I

LA AGONÍA

«Detrás de cada persona normal hay más de mil demonios».

Frase plasmada en pintura roja en una de las paredes de la casa de Anney y Valentina, lugar de torturas para Dayan. Un corazón sobre la «t» de «detrás», letra grafiada como una cruz, ilustra el mensaje.

Guanare es la capital espiritual de Venezuela. Oficialmente es así para el catolicismo desde 1942, cuando la Virgen de Coromoto fue declarada patrona del país. La historia se remonta a un día de 1652, cuando al cacique Coromoto —cabeza de la tribu de los cospes— y a su mujer, se les apareció «una hermosa señora que les habló en su lengua, les solicitó que se bautizaran y fueran donde los blancos». La aparición trascendió a otros indios que dejaron sus tierras para recibir las enseñanzas del evangelio, pero Coromoto, rebelde, prefirió la libertad de la selva. El 8 de septiembre de 1652, una nueva aparición en su propia choza frente a su familia, no logró convencer al indio a pesar de que la estela de luz en medio de la noche, había dejado una diminuta imagen de 2,5 de largo por 2 centímetros de ancho, en una especie de pergamino que ahora es celosamente guardado en la llamada Basílica Menor de la ciudad. El hecho se extendió en la historia regional, luego en la nacional, años después en la internacional, cargado de milagros y favores. Las autoridades civiles y eclesiásticas han llevado registro de ello. Coromoto, ahora figura de diversidad de creencias y ritos, se convirtió al catolicismo poco antes de morir picado por una serpiente. La historia de Coromoto es utilizada junto a otras parábolas del evangelio, como ejemplo de la «oveja perdida», la rebeldía contra Dios.

Guanare está en la zona centrooccidental venezolana. Una sabana al pie de monte andino llanero, entre dos ríos Guanare y Portuguesa, a 183 metros sobre el nivel del mar, con temperaturas en verano de más de 35 grados centígrados, clima de sabana típico de la zona llanera, que goza entre diciembre y marzo de noches frescas con mucho viento. Unos 200 mil habitantes hacen vida en esta ciudad, capital del estado Portuguesa, que se sostiene sobre el sector servicios —es sede del palacio de gobierno regional y los principales entes públicos— aun cuando en una época destacó por su producción de azúcar. Calificada como la «Atenas de Los Llanos» por alojar respetados institutos educacionales y organismos culturales, afianzó su prestigio en la referencia de 1821, cuando Simón Bolívar fijó su cuartel en esa ciudad, y los guanareños le solicitaron la creación de un colegio de educación media, el cual fue fundado el 16 de mayo de 1825. Fue el primer instituto de educación secundaria del país.

Guanare fue designada capital de estado en 1937, con la finalidad de poblar el sur de Portuguesa. Sin embargo, otras ciudades aledañas como Acarigua, han crecido económicamente mucho más. Tan es así, que se ha discutido la posibilidad de convertir a Acarigua en la capital. Guanare mantiene el encanto de un pueblo en la provincia. Tiene dos plazas Bolívar, abundante agua, y el orgullo de cierta serenidad que, hasta hace poco, parecía mantenerla fuera de la contaminación moral de otras ciudades.

Ahora todo ha cambiado.

En Guanare murió Dayan González, el 1o de diciembre de 2011. Un jueves entre las 5:00 y las 5:30 de la tarde. Dayan tenía 5 años.

El comisario Orlando Arias recibió la llamada de su amigo el inspector Filippo, el viernes por la mañana. Recién terminaba su rutina de ejercicios, en su constante pelea para mantenerse en forma. La jubilación era cómplice de las tentaciones culinarias. A Filippo lo había conocido en uno de esos tantos talleres que dictaba en el interior del país. Le había parecido un joven con ansias de aprender y con un afán disciplinado de investigación.

Vengo de misa —le habló el policía, en tono de confesión—. Tuve que llevar a mi hija a la preparación para su primera comunión; igual necesitaba estar cerca de Dios. No he dormido en toda la noche. Ayer ocurrió el crimen más terrible que he registrado en toda mi carrera policial. Murió un niño de 5 años, con evidentes señales de haber sido torturado y abusado sexualmente de manera prolongada. Ya tenemos varios sospechosos y estamos realizando allanamientos, pero esto hay que documentarlo muy bien. No imaginas lo que siento al ver a mi hija y a otros niños. No puedo dejar de pensar en Dayan. Así se llamaba. Sé que este caso te puede interesar, y ya sabes, una mano de un experto amigo como tú, nunca está de más.

El comisario Arias, perturbado, se despidió de su amigo. No era padre. No había tenido hijos, a pesar de dos matrimonios. Se había casado muy joven con una prima segunda. Amores de adolescente que duraron poco. Después, ya pasando los 30, se enamoró de una abogada, quien temprano destacó en el ejercicio de su profesión. Sonia llegó a ser juez penal. Hacían la llave perfecta, solo que ella quería descendencia y él no. Así lo había decidido luego del balazo en un brazo durante el operativo de rescate de una joven secuestrada. Los funcionarios enfrentaron a los delincuentes y, en el tiroteo, la muchacha también fue herida y poco después falleció. Arias, al culparse por esa pérdida, se había convertido en un funcionario mucho más arrojado en la calle, al extremo de que se convirtió en leyenda en el organismo policial, que para ese tiempo se llamaba Policía Técnica Judicial, conocida popularmente por las siglas PTJ. Parecía que no le importaba morir. Antes de ser ascendido a cargos de jefatura, tomó una determinación que marcó el comienzo del fin de su matrimonio: se hizo una vasectomía; una operación quirúrgica en la que se amarran o sellan los conductos del órgano reproductor masculino, para suprimir la generación de espermatozoides.

Mientras activaba la laptop para buscar en sus archivos información sobre hechos policiales en Guanare, Arias llamó a un colega retirado que había montado una empresa que prestaba servicio de transporte a ejecutivos. Solicitó que lo pasaran buscando lo más pronto posible, para trasladarlo a esa ciudad. Eran pasadas las 8 de la mañana y quería moverse con rapidez. Sabía que la Autopista Regional del Centro, única ruta terrestre desde Caracas hacia el occidente del país, estaba en muy malas condiciones, y las fuertes lluvias ocurridas en las últimas semanas, habían llevado a cerrarla con una frecuencia inusitada, como consecuencia de derrumbes. A pesar de ese riesgo, quería viajar por tierra y adelantar trabajo en el camino. En un avión no podría hacerlo, y tampoco había un vuelo directo a Guanare. Mientras improvisaba una maleta en un desgastado morral de excursión, llamó a su excompañera de trabajo, la patóloga Amalia Pagliaro. Con ella mantenía una estrecha amistad y una cercana comunicación, en la que compartían experiencias para la resolución de eventos delictivos que las circunstancias de la vida les colocaban como ocasión —en parte como divertimento, en parte como asesores profesionales privados— para trabajar en paralelo a los organismos de investigación. Todavía tenía fresca la experiencia del crimen de la joven estudiante de periodismo Roxana Vargas, perpetrado por el conocido psiquiatra Edmundo Chirinos, quien había sido condenado a 20 años de prisión. Roxana fue asesinada en julio de 2008, y ellos siguieron muy de cerca el caso, hasta que se conoció la sentencia del psiquiatra, en septiembre de 2010. Hacía algo más de un año.

El respeto y la admiración que Arias y Pagliaro se habían ganado entre los funcionarios de investigación aún activos, les permitían intercambiar experiencias y conocimientos, y a ellos en lo personal, les daba la satisfacción de mantenerse activos.

La patóloga Pagliaro ni lo pensó. Quería conocer de cerca la autopsia que con seguridad le estaban haciendo al niño, y coincidió con Arias en que debían moverse con prontitud. «Llámame cuando estés saliendo para esperarte en la puerta», dijo, con la premura de conocer en detalle lo que había sucedido. Pagliaro sí tenía dos hijos, ya grandes, hombre y mujer, casados, que la mantenían con la ilusión de ser pronto abuela, mucho más luego de enviudar tras casi 20 años de matrimonio. A ella le parecía que lo de los nietos estaba demorado, pero respetaba de sus hijos, esa decisión.

Cerca de las 9 de la mañana ambos ya estaban a bordo de una camioneta manejada por Erick, un discreto chofer que guardaba silencio mientras Arias y Pagliaro hacían llamadas, tomaban nota de direcciones, nombres, teléfonos de quienes podían tener un registro veraz del caso. Arias comenzó a recibir mensajes en cadena en su BlackBerry, que emitían datos cruzados del hecho y sus protagonistas. En principio, la información salía, sin duda, de quienes de una u otra manera la tarde anterior habían presenciado el ingreso de Dayan a la clínica.

El primer señalamiento apuntaba a preguntarse por qué ningún medio de comunicación local habla registrado el suceso.

Los mensajes aumentaban en volumen, y sus contenidos juzgaban cada vez con más dureza el silencio, atribuido al hecho de que una de las detenidas estaba vinculada con sectores económicos y políticos de poder en la región.

Las preguntas iban brotando entre mensaje y mensaje: «¿Y la mamá del niño?», «¿cómo esa criatura fue torturada sin que nadie lo notara?», «¿asistía a un colegio?» «¿quién o quienes lo llevaron a la clínica?», «¿tenía padre, abuelos, hermanos?», «¿desde cuándo estaba siendo torturado y abusado?», «¿qué vínculo tienen los detenidos entre sí?». Todas estas interrogantes eran interrumpidas por una pregunta que, horas después, el país completo repitió a grito rabioso: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?». «El móvil», gruñó el comisario.

A dos horas de estar rodando, una lluvia atronadora dificultó aún más las débiles comunicaciones telefónicas, pero, dentro de todo, corrieron con suerte. Habían escapado a un derrumbe que trancó la vía en dirección a occidente, solo 10 minutos después de haber transitado por allí. Arias apenas permitió una parada en la que se aprovisionaron de gasolina, tomaron café y compraron botellas de agua para el camino. «Cuando estemos en la entrada de Guanare comemos algo, y allí escuchamos la versión de los lugareños», ordenó suavemente, mientras Erick asintió con su cabeza. Ya él les había informado al salir de Caracas que estarían en Guanare, si no había inconvenientes, en unas 6 horas. A mitad de camino un fortísimo sol los acompañó en la carretera.

La entrada de Guanare se anunció a través de una señalización que se presentaba pobre y opacada, frente a la publicidad del gobierno de turno.

Entraron a uno de esos locales que anunciaba apetitosas cachapas frescas, queso y cochino. Los tres comieron con ansiedad y en silencio. Arias se levantó con su café y se dispuso a conversar con unos choferes de carga pesada. Pagliaro le buscó tema a la muchacha que los había atendido. La conclusión cuando se montaron en la camioneta fue la misma: «están en shock». El pueblo se había enterado del suceso a través de las redes sociales y por el rumor, que se había multiplicado de boca en boca. Al tiempo transcurrido mientras llegaban a un modesto hotel, lo acompañó un mal presentimiento. Tres días después entenderían por qué.

Rosa Quevedo es abuela materna de Dayan. Pequeña de tamaño, sus brazos dibujados hablan de kilos cargados, y su piel recuerda haber sido expuesta al sol en buena parte de sus 54 años. «A mí los nervios me dan por fumar y tomar café», comenta mientras prende un cigarrillo marca Cónsul. Acaba de llegar a su casa, justo antes de anochecer. La esperan sus dos nietas, Nithaylut, de 13 años y Nicole, de 15, ambas hermanas de Dayan. Los tres, nacieron de Gellinot González Quevedo, de padres diferentes. Gellinot, hija de Rosa, está presa, junto a otras cuatro personas, por la muerte de Dayan.

Es una vivienda humilde, ubicada en una zona rural, a 20 minutos de Guanare. Más allá de la cocina, un loro y los espasmódicos ladridos de los perros ante movimientos extraños en el patio, acompañan la conversación. Nicole, muy callada, navega en la computadora. Nithaylut, más expresiva, se desliza entre el regazo de la abuela y una habitación protegida por una cortina. Ambas se cuidan de hablar solo cuando tienen la mirada de consentimienio de la abuela Rosa, a quien le dicen mamá. «Yo las he criado desde que estaban chiquiticas. Tuve otro hijo varón llamado Dayan también; la verdad es que yo no estoy de acuerdo con esa repetición de nombres en la familia. ¿Conoce la historia de los Victorinos? (Se refiere al libro del escritor venezolano Miguel Otero Silva, Cuando quiero llorar no lloro, que narra la historia de tres personajes con el mismo nombre —Victorino—, de tres clases sociales diferentes, con una historia dramática común; nacen y mueren el mismo día). Mi hijo Dayan Moisés, trabaja como policía en Acarigua y tiene cinco hijos: un varón y cuatro hembras. Y al varón lo llamó Dayan Josué; no lo pude evitar. Yo tenía ocho nietos; ahora me quedan siete», dice Rosa con tristeza.

«Compré esta parcelita cuando me jubilaron —recuerda Rosa—. También tengo una casita en Guanare. Yo era receptora de información de la central telefónica del hospital. Crié sola a mis dos hijos, a mucha honra. Igual quería hacerlo Gellinot con los suyos. Dayan nació en la isla de Margarita, no conoció a su padre. Yo tampoco. No sé si fue fruto de una relación estable, no lo sé —insiste Rosa en un tema que le incomoda porque representa hablar de la inestabilidad de su hija con los afectos—. Él se murió cuando mi hija iba a parir».

A un mes de la muerte de Dayan, la comunidad juzga duro a Rosa. Le reclaman que no le haya arrebatado el niño a su hija, para protegerlo. El dedo del pueblo la castiga desenterrando su pasado, registrado en la División de Robos del Distrito Capital, acusada por el delito de robo-atraco, en el expediente D-938555 del año 1994. Rosa, recia, resiste.

El rostro de Rosa refleja un pesar honesto. «A mí me duele mi nieto. Y me duele mi hija. Ahora mi nieto está con Dios y a mi hija tengo que salvarla», afirma con énfasis, tratando de recoger las primeras declaraciones que rindió ante el cuerpo policial y el Ministerio Público cuando, movida por la indignación y la sorpresa, acusó a los involucrados, y sin pensar, ni imaginarlo, inculpó a su hija.

El acta de entrevista realizada a Quevedo, Rosa Julia, quedó registrada el 2 de diciembre, cuando ella se presentó a la morgue del hospital de Guanare a reclamar el cadáver de su nieto: «La ciudadana, natural de Boconó, estado Trujillo, de 54 años de edad, de estado civil soltera, de oficio del hogar, nacida en fecha 16-03-57, reside en el barrio Simón Bolívar, calle 07, casa 14, sector 04, Los Proceres, Guanare, estado Portuguesa, cédula de identidad V-4 962 605».

La abuela de Dayan declaró en la causa número k-11-0254-001709 ante el Cuerpo de Investigaciones Penales y Criminalísticas, CICPC, por uno de los Delitos contra las Personas.

Rosa, a rajatabla, rindió este testimonio:

«Yo soy la abuela del niño Kenny Dayan José González, quien falleció el día de ayer en la Clínica del Este de esta ciudad y vengo a confirmar que el niño no murió por ninguna enfermedad. Yo sí voy a echar el cuento como es, declaró con fuerza Rosa Quevedo.

»Él se muere por las golpizas que le daba Anney del Carmen Montilla Oropeza, quien es la persona encargada de cuidarlo, ya que mi hija de nombre Gellinot González, se lo dejaba mientras ella trabajaba. Todo viene porque Anney Montilla es lesbiana y conoció a mi hija Gellinot una vez en esta ciudad. Mi hija es también medio lesbiana, es decir le gusta tener relaciones sexuales con hombres y mujeres. A todas estas, hicieron una amistad ellas dos, pero mi hija trabajaba en un casino en la ciudad de Margarita y se tuvo que ir con su hijo Dayan. Como mi hija no tenía ninguna persona que le cuidara a su hijo, Anney Montilla se le ofreció a cuidárselo, se fue para Margarita con ese fin. Una vez allá mi hija se puso a vivir con Anney, es decir debieron tener una relación de pareja. Esa relación tenía dos años pero nunca se llevaron bien porque mi hija me llamaba vía telefónica en horas de la noche desde Margarita, donde me manifestaba que Anney Montilla la estaba golpeando siempre y al niño también, y que no la podía dejar o denunciar porque la tenía amenazada de muerte a ella y a su hijo. Cada vez que Anney golpeaba a mi hija, se venía para esta ciudad, y mi hija quedaba allá toda golpeada. Yo le daba muchos consejos vía telefónica, que la denunciara, pero nunca me puso cuidado. Anney Montilla tiene un dominio sobre mi hija Gellinot González, tanto, que le prohibió que me visitara a mí y a sus otras dos hijas que yo le estoy criando. La última vez que mi hija me visitó fue en el mes de octubre del presente año, que fue para mi casa con mi nieto y noté que él tenía muchos moretones en todo el cuerpo. Yo le pregunté por qué esos moretones y ella me respondió que era que mi nieto se caía mucho y como él era de piel muy blanca, se le hacían muchos morados, lo que es mentira porque yo sabía que era Anney Montilla que lo maltrataba. Mi hija en septiembre se fue a Margarita a trabajar, llevándose a su hijo con Anney, pero como a los 20 días Anney Montilla se regresó con mi nieto, mientras que mi hija Gellinot González se quedó en Margarita trabajando. Estando aquí mi nieto con Anney, nunca logré verlo ni tener comunicación con él porque ella no quería, hasta esta madrugada que recibí una llamada telefónica de mi hija, quien me manifestó que me trasladara para la Clínica del Este, a fin de ver el estado de salud de mi nieto Dayan González porque supuestamente Anney Montilla la había llamado y manifestado que mi nieto estaba hospitalizado en esa clínica, por presentar una peritonitis aguda, por lo que me trasladé hasta allá, donde me informaron que efectivamente mi nieto había ingresado, pero presentando una fuerte golpiza y al parecer había sido violado, falleciendo horas después de haber ingresado. También quiero agregar que en ese grupo de lesbianas que golpeaban a mi nieto, se encuentra la ciudadana Doris, la esposa del que era dueño de La Cobacha, quien es tía de Anney Montilla, y ella también le dio una vez una golpiza a mi nieto. Eso es todo lo que tengo que decir».

