Un día, ordenando el cajón de la entrada, apareció la tarjeta que Mari Carmen, la mujer que me rescató del metro el día que di una paliza a aquel pobre hombre. La leí y me sorprendí al ver que era la directora del AcoBarna, el centro para menores en el que me crié.
—¡¡¡No puede ser!!! —grité.
En ese momento comprendí por qué su cara me fue conocida: era mi amiga de la infancia, «la del lunarillo», como la llamaban de pequeña. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Esa misma tarde me acerqué hasta el centro y sintiéndome extremadamente nervioso, esperé en la sala de entrevistas hasta que me pudo atender. Al verme, sonrió, recordándome del metro. Me hizo pasar a su despacho y me senté intentando parecer lo más calmado posible.
—En primer lugar —dije tras darle la mano y aclararme la voz—, quiero darte las gracias por tu ayuda, no sé qué me pasó.
—Explotaste de la peor forma posible —afirmó—. No te martirices, ni mucho menos, es algo que pasó y no lo pudiste evitar.
Sonreí. Dudaba en preguntarle o no si era ella. No sabía cómo enfocar mi pregunta.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —dije tímidamente tras un largo silencio.
—Por supuesto, adelante —respondió sonriendo.
—¿De pequeña te criaste en este centro?
Me miró, extrañada, abriendo los ojos, asintiendo con la cabeza.
—Yo también, soy Eric, Eric Iglesias.
Una lágrima rodó por su mejilla antes de que se me tirara a los brazos, diciéndome que se había pasado media vida buscándome por toda Barcelona pero que con los años, desistió en su intento.
—Siempre que veía a un hombre de tu edad y pelirrojo me preguntaba si serías tú, por eso el día del metro me fijé en ti.
Escuchar de su voz que también se había acordado de mí y que me había estado buscando hizo que se me saltaran las lágrimas. Me abrazó de nuevo.
—Juan Carlos, Marta y yo nos vemos a menudo —me explicó—. Nunca perdimos el contacto. Tenemos muy presente el tiempo que estuvimos aquí y sin duda, el recuerdo de mi infancia en estas paredes me incentivó a hacerme educadora social. Comencé como sustituta, pero con los años he terminado de directora.
Salimos a tomar un café. Le expliqué brevemente cómo había ido mi vida y que siempre habían estado en mi corazón. Me moría de ganas de verles y organizó una cena para la semana siguiente. Me despedí con un gran abrazo que duró muchísimo, sintiéndome feliz.
Caminé de regreso a casa pensando en Ricard, en lo mucho que me apetecía contarle que había reencontrado parte de mi niñez, explicarle que por fin había encontrado mis raíces y que me sentía feliz. Mis indecisiones, mis miedos, mi hermetismo emocional había hecho que él incluso se planteara el que nos dejáramos de ver. De sobra sé que le dolía ver como nuestros momentos estaban descompensados. Nunca había estado a su altura, jamás reaccioné como él esperaba o se merecía. Estaba bloqueado, sin poder hacer nada para corresponderle, sintiendo que ese cúmulo de sensaciones negativas me iban devorando.
Llegué a casa y fui a la nevera a por una cerveza decidido a llamar a Ricard. Llamaron a la puerta y al abrir me encontré a Julia.
Su cara estaba totalmente desencajada, sin poder hablar del estado de nervios en el que se encontraba. Aún en la puerta de la entrada, abrió su bolso, intentando torpemente sacar algo de dentro de él mientras que Mafi no paraba de subirse a sus piernas.
—He hecho algo terrible —susurró extrayendo una pequeña caja de cartón, sin dejar de mirarla como si fuera una aparición.
Se puso a llorar mientras enviaba a Mafi a la terraza.
—No te entiendo —pregunté notando como todo su cuerpo temblaba—. ¿Qué es?
—Es Ángel —balbuceó segundos antes de ponerse a llorar mientras. Yo la miraba con cara de incrédulo—. Son sus cenizas. Las he robado de casa de sus padres.
Me quedé atónito, sin dejar de mirar la caja, procurando asimilar lo que me estaba contando. La rodeé con mi brazo, la llevé a mi pecho y cerré la puerta de la entrada con el pie. La llevé al sofá caminando como un autómata, incapaz de coordinar mis pasos mientras intentaba calmarla dándole un beso en la frente. Se sentó poniendo la caja en sus rodillas y no hacía más que abanicarse con la mano, llevándosela cada tres segundos a la boca intentando tapársela, asustada, temerosa.
Finalmente el llanto se apoderó de ella y me apresuré a abrazarla, consolándola, sin dejar de mirar la caja.
—No pasa nada —le susurré, acariciándole el pelo—. Calma, todo va bien.
Pasaron varios minutos hasta que recobró la tranquilidad. Me miró con el rímel corrido por toda su cara y le ofrecí un pañuelo de papel. Poco a poco, pudo explicarme lo que le había llevado a robar las cenizas.
Habían pasado más de tres años desde su muerte, pero en su casa en vez de intentar superar el drama de su pérdida, mantuvieron todas su pertenencias, su habitación, incluso los libros del colegio tal y como estaban antes de morir. Ella visitaba a sus tíos una vez por semana, tras pasar el tiempo y ver que el horrible cofre que contenía las cenizas estaba en una vitrina rodeado de flores y una vela prendida, día y noche, se dio cuenta de que jamás lo superarían, que sus vidas estaban tan vacías que siempre se aprovecharían del drama de su muerte para darles un sentido, día tras día, año tras año, misa tras misa. Siempre me maldecían, jamás me perdonaron que muriera y por supuesto me culpaban sin ninguna dilación.
