III

¿POR Q?

MICHAELLE ASCENSIO[1]

La comunidad de Guanare necesita superar el caos que significó la muerte de Dayan. Es imperativo que vuelva el orden. Y lo único que puede restablecerlo —porque Dayan no puede resucitar— es una narración. Que diga cómo sucedieron las cosas, y quiénes son los responsables. Que explique qué fue lo que pasó. Tiene que producirse forzosamente esa narración —la cual puede no ser exactamente igual a la verdad jurídica, investigativa, policial, procesal— pero es imprescindible para esa gente, sentir que el orden regresó, por muy precaria que sea la manera.

El caos se evidencia por los hechos. Se muestra a través de lo que sucedió. Cuando uno se pregunta, por ejemplo: por qué el niño no estaba con la mamá; y por qué la mamá le dejó el hijo a quien le pegaba; y por qué la abuela no le quitó el hijo a su propia hija; y por qué el enfermero dijo que no era nada grave lo que mi niño le ocurría; y por qué los médicos no actuaron y dieron récipes en lo que termina siendo una complicidad; y por qué instituciones como la Defensoría no actuaron; y por qué los policías que conocieron del maltrato no detuvieron a las responsables… Entonces uno va pidiendo orden. Y como hay asesinato, uno va pidiendo justicia.

La explosión de la gente en Guanare fue espontánea; todos a uno, para saber qué pasó allí, y para tener garantía de que los responsables fueran debidamente juzgados. Fuenteovejuna.

Es frecuente que los pueblos reaccionen así, frente al caos. Hasta en las familias se intenta poner orden cuando ocurren este tipo de situaciones. Ante las divergencias, lo mínimo que se necesita siempre, es saber lo que pasó. El tema no se puede ir de las manos, y no se permite un comportamiento inusual o inapropiado.

En este caso, la situación se agrava ante el ocultamiento durante tres días de la realidad de los hechos, a la opinión pública. En ese tiempo, cuando la información está oculta, trabaja la imaginación porque urge tener un relato de los hechos.

Y la gente no puede aceptar las cosas que traspasan el límite. Que alguien se muera, eso se tolera, sabemos que no somos inmortales, pero que a un niño lo agredan de esa manera hasta hacerlo morir, eso es traspasar la raya, eso es una transgresión demasiado fuerte, que necesita tener una explicación. Igual, si el responsable hubiese sido una sola persona, dirían: «el único loco que había en el pueblo, se metió con él. ¡Qué mala suerte!». Pero hay una explicación.

Aquí lo que llama la atención es que, en la medida que la investigación avanza, los implicados colaterales van in crescendo, por lo que construir un relato se dificulta, mientras la comunidad trata con desesperación de hacerlo. Quiere que le digan quiénes son los personajes involucrados y por qué actuaron de esa manera. Lo desean y lo necesitan, para que se restituya la confianza en la comunidad. Porque ese crimen pone en tela de juicio a todos: a la institución familiar, a los organismos de protección al menor, a la escuela, y sin ser revelado, también pone en tela de juicio a los demonios que cada persona tiene adentro. Eso asusta muchísimo.

La actuación de Valentina —la mamá de Anney— que trabajaba y estaba entregada al «Señor», genera una situación compleja. Valentina se ocultó tras la máscara de una persona aparentemente religiosa —y en todas las religiones el principio es: no matarás, con eso empezó la civilización—. Valentina es la persona de quien nadie sospecha, a quien la gente salva: «ella no, porque es religiosa», y resulta que es la cómplice. ¿Entonces, qué es la religiosidad? ¿En manos de quién estamos?, puede preguntarse el pueblo. Se resquebraja la fe.

Y aunque el individuo se sabe incierto, porque hay cosas que uno no quiere hacer, y las hace, eso está dentro de unos límites. Cuando la incertidumbre rebasa los límites tolerables por la sociedad y el individuo, ahí es donde se entra en caos.

Los demonios que todos tememos tener, pueden explicar esa reacción violenta del pueblo, cierta culpa. Los sentimientos de quienes conocían o no, a Dayan, se mezclaron. Resulta que, previo al hecho, al crimen, hay una descomposición social, porque cuando observas el deterioro de asuntos fundamentales como la seguridad, e insistes en decir que suceden hechos preocupantes que tienen que ver con ese aspecto, significa que el pueblo ha comenzado a perder la confianza. Porque si tú crees que las instituciones funcionan, te sabes protegido. Pero cuando comienza la descomposición social, el compromiso con esa misma sociedad, con la verdad y la justicia, se fractura. Paradójicamente, eso es lo que no debería ocurrir cuando la sociedad se empieza a descomponer; pero sucede que el individuo que está viviendo ese deterioro, muchas veces no se da cuenta del mismo, porque él también se está descomponiendo. Entonces suele venir la queja, y esa es una señal. Si eso ocurre, es que tú no estás creyendo en las instituciones. ¿Cómo vas a ir a denunciar, o a tocarle la puerta al vecino, si tú ya no crees? Es más, puedes sentir que pones en riesgo tu seguridad. Comienzas a no ver, a no escuchar los gritos, a pesar de que ocurran a tu lado, que es mucho de lo que se cuenta, sucedió con el nazismo.

Se trata de analizar la serie de factores que influyeron en que esto se produjera. Eso es como un alud. No lo dices, no reaccionas, solo porque no crees en las instituciones sociales. Temes denunciar, porque al no confiar, te callas, y se consuman hechos tan dolorosos como este. Después viene la culpa y el remordimiento. «Yo sabía». Y resulta que todos sabían. Y no hicieron nada. A partir de este momento se genera un apoyo entre todos los que no actuaron, a través del cual procuran buscar ahora la verdad. Porque la narración que necesitan construir, es también para ellos desculpabilizarse. Tiene un doble motivo: la verdad y la justicia.

Ser la capital espiritual de Venezuela es una carga moral, en este caso. Es fácil imaginar el orgullo de los guanareños al decir que en ese pueblo reside la patrona del país. Y resulta que allí ocurrió una cosa tan horrible. Tienen que restituir también la imagen del pueblo «capital espiritual de Venezuela». Hay que lavar, borrar, purificar.

Llama la atención que en el desarrollo de este caso, después de la explosión, el pueblo comienza a hablar. A gritos. Es extraño, porque en general el shock impide la narración, la cual se construye dificultosamente. Al principio, la gente, impactada, quiere evadir la razón que lo causó y los detalles del mismo. Más tratándose de un hecho vergonzoso. Es posible que ese hablar delirante, sea una salida a la culpa.

El pueblo narra en ficción. Eso ocurre porque la imaginación forma parte de esa cualidad que nos hace humanos. Solo con hablar, mentimos, exageramos, manipulamos. Porque nunca vamos a referir los hechos con exactitud; cada quien presenta su propia visión, construye sus personajes. Y quien oye, construye lo propio a su vez. Eso forma parte de la capacidad humana, y al hablar, todo esto se revela. Quiero decir que no existe un ser unívoco; sus verdades son múltiples y dependen de la situación, del estado de ánimo, hasta de si durmió, o lo que comió. Y más aún, en una situación, cuando quienes hablan son los sospechosos, que se están defendiendo de una imputación y no quieren decir la verdad porque pudiera ser que ni siquiera la sepan en totalidad. Entonces, la capacidad de mentir, esconder hechos, olvidar entre comillas, decir «yo no estaba», se dispara. Por eso me imagino que las personas que hacen pesquisas de investigación, interrogan muchas veces y hacen la misma pregunta en distintos momentos, o la misma pregunta, con otro verbo. Los imputados están en situación de defensa. Hay que ver lo que es un aparato judicial, por mucho que no funcione, puesto contra unas personas. Aquí ese aparato —aunque no parece bien aceitado, por decir lo menos, en esta investigación— tiene la presión de la opinión pública, que necesita la verdad. Y la verdad que le urge a la comunidad no es la verdad verdadera, que además no puede llegar a ella, lo que necesita es una narración coherente de los hechos para estar tranquila y, sobre todo, para que se haga justicia.

Es notable la ausencia de la figura masculina. Es un mundo de mujeres, y de mujeres atormentadas. Porque todas tienen una historia muy trágica. Allí hay un desequilibrio evidente, independientemente de la relación homosexual, son mujeres con un trastorno. El círculo se amplía con las mujeres, y no aparece la figura de un hombre, hasta que entra el árabe. Un hombre extranjero que podría pensarse como el benefactor de la comunidad, puesto que tiene locales comerciales, pero también podría ser una persona de poder, tanto, que lo vinculaban como muy cercano al ministro del Interior. Esa es la comunidad tejiendo la narración, buscando la explicación a los hechos, por medio de su propio relato. Y procurando la verdad, aparece ese primer personaje masculino que es este árabe, e inmediatamente sobre él se teje una aureola de poder y de vinculación con algunos entes gubernamentales. Esa es una típica salida de narraciones populares orales: lo ven como peligroso, precisamente porque tiene poder. Y todo aquel con poder termina siendo sospechoso, porque inmediatamente la comunidad se divide en: «nosotros los débiles, los que estamos pisados, y ellos, los poderosos, que pueden hacer lo que quieran». Tanto como para salir impunes de un delito cometido.

La justicia detendría el caos, así como la impunidad lo fomenta. Y con justicia sientes un alivio, incluso puedes tener compasión —que es un grado más alto de civilidad— que te permitiría pensar: «pobrecitos, son unos enfermos, o quién sabe lo que les pasó». Pero tiene que haber castigo para los culpables.

En una sociedad donde la impunidad está a la orden del día, el caos se está generando continuamente. Es la razón de que la memoria estuviese viva sobre delitos anteriores, donde los culpables que tenían poder, habían sido protegidos —como el caso en el que estaban implicados funcionarios policiales— y vivían en total impunidad. Eso produce, en cada individuo y en la sociedad, un sentimiento de incertidumbre muy difícil de sobrellevar. Ahí es donde la gente se enferma, se pone agresiva, adicta a sustancias, se alcoholiza. Porque no existen las certezas de lo que la sociedad debe tener para funcionar. Esas certezas no dependen de un individuo, sino de las instituciones. Porque tú tienes que creer que el policía es policía; no que el policía es ladrón. Porque si crees que el policía es ladrón, entras en crisis. Eso es lo que pasa allí. La madre no es la madre, el médico no es el médico, el defensor no defiende, la abuela no es la abuela, el colegio no es el colegio. La imagen de Guanare es de caos. Allí no está funcionando lo que se necesita para que un individuo se pueda levantar tranquilo —creo que en Venezuela, en general— para que vayan los niños al colegio, los padres a trabajar, y saber que el transporte funciona y nadie te va a agredir. Resulta que cada persona tiene que resolver todo solo, porque no confía. ¿El niño tendrá clases? ¿Hoy se irá la luz de nuevo? ¿Encontraré en la farmacia el medicamento? Eso es la incertidumbre.

Hay una transgresión de los límites en todo. Porque independientemente de cómo cada quien decida llevar su vida privada, la gente se sabe comportar. Cada persona tiene un rol social. En este caso, los roles están desdibujados, y parece que todo se permite. Una de las imágenes del caos o de sus definiciones, es que no hay bordes. No hay límites. Los homosexuales tienen sus límites, como lo tienen los ancianos, los niños, todos, porque eso es la vida en sociedad. Se dice muy fácil: «No hagas a los demás, lo que no quieres que te hagan a ti». Exactamente. En cambio en Guanare, tú ves un desbordamiento. Aquí nadie oyó, nadie vio, nadie supo. Eso es contrario a lo que somos nosotros. ¡Si siempre escuchamos lo que sucede al lado! Ahora resulta que en una comunidad como esta, los vecinos se comportan como los finlandeses. Eso es muy extraño. Y es debido a que alguien, habiendo visto, tiene por defensa decir que nada vio.

Aunque la verdad nadie la tiene, porque ninguno puede decir, «esto fue lo que pasó», en el pueblo se produce el delirio lingüístico porque se decidieron a hablar, porque ahora necesitan decir todo lo que sabían, para liberarse. Y porque al hablar, están tratando de construir una narración que los apacigüe. En esa fase están. En el destape lingüístico. Ahora la comunidad dice haber visto videos, saber de los ritos satánicos, de las fiestas, ya no importa si es verdad o mentira, todo entra en esa construcción que con el tiempo se va a ir podando, y que quedará en una narración del caso.

A pesar de que objetivamente nada prueba el rito satánico, la comunidad cuenta con mucha coherencia esta versión. Esa historia es una necesidad, porque esas cosas son del diablo. Y solo introduciendo una figura como Satán, se encuentra explicación al hecho. «Aquí en Guanare, no hay nadie así, tan malo. Esta es la capital espiritual de Venezuela, estamos protegidos; además, aquí hay muchas iglesias evangélicas. Tiene que ser el diablo». Esa es un poco la lógica del asunto. Culpando al diablo, ponemos fuera esa responsabilidad, porque si no, se tendría que acusar a alguien.

Y eso es muy duro. Una acusación puede llevar a la destrucción de los bienes y de la persona. Porque en esa necesidad de restablecer el orden, se encuentra lo que en antropología se llama el chivo expiatorio, es decir: «tú fuiste»; y entonces esa vida, dejó de ser tuya, porque el juez es un gentío, es Fuenteovejuna. Señalar a Satán es una salida para evitar otro derramamiento de sangre. Decir que es el diablo, es una opción. Porque el diablo es inmortal. Nadie puede matarlo. No importa que sea un elemento de escape, porque lo que la comunidad quiere, es orden. Y si diciendo que es el diablo encuentra el orden, estará satisfecha.