Tres días después, Rosa amplió ante el Ministerio Público su declaración: «Me encuentro en esta sede porque fui llamada por teléfono junto a mis nietas a que viniera a rendir declaración del caso de mi nieto José Dayan González. Yo ya declaré en la PTJ y ahorita quiero agregar lo que faltó en esa declaración. El día viernes 02/12/2011 a eso de las 7 de la mañana, cuando llegué al hospital a preguntar por mi nieto Dayan, los que estaban allí me dijeron que estaba en la morgue y que lo habían llevado dos mujeres y un enfermero de nombre Yure, quien era enfermero del hospital y renunció para irse a trabajar a la policía. Quiero agregar que de este ciudadano Yure, escuché en la policía ese mismo día en la noche, cuando fui a saber de mi Gellinot, que era el enfermero de cabecera de mi nieto Dayan, que cuantas veces él se caía y se golpeaba, él lo curaba, por eso creo que nunca lo sacaban para el médico porque él lo curaba. Eso no fue una sola vez porque Dayan tenía varias lesiones en el cuerpo. Es todo».

El comisario Arias y la patóloga Pagliaro se instalaron en una panadería bastante concurrida en el centro de Guanare, mientras esperaban al inspector Filippo. Avanzaba el final de una tarde calurosa, en medio del pesar por la tragedia de Dayan. Sabían de los cinco detenidos. Sus nombres: Anney del Carmen Montilla Oropeza, de 25 años, sin oficio conocido, tenía bajo su cuidado al niño en Guanare; su madre, Valentina del Carmen Oropeza de Montilla, secretaria del colegio Sinaí perteneciente a la iglesia bautista (al cual asistió seis días Dayan durante la primera quincena de octubre) de 50 años, vivía con Anney y el niño; Doris Coromoto Oropeza de Akel, tía de Anney y hermana de Valentina del Carmen, comerciante de 37 años, exesposa de Mateo, conocido empresario de la región; Gellinot Rocirit González Quevedo, madre de Dayan, de 31 años, vivía en Margarita donde trabajaba como azafata en un bingo; y Yure Overdan Hernández Medina, enfermero, de 39 años, trabajaba en la policía regional.

Los saludos entre el inspector Filippo, Arias y Pagliaro, fueron breves. «Acaba de concluir la autopsia que realizó el anatomopatólogo Rafael Bruzual. Lo que conozco hasta el momento, es que sus conclusiones coinciden a grandes rasgos, con el informe del médico forense Rodolfo De Bari, quien evaluó al niño al momento de su muerte». «Ambos son muy serios», acotó Pagliaro, sobre estos dos profesionales que ahora ejercían lo que para ella era su pasión de vida.

—Comencemos por el recuento de lo sucedido ayer, antes del deceso de Dayan —solicitó el comisario Arias.

—Gellinot González, quien reside en Margarita, le entregó su hijo a Anney —inició el inspector Filippo su narración—. El niño vivía con ella y su mamá Valentina, en Guanare, desde agosto de 2011. Las tres: Gellinot, Anney y Valentina, están detenidas. También están presos Doris Oropeza, tía de Anney, y un enfermero identificado como Yure Hernández.

La casa donde vivía Dayan es pequeña —de esas del Instituto Nacional de la Vivienda, Inavi, pegadas unas con otras— ubicada en un sector popular, Los Proceres. La zona fue bautizada así, cuando fue creciendo. Comenzó como la comunidad José Antonio Páez —donde está la casa de Anney—, y en las otras etapas las siguieron llamando, Francisco de Miranda, Manuel Cedeño, Luisa Cáceres de Arismendi, Negro Primero, etcétera.

Anney, junto a su tía Doris, su mamá Valentina y el enfermero, Yure, se presentaron ayer 1o de diciembre, cerca de las 2 de la tarde, a la sala de emergencias de la Clínica del Este con el niño Dayan González. Testimonios de los trabajadores de ese centro asistencial describen al enfermero cargando al niño en sus brazos; estaba vestido con un monito y envuelto en una toalla.

El inspector Filippo pidió un café, se reclinó en su silla que se le hacía pequeña, suspiró e hizo un breve silencio. Luego miró hacia la nada y, con los ojos entrecerrados, consultando espaciadamente el contenido de varias carpetas, pero realmente casi de memoria, como si interpretara una tragedia de teatro, comenzó a relatar los testimonios de quienes habían asistido a Dayan, en sus últimas horas:

—Esto es lo que cuenta —precisa Filippo— una asistente de la farmacia llamada Yali Medina: «Yure, el enfermero, acostó al niño en una camilla. Yo, inmediatamente, informé al doctor Carlos Rivas, que se encontraba de guardia, quien, al observar al niño, llamó al doctor Barillas, que es pediatra. Llevaron al paciente al área de observación donde le mandaron a practicar exámenes de laboratorio».

Y esto declaró el pediatra, llamado Gustavo Barillas —sigue recapitulando el inspector—: «A eso de las 3 de la tarde ingresé a un paciente de 5 años de edad al hospital Clínica del Este, en malas condiciones generales, con dificultad para respirar, múltiples hematomas, equimosis (morados) y petequias (manchas rojizas), en cara, tórax, abdomen y muslo. El abdomen estaba distendido, doloroso a la palpación, sin ruidos hidroaéreos. Tenía signos graves de deshidratación. Se procede a prestar cuidados. Colocación de oxígeno, cateterización de dos venoclisis (punción en la vena) en miembros superiores, colocación de sonda vesical y se toman muestras para exámenes de laboratorio; se cumplen 1500 cc de suero Ringer, se le hacen rayos X de abdomen simple de pie y ecosonograma abdominal. Se realizan trámites para el traslado hacia el Hospital Miguel Oraá de esta ciudad, en vista de las malas condiciones del paciente y posibilidad de intervención quirúrgica. Aproximadamente a las 5:30 de la tarde para el momento del traslado, el paciente sufre un paro cardiorrespiratorio. Acudo al llamado del personal. El doctor Walid, anestesiólogo, realiza intubación endotraquial y se iniciaron maniobras RCP avanzadas. Se cumplen seis ampollas de Adrenalina, cuatro ampollas de Atropina durante 30 minutos, sin respuesta. Se solicita autopsia».

Ese niño llegó agonizando. Las personas que lo llevaron, ¿cómo se identificaron? ¿Qué dijeron? ¿Se quedaron allí mientras duró el procedimiento? —preguntó Arias con determinación.

—Los testigos de la sala de emergencias coinciden en que la voz cantante la llevaba Yure —respondió el inspector—. Primero, por su profesión de enfermero, pero además, conocía al personal de la clínica porque había trabajado allí. El niño era un valiente. Llegó consciente, aunque muy débil. Apenas exhalaba, diciendo que tenía mucha sed.

Sobre las razones de los padecimientos del niño, los cuatro entraron en contradicciones de inmediato, respecto a un supuesto accidente de moto. Una dijo que la caída se había producido siete días atrás y otra dijo que tres. Una que fue una moto grande, la otra que pequeña. Anney, su tía Doris y Yure siempre se mantuvieron cerca del niño. Valentina, la mamá de Anney, se alejó callada de la sala de emergencias.

Al pediatra Gustavo Barillas, el enfermero, que es su amigo, lo había llamado por teléfono al mediodía, notificándole que un niño de 5 años se había caído de una moto y que presentaba quemadura en el muslo derecho, tórax y abdomen. Al principio, sin tener mayores detalles sobre el estado del niño, sugirió que le suministrara el calmante Cataflán. En una segunda llamada, le aconsejó que lo llevara a la clínica para examinarlo y hacerle las pruebas necesarias.

La actitud de las mujeres, desde un principio, levantó sospechas. Se mostraban recelosas y murmuraban entre ellas. La gente de la clínica desconfió al ver el estado del niño, y después más, cuando una de ellas, Doris Oropeza, tía de Anney, se negó a que le hicieran autopsia. Para el momento en que falleció Dayan, ya había llegado un hombre, identificado como Mateo, exesposo de Doris. Una enfermera le preguntó si era el padre del niño, a lo que él asintió con la cabeza, cosa falsa, porque el papá de Dayan fue asesinado hace varios años en la isla de Margarita.

Mientras el inspector contaba a Arias y Pagliano estos detalles, a través de las redes sociales, por correos electrónicos, mensajes de texto y pines de BlackBerrys, corría una información parecida, acompañada de dolor e indignación. La presencia de Mateo, cuyo nombre verdadero es Akel Awar Basel, estimulaba la especulación. Mateo era un conocido contratista de la gobernación, cuya prosperidad había sido evidente con los dos últimos gobernantes de la región, militantes ambos del el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Los guanareños temían que, a través de Mateo, se activara el poder para proteger a los involucrados. La advertencia de ese peligro se había regado como pólvora.

Ni el inspector, ni el comisario, ni la patóloga imaginaron, mientras adelantaban información sobre el caso, que los gentiles guanareños, días después estallarían en furia.

La Clínica del Este estaba sacudida el viernes 2 de diciembre.

Los médicos de distintas especialidades, el personal administrativo, las enfermeras, hablaban con estupor del tema. Recordaban y repetían, los últimos momentos de vida de Dayan.

La tarde anterior, apenas vio al niño, el intensivista Jorge Valero supo que estaba muy grave. La médico ecografista, Yanahir Ramírez, quien le realizaba el eco abdominal a Dayan, con preocupación le dijo: «esto está horrible; no logro determinar ninguna estructura anatómica, no se ve nada, ni la vesícula, ni el hígado, nada. Hay líquido regado por toda la cavidad». Valero, médico de amplia experiencia, no pudo evitar que se le cortara la voz cuando le anunció: «este niño se va a morir». En tono desesperado, la ecografista replicó: «no puede ser, Jorge, aún está consciente». «Se va a morir», insistió con el conocimiento de un médico intensivista que ha visto piel marmórea (y sus piernitas estaban así). Sabía que al paciente le quedaban pocas horas de vida, y que muy probablemente, si lo intentaban operar, no aguantaría la anestesia. «Está en muy malas condiciones. Y estas condiciones no aparecen de un día para otro. Hay lesiones antiguas y nuevas. Es un cuadro irreversible», pensó Valero.

El médico intensivista Valero también conversó con Yali Medina, trabajadora de la farmacia. Ella lo recuerda todo con claridad.

«Cuando me llamó, me dijo que los médicos y el personal de emergencia creían que se trataba de un niño maltratado —explica Yali—. Al bajar —la farmacia está en el primer piso— veo al niño luchando, diciendo, “suéltenme, no me agarren”. Una de las enfermeras trataba de ponerle oxígeno y él no quería. Ella le insistía, “papi, es para ayudarte”. Él respondía, “¡no, suéltame, suéltame, no me agarren!”. Noto al niño con hematomas, ya le habían quitado su ropita para limpiarlo. Salgo, pensando en que debía avisar a las autoridades. Luego vuelvo a bajar a emergencia a ver qué había pasado, y ya el niño estaba en paro. Pregunto, en qué ayudo, y me dicen: “comienza a partir ampollas”. Le estaban colocando adrenalina. Ahí duraron como 20 minutos. Y no, pues.

»Allí estaban —precisa Yali— un señor gordo que nadie recuerda, pero yo sí, que se fue. Nunca habló. Tenía las manos agarradas a la camilla. Un árabe que es Mateo. Estaba la de la franela rosada, Doris, dicen que se llama. Yo a ella le pregunto si es la mamá, ya sé que no es la mamá, pero yo para indagar, y me corrigió, “no, tía”. A una de las enfermeras, Mateo le dijo que era el papá».

«Las mujeres estaban misteriosas, calladas —interviene en la conversación Carmen, enfermera del centro asistencial—. No era como cuando traen a un paciente en malas condiciones y los familiares se desesperan, quieren que lo atiendan rápido, si hay quirófano dicen, “denle, que si no tenemos plata la buscamos de inmediato, vendemos la casa, los bienes, lo que sea, pero tienen luz verde”. Es lo que uno acostumbra a ver. En ellos no se veía eso. ¡Era un hermetismo! Quien más interés tenía era Yure, el enfermero, que hablaba y decidía. Como ellos dicen no tener dinero, el doctor, pues ya lo estaba atendiendo el pediatra, sugirió referirlo al hospital, y de inmediato hace todos los trámites vía telefónica para que preparen quirófano: “busquen al cirujano de guardia que hay un niño en malas condiciones”. A los familiares —ellas decían que eran tías— les pregunté por la mamá, y me dijeron: “no está aquí, viene en camino porque está en Margarita”. Hasta allí. Silenciosas, apartadas y con un nerviosismo que se les notaba. Hablaban todo el tiempo por teléfono, decían “está malo, muy malo, le van a poner hasta oxígeno”».

«El doctor le preguntó a Yure —recuerda Daniela, una segunda enfermera—, “¿por qué el abdomen está tan inflamado?”. Y él respondió: “es que le dieron mucha agua para traerlo para acá”. El médico ordenó “hay que ponerle sangre”; le tomamos muestras del laboratorio. Alguien me dijo: “tiene 7 de hemoglobina”. Yo me decía “perdió sangre, pero ¿por dónde?” Estaba muy pálido. Le pregunté a Yure: ¿tú no te diste cuenta de las condiciones en que estaba este bebé? ¿Tú, como enfermero?

»A los minutos yo insisto en que eso no es caída de moto, así que llamo a la recepcionista —continúa Daniela, la segunda enfermera—. Le hablo a escondidas y le digo: aquí, en grado 33, creo que hay que llamar al CICPC. Ella se alarma y me pregunta: “¿por qué?”. No sé qué le pasa al doctor, pero nunca había visto una caída de moto así, y para mí, allí hay maltrato y esta gente está involucrada. Si fue un accidente, ¿por qué esperaron tanto tiempo para atenderlo? ¿Por qué tantos días? El niño ya estaba séptico, tenía equimosis generalizada, el abdomen completamente duro, aunque el niño hablaba y decía que tenía sed, lloraba sin lagrimas porque estaba deshidratado. Y era robusto; para la edad que tenía era grande de tamaño, representaba como 7 años; tenía el cabello brilloso, aparentemente estaba bien alimentado, no era un niño desnutrido. Era precioso».

«El anestesiólogo Walid El Aissami se había sumado para atender a Dayan. Cuando el doctor dijo “ya”, o sea que no se podía hacer más nada —retoma el recuerdo Yali, la trabajadora de la farmacia—. Estaban Doris, el árabe Mateo y Yure el enfermero, que todo el tiempo se mantuvo allí. El niño se había referido a él: “Yure, no me toques, suéltame, no me agarres, Yure”. Además del anestesiólogo, estaban también las dos enfermeras, el pediatra Gustavo Barillas, el doctor Carlos Rivas, residente de emergencia, y yo. Le sacaron el tubo. De una vez el doctor le extrajo líquido; explicó que es un procedimiento, una punción que se hace, cuando un abdomen está muy cerrado. Es una prueba para demostrar que el paciente está reventado por dentro. Cuando la hizo, extrajo un líquido verdoso; era puro contenido fecal. Comentó: “esto quiere decir que los intestinos están destruidos”. Dijo que no iba a firmar certificado de defunción hasta tanto no se le realizara una autopsia. La Doris me pregunta: “¿qué pasó?”, y le digo, se murió. Doris se fue a levantar, porque ella sí estaba sentada en una silla, y el árabe la agarró de los brazos con fuerza, la apretó hacia él y la sentó de nuevo y le dijo, “cállate”. Ella lloró bajo. Ahí se salen y nos quedamos las enfermeras y yo con el niño. Subo a buscar una sábana dando tiempo de que llegue la Fiscalía y el CICPC. Era para que no se llevaran al bebé. De todas formas el doctor se había negado a firmar cualquier informe. Le había anunciado a Yure: “estoy pidiendo autopsia”.

