Sentado en una de las sillas de la terraza, tomé un sorbo de té mirando de reojo a Mafi intentando cazar moscas, una costumbre que nunca le he podido quitar. Sonreí dejando la taza en el plato y caí en la cuenta de que era la única que quedaba de todo el juego que nos regalaron Josep y Marc la primera Navidad que Ángel y yo estuvimos juntos. Eran preciosas, de porcelana blanca con unas hormiguitas dibujadas subiendo por las asas, siguiendo el camino de las que estaban en el plato. Seguí la hilera con mis dedos mientras recordaba los primeros días de convivencia con Ángel, que dieron paso a semanas, y éstas a meses, hasta que diciembre llegó sin que nos diéramos cuenta.
No tenía ni un simple adorno navideño para el piso y se me ocurrió ir a esperarle a la salida de la facultad para acercarnos hasta el mercado de Santa Llúcia y comprar algunos en las muchas paradas que cada año allí se juntan. Me senté en un banco frente a la salida, confiando que no se quedara estudiando en la biblioteca. A los pocos minutos le vi salir, sosteniendo su maleta repleta de libros con una mano y los guantes en la otra. Me encantó ver su cara iluminada con una sonrisa cuando me vio, dejando a sus amigos a un lado con una rápida despedida y se acercó corriendo.
—¡Qué sorpresa más maravillosa! —exclamó tirándose a mis brazos—. Te echaba de menos —dije acariciando su cara.
Le propuse la idea del mercadillo y sin pensarlo ni un segundo se enfundó sus guantes de lana y accedió.
—Pero primero —objetó, levantándose—, necesito un café con leche. Estoy helado. ¡No sé cómo no tienes frío con esa chaqueta tan fina! —Ya sabes que no soy nada friolero. Vamos a una cafetería— afirmé, dándole una palmada en el trasero y cargando con su maleta.
Comenzamos a caminar sin parar de jugar a empujarnos con la cadera para echar el uno al otro de la acera. Después de entrar en una cafetería del gótico y tomarnos un café con leche, nos dirigimos a la plaza de la Catedral donde estuvimos un buen rato dando vueltas por todos los puestos, disfrutando de la decoración navideña de la ciudad con villancicos de fondo y del ambiente que se respiraba por toda la plaza, sintiéndonos como niños al comprar todas las figuritas del Belén que veíamos: el establo, las ovejitas…
Ángel quería que fuera perfecto, lo más parecido a las fiestas familiares que nunca tuve y que para mí carecían de significado antes de conocerle. —Va a ser una Navidad especial— dijo arreglándose la bufanda. —Estoy convencido de ello— pensé echando un vistazo a las bolsas llenas de guirnaldas. —No me imagino estas fechas estando solo— soltó un suspiro, mirándome. —Ya no lo estoy— afirmé. —¡Quiero un árbol de Navidad!— exclamé mirando su preciosa cara. Nos acercamos hasta la parada de abetos sin poder evitar pensar que mi afirmación había sido completamente sincera, porque con apenas tres semanas de vida me abandonaron en la puerta de un convento de monjas Dominicas en Segovia.
La Hermana Maravillas fue quien me encontró casi muerto de frío tras haber pasado horas a la intemperie envuelto con mantas dentro de un canastillo de mimbre y una breve nota de mi madre en la que figuraba mi fecha de nacimiento y el nombre con el que le hubiera gustado que fuera bautizado. Estaba muy resfriado y la fiebre me subió muchísimo por la noche y ella, al verme tan enfermo me puso en una improvisada cunita al lado de su cama, rompiendo todas las normas impuestas por la Madre Superiora, quien se lo permitió sin parar de repetirle que no se encariñara conmigo porque difícilmente llegaría vivo al amanecer.
—Lo hará —dijo ella—. El Señor no querrá llevarse a esta criatura tan divina.