Es una exculpación también. Rezan en la iglesia, contra el diablo. «¿Cómo fue que no vi, ni escuché? ¡El diablo me tapó los oídos y los ojos!». En antropología se dice que todas las versiones del mito, son el mito. Todas las consideraciones que maneja el pueblo, con las que construye distintos escenarios de ritos satánicos, en el caso de Dayan, son valederas. Nunca hay una sola narración. Hay varias paralelas. Y todas tienen un valor. Por ejemplo, María Lionza, una de las religiones más importantes de Venezuela, si le preguntas a los adeptos, a los fieles, quién es, van a dar varias versiones: es una reina, es una princesa indígena, es una dama española, es una encomendera, todas son verdad. María Lionza es lo que el imaginario religioso venezolano necesita para construir su creencia. Y eso mismo es la Biblia. Lo humano es así. Como siempre se afirma, la imaginación es desbordante. Lo relevante es que esas versiones no se contradigan, de manera que se junten unas con otras. Así crecen y se enriquecen. Cualquiera lo hace cuando echa un cuento. Lo acomodas con tus propios elementos y reparas debilidades de una versión anterior. Entre todos la acomodan. Después, no se sabe quién dijo qué. No importa, es la versión del pueblo, es la creencia de los venezolanos.

Lo que está fuera de lo común, de lo ordinario, es sagrado. Lo digo por la actitud de la gente al visitar las casas saqueadas donde estuvo Dayan. Ahí ocurrió algo extraordinario: mataron a un niño. Es extraordinario para la humanidad. Gracias a Dios. La gente se lleva objetos, casi como reliquias, pero también como alerta: «que esto no ocurra más, aquí está la prueba de lo que sucedió; tengo un pedacito de la casa donde se cometió el crimen». Eso le da fuerza al relato. Lo materializa. Y lo hace irrefutable.

Lo sagrado es peligroso, pero lo sagrado es también confuso, para bien y para mal. «A Dayan lo mataron de una manera terrible, pero ahora Dayan, es un santo. Hubo una agresión contra él, que lo pasó a otro plano». Él sufrió algo que ningún ser humano debía sufrir, y un niño menos. El tiene la categoría de un ser aparte. Ya Dayan en su condición de sufrimiento, pasión y muerte… no me extrañaría que transcurrido un tiempo, tengamos a Dayan en algún altar popular.

Cada uno internaliza sus valores, de acuerdo con patrones culturales, familiares, personales, de educación, y trayectoria de vida. Es difícil tratar de comprender por qué cometieron este crimen, lo que sucedió, o la maldad; las implicadas, dentro de su deformación, te pueden decir que amaban al niño, y de hecho, Gellinot lo repite muchas veces, y Anney también. Sobre ellas, lo único que puedo decir es que son personas perturbadas. Un especialista lo explicará con autoridad, pero no creo que personas así tengan el mismo amor que nosotros. Sin embargo, pienso que en todos los seres humanos hay un demonio.

Esos casos donde se cruza la vida cotidiana, la justicia, la búsqueda de la verdad, la culpa, son muy difíciles de desentrañar.

Todo se puede recomponer. Guanare lo hará. La esperanza nunca se pierde. Una vez que funcionan las instituciones, y que el pueblo vuelve a creer que las mismas son para todos, y que no hay discriminación por el poder, o el dinero, se restablece la certeza, y retorna la seguridad. El peligro es mantener durante muchos años a un pueblo oscilando. Eso lleva a que se acabe, se diluya la esperanza.

Una cosa es la autoridad, puesta en las instituciones y en los que detentan ese poder, y otra, la internalización de la misma. Aunque el representante de la institución no esté, tú no la vas a transgredir. Cuando se pierde la autoridad por dentro, porque da lo mismo, necesitas entonces una sanción, que te castiguen, te multen, para volver a internalizarla. No tenerla, es una pérdida gravísima.

Cuando Gellinot y Anney —las dos principales implicadas— celebran porque se posterga la audiencia y se sienten salvadas, eso es un cinismo. Ellas, esas personas, son completamente desasistidas. Hay un sentimiento que es el que nos permite entrar en sociedad: la vergüenza social. «Yo no hago eso, porque me da pena». Cuando tú pierdes ese sentimiento, es fatal. Es necesario recuperarlo. El gesto de ellas, el ¿y qué?, tan provocador, tan venezolano, delante de todos, como diciendo, ganamos… ¿Ganamos en la desvergüenza?

Al entierro de Dayan fue muy poca gente por la desconfianza. Nadie quiere ser señalado. Es un problema de doble discurso, en el que está la solidaridad con Dayan y el reclamo de justicia, y al mismo tiempo, el temor: «¿y si me ven ahí?, pueden pensar que yo tengo algo que ver». La gente no está segura del funcionamiento de la institución. Nadie está seguro de sí mismo. Duda de que si va a un tribunal y denuncia a un ladrón, se haga justicia; al contrario, consideran que el gesto se puede revertir en su contra. Se inhiben de actuar, cuando el sentido de un ciudadano debe ser meterse en todo, para su propio beneficio. Son señales de que algo no esta funcionando en una sociedad.

Yo me quedé sorprendida cuando le cortaron las manos a la Virgen de Coromoto. Si los periodistas no lo reseñan, nadie se entera. Esas agresiones a la Virgen, una bala en la cara de la Divina Pastora, pintura a otra imagen, es atentar contra el ancestro divino de Venezuela. De ahí venimos espiritualmente. La Virgen de Coromoto nos protege a todos los venezolanos. Y si nosotros no protestamos con fuerza esa agresión, es porque no confiamos en las instituciones. Por miedo. Eso forma parte de la descomposición. Uno no se da cuenta de los espacios que va perdiendo. De cuánto se va reduciendo la capacidad de respuesta, porque eso no lo llevamos racionalmente.

Los implicados son personas perturbadas, y lo que veo es que tampoco la sociedad tiene controles para descubrir esa perturbación. Porque cuando tú tienes un niño en un colegio, y el niño llega en unas condiciones físicas absolutamente alarmantes, se supone que ese organismo debe acudir a las autoridades y hacerle un seguimiento a esa familia. Si tú a ese niño lo llevas al médico, y el médico lo ve, él tiene que decir: «aquí hay algo irregular con este niño, está sufriendo en carne propia una agresión», y debe participárselo a la autoridad, y esa autoridad debe tomar las acciones. Eso no existió.

No hubo vigilancia sobre este caso. Se presentaron oportunidades objetivas para salvar a Dayan. Instituciones que tenían razones para proceder en este caso. Y no apareció la instancia mediadora, entre la transgresión y la sociedad. Alguno hasta podría afirmar que sí actuó, que sí fue, y la autoridad o la institución, le dijo: «no te metas en eso». ¿Cuántas veces no hemos escuchado esa misma frase?: «Quédate tranquila». Ese quédate tranquila es: no están funcionando las instituciones.

Lo que quiero decir con esto es que hay una complicidad general. Unos, porque no dijeron, otros porque no oyeron, otros por irresponsables, otros por ineficientes, las instancias no actuaron, los que podían actuar, lo hicieron como no deberían, entonces, aquí todos podríamos sentirnos cómplices. Hay que recomponer esto.

Hubo necesidad de que un niño perdiera la vida en unas condiciones tan dolorosas, para que pudiéramos vernos como espejo. Hasta dónde hemos llegado. Es urgente una reconstrucción. Y eso es muy poco a poco. Muy lentamente.

El caso de Dayan es como un espejo de la descomposición en la que está el país.

El pueblo dará su versión, para su estabilidad emocional, psíquica, y para entender. Visto el pueblo, como un sujeto colectivo. La comunidad lo necesita. Y lo va a hacer. Pero cada quien está señalado por sí mismo. Por eso es que no vale la pena ponerse a buscar culpables. La justicia se tiene que encargar. Pero la verdad, es que de alguna manera, estamos todos en el caso.

La justicia debería hacer un buen trabajo que pudiese permitir a la autoridad informarle la verdad al país: «En el caso de Dayan sucedió lo siguiente, y se tomaron tales acciones y medidas, para que no ocurra más». Y entonces allí, todo el mundo reposa. Y dice: «se están haciendo las cosas, para que no vuelva a suceder». Pero hasta ahora, esa no ha sido la respuesta de las instituciones.

Esa comunidad está terriblemente herida. Dayan es un hijo de Guanare. El pueblo está avergonzado. Menos mal, además. No todo está perdido. La vergüenza es un sentimiento que salva.

OSCAR MISLE[2]

La violencia contra niños y adolescentes, y el abuso sexual, se mantienen en el ámbito de lo privado, aun cuando la ley estipula que son delitos. El maltrato y el abuso, no los denuncian. Y no lo hacen porque sienten que eso corresponde a la intimidad y porque también desconfían. Consideran que la institución no va a actuar, o que puede haber retaliación de las partes denunciadas. Porque la gente se siente desprotegida, piensa que si da el paso que significa señalar a alguien que maltrata, agrede, abusa del otro, la parte denunciada puede tomar acciones en su contra. Está permitido hacer acusaciones anónimas, pero generalmente te exigen, muchas veces te presionan, para que haya un nombre, para tener en la investigación elementos menos subjetivos.

La ley existe pero se aplica de manera arbitraria o discrecional; esa es una realidad que tenemos en el país. «Yo aplico la ley de acuerdo con la situación que estamos viviendo, y de acuerdo con los criterios que tengo, a las relaciones de poder, en las condiciones que me muevo. Entonces yo, en determinado momento, soy, o muy severo en esa aplicación de la ley, o muy laxo, muy flexible, o incluso, no la aplico». Ese es el comportamiento.

La gente tiene desconfianza y piensa: ¿realmente valdrá la pena denunciar? ¿A qué me expongo si denuncio? ¿Cuál será la reacción? El denunciante se siente desprotegido. Eso hace que haya complicidad, omisión y también comodidad. Pero también es frecuente el temor de cuál va a ser la reacción que van a tomar los familiares, los allegados o grupos en los que se mueve el agresor, y de qué manera yo estoy protegido. «¿Cómo me garantiza la ley que yo no seré víctima de mi propia decisión de denunciar?».

El caso de Dayan la primera cosa que revela es que el maltrato es entendido como una forma, incluso socialmente, deseable, para educar a los niños. Todavía. Y el maltrato lo diferencian del castigo físico, de hecho la ley los diferencia: en el castigo físico la intención es educar y la intensidad no deja lesiones ni corporales, ni psicológicas. En el maltrato hay lesiones físicas (morados, fracturas, quemaduras, cicatrices, heridas) y, por supuesto, desde el punto de vista psicológico —que son mucho más difíciles de identificar— lesiones graves que se determinan después de que se hace el estudio forense. El maltrato es un delito. Cuando ocurre no se negocia, no se concilia y no puede ser abordado desde una Defensoría, justamente porque es un delito, igual que el abuso sexual.

En Margarita, cuando por primera vez se acude a un organismo para denunciar el maltrato del niño, se actuó utilizando una instancia que no es la pertinente. El defensor, en principio, no puede hacer nada porque es un servicio que está contemplado dentro del sistema de protección de niños, niñas y adolescentes, para resolver situaciones que no son consideradas faltas graves o delitos. Pero él ha debido remitirlo al Consejo de Protección del Niño, que a su vez debe informar al Ministerio Público. Estamos hablando de delito. Allí no se puede conciliar, llamar a la abusadora, víctima y victimario, y llegar a un acuerdo para aplicar una medida, que es lo que hacen los Consejos. No. Ahí hay que hacer un juicio para identificar quiénes son los agresores y cuáles son las medidas que se tienen que tomar.

Puedo aceptar que las maestras no tengan el conocimiento y que hayan acudido a la Defensoría como instancia. Pero la Defensoría, cuando identificó que había una serie de elementos que hacen pensar que ese niño es víctima, o de abuso, o de maltrato, tenía inmediatamente que denunciar ante el Ministerio Público. Solo con el hecho de que no haya asistido más al colegio, ya eso es un maltrato. El funcionario tenía que haber procedido. No lo hizo porque decidió resolver las cosas a través de la conciliación, en unos temas que —repito— no se concilia. Porque son delitos. Ahí no debe quedar duda alguna. Lo demás es desconocimiento, desinformación, falta de preparación, esos son otros temas; pero el defensor no cumplió con la función para la que está encomendado.

La ley está bien y existen los organismos que deben proteger al niño. El defensor se está excusando. Existen los mecanismos, existe el proceso que se debe seguir, cuáles son las condiciones que hay que tener y cuál es el resultado, con las sanciones debidas.

Ahora, el hecho de que existan la ley y los organismos, ¿quiere decir que las personas que tendrían que estar a cargo de eso, están lo suficientemente formadas? Esa es una discusión que hay. Pero ese es otro tema. Y si cuando tú haces la denuncia, la celeridad es o no oportuna, también es otro tema. Pero la ley existe. No podemos decir que hay un vacío, porque una vez que se hace la denuncia, la investigación tiene que ser procesada por el Ministerio Público a través de la medicina forense, y todos los que están involucrados, para identificar la culpabilidad y demostrar que el niño ha sido víctima, existen. No hay excusa.

Cuando un niño es agredido en un lugar público —como ocurrió en el restaurante El Caney de Felo, en Margarita— cualquiera que vea un hecho así, puede llamar a una autoridad y detener al agresor, o como en este caso, las agresoras. No es que puedes, debes hacerlo. Cuando tú eres testigo de manera directa, e incluso de maneta indirecta, y no denuncias, estás cometiendo un delito porque te estás haciendo cómplice por omisión. Porque tú sabes de una agresión, que es maltrato, y eso es un delito. A partir de la reforma de la Lopnna se incluyó el artículo 32A —sobre el castigo físico—, que establece que cualquier persona que vea que maltratan a un niño, debe denunciar. Tiene que hacerlo porque denunciando puede evitar que esa agresión se intensifique, tal como ocurrió con Dayan. Esa es la forma de prevenir. Quien haya visto al niño llorar, quejarse, o con cualquier herida, o si lo dejó de ver, ha debido denunciar.

