2. Los cazadores de leones

Como a todos los niños a los que se les muere pronto la madre, me dieron —o me tomé yo— un aire prematuro de hombrecito. Dejaron de llevarme a la escuela y me metieron en la tienda de quincalla para que ayudase a mi padre. Con el establecimiento de la calle de la Feria se había quedado en definitiva un tío mío al hacer las partijas de la herencia de mi abuelo, y mi padre abrió por su cuenta una tiendecita en un hueco del mercado de Triana. Era un tenderete que teníamos que montar todos los días al amanecer, sacando a la calle los tableros, los caballetes y las cajas con los géneros. Los jueves, además, desmontábamos el puesto, y en un carrillo de manos lo trasladábamos a la calle de la Feria. Empujando el carrillo iba conmigo otro tío mío, que tendría los mismos ocho o diez años que yo tenía. ¡Cómo nos regocijaba meter las ruedas del carrillo en los raíles del tranvía y lanzarnos a carrera abierta por las calles en cuesta abajo! Estas faenas eran divertidas. Lo terrible para mí era estar en el puesto, y, sobre todo, vender.

Las manos y los ojos de las algabeñas

Antes de dejarme solo en la tienda, mi padre, cuando iba a tomarse una copa en la taberna de la esquina, me hacía prudentes advertencias:

—Fíjate bien a cómo vendes, aguanta el regateo, no te dejes convencer, suena bien la moneda que te den para pagarte, y, sobre todo, ¡no le quites ojos a las manos de las algabeñas!

Las mujeres de La Algaba tenían fama de ladronas en el mercado de Triana y en los puestos del jueves. No sé si merecida o inmerecidamente, se les atribuía una extraordinaria habilidad de manos para escamotear los géneros a los comerciantes pazguatos, y mi obsesión, cuando mi padre me dejaba solo en la tienda, eran aquellas manos ladronas de las algabeñas. En cuanto se me acercaba al puesto una de aquellas mujeres que por el aire o el acento me parecía de La Algaba, empezaba a sufrir. ¿Se habrá llevado ya algo? —me preguntaba, angustiado, apenas me daba la mujer los buenos días—. Porque lo que no sabía mi padre, ni lo sospechaba, era que a mí podía robárseme impunemente, sin ninguna habilidad de manos, por la sencilla razón de que yo no me sentía capaz de acusar a nadie de haberme robado, aunque le hubiese echado mano a la cosa en mis mismas narices. En aquella edad era yo de una timidez casi patológica; no estaba seguro de nada: el mundo tenía para mí muchas sorpresas y mucha confusión; no sabía separar netamente las fronteras de la realidad y de la fantasía, y tenía tan poca fe en mis sentidos, que habiendo visto que alguien me robaba, no me hubiese atrevido a asegurarlo, por temor a que no fuese cierto. ¿Y si acusaba de ladrona a una mujer y luego resultaba que me había equivocado? ¿Y si, siendo verdad, no podía demostrárselo? ¡Qué vergüenza y qué pena! No; decididamente las algabeñas podían venir a saquear la tienda en mis narices si se les antojaba. La suerte era que ellas no sabían la triste disposición de ánimo en que estaba aquel vendedorcito atónito. Gracias a que no lo sabían no anticipé en unos años la ruina de mi padre.

Lo que sí adivinaban era mi impotencia para resistir al regateo, y se aprovechaban de ella. Parecía que estaban esperando a cogerme solo en el puesto para presentarse a comprar. Al principio de la batalla yo mantenía heroicamente los precios marcados, pero las muy ladinas empezaban a discutir, y poco a poco iban envolviéndome con sus razonamientos, súplicas, desplantes y zalamerías. Me daba vergüenza resistir tanto tiempo. Me ponía rojo como un tomate, olvidaba la precaución elemental de mirarles las manos, les miraba, en cambio, a los ojos, pidiéndoles un poco de piedad para mi invencible timidez, y terminaba aceptando, sin contarlas ni mirarlas siquiera, las monedas que buenamente querían ponerme en la mano, asqueado de tener que discutir y regatear tanto con aquellas mujeres, cuyos ojos, hasta los de las viejas, tanto me impresionaban y aturdían. Yo, huérfano de madre, no estaba habituado al trato con mujeres, y cuando las tenía cerca me azoraba. A veces volvía mi padre de la taberna en el momento preciso en que me habían dado coba, cuando ya la mujer tenía su compra en las manos.

—¿Cuánto has cobrado por eso?

—Tanto —confesaba yo ruboroso, y queriendo que me tragase la tierra.