»Subo a buscar la sábana, total que cuando llegué, ya el camillero había conseguido una. Le expliqué a Carmen, la enfermera, que estábamos ganando tiempo para que llegaran las autoridades. Ya lo tenían acomodado en otra camilla. Le digo a Carmen: “vamos a revisarlo a ver si este niño tiene marcas de correa porque esos morados no son normales”. Ahí vemos los mordiscos en el brazo y la espalda. Yo me decía, pero es que son demasiados golpes, pero no de correas, sino como cuando tú te golpeas con un objeto fijo, o grande, como cuando te dan un batazo. No tenía raspaduras por ningún lado. Yo decía, ¿cómo es que se cayó de una moto y no tiene ninguna peladura? También me pareció extraño que en los deditos de la mano tenía dos líneas de cortadas, parejas, muy específicas, en cada dedo. ¿Porqué? No me lo explico».

«Eran unas cortadas continuas —agrega Daniela, una de las enfermeras—, como si uno agarrara una hojilla o un bisturí y marcara suavemente líneas en las dos manitos, en los cuatro deditos».

«Me fijo en los dos chichoncitos en la frente —continúa Yali—. Pero ¿cómo se cayó?, me preguntaba. Parecía que le hubiesen pegado contra una pared, pero eran dos golpes distintos.

»Cuando llegan el médico forense y los investigadores del CICPC, le digo al doctor: “revíselo que tiene unos mordiscos en el brazo y la espalda”. Él detalla: “mire, estos hematomas son de varios días”, variaban. Y la quemadura en la pierna derecha era una lesión grande. Le insisto al médico: “ellos dicen que por ahí le pasó el caucho de la moto”. Me corrige: “esto no es quemadura de caucho, eso fue agua caliente”. Me imagino que le echaron agua caliente en la pierna y eso chorreó porque también tenía quemada parte de su nalguita. Sus bolitas estaban muy hinchadas y moraditas. Cuando el doctor lo voltea para ver el recto, me dice: “hay lesión con restos de sangre”. Ahí sí es verdad que no pude más. Me salí a buscar una amiga, y lloré, lloré y lloré. Cuando me calmé, volví a entrar. Fue cuando el médico me dijo que al niño también le habían arrancado los dientes. Y que tenía quemaduras de cigarrillos. Yo recuerdo su cuerpo rojo con hematomas, la espalda, los brazos, las uñas de los pies las tenía como peladas, maltratadas. Le encontraron un punto de sutura dentro de la boca, en el paladar, que no parecía haber sido hecho por un profesional.

»Ellos, los que lo llevaron a la clínica, se habían quedado del otro lado —sigue en su recuerdo Yali, la trabajadora de la farmacia.

»Hablé también con el señor de la ambulancia —agrega— porque al niño lo habían sacado antes y supuestamente lo iban a llevar al hospital para operarlo. Me cuenta el señor que le había dicho a Yure: “no lo podemos llevar así porque la ambulancia no tiene oxígeno”, y que Yure le respondió: “no te preocupes, yo soy licenciado en enfermería y me hago responsable”. Ellos se empeñaron en sacarlo de la clínica porque había que transfundirlo y las transfusiones son costosas. Varios sospechamos después que no lo iban a llevar al hospital, que se sintieron atrapados, descubiertos, y que por eso se querían ir. La ambulancia medio rodó, ni siquiera pudo dar la vuelta. Anney se bajó gritando: “¡mi niño, mi niño!” Ella no andaba así de despelucada como sale en la foto de la reseña policial, cuando es detenida. Andaba arregladita, con el pelo recogido, con una chaqueta azul. Decía: “doctor, doctor, mi niño se muere”. En emergencia le meten el tubo para darle reanimación, electroshock, dale, dale, dale. No volvió nunca. Tú veías la rayita todo el tiempo. Cuando lo vi así, me puse a rezar: “¡Ay, Dios mío!, no lo devuelvas. No lo devuelvas, porque lo van a seguir maltratando”.

»Después, el CICPC se llevó el cuerpo del niño en una camioneta, en la parte de atrás. Estaban esperando una furgoneta. Les pregunto, “¿se lo van a llevar ahí?” El funcionario dijo: “¿Qué? Ya está muerto”. Pero busquen otra sábana, ¿cómo lo van a tirar así? Aunque estaba envuelto, era como para que el cuerpo de esa criatura no se diera más golpes. Más de los tantos que había recibido en vida».

Cuando el inspector Filippo terminó el resumen de los hechos y testimonios, el comisario Arias había decidido viajar a la isla Margarita, en el oriente del país. Tenían por delante el fin de semana. La audiencia de los detenidos se había fijado para el lunes, y su olfato le indicaba que en Margarita debía haber mucha información de utilidad para esclarecer el caso. En esa isla había nacido Dayan, y había vivido Anney junto a Gellinot, la madre del niño, quien todavía residía allí cuando él falleció. Arias había gestionado con amigos para encontrar una «colita» en avión.

—Arreglado. Mañana debo estar a las 6:30 de la mañana en Barquisimeto para volar a la isla —informó el comisario.

Pagliaro, por su parte, había decidido profundizar en los resultados de la autopsia. Ella se quedaría en Guanare.

—Espero estar de regreso el domingo en la noche —dijo Arias a Filippo y Pagliaro—. Es preciso mantener el contacto. No me da buena espina que el caso no haya sido registrado en los medios tradicionales de comunicación.

—Sobre eso debo confesarte algo —indicó el inspector Filippo, con gesto de vergüenza—: por órdenes de arriba, el jefe solicitó a los periodistas que esperasen unas horas, para informar con mayor precisión y no alarmar a la población con datos que pudieran estar errados.

—¿Qué? —saltó de su silla Arias—. ¿No estás viendo los mensajes que circulan a través de las redes y los que han llegado a nuestros teléfonos? ¡Todos comentan el caso! Lo comprobamos al detenernos a comer en la entrada de Guanare. ¡Dios! ¿Hasta cuándo piensan detener una información que ya está en boca de todos? ¿O sea, que tampoco hoy se ha producido una versión oficial? ¡Están tratando de ocultar los detalles de un crimen que el pueblo ya conoce!

—Para mañana está previsto dar una rueda de prensa —anunció el inspector.

—Préstame atención, Filippo: te ruego que trates de convencer a tu jefe para que transmita información seria y precisa sobre este terrible crimen. Dile que siempre es un error el silencio. Y por lo que me cuentas, hay suficientes cosas que informar. Además, seguramente ustedes pueden levantar el teléfono y conversar con los profesionales que cubren la fuente en los tres diarios de la región. Eso no es muy complicado.

Filippo se levantó con la promesa de hablar con su jefe. Arias y Pagliario siguieron hacia el hotel. Era necesario descansar para poder confrontar un trabajo que prometía ser duro, y que ya les andaba sacudiendo el alma.

El avión aterrizó en Margarita, y sin perder un minuto, el comisario Arias se dirigió hacia un sector llamado El Poblado.

Había adelantado con un colega la gestión para que un taxista de confianza lo llevara a los lugares que le interesaba visitar. En El Poblado, un barrio populoso y humilde, ubicado en la ciudad de Porlamar, vivía Reina Suárez. «Yo soy prima segunda de Dayan, por la vía de Olga Suárez, su abuela paterna; pero realmente la abuela fui yo», le había adelantado Reina por teléfono.

—Soy todo oídos —fue el saludo del comisario Arias, al tiempo que ingresaba a una sencilla vivienda en la que una señora morena, menuda y afable, le brindaba un vaso de agua y una taza de café.

«El niño nació —comenzó a narrar Reina— mientras Gellinot, la mamá de Dayan, vivía en mi casa en Achípano, otro sector de Porlamar. Nació en la clínica Nueva Esparta y desde su primer día, vivió en mi casa. Gellinot ya había pasado los meses de embarazo conmigo.

»No tengo claro cómo fue la relación de Gellinot con el papá de Dayan —agregó Reina—. A mí me la presentan como la mujer de mi primo, quien vivía cerca. Ya él murió. Se llamaba Keivy, era morocho de Kenny. A los dos los asesinaron con breve tiempo de diferencia.

»Durante la preñez de Gellinot empezó nuestra amistad. Ella iba a la casa, se quedaba hasta el mediodía, y luego se iba a trabajar. Para esa época lo hacía en el Bingo Las Vegas. Después, con el reposo del embarazo, pasaba todo el día conmigo, o a veces llegaba directo a dormir. Yo a ella la tomé como una hija. Y ella me llamaba mamá. Era muy sola. De Gellinot te puedo decir que era una niña responsable, tranquila, que no bebe, no fuma… hasta donde supe. Pero nunca le conocí nada de eso; ni mujeres. Hablaba de sus hijas, las llamaba. A su mamá Rosa, que vive en Guanare, también. Siempre le pregunté por qué se había venido a Margarita, qué haces aquí tan sola, le decía. “Es que allá no hay medios buenos de trabajo, aquí se consigue más”. Ella mantenía una habitación alquilada, pero en realidad solo la usaba para cambiarse de ropa.

»Y nació Dayan. Fue una cesárea, yo la acompañé. Nació perfecto. Un niño bello, espectacular, hermoso. Mi bebé era inteligente, amoroso, travieso como cualquier niño, pero hacía caso.

»Gellinot siguió viviendo en mi casa cuando se incorporó al trabajo, a los tres meses del nacimiento de Dayan. La relación entre ella y el papá del niño siempre estuvo mal, él estaba preso cuando el niño nació. Al año, ella se mudó a un anexo alquilado en Achípano. Me dio dolor, pero yo sabía que Gellinot se tenía que ir algún día. Ahí, Gina, una muchacha que quiso mucho a Dayan, la ayudaba a cuidar al niño. Nos seguimos contactando porque quedaba cerca. El niño va creciendo, va hablando, le celebramos su primer añito. Él empieza a decirme abuela. La única familia paterna que tuvo fue a mí. Yo le di a Gellinot apoyo durante su embarazo, y ella a mí también, en mis momentos de soledad. Pero yo soy quien ama a Dayan. Para mí, él no está muerto.

»Después Gellinot tuvo que mudarse de donde estaba, por un percance, creo que por las normas, por problemas de pago, no sé».

Fue por incumplimiento de pago —acota Arias—. Ella vivía en un conjunto residencial llamado Casa Grande, en la avenida principal de Achípano. Gellinot fue demandada. El abogado Luis Rafael Amengual Betancourt aparece como accionante en representación del dueño del apartamento, Raúl Morillo Palmar.

Gellinot nunca contestó la demanda, y fue condenada a desocupar y cancelar 1 620 000 bolívares (de los viejos).

«Yo en ese tiempo me mudé —recuerda Reina—, pero siempre estaba pendiente de ellos y trataba de ubicarlos. Ella se había cambiado a vivir en La Asunción y seguía trabajando en el Bingo Las Vegas. En ese lugar duró como 6 u 8 meses, algo así. Luego se mudó a otro sector, a Guaraguao. El niño iba a cumplir 2 años y Gina siempre lo cuidaba. Transcurre el tiempo, Dayan ya tiene 3 años, lo voy a ver, como siempre, y cuál es mi sorpresa cuando me encuentro con que ella había traído a otra muchacha para que cuidara a Dayan. Fue la primera vez que vi a Anney. Se hacía llamar Annery. Desde el primer momento me cayó mal. Creo que fue mutuo. La veía extraña. Gellinot me dice: “la traje para que me ayude a cuidar a Dayan”. Le pregunto, ¿y qué pasó con Gina? “¡Ay no mami!, salió embarazada y no va a poder cuidarlo”, me respondió. Yo le dije, “cónchale, ¿pero va a estar bien?”. “Sí, sí, ella viene nada más que a cuidarlo”. Anney vivía ahí, con ellos en Guaraguao. Era un apartamento donde había mucha gente, en varios cuartos. De todos ellos, la que mejor me caía era Marjorie, quien tenía un niñito que jugaba con Dayan.

»Con los días, comencé a ver cosas raras —comenta Reina—. Tratos extraños, manoseos entre ellas, toqueteos, miradas, aunque trataban de ser discretas, pero se notaba. No le pregunté a Gellinot sobre eso. En sus cosas nunca me metí, por respeto.

»Un día me preguntó si me podía quedar con el niño otra vez. Claro, le dije. En ese tiempo estaba sin trabajar y me la pasaba solita todo el día. Era el año 2009. Supuestamente Anney había encontrado un trabajo en el bingo. Yo accedí porque era Dayan, ¡tan bonita compañía! A veces se quedaba casi toda la semana conmigo, jugaba en el patio. Cuando lo corregía, me decía: “abuelita, cálmate”. Hablaba como un viejito. Él me hacía recordar mucho a mi hijo cuando estaba pequeño, debe ser porque se crió con gente adulta. Yo tenía una mata de grosella, la cereza extranjera, que a él le encantaba. No comas eso que está muy temprano, le decía yo. “Abuelita no me hace daño, cómete una”. “Dayan, eso es muy ácido”. “No abuelita, yo me la como”.

»Era muy mingón para comer; todo le gustaba, pero cuando decía, “yo no quiero”, era no quiero. Se antojaba de cereal, y luego salía con que, “no abuelita, una arepita”. Pero te comes el Corn Flakes más tarde. “Sí, abuela, me lo como más tarde”, Yo le hacía la arepa y él se la comía contento.

»Era muy cariñoso. Abrazaba, besaba. Chiquito era delgado, se puso gordito después. Con cara de hombre. Era un hombre en el cuerpo de un niño. Enamorador, le gustaban las muchachitas. El niño más inteligente que he visto. Aprendía rápido. Me ha dado mucha rabia ese cuento de que él era hiperquinético y se golpeaba con todo. ¿Cómo me lo ponen así de torpe? Eso no es verdad.

»Cuando a Dayan me lo vuelven a traer para cuidarlo, sí le noté que tenía miedos. A veces, cuando lo quería bañar, porque yo acostumbraba bañarlo con agua caliente en la noche antes de dormir, apenas le decía, vamos, a bañarse, él comenzaba a gritar y a llorar. Estás sudadito, has jugado todo el día, trataba de convencerlo. Le comencé a ver lesiones en las piernas. A partir del primer morado, decidí tratar de revisarlo siempre. Lo primero que hacía era quitarle la ropa cuando llegaba. Le veía pequeñas lesiones, no grandes, pero igual no me gustaba. Porque si en la casa pasaba toda una semana y no tenía morados, ¿por qué en un fin de semana, cuando ellas se lo llevaban, sí? “No sé abuelita, no sé” era lo único que obtenía, ante mis preguntas.

»Empecé a notarlo más reservado, más temeroso. A veces le apagaba la luz del cuarto, vamos a dormir. “No, abuelita”. Él no conocía su sombra en la pared. Una vez se fue la luz, iba para el baño, y cuando vio la sombra por efecto de la vela, se asustó. “Un fantasma, abuelita”. No, mi amor. “Sí, abuelita, es un fantasma”. No, papi, esa es tu sombra. Todos la tenemos, mira la mía. Yo le explicaba las cosas. No tienes que tener miedo, le insistía. No existen fantasmas, ni el coco, nada de eso. No le gustaba que apagara la luz. Vamos a apagarla porque nada malo va a pasar. “Abuelita, pero pégate a mí”. Yo me voy a pegar de ti, pero tienes que aprender a no tener miedo, a que eres el hombrecito de la casa y el que me va a cuidar. “Sí, abuelita yo te quiero mucho, yo te voy a cuidar”. Y me abrazaba y se quedaba dormido. Otras veces, “abuelita ¿podemos ver Cars?”. Esa película le encantaba. Yo le compraba otras y él me pedía que las guardara en mi casa. “Mejor déjamelas aquí”.

»A los meses, Gellinot dejó de llevarme a Dayan —relata Reina con dolor—. ¿Por qué no me lo trajiste? “El niño fue para la playa con Anney”, cualquier cosa me inventaba. Yo siempre lo llamaba. Todavía vivían en Guaraguao, y ya me había enterado que Gina tampoco lo estaba cuidando. Se me hacía difícil verlo. Cuando iba, nunca estaban, y a veces cuando lo lograba, Gelli bajaba, me decía que el niño había salido, y no me dejaba subir. A mí se me hizo más complicado porque comencé a trabajar. Me alejé un tiempo, pero siempre traté de llamarla. La comunicación se dificultaba porque Gellinot se la pasaba cambiando de teléfono. Y ella no me llamaba.

»Luego me mudé para esta casa en El Poblado. Me había cansado de buscar a Gellinot. Un día me encontré a Gina, la muchacha que había cuidado antes a Dayan, y me dijo que tampoco los había visto, pero por suerte, Gina se tropezó con Gellinot. Resulta que se había vuelto a mudar para Achípano, a casa de la señora Ivonne, y Gina vivía por allí. Ya estamos hablando de finales de 2010, calculo yo. Gina le llevó mi tarjeta y ella me llamó.