Este caso lo que nos pone en evidencia, es que tenemos un sistema de protección con instancias que la gente no sabe que existen. Que están en la ley, pero que esta no es aplicada porque es desconocida, hasta por los funcionarios. Lo lógico es que estas maestras y más que estas maestras, la directora del colegio, hubiese ido de una vez al Ministerio Público, en aras de proteger al niño. Que como institución, hubiese hecho la denuncia. Porque ese niño estaba en peligro, y mientras ese niño esté en la institución, ella tiene responsabilidad. Además, la propia madre había confesado que ella y su hijo eran objeto de violencia, aun cuando la historia de trasfondo estaba falseada. Aquí estamos viendo a través de este caso, la radiografía, la evidencia en una persona, de lo que está sucediendo en el país.

Ocurre que los organismos no están cumpliendo los roles que les corresponden. No hay quien haga seguimiento para ver si realmente la instancia que asume un caso, ejerce o no, la competencia que le corresponde, y si actúa o no, con la celeridad debida. Porque en optar —como lo hizo el defensor— por la vía de la conciliación, de los acuerdos, hubo como mínimo, una irregularidad.

La otra cosa es el rol de la escuela. En la escuela, aunque reaccionaron, desconocen la ley, los mecanismos, pero además de eso, el niño se va y no sabemos la historia de Dayan. No sabemos si ese niño era víctima de otros niños, por ejemplo.

Ese niño tiene que haber estado dando una serie de indicios que debían alertar a las instituciones. Esas señales a veces no se toman en cuenta. A pesar de que fue pocos días a clases, las pruebas que estaba dando, eran suficientes.

¿Qué me dice la historia a mí, y a Cecodap (organismo defensor de los derechos de la niñez y adolescencia)? Estamos dejando pasar los indicios de niños que están siendo víctimas, que tienen comportamientos que deben ser tomados en consideración para actuar ¡ya! No se debe esperar a que el niño llegue con la cara partida, con el hematoma en el ojo. Es decir, hay una especie de complicidad por desinformación, por miedo, por comodidad, pero es una constante en todos los colegios, que los niños, víctimas y victimarios, van pasando de grado, y con él su drama. Y no pasa nada. Hasta que llega el momento y llaman a Cecodap, con una fractura, el morado, etcétera.

Hay una historia de vida de Dayan en la que él empezó a dar gritos de auxilio con su comportamiento, al bajar la mirada, a mostrar rechazo a que lo encierren, y seguramente, otras muchas. Debe tener un repertorio de situaciones de alerta, de llamados de atención que no fueron atendidos. Entonces, el sistema educativo, ya viéndolo amplio, no está preparado para este contexto en el que vivimos para atender las señales, y entender que en el proceso evolutivo de un niño, no es normal que una criatura tenga los comportamientos que tuvo él.

Los maestros son padres y madres, y como estamos en una cultura donde la agresión física se justifica para que tú eduques, porque nos educaron así, que «una nalgada a tiempo, evita muchos males», «te pego porque te quiero», «te pego para que seas una buena persona», «gracias a Dios que a mí me dieron duro y mira que ahora soy un profesional exitoso», todo eso que se va manejando, hace que la persona se mueva en una especie de culpa y de miedo: «a mí me pegaron también». Y probablemente menos fuerte de lo que le dieron a Dayan, pero también podemos haber sido víctimas de la violencia en alguna forma, y como fuimos víctimas de la violencia, y los violentos eran las personas que yo más quería, o que debían garantizar mi protección, hay como una especie de honra oculta, contradictoria, en donde de alguna manera, reconocer las agresiones de otro es reconocer las propias agresiones, de las cuales fui víctima cuando niño.

Identificar culpables en la vida de Dayan, es reconocer a los culpables o a los responsables del dolor que me generaron cuando yo estaba pequeño. Y como diría Alice Miller (psicoanalista nacida en Lemberg, Polonia, hoy Ucrania) en el libro El origen del odio, cuando se refiere a que con el cuento del cuarto mandamiento «honrarás a tu padre y a tu madre», el niño maltratado siente que lo que él está recibiendo, se lo merece. En ese texto de Miller hay un capítulo, «¿Cómo actúan los caudillos?», donde encuentras que en ellos hay una historia de castigo físico y maltrato en su infancia. Cómo, en aras del amor, de la justicia, el caudillo, por haber sido agredido y maltratado, justifica su acción y lo refleja en su vida pública, porque de alguna manera tiene que vengarse con otros, lo que le hicieron. Y en su resentimiento, busca un malo afuera.

¿Qué pasa? En esa complicidad, en ese silencio de los vecinos, hay una historia de vida de unos vecinos que les pegan a sus niños también. Porque los quieren, para que sean buenas personas, para que respondan a sus expectativas, porque quieren niños complacientes, pero no felices. «Niños buenos son los que cumplen con las expectativas que yo tengo, y que dejen de ser lo que son o como son, para cumplir las mías». Eso no ayuda porque al momento de hacer una denuncia, no estoy denunciando el caso de Dayan, me estoy denunciando yo. Estoy denunciando lo que le hago a mi chamo.

Por eso cuando el pueblo protesta, la gente pudo haber sentido «nosotros matamos a Dayan». Porque de alguna manera nuestros hijos están siendo víctimas, nosotros también fuimos víctimas de un castigo físico de personas importantes en nuestras vidas, que argumentaron el castigo, diciendo que lo hacían por amor. Es lo que te dice la violencia intrafamiliar. Te encuentras a la mujer que te argumenta: «él me ama, él me pega, pero yo también me lo busco». ¿Dónde aprendió la mujer que alguien que según ella, tiene más jerarquía, el esposo que tiene más fuerza, es más grande, la golpea en aras del amor? Eso lo aprendió en alguna parte. Quien es más grande, más fuerte que tú y además te quiere, cuando tú te portas mal, te puede pegar. A veces se le juzga como la sinvergüenza. Y resulta que aprendió en alguna parte que «todo aquel que me ama, que es más grande que yo, o más fuerte que yo, cumple un rol dentro de una estructura, cuando yo me porto mal». Eso es inconsciente. El agresor dice: «yo la amo con todas las fuerzas de mi alma, pero tengo que garantizar el orden, si no lo hago yo, quién lo hace». ¿Dónde aprendió él, que la persona que tiene el poder, la responsabilidad de garantizar el sustento, cuando se porta mal la persona que depende de él, le puede pegar, porque la ama? En alguna parte lo aprendió.

Cuando tú haces una encuesta en cualquiera de los centros educativos públicos o privados, y preguntas ¿quiénes están de acuerdo con una nalgada a tiempo? —estamos hablando de una nalgada, no de pegarle con un cable— 90 por ciento levanta la mano. Hoy. Quién sabe si algunos no la levantan porque les da pena. Y te dicen que una nalgada puede evitar muchos males. ¿Qué pasa? Al niño le enseñan que la agresión es válida para actuar cuando alguien se porta mal, pero si en el colegio le pega a un compañero que hizo algo indebido, que además es su amigo, le llaman la atención por eso. Y lógicamente no entiende, se confunde. Porque el mensaje es que la única que tiene licencia para pegar, es la autoridad. Por eso es que los caudillos cuando utilizan la agresión en aras del amor, justifican la violencia como un medio válido para que otros se porten según como ellos consideran que deben comportarse. Porque de niño aprendí que la jerarquía, el poder y la fuerza, me dan la potestad de generarle miedo a aquel que no cumpla con lo que yo considero que es bueno, para el país, para el municipio, para la empresa, para la escuela, para la familia. Eso está muy internalizado entre todos nosotros. Y además, lo justificamos. Justificamos que nos hayan pegado, pero no olvidamos, porque esas heridas quedan. Después soy adulto, tengo problemas con mi pareja, entro en competencia permanente de poder con mi pareja, tengo problemas con la autoridad, o con quien jerárquicamente tenga un cargo, y uno se pregunta: ¿de dónde viene todo eso?, pensando que a uno nunca le pasó nada. Pues sí nos pasó, y hay que buscar ayuda de los expertos, psiquiatras o psicólogos.

Es importante desnudar la incompetencia, la inoperancia y la complicidad que están presentes. Pero para poder atender el tema a profundidad, debemos comprender que en la cultura que justifica la agresión como método de enseñanza, es mucho más difícil reaccionar correctamente. Porque incluso los mismos consejeros también son padres, y también fueron agredidos.

Es la parte más difícil de vencer. Hay una psicóloga, Bárbara García, colombiana, que dice que cuando se va a abordar el tema de la violencia, tienes que trabajar los diferentes territorios en donde esa persona habitó. Imagina el territorio donde Dayan estuvo viviendo. Entendemos territorio como la parte espacial, geográfica, la comunidad, el contexto. Pero después está el territorio corporal. Todo ese territorio tiene una connotación: «Guanare, capital espiritual de Venezuela», creencias, significados importantes. Cuando comienzas con esos padres, lo primero que se debe hacer es explorar el territorio más cercano, que es nuestro propio cuerpo. ¿Qué pasó en tu crianza? ¿De qué manera tu cuerpo tuvo que recibir agresiones? Porque ¿cuál es el problema de la nalgada? La nalgada puede ser de baja intensidad física, pero de altísima intensidad emocional. Ese golpe, que tal vez no duele mucho físicamente, te marca emocionalmente.

Tenemos una cultura que no está a nuestro favor para poder enfrentar ciertas situaciones. ¿Por qué la gente omite? ¿Por qué la gente no habla de ese tema? Es que hay una historia personal, en donde si no me dieron el golpe a mí, se lo dieron a mi hermano.

Todos los niños violentados no necesariamente se convierten en agresores, pero todos los niños agresores han sido violentados.

El niño a veces siente, en su afán y necesidad de sentirse contactado, de sentirse cercano, que la agresión es la forma en que la mamá o su entorno le muestra cariño, y como se siente culpable, va siendo tolerante a la agresión, incluso la justifica, la esconde, cuando va al colegio dice: «me pegué con una puerta», «me caí de la bicicleta», «fui yo». Porque hay tres sentimientos que alberga la víctima: miedo de que me pase algo peor; culpa, algo hice mal; y vergüenza, porque causé daño o hice sentir mal a los demás. Esos sentimientos generalmente hacen que el niño calle, que guarde silencio.

El niño va percibiendo que esa agresión —también ocurre en la mujer violentada— es la forma que tiene su entorno de demostrarle su amor.

Hay algo terrible que me pasa en consulta con frecuencia. Cuando trabajo con familia y llega el niño y dice: «yo creo que mi mamá ya no me quiere como antes; ya no me pega». Él entiende que la mamá al no pegarle —porque antes lo hacía, porque quería que fuera una buena persona, porque lo amaba— es desamor. Él, para no sentirse invisible, ignorado, prefiere que le peguen. Además, el niño no tiene la capacidad de determinar que eso está mal, porque quienes lo golpeaban son personas significativas.

Anney, la agresora de Dayan, es hija de un padre violento. Llama la atención que cuando aparece la figura masculina, es el niño agredido, quien es un varón. Se rompe la tendencia de que en las familias la violentada es la mujer. En cambio, en el castigo físico, los más golpeados son los varones porque se portan mal. ¿Qué pasa? En la historia de Dayan se evidencia la razón de por qué los varones suelen ser los más violentos, y por qué en todas las estadísticas de violencia, cuando hay agresores, los protagonistas son varones: Suicidios, tres veces más los hombres que las mujeres; accidentes automovilísticos; en la violencia intrafamiliar, es el hombre quien genera más violencia; violación; alcoholismo, drogas y cualquiera de las adicciones. ¿Por qué la violencia tiene nombre de varón? Ese es un elemento interesante para incorporarlo, porque la estadística lo dice. Se trata de cómo en la masculinidad, el mandato que tenemos nosotros como varones, desde que estamos pequeños, es que la vulnerabilidad, la fragilidad, la sensibilidad, el llanto, no son masculinos, esas son libertades que tiene la mujer, tanto, que cuando la mujer le da rienda suelta a sus emociones, el hombre la manda al psiquiatra, y ve con alivio que vaya a un especialista para que se desahogue y lo deje en paz.

El varón no sabe identificar sus dolencias, su mundo emocional. Hay una imagen de Antonio Pignatiello (psicólogo venezolano) que me encantó: es una canoa, con un hombre y un rinoceronte; en la canoa, en un mar muy profundo y un cielo muy gris, el hombre busca llegar a la orilla, remando con un rinoceronte, lo suficientemente grande para ocupar la mayor parte de la canoa, pero él siente que va llevando a su rinoceronte, que es fuerte, poderoso. Él no se pregunta sobre qué aguas navega. No se lo pregunta, porque a él lo que le interesa es llegar a la orilla, porque preguntarse sobre qué aguas navega, es entrar en profundidades, psicológicas, emocionales. Pero en el fondo, es el miedo a encontrarse con sus propios monstruos. La canoa se voltea, y es allí cuando no sabemos qué hacer con todo lo que encontramos, y por eso aparece la enfermedad. Viene un descontrol muy grande. ¿Qué hago con el rinoceronte? Por ejemplo, ¿lo voy a llevar cargado? Es el drama de nosotros, desconocer nuestro mundo emocional; lo que hace que el varón, lo único que tenga como recurso de sobrevivencia, sea utilizar la agresividad y la violencia.

Volviendo al caso de Anney y su papá —en el terreno de las especulaciones— puede ser que ella, que actúa como un macho, asuma la venganza de lo que le hacía el papá, y se desquite con el niño que es varón. Es un elemento que no se debe despreciar. Tiene una historia familiar donde fue víctima de agresión. Esto no la justifica para nada, pero hace entender socialmente lo que sucede cuando una persona es víctima de la violencia en forma sistemática, cuáles son los caminos que esa persona encuentra para canalizar esas historias que están ahí. Y el camino es destrozarle la vida a otro.

Además, el padre de Dayan tampoco tiene una historia bonita. Un malandro preso y después asesinado. Dayan era un niño abandonado. La única forma que había encontrado de sentir que le interesaba a alguien, fue a través de tolerar las agresiones. Hasta el final, cuando la mamá lo deja solo en Guanare y ella se queda en Margarita. ¡Qué duro!

Y este monstruo que lo agrede, que lo violenta, de alguna manera está atenta a lo que él vive. Distorsionadamente, patológicamente, pero tenemos que verlo desde el punto de vista emocional.