Mi padre ponía el grito en el cielo, arrancaba el paquete de las manos de la compradora, le tiraba a la cara las monedas que me había dado, y se ponía a injuriarla con las peores palabras que he oído en mi vida:

—¡Ladrona! ¡Guarra! Venir a engañar a la criatura. Váyase de aquí si no quiere que la arrastre por el moño. ¡La tía pendona! ¡Se creerá usted que este encaje de bolillos lo hace su marido con los cuernos!

Yo me moría de vergüenza. Tenía mi padre un sistema de ventas personalísimo que consistía en entablar una polémica rabiosa con cada compradora. A las mujerucas de los pueblos que acudían a nuestro puesto de quincalla, mi padre les vendía sus baratijas insultándolas y menospreciándolas con una fraseología violentísima; ellas tampoco tenían pelos en la lengua, y nuestro honrado comercio se desarrollaba entre interminables letanías de insultos y un feroz navajeo de frases. Yo no conseguía acostumbrarme a aquella «táctica» comercial. Todavía no sé cómo ni por qué las compradoras aguantaban a mi padre. Y el caso era que, según decía la gente, tenía buena mano para vender.

El niño en el café

El puesto se cerraba muy temprano, y mi padre se marchaba al café. Muchas tardes me cogía de la mano y me llevaba consigo. Íbamos a la calle Sierpes y paseábamos por ella lentamente, parándonos a cada momento en las tertulias que se formaban a la puerta de los cafés y las borracherías. En la calle Sierpes se desarrollaba entonces la vida entera de Sevilla. A los señoritos se les veía a la puerta de los casinos lustrándose las botas, y allí se les iba a pedir recomendaciones y empeños. Frente a la Peña Liberal había siempre corrillos de pretendientes esperando a don Pedro la Borbolla; en las mesas de mármol del Café Central cerraban sus tratos ganaderos y labradores y se firmaban los contratos de los toreros; al Café Nacional iban los funcionarios del Estado y los prestamistas, los empleados del Ayuntamiento y los curiales; en medio de la calle, a la sombra de los toldos, discutían horas y horas los corredores de granos con sus puñaditos de garbanzos liados en un pedazo de periódico, y los negociantes en aceite con sus tubos de muestras que enseñaban al trasluz aparatosamente, entre una nube de vendedores de lotería, limpiabotas y camaroneros.

Mi padre iba habitualmente al Café América y al Café Madrid; este último tenía en el fondo un patio grande y fresco con mesas de billar monumentales, en las que se jugaba a la «cuarenta y una», la «vuelta al mundo» y el «chapó». Mi padre era un punto fuerte en estos torneos.

Cuando llegábamos al café se estaba un rato observando juego, y luego, al empezar una partida que le convenía, pedía bola —no se le podía negar a nadie—, reclamaba su taco, el suyo, y se ponía a jugar sosegadamente, con mucho tiento y mesura. Jugaba bien; tanto, que muchas veces su sola aparición desbarataba las partidas. Aquéllas eran unas partidas formales en las que se jugaba fuerte. Nada de carambolistas ni de mesas pequeñitas: palos y troneras. Los jugadores eran, por lo general, hombres maduros y castizos, flamencos viejos, gente experimentada que jugaba con mucho estilo y prosopopeya: el sombrero echado a la cara, las rizadas «persianas» tapándoles las sienes y un mondadientes en la boca. Algunos usaban todavía el hongo, el pantalón abotinado y la leontina de oro.

Mientras mi padre jugaba, yo me dedicaba a merodear por el café comiéndome los terrones de azúcar que encontraba en las mesas y bebiéndome con mucho deleite las «gotas» de licor de rosa con leche que entonces daban de propina a los clientes. Mi padre, cada vez que ganaba una partida, una «guerra», como en el argot del juego se llamaba, me daba una perra gorda; yo salía disparado para la pastelería del Suizo, que estaba al lado, y me comía un pastel. Los días en que mi padre tenía fortuna, yo cogía una indigestión.

Estuve yendo al café con mi padre desde los ocho hasta los once años. Aprendí allí algunas cosas fundamentales, entre otras, a saber cómo debe comportarse un hombre que se estime. Mientras los amigos de mi padre charlaban, yo estaba calladito y disimulado en el diván, aprendiendo mi lección de hombría. Escuchaba, estirando las orejas, cómo aquellas reuniones de hombres hablaban de mujeres: me familiarizaba con la idea de que la mujer es un bicho malo y agradable al que hay que cazar enteramente y despreciar después; medía ya la trascendencia que tiene el hecho de que un hombre dé su palabra, y sabía en qué circunstancias le es lícito recogerla. Toda esa casuística flamenca de la hombría la había aprendido yo en los divanes del Café Madrid cuando apenas tenía once años. No es mala escuela de costumbres el café.

