtió que no era todo lo sólida que debía ser.

—Yo te regalaré, José, una magnífica vara de medir que tengo. Es un poco más pesada, pero muy resistente: de caoba.

No hay que decir el odio que le tomé al pobre hombre.

Como aquello de castigar mis travesuras con la vara de medir era ya un tópico, llegó un día en el que un tío mío, que estaba con nosotros en la tiendecita, pensó que era lo más natural imitar la conducta de mi padre, y disgustado conmigo por no sé qué causa, alzó la vara y me dio con ella. No se lo quise aguantar, y cogiendo la vara en el aire, le devolví el golpe con toda mi alma. Salió echando sangre por la cabeza, y yo, asustado, eché a correr en busca de mi padre.

Al verme llegar desatentado, me preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Que me he peleado con el tío —gimoteaba yo—; nos hemos pegado con la vara de medir y nos hemos hecho daño.

—¿Dónde?

—En la cabeza… —sollocé.

Mi padre, asustado, me cogió la cabeza y empezó a palpármela.

—¿Pero dónde? —me preguntaba ansiosamente.

—En la del tío… —murmuré yo con un explicable recelo.

—¡Ah, ya! —se limitó a replicar mi padre.

Aquella estimación por mi cabeza, que yo no sospechaba, me sorprendió bastante. El hijo suele ser siempre injusto con el padre.

La vocación

¿Cuándo me formulé la íntima resolución de ser torero? No lo sé. Es más: creo que era ya torero profesional y todavía no me atrevía a llamármelo íntimamente, porque no estaba seguro de serlo, aunque presumiese de ello. La gente, cuando habla de su infancia, suele demostrar que desde la cuna tuvo una vocación irresistible, una clara predestinación para aquello en lo que luego había de triunfar. Yo tengo que confesar que no acerté a formular una decisión concreta sobre mi porvenir en todo lo largo de mi penosa formación profesional. Tenía, eso sí, una difusa aspiración a algo que mi voluntad vacilante no acertaba a señalar. ¿Torero? Yo mismo no lo creía. Toreaba porque sí, por influencia del ambiente, porque me divertía toreando, porque con el capotillo en la mano yo —que era tan poquita cosa y padecía un agudo complejo de inferioridad— me sentía superior a muchos chicos más fuertes, porque el riesgo y la aventura de aquella profesión incierta de torero halagaba la tendencia de mi espíritu a lo incierto y azaroso. Después he advertido que había en mí una voluntad heroica que me sostenía y empujaba a través del dédalo de tanteos, vacilaciones y fracasos de mi adolescencia. Una voluntad tenaz me llevaba, pero sin saber adónde. Pisaba fuerte yendo con los ojos vendados. Mi voluntad tensa era como el arco tendido frente al horizonte sin blanco aparente.

Cuando volví de Huelva yo me atrevía ya a decir con cierta petulancia que iba a ser torero. Pero en lo íntimo no estaba seguro de que lo fuese, y aquella afirmación era más que nada un arbitrio para que me dejasen vagar a mi antojo por el dédalo de mi indecisión voluntariosa.

En la plaza del Altozano estaba el foco de la tauromaquia trianera. Allí, en la taberna de Berrinches y en otra que tenía el sugestivo rótulo de El Sol Naciente, se reunían los torerillos del barrio. Pero yo no tenía relación alguna con ellos. Aquél de los aficionados a los toros era un mundo extraño para mí y absolutamente impenetrable. Sevilla, aunque parezca inexplicable, es así: una ciudad hermética, dividida en sectores aislados, que son como compartimientos estancos. Por lo mismo que la vida de relación es allí más íntima y cordial, los diversos núcleos sociales, las tertulias, los grupos, las familias, las clases, están más herméticamente cerrados, son más inabordables que en ninguna otra parte. En Sevilla, de una esquina a otra hay un mundo distinto. Y hostil a lo que le rodea. Esta hostilidad es lucha desesperada y salvaje en los clanes infantiles; lucha de esquina contra esquina, de calle contra calle, de barrio contra barrio. En la Cava, adonde habíamos ido a vivir, había dos clanes antagónicos: el de la Cava de los Gitanos y el de la Cava de los Civiles, y los chicos de una y otra Cava se apedreaban rabiosamente.

