Capítulo 8

La mañana se levantó gris pero no cayó ni una sola gota. Tenía pereza para ponerme delante del ordenador y decidí acercarme hasta el mercado de la Boquería para desayunar y darme un paseo.

En una de las paradas de la entrada me sorprendió encontrar bandejas de frutos de madroño porque es un arbusto que abunda en las montañas cercanas a Tossa y había comido infinidad de veces el pequeño y áspero fruto, aun habiendo sido advertido por Antonia de que un exceso de ellos, emborrachaban. Siendo sincero, jamás llegué a notar nada.

Compré una pequeña bandeja y salí del mercado para dirigirme hasta el puerto, donde me senté en uno de los escalones de lo que en su día tuvo que ser un pequeño embarcadero. El agua estaba muy sucia, casi no se podía distinguir a un palmo de profundidad entre lo turbia que estaba y la cantidad de basura que flotaba. Me apoyé en una columna, mirando hacia la montaña de Montjuïc y me metí el primer madroño a la boca. Nada más reconocer el sabor en mi paladar, fue imposible no recordar la última vez que estuve en mi casa de Tossa.

Un par de años antes caminaba por el bosque muy temprano. Las interminables lluvias de primavera habían hecho crecer tanto la vegetación que había invadido el pequeño sendero entre los árboles, dificultándome dar con el camino que conducía hasta la enorme roca de granito que todos los vecinos llamaban «la roca del cielo».

Era una mañana fría, pero enfundado en mi forro polar sentí que empezaba a sudar. Esa sensación, mezcla de frío y calor, me recordó a las interminables tardes de invierno en el convento, con la Hermana Maravillas.

—Piensa en algo que te guste —decía siempre que me quejaba de frío—, verás cómo te olvidarás de él.

Caminaba apartando la maleza con las manos, pinchándome con algún que otro zarzal y respirando un aire tan helado que hacía que me doliera la nariz, pero pensaba en Ángel, en los momentos que compartimos en ese lugar y un extraño calor emanaba de mi interior. A la media hora encontré la gigantesca roca y sonreí, subiendo de un salto. Estaba de pie, contemplando el paisaje que desde siempre me había fascinado: una curiosa mezcla de alcornoques, pinos, madroños y castaños que cubrían toda la ladera hasta perderse en la lejanía donde se divisaba claramente el horizonte del mar.

En ese momento, es cuando más sentido encontré al nombre de la roca, pues parecía de verdad que estaba en el cielo.

Me senté, notando como el frío de la roca empezaba a traspasar el pantalón, calándome hasta los huesos sin importarme lo más mínimo. Me estiré, apoyando la cabeza en el frío granito, dejando mis brazos cruzados intentado proteger mis manos de la baja temperatura. Miré el cielo completamente tapado por las nubes, amenazando lluvia y al frotarme las manos me di cuenta de que había perdido la pulsera de piel negra que Ángel me regaló al mes de conocernos. Mi corazón empezó a palpitar bruscamente y me reincorporé intentando encontrarla por la roca, pero no la vi. Recorrí el camino de vuelta buscando con desesperación, rabia, enfadado conmigo mismo por haber perdido el símbolo del comienzo de la unión con la única persona a la que había amado en mi vida. Perdí la noción del tiempo.

No hubo suerte y volví a la roca, casi sin aliento, sintiendo que me moría.

—¡Que esto se acabe! —grité al bosque, llorando—. ¡¡¡Dios mío, arráncame este recuerdo que me está matando de una vez!!!

Supliqué mirando al cielo una y otra vez que se calmara mi sufrimiento, arrodillado, deseando morir, poner fin a aquella situación. Una suave cortina de lluvia cubrió toda la montaña dando paso en pocos minutos a una fuerte tormenta, empapándome por completo. Caí a un lado sin fuerzas para poder levantarme y el frío me fue entumeciendo las extremidades con un dolor insoportable.

