Colgué el auricular tras despedirme varias veces de Antonia, habiéndole prometido ir a verles en breve. Ramón y Antonia siempre fueron buenos conmigo. No había vuelto a Murcia desde la semana siguiente a mi pelea en el metro, obligado por Josep y Marc.
Recuerdo que bajé las escaleras automáticas de Sants como un autómata, quedándome inmóvil enfrente del vagón del Talgo con ganas de dar media vuelta y regresar a casa. No me sentía con ánimos y me apetecía aún menos tirarme siete horas sentado en una butaca para llegar a Murcia, pero decidí comprar el billete de tren tras escuchar repetidas veces que ellos se encargarían de Mafi.
Una vez localicé mi butaca en el vagón, fue patético comprobar cómo por culpa de mis dedos rotos no pude colocar mi maleta en el compartimento superior. Miré a un lado para ver si alguien podía echarme una mano pero no hubo forma: todo el mundo hacía ver que leía o escuchaba música con la mirada perdida en el respaldo de la butaca de enfrente, así que opté por dejarla en el asiento de al lado convencido de que si se subía algún pasajero y lo tenía asignado, no le quedaría otra que subirlo él mismo, pero el revisor al pasar por mi lado se percató de mi incapacidad y lo hizo con una sonrisa en los labios, cosa que agradecí.
El tren comenzó su trayecto entre el suave traqueteo del cambio de vías de la estación de Sants y el sueño que arrastraba gracias a la medicación que me habían recetado. Antes de salir del túnel, ya estaba dormido. Cuando abrí los ojos, me encontré en la estación de Orihuela. Eché una ojeada a mi maleta para asegurarme de que no me la habían robado y me acomodé en el asiento mirando por la ventana el paisaje seco y carente de árboles pensando que prefería el verde de Girona. No sabía cuánto rato había dormido pero me dio igual, en aquel momento mi máxima preocupación era recordar el nombre que reciben las palabras que contienen todas las vocales, al poco rato lo recordé: pentavocálicas.
Una de las cosas que más me llamó la atención del trayecto fue que a pesar de ser una línea del Talgo hacía muchísimas paradas, convirtiendo una de las mayores creaciones del país en un vulgar borreguero ligero… Durante todo el viaje, los pasajeros iban subiendo y bajando en distintas estaciones, entre ellos un par de lesbianas con un sobrepeso exagerado que pertenecían al ejército naval, dato que obtuve innecesariamente en la cafetería al escuchar como la lesbiana uno se lo comentaba al camarero —que se le notaba a la legua que era muchísimo más que gay— con un amplio reportaje fotográfico que, por lo que puede ver, exhibían sin ningún tipo de prejuicio sus doscientos kilos de más mientras la lesbiana dos no paraba de asentir sonriendo entre tragos de su lata de cerveza.
El revisor se apresuró a bajarme la maleta nada más escuchar por la megafonía del tren que la siguiente estación era Murcia del Carmen, gesto que me encantó porque siempre he creído que se está perdiendo el toque de humanidad.
Se abrió la puerta del vagón y nada más poner un pie en el suelo me encontré con Ramón y Antonia, acercándose por el andén para abrazarme darme la bienvenida. Él tomó mi maleta y empezamos a caminar para salir de la estación.
—Estás muy pálido —dijo Antonia, tomándome del brazo—. Verás lo bien que te sienta estar unos días aquí. —He estado a punto de anular el viaje— comenté, —pero ahora que os veo, me alegro de haber venido.
Sonrió diciéndome que había preparado potaje de apio para cenar, sabiendo que es uno de sus platos que más me gustan. Durante el trayecto en coche, Ramón iba explicando los cambios que había hecho en el jardín, incluso había plantado tomates, pimientos y habas. Hablaba con tanta vitalidad que no parecía que tuviera setenta años. Antonia añadió que estaban muy bien en Calasparra, afirmando que mudarse allí era lo mejor que podían haber hecho, pero que de vez en cuando echaba de menos Barcelona, a sus vecinas, a los tenderos del barrio…
—Sabéis que podéis venir a casa siempre que queráis —dije poniendo mi mano en su hombro—. Lo sé —contestó ella—. Pero no queremos molestar. —Vosotros nunca molestáis— me apresuré a decir. —Sois lo más parecido que tengo a unos tíos. Giré mi cabeza para mirar por la ventanilla y me incorporé en mi asiento, pensando en las palabras que acabada de decir. Era cierto, les conocía desde hacía muchos años y habíamos compartido muchísimas tardes en su casa de Barcelona y los fines de semana en Tossa donde poco a poco fuimos conociendo nuestras vidas a la perfección. Había comido infinidad de veces durante la semana gracias a los platos que ella preparaba para que me llevara los domingos y prácticamente toda la ropa que llevé en mi época universitaria me la regalaron ellos. Eso les convertía en algo más que amigos.
