Al poco de sincerarme con Ricard, nuestros encuentros fueron más habituales y una buena tarde le propuse vender mi antiguo piso. Sabía a ciencia cierta que jamás volvería a vivir allí. Para sorpresa de ambos, se vendió el mismo día que colocó el anuncio y quise ir a despedirme de mi viejo hogar.
Entré por el pasillo siguiendo la cenefa de la pared con las yemas de los dedos, convencido de que los nuevos propietarios no dudarían ni por un solo momento en taparla con un nuevo color de pintura, ajenos a la ilusión con la que Ángel la pintó aprovechando una vieja esponja de baño entre besos, risas y sus infantiles movimientos de lengua.
Diez años a su lado entre esas paredes, compartiendo mi vida en un estado de felicidad continua, sin una simple discusión o pelea. En ese piso fui todo lo feliz que una persona podía ser, loco de amor por alguien que me demostró día tras día que estaba enamorado de mí incondicionalmente, haciéndome sentir que cada momento juntos era especial. Viendo su cara al regresar a casa, con sus ojos brillantes, felices de verme, siempre con una sonrisa en sus labios…
Toda esa felicidad quedaría oculta tras una capa de pintura en un abrir y cerrar de ojos.
Entré a la que había sido nuestra habitación y me estiré en su lado de la cama, algo que no había hecho desde su muerte. Necesité mucho tiempo para acostumbrarme nuevamente a dormir solo, pero lo hice, al igual que dejar de utilizar el plural en mi vida. Estuve un buen rato allí, recordando la primera vez que nos vimos, la maravillosa expresión en su cara al sentir que estaba viendo al hombre del que se iba a enamorar perdidamente. Lo supo, desde el primer momento, al igual que yo.
—Te echo tanto de menos, Ángel —susurré cruzando los brazos sobre mi pecho.
Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Pensaba en la mañana en la que escuché el «clic» del termostato seguido de la llamarada de la caldera, haciendo que en pocos minutos los radiadores comenzaran a calentarse media hora antes de que sonara el despertador y al levantarnos no sintiéramos tanto frío. Diez minutos más tarde, el calefactor del lavabo se puso en marcha y Ángel se giró perezosamente, adoptando su típica postura fetal en la cama, acurrucándose en mi espalda para sentir mi calor. La alarma del despertador sonó a las siete en punto y lo paré sintiendo el frío fuera del edredón. Me acerqué a él, besándole muy suavemente en la nuca y se giró tomando mi mano entre palabras inteligibles, llevándosela al pecho para que le abrazara. Pasé el otro brazo por debajo de su cuello para rodearle con ambos, respirando el maravilloso aroma de su piel mientras le susurraba que no fuera holgazán, que tenía que levantarse si no quería llegar tarde al trabajo.
—No quiero ir a trabajar… —fue todo lo que pudo articular, muerto de sueño.
Me encantaba verle remolonear en la cama intentando ganar aunque fuera un minuto de sueño a la mañana. Procuraba hablarle en susurros hasta que tomaba el café, ya que decía que mi voz era muy grave… Demasiado para sus neuronas acabadas de conectar. Al principio me supo mal, pero me acostumbré. Me acostumbré tan fácilmente a su presencia en mi vida diaria que me importó bien poco dejar a un lado todas mis costumbres de soltero con tal de poder disfrutar de él.
¿Cómo intuir que aquella mañana sería la última que pasaría a su lado si había comenzado como todas las mañanas desde que vivíamos juntos? ¿Por qué no noté nada? ¿Por qué no le retuve en casa cuando me levanté y entré al baño mientras estaba duchándose para decirle lo importante que era en mi vida y que la simple idea de una vida sin él me aterraba?
Sin duda, ese tipo de cosas nunca se saben, simplemente ocurren.