Todo para no afrontar que habían perdido a su hijo muchos años antes de morir, porque desde su muerte dejó de ser un maricón que había manchado el honor de la familia para convertirse en el hijo perfecto, en esa persona que debería haber sido recordada como el mejor de los mejores… A pesar de que había pasado los últimos diez años de su vida como un anónimo, sin el apoyo que él necesitaba, sin una llamada por su cumpleaños, sin un simple «enhorabuena» cuando se licenció, sin regalarle una simple camisa y por supuesto, sin las ayudas económicas que ofrecieron a su hermana Eva.
Esa familia, la misma que intentó llevarse de nuestra casa lo poco que Ángel se había traído de la suya años antes, la misma que jamás me reconoció como su pareja, tenía las cenizas en un absurdo mausoleo de cristal, haciendo caso omiso a sus deseo de ser esparcido en el lugar de Tossa que les indiqué.
—No se darán cuenta —susurró—. Cumple los deseos de Ángel, por favor.
Al día siguiente fui hasta el pequeño lago, crucé el estrecho puente de madera poniéndome mis gafas de sol y escuchando en mi reproductor la canción que sonaba la noche en la que nos conocimos. Me senté en el mismo tronco viejo que la noche de su cumpleaños, quitándome los auriculares, recordando lo hermoso que estaba, sorprendido por mi idea de llevarle allí a celebrarlo sin dejar de mirarme como si yo fuera su mundo.
No estaba preparado para eso pero tenía que hacerlo. Era el amor de mi vida, mi único amor, la única persona que durante años deseé abrazar, besar, hacer el amor, esa persona con la que pasar el resto de mis días, siendo feliz en todos los aspectos.
Suspiré.
Años atrás fui feliz en ese sitio, como nunca antes, sintiéndome lleno, con la total convicción de que tenía lo que siempre había necesitado. Amando a Ángel como le amé, desde el primer hasta el último día. Mis palabras sonaron como una plegaria.
Amor mío, por fin descansarás dónde querías. No es fácil para mí dejarte aquí, solo, en este lugar al que apenas viene nadie. ¿Cuántas veces hablamos de este momento cuando estábamos juntos sin ser conscientes de que algún día podría pasar? He seguido adelante a pesar que una gran parte de mi vida se fue con la tuya. Me levanto cada mañana como sé que hubieras querido, respirando e intentando recordarte de una manera positiva para que tu ausencia no acabe conmigo. Es injusto, ¿sabes? No sé qué hacer con todo lo que aún siento por ti, pero no quiero perderlo, es la única forma de tenerte a mi lado, alimentándome del amor que un día sentí por ti y que correspondiste con creces.
Sonreí, recordando su gesto infantil saludándome en la primera noche. Sonrisa que precedió a un llanto desconsolado, intenso, desgarrador.
Miré a mi alrededor, viendo que entre los matorrales se amontonaban varias latas vacías de cerveza y paquetes de tabaco hechos pedazos, descoloridos por el sol y la lluvia. Me indignó. Había pasado muchísimas horas allí, solo, leyendo infinidad de libros, escuchando la pequeña y pesada radio que me compré en las tiendas del puerto con mi primer sueldo, haciendo de ese lugar un sitio mágico, tranquilo, especial, y con los años, un recuerdo enormemente romántico junto a Ángel.
—Es el momento —dije levantando mis cejas y chasqueé la lengua.
Tomé la bolsa que contenía sus cenizas, besé mis dedos y lo introduje en ella cerrando mis ojos. Sentí un extraño calor en las yemas. Mi pulso comenzó a acelerarse y giré poco a poco mi muñeca para que las cenizas quedaran a merced de la ligera brisa.
Una repentina ráfaga de viento se llevó las cenizas de Ángel, acunándolas muy suavemente hasta terminar flotando a escasos metros del montículo en el que estaba y formaron un círculo en el agua a pesar del leve oleaje del estanque. No me lo pensé dos veces, me quité la ropa y salté de cabeza, cerrando mis ojos.
Mientras el agua iba mojando mi cuerpo un calor conocido me envolvió. Creí sentir el aroma de Ángel, el tacto de su piel. En apenas el segundo que duró mi inmersión, supe que era su último abrazo. Sentí que me estaba despidiendo de él, de su vida, de su amor. Escalé las rocas hasta la cima, sintiendo como el frío me envolvía, respirando muy deprisa, cansado. Me quedé bajo los rayos del sol para secarme, intentando con mis manos secarme el pelo. Miré al cielo y cerré mis ojos sintiendo como el sol me hacía entrar en calor.
—Si de verdad el Cielo existe —dije tras tomar una bocanada de aire—, busca a la Hermana Maravillas. Sé con toda seguridad que te querrá como me quiso a mí.
Recordé su sonrisa, su gesto infantil saludándome en el jardín de Julia, y poco a poco se fue desvaneciendo. La sonrisa de Ricard ocupó su lugar. Su mirada, su voz, su elegancia… Su amor hacia mí. Se me aceleró el pulso al sentir que mi amor por él se quedaba allí, a su lado. Para siempre. Ángel le estaba dando paso.