No pegó ojo en toda la noche, aplicándome compresas frías por todo el cuerpo, hidratándome con una mezcla de agua y sal, rezando el Rosario. Su esfuerzo obtuvo su recompensa y me recuperé, aunque tuvo que pasar todo un año hasta que mi salud fue buena. Viéndome hoy en día nadie diría que durante mi niñez fui muy bajito y flacucho hasta el extremo de que el resto de los niños me llamaban «costillitas». Jamás volví a pillar un simple resfriado, ni siquiera en la actualidad.
El día de mi cuarto cumpleaños me regaló un muñeco de trapo hecho a mano con dos enormes botones verdes haciendo de ojos y lana naranja imitando mi pelo. Incluso le había cosido algunas pecas con punto de cruz.
—Sí, Eric —dijo muy dulcemente al ver mi cara de asombro—. Eres tú.
A pesar de haber sido un bebé pequeñito pero precioso (según ella), el color de mi pelo o mi blanca piel hizo que algunos matrimonios, en principio interesados en mí y completamente ajenos a mis problemas de salud de bebé, cambiaran de idea al verme, excusándose con que mi palidez era un síntoma de enfermedad o debilidad y que nadie creería que era realmente de ellos porque en sus familias no habían pelirrojos. —No saben lo maravilloso que eres— decía siempre dándome un enorme abrazo.
Con su típica ternura se esforzó para ofrecerme una infancia más o menos normal, llenando mis momentos solitarios de cariño, comprensión y ternura. Me leía cuentos antes de dormirme, me tranquilizaba las noches de tormenta en las que los truenos me aterrorizaban y siempre tuvo una sonrisa para mí. Nunca me faltó lo básico para vivir, comida caliente a diario y ropa que confeccionaba, cosiéndola a mano o tejiendo mis jerséis para el invierno. Me enseñó a leer y escribir con la vocación de una verdadera maestra, a cultivar con cariño la tierra del pequeño huerto, a sembrar para recoger, a ser feliz con un simple tomate acabado de coger de la tomatera e incluso a fabricarme mis propios juguetes con cualquier cosa que encontraba por ahí. En su medida, tuve todo lo que un niño necesita para entretenerse y dejar volar su imaginación.
Puedo afirmar que en mi niñez jamás hubo un momento en el que me sentí desgraciado. Ninguno, en absoluto, ella se encargó de que no fuera así y fui creciendo feliz, a su lado, entre las frías paredes del convento que me acostumbraron a no tener frío, con largos paseos por el bosque cercano que, a pesar de su leve cojera, no había día que nos perdiéramos.
Me acostumbré a jugar en el bonito claustro que en primavera resplandecía con sus rosales rojos y amarillos, así como a ayudarle en el pequeño pero fructífero huerto de la parte trasera. Pasé infinitas horas en la oscura cocina, donde todas las hermanas, entre rezos, preparaban unas exquisitas yemas quemadas que les proporcionaban unos ingresos extras. Recuerdo que siempre me sentaba encima de la mesa, a su lado y me permitía jugar con las blondas de papel que adornaban las cajitas del delicioso postre.
No había una sola vez en la que no acabara con alguna caja vacía por sombrero, pues me divertía mucho ver los colores a través del fino celofán amarillo de la tapa y ella siempre me reprendía en broma.
Aún hoy en día, cuando entro en una pastelería, el dulce aroma del azúcar quemado me transporta a mi niñez, haciéndome sentir nostalgia al recordar sus divertidas risas jugando conmigo por todo el obrador. Llegué a la edad de escolarización sin que nadie quisiera quedarse conmigo, por lo que decidieron trasladarme a un centro de acogida en Barcelona. No me dijeron nada hasta que una tarde la Hermana Maravillas se acercó hasta el patio donde jugaba con la pelota de trapo que me habían regalado los Reyes Magos las últimas Navidades. Le miré y noté que había estado llorando, pero tenía su tierna sonrisa grabada en su cara. Dejé caer la pelota a un lado, dándome cuenta de que algo pasaba y dejé de sonreír porque, de alguna manera intuí que era la hora de despedirme de ella para siempre.