Cuando Dayan es agredido por Anney en ese restaurante en Margarita, el niño no lloró. Porque se ha hecho tolerante a la agresión, porque ha entendido que esa agresión él la merece, o se ha acostumbrado a ella. Nos vamos a meter en aguas profundas. Está en la historia de muchos, con seguridad. En esta historia vuelve el tema del problema de la nalgada. Si como niño siento que alguien puede tocar mi cuerpo, contactarlo, impactarlo, para que me comporte de manera adecuada, pero me genera dolor —porque la nalgada duele— ¿por qué no permitir que alguien me toque, no solo para que él se genere placer, sino para generarme placer a mí mismo? La línea entre el castigo físico y el abuso sexual es muy fina. ¿Por qué no dejar que un tío o cualquier otra persona a quien quiero, me toque? Recordemos que en abuso sexual, 80 por ciento son personas cercanas y donde hay vínculo. Y no es que la persona penetre al niño, sino que crea un clima de confianza con caricias, muy parecidas a las que le damos las personas que le brindan afecto, solo que quien abusa va cambiando el tipo de caricia en la medida que tiene la confianza y el acercamiento. Entonces el niño entiende que así como te pegan para que tú seas bueno, por qué no dejar que te acaricien para que seas bueno, de acuerdo con los requerimientos de otro. En muchos casos, la gran mayoría de niños abusados sexualmente, han sido castigados físicamente. Porque se hicieron tolerantes a que su cuerpo sea tocado, para satisfacer las expectativas de otro. No le busquemos más vueltas.

La actuación de los médicos en el caso de Dayan, y esto es delicado, porque los médicos dicen: «a mí me llegan muchos casos en los que yo sé que el niño no se cayó. Sé que no se dio un golpe con la puerta, ni con la punta de la mesa. Y cuando es abuso sexual, sé que no es una laceración en el ano, si no que ese niño fue víctima de violencia. Pero yo me quedo callado, porque si hago la denuncia voy a tener que ir a la Fiscalía a declarar, y para empezar no tengo tiempo para hacerlo, y si lo hago, me pongo en peligro, me pongo en riesgo, porque esos muchachos viven en un barrio —en el caso de los sectores populares— y me puedo buscar un problema por el que me quiten la vida». Entonces el médico se hace cómplice, y enmascaran los diagnósticos, o mejor dicho, describen la lesión, pero no dicen qué la produjo. Cualquier médico sabe por el tipo de lesión cuándo se trata de una agresión, para corregir, o para abusar sexualmente. Por el temor que hay a la desprotección del denunciante, esos médicos guardan silencio. Y en la historia de Dayan hubo un silencio guardado, independientemente de que le hayan dado socorro o atendido. En el caso de ese niño, había que actuar. Debían acudir al Ministerio Público y hacer la denuncia.

En todas las lesiones de Dayan hubo testigos, médicos que no actuaron por negligencia, miedo, o comodidad, pero son cómplices. Quienes lo atienden, según he leído, algunos tienen que ver con su condición de homosexual, amigos del grupo, y otros en su condición de hombre. Ningún récipe de Dayan es firmado por una mujer.

Las maestras, quizá en su condición de mujeres, son las únicas que aparecen lanzando la voz de auxilio. Aquí hay una complicidad de unos hombres. Habría que analizar el valor que le da un hombre a la agresión, a diferencia de una mujer. Cuando a un padre le llega su hijo golpeado de la escuela, la respuesta es: «usted le devuelve su coñazo». Tenga la edad que tenga. De alguna manera, la violencia es respondida con violencia, y se justifica.

Por eso los médicos que omitieron, los especialistas, son los más responsables, porque son quienes pueden, desde su experticia, su conocimiento, decir, «aquí hay indicios de que este niño está siendo víctima».

Están los vecinos, que también son cómplices. Ellos resolvieron el asunto como hacen los testigos de un niño acosado en el colegio. Al principio se hacen cómplices, hasta que alguno de ellos que ha sido víctima, revienta. No podemos olvidar las historias personales de quienes están involucrados en el caso de Dayan. Habría que ver el rol del enfermero en la vida de un niño que no tiene papá, y que es él quien lo cura, quien lo socorre. Es un hombre, es una figura importante. Así Dayan debe haber visto a Yure, quien además de enfermero, cumplía otro rol ahí. Una figura masculina que de alguna manera se ocupaba de él, aunque haya sido cómplice. Está claro que él como enfermero, estaba obligado a ser un denunciante.

Esta historia muestra también cómo la orientación sexual tiene que ser vivida en la clandestinidad porque no hay tolerancia. Nosotros en Cecodap nos vamos dando cuenta de que detrás de la violencia hay una profunda intolerancia a la diversidad. Y una profunda intolerancia, al niño como niño. Dayan fue como una especie de chivo expiatorio, dolorosamente. Sobre él, todo el mundo descargó sus propias rabias, frustraciones. Lo impresionante de este caso es cómo un solo ser de 5 años, vulnerable, recibe las formas de violencia más atroces posibles. Él recoge tortura, maltrato, abuso sexual, hasta que lo matan. Pero además, se da en un contexto donde hay una serie de personas en el entorno que no actúan, porque estamos en un país que ve la violencia de manera natural, cotidiana y hasta banal. Matan niños. En este país, podemos hablar de un promedio de más de 100 menores de 18 años al mes, víctimas de la violencia. Y me quedo con una cifra conservadora.

Cuando la violencia forma parte de la cotidianidad, es difícil identificarla, reconocerla. Y esto no es de exclusividad nuestra. Escuché una reflexión de la periodista Andrea Bárcenas, en Colombia, hace 26 años. Ella decía que en su país hubo una masacre donde mataron un montón de campesinos, y salió en la prensa y no pasó nada; pero a un perrito de la comunidad le cortaron la cola, y fue un escándalo. La masacre era parte de lo predecible, lo cotidiano, y la vieron natural.

Este caso nos está diciendo: no es normal, no es natural, no es conveniente ni adecuado que se utilice la agresión contra un niño y que nadie haga nada, porque así como él hay miles de niños en el país que están siendo víctimas de la violencia. Y ese delito se sigue manteniendo en el ámbito privado, no se denuncia, porque se desconfía del sistema de protección. Y lo más terrible es que para muchos casos denunciados, no existen programas para atender al niño agredido. El niño necesita recibir la atención psicológica y psicosocial para que pueda sanar sus heridas; pero cuando van al programa, las personas que no tienen recursos reciben la cita para dentro de dos meses. Eso es mucho, una semana es mucho, para un niño que ha sido víctima de la violencia.

Es terrible decirlo, pero hay muertes que no pueden ocurrir en vano. La única forma de que esa vida trascienda, es que ese hecho nos alarme y nos ponga atentos a todo lo que está sucediendo. Ese niño necesitaba atención oportuna, en un programa que le permitiera abordar los efectos de esa violencia, y no la tuvo. Y necesitaba que alguien lo salvara, y nadie lo hizo.

Si ese niño agredido no tiene una atención, él instala que la agresión es válida para poder obtener un objetivo. Volvemos a la historia de los caudillos. Cuando un niño —dice Alice Miller— es víctima de violencia en la familia, él siente rabia, siente frustración, impotencia, pero es hacia alguien con quien tiene un vínculo. Socialmente no está permitido que tú juzgues de manera inadecuada a la persona que te cuida, o quien te tuvo, padre o madre. Entonces ese niño, ¿cómo se expresa, sin que él se sienta culpable, o con miedo, o con vergüenza? Él lo va guardando, y va teniendo problemas, primero con la autoridad, porque él tiene que sacar eso. A veces lo descarga con animalitos, o con sus juguetes. Es una rabia que necesita drenar. Eso explica la reacción hacia Gina, la muchacha que lo cuidaba, cuando Dayan le dijo: «maldita perra, ojalá te mueras». O contra su maestra Rossany, cuando la acusó de agredirlo, después de patearla. La ira la verbalizó, o la materializó, pegándole a alguien.

Hay casos de agredidos que, en cambio, se encierran y terminan en adicciones como manera de canalizar la frustración y el dolor. O somatizan y se enferman.

El cuerpo empieza a tener una voz, incluso de autoagresión, porque ha sido antes víctima de agresiones. Ese niño va creciendo resentido, y va sintiendo que contra alguien él tiene que vengarse, y en su formación, va buscando cuáles son los pretextos válidos para actuar contra quien considera que actúa de maneta equivocada. Su dolor, su frustración, sus heridas, comienzan a morder. ¿Cómo muerde una herida que no ha sido sanada, sino que ha sido más bien reprimida? Comienza a utilizar pretextos, y de adulto, en aras del amor, la justicia, la equidad, la igualdad de oportunidades y la transformación de la realidad, saca todo aquello, busca un enemigo, un culpable de su propio drama, porque no lo ha podido resolver.

Lo interesante del libro de Miller es cómo en el registro de caudillos, de dictadores, hubo una historia de maltrato, de violencia, no canalizados, sino más bien simbolizados a través de una acción pública, en donde ese personaje hace mal a otro, agrede, ofende, descalifica, vengándose de las propias agresiones de las que fue víctima. Como no puede decir que fue agredido, actúa a través de la violencia. Así nacen las guerras.

¿Cuántos niños no estarán siendo agredidos igual que Dayan en este momento, en este instante? ¿Y cuántos cómplices están callados, por miedo, por desconfianza al sistema? ¿Cuántas medidas no se han tomado porque se está acudiendo a las instancias equivocadas?

Otro tema a analizar es cuál es el rol que toca como familia. Cómo se entiende la maternidad, en el caso de Gellinot. Porque la maternidad está mitificada como algo bonito y bueno. Y Gellinot tampoco tuvo papá. Nada es casual. No es para justificar, pero una mujer que nace de un hogar sin padre y cuya relación con los hombres es de inestabilidad, seguramente está resentida con la figura de hombre como tal, tanto, que se busca una pareja mujer. Y no porque la orientación sexual condicione, no depende de eso —es una elección voluntaria, igual que la heterosexualidad—. Sin embargo, eso tiene una carga simbólica. Esta mujer que no tiene padre, decide ser madre y padre a la vez —que es otra cosa que hay que desmontar, nadie es padre y madre a la vez— genera que el niño busque a un padre, así fuera el enfermero, con una imagen devaluada. Imagino cómo Dayan, en su percepción de hombre, se debe haber sentido merecedor de lo que le estaba pasando.

¡Si nosotros entendiéramos cómo los niños en esos primeros años, captan, asimilan, y después reproducen!

Detrás de cada uno de estos personajes podemos estar nosotros, e igual que ellos, haber tenido una historia de vida, en donde —aunque no la tengamos consciente— estemos actuando de una determinada manera, porque así nos acercamos a esa persona que nos trajo al mundo. Actuando como él, o como ella.

Es notoria, en este caso, la ausencia de hombres. No es casual que el niño, que es un varón, que además es vulnerable, pequeño, recoja con ensañamiento, toda la rabia del entorno de mujeres que está a su alrededor. Y eso no justifica a nadie, lo que muestra es a una sociedad enferma.

Noventa por ciento de los homicidios son hombres que matan a hombres. Tiene mucho que ver con la manera como son educados los varones, y las expectativas de lo que es ser varón. Es un agresor porque la única emoción que él puede manifestar, es la rabia. La otra no se la permite, porque si no, no es macho. No es un hombre.

Los hombres no sabemos identificar, desde el punto de vista emocional, eso que a la mujer le es fácil decir: estoy triste, o me siento deprimida, o estoy melancólica. Muchas veces en las relaciones de familia, por esa cultura de formar al hombre para que sea macho, es el hombre quien hace infeliz a la mujer, porque le pega, la maltrata, la obvia, no la toma en consideración, no la comprende, no la entiende, la juzga, porque la mujer —y utilizo otra vez ejemplo de la canoa con el rinoceronte— si la canoa se hunde, se pone su máscara de buceo, y sin que nadie la mande, se lanza a descubrir el mundo marino.

¿Por qué lo de Dayan? Todos ellos actuaron por algo, y detrás de cada una de esas vidas, hay una historia. Para analizar lo que ocurrió debemos salirnos de la dicotomía de buenos y malos. Yo conversaría con los involucrados, investigaría su historia familiar, para comprender, entender, llamar la atención de otros. Por ejemplo, el nombre de la mamá del niño, Gellinot, es copiado de una yegua famosa. ¿Qué significa en la vida de una mujer, llamarse como una yegua?

Determinando el por qué, logramos entender los desencadenantes de cosas tan terribles que tienen su origen en esos temas de los que no se habla, que no se mencionan, ni sobre los que se indaga. Porque dan elementos para pensar, para desvelarnos como sociedad.

Gellinot tiene nombre de yegua, una yegua sin padre, que tomó distancia del hijo. ¿Qué significa la relación de género en eso?

Por otra parte está la figura de Anney, que es una mujer pero actúa como un hombre. ¿Por qué ella se convierte en esa familia de mujeres, en un referente importante?

¿No nos está pasando a nosotros como venezolanos, que una figura que utiliza el poder, la agresión, la fuerza, se convierta en una persona interesante, a la que hay que respetar? Nos dice mucho como cultura, que esa persona que ejerce poder, que ejerce control, que agrede, yo la tolero y se lo permito.

En el caso de Gellinot, la aceptó de tal manera, que le entregó a su hijo. Le dio su hijo a su verdugo. ¿Y no será que nosotros venimos de familias donde han estado verdugos, o de realidades, con la que hemos convivido con verdugos? Verdugos que te pueden hacer daño físicamente, pero también socialmente, o te pueden intimidar, generar dependencia, y que nosotros, aun sabiendo que esa persona es mala, esa persona está. Tanto, que Anney decide quedarse con el hijo, mientras la madre, no.