En el grupito de aficionados a los toros del Altozano yo no tenía nada que hacer. Yo, por muy aficionado a los toros que fuese, no era de ellos. Los míos eran otros: una cuadrilla formada al margen de la torería «oficial» por tipos estrafalarios, muchachitos disparatados que querían ser toreros sin tener ningún fundamento para serlo. De la amistad con los tres tipógrafos extravagantes que me llevaron a cazar leones salí para caer en otros amigos más raros, si cabe: toreros chiflados, gente de una imaginación exaltada que iba a la torería como a una aventura novelesca. Uno de aquellos tipos raros que querían ser toreros porque sí era un tal Abellán, hijo de un carabinero, muchacho de una imaginación enfermiza, medio tuberculoso, muy atormentado por malos vicios y sugestiones diabólicas. Terminó escribiendo obras de teatro, y creo que hasta estrenó alguna. Con nosotros andaba también un tipo graciosísimo, víctima de la misma obsesión de la torería. No había toreado jamás ni creo que en el fondo lo desease. Lo que verdaderamente le obsesionaba era el deseo de tener una espada de torero. Creo que esta aspiración era lo único que le llevaba a la torería. Una vez consiguió hacerse con un sable viejo muy grande. Lo cortamos, y con una piedra de amolar lo convertimos en un estoque que aquel loco llevaba orgullosamente a todas partes, como si ya no necesitase más para ser torero. Del pedazo de sable que sobró hicimos una navaja, y con ella ensayábamos a afeitarnos el bozo, que por entonces empezaba a salimos. Una vez afeitamos con nuestra navaja a un hermano mayor de aquel loco del estoque que ya tenía una barba cerrada. ¡Cómo se le saltaban las lágrimas al pobrecito! Otro de la cuadrilla era un hijo de un platero de la plaza del Pan que también quería ser torero, y terminó, como Abellán, en literato. Se llamaba Blas Medina, y era el más sensato y razonable de todos, pero también el que tenía menos planta de torero. Éramos una cuadrilla de locos, de toreros «chalaos», que hubiésemos sido el hazmerreír de los aficionados auténticos si se hubiesen dignado mirarnos.

Blas Medina, el más ecuánime de todos, fue el que planteó la cuestión de la tauromaquia en sus verdaderos términos, sacándonos del mundo irreal en que vivíamos. «Si queremos ser toreros —dijo con una lógica aplastante— lo primero que tenemos que hacer es probarnos delante de un toro.»

La cosa era bastante razonable, pero su realización ofrecía no pocas dificultades. La única manera de torear que teníamos a nuestro alcance era la de ir a la venta de Cara Ancha, donde había una placita y un becerro que soltaban para que lo lidiasen los aficionados mediante el pago de cinco o diez pesetas. Me entusiasmó la idea, y prometí aportar el dinero que a escote me correspondiese. A los demás toreros de nuestra cuadrilla aquello de tener que buscar dinero para ir a ponerse delante de un toro les parecía superfluo. Ellos eran toreros por obra y gracia del Espíritu Santo, y no necesitaban más pruebas. Quedó acordado, sin embargo, que cada uno pondría una peseta, y una mañana iríamos a que nos soltasen el becerro. Cuando llegó el día señalado, me encontré con que casi todos los de la cuadrilla se rajaban. El que más, se presentaba con cincuenta céntimos y poquísimas ganas de torear. Yo estaba ansioso de verme frente al toro, y con el dinerillo que había podido rapiñar, empecé a suplir el que les faltaba a mis compañeros. Llegamos a reunir hasta quince o dieciséis reales. Lo menos que el dueño de la venta quería cobrar para dar suelta al becerro era un duro. Vacié mi bolsillo, y aunque faltaban todavía unas perras para los veinte reales, nos permitieron saltar a la placita, y se abrió solemnemente la puerta del chiquero.

Mi primera faena

Lamento que en aquella fecha no hubiese un revistero desocupado que diese fe de mi primera faena. Yo no sé contar lo que les hago a los toros. Recuerdo, sí, la impresión que me produjo ver de cerca aquel bulto inquieto que se revolvía y correteaba detrás de nosotros. Al salir del chiquero el becerro se quedó mirándome encampanado, y yo entonces, sugestionado por aquella mirada retadora del animal, avancé hasta el centro de la plaza, me arrodillé, le cité por derecho, y cuando se arrancó hacia mí, aguanté la embestida, y en el momento preciso le di el cambio de rodillas con toda limpieza. Me quedé estupefacto cuando vi que aquella mole, siguiendo el engaño dócilmente, había pasado junto a mí rozándome, pero sin derribarme. Aquello me llenó de júbilo. ¡Parecía mentira! Loco de alegría eché a correr tras el toro y le di dos o tres lances.