»“Mami, estoy bien”, me dijo Gellinot. “Me tienes con el corazón en la boca”, le respondí. “¿Cómo está Dayan? ¿Cómo estás tú?”. Ya yo venía escuchando de los maltratos. La gente de Achípano comentaba, y de Guaraguao también. Hablaban de las peleas entre ellas, entre Gellinot y Anney. Una persona que vivía cerca del edificio, escuchaba los escándalos. Del niño no me comentaron nada. Luego en diciembre de 2010, mi pareja me dice: “vamos al centro comercial La Vela, a buscar un teléfono”. Un amigo nos da la cola y el señor nos dice: “voy a bajarme un momento en la farmacia”. Da la vuelta y pasa frente al hospital, y de repente veo a Gelli sentada en un banco en la parte de afuera. No era la Gelli que yo conocía. Ella, que antes salía siempre arregladita. Estaba mal vestida, despeinada, le vi golpes en un ojo, en los brazos. ¿Qué es esto? ¿Por qué tú estás así? Yo no me meto en tus cosas, pero ¿cómo vas a vivir así golpeada? Tienes que quererte un poquito. Acaba con esa relación porque te va a terminar matando. “¿Dónde estás viviendo?”, le pregunté. “Mami, me mudé para Achípano, pero no vayas”. ¿Por qué? Yo sabía que a Anney le molestaba que Gellinot tuviera amistades. El niño supuestamente estaba en la escuela. “Dame tu número, quiero hablar contigo”, insistí. “No me llames, deja que yo te llamo a ti”. Pasaron los días hasta que se comunicó por teléfono y me dijo, “mami, yo estoy bien, no te preocupes, todo se arregló”. “¿Cómo está el niño? ¿Por qué no me lo traes?” “Lo que pasa es que el niño está en la escuela y yo tengo que ir para el trabajo, no me da tiempo, pero apenas tenga un fin de semana libre, yo te lo llevo”, me prometió.

»Pero así transcurrió el tiempo y ella me lo trajo fue a mediados de 2011. Ya tenía el niño la boca partida. “¿Y qué le pasó en la mano?”, la interrogué. “Se cayó y se golpeó”. Era su manito derecha. No la quería ni mover. Estaba hinchada como si tuviera fractura. Le dolía. Le eché mentol, lo sobé y le dije a Gelli: “esto es para tratamiento de fisiatría. Llévalo a un médico rápido”. No podía agarrar nada, tú no lo podías tocar porque se iba en pánico. Lloraba, nada más que con la idea de que le fueses a rozar su manita. Dayan no me contó nada. Obvio, estaba la mamá. Delante de ella, no iba a hablar. La marca de la boca era como si tuviera labio leporino, o sea que el golpe tenía que haber sido fuerte. Ella me dijo, que mientras estaba comiendo, él se había enterrado un tenedor. Eso es mentira, pensé, debe haber ocurrido de otra forma.

»Ese día fue la última vez que lo vi. Estaba con pantalón largo y un suéter manga larga. No pude ver si tenía otros golpes. Fue solo un rato. Vino como a las 6 de la tarde. Ya estaba gordito y grandísimo. Gellinot me ocultó que había tomado la decisión de mandarlo a Guanare.

»Dayan conmigo era otra cosa —recuerda Reina—. Sabía que aquí no se le pegaba, ni regañaba. Era libre de hacer lo que quería. Me decía: “abuelita ponme la música de Chino y Nacho”. Se metía en el cuarto, salía, brincaba, corría.

»“Mi tía Anney”, le decía Dayan a ella. Yo le preguntaba: “¿Ella te castiga?” Y él me contestaba “sí, pero no digas nada, porque me regaña”.

»Pasó un tiempo y yo insistía por teléfono. “El niño está bien, me decía ella, tengo mucho trabajo y no me da tiempo”. Excusas para no traerlo. Gina me había contado que se habían vuelto a mudar a una habitación en El Poblado. Allí dicen que no dejaban salir al niño del cuarto y que porque a él no le gustaba. Falso. Si a Dayan le daban cancha abierta, él era feliz.

»Una vez volví a encontrarme a Gellinot. Le pregunté por Dayan y me dijo: “voy para Guanare porque el niño está enfermito”. Eso fue en noviembre. Yo me había quedado tranquila, pensando que Dayan estaba con su abuela; alguien me había dicho eso. “Voy a ver si me traigo al niño”. “¡Ay sí, Gelli!, lo quiero ver cuando lo traigas”, le dije. Después cuando regresó, se excusó: “no lo pude traer, lo voy a buscar el 15 de diciembre”. Me contó que había pasado con el niño un día feliz, que compartió con él, que habían comido helados.

»Ya después fue el 1o de diciembre. Ella me llamó como a las 9 y media de la noche. “Mami, Dayan está mal y salgo mañana para Guanare”. “¿Qué tiene Dayan?”. Ya él estaba muerto y Gellinot lo sabía, me enteré después. “¿Qué tiene el niño?”. “Lo metieron a operar de emergencia con una peritonitis”. Yo decía, pero si no le ha dado fiebre… A las 10 y media de la noche me llama otra vez y me dice que el niño se había muerto, que no había aguantado la operación. No entendí. No lo podía creer. Me fui hasta la residencia donde ella vivía. La ayudé a arreglar la maleta, lo que se iba a llevar. Lloraba, un gentío la llamaba. Ella había avisado a compañeros de trabajo, a amigos. Todo el tiempo hablaba por teléfono. Recuerdo vagamente que cuando alguien le preguntó por Anney, dijo que no había podido comunicarse con ella porque se había desmayado. A las 5 de la madrugada salió para el aeropuerto con un amigo, Jean Carlos, quien por cierto había presentado a Anney y Gellinot. Él la acompañó hasta Guanare. No paré de llorar. A Dayan no le gustaba verme llorar. “Abuelita no llores, me vas a hacer llorar a mí también”, recuerdo que me decía. Él no era llorón, pero sí muy sentimental.

»Me resistía a ver a Dayan muerto, pero al menos para acompañarlo, me fui para Guanare. No conseguí pasaje de avión y tuve que tomar un ferry. Llamé a Gellinot y le dije, me estoy montando en el ferry. Ya ella estaba cerca de Guanare. Me dio el número de teléfono de Jean Carlos por si acaso no podía responder. Cuando llegué a Guanare me cansé de llamar a Gelli. No sabía que ya estaba detenida.

»Comencé a enterarme de lo que había pasado con Dayan. No podía creer que a mi niño lo hubiesen matado. Me preguntaba: ¿por qué se ensañaron con mi bebé? Era imposible calmarme. No sabía qué hacer, porque yo no conocía Guanare, ni a Rosa, la otra abuela de Dayan. Finalmente me fui a la morgue. Nunca había vivido un momento tan horrible en mi vida. Estaba maltratado. Muy impresionante. Morado, todo. Donde tú lo veías, tenía marcas. Esa imagen no se me puede borrar de la cabeza. Su carita estaba como brava, como triste, como llena de dolor. No era mi muchachito que se reía. Casi ni hablé con nadie. Ayudé a la abuela, la señora Rosa, en su casa, allí lo velaron. A ella la tuvieron que llevar al médico porque cuando trajeron al niño se desmayó, le bajó la tensión. Me dijo que no sabía que a Dayan lo maltrataban así. Me vine apenas enterré al niño. Era muy cruel estar allí. Ofició el padre de la iglesia cercana. Lo bautizaron. Ni siquiera eso había hecho su madre. A veces pienso que tal vez debería estar apoyando a Gellinot porque ella me ayudó en momentos en que yo la necesité, pero no puedo. Para Rosa es otra cosa. Ella es su hija».

En la ruta de encontrar a Gina, la joven que había cuidado a Dayan, el comisario Arias le pidió al taxista que se detuviera en una playa. Intentaba recomponerse luego del testimonio de Reina. Caminó unos minutos. Sus pies se hundían más que nunca en la arena, como si hubiese aumentado 100 kilos. Así se sentía. Tomó aire y agradeció una brisa fresca en pleno mediodía.

Gina estaba sentadita bajo una mata, en una silla desvencijada, dándole pecho a su preciosa bebé. Parecía una niña. Casi lo era, como tantas que de manera prematura se convierten en madres. El comisario fue muy suave, tratando de intimidarla lo menos posible. A pesar de sus ojos vivarachos, ella lo recibió con una mirada de recelo. Arias sabía ser paciente. Una amiga que acompañaba a Gina la animó a que hablara. «Hazlo por Dayan», le sugirió, convenciéndola.

Gina vivía en una casita en el sector Achípano junto a su mamá, y más adultos y más niños. Todos seguramente familia.

«Cuando comencé con Dayan y Gellinot, vivían solitos los dos —habla con timidez Gina—. Ella trabajaba en el Bingo Las Vegas. No tenía pareja, pero sí se relacionaba con un señor que la ayudaba, se llama Orlando Serrano. No era el papá pero trataba muy bien a Dayan. Al principio ella era muy delicada con su niñito. Lo cuidaba, se mostraba muy atenta con él. Un niño tremendo, como todos. Le gustaba jugar con un muñeco dinosaurio llamado Barney, luego pasó al carrito McQueen, de la película Cars. Vivíamos por aquí en Achípano. Nos desalojaron porque no se podían tener niños ahí. Yo vivía aquí en mi casa pero después tuve problemas con mi mamá y me fui a vivir con Gelli. Nos mudamos. Pasamos unos días en un hotel porque no teníamos para donde irnos y después conseguimos en El Poblado. Era una casa de dos plantas y teníamos un cuarto. Ella mantenía su relación, porque sí tenía algo con Orlando, pero nunca vivieron juntos. En esa época ella no le pegaba al niño, ni le gritaba en la calle.

»Luego de El Poblado nos mudamos a La Asunción; yo salí embarazada y me alejé un tiempo. Meses después me buscó para cuidar el niño otra vez porque ella trabajaba. Yo vivía en otro apartamento con otra muchacha. Dayan ya tenía 2 años. Mientras estuve embarazada, algunas veces lo cuidé en mi casa. Después, cuando Dayan cumplió 3 añitos, ella se mudó para Guaraguao por donde quedaba el diario El Caribazo. Dejamos de vernos un tiempo. Ya mi bebé tenía como cinco meses, y ahí fue cuando le conocí su pareja, a Annery (así se hacía llamar).

»Al principio Anney me parecía buena persona. Me decía que le gustaban mucho los niños. A mí se me hacía muy difícil cuidar a Dayan en su casa, así que Gellinot me lo traía para acá. El niño quedaba aquí, hasta tres días. La mamá le traía su comida.

»Todo iba bien, hasta que apareció Anney en su vida. Gellinot empezó con: “tráeme al niño”; no dejaba que estuviera conmigo. Yo se lo llevaba. Me fui dando cuenta de que a Dayan no le gustaba ir adonde ellas vivían juntas. “Déjame aquí”, me decía. Después yo me alejé, por Anney. Ellas le decían al señor Orlando que el niño estaba conmigo. Y él me preguntaba: “Gina, ¿tú tienes a Dayan?”. Le digo, “no señor Orlando, tengo días que no sé nada de él”, “Pero Gelli me dijo que estaba contigo”. “Le voy a decir algo, señor Orlando, Dayan tiene tiempo que no viene para acá”. Ellas lo tenían y le mentían.

»Después Gellinot me buscó para que la volviera a ayudar a cuidar al niño. Fue cuando se mudaron a casa de la señora Ivonne, y a Anney la habían obligado a irse por los escándalos. Yo me acercaba hasta allá como a las 6 de la tarde y me regresaba como a las 8 de la mañana. Recuerdo un día, cuando Dayan acababa de cumplir los 5 añitos. Él viene y se me quita la camisa. También tenía la boquita partida. Le pregunto, ¿qué te pasó ahí? “Me caí donde Marjorie”. Él hablaba clarito. Dime la verdad, qué te pasó. “Ay Gina, me caí donde Marjorie, de una escalera”. Yo sabía que eso no era una caída de escalera. ¿Qué te pasó? Si me dices la verdad, te doy una galleta. “Está bien, te lo voy a decir. Como yo no quería comer, Anney me puyó con el tenedor”, me dijo en secreto. Cuando vi a Gelli, le pregunté, ¿qué le pasó? “Él se cayó”, me respondió. Después le veo una quemadita en la cara. ¿Qué te pasó? “No sé, Gina, no sé”. Y después, le vi el cuerpo con mordiscos. ¿Qué te pasó? “Nada”, y se bajaba la camisa. Recuerdo que en febrero de 2011 Gelli me dijo, “mejor cuídalo en tu casa porque a Anney no le gusta que estés aquí”. Yo lo cuidaba mientras Gelli estaba de viaje. Dormía conmigo y yo lo llevaba temprano donde la mamá.

»Un día encuentro llorando a Gellinot, y le veo golpes en el cuerpo. Me dijo que Anney le pegaba. Le pregunté si había ido donde la policía y me dijo que sí, pero que no le habían parado. Me asusté cuando me contó que a Dayan lo tenía Anney y que no se lo quería regresar. Lo cargaba en el carro. Me regresé a mi casa angustiada. Al rato me llama Gellinot y me dice: “¿te puedo llevar a Dayan?” Hablaba como con miedo. Le respondí que sí, pero no me lo trajo. Después no vi más a Dayan.

»Me enteré de que se habían mudado. La conseguí por noviembre y me contó que había estado en Guanare. Le pregunté con quién andaba y me confesó que con Anney.

»Gellinot trabajaba con una amiga que vivió por aquí y fue ella quien me dijo que Dayan se había muerto de una peritonitis. Me pareció muy raro. Me contaron lo de los maltratos. Llamé a Gelli y ella me respondió, “Gina, te explico después”. Iba camino a Guanare. Más nunca hablé con ella.

»“Sí, ¡esa desgraciada!”, gritó el señor Orlando Serrano, furioso, cuando supo lo de Dayan —recuerda Gina—. Él me dijo: “Yo le mandaba dinero a Gellinot, estando el niño en Guanare; siempre lo hacía pensando que la ayudaba con Dayan y sus hijas. A veces llamaba, y yo le preguntaba dónde estaba el niño y ella me respondía: está con Gina. Y ponían al niño a hablar como si estuviera contigo”. De verdad que el señor Orlando pensaba que yo lo cuidaba.

»Un día Dayan me llegó con un cachete rojo, así, morado, le digo, Dayan ¿qué te pasó?: “Anney me mordió”. ¿Verdad? “Sí, Anney me mordió”. Será jugando y se le pasó la mano, pensé. No era así.

»Era una cosa… a él le daba miedo contarme. No sé si ella lo amenazaba, digo, Anney. Imagino que sí. A mí, él apenas si me decía algo, porque yo le ofrecía una galleta. A lo último, cuando yo lo cuidaba, Dayan hablaba con palabras que nunca le había escuchado. La mamá me lo traía: “Le das a este niño la comida de la noche, pan, jugo”, algo así. ¡Y cómo me hacía correr ese niño para comerse el pan! De pronto Dayan comenzó a decir unas cosas tan feas: “Maldita perra, te vas a morir como una perra, tú y tu hijo”. Se ponía rojo como un tomate y después se le pasaba. Se fue volviendo agresivo. Repetía cosas que oía y veía, pienso yo».

Al salir de casa de Gina, el comisario Arias se detuvo en la policía de la zona. Le confirmaron lo que sospechaba: Gellinot González Quevedo nunca había colocado una denuncia por agresión contra Anney Montilla. Ni por ella, ni por su hijo. «Esta mujer, además de todo, es muy mentirosa», expresó en voz alta, con un humor algo cargado. Le pidió al taxista que lo guiara a la siguiente entrevista. Tenía que ir a la residencia de la señora Ivonne, uno de los lugares donde Gellinot y Anney habían vivido junto a Dayan. A pesar de estar muy cerca, no le fue sencillo conseguir la dirección, pero le sirvió para conversar con algunos vecinos. Así fue sumando algunos datos. Por ejemplo, el carro, un Fíat vinotinto, era de Gellinot, aunque lo manejaba Anney. Les precedía la fama de escándalos por violencia y la gente muy poco veía al niño. Anney era mal encarada, pequeña, poco femenina, y su cuerpo hacía ver la musculatura de haber llegado a ser cinta negra en Tae Kwon Do. Gellinot, más bien alta, andaba casi siempre arreglada y tapaba su cara con grandes lentes de sol.

La señora Ivonne no estaba. Sin embargo, el comisario fue recibido con gentileza por su esposo Luis José, un gallero sonreído, que más tarde lo puso en contacto con su hijastro José (Cheo), a través de quien Gellinot había llegado allí.