—Me quedaré a comer en el centro —dijo abriendo la puerta de casa—. He quedado con unos compañeros de la oficina de Madrid. —De acuerdo— contesté acompañándole hasta el rellano. Apretó el botón del ascensor, balanceando el maletín que sostenía. —¿No se te olvida nada?— pregunté con una sonrisa divertida. Umm… —dudó por un momento. Te he dejado fuera del congelador un bote de salsa boloñesa para que te hagas macarrones —sonrió, mirando la puerta del ascensor que ya había llegado—. No es eso —me acerqué a él—, pero gracias. Dame la taza, si es que no te la quieres llevar al trabajo… La miró y sonrió. —Que tengas un buen día— dijo poniéndola en mi manos con un guiño de complicidad. Me besó, casi poniéndose de puntillas. —Tú también. Te quiero—. Yo más, Leprechaun de mi corazón —me sacó la lengua a modo de burla—, por mucho que te empeñes en utilizar esa camiseta vieja llena de agujeros y esos calzoncillos largos como pijama… —Pues a ti te queda genial ese traje marrón— solté, antes de que se cerrara la puerta tras de sí.
Me acerqué a la cocina a rellenar la taza de café y como es habitual, entré en el despacho para dar comienzo a mi jornada laboral. Conecté el ordenador y mientras se iniciaba, levanté la persiana para dejar entrar los rayos del sol que comenzaban a salir, llenando la pequeña estancia de apenas ocho metros cuadrados de una confortable luz. Pasé el día intentando diseñar una página web para una cadena de tiendas de moda —competencia directa de Madway— sin llegar a ningún resultado que me convenciera. Había aceptado el proyecto sin tener ni idea de la imagen de la empresa, cosa que nunca hacía, pero para acabar de entorpecer más el asunto, arrastré un dolor espantoso de cabeza toda la jornada, con lo que estuve haciendo pausas cada dos por tres y eso no ayudó en absoluto.
Apagué la pantalla del ordenador, miré el reloj y vi que tenía tiempo de darme una ducha rápida y afeitarme antes de salir a la calle. Ángel me había llamado después de comer para decirme que estrenaban la última cinta de la Coixet y que le encantaría verla. Le dije que también me apetecía y quedamos en la entrada del cine para la última sesión.
—Mañana visitaré alguna tienda para orientarme —pensé, dándole vueltas al proyecto mientras buscaba una pastilla en el botiquín, sin encontrar más que una caja vacía.
La volví a meter en su sitio, puse la radio y me desnudé para entrar en la ducha, convencido de que un buen baño me calmaría el malestar, cosa que pasó: salí como nuevo. Quité el vaho del espejo con una mano, mirando el reflejo de mi cuerpo desnudo, pensando que no podía quejarme, ya que a pesar de mis cuarenta años aún conservaba un abdomen plano, unos brazos bastante fibrados y un pecho fuerte. Jamás he pisado un gimnasio. Sin duda, la genética estaba siendo generosa conmigo al mantener el formado aspecto que adquirí durante los años que estuve trabajando de albañil.
Me afeité en apenas cinco minutos, perfilando mi perilla con cuidado, procurando que quedara simétrica. Fui hasta el vestidor para elegir entre los tres tejanos que tenía, y mientras me ponía los primeros que vi, llegué a la conclusión de que Ángel tenía razón, que quizá era hora de tirar toda mi ropa vieja y empezar a comprarme ropa más bonita y elegante. Él siempre iba hecho un pincel, en cambio yo, con la excusa de trabajar en casa, me daba lo mismo coger cualquier cosa del armario y salir a la calle más ancho que largo. Alguna vez me había dicho que era una lástima que con mi percha siempre pareciera un hooligan acabado de salir de un partido del Manchester, pero nunca le hice caso. A parte de unos pantalones negros de pinza y una camisa lila «para las ocasiones más refinadas», el resto podía catalogarse como ropa adquirida en la peor tienda de segunda mano del Camden Market.
Salí a la calle y pasé por la farmacia para comprar una caja de ibuprofeno, pero una vez dentro, encontré a varias personas haciendo cola mientras una anciana preguntaba a la farmacéutica el efecto secundario de las ocho cajas de medicinas que calculé que estaban en el mostrador. Decidí salir, no quería llegar tarde y por el letrero de puerta, comprobé que estaba de guardia, así que seguí mi camino hasta el cine pensando en regresar a la salida. Para variar, llegué pronto a la taquilla y saqué las entradas.