—No quiero irme de aquí —dije bajando la cabeza—. Yo tampoco quiero que te vayas, cielo —contestó sin dejar de mirarme—, pero el Señor así lo quiere. Me tomó de la mano y me llevó a mi habitación, donde empezó a preparar mi pequeño petate hecho con tela de saco. —No es justo— me quejé antes de echarme a llorar. —Lo sé, Eric— dijo dándome el último abrazo. —Ojalá pudiera hacer algo, pero no puedo. Prométeme que te harás un hombre de bien, que estudiarás mucho y harás que me sienta orgullosa de ti. En ese momento no entendí sus palabras. Daba por hecho que al crecer todos los niños nos volvíamos buenas personas, acabábamos nuestros estudios y no había lugar para la malicia. Aún así, sin saber de lo que me estaba hablando, se lo prometí.
—Quiero que se quede con esto —dije dándole mi muñeco—. Dijo que era yo, así siempre estaré a su lado.
Me dio un beso y vi como se alejaba con la cabeza baja, llevándose el muñeco a su regazo sin mirar ni una sola vez para atrás, dejándome solo por primera vez desde que llegué. Me senté en la pequeña cama y dejé de llorar, mirando mi equipaje que descansaba en la silla de mi escritorio. Al poco rato la Madre Superiora vino a buscarme y me acompañó hasta la entrada del convento sin pronunciar ni una sola palabra. Sus pasos eran cortos, de pisada seca, pero rápida. Siempre me llamó la atención de que sus pasos fueran los únicos sin eco. La puerta principal se abrió y pude ver el autobús, esperándome con el motor en marcha. No me enfadé, tampoco dije nada, simplemente tomé el pequeño petate que descansaba en el suelo y salí del convento para irme.
Al igual que la Hermana Maravillas, no quise mirar atrás.
Pasaron los años en los que ya era consciente de que mi infancia estaba siendo atípica y se me hizo normal ir creciendo sin referentes paternos, supliendo esas carencias afectivas con la compañía de Mari Carmen, Marta y Juan Carlos, que también habían sido abandonados. Prácticamente teníamos la misma edad y teníamos en común la misma realidad familiar, por lo que fue sencillo que en poco tiempo nos convirtiéramos en inseparables y pasáramos todo el día juntos.
Nuestro juego favorito se llamaba «Mi familia será…», en el que nos inventábamos el tipo de familia que nos adoptaría. A Juan Carlos se le iluminaban sus bonitos ojos azules cuando fantaseaba con que vendría una familia muy rica que nos adoptaría a los cuatro, creceríamos como verdaderos hermanos y nunca nos separaríamos. Marta, la pecosa, decía que sus papás tendrían ya una hermanita de verdad a la que querría muchísimo y siempre estaríamos cerca, porque como todos nuestros papás serían vecinos, nunca nos alejaríamos. Mari Carmen, siempre intentando taparse con la mano el lunar que tenía en su mejilla izquierda, imaginaba que los suyos tendrían una frutería y se pasaría el día oliendo manzanas, su fruta favorita… Yo, en cambio, de alguna manera siempre supe que nunca tendría padres, pero me bastaba estar con ellos para sentirme bien.
Toda esa felicidad duró poco tiempo porque en poco más de un año fueron acogidos o adoptados y nunca más les volví a ver. Al principio lloré, echándoles de menos, consolándome con las cartas que de vez en cuando me mandaban, pero con el tiempo dejaron de llegar y perdí todo contacto. La ventaja de ser un crío es que te adaptas fácilmente a cualquier situación y me acostumbré a conocer a más niños que iban entrando y saliendo de mi vida sin que me diera tiempo a intimar con alguno de ellos, por lo que opté por no intentarlo siquiera.
En ese centro estuve hasta los catorce, estudiando y conviviendo con rígidos cuidadores que nos recordaban día a día lo agradecidos que teníamos que estar con ellos por estar allí, ya que de lo contrario estaríamos viviendo en la calle. Después pasé a un centro de acogida que dependía del ayuntamiento y allí terminé mis estudios, hasta que con dieciocho años empecé mi vida independiente, trabajando por el día de albañil y acudiendo a la universidad de noche, compartiendo un horrible pero amplio piso en el Raval con Josep, en el que más tarde se añadió Marc. Durante toda aquella época siempre tuve las cosas bien claras: nadie iba a regalarme nada, así que tenía que espabilarme como pude… De hecho, ya estaba acostumbrado.
