Por la mañana, muy temprano llamé a Ricard para quedar con él. Sabía que tenía una mañana muy complicada y no quería molestarle. Tras repasar mentalmente la agenda de visitas, me confirmó que después de la comida tenía un rato libre.
—Perfecto, Ricard —dije contento—. Nos vemos más tarde.
Quería contarle que estaba convencido de que sólo superaría la pérdida de Ángel si dejaba de quererle y así poder enamorarme de él, pero me equivoqué; tenía que haber pensado que jamás dejaría amarle, que por muy duro que sonara, me acostumbraría a vivir sin él y, por supuesto, otro amor, su amor, llenaría mi corazón y me devolvería las ganas de ser feliz. Esa persona era él, con su tenacidad, sus palabras de consuelo, su franca mirada y su más que probada comprensión.
La mañana pasó volando y me encontré caminado muy lentamente Ramblas arriba, sin mirar mi reloj, sin prisas, consciente de que debía una explicación y pedirle disculpas. Tenía miedo, pero no como los últimos años de mi vida, en absoluto. Ya no pensaba en cómo me sentía ni en la forma de vivir lo que quedaba de vida, solamente pensaba en que tenía que ver a Ricard y explicarle que le necesitaba, que sentía enormemente el daño que le había hecho y que por fin había entendido que amarle no significaba olvidarme de Ángel.
¿Cómo olvidar o dejar de querer a alguien que está arraigado en lo más profundo de tu ser? La respuesta es sencilla: al igual que si se extinguiera la más bella de las mariposas, su recuerdo, su belleza perduraría en la memoria del que la viera para siempre.
Nos encontramos en un pequeño café, de esos que tienen pinta de estar en Montmartre, con música de acordeón y pequeñas mesas de mármol redondas. Me senté temblando.
—Siento mucho todo el daño que te he hecho —dije de un tirón—. No tengo excusa para justificar mi falta de tacto contigo. —Te entiendo perfectamente, Eric— dijo removiendo su café. —Nunca te he pedido nada, ni siquiera que me quieras…— Pero te quiero más de lo que imaginas, Ricard.
Mis propias palabras me sorprendieron. Un estruendo de vasos rotos nos devolvió a la realidad. El camarero al escuchar mis palabras se puso nervioso y se le cayó toda una bandeja cargada de bebidas al suelo. Su cara era un poema y no paró de maldecir entre susurros hasta que limpió todo aquél desastre.
—¿Me quieres? —balbuceó, retomando su postura en la mesa. Una lágrima amenazó con escaparse y la retuvo encendiendo un cigarro. Lo encendió y me lo ofreció—. Aunque no te lo diga, a pesar de que no soy todo lo cariñoso que debiera… Me estoy enamorando perdidamente de ti. La tristeza en su cara dio paso a una amplia sonrisa. Le tomé de la mano. —No podría estar con nadie, al menos que ese alguien fueras tú— dijo desviando su mirada. Sonreí y apagué el cigarro. Le tomé de la barbilla e hice que me mirara. —Ya no imagino mi vida si no es contigo— susurré a su oído antes de besarle. —Quédate a mi lado y prometo hacerte el hombre más feliz del mundo. Si quieres, lo que queda de mí, es para ti.
Otro estruendo de vasos nos hizo girar nuevamente. El camarero volvió a maldecir hasta el primer de sus ancestros y fue imposible contener la risa. Estaba más pendiente de nosotros que de su trabajo. Incluso tenía los ojos llorosos. Ricard comentó que le pareció que aplaudiría la escena.
—Vamos a casa —dijo tomándome de la mano.
El silencio nos acompañó durante los diez minutos de trayecto y al llegar a casa, Mafi se tiro a los pies de Ricard, dándole la bienvenida. Fui a la nevera a por un par de cervezas y les vi jugar en la terraza. Me apoyé en el marco de la puerta y dando un trago a mi botellín sonreí.
Mi corazón vivía de nuevo con un nuevo corazón que me había conquistando poquito a poco. Con fuerza, con decisión, seguro de sí mismo porque Ángel, al igual que la Hermana Maravillas, formaba una parte importante e irremplazable de mi pasado y ambos estarían siempre arraigados en mi corazón. De mi parte, les estaría eternamente agradecido por convertirme en el tipo hombre que era. Jamás les olvidaría y siempre estarían vivos en mi memoria, pero mi vida ya pertenecía a otra persona.
Sergi Férez
Esa era mi vida, la que debía ser, con Ricard, con mi amor. Teníamos todo el fin de semana por delante para hacer lo que quisiéramos, pero apenas salimos del piso más que para tomar una caña en el puerto y sacar a Mafi de paseo.
FIN.