«El anexo donde ellas vivieron con el niño es esa casita que está allá atrás —contó Luis José, con amabilidad—. Allí estuvieron… —señaló con lentitud y con un leve llanto—. Nosotros alquilamos eso, que siempre es un alivio, una ayudita. Accedimos a alquilarle pero luego se notaba que la mujer gorda, porque el macho era la pequeña, trataba de ocultar su cara morada, y las pocas veces que veíamos al niño, también. Una sobrina mía que trabaja en la policía le dijo una vez: “mucho cuidado, ¡no quiero que a mi tío lo metan en líos! Si veo algo raro, las denuncio”. Entonces, más o menos se moderaron. Aun cuando usted ve que la casita está alejada de nuestra área, siempre se oían golpes como contra la pared, fuertes. Yo me digo ahora, si sería que golpeaban al niño, o si el macho golpeaba a la hembra, no sé. Buscamos la manera de que se fueran. No eran gente sana. Aquí en esta familia, nadie ni fuma. Soy un hombre que siempre se ha mantenido recto.

»Las pocas veces que vi a la criatura notaba que caminaba como con miedo. Esa es mi percepción. Bien lindo, el niño. Precioso, bonito. Muy raro cuando pudimos acercarnos a él. Tratamos de darle distracción, pero después se lo llevaron. Lo tuvieron todo el tiempo encerrado. Y eso que aquí hay un patio grande.

»Una vez le noté como unos morados por los ojitos, por la frente. “¿Qué te pasó, papá?”, le pregunté. Y me esquivaba. El temor de que la mamá lo viera hablando conmigo, sería. La mamá era regañona con la criatura, pero en presencia de la otra, era más tenso todo.

»Después de conocer la muerte del niño me he puesto muy lloroso. Es como si lo viera ahí, en el patio. Me da mucha lástima e indignación».

El señor Luis José se había comunicado telefónicamente con su hijastro, Cheo, así que Arias fue directo a su encuentro. Al comisario, el trabajo siempre le quitaba el apetito, pero agradeció la invitación de Cheo a comerse un pescado mientras conversaban.

El recuento confirmó lo que le había contado su padrastro. Pero tenía algunos datos adicionales.

«Ya en el año 2000, Gellinot vivía en Achípano, en la residencia del señor Luis, un llanero muy folklórico. Vivía sola. Ella cuenta que salió embarazada de un hombre que no era bueno; morocho de otro que sí lo era. Bandas delictivas mataron primero al morocho bueno, que se llamaba Kenny (en el barrio todos dicen que lo asesinaron porque lo confundieron con su hermano), y después asesinaron al malo, Keivy, el padre de Dayan.

»Pasé mucho tiempo sin saber de Gellinot —continúa Cheo—, hasta que una vez en un casino, el Bingo Charaima, me la encuentro. Me dice que está buscando residencia. Yo tenía un área, un anexo en casa de mi mamá, en Achípano, que construimos para alquilar, para que con eso se ayudara. El anexo es de 27 metros cuadrados, tipo estudio, con un área de cocina. Yo lo estaba terminando de arreglar, cuando un día ella se presenta en mi casa con otras dos mujeres. Gellinot me dijo que eran sus amigas, una de ellas era Anney. Les comento, no he terminado el anexo. “No importa, te pago dos meses de depósito y un mes adelantado”, ofreció con urgencia. Firmamos un papel por 6 meses. Ellas venían de otra residencia de donde las habían sacado. El arreglo para la mudanza del anexo se había hecho sin el niño. Y de repente, traen a Dayan. No me gustó la idea, en especial que no hubiesen dicho toda la verdad, pero insistieron, ella y la otra, Anney. En las primeras le noto la manita herida al niño, y Gellinot me dijo que se había quemado.

»Dayan no era un niño como los demás, era nervioso, temeroso. Como a la semana comenzaron las quejas. Inés, vecina, esposa de Manuel, un taxista colombiano, protestaba porque las mujeres peleaban y no la dejaban dormir. ¡Qué va! Vivían como perros y gatos, todo el tiempo.

»Recuerdo que una vez yo estaba en el patio haciendo una parrilla y sorprendentemente se me acercó Dayan. “¿Qué estás haciendo?”, me preguntó. Le expliqué lo que era una parrilla, me conmovió que no lo supiera. En lo que estuvo lista me acerqué al anexo y le llevé un plato con lo que habíamos cocinado. Estaba Anney y fue evidente que se molestó. Temí que descargara contra Dayan, que lo agrediera por haberme hablado. Más nunca le ofrecí nada.

»Cuando vi al niño con el labio partido, Gellinot me dijo que había sido un accidente, un frenazo con el carro. ¿No le va a creer uno a una madre?

»Un día me encuentro a Gellinot golpeada, llorando, y le digo: ¡se me van de aquí! “¿Y adonde voy? ¿Cómo hago con el niño?”. Imaginé a esa pobre criatura en la calle. Entonces se va Anney, le respondí. Y en efecto, se fue.

»Como Anney no estaba, Gina volvió a cuidarlo, pero Gellinot no aguantó y poco después volvió con Anney. Se mudaron para otro lado, donde la señora Vicenta. Ahí vivía todavía Gellinot, cuando murió Dayan».

Así que Arias se fue donde la señora Vicenta. Lo recibió su hija Cecilia en una casa con un amable jardín, en el que tampoco jugó Dayan. Una vez más, el comisario utilizó su oficio para escuchar. Había avanzado en la reconstrucción de la vida, si podía llamarse así, que había padecido Dayan desde su momento en Margarita. Raptado de los afectos, sin un lugar estable donde vivir, sin amiguitos con quienes jugar, presenciando agresiones entre Gellinot y Anney, y víctima de la violencia.

«Ellas llegaron finalizando mayo de 2011 —recordó Cecilia—. Vinieron a través de un muchacho que tenía tiempo viviendo aquí en la casa, Jean Carlos, a quien apreciábamos mucho. Ya él tampoco vive aquí, lo saqué. Él se las recomendó a mi mamá. Dijo que las conocía desde hacía muchísimo tiempo, que eran hermanas. Recuerdo que cuando llegaron a la casa, mientras se mudaban, el niño estaba en el cuarto de Jean Carlos. En una de esas, que Anney y Gelllinot salieron, yo le comenté a Jean Carlos que sacara el niño al patio para que no estuviera ahí, encerradito, y él le dijo que saliera. En ese rato, Dayan jugó muchísimo con mis hijos. Fue la única vez que lo vi disfrutar. Cuando ellas regresaron, el niño se frenó. Annery (así se hacía llamar, después supe que su nombre es Anney), le dijo a Dayan: “¿Dónde te dejé yo?”. Y el niño corrió para el cuarto y se encerró otra vez. A Anney, él le decía tía. Después de eso, tal vez lo haya visto unas tres veces más. Él salía aterrorizado mirando el piso, con pasos pequeños, pegado a la pared. Una vez mi mamá le dijo: “Dayan ¿qué te hice yo? ¿Por qué tú estás bravo conmigo?”. “No señora Vicenta, yo no estoy bravo con usted, ¿por qué dice eso?”. “Bueno, porque sales y no me saludas”. Él volteó y vio a Anney, y ella le ordenó: “saluda a la señora Vicenta”. Y él: “¿cómo está señora Vicenta?”.

»Ese era el maltrato que se podía percibir. Un niño completamente aislado, encerrado en un cuarto, que no jugaba. Pero no se escuchaban agresiones al niño. Entre ellas, sí. Por eso les pedimos que se fueran. Una vez la vecina del cuarto de ellas me buscó para decirme: “allí adentro se están matando”. Esas mujeres se estaban golpeando. Yo no me había comido el cuento de que eran hermanas. La cara, el aspecto, el trato, lo mostraba. Gellinot se maquillaba un poquito, pero Anney era el propio macho. El hombre de la casa, con pelo corto, aunque se había hecho unas mechas.

»Mi mamá siempre le preguntaba a Jean Carlos y él insistía: “ellas son vecinas mías de Guanare, son hermanas por parte de mamá, las conozco desde pequeñas”. Y resulta que ni eran vecinas de él en Guanare, ni hermanas, ni nada. Todo el mundo que las veía, se daba cuenta. La única era mi mamá, porque ella le tenía mucho cariño a Jean Carlos y lo que él decía, era santa palabra.

»El día que me llamó la vecina, los gritos se escuchaban a leguas. Les toqué la puerta y nadie me abría. Les preguntaba qué pasaba y no respondían. Les dije: si no abren la puerta voy a llamar a la policía. Entonces Gellinot abrió un poquito. “¿Qué pasó?” Estaba hinchada y volvió a cerrar la puerta. Insistí en la amenaza, y ella como que empujó a la otra y salió. Me hacía señas de que callara, de que no dijera nada. No sé si el niño estaba adentro en el cuarto. Ese día mi mamá le pidió a Anney que se fuera. Y ella se marchó con el niño a Guanare. Gellinot se quedó. Prometió que iba a estar hasta diciembre porque hasta ese mes trabajaba en el bingo.

»Mientras ellas vivieron aquí me preocupaba que el niño no iba a la escuela. Una vez mi mamá le vio un morado en la cara y le preguntó a Gellinot. Ella le dijo que él no quería comer y entonces le apretó la boca para que la abriera y se le marcó porque él tenía una piel muy delicada.

»La verdad es que a él nunca lo escuché llorar o quejarse —insiste Cecilia—. Aquí hay alquiladas cuatro habitaciones, cada una con baño, y están cerca, unas de otras. Ellas lo que tenían era una cama matrimonial, una individual, un mueble donde colocaban un televisor que por cierto, después que se fue Gellinot descubrimos una cantidad de películas que yo dije: ¡Dios mío! Muertos, violencia, brujería, demonios. Pura maldad. ¿Y dónde las veían ellas? ¡Ahí, frente al niño! Apenas si se encontraba una que otra película infantil como Cars.

»Otra cosa que le critiqué a ella, a Gellinot, y se lo reclamé: ¿en qué momento ese niño come? Tú trabajas en el bingo, llegas a las 3 de la mañana y son las 3 de la tarde y de ese cuarto no ha salido nadie, ni siquiera a servirle un vaso de leche. Ella me contestó que le traía comida del bingo. Yo no le creía, por eso la íbamos a denunciar. Tenían al niño encerrado en el cuarto. No le permitían educación, no le permitían distracción, ni alimentación, Él siempre andaba con una gorrita en la cabeza. La cicatriz en el labio ya la tenía, pero todavía se le veían sus dientes completos.

»Anney le decía a mi mamá que Dayan no salía a jugar porque a él no le gustaba compartir sus juguetes con otros niños, y que solo era como él se divertía. Insistía en que él era egoísta y posesivo. Puros cuentos de ella.

»Si acaso, Anney salía por ratos del cuarto a cocinar, y luego otra vez para el cuarto.

»El niño y Anney se fueron a principios de agosto. Ellas echaron el cuento de que iban a llevar a Dayan donde la mamá de Gellinot, porque trabajaba en un colegio y lo habían inscrito allá.

»Gellinot vivía aquí cuando la muerte de Dayan. Por esos días mi mamá estaba molesta con ella porque se había aparecido con un perrito, un Dóberman píncher, de esos chiquitos. Mi mamá le reclamó que cómo iba a tener un animal encerrado en una habitación.

»A finales de noviembre, Gellinot desapareció unos días diciendo que quería estar con su hijo, que su cuerpo se lo pedía, no sé qué. Se fue y, cuando regresó, le contó a otra inquilina cuánto había disfrutado con el niño en un parque donde le dio de comer helado.

»El 1o de diciembre a las 3 de la tarde, ella llega y le comenta a uno de los inquilinos que Dayan estaba hospitalizado y que había comprado pasaje para irse a Guanare, al día siguiente, por la mañana. Preguntó qué era una peritonitis. “A Dayan lo están operando de eso”. Mi mamá le explicó: “si se trata a tiempo, no hay peligro”. La tranquilizó. Se fue para el cuarto y como a las 10 y pico, iban a ser las 11, salió gritando por teléfono: “¡Dios mío, no, no lo acepto, no, llévame a mí! ¡Mi hijo, no me lo mates, no te lo lleves!”. Y se tiraba en el piso y corría hacia la calle. Puro teatro, digo yo. Ella sabía desde hacía 5 horas que el niño había muerto.

»Ahora que sé lo que ocurrió —recordó Cecilia— me viene la imagen de ella con su hijo. Nunca lo acariciaba ni le mostraba amor de madre. Estoy convencida de que Gellinot sabía lo del maltrato. En el cuarto donde ellas estaban, quedaron unas gotas rojas en la pared, supongo que es sangre, pero sería complicado determinar de quién es, porque Anney también golpeaba a Gellinot. En una esquina del baño hay restos de una vela roja. Uno no sabe.

»En ausencia de Anney, fue poco lo que se supo de Gellinot. Una vecina dijo que una vez la vio hablando por teléfono, bajo una matica de Guayacán. Estaba agachada, con las manos en la cabeza, mientras gritaba: “¡No lo mates!”.

»Las cosas de Gellinot estuvieron aquí como hasta el 22 de diciembre. Los juguetes de Dayan se los habían llevado desde cuando se fue con Anney a Guanare. Mientras vivieron aquí, estuvo la bicicletica de Dayan en una esquina, y nadie la tocó.

Ni él ni mis hijos, a quienes les he enseñado que las cosas de los demás se respetan. En esta casa solo quedó de él un balón.

»Después de la muerte de Dayan, Jean Carlos llegó de Guanare; vino con dos muchachas a buscar las cosas de Gellinot. Como tenían la llave, entraron al cuarto y cargaron con varias maletas. ¿Sacaron evidencia? No sé. Quién sabe qué se llevaron. Al día siguiente en la mañana, hubo rumores de que los malandros del sector El Poblado querían linchar a la dueña de la residencia, a mi mamá. Así que furiosa, boté a Jean Carlos que hasta se puso a llorar. Nosotros le teníamos mucho aprecio, pero de un tiempo a esta parte nos estaba pareciendo muy manipulador.

»Luego se presentó una tía del papá del niño, llamada Reina. Gellinot estaba viviendo con esa señora cuando nació Dayan. Ella con mucha decencia nos notificó que la mamá de Gellinot la había mandado a buscar sus cosas. La verdad es que mi mamá quería cerrar ese tema tan doloroso. Lloraba todos los días. Cuando iba a la habitación, decía: “todo se me revuelve, pienso en él, en todo lo que le hicieron”. Por eso quería que se llevaran todo, para echar agua bendita».

Finalizaba el sábado para el comisario Arias. Ansiaba una larga ducha y un buen trago para relajarse. Terminó pidiendo una pizza a la habitación del hotel. No se había comunicado durante todo el día con su amiga Pagliaro. Decidió dejar las cosas así. Conociéndola, imaginó que estaría avanzando en la investigación forense. Apenas si había recibido un mensaje del inspector Filippo, quien le confirmaba que la audiencia sería el lunes en la mañana. Por lo pronto, a él le esperaba un largo domingo, incluido su regreso a Guanare.

Arias había ubicado direcciones y números telefónicos de testigos importantes en la vida de Dayan en Margarita. Había adelantado una rigurosa agenda que esperaba cumplir, a pesar de ser domingo, día no laborable. Quería el testimonio de la directiva, la coordinadora y la maestra del Colegio Papagayo, donde estudió Dayan. Escucharlas era fundamental, porque las tres habían acudido a la Defensoría de los Derechos del Niño. Tendría que conversar también con el funcionario de ese organismo que había iniciado la investigación. Surgían demasiadas interrogantes al respecto, en especial por qué había transcurrido tanto tiempo —cinco meses— desde la primera denuncia de las maestras, hasta la citación a la madre de Dayan. Trataría igualmente de pasar por un restaurante llamado El Caney de Felo, donde Anney le había roto la boca a Dayan con el tenedor.

Yoleidi del Valle Guerra de Marcano y Nairobi Díaz Navarro, eran directora y coordinadora del Centro de Educación Inicial Papagayo, ubicado en la calle Gómez de Porlamar. Por suerte, estuvieron juntas en la conversación:

«El niño faltaba mucho y la mamá decía que estaba enfermo —interviene Yoleidi—. Se le llamó la atención a ella. Trajo unos récipes médicos y luego pasó a retirarlo, y se fue. Hasta que supimos por la prensa y la televisión lo que había pasado con el niño».

«Nosotras, maltrato como tal, no presenciamos —indica la coordinadora—. Lo que sí, es que le notamos lesiones al niño. Le dijimos a la mamá que lo llevara al médico. Gellinot aparentaba ser una mamá normal. Ella era la única persona que lo traía y lo recogía».

«Pobre criatura. Demasiado triste que haya acabado así», agregó Yoleidi.

«Era tan bonito Dayan», recuerda Nairobi.

«Ni un animal se porta de la manera como lo hicieron con Dayan», concluye con indignación la directora.