Pero mi padre, cuando yo iba siendo un hombrecito, empezó a darme de lado. No sé por qué, pero lo cierto es que a los once años dejó de llevarme al café. No le gustaba. Me sustituyó con mi hermano Manolo. Con todos sus hijos le pasó lo mismo. Cuando iban siendo grandullones los alejaba de su vera.

Nietos de Rinconete y Cortadillo

Cerrábamos la tienda por la tarde, se iba mi padre al café a jugarse los cuartos a la «cuarenta y una» y yo me encontraba en el Altozano, adonde habíamos ido a vivir, sin saber qué hacer ni qué rumbo tomar. Amigos de mi edad no tenía; yo era un hombrín de café, apersonadillo, al que faltaba el regulador de los compañeros de colegio; mi hermano Manolo era tan chico que no me servía más que para embestirme cuando jugaba al toro. Allí, en la plaza del Altozano, a la que iban muchos torerillos, yo jugaba al toro, pero sin ningún designio profesional; mentiría si dijese lo contrario. Jugaba al toro de una manera natural, como jugaban entonces todos los niños de mi edad, los mismos que hoy juegan invariablemente al fútbol. Otra de mis diversiones infantiles, acaso la que más ha perdurado en mí, era el acoso y derribo de reses. Armado con la pértiga que nos servía para echar el cierre de la tienda, acosaba y derribaba a los perros de la vecindad con bastante destreza. Hoy, todavía, eso de acosar a una becerra y derribarla con la garrocha es el ejercicio que más me divierte. Más que torear.

En aquella época de desorientación, cuando mi padre me dio de lado y me encontré en la plazoleta del Altozano a mi albedrío, fue cuando más riesgos de extraviarme corrí. Merodeaban por Triana tropillas de granujas de toda laya, a cuyos herméticos círculos me acercaba yo con fervor de neófito. Me enseñaron a fumar, a beber aguardiente, a meterme con las mujeres y a jugar al «rentoy». No fui mal discípulo de aquella escuela de rinconetes y cortadillos, y en pocos meses sabía todas las picardías clásicas.

Me cortó la carrera de pícaro, que con tan buenos auspicios comenzaba, la amistad que trabé con tres amigos raros que me salieron.

En el mundo de la fantasía

Eran tres muchachos raros que no se parecían a los demás muchachos que andaban por Triana. Eran tres hermanos tipógrafos, que tenían una imprentita en el hueco de una tienda accesoria. No sé si por amor del oficio, o por qué, lo cierto es que les daba por leer y, convirtiendo la lectura en un verdadero vicio, se metían entre pecho y espalda todos los folletines que caían buenamente en sus manos y los que afanosamente buscaban por toda Sevilla.

La amistad con aquellos tres tipos raros me contagió, y ya no hice otra cosa durante muchos meses que leer desesperadamente con verdadera fiebre. Devoraba kilos y kilos de folletines por entregas, cuadernos policíacos y novelas de aventuras. Los héroes del Capitán Salgan, Sherlock Holmes, Arsenio Lupin y Montbars el Pirata eran nuestra obsesión. Más tarde, empezó a publicar unos cuadernos con novelas de más enjundia una editorial, que, si no recuerdo mal, estaba dirigida por Blasco Ibáñez, y de semana en semana esperábamos angustiosamente el curso de las aventuras maravillosas que corrían nuestros héroes novelescos.

El efecto que la lectura producía en aquellos tres muchachos y en mí era tan intenso, que mientras estábamos leyendo una de aquellas novelas de aventuras, nos identificábamos con el héroe, hasta el punto de que la vida que vivíamos era más la suya que la nuestra. Seguíamos las sugestiones de los folletines con tal fervor, que una semana éramos piratas en el golfo de Maracaibo, y otra, detectives en Whitechapel, y otra, ladrones en las orillas del Sena. Pero la sugestión más fuerte que padecimos fue la de los audaces exploradores de África. Lo que más nos impresionó de todo aquel mundo de la fantasía en que vivíamos fue la figura gallarda del cazador de leones en la selva virgen. Aquella lucha clásica del hombre con la fiera nos hacía desvariar de entusiasmo. En unas tiendas de cuadros de la calle Regina había entonces unos cromos con escenas de la caza de fieras en África y la India, con tan vivos colores pintadas, que ante ellas nos pasábamos horas y horas vibrando de emoción y esperando de un momento a otro que el cromo se animase y la escena de la cacería que representaba prosiguiese. Si este hecho milagroso se hubiera producido, no nos habría causado la menor extrañeza. Había en uno de aquellos cromos un cazador blanco con su salacot y sus polainas relucientes, que estaba rodilla en tierra con el rifle echado a la cara apuntando serenamente a un tigre formidable que clavaba su garra en el pecho desnudo de un negrito. Aquel cazador impertérrito era nuestro ídolo, lo que todos hubiéramos querido ser: nuestro arquetipo.