¿Cuántas mujeres podrán verse reconocidas en Gellinot? Que quizá no delegan en Anney, pero lo hacen en un hombre. ¿Qué figura representa Anney? La autoridad, con el control, el poder, y así fue aceptada y asimilada. Ni siquiera en sus declaraciones a la policía, Gellinot responsabiliza a Anney de lo que le sucedió a su hijo.

¿Por qué esa mujer siendo un monstruo, una figura que generó tanto daño, fue tan valorada y tolerada, protegida en algunos casos, en una sociedad? Incluso amada ¿Qué nos dice eso, como país? Porque esa figura algo representa, algo mueve en el lugar que ella estaba ocupando, porque si no, no la amaran, no la quisieran, no compartirían con ella. Debe ser que ella, en su forma, en su estructura, expresa la violencia y la agresividad que muchos tenían reprimida, históricamente.

Está el ensañamiento de ella contra Dayan, ¿por qué lo permitieron los otros?

La perciben como una sobreviviente que no se queda pasiva frente a las cosas que vive, que es ruda, se defiende, y los demás que saben que es así, la ven con la capacidad de intimidarlos y hacerlos dependientes de ella, hasta tal punto, que no son capaces de ponerla en su sitio. Eso también sucede socialmente.

Conocer el origen de los involucrados no minimiza para nada la crueldad de su comportamiento. Pero es importante que se entienda que probablemente la crueldad de esos personajes no es ajena a mí. Y que yo, aunque no tenga el mismo procedimiento extremo con mis hijos, muchas veces puedo estar proyectando, actuando impunemente, utilizando la violencia como medio, porque no he resuelto la de mi familia.

En este crimen hay mucha vida oculta, historias que desencadenaron en un drama colectivo, en donde la soledad, el abandono, la violencia, la agresión, marcó la vida en una personita, que es el centro de este drama.

La comunidad habla mucho del deterioro moral de Guanare. La gente se queja de la violencia —como el resto del país— pero ellos lo resienten, así como el desate sexual. Yo considero que nosotros fuimos siempre un país muy reprimido, lo somos todavía, ¿en qué sentido? En que para manejar una imagen, incluso internacional, somos solidarios, gente buena. Pero todo ese mundo tiene escondida, enmascarada, una serie de experiencias, de discriminación, de exclusión. Y entonces llega al poder una persona que comienza a sacar las miserias que estaban entre nosotros, pero que teníamos reprimidas. Lo que estaba contenido se regó, y ahora no sabemos qué hacer. ¿Qué es lo que pasa? Es probable que toda esa opacidad la veíamos de manera natural, haciendo un poco el paralelismo con lo de Guanare, que no pasaba nada y pasaba de todo, y vino un detonante que sacó a flote aquello que estaba reprimido. Porque no puede ser que Venezuela esté así de pronto.

Es cierto, ahora hay una anarquía y se perdió el respeto. ¿Pero había respeto antes? ¿Por qué ahora el país está así, si todo estaba bajo control? Tal vez había represión. Creo que pasamos de un extremo, donde les teníamos miedo a nuestros padres, al extremo, donde les tenemos miedo a nuestros hijos. Es el derrumbe de esa estructura que no era real. Y nos preguntamos, ¿por qué ese personaje llegó allí?

Buscar dentro de nosotros para determinar situaciones y responsabilidades, genera dolor, genera rupturas, tratamos de ver a quién le echamos la culpa de lo que sucede, porque no queremos asumir la responsabilidad que cada uno tiene, sin que eso signifique que no hay un gran responsable.

Nunca seremos el mismo país de antes. Transformaremos una situación, pero quedará la cicatriz. El perdón no es olvido. Hay que pensar en la cuota de responsabilidad que nos toca a cada uno de nosotros para que Venezuela sea diferente, porque si no, caemos en lo mismo: volver a creer en alguien que ofrece cantos de sirena.

Ojalá logremos entender que los cambios se van a dar no cuando sentencien a los responsables del crimen de Dayan —que sucederá, y eso está bien— sino cuando cada uno pueda identificar su propio problema, y pueda entender su vida, lo que ha ocurrido con sus relaciones, historias que le sirvan de espejo. Y tienen que pasar cosas fuertes, dramáticas, dolorosas, para poder darnos cuenta que en una comunidad donde no pasaba nada, pasaba de todo. Pasaba de todo porque permitieron que sucediera esto tan grave. Por eso el nivel explosivo fue tan grande.

Quién sabe si en la destrucción violenta de las viviendas o locales comerciales, la gente sintió que estaba destruyendo su propia historia.

Casos como el de Dayan, encubiertos, enmascarados, que estén aconteciendo el país, son un explosivo. En el tema de la violencia algo está sucediendo que se nos fue de las manos. El temor es que lo que ocurrió en Guanare en pequeño, explote en Venezuela en grande. Porque la gente está frustrada, está asustada, matan a la gente y no pasa nada. Hasta ahora.

ÁNGEL OROPEZA[3]

Lo que ocurrió con Dayan, más allá de cualquier terminología o explicación científica, es una tragedia, porque lo peor que puede ocurrir en sociedades como la nuestra, que están en transición vital, es acostumbrarse a este tipo de situaciones.

Un fenómeno importante que se ha encontrado en Venezuela, es que las cifras de homicidios, y las tasas de criminalidad en general, tienen correlación con la tensión política. Si retrocedemos un poco en el tiempo, notaremos la aparición de «picos» de violencia —que no es solo tasa de homicidios, es además: crueldad, ensañamiento, es decir, cantidad y cualidad— cada vez que hay momentos de tensión política. Los hubo en el año 58, cuando la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez; luego en el 68, cuando el paso de gobierno de Acción Democrática a Copei, la primera entrega histórica del poder, a un partido de oposición; después, cuando el Caracazo —el estallido social en 1989—; cuatro años más tarde, en 1992, con el golpe de Estado de Chávez, y meses después, la intentona de Grúber Odreman. Luego la tasa se mantuvo estable hasta el año 1998. Estamos hablando de unos 3 mil 500 a 4 mil homicidios en promedio por año, entre esos seis años. Hasta 1999, cuando Hugo Chávez asume el poder, y la tasa de la violencia pegó otro brinco que no ha bajado, al contrario, ha venido en ascenso, hasta llegar a los 19 mil homicidios registrados en 2011.

Ese aumento de la violencia, tanto en número como en la parte cualitativa, tiene que ver con el hecho de que cuando hay tensión política, la gente pone en duda la autoridad, y hay una especie de relajamiento de las normas, donde estas empiezan a ser cuestionadas. Y eso impregna toda la sociedad. Además, la relación entre política y criminalidad viene dada porque las tensiones políticas, cuando se presentan, refuerzan la polarización social, y una sociedad polarizada, tiende a ser menos cohesionada, menos sólida, y en consecuencia, presenta un mayor nivel de inestabilidad social, una de cuyas manifestaciones típicas es la violencia generalizada, y el aumento de la inseguridad y la criminalidad. En este sentido, la polarización y la exacerbación de la tensión política —tan rentable para algunos poderosos— no solo erosiona las bases de confianza y de convivencia mínimas necesarias para el funcionamiento social, sino que termina provocando, indefectiblemente, mayores niveles de conflictividad y violencia. Por eso, lo peor que puede sucederle a una sociedad, es que comience a acostumbrarse a estas cosas. Porque va aceptando como normal situaciones que son realmente tragedias patológicas, y se adormece progresivamente la capacidad de respuesta y de organización, para evitar que ellas ocurran.

Lo importante en el caso de Dayan, antes de colocarle una etiqueta científica, o psicológica o psiquiátrica, es insistir en que, por encima de cualquier consideración o explicación, se trata ante todo de una tragedia social. Debería ser una llamada de atención, una especie de grito de alarma sobre ¿qué ha pasado en Venezuela, que estas cosas ocurren, y además con una frecuencia inusitada?

Toda sociedad tiene sus formas de escape. La gente busca adaptarse, incluso a las cosas malas. Bien minimizando su gravedad, o bien negando que ocurran. Esto último es lo que los freudianos denominan el mecanismo de defensa de la negación, por cierto, uno de los mecanismos más primitivos, y que reflejan mayor inmadurez emocional en la persona, y que consiste en negar el acontecimiento, «eso no está pasando», como una forma inmadura de evitar que me afecte. Un concepto también útil para entender estos fenómenos de escape psicológico, es el llamado «modelo del alivio del estado negativo», acuñado por Robert Cialdini (psicólogo estadounidense). Según este concepto, cuando la gente se siente mal, sea porque infligió daño a alguien, o porque presenció una situación de daño a alguien, se genera de manera natural en el ser humano, desazón, angustia, incomodidad. De hecho, en una cantidad de estudios se ha encontrado que parece ser un fenómeno universal y transcultural, casi innato, que el ser humano, desde edades muy tempranas, ante la visión de otro ser humano sufriendo, tiene una reacción de alteración fisiológica; algo pasa en el organismo, que le afecta lo que está ocurriendo. Frente a esa desazón, a esa molestia de ver a alguien sufriendo, o por infligirle daño a otro, decía Cialdini, la gente busca aliviar cuanto antes ese estado negativo. Lo ideal sería aliviarlo mediante la prestación de ayuda al otro, pero no es la única forma, hay otras. Si yo puedo aliviar el estado negativo corriendo, escapando de la situación, minimizando su impacto, negándola, o cualquier otra cosa, si el efecto es el mismo, recurro a ello. Puede ocurrir lo que este investigador llama la necesidad humana «del alivio del estado negativo». De ese estado que provoca incomodidad psicológica, procuro salir de alguna manera. Y muchas de esas formas desadaptativas para escapar de la incomodidad, implican negar que la situación exista, que tenga la gravedad que realmente tiene, o que me involucre de alguna manera. A veces el adaptarse a estas situaciones pasa por buscarle explicaciones falsas o reduccionistas, como: «lo que ocurre es que el mundo está ahora así», «hemos perdido una cantidad de valores», «es un problema mundial», o cualquier cosa que lleve a adaptarse, a restarle importancia, en una palabra, a intentar reducir de manera inadecuada e inmadura, la molestia psicológica que genera el sufrimiento ajeno.

La muerte de Dayan y todo el caso en general, hay que analizarlo en dos planos, en dos dimensiones. Una, es la más individual, la de los involucrados, su patología, sus anomalías psicológicas, su perversión social. Esa es una dimensión, la del victimario. Y otra, también importantísima, es más de respuesta social, que pasa desde quienes por complicidad, emiten reposo para que el niño no vaya a clases, hasta los que cierran los ojos frente a lo que sucede, o aquellos que conociendo lo que ocurría, mostraron indiferencia y no les importó.

Ambas dimensiones deben ser analizadas. En la primera, la del victimario, con lo que se conoce de Gellinot, la mamá de Dayan, pareciera ser el caso de alguien a quien probablemente le preguntas si está viviendo lo que soñó vivir a su edad, te diría que no. Pareciera ser el típico perfil de alguien que está llevando una vida de frustración, arrastrando una existencia no grata, y de repente encuentra una fuente de satisfacción, o de placer o de felicidad, que es esta muchacha, Anney. Por similitud con otros casos, a veces hay situaciones en las que no se entiende fácilmente cómo es posible que alguien ponga en riesgo a sus hijos, a su familia, su trabajo, cometa conductas casi delincuenciales, por un novio que la golpea, o por un amante que le provoca dolor pero le dice que la quiere. Y en el fondo, la explicación es: esta persona, Anney, se convierte en la única fuente de gratificación vital para Gellinot. Por similitud, he conocido muchachas que son parejas de jóvenes malandros, traficantes de drogas en el barrio donde viven, que las golpean, las humillan, las denigran, las violan en su integridad, en su dignidad, y sin embargo ellas siguen pegadas allí; saben que quien está a su lado es un malandro, que les hace daño, todos los amigos se lo dicen, pero resulta que los ratos de placer que pasa con él, o de gratificación, compensan un poco lo gris de su vida. Una vida que no tiene ninguna otra fuente de satisfacción, o de propósito. Eso por supuesto no la excusa, ni la justifica. Pero al menos explica, al igual que en el caso de muchas otras personas, cómo se es laxo con el comportamiento del otro, hasta el extremo de permitir que atente contra algo tan sagrado como un hijo.

La condición de homosexual no explica este tipo de conductas. Si acaso, la homosexualidad pudiera incidir marginalmente en este caso, porque algunas personas de esta condición tienden a comportarse como expresiones de minoría, y que sabiéndose minoría, desarrollan ciertas conductas particulares de protección, prevención del rechazo, de fortalecimiento de los nexos entre ellos, para protegerse justamente de las críticas y los ataques de los otros. Eso sucede con los homosexuales, y con cualquier otra minoría racial, étnica, religiosa, política. Es ese querer aferrarme del otro que comparte mi misma condición, justificando ciertas cosas. Extremar la fortaleza del afecto con los míos. Para nada se ha demostrado que la homosexualidad, como opción sexual de vida, justifique o tenga relación con este tipo de actuaciones. Si la tiene, es en cuanto genera comportamiento de minorías. Es más sobre lo mismo: empiezo a perdonar, a ser laxo con mis pares y a aferrarme a ellos, pero como mecanismo de protección de los ataques de afuera, de quienes no son como yo. ¿Eso pudo haber contribuido? Posiblemente. Pero no creo que lo importante venga por allí.

La ausencia de la figura masculina es distinta al rechazo activo a la figura masculina. La ausencia es un fenómeno natural en Venezuela. La cantidad de hogares maternales, matriarcales sin la figura del padre, es una cosa, y otra muy diferente, el rechazo activo a la figura masculina paternal. Hay hogares donde hay rechazo a la figura paternal, porque se le asocia con situaciones hostiles o desagradables. ¿Hasta qué punto pudo haber funcionado una especie de mecanismo de asociación o de condicionamiento, entre este niño por ser varón, y el rechazo a la figura masculina? No sabemos. No lo podemos descartar, dado el tipo de saña, de violencia, pero reitero, la sola ausencia de figura masculina no está asociada con conductas patológicas.