Lo que le contaron Yoleidi y Nairobi al comisario Arias fue reiterado por ellas ante los organismos policiales y explica la razón por la que acudieron a la Defensoría de los Derechos del Niño. Declaró la directora: «Dayan presentaba los dedos de una mano inflamados. Le pregunté a la mamá qué había sucedido y ella respondió que se había aporreado. Le pregunté si lo había llevado al médico y me dijo que no, que era puro aporreo. En otra oportunidad la maestra Rossany Alfonzo me manifestó que el niño presentaba moretones en diferentes partes del cuerpo. Fui al aula de clases y constaté que era cierto, por lo que cité a su mamá a la dirección del colegio. Ella se puso a llorar y me dijo que era su pareja, un árabe que los maltrataba a ella y al niño, pero que ahora estaba más tranquila porque él se había ido de viaje. Luego de eso, el niño dejó de asistir a clases por lo que fuimos a la Defensoría de los Derechos de los Niños y Adolescentes, donde expusimos el caso al doctor Jairo Marcano. Al niño no lo vimos más. Un día la mamá se presentó en el colegio diciendo que se lo llevaba para inscribirlo en el estado Portuguesa donde lo iba a cuidar la abuela. Procedimos a elaborar la respectiva planilla de retiro».

La primera impresión que tuvo el comisario Arias al ver a Rossany Alfonzo es que era el vivo recuerdo de la maestra que más había querido en su infancia. Una sonrisa cálida, unas manos suaves, una voz leve, todo le generó una nostalgia que lo asaltó sorpresivamente.

Rossany tiene 39 años. De ellos, 17 ha trabajado como maestra. Diez en el sector privado y siete en el público. El Colegio Papagayo es del municipio, está adscrito a la alcaldía de Mariño y funciona desde 1949. Es preescolar nada más. Son ocho aulas, 30 por salón. Por lo general los niños que allí cursan son familiares de empleados de la alcaldía, pero también estudian hijos de madres trabajadoras, algunas de la economía informal. Es muy solicitado por el tipo de horario que ofrece: trabajan desde las 7 y media de la mañana hasta las 4 de la tarde. Además está ubicado en una zona céntrica, de fácil acceso.

Rossany conversó con el comisario sin que la abandonara la tristeza.

«Conocí a Dayan en el inicio de clases en 2010. Entró a mi salón, que es el segundo nivel; antes tuvo otra maestra. Cuando la mamá lo trajo, lo vi bien. Bello, hablaba así como musical, como maracucho —cuenta Rossany con dulzura.

»Él a veces llegaba cariñoso, otras llegaba con unos berrinches que no quería entrar al salón. Se ponía a llorar, a llorar, a llorar, después se calmaba. Luego que se me calmaba, se acercaba a mí y me abrazaba y se quedaba tranquilo. Jugaba con los muchachos, no era agresivo. Peleaba con los niñitos, cuando le pegaban. Él se defendía, como es normal.

»Era muy reservado, no contaba las cosas. Yo me fijaba que la mamá lo traía y… por ejemplo, la mamá le decía, “tienes que comerte la comida”, y él me pedía que lo ayudara a terminarla. De la empanada, se comía la mitad, y nos rogaba que comiéramos una parte porque la mamá lo iba a regañar.

»Cuando estaba con ella, siempre se comportaba con miedo. Si él le pegaba a un niñito y yo le decía: Dayan se lo voy a decir a tu mamá, él se asustaba y respondía: “no maestra, no, no y no”. Yo me cohibía de decirle a la mamá cualquier cosa porque me di cuenta de que le temía. Entonces nosotras lo ayudábamos con su desayunito. Luego ella preguntaba y le decíamos que sí, que se lo había comido todo.

»Después él me llegó con un morado en el cachete. Yo le pregunté en la puerta a la mamá, por qué ese morado, y ella me dijo que a él le había dado fiebre, que convulsionaba y se le ponían los cachetes así. Esa fue la primera vez que él llegó marcado. Yo hablé con la directora, sería empezando las clases, en octubre. El cachete rojito, se le puso moradito. A los pocos días me llegó con el otro cachete morado. Hablé con ella y me dijo que era lo mismo. Se me ocurrió revisarle el cuerpecito, y tenía unas lesiones en la espalda, como decir correazos. Y yo le preguntaba, pero él no respondía. Dayan, ¿qué te pasó? “Nada, maestra”. Yo soy una maestra muy fastidiosa, me gusta preguntarles a ellos, registrarlos, y después de las primeras señales, más. A él le fastidiaba que yo lo revisara. “Ya, maestra, ya”. Un día estaba el grupo, y yo les propuse como juego: vamos a ver quién tiene la camisa limpia. Se la sacan y me la dan a mí, les pido, cosa que se quitara la camisa para observarlo bien, porque él no dejaba que lo vieran. Le preguntaba, ¿qué te pasó aquí?, cuando veía como unos correazos marcados: Dayan, ¿por qué tienes esos correazos? ¿Te pegó tu mamá? “No”. ¿Con quién vive tu mamá? Él nada contaba. Después me llega con las manitos que le dolían. La mamá me dice: “maestra, estaba jugando pelota con el padrastro y cuando él le tiró la pelota, el niño la iba a agarrar y se le doblo el dedito”. Yo pensé, otro más. Cuando le toca trabajar, dibujar, agarrar el lápiz, se queja porque no puede. “Maestra me duele mucho”. Veo, y le noto la mano hinchada. Pienso, qué va, ya esto es demasiado, y llamamos a la mamá a la dirección. Cuando hablamos con ella, estaban la directora y la coordinadora. Le digo a la mamá: primero me lo trajiste con un morado; segundo, le vi la espalda y tiene unos golpes; tercero, lo de la mano: ¿cómo fue eso? Entonces se puso a llorar y a llorar, que ella vivía con un árabe, que el árabe lo tenía a él disciplinado como un militar, que el árabe le pegaba y le pegaba. ¿Pero por qué tú sigues con ese señor que ni siquiera es su papá y que maltrata tanto a Dayan? Ella aseguró que ya él se había ido.

»Entre la primera vez que yo había mandado a llamar a la mamá, y cuando noté la lesión en la manito, ya el niño había pasado como un mes sin ir a clases. La mamá me mandaba mensajes de texto diciendo que el niñito no podía mover la mano. A los 15 días fui a lo de la Defensoría a hablar con Jairo Marcano, funcionario de allí. Él me dice: “no te consta que la mamá le haya pegado”. No me consta, le replico, pero no me gusta que él ya llegó con un morado, la manito no la puede cerrar y están los golpes de atrás. El defensor Marcano nos recomendó que manejáramos el argumento de la inasistencia, porque después ella podía pensar que era el niñito quien nos había contado, y agarrarla peor con él».

Rossany quiere seguir recordando a Dayan:

«Él jugaba mucho con los otros niños. Cuando llegaba de mal humor, daba patadas. En realidad, lo que no quería era que lo encerraran. Y no le gustaba que lo revisaran, que lo tocaran. Ni que le preguntaran. Después hubo el rumor de que la mamá vivía con otra mujer y que lo del árabe era otra mentira, pero eran rumores.

»Luego de que Jairo Marcano, el de la Defensoría, la citó, y ella se puso a llorar, vino una tarde y trajo otro reposo porque el niño se había quemado el cachete. Contó que Dayan estaba cerca de la cocina y que agarró un tenedor y se quemó. Esa fue su versión. Y a mí me mandó un mensaje de texto, diciendo que el niño había agarrado un limón que se lo había pasado por la cara y que le había quedado esa mancha.

»Desde que ella llegaba aquí y lloraba, y juraba que era el padrastro y no sé qué más, yo me decía: a mí no me da buena espina esa mujer. Por eso fue que la denuncié. Es que no me la daba. Cuando vino una tarde con la historia de que supuestamente se había quemado con un tenedor, vino a esa hora porque sabía que no era mi horario y que yo no estaba. ¿Por qué no acudió en la mañana a hablar conmigo, que soy su maestra? Porque ella sabía que yo no le creía sus mentiras, que a mí no me podía manipular. Yo me decía, esas lágrimas son mentiras. Ella le da golpes a Dayan, y el niño no se atreve a contar nada, intuía yo. Pienso que era el miedo, que le decían, si tú hablas…

»Yo me convencí de que a él lo encerraban porque cuando estaba en el salón y trancábamos la puerta, él entraba en pánico. Y empezaba a gritar y a gritar. Me daba patadas y todo. Golpeaba la puerta. Después se quedaba tranquilito. Me abrazaba y no pasó nada y se ponía a jugar. Cuando no quería trabajar, antes de que pasara lo de la manito, si yo le anunciaba, le voy a contar a tu mamá, él reaccionaba con miedo: “no maestra, no le diga a mi mamá, yo lo hago, yo lo hago”. La manito herida era como si le hubieran reventado los deditos, echándoselos para atrás. Los tenía hinchadísimos. La manito derecha estaba contraída, no podía moverla. No podía escribir, ni agarrar el lápiz, ni nada.

»Cuando yo le preguntaba a Dayan, reaccionaba como si lo tuvieran amenazado. Así fue desde un principio. Cuando se quedaba encerrado, me gritaba: “¡eres mala, eres mala!”. ¡Me dio un dolor cuando me dijo así! Pero pensé que reaccionaba de esa manera porque lo encerraban y le daban golpes. Después se le pasaba, se quedaba tranquilito.

»Yo denuncié. Cuatro veces. Digo dentro de mí: ¿para qué denuncié, si no se hizo nada? Yo siento que no se hizo nada. Se llamó por primera vez, por segunda vez, en cuatro oportunidades. Dayan estaría vivo.

»La mamá siempre me mandaba mensajes de texto. Era como una coartada. “Maestra”, me escribía, “el niño no mueve la mano y el médico dijo que era de terapia, que no era de yeso”. Yo también le enviaba mensajes. Siempre era algo: “maestra no puede ir hoy, no puede ir mañana, que esto…”. Y un 31 de diciembre él me llamó, como a las 9 de la noche. Estaba en Margarita y no había regresado a clases. ¿Cómo te portas? ¿Estás bien? “Sí maestra, sí maestra”. Claro, qué iba a decir, si tenía a la mamá al lado».

Rossany abordó al comisario Arias como una autoridad: «¿Y en el colegio de Guanare no notaron nada?». Él se quedó sin respuesta.

«Cuando estaba en el salón —vuelve Rossany con su doloroso relato—, él jugaba, reía. En cambio cuando estaba solo, muy poco. Un día me llaman: “se murió Dayan de una peritonitis”; yo dije, no. Llamé a mi mamá y le comenté: creo que a Dayan lo mataron. Al poco tiempo circuló toda la verdad. Yo sabía, yo sospechaba de esa mujer. Ella y que lloraba. ¡Mentirosa! “¡Ay yo, que soy madre soltera!”, decía ella para manipular.

»No puedo dejar de leer cosas de él. Vivo enferma tratando de enterarme sobre lo que pasa.

»En el salón de clases, Dayan tenía un amigo llamado Kim, ¡tremendísimo! Y tenía dos amiguitas: Irene y Julieta. Yo le mandé a hacer una misa, y Julieta le escribió una cartica de dedicatoria que quería recitar en la iglesia, pero no se lo permitieron. ¡Es que Dayan era coqueto con las muchachitas! Ella le puso un globo junto a la cartica. Pero además le escribió una canción que su mamá copió.

»“Dayan, feliz cumpleaños. Que la pases bien con los angelitos. Te quiero mucho”, fue la nota de Julieta.

»Y esta su canción:

Levántate, José, y prende la vela

Mira los que andan por la carretera

Son los angelitos que van de carrera

Y llevan a los niñitos vestidos de seda

¿De quién es el niño?

Es de mami

¿Dónde está María hablando?

Con José

¿Y dónde está José?

Abriendo y cerrando las puertas del cielo

María sube al cielo

Te quita el manto azul

Y se pone el manto negro

En la muerte de Jesús

Jesús, amén

Con los angelitos que le cantan a Dios

Dayan, como tú eres un angelito

Yo te dedico esta canción».

El comisario Arias tuvo que apelar a la fortaleza de su experiencia para evitar quebrarse. Siguió escuchando a la maestra.

«Recuerdo que al principio, la mamá lo traía limpiecito, arregladito, con la lonchera equipada. Ella parecía interesada: “maestra, qué le hace falta”, me preguntaba. Pero ya después, cuando comenzó a faltar, venía con la camisita sucia, todo descuidadito. Le ponía un delantal, pero yo se lo quitaba y se le veía la ropa sucia.

»Imagínese que cuando tenía la manito herida, un día vino el alcalde a traer unos bolsos y la directora tenía a Dayan cargado, porque a él lo mimábamos mucho. El alcalde le dio la mano y sin culpa lo lastimó. Dayan gritó.

»Siempre hablaba bonito, educadito. Me contaron que Jairo Marcano, el defensor, declaró que cuando fue a la casa de ellas para la citación, él estaba en pañales. Eso es muy raro, será que ya se lo habían hecho. Porque nosotras no aceptamos niños con pañales. A los 3 años, cuando ingresan a la primera sala, ellos no pueden tener pañal. En maternal es otra cosa, pero en preescolar, no aceptamos pañales. Tiene que ser que ya tenía sus partes dañadas.

»Yo con la mamá no quería insistir con lo de la mano, para que no maltratara más al niño. Y por supuesto, yo no lo forzaba en sus tareas. Ella me preguntaba si él trabajaba y yo le decía que sí. La verdad es que lo había dejado jugando.

»A nosotras nos habían contado que su mamá vivía con una señora, le preguntábamos a Dayan y no decía nada. Seguro lo amenazaban: “no le digas nada a tu maestra, porque vas a ver lo que te va a pasar”. Y yo no quería que dejara de venir a la escuela. Aquí era donde él se distraía, donde tenía sus ratos de felicidad. ¡Y pensar que la mamá lloraba y lloraba! A moco suelto. Siempre la vi falsa.

»Cuando me vino con el cuento de la convulsión, pensé: pero ésta cree que yo soy gafa. “Sí maestra, convulsiona y se pone todo morado”. Y resulta que era un golpe que tenía en la cara.

»Al sacarlo del colegio, la mamá aseguró que lo iba a llevar donde la abuela. Yo no lo quería retirar. Le exigía los papeles. Atrasé al máximo el proceso, pero no podía evitar la carta de retiro. Era su mamá. En la carta constaba que no había culminado el año escolar. “Mi mamá lo va a cuidar allá y aquí yo tengo que trabajar”, fue su despedida. Nunca trajo la constancia del colegio donde lo había inscrito».

El comisario se sentía desgarrado. Él, experto en preguntar, se había encontrado sin palabras. Rossany continuó:

—¿Quiere ver los libros de Dayan?

Arias apenas asintió. La maestra, como teniendo en sus manos un tesoro, primero le mostró una foto del niño; a él le pareció el ser más angelical del mundo. Estaba sonreído. En uno de sus cachetes destacaba un morado. «Esta es una de las pocas veces que sonrió estando solo». Más luego, Rossany con solemnidad, abrió el libro de asistencias. Ya en noviembre de 2011, casi nunca acudió. Tres, cuatro veces. Las inasistencias eran muchísimas, con la señal de que nadie explicó la razón.

Rossany abrió su cuaderno de evaluación:

«Dayan José. Informe del Segundo nivel:

Formación personal y social: El niño valora el lenguaje como medio de establecer relaciones con los demás, con 4 años y 8 meses. Requiere de atención individual, ya que sus juegos son de riesgo. Algunas veces se adapta o acata las normas de salón.

Relaciones con el ambiente: explora y manipula los materiales con los espacios. Algunas veces ordena objetos en los espacios, según su posición: arriba, adentro, etc. (Si le soy sincera, aclara Rossany, no le gustaba mucho ordenar el salón, pero siempre le quería evitar el regaño de la mamá). Realiza comparaciones entre los objetos.

Comunicación y representación: su lenguaje es claro y sencillo a la hora de comunicarse con los niños y adultos. Describe los dibujos libres. Dibuja bien y le da nombres a los garabatos. Sus movimientos son coordinados. En diversas oportunidades imita las expresiones de las comiquitas. Los Power Rangers son sus favoritos. (Él tiene una foto disfrazado como uno de ellos, vestido de azul con antifaz, acota Rossany). Se recomienda estimular en la casa, ejercicios que potencien la motricidad fina».

La maestra sacó otro cuaderno. Estaba forrado de azul. Ella se adelantó ante cualquier observación:

«Fíjese que es mentira que era un niño que quería trabajar con colores negros.

Las hojas, desplegaban animalitos pintados con cierta precisión, de naranja, verde, amarillo.

»Dayan era muy inteligente —dijo ella—. Manejaba bien la relación de espacio y tiempo».

De pronto, el comisario se impacta cuando ve lo que Dayan había ilustrado como una casa. Su dibujo libre era una fortaleza. Un muro. Una prisión, con unas ventanas mínimas en la parte superior, sobre una inmensa pared. Y arriba, muy arriba, inalcanzable, el sol, en el cielo con sus nubes.