Mi mejor día del año era el de mi cumpleaños, ya que recibía un paquete con una cajita de yemas y una felicitación de la Hermana Maravillas al que agradecía enviándole una carta en la que le explicaba cómo me estaba yendo la vida, poniéndola al día de mi nivel escolar y una foto para que viera en el hombre que me estaba convirtiendo. También enviaba un cheque para el convento, aunque fuera de mil pesetas. Ése era el único contacto que teníamos al año, pero me bastaba.
Al cumplir los veinte el paquete llegó con varios días de retraso, cosa que me extrañó, y al comprobar que la caja era más grande de lo habitual me puse a temblar porque supe que algo malo había pasado… Y no me equivoqué. Cuando la abrí me encontré la esperada cajita de yemas junto a mi viejo muñeco de trapo, todas mis cartas y las fotos que le había enviado. Rasgué el pequeño sobre y me sobresalté al ver que era una breve anotación de la Madre Superiora, en la que en pocas palabras me contaba que una semana antes de mi cumpleaños encontraron a la Hermana Maravillas en la cama, sin vida, con una sonrisa en su boca y el muñeco en sus manos. En su mesita tenía preparada la caja para enviármela junto a un folio en el que probablemente pensaba escribirme su felicitación.
Por muy surrealista que parezca, a partir de ese momento me sentí huérfano.
Aquella noche me costó muchísimo dormir, no podía dejar de pensar en ella y mi cabeza era un caos, sin saber cómo debía sentirme o actuar. Finalmente el sueño me pudo y me quedé dormido, pero me desperté cuando me vi a mi mismo en sueños, llorando desconsoladamente en medio de un jardín de rosas rojas y amarillas. Jamás pensé que un llanto soñado me haría despertar envuelto en lágrimas reales, preso una profunda tristeza jamás antes sentida.
Trabajé muy duro para poder costearme la facultad, pues me habían concedido una beca que no era suficiente para cubrir todos los gastos y arrastré un cansancio terrible durante tres años, utilizando los ordenadores de la biblioteca del barrio para poder entregar mis trabajos, pero finalmente me diplomé en informática e hice un postgrado de diseño gráfico al año siguiente. Colgué la paleta y con mis ahorros me compré un ordenador.
El resto fue relativamente fácil y jamás me olvidé de mandar el donativo, que cada año aumentaba, pues las cosas me empezaban a ir bien.
La tarde en la que Ángel se interesó por mi pasado dudé en la forma de explicarle mi realidad. No quería dar la sensación de que había sido un niño expósito marcado por el abandono de sus padres, sumido en la autocompasión o sintiéndome culpable ante la imposibilidad de perdonar a mis progenitores. Más que nada porque no fue así, en absoluto: con apenas seis años, sentado en el asiento del autobús que me trajo de Segovia a Barcelona, mirando mis gruesos calcetines de lana gris hechos a mano, acepté que era un niño abandonado, sin más, sin darle vueltas al asunto y por supuesto, sin preocuparme en guardarles rencor. Lo que nunca he podido evitar es sentir cierta tristeza cada vez que subo a un autobús.
Con el paso de los años consideré que no necesitaba saber el motivo por el fui abandonado porque no cambiaría en absoluto mi bonita infancia. Nunca he sabido lo que es el amor de unos padres pero mi infancia estuvo llena del amor gracias al gesto altruista de una monja y, utilizando estas mismas palabras, se lo expliqué.
Nunca antes había visto a nadie tan afectado, incapaz de pronunciar una palabra, abrazado a mí repitiéndome entre lágrimas lo mucho que me quería y que jamás me dejaría solo.
Ángel dio sentido a mi solitaria vida.