El rechazo a la figura masculina sí pudiera generar en algunos hogares, ciertas patologías o trastornos, porque puede asociarse cualquier hombre, no importa su edad, con el que me provocó ese dolor o daño anterior.

¿Qué sería de Dayan, si hubiese sobrevivido? Es difícil saberlo, pero con toda seguridad hubiese desarrollado serios problemas psicológicos, por estas dificultades y traumas a los que fue cruelmente sometido. Alguien que empezando la vida tiene que lidiar con el dolor sin ninguna explicación, y que además, ese dolor venga provocado e infligido, justamente por quienes tenían que protegerlo, eso, en el mejor de los casos, te genera una personalidad altamente inestable, porque los llamados a darte protección y cuido, son quienes te hieren. Entonces, nunca se logra establecer un piso estable de seguridad afectiva, de seguridad vital. Si no desarrolla eso, no puede montar nada encima, en términos de armazón psicológica. En el mejor de los casos, hubiera crecido con una inmensa cantidad de problemas, porque carecería de piso afectivo inicial, de base emocional para desarrollar una estructura estable de personalidad. No es pensar que mejor que haya muerto, eso jamás, pero en casos como el de Dayan, donde el desenlace no es la muerte, es igualmente condenable, por la cantidad de secuelas psicológicas y conductuales que genera.

Con respecto a la conducta agresiva, para no hablar de la conducta del maltrato, que es una subconducta específica de la conducta agresiva, hay también algunas cosas que decir. Hoy en día se considera a la violencia como un fenómeno multicausal, en el cual concurren una cantidad de variables que tienen que ver con la crianza, factores biológicos, el medio en que se mueve la persona, el tipo de socialización, muchas, pero por supuesto, el haber sufrido un aprendizaje traumático, una experiencia de violación o agresión en tu contra, haber observado, haber aprendido que la respuesta agresiva es válida en el entorno, que es una respuesta utilizable, por no decir aceptable, agredir a otra persona. Eso, claramente, eleva la posibilidad de incurrir en la agresión. No estamos diciendo que todo agresor viene de una infancia agresiva, porque se han encontrado casos que no son así, tampoco decir que todo maltratado genera maltrato mañana, pero ciertamente se elevan las oportunidades de que ocurran este tipo de conductas, porque se introduce en su repertorio interno existencial, esta experiencia, por lo que la posibilidad de que se repita hacia otra persona es mayor.

¿Por qué ocurren estas situaciones? ¿Por qué le hicieron eso a Dayan? Aquí hay que pasearse por dos posibilidades, una generosa y otra más dura. La más generosa habla de alguien que tiende a minimizar el hecho. Es alguien que le pega al niño, lo maltrata pero no lo ve tan grave, porque eso, para esa persona, es normal. «Es normal pegarle a los muchachos». Entramos en lo referido antes. Si yo también fui maltratado, si en mi casa todos se pegan y me pegan, ya yo aprendí que golpear a otro, reaccionar con violencia, forma parte de un repertorio aceptado, posible. Frente a una frustración, respondo con agresión. La hipótesis generosa es que el agresor no ve la gravedad de su violencia, bien la ejerza él u otro.

No quiero salirme del tema, pero se ha encontrado en numerosos estudios según los cuales muchas mujeres en nuestro país aceptan violación a sus derechos, caso típico de violencia familiar o conyugal, porque no se pasean por la posibilidad de que no sea así, «No es que me guste que me peguen, eso duele, pero ¿y es que acaso, los esposos no les pegan a las mujeres?». Es como si al casarse, compran una cantidad de condiciones, entre las cuales está que los maridos les pueden pegar. O lo aceptan como parte del paquete. «No me gusta. ¡Si no me pega, mejor! Pero cuando me casé, sabía que los maridos les pegan a las mujeres». Por ello, parte de la dificultad para ejercer los derechos de la mujer, es el desconocimiento de que esas cosas no son permitidas, que ni siquiera son legales, que la mujer tiene derecho a alzar la voz, y a denunciar cuando es golpeada.

De este ejemplo, al caso de Dayan, la hipótesis generosa es que esta gente, considera que su comportamiento, es una conducta «aceptada».

La hipótesis no tan generosa habla de conductas mucho más patológicas. Por ejemplo, la intención de hacer daño, quizá por asociación a una figura masculina a la que se odia, el hombre es malo por concepto, el macho es un ser que debe ser humillado, sometido, antes de que él me someta a mí. El niño es macho, y por asociación lo agreden. Hablamos de conductas claramente patológicas, que canalizan su frustración «hacia el único ser indefenso que tengo, porque si la canalizo hacia otro, me puede devolver el golpe». Usan al niño como una especie de saco de boxeo, como depositario de las frustraciones. Esto por supuesto, sigue siendo patológico, y que lo expliquemos no quiere decir que lo estamos justificando. Se abre así, un abanico de posibilidades hacia esta gente, que va desde una lectura más aceptable, hasta la más dura.

Lo cierto es que puede que ellos agredan a Dayan, y no le vean la gravedad al asunto. Eso perfectamente puede suceder. Hay un nivel superior de culpabilidad o de perversión, que también es probable que ocurra: «yo sé que le estoy haciendo daño, sé que lo estoy haciendo sufrir, sé que esto es grave, y por eso lo hago». En este caso, estamos hablando de niveles, donde la intención consciente es dañar, y la asumen como tal.

Hay todo una gama de posibilidades que explica por qué actuaron estos cinco señalados de esta manera contra Dayan. ¿Cuál ocurrió? No me atrevería a decirlo, pero en ningún caso, los excusa.

Lo claro es que son imputables, juzgables. Aqui no estamos hablando de insania mental, ni incapacidad de distinguir el bien del mal, ni falla de juicio —capacidad de distinguir lo real, de lo que no lo es—, nada que permita decir: esta gente no sabía lo que hacía. Ellos sabían lo que hacían, sabían que el niño lloraba porque dolía, porque una violación, un mordisco, un cigarrillo en la piel, son dolorosos.

Aquí el riesgo es que por querer irnos al campo científico, de explicar todas las posibilidades de antecedentes de esta conducta perversa, olvidemos que la única lectura que nos debe interesar es la de un niñito sufriendo. Que no tiene por qué saber cuál de todas estas opciones es la que se produce. Porque el sufrimiento está ahí. Le duele, sea porque la persona le hiere porque a los «machos se les hiere», sea porque considera eso normal, o porque es un sádico perverso. Debe quedar claro, que una cosa es explicar formalmente la cantidad de situaciones probables, y otra, que el daño infligido es el mismo.

¿Cualquiera de nosotros puede ser uno de estos seres? Sería forzado decirlo, porque sería como afirmar que la conducta humana es aleatoria. Y eso no es verdad. La conducta humana es altamente explicable, porque es mayoritariamente aprendida. Sobre la marcha, hay una cantidad de factores que la explican. Tú vas incorporando al repertorio de conducta, lo que por socialización, maduración, aprendizaje, vas adquiriendo a lo largo de tu vida. Y eso explica, en términos de probabilidad, que tú te comportes de una manera o de otra. Por ejemplo, con el tráfico desesperante que no nos permite llegar al trabajo, ante esa frustración, que la sentimos todos, algunos reaccionamos angustiándonos, llamando por teléfono a ver qué se puede hacer para explicar por qué llegamos tarde, tocando corneta, y ahí comenzamos a subir la respuesta, hasta el que agarra la pistola y le cae a tiros a quien está delante. ¿Estamos todos propensos a sacar la pistola para caerle a tiros a alguien? La posibilidad es muy remota. Tendría que haber en nuestro repertorio de conducta antecedentes y elementos que se combinen para explicar eso, y en todo caso, eso no es lo natural, ni esperable.

Considerando elementos de socialización, ¿por qué se dice que la impunidad es generadora de criminalidad? Porque la gente aprende, y esto es explicado desde los tiempos de Skinner, que toda conducta que se refuerza se mantiene, y la que no se refuerza se extingue. Por eso las sociedades tienen un sistema de premios y castigos. Porque no se puede confiar solo, desde el punto de vista de la organización macrosocial, en la bondad natural de la gente. A nivel individual es posible que sí, pero a nivel de organización social no se puede dejar la marcha de la sociedad, al juego aleatorio de las bondades de las personas. Entonces se monta un sistema de premios y castigos, de modo que las conductas adaptativas porque nos benefician a todos, sean premiadas, y las conductas disruptivas o que nos perjudican, sean castigadas. Cuando alguien, de repente, decide tomar la justicia con su propia mano, porque otro lo insultó o le hizo algún daño, esta persona decide el castigo y puede hasta asesinar a agresor. Para evitar eso, hay un sistema de premios y castigos, en donde el Estado se reserva el monopolio legítimo de la violencia —para eso se llama Estado— de manera que lo que haces es denunciar al infractor ante el Estado, quien se encarga de apresarlo y de castigarlo. Todo esto para evitar que la gente incurra en la violencia individual porque eso generaría anarquía y caos. Cuando la gente siente que el Estado no cumple con esa función, comienza a entender que es más barato cometer un delito, porque me permite tener un reforzamiento inmediato de lo que yo quiero. Porque estoy convencido de que el castigo, o no llega, o llegará demasiado tarde. Esto se parece a una frase que dijo un político venezolano hace muchos años, Gonzalo Barrios: «aquí se roba, porque no hay razones para no robar». Habría que determinar si en Venezuela se delinque, hasta el extremo de matar a la gente, porque no hay razones para no hacerlo.

Y aquí entramos también en el terreno de la incapacidad de postergar la gratificación. Se supone que la gente adulta se caracteriza por generar en el transcurso de su camino a la madurez, capacidad de postergar la gratificación. «Entendiendo que no todo lo que quiero, lo tengo. Puedo diferir mi deseo, un poco más allá, mis ansias por un objeto, dinero, o incluso respeto», porque te recuerdo que, desde los estudios de Alejandro Moreno (sacerdote venezolano, director del Centro de Investigaciones Populares), se ha descubierto que a edades tempranas, muchas de las conductas que explican la delincuencia juvenil, más que la adquisición de cosas materiales, es la necesidad de respeto y reconocimiento. Si por el contrario, necesito la gratificación ya, porque me urge ser respetado y tomado en cuenta, recurro a cualquier medio para hacerme de ellos, del dinero, del bien o del respeto, y le paso por encima a la vida de una persona, porque en el fondo me convencieron de que eso es un bien tangible, y que el castigo es muy poco probable.

Cuando tienes una sociedad que se mueve en estos niveles, no puedes detener la delincuencia porque estás luchando contra la posibilidad de obtener beneficios ya, versus la posibilidad de ser castigado casi nunca.

Ahora bien, esa es una cosa, y otra que alguien diga que todos estamos sujetos o propensos a cometer delito. No. Claro, no hay acres 100 por ciento buenos, o 100 por ciento malos, pero se supone que esa proporción la aprendes a gerenciar en la medida en que vas madurando.

¿Es más fácil ser malo que ser bueno? Si esto lo ubicamos en un contexto de impunidad, donde ser malo no genera consecuencias negativas para ti, definitivamente, ser malo es mucho más fácil. Porque ser bueno significa una etapa superior del desarrollo humano. Desde el punto de vista ontológico del desarrollo de la persona, el niño pequeño, no porque sea malo, sino por razones de propia maduración, pareciera egoísta, porque lo primero que requiere es establecer la diferencia de lo que soy yo, de lo que no soy. Un niño chiquito no sabe dónde termina su «yo», entonces por supuesto, empieza a decir «esto es mío, y esto es tuyo». No porque sea egoísta, sino porque tiene que saber «qué es lo mío, y qué lo tuyo», como parte de su desarrollo cognitivo. Después empieza a guiar y moldear su conducta por socialización parental, de la escuela, de la iglesia, de los medios de comunicación, del Estado, los agentes socializadores. Se inicia en el aprendizaje de que para poder convivir, tiene que ayudar a los demás, saber que las cosas de los otros se respetan, para buscar la aprobación social. Y el niño comienza a hacerlo, no porque sepa qué es bueno, o qué le conviene, sino porque eso genera premios de aprobación social, que reforzarán esa actitud. Esas son las primeras etapas. Luego, en etapas posteriores, el adulto joven va internalizando esas normas. Entiende que no hace falta la aprobación social o el refuerzo externo «para que yo me porte bien», sino que sabe que eso es necesario: «empiezo a creerlo». Y la última etapa es donde la gente ya no lo hace, ni por aprobación social ni porque internalizó normas exteriores, sino porque entiende la bondad superior, hasta el placer intrínseco de ayudar a otro, la bondad de servir al otro, la conducta altruista. No porque me la premien, ni porque es socialmente deseable, sino porque yo disfruto hacerlo. Es la trascendencia. Una etapa más elaborada, superior, del desarrollo ontológico del ser humano. ¿Más fácil es quedarse en las etapas primarias? ¡Claro! Por supuesto. Quedarse en las etapas primarias es: «¿me quedo siendo malo?, ¿ser malo es menos complicado?». Sí. Es menos complicado, es más primitivo, es hasta más frecuente porque todos comenzamos allí. Debemos evolucionar hacia etapas superiores, y no todos lo logramos.

Por eso ser «malo», o mejor dicho, ser egoísta, es un territorio más seguro, si no tienes un condicionamiento social que haga que eso tenga consecuencias. Es lo que pasa hoy en Venezuela. El contexto social no genera consecuencias, y «yo puedo ser malo», y eso, no solo no es castigado, sino que es castigado «ser bueno», porque paso por bobo, o se puede revertir «en mi contra». En cambio, muchas veces, ser malo o egoísta, es reafirmado socialmente. Es sinónimo de ser vivo, ser chévere, incluso en ocasiones, «ser malo» es hasta premiado, tal es el caso de algunos discursos políticos, como: «así se defiende la patria». Cuando tengo eso, revertirlo es muy complicado. Y ahí cabe, sí, la afirmación de que ser malo, egoísta, es más fácil, menos complicado. Primero, porque son estadios más primitivos del ser humano, salir de allí es más complejo, y segundo, el contexto actual venezolano, no ayuda a que eso genere consecuencias.