La maestra Rossany ya en la confianza de la tristeza compartida, siguió rozando con sus dedos el cuaderno vacío y concluyó:

«Ya después no vino más. Solo quedaron hojas en blanco, en las actividades programadas que nunca realizó Dayan».

Dayan había nacido el 30 de mayo de 2006, a las 4:10 pm en La Asunción, isla de Margarita, en la Clínica Popular Nueva Esparta. La copia de su partida de nacimiento del Registro Civil del Municipio Mariño, inscrito bajo el número 110, No. 102, en fecha 12 de febrero de 2008, abre el expediente 3895-11, del 15 de marzo de 2011. Se trata de un documento que nada tiene que ver con la celebración de un nacimiento. Al contrario, es una prueba recopilada para la investigación de una muerte: el homicidio de Dayan.

Que hayan transcurrido casi 2 años entre el nacimiento de Dayan y su inscripción en el Registro Civil, es una situación bastante común en Venezuela, de manera particular en la provincia. Eso no es para alarmar. Lo inexplicable son los cinco meses que transcurrieron entre el momento de la denuncia de la maestra Rossany junto a la coordinadora y directora del Colegio Papagayo, y el momento en que fue citada Gellinot, su madre.

Otra pregunta que atormentaba como un taladro al comisario Arias era: ¿por qué no se hizo nada? Al menos lo necesario para evitar que continuaran las torturas y posterior muerte de Dayan. Las señales estuvieron allí, ante las autoridades.

Las oficinas de Defensoría de los Derechos del Niño están adscritas a las alcaldías de cada municipio. Camino a entrevistarse con el funcionario Jairo Marcano, el comisario Arias había adquirido la Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes, conocida como la Lopnna.

Un saludo cordial entre Jairo Marcano, defensor de los Derechos del Niño, y el comisario Arias, dio inicio a un respetuoso debate:

—Explíqueme como defensor de los Derechos del Niño: ¿por qué transcurrieron cinco meses para que se diera la primera citación a la mamá de Dayan? —interrogó el comisario.

—Permítame hacer un breve recuento —respondió Marcano—. La primera vez que las maestras hacen un llamado de atención a la madre del niño, es el 18 de octubre de 2010, a las 3 de la tarde. Tres días después, el 21 de octubre, se le llama nuevamente a la dirección del colegio. En esa oportunidad lloró y responsabilizó de los golpes a un supuesto padrastro del niño, de nacionalidad árabe. Transcurrieron dos semanas y el lunes 8 de noviembre se presentó con una constancia médica, de la que por cierto no hay copia en ninguna parte, y participó que el niño estaba enyesado. Parece que no lo estuvo nunca —acota Marcano—. La madre del niño continúa enviando mensajes de texto a la docente, notificando de mejoras en la salud de él. Vinieron las vacaciones navideñas, y el 8 de febrero, la madre acude al colegio para llevar un reposo médico por quemaduras de primer grado del niño Dayan González. El justificativo aparece firmado por Jesús Fernández Rincones, Impremédico 78072, del hospital Luis Ortega de Porlamar del Seguro Social. El reposo era por 72 horas.

»El 17 de marzo, a través de un mensajero, se envía la primera notificación a Gellinot González. No la recibió. El 29 de marzo, yo mismo —continúa el defensor— fui a llevar la citación a la madre del niño. Ella fue convocada a la Defensoría, donde firmó el 6 de abril un acta compromiso. En pocas palabras, Gellinot garantizaba el cumplimiento de la ley que le da derecho al niño a educación y buen trato. En el documento ella se comprometió a que su hijo iniciaría las actividades escolares el 25 de abril. Esto no ocurrió. Al contrario, acudió al colegio a informar de su retiro y que al niño lo cuidaría su abuela en Guanare, donde continuaría su educación. El procedimiento de nosotros fue desde el punto de vista administrativo, por incumplimiento de sus obligaciones escolares. Ese es el procedimiento típico.

—Todavía no encuentro una explicación a que haya pasado tanto tiempo —insistió el comisario.

—Las maestras buscaron, en principio, la conciliación con la madre. Yo les propongo como alternativa que agoten el procedimiento allá en el colegio, para evitar que aparecieran en algún acta que las comprometiera jurídicamente. Trataron de orientar a la mamá de que se trataba de su hijo, de que allí en ese colegio la educación es gratuita, de que el niño no debe recibir maltratos, ni agresiones verbales. Como en enero de 2011 siguieron las faltas constantes, y ven más lesiones en el niño, las maestras vuelven a denunciar. Procedemos a citarla cumpliendo con el artículo 53 de la Lopnna: «Todos los niños, niñas y adolescentes, tienen derecho a la educación gratuita y obligatoria, garantizándoles las oportunidades y las condiciones para que tal derecho se cumpla…».

—¿Y esos récipes médicos son ciertos? Ha podido falsificarlos —dijo Arias.

—Eso no lo podemos constatar porque nosotros no somos un órgano investigador. Ese es el problema. El órgano investigador es la Fiscalía del Ministerio Público en materia de responsabilidad ordinaria especial. Se amerita una investigación cuando hay un hecho punible. El problema en materia de la Lopnna es que es muy enredado el proceso. Nosotros para poder hacer todo el procedimiento judicial, tenemos que agotar una vía conciliatoria y esperar que la mamá viole el derecho del niño.

—¡Ya va! ¡Ya va! —interrumpió desesperado el comisario—. ¿Me está diciendo que solo cuando se materializa el delito, es que se puede actuar para proteger al niño? ¿Después que lo golpean, o que lo maltratan mentalmente? ¿No hay prevención?

—Tan es así —reitera el funcionario Marcano— que yo levanto mi acta, incitándola a ella a que cumpla la ley, buscando que la señora reaccionara y no le violentara los derechos al niño. Lo que pasa es que en los procedimientos de investigación, nunca se pudo tomar en flagrancia el hecho punible como tal, por parte de la mamá. He ahí donde se presenta la falla. Nosotros como organismo administrativo, nos acogemos a la facultad que nos da la ley. Si nos llegamos a salir de ese parámetro, lo más probable es que haya una causal de destitución, porque yo estaría incumpliendo con mis atribuciones. Lo más lejos que puedo llegar es hasta esta acta. No puedo darle seguimiento al caso. No puedo presentarme en la residencia de Gellinot a ver si ella está cumpliendo. No. Esto pasa a otra instancia, una vez que se viola el acta. Cuando hicimos el procedimiento, cumplimos en orientación y apoyo, buscando la conciliación entre la mamá y el niño, y su educación. De verdad llegué hasta donde pude llegar, a tal punto que nos enteramos de la muerte del niño tiempo después —afirma el funcionario Marcano, sin poder ocultar lo que al comisario le pareció un gesto de remordimiento.

—¿Cómo fue su primer encuentro con Gellinot y el niño? —preguntó Arias.

—Yo fui en mi carro hasta donde vivían. Me entrevisté con la señora de la casa. En principio no dije que era defensor, ni que venía de la Lopnna. Ella se resistió a dejarme pasar, pero en lo que me identifiqué y le entregué mis credenciales, no hubo problema. Entro y veo un anexo a la casa principal. Cuando toco la puerta me sale una muchacha con el rímel corrido. Se veía amanecida. Le pregunto si es Gellinot y me dice «sí». Le presento la notificación y ella se puso a llorar: «no quiero que me quiten a mi hijo». El apartamento tipo estudio estaba dividido en dos áreas. Una, donde estaba la cocina y una mesa de comedor de cuatro puestos, todo en perfecto estado, y otra, donde había una cama matrimonial y una individual. Le digo a la mamá que este es un procedimiento conciliatorio, que la escuela está incitando a que el niño asista a clases y que el niño está sufriendo maltratos. El niño estaba correteando entre las dos áreas. Me habló, lo observé, y lo único que noté a primera vista fue una marca en uno de los pómulos. Estaba seca, parecía una quemadura. Ya era una cicatriz. Gellinot se pone a llorar y la calmo: nadie te va a quitar al niño momentáneamente. Le expliqué que teníamos que levantar un acta porque no estaba llevando el niño al colegio. Me responde que no lo ha llevado por problemas de salud y porque ella trabaja en el Bingo Charaima que llegaba a las 3, 4 de la mañana, que no le daba tiempo de estar en la casa, reposar, preparar al niño y llevarlo al colegio que queda en Porlamar, y que tenía que agarrar un autobús. Le explico que independientemente de esa circunstancia, le debe respetar al niño su derecho a la educación que establece la ley. Le pido pasar al otro cubículo. Estaba una muchacha durmiendo, en ropas menores. Con un top y un hilo dental, ambos negros. Le pregunté quién era y ella dice que es una compañera de trabajo. El niño jugaba con un carrito. Estaba en pañal con un interior puesto, que se lo aguantaba, sin franelilla ni nada. Tenía marcas pequeñas en la espalda, pero no recientes.

El comisario interrumpe al defensor para pedirle un vaso de agua. Quería tomar nota mental de la mentira de Gellinot, sobre la excusa de tener que tomar el autobús para llevar el niño al colegio. Ya sabía que ella tenía carro. Recordó también a la maestra Rossany, asegurando que ni Dayan, ni alguno de sus alumnos, usaba pañal, que era un requisito para entrar al preescolar y que Dayan ya estaba en el segundo nivel. ¿Por qué tenía pañal en su casa?

«La madre nunca me hizo referencia a que al niño lo cuidaba alguien —siguió el funcionario—. Me dijo que no quería que el niño fuese retirado del colegio porque tenía el beneficio del horario, entre 7 de la mañana y 4 de la tarde, y porque le daban comida y actividades. La que estaba durmiendo nunca se despertó, a pesar de nuestra conversación. Observé que dormía boca abajo. Después Gellinot me aceptó la notificación y la firmó.

»La mamá se acercó a la Defensoría —continúa Marcano— al acto de orientación. Fue el 6 de abril de 2011. Me pareció una mujer normal, mas no la sentía sincera porque para ser una madre soltera, sin tener quien la ayudara con el muchacho, lo más lógico es que ella busque lo mejor para su hijo. En esa ocasión no se puso a llorar. Insistió en que estaba pasando necesidad porque veía muy poco al niño. Firmó el acta que la obligaba a acatar la ley. Todo lo que prometió, lo incumplió completamente. Yo no supe más nada, hasta que a una de las maestras la consigo en el mercado y me informa: “el niño falleció”, y es cuando comienzo a buscar información por Internet. Las maestras me dijeron que al niño lo habían retirado. Lo correcto es que antes de retirarlo, el representante deje constancia de que el niño continuará su formación en otra escuela. Gellinot no la presentó, solo dio su palabra. La buena fe se presume, la mala hay que probarla. Nadie pudo imaginar que iba a pasar una tragedia con el niño, pensando en la buena fe de la mamá.

—Marcano —reclamó el comisario con voz severa—, ¿nada podía impedir la muerte de Dayan? ¡Eso no lo puedo creer!

—Hay un vacío para hacerle seguimiento a los casos. En especial, si es la madre quien maltrata. ¿Qué pasa? Si yo hubiera observado que el niño estaba lesionado, yo no tomo el caso desde el punto de vista administrativo. Lo hubiera pasado al Consejo de Protección de inmediato para que aplique una medida de separación del entorno del agresor o de la agresora. Lo puedo remitir si detecto flagrancia o una lesión como tal. No es suficiente ver la cicatriz. Insisto: la buena fe se presume, la mala hay que probarla.

—¿Y las cicatrices no visibles —replicó Arias— como una violación o un maltrato mental?

El funcionario hacía esfuerzos por volver a los argumentos legales, pero no lograba convencer al comisario.

—Muchas veces remitimos los casos al equipo multidisciplinario del Palacio de Justicia para que sean evaluados por especialistas —argumentó— porque no tenemos las herramientas para determinar lesiones psiquiátricas. A veces nos cohibimos de hacer remisiones a los organismos porque los padres se resisten. Si yo hubiese visto una lesión contundente, no hubiera mediado palabra con la mamá. Me traigo al niño. Hubiera aplicado una acción de emergencia: entregarlo al Consejo de Protección para que le procure un mejor lugar.

»No teníamos el elemento de convicción, para determinar que había lesiones. Las maestras tampoco podían evitar que lo retiraran del colegio. Lo que sí, es que quienes lo aceptaron en el colegio en Guanare cometieron un error, porque ni siquiera existía un vínculo sanguíneo con quien lo inscribió. Era necesario determinar quién tiene la custodia del niño.

»Quiero insistir en el vacío legal. Nosotros nos sentimos bastante afligidos porque no están claras muchas atribuciones. Quedaron contradicciones en la ley. De cualquier manera, si alguien presencia el maltrato a un niño, puede y debe denunciar. Buscar un cuerpo policial que, preventivamente, detenga al responsable y busque al organismo competente. Se pueden procesar hasta denuncias anónimas. En realidad eso no ocurre casi nunca. Bien sea porque hay desconocimiento de la ley, por miedo, o por comodidad. Es posible que existan muchos casos como el de Dayan, y no lo sabemos. Ojalá que lo que le ocurrió a Dayan sirva de precedente para que instituciones como la Asamblea Nacional, puedan crear organismos que hagan seguimiento y actúen, ante estas situaciones tan lamentables.

»Le digo, como padre que soy, hice mi trabajo pero no puedo sentirme bien», admitió finalmente el funcionario.

El comisario Arias se montó en el carro sin contener su enfado. «¡Burócratas! Me resisto a un argumento administrativo para excusar el maltrato o la muerte de un niño».

Ya tenía que dirigirse al aeropuerto para su regreso a Guanare, pero antes le pidió al amigo taxista hacer una parada en un restaurante llamado El Caney de Felo, ubicado en el sector Los Robles. Existía la información de que en ese lugar Anney había agredido al niño con un tenedor, rompiéndole el labio.

El comisario calculaba: el defensor vio al niño a finales de marzo y no tenía marca en el labio —solo en uno de sus cachetes— y cuando se mudaron a su último lugar de residencia en Margarita, terminando el mes de mayo, sí la tenía; allí estaba el lapso donde habría ocurrido la agresión en el restaurante.

El lugar El Caney de Felo, espacioso para pasarla en familia, tenía un área extensa al aire libre donde, por ser domingo, los niños correteaban libremente. Inevitable que Arias imaginara a Dayan. Los comensales se mostraban alegres y compartían con entusiasmo. Un grupo musical animaba la velada vespertina. La agresión al niño era recordada por varios de los trabajadores.

—Se sentaron en esa mesa —precisa uno de los mesoneros, señalando la parte central del local—, era día de semana, no había mucha gente. Serían como las 3 y media de la tarde.

—Eran dos mujeres y el niño —recordó otro miembro del personal que se sumó a la conversación—, una de ellas es la que está detenida, la bajita que han identificado como Anney. La otra no se me parece a la mamá, a Gellinot, a quien describen como alta; esta que acompañaba a Anney, era tan bajita como ella.

—A Dayan lo sentaron en una de esas sillas de niños que se fijan a la mesa. De ahí no se podía mover —continúa el mesonero—. La molestia de ellas era que el niño no quería comer, creo que era carne el plato que habían pedido. Se resistía a lo que ellas le daban, y, como el niño cerraba con fuerza la boca, Anney se la rompió con un tenedor. El personal se alarmó porque empezó a sangrar mucho.

—La criatura ni siquiera podía agarrar los cubiertos —acota una trabajadora del restaurante—. Nos impresionó que el niño no llorara. ¡Cómo estaría de reprimido!

—En el local, estaba el hijo del dueño que es odontólogo, quien trató de atenderlo; le colocó azúcar en el labio. Ellas se molestaron porque la gente quería ayudar al niño. Pagaron la cuenta y se fueron. Desde ese día no volvieron más —indica el mesonero.

«Esta es otra oportunidad, en la que Dayan pudo haber sido salvado», se lamentó en sus pensamientos el comisario, ya camino al aeropuerto. Sobre este hecho, Gellinot dio varias versiones, falsas todas. Una, que Dayan se había caído corriendo en el restaurante. Si estaba sujeto en una silla, ¿cómo? Otra, que se había lastimado él mismo; ¡ni siquiera podía usar sus manitos para comer! Tampoco fue un accidente de carro. Había suficientes testigos para corroborar que había sido Anney quien lo había agredido. Todos los que presenciaron esta vil acción, deberían ser llamados a declarar.

En Guanare lo esperaba con ansiedad la patóloga Pagliaro. Habían intercambiado algunas informaciones horas atrás vía telefónica, pero ambos se habían guardado lo sustancial para compartirlo en persona.

Ese domingo en la mañana, ella había acudido al velorio de Dayan en casa de la abuela Rosa, la mamá de Gellinot. Diez personas, contó Pagliaro. «De rato en rato, se asomaban algunos curiosos, veían a la criatura, y se iban. Otros parecían querer constatar semejante atrocidad. El maquillaje no logró ocultar las lesiones en el rostro. Le colocaron una gorrita azul, que parece era su favorita», describió la patóloga.

—Cuéntame de Sara, la maestra del colegio Sinaí, donde inscribieron al niño aquí en Guanare —solicitó Arias.