En ese momento sentí que el dolor de mi cuerpo era exactamente igual al de mi corazón. Cerré mis ojos, tiritando y poco a poco el silencio ganó a los truenos y el sonido de la lluvia que caía a cántaros, notando cómo lentamente el dolor se iba mitigando y una extraña sensación de paz me invadía, calmando mi ansia mientras que recordaba la cara de Ángel, saliendo de su casa el día de su cumpleaños, un mes después de conocernos.

—¿Qué es lo que más desearías en este momento? —le había preguntado desde la cabina de teléfono que había a escasos metros de su casa—. Estar contigo —respondió utilizando las palabras exactas que sabía que diría—. Pues baja a la calle con un buen abrigo. Estoy en tu portal —dije segundos antes de colgar el auricular.

Salí de la cabina subiendo la cremallera de mi cazadora de piel y sacando su casco del baúl de mi moto. Cuando me estaba poniendo el mío, le vi salir por la puerta, con una preciosa sonrisa y una mirada que parecía iluminar la noche.

—¡Estás loco! Sí —afirmé dándole su casco—, pero eso ya lo sabías, así que ahora no te sirvas de ello para dejarme. Se lo puso y le di mi mochila. Lo que digo… —murmuró mientras se la ponía en la espalda. ¡Cómo una cabra! De un salto subió a la moto y arranqué el motor. Agárrate, nos vamos —dije antes de acelerar.

Conduje por la autopista rozando los doscientos kilómetros por hora hasta que llegamos a Tossa. Un par de kilómetros antes del desvío que llevaba a mi casa, tomé un camino de tierra que te lleva a un pequeño estanque en el que solía bañarme en las calurosas tardes de verano que no me apetecía bajar hasta la playa. Cruzamos el pequeño puente de madera que une la orilla con la pequeña isla y le hice sentar encima de un viejo tronco caído.

—Vamos a brindar por tu cumpleaños —dije mirando la luna llena—. ¡No todos los días uno cumple los veinte! —¡Estás como una cabra! —soltó, dándome una palmada en el muslo—. ¿Brindaremos con agua del lago? Le quité la mochila y sonreí abriendo la cremallera. Le mostré una botella de cava antes de sacar dos copas de plástico con una mueca de sorpresa.

—Creo que esto nos servirá —comenté quitando importancia a mi más que pensada celebración—. ¡Eres increíble! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. No sé qué narices has visto en mí… —¿Eres ciego?—pregunté antes de besarle—. Estoy loco por ti. —Y yo por ti, Eric.

Le pedí que sostuviera las copas mientras quitaba el precinto y al descorcharla, como era de esperar por el movimiento durante el viaje, el tapón salió volando. Las burbujas comenzaron a derramarse por mi mano, poniéndome perdido hasta el codo.

—¡Lo sabía! —maldije, sacudiendo todo el brazo—. No pasa nada —dijo, buscando un pañuelo de papel en su bolsillo.

Me sequé como buenamente pude y llené las dos copas cuando la botella dejó de ser un surtidor de cava.

—Por los veinte años de mi niño —brindé—. Por los veinte años del niño de Eric —respondió, chocando su copa con la mía.

¡Eric, Eric¡ Escuchaba repetidamente mi nombre, como el eco en una cueva.

Abrí los ojos y me encontré tumbado en un sofá. Josep estaba llorando, sentado a mi lado y seguía con la mirada a Marc, que intentaba hacer una llamada con su móvil entre maldiciones a la falta de cobertura. Tardé un par de minutos en reconocer mi casa.

Cuando Josep vio que había abierto los ojos, se abalanzó a abrazarme entre palabras inteligibles.

—Sabía que estarías aquí —me explicó mientras me ofrecía una taza de chocolate caliente, minutos más tarde—. Te encontramos en la Roca del Cielo, inconsciente y con principio de hipotermia.