Regresamos a casa cargados como mulas, él con todas las bolsas y yo con el abeto en mis hombros. En diez minutos estábamos sacando todas las compras y dejándolas en la mesa del comedor para revisarlas con el mismo tesón que los agentes aduaneros de un aeropuerto buscando entre las maletas de los pasajeros procedentes de Colombia.
Me hizo gracia colocar el árbol en el comedor y Ángel, viendo que tenía la misma ilusión de alguien que estuviera viendo el mar por primera vez, me dejó hacerlo solo mientras se dedicaba a montar el pesebre. Fui a la cocina a por un par de cervezas, le ofrecí la suya y puse el CD de villancicos que me habían regalado por la mañana en el supermercado. Cuando empezó a sonar «Noche de paz», el timbre del teléfono rompió el encanto.
—Casa de la Navidad, dígame —respondí divertido—. ¿Puedo hablar con mi hijo? —preguntó secamente la madre de Ángel.
Le pasé el inalámbrico con una sonrisa y continué colocando el espumillón entre las ramas del abeto. Al terminar me di cuenta de que primero tenía que haber colocado las luces y me sentí el más torpe del planeta. Aún así sonreí y comencé a retirar las guirnaldas, girándome para decírselo a Ángel y vi que su cara estaba desencajada. Colgó el teléfono e intentando aguantarse las lágrimas que amenazaban con caer por su mejilla dijo que nunca creyó que su familia pudiera ser tan cruel. —¿Qué quieres decir?— pregunté, sentándome a su lado para consolarle. —No me quieren— tomó una gran bocanada de aire y con la palma mano se secó las lágrimas que no pudo reprimir. Le miré esperando su explicación. —Me ha dicho que siempre seré bienvenido si voy solo, pero que no me moleste en ir contigo porque no abrirán la puerta.
Esas palabras me hicieron daño pero no lo exterioricé porque consideré que Ángel ya lo estaba pasando fatal como para magnificar aún más la situación. A fin de cuentas yo vivía con el hijo, no con ellos, así que le tomé de la barbilla para que me mirara y acariciándole la mejilla, le dije que se creía que tenía que estar con ellos, que por mí no dejara de hacerlo. Me interrumpió diciendo que no quería negarme delante de nadie.
—No tendrás que hacerlo porque tienes mi aprobación —afirmé—. En todo caso seré yo quien se esté negando de cara a tu familia y a mí no me importa lo que piensen. Se quedó sin palabras, con la boca abierta. Aunque ahora no te lo parezca —continué con mi explicación—, te quieren, por mucho que no sea de la forma que esperas. Al igual que sé que tú también a ellos. —Me ha pedido que coma con ellos por Navidad. Sin ti— dijo en voz baja, sintiéndose culpable. —Bien— dije, antes de besarle muy dulcemente, —entonces comerás con ellos y yo me quedaré en casa disfrutando de las deliciosas sobras de la cena de Nochebuena que habrás preparado y cuando vuelvas, estaré esperándote con una copa de cava al lado del maravilloso árbol que estoy montando para pasar el resto de la tarde juntos. Me abrazó. Pero no quiero dejarte solo… Sonreí al notar que estaba un poco más aliviado. Desde que llegaste a mi vida, no estoy solo —fue todo lo que dije segundos antes de volver a besarle.
Coloqué la estrella en la copa del árbol y llamé a Ángel, que estaba en la cocina preparando la cena. —¿Qué te parece?— le pregunté, sintiéndome el hombre más feliz del mundo. —Precioso, Eric— me besó en la mejilla. —Pongámonos al lado y tomémonos una foto de recuerdo.
Fue hasta el mueble de la entrada, buscó en el primer cajón y sacó la cámara, gritando de contento como el que encuentra un tesoro. Me hizo poner a un lado del árbol y apoyó la máquina en la cómoda. Apretó el botón de disparo retardado y corrió para ponerse a mi lado, tomándome de la cintura. Cuando reveló el carrete, aparecí en la foto mirando el árbol con una sonrisa de bobo; en cambio, Ángel salió mirándome, sonriente, feliz. Yo también lo era, amándole con locura, deseando pasar el resto de mi vida a su lado, día a día, ofreciéndole lo mejor de mí.