Llegamos hasta «Ciudad del Sol», el estúpido nombre con el que bautizaron a la urbanización que construyeron en mis antiguas tierras. Por el diseño de las casas, una mezcla de doble altura con una torre en uno de los lados donde estaba la habitación de matrimonio, se veía a la legua de que estaban destinadas a extranjeros, siendo ellos los únicos españoles de la calle, pero para su suerte en la urbanización de al lado habían muchísimos más residentes nacionales, por lo que no les costó relacionarse. Además, el pueblo está a escasos cinco minutos en coche, así que seguían teniendo contacto con todos sus conocidos de siempre.
Nada más entrar al comedor, Antonia se metió en la cocina y comenzó a poner la mesa, diciéndome que si quería, tenía una media hora para descansar, que fuera hasta mi habitación para ponerme cómodo. Ramón había dejado mi maleta en la cama y la abrí tras soltar un suspiro, tomando unos pantalones de chándal y una sudadera, pero en vez de ponérmelos, los dejé a un lado de la cama, sentándome en el borde del colchón, mirando a la pared. La única vez que había estado allí fue con Ángel, pasando una Semana Santa de la que aún guardo un gran recuerdo, entre las procesiones, las corridas de toros en la pequeña plaza del pueblo tras los encierros a lo San Fermín por las estrechas calles del pueblo de al lado e infinitas risas durante las partidas de cartas que siempre ganaba Antonia.
Ellos, desde el primer momento le cogieron un cariño especial, haciéndole sentir que era alguien más de la familia. Fue recíproco, porque él siempre me hablaba de ellos como si realmente lo fuera, con respecto y una más que apreciable admiración. Incluso hablaban por teléfono con él más que conmigo, conscientes de que él era mi vida.
Explicarles que había muerto me resultó imposible, por lo que Josep, que estaba a mi lado cuando les llamé semanas después del entierro, me quitó el auricular de la mano y tras intentar encontrar varias veces sin éxito las palabras que suavizaran el impacto, dejó que las frases inacabadas fueran lo suficientemente evidentes para que supieran que algo terrible le había pasado a Ángel. Quisieron coger el primer tren hasta Barcelona pero me opuse, el viaje es demasiado cansado para alguien de su edad, así que les juré y perjuré que estaría bien y que sería yo el que iría allí. Las dos o tres semanas que les prometí, se convirtieron en muchísimo más tiempo.
Escuché la voz de Ramón, llamándome para cenar y salí al comedor, donde la chimenea estaba ya encendida, desprendiendo una acogedora luz junto a su agradable calor. La mesa estaba tan perfectamente puesta que casi parecía que fuera Nochebuena, con su elegante mantel a juego con las servilletas, sus servilleteros de madera, la cubertería de plata y las copas de cristal de Bohemia. En una ocasión me comentaron que todos los sábados acostumbraban a darse un pequeño homenaje gastronómico y simulaban un pequeño banquete y la idea me gustó tanto, que la copié y durante todo el tiempo que estuve con Ángel la llevé a la práctica. Siempre me sorprendió que a pesar de los años que llevaban juntos y la imposibilidad de no tener hijos o parientes cercanos ya que ambos eran hijos únicos de padres que también lo eran, hubieran sabido mantener viva la llama de la ilusión de cuando se conocieron.
El olor proveniente de la cocina me llevó por un instante a las tardes en Tossa, cuando tras pasar toda la mañana colocando baldosas o arreglando el jardín me encontraba el plato en la mesa, siempre delicioso. Las generosas raciones seguían siendo la tónica de Antonia, por mucho que fuera la cena, con la excusa de que como cocinaba sin grasas no había peligro de engordar.