Hablando y hablando entre nosotros de la caza del león en el África inexplorada, fue formándose en nuestro ánimo la confusa aspiración de cazar leones. Y los cazábamos. ¿Qué se debe hacer —nos preguntábamos en nuestros conciliábulos— cuando se han marrado las dos balas del rifle, y el león, furioso, avanza sobre nosotros? ¿Es prudente bajar del lomo del elefante para auxiliar a un esclavo negro, sorprendido por el ataque súbito de la fiera? Naturalmente, el león moría y el negrito se salvaba.

Llegó un momento en que la realidad, la autenticidad, la plástica de nuestras cacerías era más fuerte que la imposibilidad de encontrar leones en los alrededores de Triana, y como las mayores dificultades estaban ya vencidas por nuestra imaginación, pensamos que lo que menos importancia tenía era irse a buscarlos. Y decidimos solemnemente irnos al África a cazar leones.

Los piratas del Guadalquivir

Los preparativos de la expedición fueron laboriosísimos. Al principio, los cuatro chavales teníamos el mismo entusiasmo; pero a medida que se fueron concretando las cosas surgieron las vacilaciones y las discrepancias.

La primera dificultad era el dinero. Hacía falta mucho dinero para equiparnos, para ganar la voluntad de las tribus salvajes que habían de darnos los guías, aquellos negritos que de vez en cuando debían comerse los leones, y para pagar y dar de comer a nuestra tropa. Y, ante todo, había que fletar un barco. ¿Cuánto dinero costaría fletar un barco? La empresa era superior a nuestra imaginación, y estuvimos a punto de fracasar, no por falta de dinero, sino de fantasía, que es por lo que se fracasa siempre. Cuando los tres hermanos tipógrafos se rendían descorazonados ante la imposibilidad de reunir con nuestros ahorrillos dinero bastante para comprar un barco aceptable y todo parecía perdido, tuve yo una decisión heroica. Vamos —les dije— al corazón de África a luchar con peligros sin cuento; cada día surgirán ante nosotros conflictos mayores que este del barco y necesidades más apremiantes, a las que tendremos que subvenir con nuestros propios medios. ¿Cómo vamos a detenernos ante la falta de dinero para comprar un barco? ¡Si no se tiene dinero para comprarlo, se roba!

Mi audaz determinación produjo en los tres hermanos tipógrafos gran entusiasmo. A la mañana siguiente andábamos los cuatro con las manos en los bolsillos por los malecones echándole el ojo a aquellos bergantines que venían de Dinamarca al Guadalquivir cargados de duelas y bacalao. Yo estudiaba cautamente desde el malecón la cubierta de aquellos barcos, en la que unos marineros, torpones y adormilados, recosían las velas, freían sus tajadas de sábalo o jugaban descuidadamente con el perrillo de a bordo, y me parecía la cosa más hacedera del mundo sorprenderles, tirarlos por la borda, levar anclas y salir navegando río abajo. Mis camaradas tenían algunas dudas sobre el éxito de la intentona. Yo, no. Alguno de ellos tuvo un momento de clarividencia y se separó de nosotros, diciéndonos que estábamos locos. Aquella cobardía no nos hizo retroceder. Tiraríamos por la borda a los marineros daneses y nos llevaríamos el bergantín. ¡No faltaría más!