Pero lo anterior es muy distinto a la afirmación de que todos estamos en posibilidad de asesinar. Eso ya es otra cosa.

En ausencia del Estado sancionador, en el sentido del Estado que ejerce el monopolio de la violencia legítima, todo se distorsiona. Un ejemplo es el caso de los saqueos, el Caracazo, en 1989; si se echa para atrás, cuando en una tienda de electrodomésticos veíamos a algunos llevándose bienes, y la gente buena presenciaba que los demás actuaban así, sin que nada los detuviera, al cabo de un rato, mucha de esa gente «buena» o «decente», empezó a entender que ser «bueno», era perjudicial. «Porque si soy bueno, tengo que pagar 3 millones de bolívares por un televisor». El malo se lo llevó sin que se generara alguna consecuencia, es más, causó hasta aprobación. «Ser bueno me perjudica. Mejor entro, robo el aparato, y salgo». Si además, al salir con el televisor, lo felicitan, la conducta es reforzada.

Las causas de la violencia se han estudiado muchísimo, y volvemos con el concepto de pluricausalidad, porque la violencia es un fenómeno multicausal. Ahí concurren cualquier cantidad de fenómenos, desde la impunidad, que es una de las mayores, hasta la pérdida de influencia de la familia, de la religión, la relativización de los agentes de socialización, y factores como el hacinamiento. Con respecto a este último se han hecho estudios de cómo se pueden generar conductas delincuenciales solamente por hacinamiento, en una ciudad artificial. En un laboratorio de ratas, si se modifica solo la variable de número, y vas agregando ratas a la ciudad; llega un momento en que aumentaste tanto el número de individuos por metro cuadrado —en este caso, por centímetro cuadrado— es decir la densidad poblacional ha aumentado tanto, que empiezan a aparecer las ratas delincuentes, sin que medie más nada. Lo único que ha cambiado es la variable densidad. Las ratas comienzan a agredirse unas a otras. Aparecen las ratas mafiosas, que se asocian con dos o tres, para robarle la comida a una. ¿Las ratas fueron entrenadas para eso? No. Simplemente reaccionan a la reducción ostensible de su espacio vital. Esto les genera frustración y responden ante ella con agresión. Igual pasa con los humanos. Es que la gente necesita cierta expansión vital, un espacio físico mínimo para poder desenvolverse. Tú ves en el tráfico caraqueño, la expresión tan frecuente de conductas de violencia. Porque cuando se constriñe a la gente, o se aumenta la densidad poblacional —el caso de las cárceles, donde no puedes ni respirar porque te tropiezas con el otro— se generan situaciones de frustración, ante las cuales se responde con conductas de agresión. Por eso decimos que la violencia es un fenómeno tan complicado, porque en su génesis concurren desde variables como la impunidad hasta factores como el hacinamiento, sin contar con otra gran cantidad de elementos. El Observatorio Venezolano de Violencia (sistema integrado de información), por ejemplo, ha identificado en nuestro medio, algunos de los principales factores que fomentan, o facilitan, el fenómeno de la alta tasa de violencia en nuestro país. Y menciona el menor control por parte de las familias, la acelerada y desorganizada urbanización, la presencia de mayores aspiraciones sociales al lado de una menor capacidad y oportunidad para satisfacerlas, el desempleo y subempleo, la cultura del machismo, el aumento del mercado de la droga, el consumo de alcohol, la deserción escolar, el incremento de armas de fuego en la población, la incapacidad para expresar verbalmente los sentimientos, el discurso político de polarización y división, la segregación, el hacinamiento y la impunidad, para nombrar los más importantes.

No se debe perder de vista que lo crucial es entender que la violencia es explicable, y además es aprendida. Y si es aprendida, se puede desaprender, se puede disminuir. Si no, ¿cómo es que ciudades que estaban entre las más violentas del mundo, como Medellín o Cali, desaparecieron de las listas? Porque detectaron los agentes que causan violencia, y los atacaron, como política de Estado. Por más que se diga que la violencia es un fenómeno pluricausal, no es para desesperanzarse por la complejidad de factores, al contrario, se puede concluir que no es una conducta innata en la gente, ni estamos condenados resignadamente a sufrirla. No hay pueblos más violentos porque sean genéticamente así. O por una cantidad determinada de glóbulos rojos. No. Somos violentos porque hemos aprendido a ser violentos, porque nos han llevado por condicionamiento social a ser violentos, como respuesta adaptativa. Eso se puede cambiar, y revertirlo. Esa es un poco la esperanza del final del cuento. Conclusión fundamentada en hechos concretos, en ejemplos de sociedades pequeñas y sociedades grandes. Si se tocan los factores que la explican, se empieza a ver cómo el fenómeno se revierte. Y eso es importante, porque frente a lo que le hicieron a Dayan, encuentras muchos discursos generadores de desesperanza, de frustración, que no ven salida, o discursos de «somos así, los venezolanos». El «somos así», lleva automáticamente a la explicación de «no tenemos remedio» porque «somos genéticamente así». Y eso es falso. No somos así. Estamos así, que es distinto. Es una fotografía, explicada por las circunstancias políticas, sociales, culturales y de aprendizaje, del momento.

Dayan puede ser esa fotografía de una circunstancia determinada en una población, en la «capital espiritual de Venezuela». Pero lo que ocurrió allí, no pareciera estarse discutiendo con la profundidad debida. ¿Dónde está el peligro, o lo lamentable de esto? Podemos decir que este es un caso aislado, por lo tanto lo extraemos con pinzas, lo ponemos afuera, no cuestionamos, y decimos: «es que hay una gente que está loca, que es enferma mental, que cumplió un rito satánico»; y otra cosa es abordarlo, en tanto expresión de lo que somos. No caigamos en el extremo de decir que «todos somos culpables de lo que pasó con Dayan», porque al final eso no explica nada, pero tampoco debemos irnos al extremo, de que «no tengo nada que ver». Cuidado. Sucede y debe llamar la atención, analizar por qué, y más si no es un caso aislado, porque se repite con frecuencia. Volviendo a lo que decía Cialdini, también las sociedades generan actitudes, buscan matizar la culpa procurando el alivio del estado negativo, es decir: «no me gusta pensar que somos malos», por lo tanto prefiero convencerme de que «aquella gente está loca», lo cual aligera el malestar. Afirmar, «yo no tengo nada que ver», es una actitud que puede confundirse con escape, y eso, no es sano, ni inteligente, ni adecuado, ni adaptativo. Es una especie de negación.

La actitud adecuada es huir de los dos extremos. Insisto en que no se trata de decir «todos somos culpables por la muerte de Dayan», porque esas expresiones tan genéricas no conducen a nada. Ese crimen fue cometido por unas personas que tienen una historia de patología que, sin conocerlas, se entiende que son gente con personalidad sociopática, que carecen de la capacidad de empatía afectiva con alguien. Cuando tú eres capaz de hacer sufrir a alguien, por la razón que sea, y más a un niño que es indefenso, y más cuando eres llamado a darle protección, en el mejor de los casos, hablamos de la imposibilidad de una empatía afectiva, por ponerlo en términos muy suaves. Una personalidad sociopática no puede entablar relaciones de empatía con nadie. ¿Esta gente es así?

Sí. Evidentemente, más allá de cualquier otra explicación. ¿Todos somos así? No. La mayoría tiene capacidad de ser empática con otra gente. Ya por ahí, no todos somos igualmente responsables. Pero huyendo de ese extremo, no caigamos en el otro de pensar que eso no tiene nada que ver con nosotros, ni que tampoco tiene nada que decirnos. No. Se está repitiendo con mucha frecuencia. El fenómeno de maltrato infantil, de la violencia familiar, el número de homicidios, la saña de los homicidios, no solo matar a alguien, si no descargar una cacerina completa, solamente por el placer de hacerlo con el convencimiento de que no voy a ser castigado. Eso nos tiene que cuestionar como sociedad. Y no puedo decir, «ese es un problema de las autoridades, o de los curas o de los políticos». Porque se trata de mi familia. Si yo me siento parte del país, es un problema mío.

Creo que la postura correcta es: el caso de Dayan qué me dice, qué me cuestiona como sociedad. Qué hay que revisar. Por qué está ocurriendo. Qué puedo hacer desde mi metro cuadrado de influencia, para evitar que se repita. Qué cosas tenemos que empezar a cambiar. Esa es la postura correcta, sin caer en los extremismos.

La explosión de Guanare, con rostros consternados, es una ¿exculpación? El problema con las conductas de masa es que una cosa es la masa y otra los individuos que la conforman. Varias teorías tratan de explicarlo. Desde la famosa hipótesis del doctor Le Bon en el siglo XIX (psicólogo social francés), que planteaba que la gente sufre un proceso de desindividualización cuando se incorpora a una masa.

Hoy en día la Psicología no explica el asunto, tal como lo refiere Le Bon. Él decía que la gente deja de ser quien es. Que se transforma en una cosa, cualitativamente distinta. Y eso no ha encontrado respaldo empírico en las investigaciones, al menos, no planteado de esa forma. Lo que sí es cierto es que la masa permite el anonimato, cierta relajación en los controles de conducta. Por ejemplo, cualquiera incapaz de insultar a alguien, en el anonimato de un estadio se atreve hasta a lanzarle objetos a un árbitro. Porque en ese momento no es un individuo, es una ficha más, del gentío gritando.

Ahora, ¿cuántos de los individuos que participaron en los saqueos en Guanare, lo hicieron por genuina indignación? ¿Y cuántos lo hicieron como una forma de aliviar su culpa, o su propia omisión, o responsabilidad? ¿Cuántos lo hicieron por el simple mecanismo de venganza natural, por aquello de ser jueces, como son jueces en las cárceles quienes matan a quien viola a un muchachito? Ponerse a explicar todas las posibilidades individuales, es muy complicado.

Lo que sí se ha comprobado en la Psicología es que pareciera universal que al niño, desde edades muy tempranas, observar el sufrimiento de otros, le produce alteraciones en varios parámetros fisiológicos. Se altera su actividad cardíaca, su respiración, la respuesta eléctrica de la piel. De alguna forma se genera un estado de alteración y disconfort. Por supuesto, la pregunta es: qué hace que después, ya en edades posteriores, las reacciones sean distintas entre diferentes personas. El que a alguien le puede parecer normal y a otro indignante, el sufrimiento del otro, ya forma parte del proceso de socialización y de aprendizaje de la persona. Pero la respuesta de alteración —para no llamarla indignación— ante el sufrimiento de alguien, pareciera universal. Sin embargo, una cosa es que sufras esa alteración, o incluso que sientas dolor, que sientas pena, lástima, y otra muy distinta, es que hagas algo. La brecha es grande, y así lo refieren John Darley y Bibb Latané, dos psicólogos estadounidenses que hicieron una investigación que terminó acuñando el término de «El efecto del espectador». Ellos se vieron afectados por un acontecimiento que ya es historia, el asesinato en presencia de sus vecinos, de una señora llamada Kitty Genovese; estamos hablando de finales de 1964, en Nueva York. (Un violador y asesino en serie, la apuñaló durante media hora. Abandonó la escena, después de atraer la atención de un vecino; regresó 10 minutos más adelante, y acabó el crimen. Reportes periodísticos informaron de 18 testigos que estuvieron mirando las puñaladas, sin intervenir, o entrar en contacto con la policía. La sociedad se conmocionó y extensos análisis concluían que Estados Unidos se había convertido en una sociedad fría y sin compasión. Fue solo al final, cercano a los 45 minutos, cuando alguien decidió actuar. ¿En qué demonio nos hemos convertido, que permitimos que estas cosas pasen?, se preguntaron algunos. Otros hablaban del placer del circo). Estos psicólogos dijeron: vamos a escaparnos de las explicaciones fáciles, y veamos qué ocurrió. Y una de las cosas que encontraron es que la gente estaba sufriendo. Estaba sintiendo lástima de lo que estaba pasando. No había para nada placer. Había dolor, angustia, pero ninguno se sentía impelido a actuar, porque entre la lástima y la acción, hay una brecha. Ellos se dedicaron a estudiar eso, y crearon lo que se llama en Psicología Social «el modelo decisional de la conducta de ayuda», que identifica cinco pasos, o estadios, por los cuales las personas transitan, hasta finalmente decidir si ayudan al otro en estado de emergencia, o no. En el fondo, lo que plantean Darley y Latané es que la gente procura casi cualquier excusa para no ayudar, aunque sienta lástima, o perciba que tú estás en una emergencia. La persona se va haciendo una cantidad de preguntas. ¿Lo que percibo es emergencia, sí o no? En ese caso, me siento obligado a actuar ¿sí o no? Si me siento obligado, ¿me siento con la capacidad de hacerlo? ¿Sé cómo hacerlo? Va buscando una cantidad de excusas, casi sin reparar en ellas.

Estos psicólogos decían que la gente evita ayudar porque hacerlo tiene costos. Implica esfuerzo, complicarse la vida, salir de la comodidad, entenderte con las autoridades. En esos términos, es más caro ayudar. Más tarde, otro psicólogo, Irving Piliavin, encontró que la gente ayuda con base en un cálculo casi inconsciente de costo-beneficio. Es decir, si los costos de ayudar son muy altos y los costos de no ayudar son bajos, no ayudo, simplemente.

¿Cuáles son los costos de ayudar? Tiempo, esfuerzo, responsabilidad, salir de la comodidad, quizá hasta el riesgo del ridículo. ¿Cuáles son los costos de no ayudar? Vergüenza, de pronto me siento cuestionado en mi autoestima, desaprobación social. Hay beneficios de ayudar: sentirme bien conmigo mismo. Ante una situación X, la gente hace un cálculo muy rápido de costo-beneficio, y en función de ese cálculo, actúa.