Abrí torpemente la botella de vino que estaba en medio de la mesa y serví las copas, comentando que me sabía mal que por mí tuvieran que cenar un simple potaje en vez de algún plato más elaborado. Antonia negó dando un ligero manotazo al aire que no importaba, que lo principal era que por fin estaba allí, con ellos, pero que no me libraría de comer sus canelones al día siguiente. Sonreí, sabía perfectamente la manera de hacerme contento. Nada más notar la mezcla de alubias, patatas, arroz y apio en mi boca sentí que era afortunado, siendo aquél momento el primero sin el hastío que se había apoderado de mí desde la muerte de Ángel.
Cucharada tras cucharada, mi estómago pareció agradecer aquella comida, la primera en condiciones en muchos días. En casa, había terminado todo lo que había en la nevera sin preocuparme en reponer una simple lechuga y ya no quedaban los sofritos que Ángel preparaba las mañanas de los sábados para congelarlos. Cada noche pensaba en la comida del día siguiente y sacaba del congelador el preparado para que yo solamente tuviera que añadir la pasta, el arroz… Era muy previsor. Claro, que después de tantos años juntos, era normal que conociera a la perfección mis limitaciones y no les pusiera una sola pega o se quejara. Me aceptaba tal y como era, queriéndome con la misma intensidad del primer día.
—Antonia —dije sin soltar la cuchara—, ¿me enseñarías a cocinar algunos de tus platos?
Me miró extrañada pero con una sonrisa, asintiendo con la cabeza a la vez que decía que ella no era tan buena cocinera, pero que estaría encantada. Comenté por encima los platos que tenía ganas de aprender a guisar y cuando terminamos la cena, hicimos una pequeña lista de los ingredientes que necesitaríamos e iríamos a comprar al pueblo a la mañana siguiente.
—Pero mañana es domingo —observé cayendo en la cuenta de que estaría todo cerrado—. En el pueblo todas las tiendas están siempre abiertas —dijo Ramón—. Es una de las ventajas de vivir en un pueblo pequeño. Sólo cierran por Semana Santa, Navidad y Año Nuevo.
Antonia salió de la cocina preguntándome si sabía que era lo que contenía la enorme ponchera de cristal transparente. Entre el característico color rojizo de la bebida y los trozos de melocotón flotando, no había lugar para dudas: era cuerva. Me sirvieron un vaso y tras llenar los suyos nos sentamos en el sofá, delante de la chimenea, escuchando como la madera de pino no paraba de soltar chispas, desprendiendo el típico olor de la resina quemándose. Estuvimos recordando los fines de semana en Tossa, con el calor húmedo de la noche que te incomodaba para dormir y los largos paseos por el camino de ronda.
Les comenté que casi todas las casas habían cambiado de propietarios, por lo que exceptuando a un par de ellos, ya no conocía a nadie de allí. Terminé mi copa y me acomodé en mi butaca sosteniendo el vaso ya vacío, cerrando mis ojos, dejándome llevar por la sensación de bienestar y sueño que me estaba entrando. Ramón se levantó para tomar el vaso de mis manos, haciendo que me despertara, me dio su mano para ayudarme a levantar y me acompañaron hasta la habitación, donde se despidieron con un beso de buenas noches antes de cerrar la puerta.
A la mañana siguiente me levanté tardísimo, apenas se escuchaba un ruido en la calle y como Ramón había bajado la persiana, la oscuridad ayudó a que no me despertara ni una sola vez. Me desperecé, bostezando sin parar, dudando entre quedarme un poco más en la cama haciendo el gandul o comenzar el día. El olor a café que venía desde la cocina fue lo que hizo que me decidiera por levantarme. En la cocina, Antonia cantaba una vieja canción de Mocedades a la vez que se servía una taza de café.
Fue un momento sereno, desprendido del tiempo, tu mirada de fuego, encendida en mi mar.
No era la primera vez que se la oía cantar, siempre la tarareaba cuando barría o quitaba el polvo, envuelta en su bata gris y su pelo protegido con un enorme pañuelo floreado. Tiempo atrás, una vez me dijo que así se sintió cuando conoció a Ramón, que las palabras de esa canción describían a la perfección su primer encuentro. Tras escuchar detenidamente la letra, se me hizo muy tierno.