—Hola forastero —escuché a mi espalda, notando como me daban dos golpecitos en el hombro. Me giré sonriendo al reconocer su voz y me incliné, compensando los veinticinco centímetros de altura que nos separaban para darle un beso en los labios.
Comenzó la proyección y en la oscuridad de la sala, la cabeza volvió a dolerme. Creí que se me calmaría; pero no, a medida que la trama se iba desarrollando, aumentaba más mi malestar y fue imposible disfrutar de la película. Al salir le comenté que necesitaba ir a la farmacia y quiso acompañarme a pesar de que le insistí varias veces para que no lo hiciera.
—Ángel —le dije tomándole de los hombros—, está de guardia la de la esquina de casa, no hace falta que me esperes. Sube y comienza a preparar la cena. Iré en un minuto.
Dudó por un momento pero no accedió, negó repetidamente con la cabeza y me cogió de la mano. —¡Vale!— dije con una sonrisa, empezando a caminar. Volví a sonreír por su tozudez.
Entramos en la farmacia, no había nadie y en un instante salió la farmacéutica a la que le pedí el ibuprofeno. Con una sonrisa, envolvió la caja utilizando el típico fino papel semitransparente, y cuando me estaba cobrando, escuchamos la campanilla de la puerta. Un hombre de mediana edad con pinta de toxicómano y apenas cincuenta kilos de peso entró gritando, pistola en mano.
—Calma —le dije al tipo—, te dará lo que quieras, pero baja esa pistola Me puse delante de Ángel intentando protegerle mientras que la chica estallaba a gritos, diciendo que no quería morir. ¡Cállate, pelo panocha! —gritó apuntándome con el arma, sin apenas pulso. ¡Y tú dame lo más fuerte que tengas y el dinero de la caja o disparo! —volvió a gritar a la farmacéutica que aún se puso a gritar más.
Ésta, tras varios intentos con la máquina registradora, atinó a abrir el cajón y le dio todo el dinero. Cuando se dispuso a entrar en la rebotica a por los fármacos, volvió a apuntarme exigiéndonos las carteras y todo lo que lleváramos de valor. —¡No pienso darte mi cartera!— le gritó Ángel. —¡Dásela!— grité yo, buscando la mía en el bolsillo trasero de mi pantalón. —¡Dámela ya!— gritó con una expresión desencajada. —Si la quiere, que la coja— dijo dejándola en el mostrador. —No hagas nada, por favor— le pedí, casi en un susurro. —Sé lo que me hago— contestó en un tono de voz que no me gustó.
El yonqui dudó por un momento en acercarse o no, pero finalmente lo hizo.
Lo que pasó después apenas ocurrió en unos segundos: Ángel le cogió de la muñeca y ayudándose de todo su cuerpo le hizo saltar por encima de él, arrojándole contra un expositor de caramelos sin que me diera tiempo a hacer nada. El arma cayó a un lado, pero no lo suficiente lejos como para que desde el suelo, entre forcejeos, la recuperara y disparara. Sentí un dolor en el hombro tan profundo que me hizo caer de rodillas. No fui consciente de que sangraba hasta que me llevé la mano al hombro y noté que mi camiseta estaba empapada. Me senté como pude, apoyando mi espalda en el mostrador, intentando en vano frenar la hemorragia con mi mano incapaz de moverme de dolor, viendo como se enzarzaban en una tremenda y frenética lucha, uno intentando deshacerse y el otro desarmarle entre gritos e insultos. Ángel estaba encima de él, sentado en su estómago, le tenía cogido con una mano por el cuello y con la otra por la mano que sostenía la pistola. Se giró un segundo y me vio en el suelo, momento que el atracador aprovechó para dispararle. Pude ver como cayó fulminado encima de él, inmovilizándole.
Grité.