Decidido esto, nos aplicamos a resolver las restantes dificultades. Para reunir dinero acordamos que todas las semanas ahorraríamos, de nuestros gastos, una cantidad que podría oscilar entre uno o dos reales, y con el fondo común que formásemos compraríamos las armas y los pertrechos necesarios. Varias semanas de ahorro y pequeños hurtos domésticos nos proporcionaron el caudal suficiente para comprar en el jueves dos cañones de pistola, sin culata ni gatillos, y una escopeta vieja, tan inservible, que el baratillero no tuvo de seguro ningún resquemor al ponerla en nuestras infantiles manos. Pero nuestro esfuerzo económico caminaba más lentamente que nuestra imaginación, y pronto advertimos que tardaríamos muchos años en reunir el dinero necesario para equiparnos decentemente como cualquier explorador que se estime. Entonces se hicieron más patentes las discrepancias. Unos eran partidarios de que la expedición se aplazase sine die, y otros de que sin más dilaciones partiésemos inmediatamente. ¿Qué más nos daba tener un barco cargado de pertrechos o no tenerlo si el primer coletazo que nos diese una ballena podía hacernos naufragar y colocarnos en el trance de llegar a nado a una playa desierta, en la que tendríamos que inventarlo todo otra vez? Jamás una expedición ha fracasado por incidente tan insignificante como éste. Pues imaginemos que ya nos ha dado el coletazo la ballena y continuemos como si acabásemos de llegar a la playa desierta. Esta reflexión no sirvió para convencer a todos. Otro de los tipógrafos desertó cobardemente, y al final me encontré mano a mano con el único de los tres hermanos que seguía teniendo fe y estaba, como yo, resuelto a vencer o morir. Nos estrechamos la mano, como dos hombres que éramos, y nos juramentamos para ir al África salvaje a cazar leones, solos o acompañados, con dinero o sin él, embarcados o a pie, con armas o sin ellas.

En cuatro o cinco entrevistas nocturnas y sigilosas nos pusimos de acuerdo aquel bravo muchacho y yo. No esperaríamos más. Prescindiríamos del barco y nos iríamos a pie hasta Cádiz. Allí acecharíamos el primer buque que zarpase para las costas africanas, y ya nos las ingeniaríamos para meternos en él sin ser vistos y pasar el Estrecho. Lo demás, ya se arreglaría en África.

Un poco de dinero no estaría de más, sin embargo. Metí mano al cajón del puesto de quincalla y me hice con unas pesetillas. Ya todo resuelto, llegué una noche a casa, y mi padre, que no debía estar muy satisfecho de mi conducta, me sentó la mano de firme con no sé qué plausible pretexto. Aquel castigo decidió el rumbo que había de tomar mi vida. Le hurté a mi padre el reloj, lo llevé a una casa de préstamos, donde me dieron por él algún dinero, y aquella misma tarde, al oscurecer, salimos de Triana el tipógrafo y yo, dispuestos a dejar el África descastada de leones.

Malas costumbres de los cuervos

Echamos a andar cara al mundo con una alegría y una emoción inefables. Íbamos por la carretera de Dos Hermanas, camino de Cádiz, y cada vez que volvíamos la cabeza y veíamos a lo lejos la silueta de la Giralda fundiéndose en el crepúsculo y la distancia, nos parecía que nos nacían alas en los talones y que aquel mundo viejo y gastado de la ciudad, que las sombras de la noche se tragaban, iba a sustituirlo súbitamente un mundo maravilloso poblado por negros relucientes, elefantes monumentales, leones rampantes, cocodrilos, águilas, aldeas salvajes de radiantes colores, ríos surcados por veloces piraguas y selvas prodigiosas.

El cabecear rumoroso de los chopos y eucaliptos de la carretera movidos por el viento acompañaba nuestros pasos y nuestras imaginaciones. Cuando ya no se vio Sevilla, tuvimos un momento de congoja. No nos dijimos palabra, y apretamos el paso. Noche cerrada ya, caminamos durante una hora, dos, tres… Hacía frío. El campo era demasiado grande y estaba demasiado solitario. Pasamos, sin atrevernos a entrar, por delante de una venta, en la que una cortinilla recogida y la luz rojiza de un quinqué de petróleo me dieron, por primera vez, la sensación y la nostalgia del hogar. Ya debía ser de madrugada, cuando acordamos hacer un alto en la marcha para descansar hasta el día siguiente. ¿Dónde nos refugiaríamos para dormir? No debíamos acercarnos a lugar poblado para no ser descubiertos, pero también era imprudente echarse a dormir en el suelo. En aquel país que atravesábamos podía muy bien haber serpientes venenosas.

Estábamos en un cruce de la carretera con el ferrocarril. Al lado de la vía había unos montones de traviesas y decidimos encaramarnos a uno de ellos y dormir allí hasta que fuese de día. Así lo hicimos. Yo me acomodé como pude sobre uno de aquellos tablones, e intenté vanamente conciliar el sueño. Por encima de nuestras cabezas había visto volar unos pajarracos que se posaban cautelosamente en los postes del telégrafo. ¿Serán cuervos? ¿Estarán acechándonos?, pensé. Como todo el mundo sabe, los cuervos, con sus picos ganchudos suelen sacar los ojos a los jóvenes cazadores de leones que se duermen incautamente en los caminos.