Hacía varios meses que había regresado a casa, tras casi medio año sin hacer más que ir a recuperación cada día a las cuatro de la tarde y pasar el resto del día tirado en la cama o en el sofá de su casa. Por las noches me costaba muchísimo conciliar el sueño y pasaba la mayoría de noches en vela sin poder evitar pensar que mi vida se había terminado. Ya me habían quitado el cabestrillo, curado mis heridas y los huesos de mis dedos estaban soldados, pero mi interior continuaba vacío, carente de sentido.

Esa mañana, como casi todas, me había levantado sin ganas, obligándome a entrar en la ducha para intentar comenzar un nuevo día de forma diferente, cosa que nunca sucedía, así que me fui a casa, cogí el coche y fui hasta allí, sabiendo que estar en un entorno que solamente fuera mío me sentaría bien. Pero me equivoqué. Necesitaba salir de Barcelona, sintiendo que estaba ahogándome con el único objetivo de respirar en el lugar donde únicamente yo había decidido años atrás que sería mi sitio.

No hubiera sido difícil explicar cómo había llegado allí si hubiese utilizado estas mismas palabras, pero no pude abrir la boca sintiéndome sin fuerza, por mucho que ellos fueran mis mejores amigos y estuvieran ayudándome de una forma digna de ovación, me resultó imposible. Mi interior se estaba muriendo a marchas forzadas, con el deseo de que después le siguiera el resto de mi ser y si de verdad existía un cielo, encontrarme con Ángel allí para volver a sentir lo que un día tuve.

Escuché a Josep decir que muchas veces el ansia de intentar dominar cualquier situación nos bloqueaba, nos cegaba, pero que lo peor era que eso nos impedía apreciar la realidad de lo que teníamos delante. Tomó aire y miró al techo segundos antes de fijar su mirada en la mía para decirme que cualquier pérdida era una desgracia que nos desgarraba el interior, pero que la vida seguía y nosotros con ella.

—Es fácil hablar cuando no te pasa a ti —dije utilizando un tono que mostraba una falta total de respeto por mi parte.

Su réplica sonó aún más borde que la mía, argumentando que si me pensaba que la muerte de Ángel sólo me había afectado a mí, como si a la gente que me rodeaba no les había importado lo más mínimo.

—¡Ya han pasado varios meses desde aquello! —gritó, tirando un tronco con toda su fuerza a la chimenea, haciendo que saltaran cientos de chispas—. Lo que realmente ahora me destroza el corazón es verte tan perdido sin poder hacer nada para ayudarte. Ya no sé cómo expresarte lo mucho que te quiero y no puedes imaginarte cuánto desearía aliviar tu mal… Pero no puedo, no sé cómo acercarme porque no muestras ni un mínimo de esperanza. Fue Ángel quien murió, tú sigues aquí, con Marc, conmigo…

Continué callado, notando como las lágrimas caían por mis mejillas sin que me hubiera dado cuenta de que me había puesto a llorar. Marc se apresuró a abrazarme, intentando darme un consuelo que no lograba sentir y que estaba desesperado por encontrar para que me permitiera respirar sin sentirme culpable de estar vivo. —Piensa en el tiempo que pasasteis juntos— dijo Josep tomándome de la mano. —¡No quiero hacerlo!— grité enfadado soltándome. ¡Ni siquiera quiero recordarle!. ¡¡¡ESO NO ES CIERTO!!! —gritó más fuerte. ¿Cómo puedes decir esa barbaridad?

Me quedé callado unos segundos buscando las palabras adecuadas para mi respuesta bajo su mirada expectante, deseando escuchar una explicación lógica a mi afirmación.