—Es muy joven, recién graduada de Técnico Superior Universitario en Educación Inicial. Tenía dos años trabajando en el colegio. Cuando Dayan muere ya había renunciado al trabajo, por razones económicas; estaba haciendo el preaviso.

»El colegio Sinaí es de la iglesia bautista, su rector es el pastor Saulo Madrid; tiene alrededor de 80 estudiantes, desde preescolar hasta sexto grado —precisó Pagliaro—. Con Dayan estudiaban 21, es decir, él era el número 22 en su salón. Fue el último en incorporarse, comenzó la primera semana de octubre, y el año escolar se había iniciado en septiembre. Lo inscribió Anney. Ella primero presentó la solicitud en la dirección donde su ingreso fue aprobado. Anney solo entregó una autorización de la madre. Esto es irregular porque ha debido probar que era ella quien tenía legalmente la custodia. El colegio, digamos, relajó la norma porque Anney es hija de Valentina del Carmen Oropeza de Montilla, también imputada, quien tenía 14 años trabajando allí como secretaria. A Valentina del Carmen, el personal la describe como una buena señora, muy callada y colaboradora. Valentina era para la gente del colegio alguien de confianza. Hasta le permitían fungir de maestra.

»En cuanto a Sara, la maestra de Dayan, me costó mucho contactarla. Como te dije, ella ya no trabaja en el colegio. Sara está muy triste, tiene 24 años, pero parece una adolescente. Vive en un sector humilde con su mamá, sus abuelos, su tía. Te cuento lo que me dijo: “No hubo tiempo de observar a Dayan. Fueron muy poquitos días. Llegó la primera semana de octubre, y ya después del 12 no fue más. En dos semanas solo asistió seis días. ¡Y en tan poquito tiempo, mucho se hizo sentir ese niño! Yo tenía dos niveles dentro del mismo salón, primer nivel y segundo nivel.

Dayan formaba parte del segundo, que eran menos, unos 7 u 8 niños. Destacaban porque son los más grandes. Él se relacionó muy rápido para haber sido la primera vez que venía a estudiar aquí. Le gustaba jugar carritos con los otros niños. Se deslizaba por el piso y los hacía rodar. En el salón teníamos tres muñecos de la película Toy Story. A él le gustaba el astronauta. No vi nada en el niño que me llamara la atención. No era particularmente peleón, ni agresivo. Lo único era que él desconocía las normas de correr por el salón. Y cuando un niño no hace caso, lo amonestamos. La primera vez él se puso muy bravo, pero a la segunda entendió tranquilo. A mí siempre me gusta explicarles a los niños por qué deben obedecer las normas, para que no sientan que es una imposición.

»Él no decía nada de su casa. Era gordito, cachetoncito, grande para sus 5 años. Un niño muy bello, con la piel blanquita, los ojos achinados, el pelo negrito, las manos rellenitas. Muy bonito. Él iba limpio, nunca lo vi sucio. Llevaba una lonchera con arepita y un vaso de jugo.

»El niño llegaba y se iba con la señora Valentina. Los buscaba su hija Anney en un Fiat. El horario del preescolar es de 8 hasta las 11 y media. A la entrada yo los espero todas las mañanas en la sala del colegio. Después de ahí, hacemos un trencito por orden de tamaño, y así vamos entrando al salón para desayunar. Como estaban empezando, en período de adaptación de los primeros días del preescolar, si ellos querían, dibujaban. Pero no era obligado. Otros jugaban. Eso hacía Dayan: jugar. Él cantaba Los pollitos y El elefante. Le gustaba cantar conmigo y con los otros niños. No lo percibí como si estuviera sufriendo. En verdad no lo noté. Lo veía sano, despierto. Yo le ponía una canción y cuando terminaban tenían que haber ordenado sus cosas; no vi que las tirara o que peleara con los compañeritos. Tampoco era torpe. Nada especial, nada extraño noté. Debe ser que fueron pocos días, solo seis —insiste con pesar la maestra Sara— aunque hay niños que enseguida hacen y deshacen, pero Dayan no.

»El niño hablaba muy poco. Repetía “¡maestra, maestra, maestra!”. No contaba nada de su mamá, ni de su casa. Teníamos un juego de hacer movimientos con la música, las manos arriba, abajo, saltar con un pie, con los dos, hacia delante, hacia atrás; lo hacía bien, coordinado. Algunos del personal comentaron que el niño estaba triste porque lloró una vez, asociándolo después con un dolor, pero las otras maestras tampoco vieron nada en especial. Incluso la de Educación Física.

»Pasado el 12 de octubre, me extrañó mucho que el niño no fuera a clases —expresa Sara—. Yo le pregunté a la señora Valentina, que trabajaba en el colegio y con quien Dayan vivía, y ella me dijo que se había caído de una bicicleta, que se había golpeado y que lo iban a llevar al médico.

»Luego me salieron con lo del reposo, 15 días después. El reposo era por dos semanas y lo mandó Anney con su mamá. Se refería a una celulitis en la mano izquierda. Yo no le había notado la mano enferma. Como pregunté por qué no había vuelto a clases, me mandaron el récipe. Le tocaba volver el 18 de noviembre porque la fecha del récipe era del 3 de noviembre, lo tengo clarito, así como que fue firmado por el doctor José Luis Valderrama. Pero no vino más. Entonces, pasadas esas dos semanas volví a preguntar y me dijeron que el niño se caía mucho, que jugaba y se golpeaba y que les daba cosita mandarlo así. Cuando no fue más, me decían que todavía no se había recuperado, que se le veía la marca. Me parecía extraño, pero como la señora Valentina era la secretaria del colegio… Ella estuvo trabajando hasta el 1o de diciembre, el día que murió el niño. Fue tranquila, normal. A veces me ayudaba. Los niños a ella también le decían maestra. Hay personas adultas que estudiaron allí y todavía la recuerdan con cariño. Por eso todo el mundo quedó impactado al conocer que estaba detenida.

»La señora Valentina sí contaba de padecimientos por su esposo —continúa la maestra—. Se lamentaba porque la maltrataba y porque se había visto en la necesidad de separarse, pero después creo que estaba viviendo otra vez con él. Yo le preguntaba y me decía: “con mi esposo, ya lo que pasó, pasó”. Aseguraba que ya él no era lo mismo, que había cambiado para mejor. Una vez sí me dijo que la hija tenía un carácter fuerte y que por eso ella casi ni le decía nada. Pero nunca dio detalles.

»Hay una maestra que conoció a Anney desde pequeña porque ella estudió en el mismo colegio. La maestra Egly dice que desde chiquita siempre fue mala, terrible. La directora, Cándida, la recuerda también como muy tremenda. Contrasta con la mamá que es tan tranquila, callada, sumisa. La señora Valentina es muy creyente de la iglesia bautista. Le daba gracias al Señor, “porque de las malas experiencias se madura”, decía ella. Era buena trabajadora. Con los niños era muy dulce y responsable. Nunca se quejó de nada. Le gustaba estar siempre haciendo algo, colaborar.

»No puedo dejar de preguntarme por qué sucedió esto en mi colegio. Me ha afectado mucho. No quiero seguir dando clases. No dejan de pasarme por la cabeza las imágenes de los rostros de los niños a quienes les he dado clases, y hasta de mis sobrinos, o los hijos de mis amigas. Eso es fuerte. Desde que supe la noticia quedé en shock, al igual que todas las maestras que lo conocieron. Después comentaron que lo habían violado, que lo habían maltratado, golpeado, que Anney era lesbiana y tenía relación con el niño. ¡Yo no sabía nada de eso!», aseguró la maestra Sara entre lágrimas.

—Te propongo descansar —le dijo a Arias con calidez la patóloga Pagliaro—. Es muy fuerte lo que me falta por contarte y tú has tenido un fin de semana difícil.

—¡No! —reaccionó de inmediato el comisario—. Quiero escuchar la versión del forense. Eso sí. Explícame como siempre, como haces con tus alumnos que están comenzando, como cuando te ha tocado declarar a los medios de comunicación. Esos términos médicos a veces se me hacen indescifrables, y con este cansancio que tengo, más.

—No te preocupes amigo —le respondió Pagliaro con una comprensiva sonrisa—. Antes de reunirme con el forense Rodolfo De Bari, me había leído en detalle su informe, lo que nos permitió conversar en los términos que te voy a narrar.

Este es el relato del forense De Bari:

«Como a las 5 de la tarde del jueves, me llaman de la clínica para informarme que el pediatra de guardia había examinado al niño y que presumía que tenía signos de violencia física. El niño estaba vivo, por lo que describen. Eso fue vía telefónica. Le explico a la secretaria que mis actuaciones las realizo como forense a solicitud del Ministerio Público, como órgano auxiliar. En consecuencia, le sugerí que tomara las medidas inmediatas de llamar al Consejo de Protección del Menor y a un fiscal del Ministerio Público, para que así ellos solicitaran mi actuación como médico forense.

»Media hora después, aproximadamente a las 5:30 de la tarde, la encargada de la clínica, Lorena Ruiz, me dice: “aquí hay un problema, el niño por el cual llamamos hace rato falleció y los familiares quieren llevarse el cadáver”. Le pido a la licenciada: dígale a los familiares que no pueden llevarse el cadáver; ahora como forense sí puedo actuar y voy a dirigirme de inmediato a la clínica. En el camino me detengo en la subdelegación del CICPC para manifestar al oficial de guardia que envíen una comisión porque hay una muerte sospechosa, y la fiscal del Ministerio Público, Simara López y yo, nos contactamos por teléfono y quedamos en vernos en la clínica. Allí nos encontramos. Llegamos casi de forma simultánea a la sala donde estaba el cadáver. El niño estaba decúbito ventral, boca arriba, desnudo, y lo primero que me llama la atención es que tiene equimosis, morados, pero universales, en todo el cuerpo. Y cuando digo en todo el cuerpo es desde la cabeza hasta los pies. Quiero precisar: tenía equimosis en la frente; una herida vieja cicatrizada a nivel del cuero cabelludo que la tapaba el pelo. En la cara, una herida cortante en el labio, ya cicatrizada, pero con signos de mala cicatrización por pésima técnica, uno deduce como forense que hubo mala técnica quirúrgica, que no fue un médico quien hizo eso. En las mismas condiciones encuentro una herida en el mentón, en la que los puntos estaban muy separados. Nosotros tenemos cuidado, sobre todo en la región facial, para que no haya cicatriz visible. Allí tenía un adhesivo, se lo quito, y hay una cicatriz, pero nueva, como de siete días de evolución, infectada. Tenía también equimosis en el cuello, y en la región pectoral; una mordedura humana en el deltoide izquierdo, en la espalda, y otra en el brazo izquierdo. Observé lesión a nivel de los arcos costales, a nivel abdominal, equimosis como si con un objeto con borde romo le hubiesen dado con violencia. Parecía como si agarraras una olla o jarra y quedara la huella. Se produce ese rompimiento de muchos vasitos y se forma una equimosis regular, muy delimitada, por lo que uno infiere que es un objeto semicircular o circular, que dejó la huella como de 180 grados. Luego me llama la atención un hematoma que iba desde la región hipogástrica hasta la región anterior del muslo y que abarcaba los genitales, los cuales estaban muy enrojecidos y había una quemadura que se debía haber producido con líquido caliente, probablemente agua, porque había ampollas recientes, rojas, que se forman en una quemadura de segundo grado. Cuando estoy examinando la región posterior consigo que en los glúteos hay signos de violencia, de equimosis, veo borrados los pliegues ano-rectales y un hematoma a nivel rectal que no era compatible con la violencia sexual hecha por alguien del sexo masculino porque parecía la huella de un objeto. Se detecta por las características de la lesión, como si fuera una botella que primero tiene el cuello delgado y después lo ancho de la base.

»El niño tenía además en las nalguitas signos de quemaduras antiguas, no eran nuevas, redondeadas, que uno puede deducir que son quemaduras de cigarrillos, con 1 por 1 de diámetro. Eran las cicatrices que quedan cuando se quema la epidermis y la ampolla que se forma, cicatrizó mal. Eran muchas quemaduras a nivel de glúteo y región sacra, más de 12, incluso en la región posterior de ambos muslos. Me llaman la atención las uñas de los pies, sobre todo de los primeros dedos, los grandes, que presentaban signos de contusión hemorrágica y salida de sangre por debajo de las uñas, lo que hace presumir que lo aprisionaron con un objeto, un alicate o algo. Había señales de presión.

»En el labio, al principio pensábamos que era un labio leporino, pero al evaluar bien la cavidad, nos damos cuenta de que se trata de una herida antigua, mal cicatrizada porque el borde interno del labio estaba abierto. Pero además de esa herida, había otra, deduzco que de pocos días, en la encía superior. Hay una ausencia de la dentición, pero la característica de la encía era que no tenía los bordes lisos, propios de un niño que está en un proceso de cambio de dentición normal. La encía no era rosada sino de un color muy pálido, con mucho tejido de cicatrización, de mal tejido de cicatrización, y no se le veía salida de dientes ahí. Los dientes habían sido extraídos de manera traumática, en el maxilar superior.

»En ambas manitos tenía escoriaciones, tanto en los nudillos como en la región posterior, lo que me hace pensar que pudo estar amarrado con alambre que cortó la región anterior y posterior. Y en el brazo derecho había una equimosis en forma de brazalete que hace sospechar que de allí lo amarraron a un objeto fijo.

»Había salida de contenido fecal por las fosas nasales y la cavidad bucal. Pregunté a las enfermeras y me dijeron que él había vomitado antes de morir.

»Cuando veo todo aquello le notifico a la fiscal: voy a llamar a los funcionarios policiales porque a mi juicio esto se trata de un homicidio. Ella estuvo de acuerdo. Llegaron los funcionarios del CICPC y decidieron tomar las acciones necesarias.

—Sabes que por esta profesión —enfatizó De Bari mirando a Pagliaro— la muerte es rutina. He visto adultos descuartizados, decapitados, pero cuando se trata de un niño… primera vez que veo algo tan salvaje y tan aberrado. Ni siquiera en la bibliografía de ciencia forense recuerdo haber observado imágenes de algo así. Te repito: las lesiones eran universales. El ensañamiento, la vileza, la continuidad. Puedo decir con toda certeza que hay lesiones nuevas, mediatas y tardías, es decir, a esta criatura tenían tiempo torturándola. No hay una lesión exclusivamente inmediata del día de la muerte. No. Ya venían realizándose. Y el niño además tenía una palidez acentuada. Y no parecía consecuencia de pérdida interna o externa de sangre, porque en este caso el niño no tenía salida de sangre por orificios naturales, y por lo que sé de la autopsia, no había sangre en la cavidad abdominal, por lo tanto se deduce que a este niño lo tenían amarrado, encerrado en un cuarto oscuro, sin darle siquiera agua.

Arias y Pagliaro habían pedido un whisky, tratando de procesar lo duro que significaba recapitular el testimonio del forense. Desganados por el pesar, ambos trataron de darse ánimo. «Dentro de todo, es posible que se haga justicia», se consolaron. Algo seguía mortificando al comisario:

—Hoy domingo —dijo con el periódico en la mano— fue apenas cuando se le informó a la comunidad sobre lo que ocurrió. El tema ha tomado mucha efervescencia, y es lógico.

—Tienes razón —lo apoyó Pagliaro—. Estuve recorriendo los lugares aledaños a las casas de los detenidos, en especial dos: la de Anney y Valentina, donde vivía el niño, y la de su tía, Doris. Y me pareció que los vecinos reaccionaban de manera extraña.

—¿Por qué extraña?

—Es como una mezcla de rabia y culpa. De ira y vergüenza. Hay un sentimiento en los habitantes de Guanare, de incredulidad por lo sucedido, pero también de desconfianza de que las autoridades hagan justicia.

—¿Y qué dicen los vecinos?

—Lo niegan todo. Es increíble. Nunca escucharon al niño llorar, no lo extrañaron cuando lo vieron desaparecer, estaban acostumbrados a que era muy raro cuando la criatura salía. En principio, quieren hablar poco del tema y son desconfiados frente a extraños. Están sorprendidos por el suceso, aunque admiten que temían cosas raras, ilegales. Hay que seguir indagando.

—Espero dormir —musitó Arias, mientras cada uno caminaba lentamente a su habitación del hotel.

—Tenemos que hacerlo —contestó Pagliaro—. Recuerda que mañana trasladan a los imputados al Palacio de Justicia, y que el pueblo está llamando a una concentración.

—Buenas noches —le dio el comisario por respuesta, pasándole con cariño la mano por su pelo.

—Buenas noches, descansa —respondió Pagliaro con un beso lanzado.

«Estamos tan estremecidos que ni siquiera nos dimos el abrazo que ambos necesitamos», pensó Pagliaro al cerrar la puerta de su cuarto.

Les fue muy difícil conciliar el sueño, ella se puso a rezar. Él prefirió ver cualquier película.