Para la cena de Nochebuena, invitamos a Josep y Marc a cenar en casa. Ángel había llenado el comedor de velas y puso un centro de mesa con hojas de acebo y pequeños falsos paquetes de regalo que tardé horas en envolver. Al entrar, se quedaron de piedra al ver toda la decoración, el árbol entre los dos sofás con sus luces parpadeando y el pesebre en la mesita auxiliar.
—Ángel —apreció Josep, dándome dos botellas de cava para que las metiera en la nevera—, has hecho un milagro con este desastre pelirrojo. Ya será para menos —dijo él, quitando importancia a su comentario. Creo que únicamente he despertado en él una parte adormecida. Marc se echó a reír. ¿Adormecida? —preguntó, simulando secarse lágrimas. ¡Muerta, diría yo! Josep se unió a su risa y les pegué una colleja. ¡Que estoy aquí! —grité en broma. ¡Por lo menos esperad a que esté en la cocina para criticarme!
Eligió música de piano para la velada y una vez terminamos el pica-pica, me encargué de servir los platos que se había pasado todo el día cocinando: de primero la típica sopa de caldo con esos enormes trozos de pasta con forma de codo, de segundo canalones gratinados. El postre fueron los inevitables turrones, figuritas de mazapán y los polvorones que tanto odio seguidos de varias copas de cava. Durante la cena, había estado mirando la cara de Ángel, preocupado por si echaba de menos a su familia, pero no, estaba tranquilo, relajado, disfrutando tanto o más que yo de la pequeña celebración. Cuando me pillaba con la mirada clavada en él, sonreía, ponía su mano en mi muslo y se me acercaba al oído para decirme que me quería, que era muy feliz y que no cambiaría ese momento por nada en el mundo.
Dejamos la mesa y nos sentamos en los sofás, con nuestras copas en la mano, quejándonos de que estábamos muy llenos y asegurando que no nos cabía ni una sola figurita más de mazapán. Llegó el momento de los regalos, Marc y Josep estuvieron encantados con un cuadro de enormes limones que Ángel encontró por casualidad en una tienda de la calle Avinyó mientras que nosotros, nos sorprendimos con una bonita vajilla decorada con hormiguitas. Ángel cogió un cojín y se sentó en el suelo, entre mis piernas, con un brazo apoyado en mi rodilla y prestando atención a las anécdotas que Josep iba explicando del tiempo que vivimos los tres juntos. Me miró y dijo que le hubiera encantado conocernos en aquella época.
—No te hubiera servido de mucho —dijo Marc señalándome con la copa—. Éste se pasaba la semana entera trabajando y estudiando, apenas dormía y jamás hizo la limpieza del piso… ¡Ya estamos reprochando! —me quejé en broma, sabiendo que tenía razón. ¡No tenía tiempo! Josep me guiñó el ojo, haciéndome cómplice del comentario que iba a soltar. Por lo menos, él pagaba su parte de alquiler, cosa que OTROS no pueden decir… ¡Si me pasaba todo mi tiempo libre limpiando y cocinando para vosotros! —exclamó Marc—. ¡Sólo hubiera faltado que encima hubiera tenido que pagar mi parte! —Exactamente por eso jamás quise limpiar— dije segundos antes de ponerme a reír. Ángel brindó por el pragmatismo. —Bien hecho— añadió.
El móvil, que descansaba en la mesita, bajo la planta de albahaca, vibró avisándome de la recepción de un mensaje. Lo miré y junto al icono del sobre vi el nombre de Ricard.
Dejé la taza en el plato, volviendo a la realidad, maldiciendo por enésima vez al amor, cerrando mis ojos con rabia, apretando mis labios.