—Mirad —comencé a decir—, Ángel se ha ido y no volverá jamás. No podéis imaginar lo mucho que me duele ni el tormento por el que estoy pasando…

No pude decir nada más porque rompí a llorar. Quería decirles que aunque no me arrepentía de haber conocido a Ángel, de haber sabido que por mi culpa él acabaría con un disparo en la cabeza desearía no haberle conocido y de esa manera él seguiría vivo y no le echaría de menos, por lo que tampoco extrañaría una parte de mi vida que hubiera seguido vacía, como antes de conocerle, porque el que desconoce, nada extraña, que sentía que pasaría el resto de mi vida deseando que mi corazón dejara de latir para poner fin a tanto sufrimiento, pero fui incapaz, mi voz sólo emitía un inconsolable llanto. Me abracé a ellos y me quedé dormido escuchando repetidamente que todo saldría bien, que yo era fuerte y que sin duda era lo que Ángel hubiera querido.

Marc me había cubierto con una manta para que no cogiera frío. Permanecí inmóvil, me sentía bien y quise alargar esa sensación todo el tiempo que pude. Josep se acercó de puntillas para comprobar si aún seguía durmiendo. Al verme con los ojos abiertos sonrió, se sentó en el suelo y puso su mano en mi mejilla con una sonrisa tan tierna como sincera.

—No sé lo que haría sin vosotros —dije torpemente—. Ni lo sabrás jamás —dijo guiñándome el ojo, sin dejar de sonreír—. Mañana me he pedido libre y haremos lo que te apetezca…

Asentí con la cabeza. Marc condujo mi coche y me regresamos a Barcelona en un viaje en el que nadie dijo nada. Josep, como si de un chófer se tratara, conducía sin apartar la mirada de la vía. Apoyé mi cabeza en su hombro y me acarició hasta que llegamos a casa. No me apeteció cenar, tomé un vaso de leche y subí al palomar dispuesto a estirarme en la cama e intentar dormir, cosa que pasó nada más cerrar los ojos, a pesar de que pasó el camión de la basura, con sus golpes a los contenedores y el molesto ruido de las ruedas de éstos al chocar contra el bordillo de la acera.

Creí que ese día era el final de una gran caída, rápida y destructiva, pero me volví a equivocar, nuevamente. Apenas había exteriorizado cómo me sentía, dejando que pasaran los meses dando la impresión de que controlaba la situación en todo momento… En vez de reconocer que estaba realmente jodido, sin ganas de seguir adelante.

Mi alma cada día moría un poco más y mi sufrimiento me estaba despedazando por dentro de la misma manera que un gusano entra en una manzana por el rabillo sin que se aprecie a simple vista, devorándola por dentro, lentamente, sin que se aprecie nada desde el exterior.

La entrada de un gigantesco barco al puerto con su estruendosa sirena me hizo volver a la realidad. Di un largo suspiro y me metí en la boca el último madroño. Cerré el pequeño envase vacío, metiéndolo en la bolsa de plástico para tirarlo a la papelera.

Me sorprendía la manera en la que mi vida iba haciendo círculos. Todo me llevaba a todo, daba lo mismo que fuera un perfume como una melodía… como un madroño. De hecho, pensé que cuando en la vida lo has tenido todo, era fácil que cualquier detalle te transportara a un preciso momento, en especial cuando ya no lo tienes.

Llegué a casa y me estiré en la tumbona de la terraza. Mafi no tardó ni un minuto en saltar encima, apoyando su cabeza en mi pecho. Sonó el móvil varias veces pero no me apeteció levantarme a descolgarlo.

Perdí la noción del tiempo mirando las nubes sobre el cielo de Barcelona, disfrutando del frescor de la tarde, casi noche. Al ir a prepararme la cena, vi que la llamada había sido de Ricard, escuché el contestador y me supo mal no haber contestado, pues me decía que tenía que salir a Santander porque su madre había sufrido una caída y estaba ingresada. Le llamé, preocupado, para ofrecerme a acompañarle, pero su escueta respuesta fue que ya estaba por Lleida y que no me preocupara porque su familia le había confirmado que ya había sido operada y que todo había salido bien.