Grité repetidamente como nunca antes y no reconocí mi voz. Fue un rugido, un fuerte sonido grave seguido de todas las maldiciones posibles en este mundo hacia ese hijo de puta. Me arrastré hacia él, sintiendo a cada movimiento como si me estuvieran desgarrando el hombro, gritando de dolor y dejando un reguero de sangre. Vi la pistola encañonándome mientras intentaba deshacerse del cuerpo de Ángel y cerré mis ojos, escuchando varias veces el sonido del gatillo sin oír ninguna detonación y cuando estuve lo suficientemente cerca, utilicé el grueso del talón de mi zapato para pisarle repetidamente la mano, con fuerza, con saña, notando a cada pisotón cómo le iba rompiendo los dedos hasta que finalmente soltó el arma. Sentía que me moría de dolor, pero me puse de rodillas y con el puño cerrado empecé a golpearle en la cara, rompiéndole la nariz para dejarle inconsciente del dolor. La cara del tipo apenas era hueso y piel pero no paré de golpearle hasta que sus ojos se quedaron en blanco.
Me dolía la mano y al mirármela, me di cuenta de que me había roto dos dedos.
Se hizo el silencio y muy cuidadosamente giré a Ángel, temblando, diciéndole que ya estaba, que ya no había peligro, pero su cuerpo quedó tal como la inercia quiso, dejando a la vista el orificio que la bala había provocado en su frente. No le noté el pulso e intenté practicarle la reanimación. A cada intento de presionar su pecho, mi hombro parecía recibir una descarga eléctrica y, aún así, con la otra mano empecé a presionárselo, como humanamente podía. Dios sabe que intenté salvarle la vida, pero no sirvió de nada.
Empecé a llorar, gritándole que no me dejara, que se quedara conmigo y volví a masajearle el pecho. La farmacéutica salió del mostrador después de llamar a la policía y trató de ayudarme, pero ya no hubo nada que hacer.
No sé el tiempo que estuve intentando devolverle la vida, pero cuando llegaron los sanitarios, necesitaron tres policías para separarme de su cuerpo entre mis súplicas de que me dejaran estar a su lado. Me subieron a una camilla y vi como cuando llegó la otra, uno de ellos miró a su compañero negando con la cabeza, dándole a entender que no intentara nada.
Días más tarde el forense confirmó que antes de caer desplomado, Ángel ya estaba muerto.
Me metieron en la ambulancia meneando torpemente la camilla, entre prisas y gritos de los camilleros. Antes de que cerraran la puerta, vi por última vez el cuerpo de Ángel, tendido en el suelo, con su traje marrón.
Le faltaba un zapato. En ese momento, la certeza de que jamás volvería a estar con él me derrumbó y perdí el conocimiento.
Abrí los ojos al notar el tacto de unos labios en mi frente. Lo veía todo como si estuviera en medio de la niebla, sin poder ve más allá de mi nariz. Tardé unos segundos en poder enfocar mi vista y, cuando lo hice, reconocí a Josep, cogido de la mano de Marc, reflejando tanto dolor en sus rostros que no hizo falta que me confirmaran que no había sido un sueño. Tenían los ojos hinchados de haber estado llorando, aunque intentaron disimularlo mostrándome una forzada sonrisa reconfortante.
—Ha muerto —susurré desviando mi mirada al sentirme totalmente culpable—. No pude hacer nada para evitarlo. —Nadie pudo hacer nada— dijo Josep con la voz temblorosa, segundos antes de echarse a llorar. Marc le tomó por el hombro y se lo acercó a su pecho. Calma —le acarició la mejilla—, tenemos que ser fuertes. —¿Cómo se supone que voy a poder vivir ahora?— pregunté, notando como la primera lágrima de muchas me quemaba la mejilla.
Los dos se acercaron a la cama, uno por cada lado y se sentaron a mi lado. Estamos aquí —dijo Josep, secándome las lágrimas—. Saldremos adelante. Me siento muy cansado, casi no puedo hablar —dije arrastrando las palabras. Es por la medicación, te han sedado —me explicó Marc, acariciándome la frente. Procura descansar mucho para reponerte lo antes posible.