Estos no son los únicos modelos explicativos. Hay autores que afirman que no todos somos así. Pero a lo que voy es que la gente muchas veces puede estar percibiendo que ocurre algo anormal, pero la tendencia aprendida es: «no te compliques la vida, eso no es problema tuyo». Otro concepto de Darley y Latané es lo que ellos llaman la «difusión de la responsabilidad». Estos investigadores afirman que contraintuitivamente, se ha encontrado que mientras más personas estén presentes en un hecho de emergencia, más se reduce la posibilidad de que alguna actúe, porque se dispersa la responsabilidad individual. «¿Por qué yo? ¿Por qué no lo haces tú?». La gente se queja porque hay robos en el Metro delante de mil personas; tal vez, si el asalto ocurre en el Metro, con una sola persona, esa te ayuda. Pero al haber mil, todos se indignan, sufren, nadie se ríe, pero dicen: «aquí hay mucha gente ¿por qué ellos no ayudan?». Entonces, a veces puede pasar —y no hablo específicamente del caso de Dayan, ni de Guanare— que la gente perciba, se dé cuenta de que algo anormal sucede, puede no gustarle y no sentir placer por eso, puede molestarle, pero el costo de intervenir es más alto o más caro, que el costo de no intervenir.

Si además consideramos que eso se genera en una sociedad donde hay tan alta impunidad, la conseja de «no te metas en problemas, no revuelvas esto», el miedo en verse involucrado en una cantidad de trámites burocráticos, policiales, administrativos, el hecho de poder ser víctima de represalias en su contra, todo eso contribuye a que la gente no se meta, o que minimice el problema, o voltee para otro lado, o lo niegue, o diga «no pensé que fuese tan grave». Cuando suceden estas situaciones, y después se descubre que sí era grave, empiezan las reacciones. Algunas son de legítimo dolor, de indignación, pero también están las que se plantean: «cómo compenso esto: ahora sí quemo la casa». Lo que no previste antes, lo resuelves con una reacción inadecuada, después. Entonces «pido venganza, clamo por la cabeza de los responsables», y lo que está buscando es expiar su culpa. Trata de lavar, de sentirse bien.

¿Eso ocurre con todas las personas? No, para nada. Ahí en Guanare, posiblemente hubo gente muy indignada, legítimamente preocupada, pero con toda seguridad, también hubo gente que estaba buscando cómo equilibrar sus propias culpas. La culpa de la omisión, de no estar presente, de no estar pendiente, de la anomia, de pensar que la gente es extraña y no tiene nada que ver conmigo, de que lo que pasa con el otro es problema de él.

¿Será cierta la ceremonia del rito satánico con Dayan? Siempre es posible. En la historia, esta clase de ritos se han asociado con violencia o crueldad. Hay evidencia de sobra, por aquello que el recurrir a una fe, me exculpa de las responsabilidades terrenales: «yo puedo jugar con la vida y con la muerte». ¿Puede ser? Sí. ¿Sucedió? No lo sé. También es probable que lo del culto satánico se esté usando como exculpación. Otra vez la estrategia de sacar las cosas con pinza, recurrir a una explicación extraña, ajena a nosotros, una variable completamente artificial, externa, como lo es el culto satánico.

Atribuírselo a Satán es una manera de sacarlo de mí. No en balde la gente que piensa que la vida no está en sus manos, si no que depende de una especie de fuerza superior, en algunos casos el azar, en otros el destino, en el fondo termina por generar conductas de dependencia, de sumisión, donde relativiza los conceptos del bien y del mal.

Intentar expiar la culpa es una conducta universal, así como tratar de adjudicar las culpas a otros. Por eso hay que tener cuidado con que la referencia a cultos satánicos y fanatismos de este tipo, no termine siendo una explicación que puede ser cómoda, por lo artificiosa, y que puede generar librarse de responsabilidades.

Hay una tercera opción, y es que además de servir como expiación parcial de la culpa, le agrega un toque de atractivo adicional. ¿Por qué mucha gente se deleita en historias de muertos? Por aquello del roce con lo inexplicable, lo aparentemente sobrenatural. Si a la muerte de Dayan, hecho tan dantesco y doloroso que ya de suyo es obsceno, le agregas un toque pseudorreligioso junto a posibles apariciones, brujerías, y esa cantidad de cosas, termina por convertirse en un hecho que llama la atención, y contribuye a la mitología popular.

Mucha gente necesita asirse de fantasmas sobrenaturales para darle sentido a su existencia. Y ese es el origen de muchos mitos y de pseudorreligiones, que en el fondo son muy alienantes. Un caso tan terrible como la muerte de Dayan puede que se relacione con algo sobrenatural, que sea una especie de castigo divino. Entonces el niñito se convierte en un enviado de Dios, quien lo mandó a sufrir. Se asocia con ciertas imágenes de un Dios sádico, «lo mandó a sufrir por nosotros». Esas conclusiones, que son producto de un tipo particular de aprendizaje, las vas sumando y sumando, y al final, Dayan terminará siendo un santo. Puede ocurrir, sin que sea un invento deliberado de alguien. ¿Qué es lo inadecuado de esto? Que terminen todos sacándolo de sí, apartándolo. Y que lo de Dayan no te cuestione como sociedad porque fue «Dios quien así lo quiso», o «fue Satán», o «él estaba predestinado por la vida a sufrir por nosotros». Son una cantidad de explicaciones haladas por los cabellos, pero que son muy frecuentes. El efecto es el mismo. Te distancia del problema, y tú no tienes nada qué hacer, nada qué decir, ni cuestionar, nada que incidir, porque es decisión divina, o de Satán, o de quien sea de por allá. Esa es la parte convenientemente tranquilizante.

Llama la atención las agresiones a las figuras religiosas. A la imagen de la Virgen de Coromoto, por ejemplo, le cortaron las manos.

La fe puede ser un mecanismo liberador del ser humano. Llevarte a ser la persona posible, potenciando tus capacidades, orientándote a la plena realización humana y social, o por el contrario, puede ser un mecanismo de opresión, de alienación, lo que Marx llamaba, el opio de los pueblos. Depende de cómo concibas la fe y de cuáles sean sus contenidos. Si para algunos la fe es sinónimo de escapismo, huir de mis responsabilidades terrenales porque solamente me debo a una deidad superior, estamos hablando de una creencia alienante, y cualquier cosa que rivalice o choque con esa deidad, o con esa fe, es amenazante. Los dogmáticos pueden ser gente muy violenta, porque la fe, sea religiosa, ideológica o política, es lo único que le da sentido a su vida. Generalmente los dogmáticos y los fanáticos son gente de una vida muy frustrada, de poca riqueza experiencial. Y su gratificación mayor viene por su membresía o adhesión a una fe política, religiosa, deportiva, lo que sea. «Me convierto en muy dogmático, porque cualquier cosa que rete la veracidad de eso, es un atentado contra mí. Cualquiera que, por ejemplo, piense que mi equipo no es el mejor, o cualquiera que crea que mi líder miente y no tiene la razón, cualquiera que diga que mi Dios, como yo lo entiendo, no es verdad, esa persona no se mete con el líder, ni con mi Dios, sino que siento que se mete conmigo, que está amenazándome a mí, y entonces agredo a la persona, o voy contra su deidad, contra sus figuras, contra su imagen». Eso no estaba presente en Venezuela, es de aparición reciente. Algunos han intentado ver, colocar como hipótesis plausible, el hecho de que se asocia a preferencias políticas, con cierta forma de entender la religión. Algunos observan en nuestro país opciones políticas que tienen una liturgia particular, con sus ornamentos, sus dogmas, sus inquisiciones contra quienes consideran «infieles» o «traidores», y, por supuesto, con su sumo sacerdote. Estas opciones políticas, dogmáticas y fanáticas, perciben a las llamadas «iglesias históricas» como la católica, la protestante o la hebrea, como amenazas, porque estas religiones no solo compiten con aquella, en cuanto a valores y concepción del otro y del mundo, sino que desnudan la condición de opresión, alienación y dependencia, de tal dogmatismo político. A esas religiones las perciben como peligrosas a sus intereses, y agreden a sus figuras, a sus templos y a sus representantes.

Para nadie es un secreto que la influencia fidelista, la influencia cubana en Venezuela, ha sido muy avasallante e intervencionista en los últimos años, casi en forma de un auténtico neocoloniaje, y con ella viene una cantidad de lastres, entre otros, esta exacerbación del culto a deidades del sincretismo folklórico afrocaribeño, y sectas como la de los santeros y los paleros. Para ese tipo de creencias, la Virgen María, por ejemplo, es casi una enemiga, es considerada una especie de deidad que «contradice mi poder, o neutraliza mi embrujo». La Virgen empieza a ser percibida como «la única capaz de derrotarme». Algunos sectores de la religión oficial, mal llevados por cierta lectura fanática, presentan a la Virgen como una especie de actor político, y eso genera una situación inadecuada, porque la Virgen María, que nada tiene que ver con este problema, termina siendo objeto de agresión.

¿Por qué estos ataques hacia las religiones históricas, se están presentando de manera súbita en nuestro país? En anteriores circunstancias de tensión política en Venezuela, golpes de Estado, transiciones, este tipo de fenómenos no ocurría. Viene a suceder en estos últimos tiempos. Necesario es preguntarse ¿qué vivimos de distinto en este momento? Lo distinto apunta a la influencia cubana, la mezcla de religión con la política, y al uso de elementos y argumentos religiosos para alimentar el discurso gobernante, y justificar la dominación política, lo que lleva a la intolerancia fanática, contra quienes no compartan esas creencias. Intolerancia, que en no pocas oportunidades, termina en agresión.

Ya bastante dolorosa es la muerte de Dayan, para que además no genere consecuencias. No se trata de que su asesinato quede impune, porque se presume que los responsables serán castigados. Me refiero a las consecuencias de cuánto nos mueve como sociedad y cuánto hacemos para que estas tragedias no se repitan. Desde la falla severa a la ética de un médico que, por descuido o por comodidad, firma una constancia sin saber de quién se trata o para qué es, pasando por quienes se hicieron la vista gorda ante lo que estaba ocurriendo, hasta llegar a los que se prestaron —por acción o por omisión— a que el sufrimiento del niño continuara, hasta su muerte. Todos son grados de responsabilidad, en los que incluso, el más generoso, ya es grave. También están las instituciones que no responden, que son de mampara, de fachada, que no protegen a la gente.

Salta a la vista en este crimen el grado de desprotección, de indefensión del ciudadano en nuestro país. Vivimos la paradoja de un listado que nominalmente se llama a sí mismo socialista, pero que en su comportamiento es un auténtico neoliberal salvaje. El mensaje que viene del Estado-gobierno, es: «Cuídate tú, la seguridad es problema tuyo». La gente sabe que el Estado-gobierno no asume la responsabilidad de resolver el problema, salvo que sienta que aparentar preocupación le pueda representar algunos votos. Es esa indefensión, frente a la inoperatividad de las instituciones del Estado, la que vivieron, por ejemplo, las maestras de Dayan en Margarita, cuando acudieron sin éxito a denunciar lo que estaba pasando con el niño. Notemos cómo aquí hay todo un coctel de situaciones. Por eso, repito, hay que huir de las dos explicaciones fáciles: ninguno, o todos, somos responsables. No. Porque hay gente que actuó como debía, a pesar de sus limitaciones, como en el caso de estas maestras. Que se hayan estrellado contra la indolencia del Estado, es otra cosa.

Es importante que la investigación sea lo más amplia posible. Digo amplia, más allá de los cinco detenidos. Debe ser una investigación sin mediaciones de poder, de dinero o de estatus. Quien no la debe, no la teme. Tendrá alguno que admitir que falló en su responsabilidad, por descuido, sin intención, pero es una cuota de responsabilidad.

Lo cierto es que es un caso que escapa al simple homicidio con saña, de una gente mala, en contra de un bebé indefenso. Eso es solamente el comienzo. La cantidad de aristas que esto tiene, desde el punto de vista de sociedad, de comunidad, de relaciones sociales, de respuestas, de inoperancia, hace que esta narración, cobre valor. Esto debe ser una especie de campanada de alerta. Que Dayan sea el último. Que hagamos algo. Que la próxima vez un tribunal de menores actúe con conciencia, que un médico a la hora de firmar un reposo lo piense tres veces, que cuando una maestra vea la mínima señal de maltrato acuda a las autoridades, que cuando un vecino oiga o detecte algo extraño actúe de inmediato, que la próxima vez, que la próxima vez, que la próxima vez… que aumentemos las posibilidades de que esto no ocurra.

Aquí hay gente que dice que la maldad siempre estará entre nosotros. Es un tema complicado. Se afirma que hay un porcentaje muy pequeño de gente mala, un porcentaje muy pequeño de gente buena, y un porcentaje inmenso de buenos o malos situacionales. Soy bueno o malo, dependiendo de las consecuencias. Es una lectura un poco dura, pero tiene cierta evidencia empírica. Eso no es nada nuevo en psicología. Como dije antes, tú no puedes, como sociedad, confiar simplemente en que la maldad no aparezca, o que la bondad reine. Tú, como sociedad, tienes que crear los mecanismos de socialización, de respuesta de instituciones, que hagan que la conducta de maldad sea costosa. Tienes que crear la disuasión para que a la hora de yo actuar con maldad, tenga que pensarlo, y concluya que me va a salir carísimo, y entonces decido no hacerlo.

No hay pueblos buenos ni pueblos malos. Hay pueblos que se comportan de una manera, o se comportan de otra, dependiendo básicamente de las consecuencias. Lo que tenemos que hacer es subir el costo a las conductas de maldad, o a las conductas agresivas y violentas, para que no se produzcan, porque de lo contrario, van a ocurrir. Porque si es más barato delinquir que no hacerlo, los delitos se van a producir. ¿Se puede lograr en 100 por ciento de los casos, que la sociedad aprenda a no actuar con maldad, ni con violencia? No es fácil, ni rápido, ni probable. Pero dado que la conducta, es esencialmente aprendida, es perfectamente posible. A eso debemos tratar de llegar. Y hacia allá tenemos que orientar nuestros esfuerzos como país.