Hacía una semana que no habíamos estado en contacto y en mi estómago se formó un nudo cuando leí que proponía quedar conmigo para tomar un café en el centro. Le contesté que me parecía estupendo todo lo rápido que pude tras pelearme con el estúpido teclado de triple letra y el dichoso «autocompletar» del diccionario. Acertar con el botón de enviar fue toda una odisea, pero tras cuatro intentos, conseguí hacerlo.
—¡Con lo fácil que es hacer una llamada o enviar un correo electrónico! —me quejé.
Su respuesta fue rápida, citándome en media hora en Plaza Catalunya, junto al horrible monumento de dos escaleras invertidas, donde le encontré, sosteniendo una carpeta y viendo como su mirada me hacía arrancar una sonrisa. Me sorprendió gratamente la calidez de su beso en la mejilla, poniendo su mano en mi cadera, acariciándome fugazmente. Sí, me empezaba a gustar su manera de comportarse conmigo, carente de prejuicios por mostrar un gesto de cariño hacia otro hombre en mitad de la calle. Claro, que para los que vivimos en capitales grandes ni nos daríamos cuenta de que alguien camina a nuestro lado con un papagayo en la cabeza.
—Vas muy elegante —apreció, dándome una rápida repasada—. La semana pasada me animé a ir de compras a una de las tiendas de Madway —le guiñé un ojo—. Tengo montones de vales de descuentos que jamás he utilizado. —Pues has elegido bien. El verde pálido te queda genial—. ¡Gracias! —exclamé—. Conseguirás que me ponga colorado… Bueno —dijo guiñándome un ojo—, pues no insistiré más.
Comenzamos a andar por Pelayo y cruzamos para ir a la calle Tallers, caminando entre tiendas alternativas y un personal de lo más variopinto. Habían desde punkis con aspecto de haber vivido mejores épocas hasta los típicos pseudo-hippies, de esos que visten con ropa holgada a rayas, tocan la flauta y siempre están acompañados por varios perros. Entramos en un bar que él conocía y pedimos una cerveza. La camarera, una chica algo rellenita y con unas perfectas rastas que Bob Marley hubiera envidiado, nos sirvió las dos copas y se alejó tan sigilosa cómo se había acercado. Tras brindar, volvió a hacerse el silencio entre nosotros.
Sentía que mi corazón estaba dividido, porque por un lado quería estar ahí, con él, pero por el otro, el sentimiento de culpabilidad por darme la oportunidad de conocer a alguien me podía, me contrariaba, impidiéndome disfrutar de su compañía. Ricard era consciente de que algo me pasaba, pero como iba siendo ya costumbre en él, no preguntó nada, sonreía y en el momento que tomó el posavasos entre sus manos para desviar su atención, cerré mis ojos y comencé a hablar, con voz temblorosa.
—Hace tres años que perdí a mi pareja —pude decir—. Aún no he superado su muerte.
Se quedó petrificado, con los ojos abiertos. El posavasos cayó de sus manos, pero no hizo ninguna pregunta, dejando que me sintiera con la entereza suficiente para detallar lo que considerara preciso. Fui breve, apenas resumí en dos minutos un año infernal y dos años de lenta recuperación, omitiendo la forma tan injusta en la que murió y el sentimiento de culpabilidad que en ocasiones había destrozado lo que me quedaba de alma.
Aquella noche, dormimos juntos por primera vez y yo, todo un tiarrón de casi dos metros, me sentí protegido recostado en su pecho, sintiendo sus caricias de consuelo y el amor que comenzaba a latir nuevamente en mi corazón.
Nunca antes me había sentido así, era yo quién protegía y cuidaba a Ángel, quien le velaba cuando sufría de sus terribles anginas que incluso le hacían perder la voz y tenía que escribir en una libreta lo que necesitaba… Las cosas habían cambiado, y mi corazón dudaba entre el bienestar de saber que no te puede pasar nada malo y la desventaja de mostrarse débil.
Algo que por muy gay que fuera no dejaba de chocar contra mi forma de vida como hombre autónomo, independiente y capaz. Claro, que ahora es cuando veo que todo eso se fue con Ángel, quedándome desamparado, sin saber hacia dónde ir o, aún peor: sin ganas de querer ir.