Marc asintió dándole la mano, formando un triángulo con nuestros brazos extendidos, mientras la sensación de vacío empezaba a apoderarse de mi alma.
—Hay que avisar a sus padres. Jamás me lo perdonarán —fue lo último que dije—. Están en camino —dijo Marc, intentando aguantar las lágrimas—. Les han llamado desde comisaría. Tienes que ser fuerte. —No lo lograré— pensé, haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantener mis ojos abiertos.
Josep acercó la butaca a la cama y se sentó muy despacio, tomándome nuevamente de la mano. Cuando a la mañana siguiente abrí los ojos, le encontré dormido con la cabeza apoyada en el colchón, con su mano aún en la mía. Alguien le había puesto una manta por encima, probablemente Marc, antes de irse. Le solté y le acaricié la cabeza, sintiendo que le quería como a un verdadero hermano.
Di el último paseo por el piso, cerrando las puertas de las habitaciones y bajando las persianas para evitar que al mediodía pareciera un horno. Me dirigí hasta el recibidor y di una vuelta a mi alrededor, echando el último vistazo, haciendo fotos mentales para no olvidarme jamás de un solo detalle.
Había hecho de Ángel mi mundo, y él hizo de aquellas paredes nuestro paraíso. Di por sentado que siempre estaría a mi lado, haciéndome sentir pleno, feliz. Fue la primera persona que me quiso tal como era, con mis torpezas, mis dejadeces y mi más que simple forma de ser. Hasta que llegó a mi vida, había conocido a muchos hombres que se les notaba a la legua que estaban conmigo porque me encontraban atractivo, con un evidente vacío en la relación que únicamente se complementaba en los momentos de sexo. Claro, que tampoco ayudaba el que yo fuera tan frío y poco cariñoso. Solamente Ángel había despertado el lado tierno y protector que había en mí décimas de segundo después de besarle por primera vez en el jardín de Julia, antes de abrazarle porque fue imposible reprimir el deseo de tenerle cerca de mí. Recuerdo que no cerré mis ojos hasta que sentí sus labios, quise ver su cara, su mirada fijada en mí lo más cerca posible hasta que me invadió el sentimiento en apenas unas décimas de segundo.
Dejé caer las llaves en el mueble de la entrada y el sonido metálico del llavero con forma de estrella al chocar contra la madera resonó tímidamente por el pasillo. Segundos después cerré la puerta de golpe y ya en el ascensor, rompí a llorar. Cuando conseguí calmarme, aspiré profundamente y apreté el botón de la planta baja por última vez.
Aquél ya no era nuestro piso.
Al llegar al rellano me encontré con Ricard, que había estado esperándome durante todo el rato sentado en un escalón de la portería, leyendo un libro conectado a su reproductor de música. No había querido acompañarme creyendo que era mejor que fuera yo solo para que no reprimiera mis sentimientos. Se lo agradecí eternamente.
Vio que había estado llorando y me abrazó muy lentamente, haciendo que apoyara mi cabeza en su hombro mientras mis brazos buscaban su cuerpo para reconfortarme sintiendo su calor, el aroma de su piel y su vida.
—Estoy contigo —susurró a mi oído—. Cuento con ello, Ricard. Cuento con ello.
Salimos del portal y fuimos caminando cogidos de la mano hasta la Rambla del Raval, donde nos sentamos en una de las terrazas que quedan enfrente del hotel con forma redonda. Ricard pidió una cerveza y un café con hielo.
El sol se fue escondiendo muy lentamente, sin que nos diéramos cuenta porque empezamos a hablar sobre música. Me encantó que Stevie Nicks fuera también su voz femenina favorita. Recordamos temas que la lanzaron a la fama con Fleetwood Mac y sus propios temas en solitario. Empezamos a tararear Seven wonders cuando las luces lilas de la fachada del hotel se encendieron, dando un aire chill-out a toda la terraza. Nuestro canturreo terminó y nos miramos sonriendo.
Me gusta el color lila.