Cuando se giró y me vio, me sirvió una generosa taza después de besarme y preguntarme si había dormido bien, a lo que respondí que hacía tiempo que no me levantaba a esas horas. Me explicó que al ver que la mañana iba pasando y yo no me despertaba, Ramón había decidido ir solo al pueblo a comprar para que yo descansara. Ella sonrió y me propuso que me fuera a dar una vuelta, cosa que me apeteció, así que tras darme una ducha, me puse un chándal y como buenamente pude, me anudé los cordones de mis deportivas. Antonia me dio una pequeña botella de agua.
—Recuerda que has de beber si no quieres deshidratarte bajo este sol.
Salí por la puerta de casa con una sonrisa, conectando mi reproductor de música, dispuesto a recorrer la urbanización que un día me perteneció. La mayoría de melocotoneros y albaricoqueros que durante décadas atrás dieron un bonito paisaje a ambos lados de la carretera que lleva hasta la estación de tren habían sido arrancados para construir cientos de casas a un lado, pero me llamó la atención que en el otro hubieran instalado infinitas placas solares para producir energía eléctrica.
—Esto es el progreso —pensé—. No es mala idea que esta región pase de ser la huerta del país al cargador de baterías. Al menos no necesita agua, cosa que no tienen.
Para atajar camino cogí un camino que llevaba hasta el Santuario de la Virgen de la Esperanza sin la intención de visitarlo, pero al pasar a escasos cien metros del gran arco de piedra de la entrada me animé a entrar al recinto, encontrándolo tal como lo recordaba: la capilla junto a la tienda de recuerdos enclavados al final de un gran acantilado, con las fachadas rematadas también en piedra, intentando aparentar que formaba parte de la roca con un resultado bastante pobre.
Ramón y Antonia se habían casado allí, cosa que a menudo recordaban con cierta nostalgia en las tardes que estuve trabajando en su casa de Tossa. Sin duda, vender la primera propiedad les entristeció mucho, por eso nunca me arrepentí de permutar mi casa, todo lo contrario, porque en apenas un año no solamente se habían adaptado nuevamente al pueblo que les vio crecer, sino que además parecía que habían rejuvenecido. Me gustó muchísimo verles así. Había caminado más de dos horas seguidas sin parar un momento y me senté bajo un olivo para descansar un poco. El incesante sonido de las chicharras era envolvente y la temperatura asfixiante, apenas mitigada por una ligera brisa. Caí en la cuenta de que no había hablado con nadie desde hacía horas, recordándome a mi etapa de colegio, en la que simplemente contestaba a las preguntas del profesor y nada más salir de la clase me dirigía hasta el centro de acogida, también sin hablar más de lo necesario. No fue hasta que comencé la universidad que, al conocer a Josep, comencé a abrirme… Claro, que tampoco tuve otro remedio, porque pocos meses después estábamos compartiendo piso y dando la bienvenida a Marc, ya como pareja suya.
Al regresar a casa, me encontré con un arroz con aluviones que me dejó con la boca abierta. Antonia sonrió de oreja a oreja al ver mi cara mientras ponía la mesa y Ramón terminaba de cortar los tomates para la ensalada. Tras comer me dirigí al porche trasero y me estiré en la hamaca, quedándome dormido casi al instante. Esa noche preparé mi primera tortilla de patatas, al día siguiente me atreví con un precioso besugo al horno acompañado de patatas, al otro con un arroz con lentejas. Incluso al siguiente me sorprendí a mí mismo con un delicioso estofado de cordero… Y así hasta que llegó el día de regresar a Barcelona.
—No tardéis en venir —dije a Antonia con un gran abrazo—. Claro que sí, hijo —respondió con su maravillosa sonrisa. Ramón se había quedado en el coche porque no soporta las despedidas.
Sonó el interfono y miré el reloj: las nueve. Ricard había venido a cenar y cocinaba yo, por supuesto. Gracias a Antonia, le cogí el truquillo a la cocina.
—Unos de los requisitos —me había explicado antes de coger el tren de regreso— es tener paciencia para la elaboración, dejar que cada alimento se cocine en su tiempo de y en el caso de las carnes, que reposen un mínimo de dos días en la nevera.
Abrí la puerta con una sonrisa, y él entró besándome con ganas, acercándose a mi cuerpo, confirmando la sensación que tenía de que estaba en mi lugar, a su lado. Mafi vino corriendo y se le subió encima, esperando a que le hiciera carantoñas.