A la estupefacción de comprobar que la bestia pasaba efectivamente por donde el capotillo la llevaba, siguió en mí una confianza ciega, y con la misma seguridad que si estuviese toreando a un amigo, le di todos los pases que llevaba tantos años ensayando: simulé quites y señalé verónicas, medias verónicas y recortes. ¡Qué revelación tan maravillosa aquella del toreo! ¿De manera que a los toros se les podía hacer las mismas cosas que a las sillas, los perros y los amigos?

Cuando el becerro se cansó de embestir y se quedó frente a mí, jadeando y con la lengua fuera, me dio la impresión de que estaba tan maravillado como yo. Es posible que los atolondrados aficionados que iban a torearle nunca le hubiesen hecho cosa semejante. Me entraron ganas de abrazarme a él y felicitarle por la parte que le correspondía en mi éxito. De esta inclinación sentimental por mi colaborador me sacó él mismo al cambiar de táctica y pegarse malhumorado a un burladero, del que no alargaba el pescuezo más que para castigarnos con la esgrima sabia de sus cuernos, arrepentido, seguramente, de la condescendencia que había tenido conmigo al dejarse torear. Yo me dejé coger y golpear una y otra vez. Estaba entusiasmado, hasta tal punto, que los golpes que el becerro me daba no me dolían siquiera. Cuando volví a casa iba radiante, transfigurado y molido. Mis hermanillos se revolcaban, casi desnudos, por el suelo del corral. Mi madrastra —ya mi padre había vuelto a casarse— me preguntó enfurruñada:

—¿De dónde vienes tú tan desatinado?

Me estiré altivo.

—De buscarle el pan a toda esta gente —contesté, señalando a mis hermanillos con una infinita petulancia de la que todavía hoy me ruborizo.

La bestia negra

En la venta de Camas había también una placita y un becerro. Pero así como en la venta de Cara Ancha renovaban el becerro cuando estaba muy toreado, el becerro de la de Camas, un buen mozo negro, zaino, era de plantilla. El ventero lo había comprado apenas lo destetaron, y por lo visto tenía el propósito de explotarlo castigando aficionados, hasta que le llegase la hora de uncirlo a la carreta. A medida que el animal crecía y se adiestraba en su oficio de verdugo, costaba menos dinero —y más sangre— torearlo. Llegó el ventero a soltarlo por una peseta. Nosotros juntábamos las monedas que podíamos garbear, y nos íbamos a torearlo. Cuando asomaba por la puerta del chiquero con su paso cansino de ganapán que echa mano a su tarea, nos miraba como diciéndonos: «¿Qué? ¿Estáis aquí ya? ¿Venís dispuestos a que os zurre bien la badana?».

Se aculaba en un rincón y se ponía al acecho. Derrote que tiraba, torerillo que rodaba por el suelo. Era tan imposible torearle, que ya íbamos resignadamente a dejarnos coger. Se trataba de ver quién era el que se dejaba coger más veces. No conseguíamos jamás dar un solo pase a aquella bestia sabia, que nos tenía el cuerpo acardenalado. Aquello no era torear. Era la lucha desigual y suicida de nuestra audacia y nuestro espíritu de sacrificio contra la fuerza bruta aliada a los peores instintos. Cada vez más hábil y más sañudo, sabía derribarnos con un certero golpe del testuz cuando menos lo esperábamos, y luego, al vernos ya en el suelo, nos pisoteaba, babeaba y mordía, infiriéndonos toda clase de agravios.

Aquel debatirse desesperado entre las pezuñas de nuestra bestia negra, que amasaba el fango y el estiércol con nuestro cuerpo, era la pesadilla de aquellos sueños triunfales que nos embargaban. Pasaba el tiempo, y el becerro, alimentado a pienso con el dinerillo que nosotros pagábamos por torearlo, iba creciendo en tamaño y poder, astucia y encono. Más cauto y más sabio cada día, llegó a hacernos víctimas de verdaderos refinamientos de crueldad. Nos pegaba donde sabía que más podía dolemos, se complacía en destrozarnos las ropas, y debía divertirse mucho al ensuciarnos la cara con sus boñigas. Era la bestia negra de nuestra existencia. Su maldad sólo era comparable a la del ventero, que con nuestro dinerito iba cebándolo para que cada vez nos castigase con más furia.